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Bugs y Faus en el país de las matemáticas
En el siglo segundo de nuestra era, —Flegón— un liberto griego del emperador Adriano, publicó un libro titulado Historias extraordinarias. Fiel al espíritu de la época, Flegón incluyó en su obra relatos que hoy se antojan excesivos, como el del nacimiento de un niño con cuatro cabezas que fue presentado ante Nerón, otro más sobre una mujer de Alejandría que en cuatro ocasiones tuvo a quíntuples, y un tercero en torno al extraño caso de la sirvienta de un comandante de la Guardia Pretoriana que en pleno comienzo de la era cristiana dio a luz a un pequeño simio en Roma. A pesar de lo que se pudiera creer, el interés de Flegón no se limitaba a los partos anómalos, e incluyó en su libro un relato pormenorizado sobre los efectos de un terremoto que afectó a Sicilia y el sur de Italia durante el reinado de Tiberio. El temblor hizo que se agrietara el suelo y, como escribió Flegón, “sus fisuras mostraron los restos de seres de grandes dimensiones.” Los nativos se sorprendieron y no quisieron mover los cuerpos de los gigantes, pero recogieron el diente de uno de ellos, que medía más de un pie de largo, y lo enviaron a Roma. Los emisarios se lo mostraron al emperador Tiberio, y se le preguntó si deseaba que le hicieran llegar a Roma los restos de esos seres extraordinarios. Para evitar profanar las tumbas y cometer una impiedad, decidió no remover los cuerpos, pero no se quiso privar de conocer las dimensiones de aquellos seres heróicos de otros tiempos. Por ello, el Emperador tomó una decisión sabia, e hizo llamar a un conocido geómetra de nombre Pulcher, a quien mucho apreciaba por su sabiduría. Una vez que éste se encontró ante la presencia de Tiberio, el emperador le ordenó reconstruir el rostro del gigante, cuyo tamaño tenía que respetar la escala de aquel diente. Pulcher siguió con prontitud las órdenes del emperador, y calculó las proporciones de la cara y el cuerpo entero tomando como referencia las dimensiones del diente. Modeló luego la cara y se la mostró al Emperador, el cual se declaró satisfecho con lo que había visto, y envió de regreso el diente a donde se había recolectado.”1 “Uno no debería desconfiar de estas historias”, agregó Flegón antes de cerrar su relato, “puesto que reflejan que en el pasado la naturaleza se prodigaba y todo lo generaba con dimensiones cercanas a las de los dioses, pero a medida que transcurría el tiempo, se marchitaban los tamaños de las criaturas engendradas por la tierra”. A pesar del desdén que la obra de Flegón ha inspirado a los estudiosos del mundo clásico, me gustaría saber más de Pulcher, el geómetra. No es sino un nombre más en la lista de personajes sin rostro que nos dejó el mundo grecolatino, pero es el antecedente más antiguo que conozco de un estudioso de las matemáticas que aplicó las reglas del crecimiento relativo de las partes de un organismo recurriendo a lo que debe haber sido una formulación semiempírica de la alometría. ¿Qué tanto profundizaron los antiguos en torno a este concepto? Aunque se podría sospechar que atrás de la historia de Flegón se encuentran los conceptos de simetría y estructura corporal con los cuales cualquier escultor del mundo grecorromano hubiera estado familiarizado, no deja de llamar la atención que fuera un geómetra (es decir, alguien dedicado a las matemáticas) quien recibiera el llamado del Emperador para reconstruir el cuerpo del gigante (que probablemente era parte de un fósil de mamut). Pulcher debe haber conocido, aunque sea en forma empírica, algunas de las reglas básicas del crecimiento alométrico. Como afirman José Luis Gutiérrez Sánchez y Faustino Sánchez Garduño al glosar a Ludwig von Bertalanffy en su libro Matemáticas para las ciencias naturales, que hoy nos convoca, éste puede ser de forma y = bxa, en cuyo caso corresponde a la ley de crecimiento relativo más sencilla que se conoce. Cualquiera que se asome a La Traza General, la segunda parte y sin duda alguna la más atractiva del texto de José Luis y Faustino, descubrirá