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Los difíciles caminos de la campaña antivariolosa en México  
Ana María Carrillo
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Uno de los éxitos más significativos de la medicina del siglo xx ha sido la erradicación de la viruela. Durante siglos, esta enfermedad fue una importante causa de muerte, y quienes sobrevivían a ella quedaban ciegos o con cicatrices en la cara. En México, el último caso se presentó en 1951, si bien en África la enfermedad persistió hasta 1977. Actualmente, el virus de la viruela sólo existe en laboratorios de investigación; en 1978 se produjeron dos casos de infección en Birmingham, Inglaterra, por la dispersión del virus en uno de estos laboratorios.
 
 
 
Es bien conocido que la introducción del virus variológico en lo que hoy es la República Mexicana cambió la situación de indígenas y españoles en la guerra de conquista, pues ocurrió en el momento en que el pueblo mexica había expulsado a los españoles de Tenochtitlan. La falta de inmunidad de los indígenas favoreció el paso acelerado de persona a persona del agente biológico y, con la contribución de otras enfermedades y de la guerra, el posterior despoblamiento del territorio. Desde 1545 y a lo largo de toda la época colonial las epidemias de viruela se mezclaron con otras de sarampión y varicela en todo el país, de tifo en el altiplano, y de fiebre amarilla y paludismo en las costas.
 
 
 
 
En la pasada centuria fueron conocidas cincuenta y un epidemias de viruela. El padecimiento
seguía haciendo estragos a principios del siglo xx.
 
 
 
 
Aunque para curar la viruela se intentaban un sinnúmero de tratamientos, no había un método curativo realmente efectivo; de hecho, no lo hay aún ahora. Sin embargo, existían dos métodos para prevenir el mal: la inoculación o variolación y la vacunación.
 
 
 
 
Desde tiempos remotos, médicos asiáticos y africanos habían observado que quienes se enfermaban de viruela y sobrevivían gozaban de futura inmunidad. Por ello, trataban de prevenir la enfermedad causando un ataque benigno, para lo cual inoculaban el fluido de diversas maneras: en China pulverizaban las costras y las soplaban dentro de la nariz del paciente, y en África hacían una pequeña incisión en la piel de una persona sana, en la cual aplicaban suero de la pústula de un enfermo. Este procedimiento, al que se llamó variolación, se extendió en el siglo xviii por Europa, donde encontró defensores y opositores.
 
 
 
 
Uno de los acontecimientos médicos más importantes de finales del siglo xviii fue el descubrimiento de la vacuna de la viruela por Eduard Jenner (1749-1823). Este médico inglés se enteró de una creencia popular: las personas que habían contraído “la peste de las vacas” (cowpox) no contraían la viruela (smallpox), idea que lo hizo meditar profundamente. Tiempo después, estudió en Londres al lado de William Hunter, quien lo instó a no razonar demasiado: “No piense, experimente”, le dijo.
 
 
 
 
Jenner ejercía el empleo de médico inoculador, y se percató de que en algunas personas la operación siempre se malograba; al investigar se dio cuenta de que todos los “rebeldes” estaban empleados en la ordeña de vacas. Tras dos años de investigación, Jenner descubrió en las vacas un virus que da inmunidad cruzada con el virus humano. En 1796 inyectó con dicho virus a un niño. Al cabo de tres días las punciones se cubrieron con pequeños botones; le inoculó entonces el virus de la viruela y las punciones se extinguieron sin que presentara calentura u otro síntoma de infección. Dos años más tarde hizo público su descubrimiento. A diferencia de los médicos de su tiempo, Jenner creyó en la tradición popular. La comunicación de sus investigaciones a la comunidad médica no encontró eco, pero en 1798 publicó la memoria, hoy clásica, Variolae vaccinae, de la que deriva el término de vacuna, que adquirió luego un sentido genérico.
 
 
 
 
En la Nueva España los primeros intentos de variolación datan de 1779 y fueron realizados por el médico Esteban Enrique Morel con aprobación del virrey y del Protomedicato, sin apoyo de los médicos, pero sí de religiosos y militares. La introducción formal de la vacunación en lo que hoy es México se remonta a 1804. Aquel año, Carlos iv  envió una comisión formada por Francisco Xavier de Balmis, como director, Alejandro Arboloya y Anacleto Rodríguez. Dicha comisión traía niños españoles para implantar la vacuna de brazo a brazo, y aunque hubo una gran resistencia de la población poco a poco la práctica vacunal fue propagándose. Algunos facultativos la aceptaron con tal entusiasmo que llegaron a pensar que podría aplicarse para la curación de parálisis, ceguera, demencia y otras enfermedades crónicas.
 
