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Políticas científicas y tecnológicas: guerras, ética y participación pública
 
León Olivé
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La humanidad ha progresado en el terreno de la ciencia. Ahora sabemos más sobre el mundo y hemos aprendido a investigarlo mejor. Pero también hemos progresado en la comprensión del conocimiento, de la ciencia y de la tecnología. Entendemos mejor en qué consisten, cómo se desarrollan y cuál es la naturaleza de sus productos.
 
A principios del siglo xxi, lo que podríamos llamar “ciencia pura” ha sido desplazado —social, cultural y económicamente— por la “tecnociencia”, es decir, por un complejo de saberes, prácticas e instituciones en los que están íntimamente imbricadas la ciencia y la tecnología. Encontramos ejemplos paradigmáticos de tecnociencia en la investigación nuclear, en la biotecnología, que elabora vacunas, en la investigación genómica, que produce alimentos genéticamente modificados y que ha comenzado a clonar células humanas en busca de la producción de órganos y de terapias “a la medida”, y la vemos también en la informática y en el desarrollo de las redes telemáticas.
 
Sin embargo, la entrada del siglo xxi no da pie a más optimismo, que al de algunas notas sobre el progreso científico y sobre el conocimiento acerca de la ciencia y la tecnología. Con las enormes posibilidades de intervención en la naturaleza y en la sociedad que éstas abrieron, han venido muchas consecuencias bondadosas, pero también muchas más indeseables y peligrosas. En el siglo xx la física atómica sirvió para desarrollar tanto técnicas terapéuticas y formas de generar energía eléctrica, como bombas. La biotecnología ha desarrollado antibióticos y bacterias resistentes a ellos que ahora amenazan con usarse como armas. El desarrollo de la química dio lugar a una de las industrias más contaminantes del ambiente. La tecnociencia, pues, nos está dejando un planeta contaminado, cuya energía estamos consumiendo a una velocidad suicida, al que se le han estado destruyendo sistemas que protegen la vida como la capa de ozono, y que se está calentando a partir de emisiones de gases generados por los seres humanos, provocando las conocidas consecuencias en el cambio climático.
 
Pero no es sólo por eso que ha comenzado mal el siglo xxi. También tenemos razones para ser poco optimistas en virtud de las guerras que corren por estos tiempos, en las que se utilizan armas de todos tipos; desde sencillos instrumentos y armas convencionales que provienen de la tecnología más tradicional, hasta diversos productos de la tecnociencia, como las “bombas inteligentes”.
 
A raíz de estas guerras los ciudadanos del mundo se están enterando al menos de una forma nunca antes asumida oficialmente: en muchos países —desde los democráticos “más avanzados” hasta los más tradicionalistas—, durante décadas se han estado produciendo bacterias y virus, a veces genéticamente modificados, para resistir antibióticos y vacunas actuales que ahora pueden usarse como armas. Nadie sabe con certeza cuántas de estas potenciales armas hay en el mundo, ni exactamente de qué tipo son, o al menos eso han declarado recientemente portavoces de la otan. La Unión Europea se ha declarado incapaz de enfrentar la amenaza del bioterrorismo.
 
Todo esto hace ineludible el planteamiento de preguntas como: ¿Realmente han contribuido la ciencia y la tecnología al progreso de las sociedades humanas? ¿De qué forma? ¿Han hecho más felices a los seres humanos, o han servido más para la destrucción del planeta?
Desde luego preguntas como éstas no pueden ser respondidas por la ciencia o por la tecnología, y menos por los políticos o por quienes se dedican a los negocios. Para responderlas adecuadamente es necesario elucidar conceptos como “progreso” y “felicidad”, y entender qué significan para las personas en sus diferentes contextos sociales. Pero estas tareas son las que típicamente se hacen desde el campo de las ciencias sociales y de las humanidades.
 
