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Canto de amor
y de esperanza
al río Papaloapan
R048B04  
 
 
 
Samuel Aguilera  
                     
 I        
 Este coloso doliente que con asombro contemplo
 era no hace mucho tiempo de agua clara y transparente
 y era común y corriente que hasta el pescador más malo,
 dormido arriba de un palo con un anzuelo de a veinte        
 almorzara diariamente su buen caldo de robalo.        
 
 II        
 Yo vi pasar por las tardes miles de garzas montunas,
 miré posarse en las dunas pichichis y patos buzos,
 vi pasearse a los guaruzos contoneándose en la orilla,
 vi la serpiente amarilla y vi la culebra de agua
 y vi pasar la piragua con una flor en la quilla.
 
 III        
 Vi pasear a las iguanas como pasean las muchachas
 y escuché las chachalacas temprano a las carcajadas,
 vi las bocas enrejadas del somnoliento lagarto,
 miré cantar en el porto a una sirena encantada
 y vi la luna guardada en las bodegas de un barco.
 
 IV        
 Bogando en el horizonte vi el vuelo del zopilote
 y miré el chichicuilote en las laderas del monte,
 oí cantar al cenzontle parado en un roble viejo,
 vi mirarse en el espejo del agua a un viejo venado
 y vi el saltito asustado del perseguido conejo.
 
 V        
 Vi el flamazo anaranjado del vuelo del colibrí
 y lo vi por Dios lo vi y vi a Dios enamorado,
 yo vi a Dios enamorado de esta tierra prodigiosa,
 lo vi en una yegua briosa galopando en la arboleda,
 lo vi besar las veredas del río de las mariposas.
 
 A        
 Hoy carroñas descompuestas enturbian su claridad,
 albañales de ciudad vomitan sus aguas muertas
 los drenes y las compuertas de esas grandes factorías
 arrojan mil porquerías a tu vena agonizante
 y tu torrente vibrante se seca al pasar los días.
 
 B        
 La mirada indiferente de quien te debe la vida
 es como sal en herida en tu pecho de gigante,
 ni una voz que se levante ninguna mano extendida,
 sólo pus infectada sólo mugre y albañal,
 sólo el tirano puñal de la ambición desmedida.
 
 C        
 Y esas aves de rapiña que han saqueado tus entrañas
 con gigantescas arañas que emponzoñan tus orillas,
 tus barcas verde amarillas ya no las miro bogar
 ni escucho el atarrayar de tus bravos pescadores
 ¿y los pájaros cantores? tampoco quieren cantar.
 
 D        
 Mis redes tengo colgadas como gorrión disecado,
 mis chuzos se han oxidado mis nazas están guardadas,
 en las noches estrelladas miro en silencio pal’río
 donde el viejo caserío tenía una torre en su iglesia
 que se murió de tristeza.
 
 E        
 Por eso es que lloro al verte queriendo agrandar tu cauce
 lloro a tu palma a tu sauce a tu corazón inerte
 a la rabia de tenerte muriéndote en mis brazos,
 lloro a los tres machetazos del puente que te ha partido
 y al sábalo malherido que muere dando aletazos.
 
Como ven hay dos cantos pero falta un canto,
 claro que falta un canto ¡el canto de la esperanza!
 pero no lo tengo, si quieren,
 si quieren lo escribimos entre todos.
 
  articulos  
 _____________________________________________________________      
Samuel Aguilera
Grupo “Cal y Canto” Tuxtepec, Oaxaca, 1997
     
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El barbasco
R048B02  
 
 
 
Nina Hinke  
                     
Es posible que una de las plantas mexicanas más
importantes para la industria farmacéutica de este siglo, y paradójicamente muy poco conocida, sea el barbasco. Esta planta ha sido utilizada para la producción industrial de las hormonas esteroides, en particular de la progesterona y sus derivados, que se utilizan como anticonceptivos, y de la cortisona, un potente antiinflamatorio.
 
En México se designan con el nombre de barbasco varias especies vegetales pertenecientes a distintas familias botánicas, como la de las leguminosas y la de las sapindáceas. También reciben el nombre de barbasco muchas de las especies del género Dioscorea.1 Según Applezweiq, tradicionalmente se da el nombre de barbasco a las plantas utilizadas en Latinoamérica en la preparación de venenos de pesca. Sin embargo, los dos barbascos a los que nos referiremos en esta ocasión son Dioscorea composita y D. bartletii, o “cabeza de negro” que han constituido la materia prima en la industria de las hormonas esteroides sintéticas.
 
D. composita se distribuye desde Oaxaca y Veracruz hasta El Salvador y D. bartletii desde Veracruz y Oaxaca hasta Honduras, y ambas crecen de manera espontánea en los estados de Puebla, Veracruz, Oaxaca, Chiapas y Tabasco.
 
La historia de la explotación de estas dos especies está íntimamente ligada a la historia de la utilización de las hormonas esteroides sexuales en la terapéutica desde los años treinta, por ejemplo, de la progesterona para ayudar a mantener el embarazo (y sólo posteriormente como anticonceptivo), y al descubrimiento en los años cincuenta de que la cortisona, que tenía una gran demanda como remedio contra la artritis, se podía sintetizar a partir de la progesterona.
 
Hasta entonces, las hormonas disponibles en el comercio se obtenían de los órganos y de productos animales, pero la extracción no era una empresa fácil. Para la producción de progesterona, de testosterona o de estrona se necesitaban toneladas de ovarios de puerco, de testículos de toro y cientos de litros de orina de caballo, respectivamente. No es una coincidencia que Organon, una compañía holandesa que aún figura entre las más importantes en esta área, haya sido fundada por un profesor en farmacología, Ernst Laqueur, y el dueño de un rastro, el señor S. van Zwanenberg.
 
La dificultad para obtener las hormonas y el alto costo de producción impulsaron a las distintas compañías farmacéuticas a la búsqueda de fuentes de esteroides más propicias para la producción industrial y al desarrollo de la síntesis química a partir de precursores. El primer precursor utilizado para estos fines fue el colesterol. Sin embargo, la oxidación del colesterol no era un procedimiento sencillo y el costo de un gramo de hormona sintetizada era elevadísimo. La producción barata de hormonas sexuales solamente se hizo posible después de que se descubriera en el barbasco un compuesto parecido a los esteroides, llamado diosgenina, y se lograra utilizarlo como precursor para la síntesis de la progesterona, gracias a un investigador americano, Russell Marker.
 
En la carrera internacional entre los productores de hormonas sexuales, la compañía farmacéutica americana Parke-Davies patrocinó —siguiendo el ejemplo de Organon, Ciba y Schering, que establecieron desde un principio colaboraciones con académicos universitarios— las investigaciones de Russell Marker, profesor de la Universidad Estatal de Pensilvania, sobre unas moléculas vegetales cercanas a los esteroides, las sapogeninas. Éstas son esteroides glicosilados, solubles en agua, y generalmente se encuentran asociados a las raíces. Gracias a su solubilidad se pueden obtener fácilmente por medio de una extracción alcohólica o en agua. Entre 1939 y 1943, Marker y su grupo realizaron varios estudios y demostraron que las sapogeninas podían ser utilizadas como precursores en la síntesis de hormonas esteroides. Entonces, se dieron a la búsqueda de plantas que tuvieran un alto contenido de sapogeninas.
 
Russell Marker cuenta que en 1941 se encontraba de viaje en Nuevo México colectando nuevas plantas para sus investigaciones, cuando vio, en la casa donde se estaba albergando, un libro de botánica con la foto de una planta con una raíz enorme de la familia de los ñames o camotes alimenticios, colectada en el estado de Veracruz. Al percatarse de que aquella raíz era una posible nueva fuente de sapogeninas, viajó a ese estado.
 