 
 
 
A fines del siglo xix, en algunos estados, había organismos encargados exclusivamente de la vacunación: la Oficina Conservadora de la Vacuna, en la capital del país; la Oficina Central de Vacuna contra la Viruela, en Chihuahua; la Inspección General de Vacuna, en Hidalgo; las Oficinas de Vacuna, en Puebla; la Oficina Conservadora y Propagadora de la Linfa Vacunal, en Tamaulipas, y la Dirección General de Vacuna, en Yucatán. En otros lugares, la responsable de la vacunación era la burocracia sanitaria: el Consejo de Salubridad en Aguascalientes; la Oficina Inspectora de Salubridad, en la capital de Coahuila; la Junta de Sanidad, en Durango; la Dirección General de Salubridad Pública, en la ciudad de México; y el Consejo de Salubridad, en Nuevo León. A veces, el Estado encargaba la tarea a un responsable: el administrador del ramo de la vacuna en Colima; el director del Hospital Civil, primero, y el inspector sanitario después, en la capital de Tepic, y un empleado especial en Tuxtla Gutiérrez. En otros casos, la correcta conservación y aplicación de la linfa vacunal estaba en manos de las autoridades políticas: los jefes y directores políticos en Jalisco, y los ayuntamientos en Guerrero, Oaxaca, Sinaloa y Querétaro, si bien en este último estado actuaban bajo las instrucciones del Consejo de Salubridad.
 
 
 
 
Hubo casos en que los particulares se hacían cargo de la vacuna, como en Fresnillo, Zacatecas. En varios estados, como Sinaloa, el servicio de vacunación se practicaba sólo en las ciudades. En otros, como Chihuahua y Tamaulipas, la linfa se enviaba a todas las municipalidades.
 
 
En la ciudad de México, durante más de cien años, la conservación de la vacuna estuvo en manos de cinco personas: Miguel Muñoz, que la recibió de Balmis en 1804, y la mantuvo hasta 1842; Luis Muñoz, su hijo, que se encargó de ella desde entonces hasta 1872; Fernando Malanco, que la tuvo de 1872 a 1898; Joaquín Huici, que la conservó de ese año a 1903, y Francisco de P. Bernáldez fue el responsable desde 1903 hasta 1910. Hubo estados en que los conservadores de la vacuna duraron también muchos años en el puesto, como Gustavo López Hermosa, que lo ocupó de 1885 a 1910 en San Luis Potosí, y Luis Ojeda, quien se encargó de impartir la vacuna en Guanajuato de 1895 hasta finales del porfiriato.
 
 
 
 
De 1877 a 1910 en la capital fueron vacunadas 717 289 personas, y en las municipalidades, en el mismo lapso, otras 123 578. En San Luis Potosí se reportó haber vacunado en 25 años a más de setenta mil pobladores, y en Tepic, en menos de veinte años, a cerca de 50 000.
 
La extensión del mal en el porfiriato
 
De acuerdo con Orvañanos, a finales del siglo xix la viruela era endémica en todos los estados; hacía su aparición generalmente en invierno, podía durar tres o cuatro meses. La enfermedad comenzaba de manera repentina, con fiebre, malestar general, dolor de cabeza, dorsalgia intensa, postración y dolor abdominal. Después de un lapso de tres o cuatro días, la temperatura bajaba y aparecía una erupción, que pasaba por las siguientes fases: máculas, pápulas, vesículas, pústulas y costras; estas últimas se desprendían al final de la tercera o cuarta semana. Las lesiones aparecían en la cara y más tarde en extremidades y en tronco.
 
 
 
Había dos variedades clínico-epidemiológicas de la viruela: la variola minor (alastrim) y la variola major (viruela clásica). En los casos de variola major moría entre 15 y 40 por ciento de las personas no vacunadas. El mal se trasmitía por contacto íntimo con secreciones de las vías respiratorias y, en menor medida, por lesiones cutáneas de los pacientes.
 
 
 
 
Durante el porfiriato hubo numerosas y graves epidemias, como la de 1882 en varios estados, o la de 1889 que afectó a todo el país y se prolongó durante más de un año, causando cerca de cuarenta mil muertes.
 
