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 Julio Glockner Rossainz      
       
 A la memoria de don Rejo,
cantor del temporal,
y de doña Presi,
quien continúa soñando
con los Espíritus Temporaleños.
 
 
     
Existen dos regiones en el altiplano central mexicano
en donde la población campesina de origen nahua ha rea­lizado, desde la época prehispánica, rituales para controlar el clima con la finalidad de obtener una buena cosecha anual de maíz y frijol. Me refie­ro a La Malinche o Matlalcueye, volcán ex­tinto cuya altura es de 4 461 metros sobre el nivel del mar, y a la Sierra Ne­vada, formada por dos volcanes, la Iz­taccíhuatl (5 230 metros) y el Popocaté­petl (5 465 metros), el primero extinto y el segundo en actividad desde diciem­bre de 1994. Los pisos ecológicos que los caracterizan, partiendo de fértiles valles ubicados a 2 200 metros de alti­tud, han permitido la utilización múl­tiple de sus recursos, combinando la mil­pa, el huerto y el bosque para obte­ner productos destinados al autoconsumo, el trueque o el intercambio mo­netario en los mercados regionales.
 
Tradicionalmente se han concebido estos volcanes como proveedores de lluvia; así lo consignan los descubri­mientos arqueológicos, algunos códices y varios cronistas del siglo xvi. Y es que este hecho se hace evidente al sen­tido común de los agricultores, quienes año con año presencian la forma­ción de grandes conglomerados de nubes en sus cimas, sobre todo a partir del mes de mayo y hasta el mes de octubre. Por esta razón se han establecido lu­gares sagrados a alturas superiores a cuatro mil metros, a donde acuden los campesinos anualmente a entregar sus ofrendas en medio de oraciones y alabanzas propias del rito católico.
 
Ambas regiones se encuentran ac­tualmente rodeadas de grandes ciuda­des como el Distrito Federal, Puebla, Tlax­cala y Cuautla, entre muchas otras, lo que ha propiciado un proceso cada vez más intenso de aculturación, que incluye también la migración a ciuda­des estadounidenses, como Los Ánge­les, Chicago y Nueva York. Por ello no deja de ser sorprendente que continúe la práctica de ceremonias de tipo má­gico-religioso, que en buena medida pro­vienen de antiguos rituales me­so­americanos.
 
Las caminatas rituales hacia estos volcanes con el fin de ofrendarlos están actualmente encabezadas por espe­cialistas en el manejo mágico del clima. Estas personas reciben diversos nombres según la zona en la que tra­ba­jan: en Puebla se les llama tiemperos, quiaclazques, cuitlamas, quiamperos, conjuradores y conocedores del tiempo; en el estado de México, grani­ceros, trabajadores temporaleños, ahua­ques, aureros, ahuizotes; en Morelos, quiapequis, misioneros del temporal, rayados, claclazques; en Tlaxcala, quia­tlaz, tezitlazquez e hijos del rayo, sin que esta división excluya la coexisten­cia de términos en los distintos estados.
 
Una característica común a todos ellos es el desempeño del papel de in­termediarios entre los hombres y los seres sobrenaturales que habitan y go­biernan los fenómenos naturales, fun­ción que sólo pueden realizar por ha­ber sido “endonados desde arriba”, es decir, por el padre eterno o dios padre. Esta distinción, que modificará sustancialmente sus vidas desde el mo­mento en que decidan asumir el destino para el que han sido “exigidos”, sólo es posible gracias al reconocimiento de la comunidad, si no de toda, al menos de aquella parte que, pre­servando la tradición, reconoce en ciertos signos y circunstancias la exis­tencia de este don enviado desde el cielo.
 
Los que saben del tiempo
 
En la región de La Malinche, la tradición (entendida como un vínculo con el pasado que preserva una re­lación ritual con la naturaleza concebida como una to­talidad sagrada) establece varias formas para que una persona pueda iniciar­se co­mo trabajador del tem­poral, ofi­cio exclusivamen­te masculino. En primer lugar están aquellos que na­cen con poderes inmanentes y tienen revelaciones oní­ricas al llegar a la ma­du­rez. Cuando a alguien le ocu­rre esto, según la infor­mación que ob­tuvo Hugo Nu­tini, La Malinche se le aparece en sue­ños y le ex­plica en detalle la naturaleza del conocimiento que va a adquirir y cómo practicarlo. La Malinche condu­ce al iniciado a su morada, una enorme cueva en el corazón de la montaña, para instruirlo en su oficio.
 