La planta que había visto era una “cabeza de negro”. Efectivamente encontró que producía grandes cantidades de un compuesto esteroide, la diosgenina, y logró transformarla en progesterona. Marker había encontrado una fuente abundante y fácil de extraer que permitía la producción barata y en masa de progesterona. Sin embargo, Marker no logró persuadir a los directivos de Parke-Davies de que se estableciera una planta de producción en México para explotar el barbasco. Quizás convencido de que el mercado de la progesterona tenía un gran futuro, Marker se fue a México en 1943 y estableció una nueva compañía en asociación con Emeric Slomo y Federico Lehmann, de los Laboratorios Hormona, S.A., a la que llamaron Syntex. Para 1956, Syntex era el proveedor de esteroides más importante de todo el mundo.
 
La “cabeza de negro” o D. bartletii fue posteriormente remplazada por otra planta mexicana, la Dioscorea composita, que es una planta seminvasora que crece abundantemente y que contiene concentraciones de diosgenina hasta diez veces mayores que la “cabeza de negro”. Además, su ciclo biológico es de sólo tres años comparado con el de D. bartletii, que dura veinte. Todas estas características hacen a D. composita mucho más redituable que D. bartletii.
 
A partir de los años cincuenta, la demanda de barbasco creció de tal manera que se convirtió en una fuente importante de ingresos para el país. Incluso se creó un organismo gubernamental encargado de la regulación del mercado de barbasco, que además contaba con su propia planta de procesamiento, Proquivemex. Se prohibió la exportación de barbasco y de diosgenina, de manera que las compañías extranjeras que querían producir anticonceptivos, cortisona u otros productos hormonales, tenían que comprarle directamente a los productores mexicanos la progesterona, con lo que se garantizaban las ganancias de las compañías nacionales. Además del provecho para las compañías farmacéuticas, en los estados como Veracruz y Oaxaca la recolección del barbasco se convirtió en la fuente principal de ingresos de comunidades enteras. Se crearon hasta mil centros de acopio, donde los campesinos entregaban las raíces, y en las localidades aisladas llegaban las avionetas a recoger la mercancía
 
En los setenta, cansadas y temerosas del monopolio mexicano del barbasco, las industrias farmacéuticas empezaron a buscar otras fuentes de precursores. Se organizaron expediciones botánicas en diversas partes del mundo para encontrar nuevas especies productoras de sapogeninas. Otras compañías perfeccionaron la síntesis de progesterona a partir del colesterol y Organon logró la síntesis química total, lo que les permitió prescindir del barbasco para producir la progesterona. Para fines de los ochenta, el mercado del barbasco había decaído drásticamente, y con él el sustento de los campesinos que lo colectaban. Además, desde entonces también se ha ido borrando el barbasco de nuestra memoria, en particular de nosotros los citadinos que vivimos tan alejados de las historias de nuestros recursos naturales.
 
El barbasco es sólo uno de los tantos ejemplos de los recursos vegetales con los que cuenta México. De alguna manera, estas plantas y su explotación están inscritos en la historia de nuestra gente y de nuestro país.
 
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Notas
1. Entre las leguminosas encontramos a Dalbergia brownei (Jacq.). Entada phaseoloides (L.), Lonchocarpus logipedicellatus (Pitt.) llamado también Chaperla y Nayapupo en Chiapas, Piscidia piscipula (L.), Tephrosia heydiana = T. sinapou (St.) y la planta del mismo género T. nicaraguensis.
De la familia de las sapindáceas se pueden listar Paullinia pinnata L., P. tomentosa (Jacq.) o barbasquillo y Serjania mexicana (L.) Willd.
Del género Dioscorea, D. floribunda Mart. Gal., el barbasco de camote o D. composita Hemsl., D. spiculiflora Hemsl, y D. bartletii, C. Mort.
     
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Nina Hinke
Universidad de París.
     
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cómo citar este artículo 
 
Hinke, Nina. 1997. El barbasco. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 28-31. [En línea].
     

 

 

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Jutta Rütz
     
               
               
“La medicina y el arte no ofrecen antagonismos, tienen
las mismas fuentes, todo ello asentado sobre la anatomía, que se lanza, en el amplio concepto que actualmente encierra, a dar a unos las particularidades de las formas, y a otros el origen de la vida”. Así resume Ángel Jorge Echeverri la relación entre la medicina y el arte en su disertación Medicina y arte. Anatómicos artistas y artistas anatómicos que presentó en la Universidad de Santiago de Compostela en 1942.
 
 
El cirujano y el pintor (Autorretrato), 1992, óleo sobre tela/madera, 81 x 65 cm
    
 
Desde el Renacimiento están documentadas famosas relaciones entre artistas y médicos: la colaboración de Leonardo da Vinci con Marco Antonio della Torre, la de Estéfano von Calcar —grabador discípulo de Tiziano— con Vesalio. La escuela holandesa, la más importante durante el siglo XVII, inicia el estudio de la cirugía con Brouwer, van Ostade y Teniers; un ejemplo destacado es Rembrandt, quien eternizó al doctor Tulp en su Lección de anatomía del profesor Nicolaes Tulp, 1632.1 En el siglo XIX se hace famosa la relación entre Henri Toulouse-Lautrec y el doctor Pean, así como la de Thomas Eakins y el doctor Gross, de lo cual da testimonio la pintura The Gross Clinic, 1875.2
 
Las referencias acerca del tema de la medicina en el arte todavía están presentes hasta 1916, en las que se habló de la relación entre el pintor y cirujano Henry Tonks con Sir Harold Gilles, padre de la cirugía británica, aunque este registro se pierde en el transcurso del siglo XX con el auge de las vanguardias y la corriente abstracta. Pero, al retomarse una expresión realista, se introducen nuevamente al arte los temas médicos y de anatomía humana y animal. En el rubro de la pintura existen ejemplos claros de cómo la medicina ha sido fuente de inspiración para algunos artistas, como es el caso de Arturo Rivera. Si uno define la obra de este pintor como “realista”, hay que ser conscientes del sentido en que se usa este concepto. El término “realismo” supuestamente se refiere a una época definida entre 1840 y 1870-1880. Su propósito “consistió en brindar una representación verídica, objetiva e imparcial del mundo real, basada en una observación meticulosa de la vida del momento” e implicaba una dimensión social, como lo define Linda Nochlin en su libro El realismo de 1991. El término apropiado para la obra de Arturo Rivera sería, según mi criterio, “realista de intensidades”, derivado de la “prosa de intensidades” que propuso Alberto Ruy Sánchez. La labor mental del artista es sintetizar diversos conceptos teóricos y transformarlos en un nuevo lenguaje pictórico.
 
El interés de este pintor en la medicina y las ciencias en general empieza en su infancia y lo mantiene durante toda su carrera artística. Su obra de la primera mitad de los años ochenta, en gran parte reunida en el libro El rastro del dolor, se centra en la figura humana: torsos, cabezas, bustos, muslos; en cuanto a la anatomía, se concentra en la representación de músculos, a los que a veces transforma y deforma. La única figura humana que aparece completa se encuentra en la obra Pompeya (1985). Sin embargo, no aparece erecta, sino agachada, como si el artista tuviera miedo de confrontarse con el ser humano en su totalidad; y como si quisiera tener un control completo sobre sus seres, que en su mayoría están desnudos, les deja sin protección los genitales, el germen de la futura vida. Pero no se trata de desnudos propiamente, sino de seres despojados de vestiduras, algunos rapados, vistos por un ojo científico, frío y analítico.
 
 

Niño orejas, 1984, (de la serie El rastro del dolor), temple de huevo sobre papel, 42 x 56 cm

  
 
Como con rayos X el artista penetra la existencia de sus figuras hasta la estructura muscular, ejemplos de esto son Magnus (1980) y Diálogo (1983). Más allá de ser simples representaciones anatómicas, están unidas por un concepto estético. Los músculos no están fijos en la mandíbula, sino que asumen una actividad independiente de sus funciones faciales, al sostener una esfera. El músculo facial de Daniel en la cueva de los leones (1985) se une con la piel y los dientes, lo que da una visión monstruosa del personaje. Estos ejemplos nos revelan la obsesión de Rivera por mostrar el cuerpo vivo y lleno de pecado, centrándose en los detalles.
 
