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El futuro del tiempo
 
Antonio Sarmiento Galán
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En la actualidad los avances científicos y tecnológicos permiten una precisión
sorprendente en la medición del tiempo, tan alta que ya empieza a causarnos
problemas. Y no me refiero a la clase de problemas que surgen de vivir cada vez
más esclavizados por el yugo del llamado progreso, que son variados, abundantes
y terminan por eliminar el esparcimiento, sino a problemas prácticos y menos
relevantes cuya generalidad no distingue clases socioeconómicas.
 
 
Desde el siglo xvii sabemos que el medio astrónomico y tradicional para contar
el paso del tiempo, la rotación de la Tierra sobre su eje, no es un movimiento
uniforme, sino que se ha estado frenando poco a poco; en términos de una vuelta o
revolución sobre su eje, el lapso definido como día, esto significa que su duración
no es constante, sino que cada vez dura un poco más que la anterior. Por otro
lado, gracias al desarrollo de los estándares atómicos de frecuencia contamos
desde 1967 con una definición y una manera de medir el transcurso del tiempo en
términos de la unidad conocida como segundo. Éste se define como la duración de
9 192 631 770 oscilaciones del átomo de Cesio, frecuencia correspondiente a la
diferencia de energía entre los dos estados posibles del momento magnético de su
último electrón.
 
 
La estabilidad de dicho fenómeno natural permite asegurarnos que el proceso
no variará más de un segundo en 370 000 años. Ello nos proporciona otro medio
para contar el fluir del tiempo, un medio adicional e independiente del derivado
a partir de la rotación terrestre y que resulta ser mucho más estable y preciso.
Tenemos entonces que al combinar el frenado en la rotación de la Tierra con el
proceso atómico para contar el transcurrir del tiempo somos capaces de asegurar
que el día actual es 16 milisegundos más largo que lo que duraba hace mil años.
Ésta es precisamente la razón que nos llevó en 1972 a definir el “segundo bisiesto”
para tratar de mantener la sincronía entre el tiempo atómico y el terrestre; una
innovación de la que muy poca gente está consciente.
 
 
Este segundo bisiesto es similar al año bisiesto, en el cual cada cuatro años
se añade un día al mes de febrero para mantener el número de días al año
sincronizado con el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Recuérdese que
en caso de no hacerlo acabaríamos con un calendario en el que las estaciones se
irían alejando lentamente de sus fechas correspondientes. El acuerdo internacional
intenta mantener la diferencia entre el tiempo atómico y el terrestre por debajo de
0.9 segundos, y para ello ocasionalmente se añade o sustrae un segundo bisiesto,
dependiendo de lo que requiera la irregular rotación terrestre. El cambio se realiza
el último minuto del año o el último minuto de junio, y la notificación del mismo
está a cargo de la Oficina Internacional de la Hora en París, Francia. En 1972 se
estableció este acuerdo y se añadieron dos segundos bisiestos a un año que ya
de por sí era bisiesto, convirtiéndolo en el más largo de los años en los tiempos
modernos.
 
 
Esta práctica, cuyo resultado es el sistema de referencia temporal estándar
conocido como Tiempo Universal Coordenado (cut, por sus siglas en inglés), es
 
la que ahora entra en conflicto con otro avance en el interminable proceso de
perfeccionar o precisar una medida. Este avance es el conocido como Sistema
Global de Localización (gps, por sus siglas en inglés), que sirve, entre muchas
otras cosas, para la navegación aérea y marítima, ya que finalmente nadie
se guía por las estrellas. El sistema está compuesto por un cierto número
de satélites con relojes atómicos sincronizados y muy precisos a bordo, que
permiten, mediante la sincronía y el conocimiento de sus posiciones relativas
y de la velocidad de propagación de sus señales, determinar la posición de un
aparato receptor de sus señales sobre la superficie terrestre usando el conocido
proceso de “triangulación” con una precisión de algunos centímetros en las
tres coordenadas (latitud, longitud y altitud). Desafortunadamente, el increíble
potencial de este sistema se ha desarrollado principalmente en el campo de
las aplicaciones bélicas, haciendo posible, entre otras cosas, la creación de los
instrumentos de genocidio estadounidenses conocidos como “misiles inteligentes”,
otro más de los eufemismos mal utilizados que, lejos de encubrir, sólo delatan la
ilimitada ignorancia de sus usuarios. Cuando el sistema gps fue puesto en órbita en
1980 su sistema temporal de referencia era el cut, pero desde entonces ninguno
de los trece segundos bisiestos que se han añadido a dicho estándar se ha sumado
a los relojes del gps para actualizarlo, pues ello impediría la recuperación de la
esencial sincronía al grado necesario para el correcto funcionamiento del sistema.
 