En segundo término están aque­llos que desean aprender el oficio de tiem­pero, y al no haber tenido sue­ños con La Malinche buscan un tezi-tlazque po­deroso que les enseñe a con­jurar el mal tiempo. Es el caso de don Luz Sán­chez, un viejo tiempero de San Tadeo Huiloapan, fallecido a la edad de 85 años, quien relató la siguiente historia a Felipe Cornelio Hernández: “Yo apren­dí a conjurar de mi papá. El tenía mu­cha práctica y gracia para con­jurar las nubes. Lo hacía con oraciones lindas y magníficas; venían en unos li­bros cris­tianos, ya viejecitos; los recibió de un tío que era cantor. Mi padre, aunque no sabía leer, conocía de memoria las ora­ciones. Siendo yo chama­co me decía: ‘Enséñate a conjurar las nu­bes, estudia las oraciones, no seas bu­rro, para que mañana te defiendas y tengas el dere­cho de ser un hombre de estima’. Cuan­do ayudaba a mi papá a conjurar, me tocaba prender el carbón en el bra­cero, encender la cera, poner el incienso en el sahumador y sahumar los campos, para que con el aroma del incien­so las tempestades se fueran a otro lado. Con el paso del tiempo, mi papá me empezó a decir: ‘Anda hijo, conjú­rate aquella nube; con­júrate esa otra. Yo agarraba el sahuma­dor y echaba humo de incienso y agua bendita en forma de cruz en las milpas y por las veredas. Así empecé a to­mar el ca­mi­no para conjurar’ ”.
 
Finalmente están aquellos que han sido “exigidos” desde Arriba y un rayo cae en su propio cuerpo o suficientemente cerca como para que no quepa duda alguna de que estaba dirigido a ellos. El ser toca­do por el rayo dota de poderes a la persona elegida desde el cielo y pos­te­rior­men­te tendrá revelaciones oníricas. Quienes mueren en esta ex­pe­riencia se transforman en ayu­dantes de La Malinche bajo el aspecto de serpientes con rostro humano; los que so­bre­vi­ven habrán de asumir su des­tino como tra­bajadores del tem­poral.
 
En la región de los volcanes Po­pocatépetl-Iztaccíhuatl se dan tam­bién estas tres variantes; pero quienes desempeñan el cargo por voluntad propia, mediante un aprendizaje, inva­riablemente ocupan un lugar secundario, pues se considera que no han si­do endonados y no mantienen el con­tacto indispensable con los seres sobrenaturales mediante el sueño. Pue­den ser buenos acompañantes y hasta ayudantes en la ejecución del ritual, su buena voluntad y su fe son aprecia­das, pero se les considera com­pletamente incapaces de propiciar la lluvia y manejar mágicamente los elementos atmosféricos. Otra diferen­cia respecto a La Malinche es que, en algunos pueblos, también las mujeres de­sem­peñan el cargo de trabajadoras del tiempo.
 
El sueño, los mundos
 
La relación que los tiemperos estable­cen con la naturaleza transcurre en un doble sentido: por una parte, es una re­lación técnico-laboral, instrumentada por ciertas condiciones técnicas y conocimientos de tipo pragmático, de la cual obtienen lo necesario para su mantenimiento; pero simultáneamen­te es una relación de tipo místico-ritual en la cual devuelven ceremonial­mente a la naturaleza algunos de los bienes que han obtenido de ella. Este acto de gratitud y correspondencia es al mismo tiempo un acto propiciatorio del buen temporal para poder con­ti­nuar obteniendo de ella lo indispen­sa­ble para vivir. En este segundo momen­to de la relación, la naturaleza se revela como “adueñada”, como habitada por una “sobrenaturaleza” imperceptible a los sentidos pero susceptible de ma­nifestarse en ciertas circunstancias extraordinarias, como son los sueños, la caída de un rayo, la disciplina ascé­tica, el consumo de hongos y de plan­tas enteogénicas.
 
Esta segunda forma no está funda­mentada en una simple creencia, sino en una excepcional y privilegiada per­cepción; no la caracteriza la ambigüedad ni el titubeo de la duda especu­lativa, sino la certidumbre de lo que ha sido experimentado en carne propia, quiero decir, la relación con el lla­mado mundo sobrenatural es también una relación sensorial, aunque en otro estado de conciencia. En esa otredad de la conciencia, el sueño desempeña una notable función por su accesibilidad, frecuencia e intensidad experimentada. Es necesario aclarar, sin em­bargo, que no todos los sueños son considerados como significativos por los trabajadores del temporal.
 
