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Átomos, polen y probabilidades
 
Hace cien años, Albert Einstein escribió una serie de trabajos que transformaron la física de una manera sólo equiparable a lo ocurrido casi doscientos años antes con la obra de Isaac Newton.
Ramón Peralta y Fabi
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Hace cien años, Albert Einstein escribió una serie de trabajos que transformaron la física de una manera sólo equiparable a lo ocurrido casi doscientos años antes con la obra de Isaac Newton. En uno de ellos, el que fuera la base de su tesis doctoral, estudió un problema al que volvió muchas veces y sobre el que publicó más de una docena de artículos, su título: “Sobre el movimiento de partículas pequeñas suspendidas en un líquido en reposo, de acuerdo con la teoría cinética molecular del calor”. El polen y los átomos, los solutos y los solventes, así como las probabilidades, constituyen los ingredientes fundamentales que Einstein usó como motivación para formular y solucionar el problema, y convencer a sus contemporáneos de varios conceptos fundamentales para el posterior desarrollo de la física.
La invención del microscopio alimentó la avidez por ver lo pequeño, tal como antes ocurrió con el telescopio y lo grande. Con este maravilloso instrumento, los investigadores volcaron su atención al interior de los seres vivos y, en el siglo xvii, descubrieron la célula, aunque su estructura, significado y sentido no llegarían hasta el siglo xix. Robert Brown, distinguido botánico escocés y uno de los más notables naturalistas de su época, quien contribuyó al conocimiento de la célula descubriendo su núcleo, investigó los reportes sobre el comportamiento de granos de polen suspendidos en el agua. De acuerdo con éstos, además de sus propias y cuidadosas observaciones, los granitos exhibían una danza incesante. Antes de nutrir las especulaciones despertadas sobre lo que parecía la esencia de la vida, llevó a cabo un minucioso estudio con diversas partículas pequeñas, como polvos de origen orgánico e inorgánico, y encontró que el movimiento rápido, errático y constante, no era privativo de la materia viva. Incluso descubrió un trozo de cuarzo en el que las partículas suspendidas en una gota de agua, atrapadas tal vez durante millones de años, ofrecían un espectáculo tan fresco como el de la preparación matutina de su laboratorio. Con justicia, y el paso del tiempo, al movimiento que describió se le llamó el movimiento browniano. En 1900, la explicación seguía eludiendo a los estudiosos del tema.
Actualmente, los átomos ya no son una novedad y se acepta sin reparo su existencia, lo cual es bastante curioso, puesto que nunca los hemos visto, ni los veremos; ya que ninguno de nuestros sentidos está desarrollado para hacerlo. Aun así, es cómodo imaginarlos de alguna manera. De hecho, no es necesario verlos para cosificarlos, hacerlos nuestros y empezar a entenderlos. Para tener un asidero secreto cuando hablamos de los átomos, construimos en la mente una imagen, como la de pequeños sistemas solares, de diversos colores y formas; la experiencia es estrictamente personal. No es tan importante que nuestras abstracciones sean precisas, nunca lo serán, pero sí lo es saber que todas las cosas están hechas de un número finito, si bien muy grande, de partes que las constituyen: los átomos. Éstos, como idea filosófica, aparecen en la cultura helénica, con Demócrito, y llegan a la cultura latina a través del magno poema De Rerum Natura, de Tito Lucrecio Caro; obra que, por cierto, fue exquisitamente traducida al español, De la naturaleza de las cosas, por el entrañable universitario Rubén Bonifaz Nuño.
Hacia finales del siglo xix, los átomos pasaron de ser una especulación filosófica a una hipótesis física, ampliamente debatida desde muy diversos puntos de vista. Científicos de enorme influencia y prestigio como Ernst Mach, Pierre Duhem, Wilhelm Ostwald y Henri Poincaré, formaban parte de la comunidad en contra de las ideas atómicas; otro sector de igual estatura, principalmente en Inglaterra y Holanda, simplemente usaba las ideas sin tomarse la molestia de contestar a los críticos, salvo por el inmenso y un tanto solitario personaje de Ludwig Boltzmann, que defendía el atomismo como en una cruzada intelectual. En 1900, la realidad de los átomos aún no era aceptada por la mayoría de los físicos, si bien seguía acumulándose evidencia; en química ya eran indispensables para darle sentido a lo aprendido durante los últimos dos siglos.
 