Otra fascinación de Arturo Rivera en cuanto al cuerpo humano y al aspecto médico son las transformaciones. En Mefisto y meteoro (1980) así como en Nacimiento de las alas (1980), nacen plumas del músculo o de la unión entre ellos. En Diálogo presenta la nariz no con su consistencia real de cartílago, sino transformada en un músculo que anatómicamente no existe, pero que nos permite pensar en la estructura de una rana o de un sapo. En Metamorfosis (1980), Rivera toma como base la anatomía real de la nariz, pero la convierte en otro ser. De la nariz y de las cejas del personaje nace un insecto, muy al estilo de las transformaciones kafkianas. Frecuentemente se sintetizan diversas ideas artísticas en estructuras anatómicas que muestran cómo el pintor supera una realidad determinada para expresar una inquietud de su mundo interior.3
 
 
Instrumental del doctor (Naturaleza muerta), 1992, temple de huevo sobre papel, 56 × 71 cm
    
 
De mayor importancia para este pintor es el aspecto de la deformación de partes del cuerpo. El cráneo elongado aparece en varios cuadros como Mefisto y Meteoro (1980), Cruz (1981) y Mirada fija (1981), que nos remite a las enfermedades de hidrocefalia y turricefalia. El Retrato del Dr. Paul Tessier (1982) alude al hiperteleorbitismo, malformación que trata dicho médico. También Rivera mezcla síntomas de enfermedades que no aparecen juntas en la realidad. El Niño orejas (1984) tiene la lengua desproporcionada —microglosia en terminus tecnicus— y la saca como los pacientes del llamado síndrome de Down. A la trisomía 21 también se refieren el pliegue epicántico del ojo izquierdo y las manos chicas. Las letras A, B, C, y D en el dibujo del corazón parecen aludir a una enfermedad congénita, llamada tetralogía de Fallot.4 Mientras que estos ejemplos se refieren a enfermedades identificables, Rivera introduce la desproporción como parte de su estilo artístico. Así rompe con una estética pictórica de perfección, volviéndose en contra del academicismo, como lo ilustra El viajero en Japón (1984). Los ojos y las orejas no sólo son disparejas sino muy diferentes en su forma. Los dientes se integran en los labios caídos. Es decir, Arturo Rivera no siempre se refiere a un diagnóstico médico real, sino que se anticipa al futuro del desarrollo de la genética que, a pesar de proponer remedios, alberga el peligro de crear monstruos.
 
Asimismo, en la serie del doctor Fernando Ortiz Monasterio, Arturo Rivera hace referencia a la ambivalencia de la medicina. El doctor Ortiz Monasterio es un médico mundialmente conocido como cirujano plástico reconstructivo y el doctor Paul Tessier es especialista por excelencia en operaciones de hiperteleorbitismo.5 Como monumento a la ética médica —dedicada a los dos como hombres del siglo XXI—, el pintor crea Construcción en la destrucción (1993). El hombre que tiene el poder de la construcción puede optar igualmente por la destrucción, o en este caso por la reconstrucción. La ambivalencia de la capacidad humana se muestra en la ciudad en ruinas, de la cual surge un nuevo hombre como esperanza. Este hombre aparece representado con un torso musculoso —el concepto estético del torso nace con la apreciación de la cultura griega y romana— que promete fuerza y vida. En primer plano aparece el busto de una mujer. Su belleza impecable pero fría parece reconstruida gracias a los logros de la medicina, a lo cual podría aludir el objeto metálico frente a ella. Como en un examen médico el ojo izquierdo se aprecia como si lo viéramos a través de una lupa. Independiente de la estructura real destacan dramáticamente forzados los músculos de este ojo. Aquí Rivera sintetiza un hecho físico con un concepto pictórico. El ojo aparece como una prótesis, un signo de esperanza en el desarrollo de la medicina.
 
 
Tiresias, 1990, (de la serie Historia del ojo), grafito y acuarela sobre papel, 56.5 × 42.5 cm.
      
 
En varios cuadros de la serie del doctor Fernando Ortiz Monasterio hay referencias al método reconstructivo que aplica el doctor para la operación del hiperteleorbitismo. Así, Guajolote (1992) muestra los puntos de trepanación en el cráneo según Paul Tessier, mientras que en El cirujano y el pintor (Autorretrato) (1992) están apuntados los cortes que aplica el doctor Fernando Ortiz Monasterio.6 El cuadro Angelito (1992) muestra las etapas principales de la operación hechas al personaje. El médico resume el caso así: “Angelito nació con una deformidad extrema en la cual está comunicada a la cavidad bucal por la cavidad nasal. Las órbitas exageradamente separadas con ausencia de ambos ojos y ausencia de nariz y de labio superior. Se trata por lo demás, de un niño sano e inteligente al que decidimos corregir la deformidad craneana, reconstruir la cavidad bucal y al mismo tiempo reconstruir la nariz y el labio superior. Para tener piel suficiente, pusimos un expansor en la frente como paso preliminar. Posteriormente se han hecho refinamientos que no aparecen representados en la pintura.”
 
Ya anunciado en el plano de Angelito, el doctor Fernando Ortiz Monasterio se basa en el concepto renacentista del cuerpo como el ideal estético según la sección áurea. A ésta se refieren varios elementos del Retrato del Dr. Fernando Ortiz Monasterio (1993). En el fondo aparece la cita leonardesca de un cráneo en perfil, con la sección áurea agregada por el pintor contemporáneo.7 Encima de una plancha de azulejos le enfrenta una calavera con los cortes de trepanación apuntados y con el hueso que cubrirá la nariz operada. Estéticamente, el cuadro es un homenaje a la sección áurea. Las distancias de los cráneos equilibran el cuadro en sus extremos. El Nautilus, que en su propia estructura contiene perfectamente las proporciones de la sección áurea, está relacionado en dicha proporción con la cabeza de una escultura clásica, presentada de perfil. Según la figura enrollada del Nautilus termina la secuencia de las composiciones craneales en la cara del doctor. El compás áureo que abraza la mitad de una manzana indica que cualquier objeto puede ser relacionado con dicha proporción, es decir sujeto a un concepto estético definido. Solamente el retrato del doctor mismo supera estas dimensiones, y así Rivera propone que el doctor las maneja. Todos los objetos se encuentran bajo su control, lo que se refleja en la tranquilidad de su expresión facial. La perfección que él encuentra en la naturaleza caracteriza el objetivo del oficio del médico como del pintor.
 
 

Retrato del doctor Fernando Ortiz Monasterio, 1993, óleo sobre tela/madera. 88 x 64 cm

    
 
Asimismo, la estrecha relación entre medicina y arte se manifiesta en el cuadro El cirujano y el pintor (Autorretrato) (1992) donde aparecen el doctor Fernando Ortiz Monasterio y el artista, quienes mantienen una gran amistad. El cuadro resulta ser un homenaje al doctor y una autobiografía del artista. Hay una dimensión histórica en esta pintura que conecta al médico contemporáneo con los fundamentos de ella misma, proporcionado por el arte. En la parte superior del cuadro, en tercer plano, se encuentran dos esqueletos que presentan una cita de Cuatro estudios óseos del ala de un pájaro de Leonardo da Vinci.8 En primer plano está presentado el cirujano, vestido con mascarilla, gorra y sobrelentes de ampliación,9 es decir, con el equipo óptimo para realizar una operación. El anonimato que causa esta representación del médico transforma al individuo en un símbolo de la cirugía. Al identificar al cirujano como el doctor Fernando Ortiz Monasterio, éste pasa al segundo plano del cuadro por la manera en que aparece el cráneo sobre una mesa de mayo. El diseño en rojo sobre la calavera está basado en la osteotomía de una operación del hiperteleorbitismo, como la practica el doctor Ortiz Monasterio. Sin embargo, más allá de la exactitud de la precisión científica, en este diseño entra la libertad artística del pintor. Por razones estéticas Rivera prolonga la línea vertical del rectángulo superior hasta el rectángulo inferior de la frente, la cual quirúrgicamente no tiene justificación. También en la cresta ilíaca izquierda que “corresponde a uno de los lugares habituales de obtención de injertos óseos”,10 Rivera agrega, por razones estéticas, un cuadrado rojo con puntos para trepanación en las cuatro esquinas. Es decir, mientras que el científico se adapta a las leyes determinadas por el objeto, el artista adapta el objetivo a las leyes de su mundo estético.
 