Si es necesario comprender algo, ante el triste panorama recién planteado, es que ya han quedado atrás los tiempos en que la evaluación de la ciencia y de la tecnología, y más aún, la discusión y la toma de decisiones sobre las políticas de su desarrollo, atañen tan sólo a los expertos, o en su caso, a los políticos asesorados por éstos. En este siglo que inicia, dadas las consecuencias de la tecnociencia en la sociedad y en la naturaleza, es más necesaria que nunca la participación pública en la evaluación y el diseño de políticas científicas y tecnológicas.
 
Los sistemas técnicos
 
Comencemos por recordar que no hay una única manera legítima de concebir a la ciencia, a la tecnología, ni a la tecnociencia, y es por eso que hay diversas maneras de entender la importancia de la participación pública en la evaluación de políticas científicas y de tecnologías concretas, así como de los riesgos que implica su aplicación. Veremos que incluso la evaluación de algo aparentemente tan técnico como la “eficiencia” de un sistema tecnológico no puede depender únicamente del juicio de los expertos, sino que debe involucrar la participación de quienes serán afectados por esa tecnología.
 
La tecnología muchas veces se entiende como algo reducido a un conjunto de técnicas, o en todo caso de técnicas y artefactos, pero es insuficiente para dar cuenta de ella y de su importancia en el mundo contemporáneo. Una mejor aproximación a la tecnología la ha ofrecido, por ejemplo, el filósofo español Miguel Ángel Quintanilla, quien llamó la atención sobre el hecho de que la tecnología está compuesta, antes que nada, por sistemas de acciones intencionales. El principal concepto para entender y evaluar sus impactos en la sociedad y en la naturaleza es entonces, el sistema técnico.
 
Éste consta de agentes intencionales (por lo menos una persona o un grupo de personas con alguna intención), un fin que lograr (abrir un coco o intimidar a otras personas), algunos objetos que los agentes usan con propósitos determinados (la piedra que se utiliza instrumentalmente para pulir otra y fabricar un cuchillo), y un objeto concreto que es transformado (la piedra que es pulida). El resultado de la operación del sistema, el objeto que ha sido transformado intencionalmente por alguien, es un artefacto (el cuchillo).
 
Al plantearse fines, los agentes intencionales lo hacen inmersos en una serie de creencias y valores. Alguien pule una piedra porque cree que le servirá para cortar frutos. La piedra pulida es considerada por el agente intencional como algo valioso. Los sistemas técnicos, entonces, también involucran creencias y valores.
 
Hoy en día estos sistemas pueden ser muy complejos. Pensemos tan sólo en una planta núcleoeléctrica o en un sistema de salud preventivo, en el cual se utilizan vacunas. En estos sistemas están indisolublemente imbricados la ciencia (de física atómica en un caso y de biología en el otro) y la tecnología; por eso suele llamárseles sistemas “tecnocientíficos” (por comodidad, nos referiremos a ellos como sistemas tecnológicos).
 
La comunidad de usuarios
 
La idea de eficiencia tecnológica supone que las metas y los resultados de la operación del sistema pueden medirse de manera objetiva, independientemente de los motivos y creencias de los agentes intencionales, cuyas metas y propósitos son parte integral de éste.
 
Pero la evaluación de la eficiencia enfrenta una seria dificultad. Mientras el conjunto de metas o de objetivos (0 en el cuadro) puede identificarse con razonable confianza —una vez que ha quedado establecido el conjunto de agentes intencionales que diseñan y operan el sistema, puesto que se trata de sus objetivos—, el conjunto de resultados (R), en cambio, no puede identificarse de la misma manera y es que los resultados que se producen y que son pertinentes para dicha evaluación no dependen únicamente de los agentes intencionales que diseñan o que operan el sistema técnico ni de la interpretación que ellos hagan de la situación.
 
El problema es que la identificación del conjunto de resultados, que sea relevante tomar en cuenta, variará de acuerdo con los intereses de diferentes grupos y sus diversos puntos de vista, pues muy probablemente cada grupo aplicará criterios distintos para identificar el conjunto de resultados. Sin embargo, el problema es que no existe una única manera legítima de establecer esos criterios. La eficiencia, entonces, es relativa a los criterios que se usen para determinarlos.
 