de inmediato que atrás de esa aparente simplicidad se encierran posibilidades didácticas extraordinarias. Sin encerrarse en lo que ellos mismos llaman “juego más o menos diestro del álgebra”, demuestran cómo la ecuación se puede generalizar para que los estudiantes de las ciencias naturales puedan, a partir de la relación peso y talla, comprender los casos en que el crecimiento no cumple la ley alométrica general, y culminan con un modelo no lineal cuyas posibilidades de aplicación se concretan en el análisis de los datos de campo de una población de ostiones de los esteros de Sinaloa que fue estudiada en detalle por miembros del Departamento de Matemáticas de la Facultad de Ciencias. ¿Qué es lo que se encierra atrás de una fórmula que a pesar de su simplicidad es capaz de describir el desarrollo de un ser vivo? La lectura de Life’s Other Secret: the new mathematics of the living world,2 que Ian Stewart publicó hace apenas unos meses, demuestra que aún subsiste la antigua tradición pitagórica que considera a las propiedades de los números como la base sobre la cual descansa la estructura de un Universo que se mueve al ritmo que le marcan las propiedades de los cocientes y las proporciones. La cábala puede ser fascinante, pero resulta mucho más útil y prudente recordar las palabras de von Bertalanffy, que afirmó en su Teoría general de sistemas,3 que existen muchos fenómenos del metabolismo, la bioquímica, la morfogénesis y la evolución que siguen precisamente la formula y = bxa, y agregó que “a pesar del carácter simplificado y de sus limitaciones matemáticas, el principio de la alometría es una expresión de la interdependencia, organización y armonización de procesos fisiológicos”. A diferencia del pato Donald y otros pitagóricos, Faustino y José Luis no llevan tatuados en las manos pentágonos con estrellas de cinco picos. Por el contrario, se saben discípulos de una escuela que pretende no solo “adaptar el modo de pensar del matemático a las ciencias de la vida” sino también comprender, desarrollar y enseñar la filosofía de la que hablaba von Bertalanffy. Aunque su libro se titula Matemáticas para las ciencias naturales no es difícil adivinar atrás de los ejemplos que citan cuál es su amor fundamental: el de las ciencias biológicas, lo cual los hace parte de un grupo de profesores e investigadores de nuestra universidad embarcado en la tarea de construir y difundir una disciplina que se pueda legítimamente llamar biología teórica. ¿De dónde arranca este empeño que pretende unir a dos disciplinas aparentemente tan disímbolas como las matemáticas y la biología? José Luis y Faustino afirman que buena parte de los orígenes se encuentran en los trabajos de los años treinta de von Bertalanffy sobre la teoría de los sistemas y en sus aplicaciones al estudio de las ciencias de la vida. Sospecho que el origen puede ser más antiguo. Todos conocemos los hilos conductores que llevan, por ejemplo, a la discusión de Galileo sobre el grosor de los huesos en sus Diálogos sobre dos nuevas ciencias, los cálculos medio tramposos que hizo Mendel de las frecuencias de sus híbridos, y a la demografía malthusiana, a la que José Luis y Faustino dedican un análisis detallado, crítico y comprometido. Sin embargo, es probable que el impulso inicial más estimulante haya sido la matematización de la teoría de la selección natural. El propio Darwin no era especialmente afecto a las matemáticas y veía con cierto escepticismo los argumentos de su primo Francis Galton; pero como lo demuestra el ejemplo de Karl Pearson y la serie de artículos que publicó a finales del siglo pasado bajo el título de Mathematical Contributions to the Theory of Evolution, esos prejuicios fueron rápidamente superados. La generación siguiente fue todavía más lejos. Entrado el siglo veinte, la teoría matemática de la genética de poblaciones, desarrollada con extraordinaria acuciosidad por investigadores de la talla de Ronald A. Fischer, Sewall Wright, y John B. S. Haldane, no sólo preparó el camino para el nacimiento del neodarwinismo, sino que también contribuyó