Al sueño, dice Ángel Cappelletti, se le puede considerar como un modo de ser porque implica una relación con el tiempo y el espacio, con la cau­salidad y la sustancia; muy distinta, y hasta opuesta, a la de la vigilia, vista co­mo un modo de actuar porque supone una ruptura o una discontinuidad con las normas éticas y jurídicas, y como un singular modo de conocer, pues los modos de ser y actuar que le son propios le otorgan, en algunas cul­turas, facultades de adivinación o profecía.
 
La relación onírica con el mundo es determinante en la labor de los pe­di­dores de lluvia, pues es en los sueños donde reciben la evidencia de la dualidad aparencial del mundo, duali­dad propia de toda hierofanía y realidad sacra. A sus ojos un volcán es un volcán, pero simultáneamente es un an­cia­no o una mujer, es Gregorio Popoca­tépetl o Rosita Iztaccíhuatl; a sus ojos un cerro es un cerro, pero también un depósito de nubes, lluvias y granos de maíz. La imagen onírica de carácter sa­grado revela el verdadero ser del mun­do, la realidad primordial escondida, por así decirlo, en la apariencia mate­rial que el mundo tiene a los ojos de cualquier persona cotidianamente. Pero el sueño es fundamental también porque al socializarse, al transmi­tirse de boca en boca, proporciona al imaginario colectivo las imágenes, los escenarios y las tramas indispensables para conservar y recrear los mitos.
 
Historias del tiempo
 
Hace cien años, el etnólogo Frederick Starr escuchó entre la gente que habita en las faldas de La Malinche, testi­monios de la belleza de la mujer-volcán: era una bella mujer que habitaba en una cueva de la montaña, tenía el cabello muy largo y suelto y enviaba la lluvia, el rocío, el granizo y la nieve. Los habitantes de la zona le ofrendaban diversos objetos, como peines y listones para adornar su pelo. Subían a depositarlos en las partes más altas de la montaña, la cual, creían, estaba atravesada por enormes galerías donde se conservaban centenares de ollas en las que La Malinche preparaba el gra­nizo y la lluvia.
 
Cien años después se sigue hablando de una mujer corpu­lenta, “con harto cabello”, que ocasionalmente condu­ce a las personas que encuentra en las laderas hacia el interior de la montaña, donde los visitantes pueden ver, hundidos en el asombro, a los hombres-víbora que la ayudan y, a ve­ces, a ella misma convertida en ser­piente. El simbolismo de la ser­pien­te —como advierte Mircea Eliade— es de una polivalencia turba­do­ra, pero todos los símbolos convergen hacia una misma idea central: es inmortal y se regenera; por lo tanto, di­ce Eliade, es una “fuerza” de la Lu­na y, como tal, dis­tribuye la fecun­di­dad… El comple­jo mujer-serpiente-montaña-que-hace-llover no puede ser más elocuen­te al evocar los poten­cia­les beneficios que contiene y que entre­gará a los hom­bres que se­pan de­sen­ca­­de­narlos.
 
“Un tiempero —decía don Luz Sán­chez— es una persona que trabaja con el tiempo; conjura los granizos para evitar que dañen los campos. Para ser tiempero se requiere, primero, tener bue­na fe, después aprender las oracio­nes; asimismo se necesita valor, resig­nación y coraje contra la nube. Por eso yo creo que no cualquier gente puede ser tiempero, uno es designado por dios”. El trabajador del tiempo debe sa­ber combatir los vientos perjudiciales, las heladas, las trombas, conocidas co­mo mangas o culebras de agua, los pe­riodos prolongados de sequía y las tor­mentas. También debe pedir las llu­vias y saber reconocer los signos que anun­cian su llegada oportuna o retrasada, su intensidad y sus posibles efectos.
 
