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  del tintero
 
     
Los últimos dinosaurios
 
 
 
Francisco Segovia
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Hace muchos, muchos años, había una tierra hermosa y grande —llena de exuberantes selvas y grandes montañas— al Sureste de México. Ahí vivía, con gran majestad, el rey de los dinosaurios. Era tan grande que su cabeza, coronada de fuertes púas, sobresalía por encima de las ceibas como un peñasco enorme. ¡Era un gran rey!
 
Pero un buen día llegaron de los confines de la Tierra unos mensajeros con noticias tristes: sí, habían confirmado que por todos lados surgían dinosaurios que no sólo se inconformaban con la vida más o menos rastrera que llevaban sino que, abusando de toda prudencia, se levantaban, despegándose del sacrosanto suelo.
 
—They are getting high —dijeron los embajadores extranjeros.
 
El primer ministro, que servía de intérprete, tradujo así: —Se han adornado el pecho, los brazos y el cuello con mil ridículas estolas de colores, hechas de esa asquerosa fibra nueva, llena nervaduras, como las hojas, pero muy finitas y como sueltas, y osan recorrer el aire del reino sin su venia, Majestad.
 
El rey era desconfiado y, así, quiso comprobar la veracidad de aquellas palabras. Alzó pues la gran cabeza por encima de los árboles y vio que, además de dos o tres pterodáctilos —que ellos sí tenían licencia para volar, pues no andaban alborotando vistosamente el aire... El rey vio —decía— que además de esos dos o tres pterodáctilos, daban vueltas en el aire, en efecto, otros tres o cuatro de sus súbditos, más pequeños y descarados, ataviados con escándalo, muy desafiantes. Sobre el pecho les espejeaban unas como “boas” de colores que mucho lo encandilaron.
 
—¡Señor ministro —tronó entonces el rey—: nombre inmediatamente policías a todos los pterodáctilos del reino! ¡Pero ya!
 
La medida era bastante ruda, pero no resultó: “los emplumados” —que ese era su nombre de batalla—; los emplumados eran mucho más rápidos que cualquier pterodáctilo, así que siguieron sube que te sube (“getting high”) en todas las esquinas del reino. Y, para empeorar las cosas, lo hacían al grito de: “¡Dia-lo-gó! ¡Dia-lo-gó”.
 
Como cada día se sumaban a ellos más y más dinosaurios inconformes, el rey se preocupó:
 
—¿Tenemos acaso una revolución en puerta? —le preguntó al primer ministro.
 
—¡Noooo, qué va! —respondió éste—. Cuando mucho una pequeña evolución. Una evolucioncita, su Majestad.
 
Pero, viendo que aquella turba de catecúmenos amenazaba su gobierno, y sintiéndose incapaz de bajar a esa chusma de los cielos de un solo plumazo, el Gran Dinosaurio decidió dejar pasar
la invitación al diálogo que le hacían “los emplumados” y pasó a invitarlos al diálogo él mismo. Así se lo había aconsejado su primer ministro:
 
—No deje que le ganen las frases, Majestad. Si ellos gritan, usted puede gritar más fuerte... ¡Duro! ¡Duro! ¿Que gritan y gritan? Ah, qué importa. Vaya al palco de palacio y espételes con toda su voz un par de: “¡Dialogó! ¡Dialogó!” Ya verá cómo no lo resisten.
 
Con esta estrategia, no es raro que el reino se llenara entonces de bandos que llamaban a la unidad: “Amnistía a los alzados”, decían, o “a los voladores”. Pero, aunque la real política prometía paz a “los pajarillos” —y así se decía oficialmente: “los pajarillos”—, el rey y su ministro se referían a “los emplumados” despectivamente, llamándolos “esa especie de dinosaurios plumíferos” o, de plano, “los pajarracos”. Y es que no sólo no pensaban cumplir el acuerdo que de todos modos iban a firmar con ellos sino que planeaban apresarlos a todos juntos, de una sola y buena vez.
 
En aquellos días los dinosaurios eran muy pocos, y aún menos los ya para entonces llamados “pájaros”, así que el rey y su ministro planearon la reunión al modo de un referéndum, con la idea de que asistieran todos —todos, no sólo los representantes de todos. Y así fue, por lo menos en cuanto toca a los siempre obedientes dinosaurios, que acudieron en masa aun desde los más apartados rincones de la Tierra. Entre los pájaros, sin embargo, hubo algunos disidentes (“unos cuantos ultras”, según el ministro) que, sospechando una traición, decidieron irse a volar. Y a volar cada vez más alto y cada vez más lejos. Esos (“those who got higher and higher”), esos no asistieron a la reunión que se celebró en algún lugar del Sureste mexicano.
 
El primer ministro se lo comunicó al rey con su acostumbrado comedimiento:
 
—Noooo, su Majes —dijo, confiado y confianzudo—, si son requete poquititos. Ya les daremos después su alpiste en la pajarera.
 
Lo que ni él ni el rey sabían entonces, y menos al momento de declarar inaugurada la “cumbre” —pues en efecto se celebró en el pico de la montaña más alta de Yucatán—, era que una amenaza que venía de muchísimo más lejos, y era muchísimo más poderosa que la de los “pajarracos”, se cernía ya sobre el reino, incluidos todos sus súbditos, su ministro y su rey.
Y así, cuando por fin llegó el día del referéndum y el Gran Dinosaurio asomó la cabeza sobre las grandes ceibas y alzó los enormes ojos (para indicar a los pterodáctilos que entraran en acción contra los desprevenidos pajarillos, decentemente anclados en tierra), vio la inmensa bola de fuego que se le venía encima. Y fue lo último que vio. En realidad, lo último que vieron él y todos los demás dinosaurios del planeta y hasta las altas montañas de Yucatán: un inmenso meteorito que golpeó tan, tan duro ahí mismo que ahora Yucatán es plano, planísimo, y ya no existen los dinosaurios, ni su rey, ni su ministro, sino sólo los pajaritos que todavía vemos volar, felices, por el cielo.Chivi65
Francisco Segovia
Poeta y escritor
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como citar este artículo

Segovia, Francisco. (2002). Los últimos dinosaurios. Ciencias 65, enero-marzo, 66-67. [En línea]

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