a legitimar los enfoques cuantitativos de las ciencias biológicas. Curiosamente, en el libro de José Luis y Faustino no encontré mención alguna a D’Arcy Wentworth Thompson, sombra tutelar de los biólogos matemáticos y de los matemáticos interesados en la biología. Heredero de las mejores tradiciones intelectuales británicas y ejemplo prototípico del gentleman victoriano, Thompson era un zóologo escocés sumamente cultivado que transitaba con igual facilidad de los clásicos griegos a la geometría euclidiana. Aunque era demasiado cortés para hacer explícito su escepticismo por las explicaciones darwinistas, en 1917 publicó su célebre On Growth and Form4 un tratado elegante y bien estructurado en donde intentó describir los principios físicos que subyacen a las formas biológicas, y que se puede leer como un homenaje tardío pero estimulante a la filosofía de Pitágoras. La lectura del libro de Thompson es una zambullida gozosa en la interdisciplina: por sus páginas fluyen en sucesión interminable los principios matemáticos que subyacen a las celdas de un panal de abejas, la espiral logarítmica que describe lo mismo la forma de los caracoles que los cuernos de los carneros, y la precisión con la que las espinas de las suculentas y las inflorencias de las compuestas obedecen las reglas de Fibonacci. Al igual que algunos de sus contemporáneos, Thompson estaba convencido de que las formas geométricas de los organismos representaban soluciones optimizadas con las que la materia viva respondía en forma plástica y polifilética ante la acción directa de las fuerzas físicas. Pocos creen eso hoy en día, pero como anotó hace ya casi veinte años Stephen Jay Gould5, los trabajos de David Raup con fósiles de gasterópodos y amonites sugieren que en algunos casos es posible explicar la forma de los organismos y sus partes reconociendo la manera en que están determinadas jerárquicamente por unos cuantos factores mucho más sencillos pero interconectados —que es precisamente parte de lo que afirmaba Thompson. Es cierto que D’Arcy W. Thompson exageró en algunas ocasiones y se equivocó en otras, pero es fácil reconocer su actitud visionaria y su contribución al acercamiento de dos ciencias hasta entonces tan ajenas, lo que ayudó a la gestación de una óptica novedosa y más precisa de la biología. No fue el único. Basta asomarse a los trabajos de Volterra, Lotka, Gaus, Kermack y McKendrick, con su teoría sobre la difusión de las epidemias, y Ravshevsky (un personaje complejo cuya biografía intelectual aún está por escribirse), para identificar de inmediato la existencia de toda una generación que se sintió cautivada por los problemas biológicos y de la que son herederos, conscientes o no, muchos de los matemáticos que trabajan en modelos y problemas de las ciencias de la vida. Como lo demuestran algunas de las notas de pie de página del libro de José Luis y Faustino, los apellidos que portan las ecuaciones encierran biografías y momentos científicos insospechados. Desde 1901 Vito Volterra, un matemático, aviador, y senador italiano antifascista que había alcanzado una reputación internacional por sus trabajos sobre ecuaciones diferenciales y la teoría de funcionales, se había interesado en el problema de la elasticidad, y a partir de allí había comenzado a reflexionar sobre el significado que tienen los modelos para estudiar disciplinas alejadas de las ciencias físicas. El interés de Volterra permaneció latente pero incólume durante varios años, y no fue sino hasta 1925 cuando su yerno, el zóologo Umberto D’Ancona, se acercó a él con los registros de pesquería de los puertos de Venecia, Fiume y Trieste. Las batallas marinas en el Adriático durante la Primera Guerra Mundial habían frenado la pesca, lo cual limitó los efectos de la actividad humana sobre el equilibrio natural entre las distintas especies de peces, que habían retornado a sus niveles normales. Volterra se aproximó al problema de la interacción de dos especies con un enfoque que algunos han tachado de mecanicista, pero que demuestra su ingenio y originalidad. Supuso que las