Solutos y solventes
Una tía, que asegura no entender nada de mis quehaceres profesionales, sabe perfectamente que basta con una pequeña gota de añil para teñir su vestido más extenso o que una gota de desinfectante en una jarra es suficiente para acabar con los bichos invisibles que —dice— seguramente la acechan en el fondo. Su intuición y su experiencia son correctas, aunque no sabe por qué, ni le importa. Al olor de un perfume le ocurre lo mismo. Las partículas de añil o de desinfectante, a las que en conjunto llamamos el soluto, son introducidas, en gotas, en el solvente, que en estos casos es agua; para una flor el solvente es el aire. La difusión que ocurre consiste en que, con el paso del tiempo, todo es penetrado por el soluto. En el caso de la tinta, el fenómeno es claramente visible; la gota de color azul profundo, muy concentrada y bien localizada inicialmente, poco a poco se va disipando, tiñendo todo hasta que domina un tenue azul. El aroma de una flor es explicable en los mismos términos, aunque ahora lo percibimos a través del olfato; pasado un rato, la habitación que ocupa una discreta dama es uniformemente impregnada por su delicado perfume.
La diferencia de concentraciones entre un lugar y otro juega un papel importante en el proceso de homogeneización; qué tanto, lo determina un factor llamado el coeficiente de difusión D, cuyo valor dice que tan eficiente es la difusión de un soluto en un solvente.
 