En esta pintura Rivera va más allá del tema y se muestra a sí mismo. Por eso el cuadro trae entre paréntesis el título “autorretrato”. Las referencias personales marcadas consisten en la cita mencionada de Leonardo da Vinci y en el cirujano. Como Leonardo, Arturo Rivera nació el 15 de abril. Además, Rivera comparte con el artista renacentista una fascinación por la medicina, la observación científica y la expresión estética. Con la imagen del cirujano, Rivera manifiesta su deseo desde la infancia de ser médico. Esta dicotomía reaparece en la presentación de su propio cuerpo. Desde la cabeza hasta el pecho se puede hablar de un retrato fiel del mundo artístico, mientras que la parte inferior —la pelvis y la columna vertebral, porción lumbar— pertenece al mundo científico. Los dos son una representación de la realidad objetiva. Además, el hecho de que Rivera se sostenga con las manos sobre un bastón, indica su debilidad, como alguien que requiere apoyo externo. Con referencia a la operación, Rivera aparece como el paciente y ya en las manos del cirujano, ambos luchan entre la vida y la muerte. Con pocos elementos iconográficos, Arturo Rivera nos abre un mundo intenso, así como transpersonal, guiándonos a las cuestiones esenciales de la existencia humana. Pues no debemos olvidar que en cada operación el cirujano vacila entre el éxito y el fracaso, se mueve entre el cielo y el infierno.
 
El cuadro Instrumental del doctor (Naturaleza muerta) (1992) muestra la parte técnica del oficio quirúrgico, proponiéndolo como arte al referirse a la sección áurea por el Nautilus en corte longitudinal. Sin embargo, este arreglo no es simplemente un listado científico de los instrumentos, sino bajo las manos del artista, se sujetan a su concepto estético. Por ejemplo, las legras puestas horizontalmente encima de una tabla roja interrumpen la regularidad de los demás. El fondo rojo provoca la asociación de que los instrumentos están en uso. Fuera del ambiente del quirófano aparecen un murciélago, una serpiente y los pies de un guajolote colgados enfrente de una placa para tomar rayos X como objetos de investigación. La mitad de un limón encima de la mesa nos remite a las naturalezas muertas de los siglos XVI y XVII, en las cuales permanecía un fuerte simbolismo cristiano como herencia medieval. Como una muestra anatómica para estudiantes de medicina surge la cabeza cortada atrás de la mesa. Arturo Rivera se caracteriza en esta serie por no aplicar la medicina simplemente como ciencia en sí, sino siempre sujeto a su interpretación personal como artista.
 
Aparte del interés en el aspecto técnico de la medicina y en el cuerpo humano, en la obra de Arturo Rivera se manifiesta una preocupación por el desarrollo del ser humano. Mientras que Embarazada (1986) muestra una mujer anatómicamente real poco antes del parto, en Pompeya (1985) en el lado superior derecho aparece flotando un embrión envuelto por un elemento orgánico, fuera de un contexto real. El feto en San Juan en el vientre de Isabel (ver primera de forros) se presenta en una cita bíblica como una visión que une el aspecto médico de una disección con una interpretación simbólica.
 
El órgano humano que más llama la atención a Arturo Rivera es el ojo. Desde la serie El rastro del dolor (1980-1986) el artista muestra su fascinación por él. En muchos cuadros aparecen personajes ciegos. En Naranjas (1983), la mujer queda representada sin expresión visual. En Niño orejas (1984) la ceguera está representada en unos ojos completamente en blanco y cocidos, como una continuación de la escena introductoria de la película Un perro andaluz de Luis Buñuel.11 Según la mitología griega, el sabio Tiresias se vuelve ciego por una venganza de la madre-diosa Hera,12 mientras que la ceguera del Cristo roto (1991) no tiene una fuente histórica, sino más bien es una interpretación del pintor similar a la que hizo en Cabeza de Lázaro (1993).
 
Con las obras de Historia del ojo, Arturo Rivera dedica una serie completa a este órgano. El título fue tomado de un libro del mismo nombre de Georges Bataille sin guardar referencia con su obra. Rivera se vale del título sólo como hilo conductor. Las obras de Historia del ojo son precisamente “historias” del ojo, porque cada cuadro presenta una historia particular. El ojo es el protagonista que se encuentra en varias constelaciones, donde padece múltiples situaciones y asume diferentes papeles. Como si fuera el narrador de una novela, el ojo se pone en contacto con el lector —el lector visual—, es decir, el espectador. Por ejemplo, en los cuadros Mirada de la Medusa, Tiresias y El veedor, todos de 1990, está antepuesto a la bóveda celeste, estableciendo la relación entre el microcosmos y el macrocosmos.
 
Lo que une a los tres cuadros como tríptico es la continuidad de las tres historias del ojo. En Mirada de la Medusa hay una amenaza de muerte, simbolizada en la bandeja con el cuchillo colocado encima. El ojo de Medusa se encuentra en contacto visual directo con su víctima; hay una confrontación concreta. En Tiresias, el ojo, aquí como pars pro toto del personaje mítico, padece su destino al ser alcanzado por la venganza de Hera, simbolizada por la mordida del roedor. En El veedor, aún con expresión viva, el ojo está integrado al cadáver de un ave, representando su muerte. Ningún cuadro establece comunicación entre el ojo y el personaje, quien se encuentra en proceso de petrificarse, es ciego o tiene los ojos tapados. La serie Historia del ojo nos presenta permanencias en mundos externos e internos.
 
De muchas maneras Arturo Rivera introduce el aspecto médico en su obra. Sin embargo, con el desmembramiento que él hace de las partes del cuerpo humano y al centrarse en un órgano específico, Arturo Rivera va más allá del mero registro de una realidad anatómica, y más bien la integra en su expresión artística, subordinando la percepción analítica a su concepto estético.
 
 articulos
Agradecimientos
Agradezco a Liliana Macotela el cuidado editorial del texto.
     

Notas

1. Mauritshuis, La Haya.
2. The Jefferson Medical College, Filadelfia.
3. Véase también Viajero II (Hombre con tripas ramas) (1984) y Chino (1985).
4. Agradezco al doctor Ángel Suárez Sierra por la aproximación a estas enfermedades. El aspecto de las enfermedades, en la obra de Arturo Rivera merece un estudio especializado por parte de la medicina.
5. También hipertelorismo.
6. Véase también la ilustración en relación al hipertelorbitismo que está estampado sobre una verónica en segundo plano al retrato de Lara (1992).
7. Más citas leonardescas se encuentra por ejemplo en Primera clase de dibujo o Retrato de un renacentista (1985); el músculo del brazo derecho del personaje; en Embarazada (1986); el pie de un caballo; en El cirujano y el pintor (Autorretrato) (1992); dos esqueletos en tercer plano.
8. Cuarto estudios óseos del ala de un pájaro. Pluma a tinta sepia (dos tonos) sobre tiza negra. 22.4 x 20.4 cm. (RL 12656r). Colección de S. M. la reina Isabel II de Inglaterra, Castillo de Windsor. Leonardo da Vinci. En sus estudios sobre la anatomía humana incluye disecciones de animales por motivos de comparación. Leonardo estaba consciente de las similitudes entre la anatomía animal y la humana.
9. Tradicionalmente usado en joyería.
10. Rabell, Juan, “El arte de mover las órbitas, Arturo Rivera y la cirugía plástica”, Sacbé, núm. 2 (La mirada), p. 14.
11. Esta escena muestra un par de ojos que son cortados lateralmente por una hoja de rasurar.
12. Según una de las varias leyendas, Tiresias era el único que conocía la experiencia de hombre y de mujer, por haber sido convertido en mujer. Al contestar la pregunta de quién goza más el amor, si el hombre o la mujer, Tiresias, afirmó que era la mujer. La madre-diosa Hera se enojó de la respuesta y se vengó del vidente al cegarlo.