 
 
 
La prensa radical utilizaba a las epidemias para censurar a los gobiernos federal o locales, y las comparaba con los males políticos. He aquí un par de ejemplos: en 1897 la viruela negra se desarrolló en Puebla con caracteres alarmantes, y atacó principalente a los extranjeros. El Hijo del Ahuizote publicó entonces: “Esto faltaba a aquel estado: la peste después de la reelección”. Dos años más tarde el mismo periódico decía: “Después de la fiebre amarilla, comienza en Xalapa la viruela. El sistema de salubridad no es de lo mejor y es fácil la propagación. Veracruz está para plagas; desde don Teodoro [se refería al gobernador Teodoro Dehesa], que es la más temible, hasta el vómito prieto, todas se recargan ahí”.
 
 
 
Las pérdidas económicas y en vidas humanas ocasionadas por los enfermos y muertos, y las cuarentenas que otros países imponían a México a causa de aquéllas, fueron estímulos para combatir las epidemias de viruela.
 
Por voluntad o por fuerza
 
Algunas veces el Estado mexicano trató de persuadir a los ciudadanos de acceder a la vacunación. Uno de los mecanismos que empleó fue impartir la vacuna gratuitamente a quienes no tenían medios para pagarla, e incluso gratificar a las madres de niños vacunados que los presentaban cuando tenían buenos granos vacunos; otro fue la creación de la vacuna ambulante, la cual apovechaba los días de mercado y de raya para conseguir que el mayor número de personas se vacunara; uno más, fue la propaganda activa en la prensa y otro la vacunación en parroquias, escuelas y hospitales.
 
Sin embargo, un siglo después de la introducción de la vacuna antivariolosa aún había oposición a ella: las autoridades de Tepic, por ejemplo, decían que la epidemia de 1893 se había cebado especialmente entre los niños de la clase más humilde del pueblo que “como en todas partes siente una extraña pero invencible repugnancia por la vacunación”; el gobierno de Tamaulipas lamentaba en 1907 las defunciones ocurridas principalmente en gentes de edad, renuentes a dejarse vacunar; por su parte, el gobernador de Guerrero se quejaba ese mismo año de la oposición de la población a la vacunación en todo tiempo: “tienen la creencia de que lejos de ser benéfica, les es nociva”.
 
Por eso, cuando el convencimiento no dio resultado, la burocracia sanitaria intentó forzar a los padres a vacunar o revacunar a sus hijos. Para finales del porfiriato la vacuna era obligatoria en muchas entidades de la República: la capital, los territorios de Tepic y Baja California, Chiapas, Chihuahua, Coahuila, Durango, Estado de México, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nuevo León, Puebla, Oaxaca, Querétaro, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Tepic, Veracruz, Yucatán y Zacatecas. En otros estados, durante las epidemias se dictaban disposiciones terminantes para la propagación de la vacuna.
 
 
Para que la ley se cumpliera, se emplearon numerosas estrategias; una de ellas fue la vacunación forzosa. A finales del siglo xix había en la capital veinticinco centros de vacuna, cada uno de los cuales contaba con agentes que buscaban a niños y adultos no vacunados en calles, plazas y sitios concurridos; dichos agentes podían extender sus pesquisas al interior de las casas, y pedir, en caso necesario, el auxilio de la Policía, que estaba obligada a auxiliarlos. En Torreón, Coahuila, durante una epidemia de viruela, inspectores domiciliarios y policías recogieron a las personas para hacerlas vacunar por la fuerza. En Tepic se buscaba a los no vacunados en sus casas o en otros establecimientos donde se reunía un número más o menos considerable de personas, y se les vacunaba aun contra su voluntad, sin importar su edad, sexo o condición social. Con frecuencia cada vez mayor la población civil —con o sin su consentimiento— fue empleada en estas tareas de vigilancia sanitaria.
 
 
 
 
La ley obligaba a los padres o tutores, y los directores de los planteles de enseñanza oficiales o privados, los maestros de talleres y dueños de fábricas y casas de comercio, así como los propietarios de fincas rústicas y los jefes militares, estaban también obligados a cumplir o exigir que se cumplieran las disposiciones relativas a vacunación y revacunación, bajo la conminación de multas (de cinco a quinientos pesos) y hasta con prisión. En casi todos los estados de la República, y desde luego en la capital del país, los directores debían verificar antes de inscribir a los niños en las escuelas que éstos estuvieran vacunados a satisfacción; en caso de que no lo estuvieran, debían canalizarlos para que pudieran recibir el preservativo. Sin embargo, algunos padres preferían dejar a sus hijos sin escuela antes que vacunarlos.
 