Las probabilidades
Cuando se quiere analizar el comportamiento de un sistema físico, que usualmente representa un problema intrincado, se trata de simplificarlo al máximo, reteniendo los aspectos más conspicuos, más “gruesos” de su comportamiento. Por ejemplo, para entender el movimiento de la Luna, lo primero que se hace es considerar sólo el efecto que tiene la Tierra, ignorando la presencia de todo lo demás, de todo. El sistema Tierra-Luna, imaginado como dos puntos que se atraen, se puede resolver exactamente; si se compara con las observaciones, el resultado es sorprendentemente bueno. Para mayor precisión, hay que tomar en cuenta más detalles, como el hecho de que no son esféricos, que sus densidades no son constantes, y que hay más objetos. Después de todo, están el Sol, Júpiter y otros seis planetas con sus satélites, y miles de asteroides, y el resto de la Vía Láctea, y más. ¿Hasta dónde hay que tomar en cuenta?
Vale la pena mencionar que si nada más se agrega al Sol, el problema no puede ser resuelto. El asunto es más grave de lo que parece: nunca se resolverá; al menos en la forma en que nos hemos planteado los problemas hasta ahora. Es decir, para tres o más cuerpos que se atraen y a partir de cualquier posición y velocidad iniciales, no puede predecirse exactamente dónde se encontrarán un tiempo más tarde, y si el intervalo es muy grande, ni siquiera puede predecirse en forma aproximada.
Para circunnavegar este tipo de dificultades, dos de las estrategias que se siguen son: aceptar que la exactitud no es necesaria o explotar la complejidad. En la primera, partiendo de que ni las mejores observaciones son exactas, se introducen aproximaciones que permiten reducir el problema a uno manejable, estimando por cuánto y en dónde se manifestarán los errores. Entonces, el efecto del Sol es tratado como una corrección al sistema Tierra-Luna, y se van agregando, poco a poco, las perturbaciones resultantes. Con la segunda estrategia, cuanto mayor sea la complejidad, mejor irá el enfoque alternativo. Por ejemplo, predecir qué lado quedará arriba cuando se lanza una moneda al aire es sumamente complicado; en la práctica imposible, o qué cara de un dado, con seis lados numerados, quedará hacia abajo, también es una tarea insoluble. Sabemos que, en ambos casos, si se repite el evento muchas veces emerge un patrón de comportamiento que es regular, predecible, aunque el lenguaje se altera en forma esencial; cambiamos las preguntas y el tipo de respuestas que esperamos. Cuantos más lanzamientos de dado se hacen, tanto más semejantes las frecuencias de aparición de cada uno de los seis lados. Para la moneda, como sabemos bien los mexicanos, una cara aparece igual número de veces que la otra; la probabilidad de que salga águila es de 1/2. Para el dado, la probabilidad de que caiga en cinco —digamos— es de 1/6. Es decir, dividimos los casos favorables entre los posibles: la definición de probabilidad. Así, en forma precisa podemos predecir con qué frecuencia se hará presente un resultado, dejando de lado la expectativa de anticipar lo que aparecerá en la siguiente realización. Para ganarle una apuesta a un mercachifles —el merenguero canónico— este análisis no es particularmente útil. En el caso de sistemas complejos formados por muchos elementos, como el Sistema Solar, la galaxia o un gas, desde el principio se aborda el problema con un punto de vista estadístico, haciendo preguntas diferentes, en el lenguaje de las probabilidades; deja de ser importante dónde se halla cada molécula del gas o con qué velocidad se mueve, pero sí interesa cómo es la densidad media en el frasco contenedor, cuál es la presión que deben resistir las paredes o la forma de aislarlo para mantener su temperatura. La física estadística busca establecer cómo están relacionadas estas variables, que denominamos macroscópicas, con las que conciernen a los átomos del gas, las variables microscópicas. Las tareas de establecer la compatibilidad entre las teorías a diversas escalas, y de explicar cómo es que las miríadas de variables físicas microscópicas se colapsan, promedian o combinan para que emerjan unas cuantas variables macroscópicas que recogen el comportamiento colectivo o más probable, está aún incompleta en la física. En los casos en que se ha logrado, para los sistemas en equilibrio —guardados en una caja—, los resultados son impecables; las bases las establecieron J. Willard Gibbs, al final del siglo xix, y Einstein, en los primeros años del xx, de manera independiente. Es una de las teorías más notables de la física, en cuanto a que establece la conexión entre las teorías básicas, como la mecánica clásica o la cuántica, y las fenomenológicas, como la termodinámica o la elasticidad.
El trabajo de Einstein
Cabe aclarar que en el problema que nos ocupa, Einstein no introdujo nuevas ideas matemáticas, ni físicas; cada una se había publicado en otro contexto o con otro sentido por él mismo o por otros. Lo que sí tuvo fue esa habilidad de las mentes privilegiadas que consiste en reconocer conceptos importantes, extraer su esencia, generalizarlos y hallar las relaciones sutiles entre ellos. Las matemáticas que usó eran relativamente sencillas y conocidas. Las profundas revoluciones que generaron sus trabajos fueron el resultado de vincular tanto observaciones teóricas como experimentales aparentemente inconexas y usar las matemáticas más simples que le permitieran manipularlas. Con un enfoque abstracto, pero de manera directa y particularmente sucinta, Einstein escribió sus legendarios artículos sin frases grandiosas, ni discusiones laboriosas, ni genialidades encriptadas para la posteridad; todo está a la vista, a pesar de ser sorprendentemente original en sus planteamientos y sus consecuencias; en él, nada es trivial y todo es sencillo; pocas palabras, pero cada una tiene un sentido claro, aunque muchas frases adquirieron su verdadera dimensión muchos años después, cuando fueron cabalmente comprendidas.
En el caso del movimiento browniano, la lógica de Einstein es maravillosamente directa y contundente: hay átomos, luego, deben manifestarse. Son muchos, son pequeños y la dinámica debe ser complicada, por lo tanto el lenguaje es de probabilidades y estadística. El efecto colectivo de los átomos debe ser apreciable en un sistema lo suficientemente pequeño como para que sea afectado por ellos, pero lo suficientemente grande como para que se pueda ver; cómo se desplaza una partícula muy pequeña, aunque visible, parece ser el caso ideal. Entonces, combinó dos resultados para describir el desplazamiento de partículas en suspensión, uno sobre la presión osmótica y otro sobre la fuerza de fricción, los cuales aparentemente nada tenían que ver entre sí y logró predecir la difusión de la partícula browniana; más específicamente, el desplazamiento cuadrático medio, que denotó como l y cuyo significado es el siguiente.
 