poblaciones eran equivalentes a dos sistemas de partículas que se movían al azar en un recipiente cerrado, que representaba el mar. Cada vez que una “partícula-presa” y una “partícula-predador” se tocaban en forma aleatoria, la segunda devoraba a la primera. Bajo la hipótesis de tasas de crecimiento constantes, es decir, malthusianas, Volterra llegó rápidamente a la conclusión de que se trataba de un fenómeno periódico que podía ser descrito como una oscilación. Como relata Giorgio Israel en su espléndido libro La Mathématization du Réel,6 D’Arcy Thompson se interesó de inmediato por el análisis de Volterra y, con su generosidad característica, de inmediato lo invitó a escribir un artículo, que apareció publicado en 1926 en Nature. Lo que siguió fue una tragedia. El artículo atrajo la atención (y el resentimiento) de Alfred J. Lotka, un matemático estadounidense solitario y amargado que supervisaba el trabajo estadístico de la Metropolitan Life Insurance Company de Nueva York. El análisis de los datos de la aseguradora le había familiarizado en forma con la dinámica de las poblaciones, no de peces sino de humanos, en donde, como todos sabemos, también hay presas y depredadores. Aunque siempre se mantuvo alejado de las instituciones académicas, Lotka no sólo poseía una sólida formación científica, sino que era un matemático brillante que había resuelto con éxito diversos problemas en biología evolutiva, física estadística y teoría de probabilidades. Pero no era un hombre generoso. Cuando leyó el artículo de Volterra, de inmediato reclamó la prioridad y le envió un paquete que incluía copias de sus trabajos y un ejemplar de su libro Elements of Physical Biology,7 en el que un año atrás había analizado un caso particular de las relaciones parasitarias y discutía las interacciones predador-presa. El modelo de Lotka era distinto al de Volterra y formaba parte de un intento por describir matemáticamente un ecosistema formado por un número n de especies con relaciones tróficas francamente peligrosas, porque todas ellas se nutrían unas de otras. En realidad, el reclamo de Lotka era injustificado. No había existido ni mala fe ni omisión voluntaria por parte de Volterra, cuyo análisis para el caso de dos especies era mucho más completo que el de Lotka. De nada sirvieron las explicaciones del italiano. Como lo demuestra la lectura de la correspondencia que sostuvo con D’Arcy Thompson, Volterra se obsesionó con el asunto, pero todo fue inútil. Un año es un año, y el apellido de Lotka quedó como el primer nombre en un binomio que dejó unidos para la posteridad a dos hombres que se detestaban. Venturosamente el enojo de Vito Volterra no frustró sus empeños académicos. Como dicen Faustino y José Luis, Volterra continuó trabajando en el desarrollo de la primer teoría determinista sistematizada de la dinámica de poblaciones, y en 1938 hasta se convirtió en un precursor de Walt Disney y del pato Donald al filmar, con ayuda del matemático ruso Vladimir A. Kostitzin y del cineasta francés Jean Painlevé, un documental en donde explica los principios matemáticos de su teoría. Para entonces, sin embargo, la combinación de disputas familiares y diferencias de enfoque había enfrentado a Volterra con su yerno D’Ancona, pero con papeles profesionales invertidos. Este último creía en la infalibilidad absoluta de los modelos. En cambio, Volterra, quien poseía una extraordinaria sensibilidad hacia los problemas biológicos, reconocía las dificultades que encierra la aplicación de toda metodología cuantitativa al estudio de las ciencias de la vida. El intercambio epistolar entre suegro y yerno fue exacerbado por sus respectivas pasiones mediterráneas, y pronto se convirtió en un debate sobre los riesgos de la abstracción y las posibilidades del modelaje en biología. Es evidente que la razón asistía a Volterra, el matemático. Como nos lo recuerda el texto de Koyré que Faustino y José Luis anexaron a su libro, Galileo había afirmado que “el libro de la naturaleza está escrito con caracteres geométricos”. Sin embargo, una ojeada a la historia