También fueron comunes la denuncia de casos y el secuestro y aislamiento de los enfermos. En el Distrito Federal la viruela estaba dentro de los padecimientos que los médicos, directores de hospitales, escuelas, fábricas o industrias, dueños de hoteles, casas de huéspedes o mesones y, en última instancia, los jefes de familia, estaban obligados a reportar al Consejo Superior de Salubridad, máxima autoridad sanitaria durante la segunda mitad del siglo pasado. Al informar acerca de la enfermedad, debían indicar la casa en la que el paciente la había contraído. En varios estados también se recurrió a la declaración obligatoria de la enfermedad, como Coahuila y Yucatán. Hubo casos de agentes sanitarios que fueron despedidos por no dar cuenta de algún enfermo de viruela.
 
En Hidalgo no se permitía que los niños con viruela anduvieran por la calle, y los que lo hacían eran secuestrados por la policía, además de que también se imponía una multa a sus padres. Esas medidas se extendían a los administradores de haciendas de beneficio, minas, talleres y todos los lugares donde concurrían niños. En el caso de Coahuila y Tlaxcala, los enfermos eran aislados, y aunque en ocasiones dicho aislamiento tenía lugar en el domicilio de éstos, a veces era imposible hacerlo, sobre todo en el caso de los pobres, cuyas casas estaban situadas en vecindades, o de los extranjeros alojados en hoteles o casas de huéspedes. A ellos se les enviaba a lazaretos de “variolosos”, como los establecidos en 1904 en Torreón y Durango, y a los que la población les tenía terror. La prensa de la época reportaba que para evitar que sus enfermos fueran descubiertos, muchas familias los alojaban en los lugares más inadecuados, por lo que no era raro que murieran pocas horas después de ser descubiertos por quienes hacían las visitas domiciliarias.
 
Era común la desinfección de utensilios, ropa y habitaciones de enfermos. Dentro de las medidas tomadas ante la epidemia de 1898 en Yucatán y Campeche estaban el establecimiento de puntos de fumigación en las fronteras y la vigilancia estricta en los lugares en que se había desarrollado la epidemia. Hay, asimismo, reportes de desocupación y desinfección —con cloruro de cal entre otros medios— de las casas de los enfermos en Tabasco, Coahuila y el Distrito Federal.
 
Límites de la campaña
 
En el régimen porfiriano hubo varios factores que dificultaron el buen éxito de la cruzada nacional contra la viruela, entre ellos destaca la franca oposición de algunos a la vacuna, las deficiencias del servicio de vacunación, la división de los médicos mexicanos —entre aquellos que defendían el empleo del virus bovino y los que pugnaban por continuar con la vacunación de brazo a brazo— la falta de tubos de linfa vacunal aun durante las epidemias, la insuficiencia de administradores de la vacuna, y la inexistencia de buenas comunicaciones y de una organización nacional de salubridad.
 
Ya desde la época de Jenner y en la propia Inglaterra se habían formado sociedades antivacunistas. Algunos veían en la introducción obligatoria de un cuerpo extraño en las personas un atentado a la libertad individual.
 
Además de las críticas generales, en México había deficiencias en el servicio de vacunación. Un abuso muy común, denunciado por los mismos médicos, era que un agente subalterno del Consejo pretendiera llevar por la fuerza a la oficina de una demarcación de policía, para vacunarlos, a niños enfermos que no deberían haber salido de sus casas. Sólo se excusaba del “absurdo mandato” a la madre o la familia que exhibía un certificado médico, pero los pobres casi nunca estaban en condiciones de satisfacer tal requisito, pues no eran atendidos por facultativos.
 