Hagamos un experimento con una hoja de papel cuadriculado milimétricamente, una pluma y dos monedas cuyas caras sean águila y sol; lo que es sumamente hipotético en opinión de mis alumnos, quienes nunca han visto una moneda semejante. Empezamos poniendo un punto en el centro del papel y trazamos la trayectoria que resulta de caminar al azar. Es decir, para cada paso, escogemos al azar uno de los cuatro vértices vecinos al punto de inicio o donde se encuentre el último trazo de acuerdo con la siguiente regla: si el resultado es águila y sol (AS), en ese orden, el trazo sube, si es AA va a la derecha, si es SA a la izquierda y si es SS, baja. Al cabo de un gran número de pasos —por ejemplo, unos mil— se irá delineando lo que se conoce como una caminata al azar. Ahora repitamos el ejercicio varias veces, otros mil pasos en otras hojas de papel; nótese que es un experimento tedioso, puesto en estos términos; una computadora puede hacerlo en fracciones de segundo. ¿Qué tienen en común estas hojas de papel, que contienen series de trazos distintos en cada caso? Como se sugirió antes, de hecho fue Einstein quien lo hizo, la misma complejidad lleva a caracterizar el proceso con cantidades estadísticas. Por ejemplo, qué tan lejos del punto inicial estará el punto final del trazo, después de mil pasos. Si se calcula el promedio, asignando valores negativos a los pasos a la izquierda o hacia abajo y valores positivos hacia arriba o a la derecha, el resultado es ¡cero!; o casi, pero lo será cuanto más hojas de papel gastemos —realizaciones del experimento. Así, aprendemos que si se camina al azar lo más probable es que no se llegue a ningún lado, lo que es bastante obvio para quien frecuenta el estado de ebriedad. Pero si se observa con mayor atención cualquiera de las hojas de papel, se percibe que el trazo, aun cuando más o menos acaba volviendo al punto de partida, realizó cierta exploración de sus alrededores, es decir, se ha difundido en su vecindad. ¿Cómo cuantificamos esta difusión? Una forma es calculando l, lo que se hace tomando el número de pasos hacia arriba y elevándolo al cuadrado, al resultado se le suma el número de pasos hacia la derecha, también elevado al cuadrado, y luego lo mismo con los pasos hacia abajo y hacia la izquierda. A la suma total se le saca la raíz cuadrada y se obtiene el desplazamiento cuadrático medio, o l, o la “exploratividad”, o cualquier nombre que nos parezca pertinente; la Academia científica no siempre busca minimizar los desatinos que ofenden a la Academia de la lengua.
Einstein señaló que las partículas brownianas difunden en el medio líquido, de modo tal que se establece un equilibrio dinámico entre dos fuerzas. Una, la fuerza osmótica, tiene su origen en las variaciones espaciales —gradientes— de la concentración y trabaja para hacer desaparecer esas diferencias. La otra, la fuerza viscosa, de naturaleza hidrodinámica, tiende a retardar el movimiento, a frenarlo; es la responsable de que una pluma se meza y flote en el aire, víctima de los caprichos del viento, antes de caer.Para la fuerza osmótica, Einstein usó una ecuación para la presión que ejercen las moléculas disueltas en una solución; recurrió a un resultado que considera moléculas (el soluto) difundiendo en un líquido (el solvente) constituido por moléculas de dimensiones semejantes; esto era ya conocido en la fisicoquímica desde dos décadas antes y había sido obtenido por J. H. van’t Hoff. Einstein lo aplicó a las partículas de su interés, miles de millones de veces más grandes que las moléculas del agua; sin mucho pudor igualó las fuerzas osmóticas a las difusivas, los gradientes de la concentración.
 