Todo este acontecer meteoroló­gico está profundamente impregnado de una carga ético-religiosa. El combate de los tiemperos contra el mal tempo­ral es concebido como una lucha per­pe­tua contra las fuerzas del Mal y, desde luego, contra sus emisarios aquí en la tierra. Un buen conjurador se con­sidera a sí mismo como alguien se­ñalado por dios para trabajar con el bien y procurar el bienestar a sus semejantes, que son, según el imaginario geográfico del tiempero, la gen­te de su propia comunidad, de su región o “del mundo entero”. Esta última idea ha sido inducida recientemente por los noticieros de televisión, donde aparecen imágenes de desastres natu­rales, lo mismo en el continente ame­ricano que en Europa o Asia, sin que los viejos tiemperos ten­gan noción alguna de las distancias o la ubicación geográfica de los lugares devastados por hura­canes, tormentas, temblores o sequías.
 
Es usual en los pueblos de Tlaxca­la, al pie de la Malinche, que los particulares contraten los servicios de un tiem­pero para que proteja sus terrenos. Cuando don Luz era joven, pero ya adiestrado por su padre en el oficio de conjurar, fue contratado por dos per­sonas para que cuidara sus terrenos un par de años en un pueblo vecino donde debía enfrentar a los que él lla­ma “tiemperos malos”. Estas son sus palabras: “Conjuraba en el mero centro de la población, los de San Simón me ayudaban echando cohetones y haciendo roga­cio­nes […] La primera vez me pusieron a prueba con unos tiemperos malos, ¡ya me andaban ganando!, me metieron un granizal. Em­pezó con una nube chiquita, ¡pero có­mo tronaba! Entonces que agarro mi machete, con él le pegaba a la nube del lado del huracán. Recé el Padre Nues­tro y otras ora­cio­nes lindas, así corretié la tempestad; fue a caer por San Pablo”.
 
“Otra vez allí mismo en San Simón, los tiemperos diabólicos me echaron como catorce víboras de agua, una de ellas empezó como una nube chica […] pero creció nomás de arriba, parecía hue­vo de toro, iba y venía el re­molino, sonaba como una carreta, se paró sobre el pueblo, pero no cayó por­que la conjuré. Las personas que vieron, me dijeron: ‘¡Te la sacaste, mu­cha­cho!’. También dijeron: ‘Ya no te vayas, cása­te aquí y te quedas de due­ño’, pero co­mo era yo chamaco de die­ciséis años no hice caso […] Los tiemperos malos son hermanos del Rayo y compañeros del Granizo. Citan a los siervos del mal y les piden tempestades para que vengan a molestar los campos”.
 
El caso más sobresaliente que he encontrado en el conflicto entre las fuerzas del bien y el mal fue en el es­tado de Morelos, en las faldas meridionales del Popocatépetl, en una con­gregación de tiemperos denominada Misioneros del Temporal. La disputa con otras congregaciones de la misma zona se debe a las diferencias que existen en la interpretación simbólica de diversos elementos que intervie­nen en el ritual, como el uso de flores amarillas y rojas para adornar las cru­ces de los lugares sagrados, que según los misioneros propician las enferme­dades y la sequía, o el empleo de lis­to­nes de colores que representan el ar­coiris y que, según los Misioneros, ahu­yenta las lluvias.
 
Esta congregación, formada por una docena de personas iniciadas a través del sueño o el rayo, ha estable­cido un auténtico combate onírico y ritual con los miembros de otras tres congregaciones que visitan los mismos lugares sagrados pero que, afirman los Misioneros, lo hacen por intereses puramente personales, pues cobran fuertes cantidades de dinero por poner sus conocimientos al servicio de los acaparadores de maíz, que pagan para que las tierras de temporal no pro­duzcan lo suficiente y puedan ellos en­riquecerse vendiendo el grano alma­cenado. Los enemigos de los misione­ros son vistos en sueños bajo la forma de animales como toros, serpientes, leo­nes o también con su fisonomía hu­mana. También en sueños tienen “avi­sos”, por parte de sus mensajeros, de cuá­les son los lugares sagrados que han sido objeto de maleficios. Estos úl­timos consisten en amarrar las cruces con alambres, o tirarlas “boca abajo”, o ensuciar el agua que ellos depositan al pie de la cruz principal, enterrada y cubierta por lajas de piedra, y que debe permanecer limpia, pues de ella beben los espíritus que trabajan con el temporal…
 
El vínculo fundamental de los mi­sioneros con los seres celestiales, como ocurre en otras zonas del volcán, se produce a través de los sueños. A diferencia de lo que ocurre en Puebla, donde los sueños tienen un carácter estrictamente individual, en el sentido de que son interpretados exclusiva­mente por la persona que soñó, en Mo­relos los sueños tienen un carácter colectivo, es decir, son comentados a los demás miembros de la congregación para ser analizados e interpretados conjuntamente a fin de precisar su significado y actuar en consecuencia. Esto sucede sobre todo con los sueños que revelan la existencia de algún ma­leficio hecho por miembros de otras congregaciones en los calvarios. “El sueño —dice don Epifanio—, Dios lo manda con sus mensajeros pa’ que a uno le anuncien. Por ejemplo, el señor san Miguel Arcángel tiene sus mensa­jeros, que son ángeles, no son como no­sotros, bueno, nosotros aquí somos mensajeros pero de la Madre Tierra, o sea, para hacer los pedimentos hacia dios, por eso somos mensajeros”.
 