Otro problema era la inconveniencia de los locales donde se impartía la vacunación, que en la capital eran las estaciones de Policía y las viejas oficinas del Consejo. Las estaciones de Policía, exceptuando la de la primera demarcación, carecían de piezas destinadas a la vacunación, por lo que ésta se hacía a la intemperie, donde no era posible reconocer convenientemente a los niños ni hervir el agua que debía emplearse para la asepsia de los brazos, por lo que se acababa prescindiendo de este importante cuidado. Las madres tenían que sufrir una larga espera, sin más sitio para sentarse que el pavimento siempre encharcado por el riego o la lluvia, y en contacto inmediato con gendarmes, presos y cadáveres de adultos y hasta de niños que eran conducidos a las comisarías para que se expidiera el certificado de defunción. Es fácil explicar entonces la aversión de los pobladores a llevar a sus hijos a vacunar. En 1920, el conservador de la vacuna decía que esa descripción de la vacunación en las comisarías seguía siendo válida.
 
 
 
 
Quizá la principal controversia fue la suscitada a propósito de las vacunas humanizada y animal. Ambas tenían su origen en el virus vacuno, pero esta última se tomaba directamente de las pústulas de la ternera, mientras que la anterior iba pasando de brazo a brazo. Desde 1868, el doctor Ángel Iglesias —quien había sido segundo director de la vacuna— trató de implantar la vacuna animal, pues sostenía que la humanizada podía ser causa de trasmisión de sífilis vacunal. La posibilidad de trasmisión de esta enfermedad por medio de la vacuna humanizada fue demostrada en 1883 por el doctor Corys en Londres, lo que llevó a su sustitución por la vacuna animal en varios países.
 
Pero otros médicos insistieron en la vacunación de brazo a brazo. Al parecer, por cada diez veces que no prendía la vacuna animal no prendía dos veces la humanizada. Además, las autoridades sanitarias mexicanas aseguraban que el virus vacuno tomado con las debidas precauciones, aun de granos de niños sifilíticos, no contenía virus gálico; a pesar de ello, no se tomaba virus ni de niños enfermos ni de niños sospechosos. Alegaban que en el país siempre se había tenido gran cuidado al elegir a los niños vacuníferos, por lo que en sus estadísticas no se había registrado ningún caso de sífilis vacunal.
 
Sin embargo, al reportar en sus informes internos las vacunaciones practicadas del 1 de julio de 1876 a diciembre de 1877, el Consejo de Salubridad señalaba las enfermedades que habían tenido cuarenta y seis vacunados: viruela, varioloide, varicela, escrófula, pitiriasis, psoriasis, liquen, herpes, impétigo, sarna, acnea, roséola, erupción sospechosa, ulceraciones y sífilis.
 
Entre los médicos militares había quienes defendían la vacuna animal, pues, para ellos, estaba plenamente comprobado que la sífilis vacunal era producida por la vacunación de brazo a brazo.
 
Como en tantos otros asuntos no hubo uniformidad en toda la República. En el Distrito Federal las autoridades sanitarias defendían la vacuna humanizada, pero algunos médicos ofrecían la de ternera a su clientela particular. En Colima, Estado de México, Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Querétaro, Sonora, Tabasco y Zacatecas la vacunación se hacía empleando sólo la linfa humanizada. La vacuna de ternera se había usado —si bien la humanizada estaba más generalizada— sin éxito en Morelos y Nuevo León, y con regular o buen éxito en Chihuahua, Coahuila, Durango, Jalisco, Puebla, San Luis Potosí, Tamaulipas y Tepic.
 
No todas las poblaciones de un estado ni todos los médicos de una población tenían un criterio único respecto de la vacuna humanizada o animal. En Puebla, por ejemplo, casi todos los distritos empleaban la vacuna humanizada, pero en Zacapoaxtla se empleaban las dos, y en Acatlán sólo la de ternera. En Tamaulipas se empleaba también la vacuna humanizada, pero en Matamoros se recurría a ambas.
 
En 1908 el Consejo Superior de Salubridad aceptó que era conveniente proceder a la experimentación para saber si la sífilis se propagaba al inocular la vacuna, aunque no aclaraba con qué sujetos se iba a hacer la investigación. En 1909 varias comisiones fueron nombradas para tratar de dirimir la disputa. Dos años después el médico José Terrés envió algunas cartas a los periódicos, en las que alertaba acerca de los peligros a que se exponía a los niños que recibían la vacuna humanizada. Esto causó alarma entre el público, por lo que tanto en el Consejo Superior de Salubridad como en la Academia Nacional de Medicina se volvió a discutir el asunto, pues había quienes pensaban que la sífilis vacunal era “una quimera” y quienes estaban convencidos de su existencia. Como la vacuna animal era producida por compañías particulares europeas o estadounidenses y nadie respondía de su pureza, se solicitó crear un Instituto de Vacuna Animal en México.
 