Fotografías: Marco Antonio Pacheco

     
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Jutta Rütz
Historiadora del arte, curadora y museógrafa.
     
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Rütz, Jutta. 1997. El ojo analítico. El ojo estético. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 4-9. [En línea].
     

 

 

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Lara Marks
     
               
               
Actualmente se estima que, desde 1956, cuando se llevaron
a cabo las primeras pruebas clínicas, más de cien millones de mujeres alrededor del mundo han tomado anticonceptivos orales. Para 1966, seis años después de que se introdujera por primera vez al mercado de Estados Unidos, más de 10 millones alrededor del mundo ya consumían píldoras cada año. De ellas, entre cinco y seis millones eran estadounidenses, y solamente dos millones latinoamericanas. La píldora no sólo es una de las formas más populares de anticoncepción, es también la droga más amplia y regularmente consumida en el mundo.
 
Vista como una de las más importantes aportaciones a la planificación familiar del siglo XX, la píldora fue la primera forma de anticoncepción que se originó a partir de un conocimiento científico de la fisiología reproductiva. A diferencia de la mayoría de las otras formas de medicamentos usados para prevenir o curar enfermedades, los anticonceptivos orales son únicos, ya que fueron diseñados para administrarse a mujeres saludables por largos periodos, por lo que necesitaron más monitoreo y regulación que los aplicados hasta ahora a otras drogas.
 
Sin embargo, la píldora anticonceptiva representa mucho más que una revolución en anticoncepción y en la historia de la farmacéutica. Muchas personas consideran que el uso de la píldora es el catalizador de la revolución sexual y social que se dio en las décadas siguientes.
 
La píldora fue desarrollada cuando había gran optimismo acerca del futuro de la ciencia y de su capacidad para resolver todos los problemas económicos y sociales, y representa un hito en la victoria de la ciencia sobre la naturaleza. Al aparecer, en el momento en que se inicia la rápida expansión de los bienes manufacturados como la aspiradora, la televisión y muchas otras innovaciones tecnológicas como la carrera espacial, la píldora fue presentada como la respuesta a la catástrofe social y económica que se atribuía a la explosión demográfica en el mundo, particularmente el subdesarrollado.
 
A pesar de que cientos de mujeres tomaban y toman la píldora, su promoción y aceptación ha sido y continúa siendo sujeto de mucha controversia y no puede ser únicamente vista como un triunfo sólo de la ciencia. Tampoco se puede situar la aparición de la píldora en un solo momento. Su desarrollo estuvo muy ligado a la expansión de un amplio rango de disciplinas, como la bioquímica y la endocrinología a principios del siglo. De igual forma se la puede asociar a los amplios cambios en las actitudes sociales y políticas hacia el crecimiento poblacional, la anticoncepción y el status, y la salud de la mujer en la sociedad.
 
La progesterona, una opción
 
Antes de 1905, año en que el sistema hormonal fue descubierto, los médicos y los científicos partían de que la actividad sexual y el sistema reproductivo estaban gobernados por el sistema nervioso. Para los años veinte y treinta, sin embargo, el sistema hormonal fue mejor conocido médicamente y la producción de hormonas se convirtió en un gran negocio de la industria farmacéutica. Por lo tanto, las hormonas representaban un gran potencial para curar muchas enfermedades. La confianza en ellas como cura terapéutica fue reforzada por las nuevas terapias desarrolladas a partir del descubrimiento, a principios del siglo, de la insulina y la tiroides.
 
La manufactura de hormonas fue inicialmente un proceso muy caro, basado en la extracción de hormonas naturales de glándulas, bilis y orina de animales. Para los años cuarenta y cincuenta se desarrollaron nuevas técnicas que permitieron su manufactura a partir de material vegetal, lo que representó menos gasto.
 
Estos desarrollos en la industria de las hormonas coincidieron con un creciente conocimiento del sistema reproductivo. Ya en 1897 se había postulado que el cuerpo lúteo del ovario era crucial para la ovulación, pero el verdadero mecanismo de cómo funcionaba permanecía siendo un misterio, hasta que cuatro grupos de científicos en Europa aislaron la hormona femenina, la progesterona, en 1934. A fines de los años veinte, el estrógeno, la otra hormona femenina, fue aislada en Holanda. De manera similar los años treinta fueron testigos del primer avance en el conocimiento acerca de la cronología de la ovulación de la mujer, al separarse la ovulación de la menstruación desde el principio y colocándola a la mitad del ciclo.
 
Para fines de los años treinta, las hormonas femeninas eran un componente clave en los tratamientos ginecológicos de los desórdenes menstruales y otros problemas de la mujer. Sin embargo, la producción de hormonas como la progesterona seguía siendo muy costosa, y éstas eran muy poco efectivas si no eran inyectadas en dosis grandes. La progesterona se elaboraba a partir de productos hechos por medio de la oxidación del colesterol, pero la cantidad obtenida era muy baja. Para la mitad de la década de los cuarenta se lograron muchos avances en la manufactura de progesterona como resultado de los experimentos con algunos tipos de raíces de plantas (barbascos) como las especies de Dioscorea, que permitieron a los científicos obtener el compuesto diosgenina como material barato para producir progesterona en grandes cantidades.
 
Descubierta, en principio, por el químico japonés Tsukamoto y Uemo en 1935, la obtención de diosgenina a partir de las plantas resultó útil a Russell Marker, un químico que trabajaba en la Universidad de Pensilvania en los Estados Unidos de Norteamérica, quien a fines de los años treinta experimentaba con diosgenina para preparar esteroides, como la progesterona. Uno de los problemas que Marker enfrentó fue conseguir grandes cantidades de Dioscorea, que le permitieran producir diosgenina en proporciones altas. La planta usada por Tsukamoto y Uemo sólo produjo una pequeña cantidad de diosgenina, 0.5%. Marker resolvió el problema de dos formas: primero desarrolló un proceso químico de cuatro pasos que convertía el material vegetal en una alta producción de diosgenina, y segundo, buscó nuevas especies que le proveyeran de abundante diosgenina. Con la pista de algunas plantas encontradas en el sur de Estados Unidos, gracias a la ayuda de Antonio Hernández, un botánico mexicano y con presupuesto de la compañía farmacéutica, Parke-Davies, montó una expedición en busca de nuevas plantas en México a fines de los años treinta. De todas las plantas investigadas, la “cabeza de negro” pareció ser la más útil. Esta planta crecía silvestre en Veracruz y se encontró que contenía 2.5% de diosgenina.
 
El interés de Marker por la diosgenina tenía que ver con el creciente interés comercial en el tratamiento de desórdenes ginecológicos por medio de hormonas, así como en la búsqueda de una cura de la artritis. A principios de los años cuarenta, la progesterona producía atractivas ganancias de hasta 80 dólares por gramo. En un corto periodo Marker había convertido aproximadamente 10 toneladas de plantas en 3000 gramos de progesterona. A pesar del potencial de sus experimentos, ninguna compañía farmacéutica lo respaldaba, en parte por el inicio de la Segunda Guerra Mundial y en parte porque el compuesto obtenido por Marker era inefectivo en la forma en que estaba.
 