Por ejemplo, la eficiencia de un nuevo diseño de automóvil podrá medirse y determinarse según los propósitos que se planteen los tecnólogos que lo diseñan, digamos en la mayor velocidad que éste pueda alcanzar en autopistas, con menor consumo de gasolina y menor contaminación ambiental. Pero quizá tal velocidad incremente el número de accidentes y en consecuencia el número de heridos y muertos en las carreteras. ¿Considerarían los ingenieros que diseñaron el vehículo a estos datos como resultados no previstos al medir la eficiencia del coche? Lo menos que podemos decir es que es un asunto controvertido.
 
Un ejemplo ahora ya famoso fue el del uso de clorofluorocarburos en los refrigeradores y latas de aerosol, que provocaron el adelgazamiento de la capa de ozono. Incluir o no este resultado para determinar la eficiencia de los sistemas de refrigeración en los que se usó este refrigerante es, de nuevo, por lo menos un asunto que depende de los criterios aplicados; y éstos no son únicos ni tienen una objetividad absoluta.
 
Por tanto la eficiencia no puede considerarse como una propiedad intrínseca de los sistemas técnicos. La aplicación de una tecnología entraña, casi siempre, una situación de riesgo o de incertidumbre —presupongo la habitual distinción entre situaciones de riesgo, cuando se sabe qué probabilidad atribuir a los resultados posibles, y las de incertidumbre, cuando se desconoce el espacio de probabilidades para los sucesos que se consideran posibles. Siempre será necesario elegir cuáles son las consecuencias que se consideran pertinentes para evaluar la eficiencia del sistema técnico. Aunque la determinación de su relevancia será un asunto controvertido que dependerá de los diferentes intereses y puntos de vista.
 
Sin embargo, esto no quiere decir que la eficiencia sea algo subjetivo. Ésta es objetiva en el sentido en que una vez que los fines propuestos quedan establecidos por los agentes intencionales que componen el sistema, y una vez que el conjunto de resultados queda determinado intersubjetivamente por quienes la evaluarán, entonces se desprende un valor determinado de la eficiencia, que no depende de las evaluaciones subjetivas que cada uno de los agentes o los observadores hagan de las consecuencias (por ejemplo que les gusten o no). Esto significa que en su determinación deben participar todos los que serán afectados por la tecnología en cuestión.
 
Ética y democracia
 
¿Cómo afectan, actualmente, la ciencia y la tecnología a la sociedad que finalmente las sostiene y las hace posibles? No hay una única respuesta válida a esta pregunta ni una única correcta. La percepción de la forma en la que la tecnociencia afecta a la sociedad y a la naturaleza está íntimamente ligada a su comprensión y a la de sus beneficios, amenazas y peligros. Esta comprensión, a su vez, depende de quienes intenten hacer la evaluación de sus valores e intereses.
 
En este campo no hay un acceso privilegiado a la verdad, a la objetividad o a la certeza del conocimiento, y es por eso que en este aspecto se encuentran al mismo nivel los científicos naturales y sociales, los tecnólogos, los humanistas, los trabajadores de la comunicación, los directivos de empresas, los políticos, y la sociedad en general.
 
Esto no significa desconocer que los diferentes sectores de la sociedad, así como sus diferentes miembros, tengan un acceso diferenciado a la información pertinente y a los recursos para evaluar las consecuencias de la tecnociencia. Pero sí, que no hay nada que otorgue en principio un privilegio a algún sector de la sociedad.
 
La indispensabilidad de la participación pública en las discusiones y en la toma de decisiones sobre política científica y tecnológica, no sólo se deriva del carácter esencialmente debatible del riesgo para la sociedad y para la naturaleza que implica el desarrollo tecnocientífico; ni se deriva tan sólo de la indeterminación de las consecuencias de la aplicación de la tecnología. Tampoco se desprende únicamente del propósito ético de que el conocimiento científico y tecnocientífico sea público, en el sentido de estar a disposición de toda persona, y muy especialmente cuando se trata de conocimiento sobre los riesgos de sus aplicaciones y sus consecuencias.
 