Además, los defensores de la vacuna humanizada decían que ésta no demandaba la revacunación, lo que no sucedía con la vacuna animal aplicada a la mayoría de los extranjeros. En realidad, muchas personas que habían recibido la vacuna humanizada debían ser revacunadas: en 1899, en Ciudad Porfirio Díaz, Coahuila, hubo casos de viruela en vacunados (situación que era comprobada por las cicatrices que habían dejado las vacunas). Igualmente, durante la epidemia de viruela de 1901, que afectó al estado de Querétaro, se observó que la mayoría de los afectados habían sido vacunados, lo cual, se decía, demostraba la necesidad de la revacunación periódica. En Tabasco era obligatoria la revacunación cada diez años; lo mismo sucedió en Sinaloa, donde se administraba periódicamente hasta llegar a los cincuenta años.
 
En ocasiones, tanto la vacuna humanizada como la animal se descomponían, lo que explica que aparecieran anuncios como el siguiente: “Con pus reciente, se administrará gratuitamente la vacuna”. En ese entonces se decía que la vacuna humanizada tenía un precio casi insignificante, mientras que la animal era muy cara.
 
El Consejo Superior de Salubridad de México enviaba tubos de linfa a los estados que no tenían otro medio de obtenerla o donde ésta no era suficiente. Ese organismo aseguraba públicamente que en toda la República nunca había faltado linfa para vacunar, postura que no era cierta, pues si bien en tiempos normales la cantidad de linfa alcanzaba para abastecer a todos los estados, cuando la viruela se desarrollaba epidémicamente los pedidos solían exceder la demanda. Entonces, cuando las circunstancias más imperiosamente lo exigían, el organismo sanitario se veía obligado a negar el recurso. Hubo epidemias en los estados de Tlaxcala, Oaxaca, Zacatecas, Hidalgo, Guerrero, Coahuila y Tabasco, en los cuales se reportaba que no tenían ni un solo tubo de linfa vacunal.
 
Con la propagación de la vacuna también había problemas que tenían con ver con la ausencia o escasez de médicos o con la dificultad para pagar sus honorarios. Otras veces el problema era la gran carga de trabajo que los propagadores tenían; ni el Distrito Federal estaba exento de estas dificultades. Y había casos en los que se llegaban a observar defectos en la manera de administrar la vacuna por la inexperiencia de los vacunadores: en Chihuahua, por ejemplo, se procuraba que “una persona medianamente inteligente” administrase con provecho la vacuna.
 
En ocasiones la vacunación no podía llevarse a cabo por la existencia de enfermedades epidémicas diferentes de la viruela. Una muestra de ello ocurrió en Omitlán, Hidalgo, donde en 1899 se reportaba que era casi general el desarrollo de la escarlatina, la influenza y la neumonía, entre los niños, la primera, y entre los adultos, las segundas.
 
Por último, la inexistencia de buenas comunicaciones y de una adecuada organización nacional de salubridad hacían lenta la divulgación de la información sobre las epidemias, ya que un médico avisaba al jefe político del distrito donde trabajaba que informara a las autoridades sanitarias de su estado —cuando las había—, para que éstas, a su vez, dieran aviso al gobernador, quien lo comunicaba a la Secretaría de Gobernación, dependencia que notificaba al Consejo Superior de Salubridad. Por todo lo anterior, a finales del periodo que aquí nos interesa, México aún estaba lejos de la erradicación de la viruela.
 
No comparto la opinión de Miguel E. Bustamante en el sentido de que para el Consejo de Salubridad no era grave la endemia de viruela en la República Mexicana, ni el supuesto desinterés por parte de los estados que él achaca al gobierno federal; tampoco participo con su idea de que la endemia causada por el virus variólico empezó a verse como problema de salud nacional al redactar la Constitución de 1917, cuando el médico y diputado José María Rodríguez obtuvo de Carranza el decreto para la preparación y el uso de la vacuna animal en la nación. La poca intervención de la Federación en los asuntos sanitarios de los estados se debía a la oposición de éstos, sustentada en la organización federal de la República, pues la Constitución de 1857 —vigente durante el porfiriato— dejaba a cada estado en libertad de decidir sobre sus asuntos sanitarios.
 