Así, Marker decidió manufacturar el producto bajo su propio riesgo y sin apoyo financiero de compañía farmacéutica alguna. La descripción que Marker hace de sus experiencias revela la naturaleza aislada de su trabajo: “Retiré del banco la mitad de mis magros ahorros y regresé a México. Recolecté 9 o 10 toneladas de raíces que los nativos buscaban para mí. Hice esto entre Córdoba y Orizaba, cerca de Fortín. El hombre que recolectó el original tenía… una pequeña tienda y un pequeño lugar para secar café cruzando la calle. Recolectamos el material, lo partimos en pequeños pedacitos y lo secamos al Sol. Me lo llevé a la ciudad de México. Encontré a un hombre que tenía algunos extractores allá y procesamos el material con alcohol y lo evaporamos hasta obtener un concentrado líquido.” Marker se llevó el material para su procesamiento posterior al laboratorio de un amigo en Estados Unidos, donde obtuvieron un total de tres kilogramos de progesterona.
 
A pesar de su éxito, a Marker le faltó el respaldo de una compañía farmacéutica para explotar su nuevo producto. En 1944 se dirigió a una pequeña firma mexicana, Laboratorios Hormona, para establecer una nueva compañía farmacéutica que se llamó Syntex, en la ciudad de México. Un año más tarde, Marker dejó Syntex después de un desacuerdo sobre pagos y ganancias, y dejó tras él una sustancia que haría famoso el nombre de Syntex en el desarrollo de la cortisona, y daría un impulso a la industria química mexicana, colocándola en una buena posición en la carrera para producir progesterona efectiva y barata.
 
No fue sino hasta 1951 cuando el químico austrohúngaro Carl Djerassi y el estudiante mexicano Luis Miramontes sintetizaron la 19-nor-17 etniltestosterona (conocida genéricamente como Noretisterona o Noretindrona), de la que surgió la posibilidad de desarrollar anticonceptivos orales. Un año más tarde, Frank Colton desarrolló un compuesto similar, el Noretnodrel, en la compañía farmacéutica G. D. Searle en Illinois.
 
Dos mueres patrocinadoras
 
De lo contado hasta ahora podría desprenderse que la formulación de la píldora fue simplemente la culminación natural de los grandes avances de la industria hormonal y del creciente conocimiento de la fisiología de la reproducción. Pero, como en el caso de todas las tecnologías, su desarrollo está enraizado en el clima social y político de la época.
 
A pesar de que se habían llevado a cabo campañas desde el inicio del siglo para incrementar la disponibilidad y el conocimiento acerca de la anticoncepción, el control de la fertilidad permanecía como un asunto tabú en el ámbito social y político de mediados de los años cincuenta. Igualmente en los círculos científicos, médicos y farmacéuticos bien establecidos, la investigación en anticonceptivos era vista frecuentemente con desdén. Así, mientras algunos científicos en Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos hacían hipótesis acerca de la posibilidad de desarrollar un anticonceptivo oral, a principios del siglo XX, con base en el creciente conocimiento de fisiología reproductiva, muy pocos estaban interesados en financiar o conducir dichas investigaciones por miedo a reducir su respetabilidad. Había otros fuertes obstáculos que evitaban tal investigación. En Estados Unidos las leyes Comstock, aprobadas en 1873 y no revocadas sino hasta 1971, hacían que los estudios sobre anticonceptivos fueran ilegales en un buen número de estados, principalmente en Massachusetts y Connecticut.
 
La fuerza de los impedimentos que enfrentaban los investigadores puede verse en la larga y feroz lucha que muchos activistas, particularmente mujeres, habían librado desde finales del siglo XIX por el derecho al conocimiento de la anticoncepción y las formas de controlar la fertilidad. Muchos activistas sufrieron persecución legal y prisión como resultado de sus campañas. Una de las figuras más importantes en esta batalla fue Margaret Sanger.
 
Originalmente impresionada por la mala salud de las mujeres y las altas tasas de mortalidad materna, de las que fue testigo mientras trabajaba como enfermera en la parte sureste de Nueva York, Sanger tuvo éxito al establecer algunas clínicas de control natal en Estados Unidos, y una organización internacional para promover la investigación en anticonceptivos. Uno de sus propósitos era encontrar un método de anticoncepción para mujeres que estuviera separado del coito y que idealmente pudiera ser oral. Sanger era apoyada en su trabajo por la sufragista Katherine McCormick, quien por años había hecho campaña para el control natal en los suburbios, donde el empobrecimiento de las mujeres estaba relacionado con su falta de capacidad para controlar su fertilidad. Habiendo heredado de su esposo la fortuna de una familia que había fundado la International Harvester Company, McCormick se convirtió en la mayor patrocinadora del desarrollo de la píldora en los años cincuenta, ya que contribuyó con un total de dos millones de dólares a la investigación.
 
En su búsqueda para que alguien tomara el proyecto del desarrollo de la píldora, Sanger y McCormick encontraron al biólogo Gregory Pincus, que trabajaba en la Worcester Foundation for Biological Research, una institución a la que McCormick había previamente apoyado para llevar a cabo investigación en esquizofrenia. Como codirector de la Worcester Foundation for Experimental Biology en Shrewsbury, una institución privada de Massachusetts, Pincus había tenido mayor libertad para hacer investigación en anticonceptivos que la que habían obtenido otros investigadores que dependían de los presupuestos gubernamentales. Pincus, quien se apoyaba fuertemente en donaciones y fondos privados, vio en la píldora un ejercicio de investigación potencialmente lucrativo para la fundación Worcester, así como una forma de avanzar en su carrera profesional.
 
La búsqueda de un anticonceptivo oral
 
Pincus era la persona indicada para llevar a cabo el desarrollo de la píldora anticonceptiva oral. Desde sus años de estudio de posgrado había estudiado el mecanismo de fertilización, y para principios de los años cincuenta era un experto en fisiología sexual de los mamíferos. La investigación de Pincus para entender el proceso de desarrollo de la fertilización buscaba ayudar a los expertos médicos a prevenir el aborto espontáneo y los desórdenes menstruales. Sin embargo, durante los años treinta, Pincus causó alboroto entre las comunidades científicas debido a sus experimentos con la fertilización in vitro de óvulos de conejo, y sus declaraciones de haber producido conejos partenogenéticos (sin participación de un padre). A pesar de ello, para los cincuenta era un líder clave en el campo de la investigación en hormonas y esteroides, y se había convertido en consultor de la compañía farmacéutica G. D. Searle. Mediante su contacto con Searle y otras compañías farmacéuticas no sólo reunió fondos para mantener la fundación Worcester, sino también tuvo acceso a los descubrimientos más recientes en la química de los esteroides. Para los cincuenta, la fundación Worcester se había convertido en un lugar clave para muchas de las compañías que probaban los efectos fisiológicos de sus nuevas drogas.
 
En la fundación Worcester, Pincus tenía a su disposición un equipo de científicos y técnicos quienes trabajaban en gran variedad de proyectos que tenían que ver con fisiología reproductiva y endocrinología. Entre ellos estaba el científico de origen chino Min-Chueh Chang, cuyo trabajo anterior en la fundación era la investigación sobre el proceso de fertilización.
 
Fue precisamente a Chang a quien Pincus encargó el trabajo inicial en animales para el desarrollo de la píldora. Mientras Chang emprendía la planeación de las pruebas iniciales, la mecánica crucial de los experimentos fue llevada a cabo por los técnicos. Para 1954, la técnica Anne Merril era la jefa de las pruebas en animales y en mujeres reclutadas para los primeros ensayos en humanos.
 