Entre el cielo y la tierra
 
Es por medio de los sueños como se ha establecido una relación analógica en­tre el cielo y la tierra. A los ojos de don Epifanio, el mayor de la congrega­ción, el volcán Popocatépetl es el lugar sagra­do por excelencia, un centro del mun­do donde se genera el buen y el mal temporal, un lugar al que se acu­de para propiciar ritualmente el bie­nes­tar o la desventura de los pueblos, en­viando buenas lluvias o desa­tan­do ma­los temporales que perjudiquen los cultivos. Estas son sus palabras: “Los avi­sos vienen de los que están arriba, de los ángeles, de las nubes que mueven los ángeles. Nooo, si se diera usté cuenta de lo que está en el cielo, ¡Dio­sito lindo!, lo que trabaja en el cielo, mmmhh. ¡Dios mío! Todas las maravi­llas que Dios nos muestra en los sueños. Hay veces en los sueños ve uno cosas, que de veras no quisiera uno des­pertar. Ve uno cosas maravillosas, lo que es en la tierra no es nada, nooo, ahí se ven cosas muy sagradas, ¡muy sagradas de veras! Ahí se ven todos los rayistas cómo trabajan, los relampaguistas, todos los ángeles de dios. Nomás el volcán no está pero ni una par­te descubierto, ‘ta todo alrededor lleno de ángeles, todo, todo, todo. Si usté aho­rita lo ve así, como una cosa cualquie­ra, pero está, mire, una tras otro, uno tras otro de ángeles. Nooo, de veras que es una cosa que uno no lo cree. Y lo que más le da a uno la fe, es cuando dios le demuestra a uno. Va uno a pedir y Dios le concede a uno. ¡Híjole, dios mío, por qué es uno tan pecador, y tan­tas co­sas que dios nos demuestra!”.
 
De acuerdo con la experiencia de don Epi­fanio los sueños son una puerta de acceso a lo que el mundo tiene de misterio y maravilla: “Tam­bién en sueños se trabaja. Es que el primer lugar es el volcán: ese es como el pa­la­cio de gobierno federal. No es cual­quie­ra, es lo federal, son oficinas que están ahí, pero en grande. Ahí son lo más sagrado, pues porque de ahí de­pen­den nuestros alimentos, así es. Por eso, si está mal allá, si descomponen y no entra tan fácil l’agua. No entra, no entra porque el cielo también tiene sus direcciones y si en algún lugar sa­gra­do está perturbado, no entra, no tra­ba­jan los espíritus de arriba. Porque to­das las nubes están por un espíritu, to­das las nu­bes son espíritus de arriba. Esos no son los que vinieron a la tierra, como nosotros. Pero, psss, también dios nos pone a trabajar allá, pero los que andamos de veras en el temporal […] só­lo quien dedica toda su vida tiene opor­tunidad de trabajar allá arriba”.
 
A los ojos de un tiempero la lluvia y el viento no están desprovistos de intencionalidad. Una nube, quieta o en movimiento, es la expresión de una voluntad susceptible de ser inducida mediante la ejecución de un ritual. Pe­ro es el sueño el que hace evidente esta doble naturaleza del mundo. El sue­ño no sólo se caracteriza, como bien indica Cappeletti, por su modo de ser, de actuar y de conocer, el sueño es también una puerta de acceso a lo sa­grado, un puente que permite consta­tar mediante la propia experiencia la existencia de una dimensión espiritual que, lejos de ser ajena al mundo material, es parte constitutiva de él, pues no sólo lo complementa sino que le otorga un sentido adicional y trascendente.
 