Para la fuerza viscosa, recurrió a una expresión obtenida por George G. Stokes en 1855, y que representa el efecto que sobre una esfera moviéndose lentamente ejerce un líquido viscoso. Einstein supuso que la irregularidad del movimiento no alteraría sustancialmente la validez del resultado, y sin intimidarse, la usó para igualar la rapidez con la que difunden las partículas, con el flujo de éstas cuando se ven sujetas a las fuerzas viscosas. La expresión para la fuerza tiene la forma F=zv, siendo z el coeficiente de fricción, que depende de la viscosidad del líquido y del tamaño de la partícula, y v es la velocidad con la que ésta difunde.
La combinación de estos dos resultados le permitió construir una relación, conocida como de Stokes-Einstein, en la que quedan vinculados la temperatura del medio (T), el coeficiente de fricción y el coeficiente de difusión (D): D=kT/z, siendo k una de las constantes fundamentales de la naturaleza, conocida ahora como la constante de Boltzmann.
El siguiente y último paso, requirió de una teoría que él mismo construyó; hoy diríamos que introdujo una clase de proceso estocástico. Primero, asigna un carácter aleatorio a los movimientos de las partículas de polen. Supone que el errático recorrido consiste de eventos independientes entre sí; las moléculas de agua, que vibran y chocan unas con otras, empujan a la partícula en distintas direcciones. Y aquí se hace la pregunta central: ¿Cómo cambia la posición de la partícula conforme pasa el tiempo, siempre que éste sea mucho mayor que el transcurrido entre un cambio de dirección y el siguiente? Es decir, ¿qué sucede en un intervalo de tiempo cientos de miles de veces mayor que el de los pequeños “brincos” de la partícula? Einstein supone que los brincos no tienen relación entre sí. Hoy sabemos que es una excelente hipótesis; si el tiempo entre un brinco y otro es de una centésima de segundo, cercano a lo que vemos, en este intervalo ocurren, aproximadamente, un millón de millones de colisiones, 1012. Después de un número de choques así, es razonable suponer que la partícula ha “olvidado” lo que pasó en el brinco anterior; decimos que se ha descorrelacionado.
Con todo lo anterior, un caminante al azar se comporta igual que una partícula browniana; ambos difunden igual. Entonces, el cálculo estadístico se sigue en forma natural y los parámetros o características del proceso probabilístico están dados por el proceso físico de la difusión, una vez conectado con la fricción y la temperatura.
 
Smoluchowski y Perrin
En 1906, cuando apareció el artículo de Einstein sobre el movimiento browniano, el físico polaco Marian von Smoluchowski publicó un trabajo sobre el mismo problema, siguiendo un camino diferente, basado en la teoría cinética de los gases y en el análisis combinatorio. En su opinión, sus resultados “coinciden completamente con los de Einstein” y afirma que su método es “más directo, simple y convincente”. Si bien es cierto que el enfoque de Smoluchowski fue más accesible para sus contemporáneos, no tuvo la misma influencia que el de Einstein, ni estableció las bases para la futura asimilación de las ideas de la mecánica estadística, los procesos estocásticos y la teoría de la difusión.
Smoluchowski, a diferencia de Einstein, hizo una crítica seria de los trabajos previos que intentaron explicar el movimiento browniano, a la vez que justificó cuidadosamente sus hipótesis, como la de introducir la teoría cinética de los gases, en la que ya había hecho contribuciones relevantes. Además, llevó a cabo una meticulosa revisión sobre los estudios experimentales relacionados con la teoría que presentaba.
 