Si queremos justificar en el orden ético el que todo el conocimiento se haga público —es decir que sea accesible a cualquier persona—, ya que es moralmente condenable que hoy en día tienda cada vez más a privatizarse —como con las patentes por ejemplo, pero también al ocultar muchos desarrollos biotecnológicos que fácilmente son convertidos en armas—, y si queremos en suma justificar la participación pública en las decisiones sobre política científica y tecnológica, entonces requerimos ciertos supuestos de la moderna concepción de “persona” y “sociedad” democrática.
 
Se entiende por persona a aquellos agentes racionales y autónomos que tienen la capacidad de razonar, lo que les permite hacer elecciones, así como decidir el plan de vida que consideran más adecuado para ellos.
 
Con base en la definición anterior, hay dos principios que fundamentan las relaciones humanas éticamente aceptables y que son pertinentes para nuestro propósito. Un principio manda nunca tratar a las personas sólo como medios, mientras el otro indica que siempre se debe permitir actuar a los individuos como agentes racionales autónomos.
 
Sobre la democracia, como ha señalado Luis Villoro, conviene distinguir dos acepciones: una como ideal regulativo, la democracia como proyecto de asociación conforme a valores tales como “la equidad en la pluralidad de los puntos de vista, el derecho a la decisión libre de todos, la igualdad de todos en la decisión del gobierno, la dependencia del gobierno del pueblo que lo eligió”; y otra como “un modo de vida en común en un sistema de poder”. La segunda, se refiere a la democracia como un sistema de gobierno, como “un conjunto de reglas e instituciones que sostienen un sistema de poder, tales como: la igualdad de los ciudadanos ante la ley, derechos civiles, elección de los gobernantes por los ciudadanos, principio de la mayoría para tomar decisiones, división de poderes”.
 
Hablar de una justificación ética de la participación pública en la evaluación y en la toma de decisiones sobre política científica y tecnológica nos remite al primer sentido de democracia; el de un proyecto de asociación conforme a los valores señalados.
 
La forma cómo se han desarrollado las políticas científicas y tecnológicas en las sociedades democráticas actuales —nuestro país incluido, con su incipiente democracia formal—, supone sólo la segunda acepción de democracia; en donde las diferentes partes que participan se rigen por su interés particular y alcanzan acuerdos políticos según sus fines y su poder político y económico real.
 
Bajo esta concepción de la democracia como “un modo de vida en común en un sistema de poder” la evaluación y, sobre todo, la gestión de la política científica y tecnológica quedarían sujetas a la misma competencia y lucha de intereses entre diferentes grupos que se enfrentan en otras esferas de la vida pública. Las razones para defender una amplia participación pública en el diseño y la gestión de las políticas científicas y tecnológicas —desde el punto de vista de las agencias estatales, por ejemplo, o de las industrias que aplican sistemas tecnocientíficos—, serían puramente prudenciales, ya que dicha participación constituiría “la mejor garantía para evitar la resistencia social y la desconfianza hacia las instituciones” y hacia la expansión tecnocientífica. Se trata de una razón pruedencial, pues no estaría fundada en valores y normas morales compartidos, ni en principio ético alguno, sino sólo en la idea de que es conveniente “evitar la resistencia y la desconfianza”.
 
Hay otras razones, sin embargo, para justificar la participación pública, que sólo tienen sentido si se ligan a la noción de democracia asociada al primer grupo de valores señalados con anterioridad; como, por ejemplo, que la tecnocracia es incompatible con esos valores democráticos (la equidad en la pluralidad de los puntos de vista, el derecho a la decisión libre y la igualdad en la elección del gobierno).
 
Pero si enfocáramos tan sólo estos valores tendríamos que librar todavía otro escollo, pues podría surgir la objeción bien conocida de que, en cuestiones de ciencia y tecnología —sobre todo en relación con los riesgos que implica su aplicación—, el conocimiento especializado es necesario para establecer cuestiones de hecho, por ejemplo, acerca de relaciones causales (o por lo menos de correlaciones estadísticamente significativas) entre ciertos fenómenos y ciertos daños.
 