de la ciencia demuestra que mientras que el uso del instrumental matemático y el ideal de la axiomatización han tenido un éxito extraordinario en la física, ese mismo enfoque no siempre ha sido igualmente productivo cuando se aplica a la ciencias de la vida —pero hay éxitos notables, como lo demuestra el extenso inventario de ejemplos incluídos en Matemáticas para las ciencias naturales, y que incluye problemas de ecología, bioquímica, genética, pesquería, y crecimiento y desarrollo de los organismos. Como escribió en 1968 von Bertalanffy al referirse no a la disputa sino a los modelos de Lotka y Volterra, “los principios que gobiernan el comportamiento de seres intrínsecamente diferentes se corresponden. Pongamos un ejemplo simple: la ley del crecimiento exponencial se puede aplicar a ciertas células bacterianas, de animales o de humanos, así como al progreso de la investigación científica, si éste se mide, por ejemplo, por el número de publicaciones sobre problemas de la genética, o sobre las ciencias en general. Los seres en cuestión, bacterias, animales, humanos o libros, difieren totalmente de igual manera que lo hacen los mecanismos causales implicados en los cambios mencionados. De cualquier forma, siguen la misma ley matemática. Otro ejemplo: las leyes que describen las rivalidades entre las especies, animales o vegetales. Los mismos sistemas de ecuaciones se aplican a ciertas ramas de la fisicoquímica o de la economía”. Es imposible no sentir la fascinación ante el extraordinario poder de abstracción de las matemáticas, sin duda alguna la actividad teórica más sofisticada que ha desarrollado nuestra especie. Ello nos conduce de inmediato a interrogantes para las cuales no tenemos respuesta. ¿Por qué podemos sistematizar y organizar el conocimiento en términos cuantitativos? ¿Cuál es la estructura íntima de la mente humana que ha permitido que en todos los pueblos y en todas las culturas se hayan cultivado, en mayor o menor grado, no sólo la matemática, sino también la poesía, y la producción y consumo de bebidas fermentadas y otras sustancias enervantes? Sin embargo, no nos debemos engañar. Aunque los humanos tenemos las neuronas empapadas de fluidos matemáticos, no todos atienden a su llamado. Nadie ignora la severidad de los problemas pedagógicos que presenta la enseñanza de las matemáticas, tanto en México como en otros países. Me limito a un ejemplo de hace casi ochenta años: “Tengo diecisiete años, y sueño con la Historia Natural, pero mi mediocridad en el plano de las matemáticas puede frenarme irremediablemente. Las matemáticas me inspiran un asco que no puedo superar”, le escribió un joven estudiante francés al célebre biólogo francés Jean Rostand, “¿Realmente sin ellas no puedo consagrarme al estudio de la vida? ¿Cómo resignarme a no hacer la carrera que uno quiere, y en la que uno se encontraría a gusto?” Es cierto que el desarrollo de la biología molecular sustituyó a los cálculos estadísticos de la genética mendeliana y que, como dice Giorgio Israel, la biología moderna está definida por un reduccionismo mecanicista sin matemáticas —pero nadie puede ser biólogo sin ellas. Ecología, bioquímica, neurofisiología, genética de poblaciones requieren de ellas y, como bien afirman José Luis y Faustino, la biología molecular sería inconcebible sin los modelos geométricos de las macromoléculas o muchas otras aplicaciones en otras áreas de las ciencias de la vida. Nadie puede, por tanto, ignorar el reto docente ante esta realidad. El volumen que hoy nos ha reunido es, en buena medida, resultado del empeño admirable que un grupo de amigos y colegas de la Sociedad Matemática Mexicana, del Departamento de Matemáticas de nuestra facultad, y de la Universidad Autónoma de Chapingo, por asumir en forma plena el compromiso de la enseñanza. Es una obra con defectos, sin duda alguna, pero éstos son mínimos: le falta un índice, el nombre de Dwight Eisenhower está mal escrito, las figuras son francamente espantosas y el diseño es frío e inhóspito como el de un procesador de textos adquirido durante alguna oferta