Además del hecho de que sin los segundos bisiestos el día acabaría volviéndose
noche, surge el problema mucho más inmediato de la presencia de brechas
crecientes, actualmente de varios segundos de duración, entre los sensibles
sistemas de navegación mundial y el tiempo universal coordenado que utilizan
tanto los pilotos como los controladores del tránsito aéreo. Este tránsito se
realiza en términos de eventos y no sólo de posiciones, es decir que se requiere
la localización de una aeronave en un momento y tiempo determinados, ambos
con la mayor precisión posible. La inevitable confusión causada por la diferencia
entre la posición de acuerdo con uno u otro de los dos sistemas utilizados para el
conteo del tiempo (cut o gps) puede tener consecuencias desastrosas en términos
de colisiones en las zonas cercanas a los aeropuertos, precisamente donde el riesgo
de pérdidas humanas es mucho mayor.
 
 
La solución obvia es la de separar el estándar de tiempo de la escala determinada
por la rotación de la Tierra y convertirla en el estándar universal mediante la
vigilancia de los patrones atómicos.
 
 
Algunos científicos, los astrónomos en particular, se oponen tajantemente a
separar el tiempo de la rotación terrestre, pues arguyen que las estrellas y las
galaxias ya no se encontrarían en sus sitios acostumbrados y los telescopios
tendrían que ser adecuados para funcionar correctamente.
 
 
Esta renuencia no causa sorpresa alguna, ya que la comunidad académica es
fuertemente reaccionaria y su conservadurismo se ha acrecentado a medida que
el centro de actividad científica mundial se ha ido desplazando del Viejo al Nuevo
Mundo, léase de Europa a los Estados Unidos, proceso similar al desplazamiento
de la misma actividad del Mundo Islámico al Mundo Occidental. ¿Se recuerda acaso
 
alguna voz de protesta de algún miembro de la academia estadounidense para
evitar la invasión y subsecuente destrucción de la cuna del primer calendario con
que contó la humanidad? ¿Qué tan pequeña será la minoría entre los científicos
del vecino país del norte que conozca el invaluable papel que jugó la primera
civilización humana, surgida entre los ríos Tigris y Eufrates? ¿Para cuántos el
nombre de Mesopotamia será algo más que otra de las regiones bajo control
parcial por parte de su ejército? ¿Serán capaces de distinguir que la gran mayoría
de las estrellas brillantes, y por ello fácilmente identificables, deben su nombre a
dicha civilización, la asirio-babilónica? La comunidad astronómica internacional,
aunque dueña de un internacionalismo ejemplar, no escapa a los lastres de la
academia mundial; baste con recordar que el calendario Juliano, impuesto por
Julio César y sustituido en 1582 por el calendario Gregoriano, se encuentra aún
en uso entre las manos de los astrónomos observacionales para localizar en el
firmamento a los astros objeto de su estudio.
 
 
Confiemos pues en que la sensatez regrese, aunque inicialmente sólo lo haga
en el ámbito académico, y dejemos que la cansada Tierra continúe eliminando
como mejor le convenga la fatiga de verse obligada a girar sobre sí misma y que
la Luna se subleve y deje de marcar semanas. Aprovechemos nuestra capacidad
para medir el tiempo en forma independiente de movimientos que suponíamos
constantes, usemos nuestra convención de un día dividido en 24 horas, olvidemos
que hemos llegado a ser tan costumbristas que ligamos actividades vitales a
una cierta hora y no a una necesidad concreta y que no nos inquiete el hecho
de encontrarnos dentro de algunos siglos degustando una buena comida en el
momento en que la hora local indique las 23:30 horas, en lugar de las usuales
14:30. Después de todo, también llegará el momento en que tengamos que cortar
el cordón umbilical entre los movimientos terrestres y lunares y el calendario,
reconociendo con todas sus consecuencias que dichos movimientos, además de
no tener una duración constante, son inconmensurables entre sí y no permiten
dividir a uno de ellos en múltiplos de algún otro. Llegado este momento habremos
de adoptar un sistema decimal para el conteo del tiempo y nuevas unidades de
medición: minutos de cien segundos, horas de cien minutos, días de diez horas,
semanas de diez días, meses de diez semanas y años de diez meses. Y finalmente,
incrementemos el uso de las computadoras para el que fueron originalmente
creadas y dejemos que ellas se encarguen de resituar correctamente las viejas y
obsoletas posiciones de las constelaciones, de los astros, etcétera. Porque también
llegará el momento en que sepamos cómo y por cuánto ha ido cambiando el tiempo
(gracias a la Física de principios del siglo xx sabemos que la tasa de su transcurrir
depende del estado de movimiento del observador), y dejemos de hacer el ridículo,
por ejemplo, al decir que los dinosaurios se extinguieron hace sesenta millones
d años, pues sabremos que el año terrestre ya no sirve para describir lapsos de
duración mayor o que ocurrieron en épocas muy remotas.
 
 
 
 
 
 

 

Antonio Sarmiento Galán

 

 

Instituto de Matemáticas, Universidad Nacional Autónoma de México.

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como citar este artículo

Sarmiento Galán, Antonio. (2004). El futuro del tiempo ¿cómo medir su transcurso? Ciencias 73, enero-marzo, 4-8. [En línea]

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