Mucho del trabajo en la fundación Worcester estaba inspirado en la experiencia en endocrinología y fisiología reproductiva que se tenía desde principios del siglo XX. La estimulación más directa del trabajo inicial en la píldora venía de varios experimentos en animales conducidos por Makepeace, Weinstein y Freedman en los años treinta, quienes habían mostrado que la progesterona podría ser usada para prevenir la ovulación. Entre 1951 y 1952, Chang comenzó las investigaciones para buscar el mejor método y la dosis apropiada para administrar progesterona para prevenir el embarazo. Dirigió las pruebas con dosis variadas de progesterona natural y administró la sustancia en tres formas diferentes: oral, por inyección y por vía vaginal. Cada animal era examinado para medir los efectos fisiológicos precisos de la progesterona, lo que implicaba examinar su impacto en los espermatozoides, penetración de los espermatozoides al óvulo, viabilidad del óvulo no fertilizado, división del óvulo y crecimiento del blastocisto, y finalmente su interacción con el mecanismo de implantación.
 
Chang usó dos tipos de animales para sus experimentos: conejos y ratas. Los conejos porque ovulan sólo diez horas después del cruzamiento, por lo que eran particularmente útiles para controlar y detectar la ovulación. Al mantener a los conejos en aislamiento estricto de otros animales por un cierto número de semanas, la progesterona podía ser administrada y el animal monitoreado con facilidad para detectar la supresión de la ovulación. A diferencia de los conejos, las ratas tienen ovulación espontánea en el curso de su ciclo estral y pueden ser fácilmente comparables con las hembras humanas. Sin embargo, la ovulación no es tan fácil de observar en ratas, ya que se necesita más tiempo y procedimientos más complicados que los llevados a cabo en conejos.        
 
En enero de 1952, Pincus dio a conocer que la progesterona había suprimido de manera eficaz la ovulación y evitado el embarazo sin destruir la fertilidad de los animales a largo plazo. Era más eficiente y trabajaba por largos periodos cuando se administraba en dosis altas. Una dificultad era que mientras Pincus y otros sentían que un anticonceptivo oral era mejor a uno inyectable o vaginal, la progesterona parecía ser más fuerte al inyectarse que al administrarse por vía oral. Por lo tanto, mucho del trabajo con animales se guió hacia la búsqueda de una sustancia química que pudiera ser más activa oralmente. Entre 1952 y 1953 una gran variedad de compuestos, incluyendo las progestinas sintéticas, se probaron en animales. El propósito explícito de estas pruebas fue encontrar una sustancia adecuada para humanos. Hasta que se probó en animales, la acción de cada compuesto era completamente desconocida. En cada caso un grupo de control de animales fue monitoreado para determinar el efecto estándar esperado al aplicar distintas dosis de hormonas puras, y después contrastado con los resultados observados en animales a los que se dieron compuestos sintéticos. Los experimentos en animales continuaron durante toda la década de los cincuenta, el propósito principal era probar distintas sustancias tanto en su toxicidad como en su efecto en la inhibición de la ovulación antes de ser administradas a mujeres.
 
La lógica de usar animales en las pruebas preliminares era que el proceso de reproducción finalmente era el mismo en animales y en humanos. En teoría, los experimentos llevados a cabo en los animales y los efectos que se observaron eran fácilmente transferibles a mujeres. Pero aunque las pruebas en animales probaban que los compuestos progestacionales no tenían efectos colaterales adversos y que efectivamente controlaban la ovulación, nadie podía estar seguro de sus efectos en mujeres.
 
Desde los años treinta, la progesterona y sus derivados sintéticos habían sido administrados a mujeres por los médicos, principalmente en casos de desórdenes ginecológicos y reproductivos.
 
Ese trabajo había indicado que la progesterona podía ser usada en humanos en grandes dosis y por largos periodos sin efectos adversos. Ésta fue una de las razones por las que Pincus escogió enfocarse a la progesterona y sus derivados más que a los estrógenos y andrógenos, que se sabía tenían efectos colaterales. Sin embargo, permanecía como un misterio el que los compuestos progestacionales pudieran ser usados como un anticonceptivo oral efectivo. La progesterona había sido probada ampliamente durante la fase lútea del ciclo menstrual de las mujeres, mientras que se sabía muy poco acerca de su impacto en la etapa preovulatoria del ciclo, lo que era crítico para decidir si la progesterona podía ser potencialmente un anticonceptivo oral.
 
Las mujeres como conejillos de indias
 
Por ser biólogo, Pincus no tenía la autoridad o la habilidad clínica para conducir pruebas con mujeres. En abril de 1953, John Rock, un obstetra y ginecólogo de la Universidad de Harvard, accedió a unir fuerzas con Pincus para conducir pruebas en mujeres. Rock, quien era católico, había estado interesado en encontrar la forma de mejorar la eficacia del método llamado ritmo, y había explorado las posibilidades de desarrollar formas más sencillas de detectar la ovulación. Trabajando en el Free Hospital for Women en Boston, Massachusetts y con la asistencia de Miriam Menkin y los doctores Herbert W. Horne, Angeliki Tsacona y Luigi Mastroiani, Rock había tratado durante años a mujeres con desórdenes ginecológicos y problemas de infertilidad. Su tratamiento consistía en usar progesterona y estrógeno para estimular un pseudoembarazo, que él pensaba podría corregir el mal funcionamiento de la matriz y las trompas de Falopio, y por lo tanto permitir la fertilidad. La ventaja de Rock no estaba sólo en su experiencia en las técnicas para detectar la ovulación y su uso de hormonas en el tratamiento de la infertilidad, sino en su acceso a un gran número de pacientes infértiles quienes estaban dispuestas a someterse a pruebas complejas y a largo plazo con progesterona. A cambio de aportar pruebas fundamentales para desarrollar un anticonceptivo oral, Rock esperaba que, al involucrarse en la investigación de Pincus, avanzaría en la búsqueda de la cura de la infertilidad.
 
En mayo de 1953 el primer grupo de experimentos a gran escala con mujeres fue iniciado en el Free Hospital for Women en Boston y en el Worcester State Hospital. El propósito de estas pruebas era encontrar “medios universalmente aceptables para suprimir temporalmente y a voluntad la reproducción humana, sin perturbar el bienestar físico y mental”. Como en los animales, la sustancia inicial utilizada era la progesterona natural, y fue administrada a las mujeres en tres formas distintas: oral, inyección y supositorio vaginal. Antes de llevar a cabo estas pruebas, se hicieron ensayos en otros lugares, como Israel, en mujeres aisladas, para ver qué tipo de dosis podría ser usada en las pruebas, y cómo la sustancia podría ser administrada y por cuánto tiempo.
 
El objetivo inicial de estos dos primeros grupos de pruebas era observar entre las mujeres los ciclos menstruales normales (etiquetados como “ciclos de control”), lo que involucraba mujeres que se tomaban una muestra vaginal y la temperatura basal cada día, colectaban muestras de orina para análisis por periodos de 48 horas en su séptimo y octavo días postovulatorios y se les practicaban biopsias endometriales regulares. Estas observaciones fueron seguidas por dos ciclos subsecuentes con la administración oral de progesterona (enviada por Syntex), entre el quinto y vigésimo quinto día del ciclo de cada mujer. También se les inyectaba y se hacían pruebas intravaginales con progesterona a aquellas mujeres reclutadas en el estudio del Free Hospital. Para revisar el impacto de la progesterona en la ovulación, cada mujer tenía que someterse a las mismas pruebas que se habían hecho cuando se observaban sus ciclos menstruales normales. También se hicieron laparotomías a dos mujeres que tomaban progesterona y que habían sido sujetas, por otras razones, a operaciones abdominales en el Free Hospital for Women. Los primeros resultados de estas pruebas en animales y humanos fueron presentados por Pincus y Chang en una conferencia que se dio en la International Planned Parenthood Federation en Tokio en 1955.
 