navideña. Pero estos defectos no demeritan en modo alguno sus virtudes esenciales. El libro ha asumido como hilo conductor el concepto de modelo, y como preocupación fundamental, la enseñanza de la matemática, entendida ésta como una disciplina que se ha desarrollado en un contexto social e histórico específico. Es un texto de prosa pulida, escrito con sentido del humor, ejemplos extraordinariamente bien elegidos, y en donde los afanes didácticos volatilizan cualquier asomo de pedantería en la elegancia de las demostraciones. Me alegró de verdad tener este libro en las manos, por la forma en que fue escrito, por los objetivos que se persiguieron con su elaboración, por la amistad y respeto que siento por sus autores y, sobre todo, porque es fácil reconocer que atrás de la preparación de un texto para nuestros maestros y alumnos hay un acto de enorme generosidad intelectual. El 6 de agosto, hace apenas unos meses, vi por primera vez el texto de José Luis y Faustino. Después supe que ese mismo día había fallecido André Weil, el fundador del grupo Bourbaki, quien a pesar de haber luchado en contra de la resistencia francesa, al lado de las fuerzas alemanas logró emigrar a Princeton. Ni en Francia ni en los Estados Unidos de Norteamérica lo querían, pero lo respetaban. Carecía de la intensidad y la solidez moral de su hermana Simone Weil, pero era un hombre brillante, con un refinado sentido del humor, y horizontes intelectuales de una amplitud enorme. Como lo demuestra la lectura de su autobiografía Souvenirs d’Apprentissage,8 siempre se mantuvo atento tanto a los problemas de la enseñanza como a la posibilidad de aplicar su conocimiento a otras áreas del conocimiento científico a las que siempre se asomó con su mirada de matemático. Esa actitud no es tan rara como pudiera parecer. La lectura de Matemáticas para las ciencias naturales es un ejemplo de hasta qué punto esa apertura intelectual suele ser más frecuente entre los matemáticos que entre quienes se dedican a otras disciplinas científicas. Me parecen admirables tanto su preocupación por la enseñanza, como la buena disposición con que los matemáticos se asoman, con una mezcla medio explosiva de candor e interés, a otras áreas del conocimiento: la pintura renacentista, la economía, la epidemiología, la demografía, la historia y la filosofía de las ciencias, y hasta el psicoanálisis. Como nos lo recuerdan José Luis y Faustino, ese acercamiento se suele dar sin paternalismos y sin actitudes refractarias. “Durante los dos últimos tercios del siglo —escriben en su libro— la matemática se ha inspirado en procesos biológicos tan complicados como el modelo darwiniano de selección natural o el funcionamiento del sistema nervioso, para desarrollar herramientas computacionales (los algoritmos genéticos y las redes neuronales, respectivamente, de utilidad muy superior, en algunos casos, a las tradicionales”. Tienen razón: la matemática y la biología se han nutrido y enriquecido mutuamente como resultado de su interacción. Entre una y otra ha habido de todo: resultados extraordinarios como los de Lotka y Volterra, chanchullos minúsculos e inofensivos como los de Mendel, excesos como los de Ravshevsky y Stewart, promesas incumplidas como las de la teoría de catástrofes, errores y aciertos como los de D’Arcy Thompson. Como lo demuestra este breve inventario, la relación de las matemáticas con las ciencias biológicas es de amores extravagantes y amasiatos turbulentos. No importa. Mejor eso a un matrimonio tedioso. |
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Referencias bibliográficas
georgia 12
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nombre autor
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curriculum
georgia 10 negrita
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_______________________________________________________________ como citar este artículo → Lazcano Araujo, Antonio. (1998). Bugs y Faus en el país de las Matemáticas. Ciencias 52, octubre-diciembre, 4-10. [En línea]
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