No es posible decir: “el derecho a la decisión libre de todos”, cuando se trata, por ejemplo, de aceptar o rechazar una hipótesis científica, y menos cuando se trata de estimar el riesgo que corren los consumidores de ciertos aditivos alimenticios, o los vecinos de centrales nucleares o de un aeropuerto. En ese sentido el conocimiento científico no es algo que se decida democráticamente.
 
Sin embargo, en ciertas circunstancias, los juicios de los inexpertos también son necesarios y pueden ser tan razonables como los de los expertos. ¿Pero cómo fundamentar esta tesis, sin caer en el absurdo de que el conocimiento científico es algo que se decide democráticamente?
Al defender la participación pública, se sugiere, entonces, que el juicio de los expertos no es el único razonable y válido, ni el único necesario en tomarse en cuenta, como lo vimos en el caso de la evaluación de la eficiencia de un sistema técnico. Pero no sólo eso; en la aplicación de la inmensa mayoría de sistemas técnicos, cuando hay grupos sociales afectados por sus consecuencias, su participación es necesaria, por razones epistemológicas antes que éticas, para complementar la evaluación de los expertos. Hay, como he sugerido antes, un pluralismo epistemológico en la naturaleza de la ciencia y de la tecnología, que fundamenta el argumento de la legitimidad de los diversos puntos de vista.
 
Así, aunque ni el conocimiento científico ni el tecnocientífico se validen democráticamente, en ciertas circunstancias sí pueden equipararse ciertos juicios de expertos y de legos en cuanto a su pertinencia y razonabilidad.
 
Pero todavía queda un aspecto más por recordar; en buena medida la evaluación y gestión de estas políticas implican decisiones no sólo en cuanto a restricciones sobre posibles aplicaciones de sistemas tecnológicos, porque podrían ser perniciosos, sino que también involucra decisiones sobre compensaciones y posibles sanciones. El desarrollo tecnocientífico, hoy en día, afecta en tal grado a la naturaleza y a la sociedad, que su evaluación y gestión implican un debate moral y político sobre la atribución de responsabilidades. Lo que conduce a la discusión de la importancia del debate y las controversias, no sólo entre expertos, sino con la participación de amplios sectores del público.
 
Políticas y participación pública
 
“Ideal de la democracia —escribe Luis Villoro— es conceder a cualquier miembro de la sociedad la capacidad de decidir libremente sobre todos los asuntos que conciernen a su vida”. Pero “la técnica” y el enfoque tecnocrático para abordar los principales problemas de las sociedades contemporáneas, han obligado a los ciudadanos “a atenerse a las decisiones de los especialistas. Y los dominios en que éstas se llevan a cabo son cada vez más amplios. Los ciudadanos acaban reduciendo su actividad a la de obedientes consumidores de ideas y productos, incapaces de decidir por sí mismos en la mayoría de los asuntos comunes”.
 
La justificación ética de la participación pública en la discusión de las responsabilidades de los científicos y tecnológos en la generación de riesgos, así como en la evaluación, aceptación y gestión de las políticas en ciencia y tecnología como en cualquier otra política pública, entonces, se basa en el intento por ofrecer las condiciones adecuadas para ejercer las capacidades más básicas que el pensamiento moderno ha otorgado a las personas; concibiéndolas no como los ciudadanos abstractos de la democracia formal, sino como los racionales e inteligentes miembros de carne y hueso “afiliados a varias entidades sociales, pertenecientes a varios grupos y culturas específicas con características propias y una identidad que los distingue”. Se trata de personas en posición de ejercer su autonomía, lo que significa “decidir sobre su propia vida, en un entorno concreto, participar por lo tanto, en las decisiones colectivas en la medida en que afecten a su situación personal”.
 
“Guerras de las ciencias”
 
Para comprender la estructura y el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, así como los desafíos que presentan a las sociedades modernas y para dar respuestas a los dilemas éticos y, en general, valorativos, que plantean a los científicos, a los gobernantes y a los ciudadanos de la calle, no es suficiente la imagen que proyectan los científicos y tecnólogos de sus propias actividades y de sus resultados, como tampoco bastan las concepciones de los economistas que toman decisiones de gobierno o de apoyo a la investigación científica y tecnológica.
 