Jean Perrin es indudablemente uno de los principales protagonistas en la historia del movimiento browniano, particularmente desde el punto de vista experimental. Nueve años mayor que Einstein, en 1905 tenía ya un considerable prestigio como físico experimental; en especial, destacaron sus trabajos sobre rayos X, rayos catódicos (electrones) y soluciones coloidales.
En 1906, durante varias conferencias, ilustró la forma cómo las ideas atómicas podían introducirse para comprender algunas observaciones. En paralelo, inició una serie de estudios en su laboratorio para verificar las predicciones de Einstein y Smoluchowski, ante los reportes con datos discutibles y un tanto contradictorios de otros autores. Dos años más tarde, aparecieron las primeras publicaciones de Perrin y sus colaboradores, confirmando las predicciones y usándolas para determinar de forma independiente, aunque indirecta, parámetros microscópicos como el tamaño de los átomos, el número de Avogadro y hasta la carga del electrón.
Los siguientes años fueron para Perrin una época dedicada a la popularización de las ideas atómicas y en esto fue el más exitoso de los científicos. Sin duda había argumentos teóricos y experimentales en favor de la existencia de los átomos, desde al menos las tres décadas previas. El hecho de que se usara al movimiento browniano como alternativa para determinar cantidades como las mencionadas en el párrafo anterior, muestra que las ideas permeaban el ambiente desde distintas direcciones. Los concluyentes experimentos de Perrin, cubriendo aspectos microscópicos con suma delicadeza y explicando por qué otros reportes parecían contradecir sus observaciones, junto con la novedosa teoría de Einstein, abstracta aunque precisa en sus predicciones cuantitativas, parecen ser los elementos que dieron a la teoría atómica el carácter de irrefutable. Adicionalmente, y no puede minimizarse el hecho, Einstein ya empezaba a verse como el científico más profundo, revolucionario y destacado de la época.
La explicación del movimiento browniano, como resultado de la presencia de átomos que colisionan ininterrumpidamente con la partícula, y las predicciones precisas para experimentos diseñados con este fin, desempeñaron un papel crucial para que se aceptara la existencia de los átomos; la inmensa mayoría de quienes consideraban las nociones atómicas como las especulaciones de la antigüedad, fueron convencidos en el siguiente lustro.
Comentarios
Cuando se revisan los memorables trabajos que Einstein publicó en el año de 1905, sorprende la aparente falta de conexión entre ellos.
 
¿Por qué Einstein se ocupa del problema del movimiento browniano, mientras está haciendo una reflexión, sin precedentes en la historia, sobre el electromagnetismo, la luz y el movimiento de los cuerpos?
En sus palabras, cuarenta y seis años más tarde, luego de advertir “que los recuerdos están coloreados por ser el presente lo que es”, nos dice que la motivación para su trabajo del movimiento browniano fue que “quería encontrar hechos que garantizaran, en la medida de lo posible, la existencia de átomos de un tamaño finito y determinado”. Así, el movimiento browniano fue sólo el vehículo para exhibir fuera de toda duda la existencia de los átomos.
Es interesante que Richard Feynman, extraordinario físico del siglo xx, considerara que si se tuviera que resumir en una sola frase el conocimiento científico, esta sería: todas las cosas están hechas de átomos. Los seres herederos de la oración tendrían un excelente comienzo para entender el mundo.
¿Qué más fundamental que la materia y la luz? Hoy, gracias a Einstein sabemos que son la misma cosa; no en balde la más famosa expresión de toda la física E=mc2, donde m es la masa, c, multiplicada por sí misma, es la velocidad de la luz, y E es la energía; el meollo es que son dos caras de la misma esencia. Si los átomos son la mínima expresión de la materia, en tanto que hablamos de los distintos bloques con los que todo se construye, pensar en luz y en cómo se transmite, en átomos y en sus movimientos, es tener como preocupación al universo entero, a pesar de ser un joven de 26 años.
Así, tratando de imaginarlo a los veinte años, es que sólo puedo respetar a los jóvenes por la libertad de pensamiento que naturalmente poseen, afortunadamente. Ésta les permite ver con frescura los viejos problemas; de toda índole. Es su falta de pudor, entre otras cosas, la que les permite transformar al mundo, aunque a veces, a los adultos, les parezca que son inmaduros y superficiales; de esos hay, pero de todas las edades; de los que se atreven, casi todos son jóvenes.
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.

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como citar este artículo

 

Peralta y Fabi, Ramón. (2005). Átomos, polen y probabilidades. Ciencias 80, octubre-diciembre, 16-23. [En línea]

 
 
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