En varias ocasiones el Gobierno Federal se ocupó del problema de la viruela de manera global. En 1882 la Secretaría de Gobernación —de la cual dependían los asuntos sanitarios— mandó a todos los gobernadores una circular referida a la vacuna; en ella criticaba que en la mayoría de las entidades los servicios de vacunación estuvieran, aparte de mal organizados, encomendados a personas ajenas a la medicina. En 1898 todos los estados recibieron un cuestionario que tenía la función de reorganizar el servicio nacional de la vacuna.
 
Por otro lado, cuando los estados lo solicitaban, el Consejo Superior de Salubridad de la capital establecía servicios sanitarios para combatir las epidemia de viruela, como sucedió en Torreón en 1904, donde aparte de aplicar de manera eficaz la vacuna, se aisló a los enfermos, se hicieron desinfecciones y la epidemia fue dominada.
 
A finales del periodo aquí tratado existía la propuesta de reformar nuevamente el Código Sanitario, dando más poder al Ejecutivo en lo tocante a la viruela, haciendo obligatoria la vacunación en todo el país. Este proyecto se vio interrumpido por la Revolución.
 
Desde la creación del Departamento de Salubridad, en 1917, se implantó la vacuna animal y se hizo obligatoria su aplicación, pero tendrían que transcurrir treinta y cuatro años para que el padecimiento fuera erradicado totalmente, lapso durante el cual algunos sectores de la población seguirían oponiéndose a la vacunación. A veces, con violencia, las profesiones sanitarias tuvieron que ofrecer sus mártires a la campaña antivariolosa.Chivi55
Referencias bibliográficas
 
Para escribir este artículo consulté la sección Inspección de la Vacuna, del Fondo Salubridad Pública del Archivo Histórico de la Secretaría de Salud. Particularmente útil fue el trabajo de OROPEZA, José María. “Apuntes para la historia de la vacuna en México”, AHSSA, salubridad pública, Inspección de la Vacuna, caja 3, exp. 20, fos. 49-182, 1821-1922. Consulté asimismo los diarios oficiales federal y de los estados, así como la prensa política en general; la prensa médica, sobre todo la Gaceta Médica de México (el Apéndice del vol. v (3a serie) de 1910 está dedicado íntegramente a la vacuna); los periódicos de la burocracia sanitaria, en especial el Boletín del Consejo Superior de Salubridad (que en 1896 dedicó un número especial a la celebración del centenario del descubrimiento de Jenner); y los del Cuerpo Médico Militar, como la Gaceta Médico Militar.
 
Dentro de los trabajos consultados más importantes están:
 
• Bustamante, Miguel E. 1977, “Consecuencias médicosociales de la viruela y de su erradicación”, Gaceta Médica de México, vol. cxiii, núm. 12, diciembre, pp. 564-573.
• Fenelón, Carlos. 1899, “Algunas observaciones comparativas entre los resultados de la vacuna animal y la humanizada, hechos por el inspector sanitario del territorio de Tepic”, Boletín del Consejo Superior de Salubridad, vol. iv (3a época), num. 7, enero 31, pp. 221-228.
• González, Jesús M. 1891, “Técnica de vacunación animal de ternera”, Gaceta Médico Militar, vol. iii, pp. 300-307 y 321-327.
• Liceaga, Eduardo. 1897, “La vacuna de Jenner bien conservada y cuidadosamente propagada preserva indefinidamente de la viruela”, Boletín del Consejo Superior de Salubridad, vol. iii (3a época), núm. 1, julio 31, pp. 1-10.
• Manuell, R. E. 1910, ¿Cómo es, y por qué nuestra discusión sobre la vacuna es como es?”, Gaceta Médica de México, Apéndice al vol. v (3a serie), pp. 362-367.
• Noriega, Tomás. 1909, “La vacuna”, Gaceta Médica de México, vol. iv, (3a serie), núm. 9, abril 30, pp. 262-270.
• Orvañanos, Domingo. 1889, Ensayo de geografía médica y climatología de la república Mexicana, México, Secretaría de Fomento.
Agradecimientos
Agradezco a Francisco de la Cruz, quien me ayudó en la búsqueda de algunos materiales que permitieron enriquecer este ensayo.
Ana María Carrillo
Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Carrillo, Ana María. (1999). Los difíciles caminos de la campaña antivariolosa en México. Ciencias 55, julio-diciembre, 18-25. [En línea]
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