Esto exige una reflexión desde otras disciplinas como la filosofía, la historia, la sociología, la economía y la psicología, sobre todo cuando la ciencia y la tecnología son su objeto de estudio.
 
Por esto es lamentable que, mientras hay guerras en el mundo, en las cuales se mata y se sojuzga a gente y hasta pueblos enteros, en el medio académico se hayan librado, y sigan todavía, otras guerras que, con consecuencias inmediatas aparentemente menos desastrosas, en nada ayudan a las sociedades modernas para comprenderse a sí mismas, y para entender el fenómeno científico-tecnológico.
 
Me refiero a lo que en otras latitudes se le ha llamado “la guerra de las ciencias” (entre las ciencias y las humanidades), y que en México, sin ser abiertamente reconocida, se da de manera más o menos oculta. Un ejemplo de esto, en nuestro medio, lo constituyen algunos artículos escritos por el matemático José Antonio de la Peña quien, por ejemplo, escribía hace no mucho en la revista de la Academia Mexicana de Ciencias —de la cual es presidente en este momento— que muchas “posiciones de los filósofos contemporáneos debilitan a la ciencia” y que “los filósofos de la ciencia” —dicho así, en general—, eran los responsables de fomentar o por lo menos de contribuir notablemente a afianzar una creencia popular en que la ciencia no tiene nada de racional ni logra, por lo general, conocimiento objetivo.
 
Lo lamentable de este tipo de afirmaciones por parte de hombres de ciencia es que contribuyen a la mala comprensión de la filosofía, porque parten de la incomprensión de ésta, cuando no de la ignorancia, y por tanto también a una mala comprensión de la ciencia. En el caso de la Peña, queda claro que desconoce que si algo ha logrado en las últimas décadas la filosofía de la ciencia es comprender mejor y explicar en qué consiste la objetividad y la racionalidad científica. Esto ha sido el resultado de un largo proceso de discusión a lo largo del siglo xx, a partir de trabajos de autores que de la Peña acusa de “irracionalistas”, como Kuhn y Feyerabend.
 
La visión filosófica de la ciencia permite entender mejor, no sólo la naturaleza de la ciencia y de la tecnología, sino también cuál es la relación éticamente justificable entre las comunidades científicas y tecnocientíficas, los políticos y la sociedad. Podemos concluir, pues, que es realmente necesaria la intensificación del diálogo entre la filosofía y las ciencias, así como su amplia proyección al público no especialista.
 
La sociedad, que es finalmente la que sostiene la investigación y la enseñanza de la ciencia y la tecnología, merece que la información esté a su alcance para poder tomar parte en las decisiones que afectarán su vida en un futuro.
 
La unam tiene las condiciones para desarrollar un amplio y ambicioso programa que ofrezca al público, a los funcionarios del Estado y a los empresarios, una buena comprensión del fenómeno científico-tecnológico, de su importancia social, cultural y económica, y de su impacto en las sociedades modernas. Para ello tan sólo se requiere que la unam coordine e impulse —bajo una perspectiva humanística— los muy diversos esfuerzos que se hacen en la investigación, la enseñanza y la difusión de la ciencia y la tecnología, así como en la filosofía de la ciencia y en los estudios de ciencia, tecnología y sociedad.
 
La unam no sólo tiene las condiciones ideales para terminar —al menos en México— con las “guerras de las ciencias”, sino que además es responsable de promover una cultura en el país, que tienda a fomentar la participación pública en la evaluación y gestión de la ciencia y de la tecnociencia, para ayudar a evitar que éstas se involucren en otras guerras en el planeta. Pero esto dependerá de que, en la unam también, haya participación pública y plural en el diseño y realización de las transformaciones de su estructura, de sus funciones y en el cumplimiento de su misión.Chivi66
Referencias bibliográficas
 
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León Olivé
Instituto de Investigaciones Filosóficas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Olivé, León. (2002). Políticas científicas y tecnológicas: guerras, ética y participación pública. Ciencias 66, abril-junio, 36-45. [En línea]
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