La compresencia
 
A esa dimensión imperceptible para los sentidos durante la vigilia y la sobriedad podemos —usando un término de Ortega y Gasset— lla­marla compresencia. Las sociedades tradicio­nales han construido, individual y colectivamente, mediante sueños, visiones enteogé­ni­cas, relatos míticos y prácticas rituales, un com­plejo mundo espiri­tual con una geografía y seres sagrados que la ha­bitan. Un mundo simul­táneo sin el cual el mun­do material en el que vi­vimos habitualmente sería incompleto y falto de sentido.
 
La existencia de esta dimensión no es un asunto que deba circunscribirse al terreno de las meras “creencias” sin correr el riesgo de banalizarlo. Al hom­bre religioso esta dimensión se le ma­nifiesta como realidad perceptible, pal­pable, audible, capaz de provocar las más intensas emociones mediante sue­ños, visiones enteogénicas, revelacio­nes místicas provocadas por ayunos, disciplinas corporales o enfermedades. Estas experiencias, vividas inten­sa­mente, proporcionan una certidum­bre que hunde sus raíces en la exis­tencia misma y no en la invisibilidad de un imaginario fantasioso.
 
Ortega y Gasset creó la noción de compresencia para referirse a toda rea­lidad que no es percibida directamen­te por el individuo en un momento de­terminado, pero que, sin embargo, cuenta con su existencia como parte integrante de la realidad total en la que vive. Sabemos que existe una infi­nidad de cosas, lugares y personas que, aun cuando no se presenten directa­men­te a nuestros sentidos, son compresencias que integran nuestro mun­do. Lo mismo ocurre con la dimensión espiritual que ha sido experimentada mediante un trance, un sueño o un es­tado extático. Una vez que se ha tenido acceso a esa realidad primordial, el hom­bre religioso sabe que cuenta con la compresencia sagrada de espí­ri­tus y deidades que inciden permanentemente en su vida. Los mitos que ha creado dan cuenta de la existencia de estos se­res que son los destinatarios de toda actividad ritual y de los cuales existen representaciones plásticas o escenifica­ciones ceremoniales, como ocurre en todas las religiones. Es­ta compresencia mística expande la vi­da espiritual del hombre religioso, que crea los más di­versos vínculos en­tre sus actividades materiales y los se­res que habitan esa dimensión sacra que le ha sido revela­da y que forma par­te de un mismo y complejo mundo.
 
     
Referencias bibliográficas
 
Cappelletti, Ángel. 1989. Las teorías del sueño en la fi­losofía antigua. fce, Cuadernos de la Gaceta núm. 57, México.
Elíade, Mircea. 1981. Tratado de historia de las re­li­giones. Era, México.
Glockner, Julio. 2000. Así en la tierra como en el cie­lo. Pedidores de lluvia del volcán. Grijalbo-uap, México.
1997. “Los sueños del tiempero”, Graniceros, cosmovisión y metereología indígena en Mesoamérica, Johanna Broda y Beatriz Albores (coords.). unam-Colegio Mexiquense, México.
1996. Los volcanes sagrados, mitos y rituales en el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl. Grijalbo, México.
1997. Entrevista con don Epifanio, Morelos, 27 de octubre, notas de campo.
Hernández, Felipe Cornelio, “Entrevista con don Luz Sánchez”.
Robichaux, David. 1997. “Clima y continuidad de las creencias prehispánicas en la región de La Malinche (Mé­xico)”, Antropología del clima en el mundo hispano­americano, Mariana Goloubinoff, Esther Katz y Anna­ma­ría Lammel (eds.). Colección Biblioteca Abya-Yala, Tomo II; 50. Abya-Yala, Quito.
Starr, Frederick, “Notes upon the Ethnography of South­ern México”, reimpreso del vol. viii del Davenport Academy of Natural Sciences (Davenport, Iowa). Putnam Memorial Publication, en David Robichaux, “Clima y continuidad de las creencias prehispánicas en la región de La Malinche (México)”, Antropología del clima en el mundo hispanoamericano.
     
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Julio Glockner
Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”,
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
 
Es antropólogo egresado de la ENAH. Co­-fundador del Colegio de antropología social de la BUAP. Autor de Los volcanes sagrados. Mitos y rituales en el Popocatépetl y la iztaccíhuatl; así en la tierra como en el cielo. Pedidores de lluvia del volcán; Mirando el paraíso y la realidad alterada. Drogas enteógenos y cultura. Investigador del instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP.
     
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como citar este artículo

Glockner Rossainz, Julio. 2008. La nube y el sueño. Ciencias número 90, abril-junio, pp. 68-76. [En línea].
     

 

 

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