A pesar del éxito de las pruebas se vio que se necesitaba un experimento más grande. En 1955 se inició uno con 60 mujeres, incluyendo estudiantes de medicina en un hospital en Puerto Rico, y en pacientes mujeres y hombres en un hospital psiquiátrico en Worcester. Sin embargo, antes de que la píldora pudiera ser vista como efectiva y segura fue importantísimo que fuera probada en mujeres normales, quienes serían las usuarias en el futuro.
 
Se discutieron variadas posibilidades para extender las pruebas, inclusive montar algunas de ellas en una clínica auspiciada por la Planned Parenthood Federation of America en Nueva York y la recientemente establecida Escuela de Medicina en Puerto Rico. Otros lugares considerados fueron Japón, Hawai, India y México. Pero aún había problemas particulares para extender los ensayos. Como Pincus admitió en 1954, había pocos lugares donde se llevaran a cabo, de manera acuciosa, muestreos vaginales, biopsias endométricas y pruebas urinarias con pregnaediol, y en muchas instituciones sería un “desperdicio extraordinario de tiempo y energía”. Además, las pruebas eran caras y se necesitaba personal entrenado. Aunado a estas dificultades, los investigadores tenían que encarar el problema de encontrar voluntarios. Las pruebas demandaban un alto grado de cooperación de parte de cada mujer, de manera que pudieran obtenerse resultados precisos. Se esperaba que las mujeres siguieran ciertos procedimientos y por lo tanto tenían un papel activo en el proceso de las pruebas. No todas ellas tenían el tiempo libre o el conocimiento para llevar a cabo los complicados ensayos que se requerían para la prueba.
 
La primera extensión de las pruebas a pequeña escala fue llevada a cabo entre mujeres infértiles en la Margaret Sanger Research Bureau en Nueva York, y entre estudiantes de la escuela de Medicina en la Universidad de Puerto Rico en San Juan. Una de las razones para hacerlo en Puerto Rico fue que el personal era confiable y suficientemente bien organizado, además de su cercanía a Estados Unidos, de manera que Pincus y su equipo podían visitar el sitio fácilmente y recolectar las muestras vaginales y de orina para analizarlas en los laboratorios de la Worcester Foundation. Tanto en Nueva York como en Puerto Rico los investigadores enfrentaron dificultades para mantener a las mujeres involucradas en el proyecto el tiempo suficiente para obtener resultados adecuados. Se tuvo más éxito con las mujeres esquizofrénicas estudiadas en el Hospital Estatal de Worcester desde junio de 1956, ya que eran más fáciles de monitorear y controlar porque se hallaban confinadas al hospital. Mucho del trabajo que se hizo con estas pacientes sirvió para establecer dosis y régimen efectivos de hormonas que no resultaran en problemas de sangrado como los que se habían observado en las mujeres durante las primeras pruebas llevadas a cabo en el Free Hospital for Women en Brooklyn.
 
Mientras que los ensayos a pequeña escala indicaban que la progesterona y sus derivados sintéticos podían suprimir la ovulación, Pincus y su equipo necesitaban un grupo mucho más grande de mujeres para convencer a las comunidades científicas y legas, de la seguridad y efectividad de dicho anticonceptivo oral. Las reservas que los científicos tenían acerca de la investigación fueron articuladas por Sir Solly Zuckerman (profesor de anatomía en la Universidad de Birmingham), cuando Pincus anunció públicamente su investigación en anticonceptivos por vez primera en la International Planned Parenthood Federation Conference de Tokio, en octubre de 1955. Zuckerman argumentaba que los estudios de Pincus no probaban nada nuevo, excepto en la forma de administrar los compuestos, ya que los científicos sabían desde 1930 que el estrógeno y la progesterona podrían suprimir la ovulación. Igualmente argumentaba que las pruebas en animales no determinaban si los anticonceptivos orales eran seguros y efectivos para las mujeres. Zuckerman añadía que los resultados de los ensayos a pequeña escala no se consideraban satisfactorios para demostrar que la píldora suprimía la ovulación, porque muchas de las mujeres de la prueba eran infértiles o eran pacientes psiquiátricas cuya fertilidad podría estar perturbada por sus enfermedades.
 
De manera similar, muchos de estos ensayos para detectar la ovulación eran vistos como poco confiables. Era claro que se requerían pruebas más grandes y prolongadas antes de que los expertos científicos reconocieran la seguridad y eficacia de los anticonceptivos orales y si éstos podían ser usados a largo plazo.
 
Un experimento a gran escala no era fácil de realizar. Además de las restricciones legales para hacer investigación con anticonceptivos en Massachusetts, uno de los problemas más grandes era encontrar un número importante de mujeres que estuvieran motivadas para cooperar por un largo periodo. Hasta ese momento, sólo las mujeres con posibilidades de estar en un hospital o que eran básicamente de clase media habían participado en las pruebas. Sin embargo, si se buscaba que la píldora tuviera la aceptación y la universalidad que los investigadores querían, se necesitaba encontrar mujeres de un amplio rango educativo, cultural, geográfico y de distintos niveles sociales.
 
Los primeros estudios grandes fueron montados en Puerto Rico. Era visto como el lugar ideal para encontrar voluntarios, por la desesperación que tenían por controlar la natalidad, dadas su creciente población y pobreza, además de su activo movimiento en pro de la planificación familiar y su bien establecida red de clínicas de control natal. Además, muchas de las mujeres elegidas eran semiletradas o completamente analfabetas y tenían grandes familias, por lo que eran vistas como modelos perfectos para probar si la píldora podía ser usada por todas las mujeres alrededor del mundo, particularmente en lugares donde los problemas poblacionales se consideraban extremos. Puerto Rico también tenía la ventaja de que era una isla y por lo tanto tenía un población relativamente estacionaria que podía ser fácilmente monitoreada.
 
Iniciada en abril de 1956, la prueba estuvo bajo la supervisión médica de la doctora Edris Rice-Wray, una mujer que trabajaba en la universidad y que era directora, tanto de la Puerto Rican Family Planning Association, como del servicio público de salud en San Juan. El permiso para el proyecto fue otorgado por la Secretaría de Agricultura y por la Dirección de Relaciones Sociales. Los voluntarios iniciales fueron escogidos entre familias que habían sido trasladadas de Río Piedras a un suburbio de San Juan como resultado de un proyecto de vivienda pública. De hecho, aquí los investigadores tenían una “población cautiva”, ya que gran parte de las familias que se mudaron con este proyecto valoraban mucho su nuevo acomodo y por lo tanto era probable que no se mudaran durante el curso de la prueba, por lo que eran fáciles de monitorear. Muchas de las mujeres tenían familias grandes con muy bajos ingresos, con poco apoyo de sus esposos y se sabía que estaban desesperadas por tener medios alternativos de anticoncepción. Todas las incluidas en el estudio tenían menos de 40 años y ya habían tenido hijos, por lo que su fertilidad estaba probada. También tenían que estar preparadas para tener otro hijo si la anticoncepción oral fallaba, y debían garantizar una residencia a largo plazo en la misma área, de manera que pudieran permanecer en la prueba por un año. A cada mujer se le hizo un examen médico completo para revisar que estuviera en buenas condiciones de salud antes de participar en el experimento.
 
Las pruebas en Puerto Rico pronto fueron seguidas por ensayos similares en Estados Unidos, en Los Ángeles. Las montañas de Tennessee, Seattle, Washington y Chicago, y en otros países como Haití, México, Hong Kong, Japón y Gran Bretaña. En todos los casos las pruebas tenían como primer objetivo evaluar la dosis necesaria para suprimir la ovulación, pero también se puso atención, desde el principio, en los efectos colaterales que las mujeres experimentaban al tomar la píldora.
 
La controversia no ha terminado
 
En 1961 la prensa médica comenzó a citar casos de mujeres que habían muerto de enfermedades cardiovasculares mientras tomaban la píldora. Para fines de los años sesenta existía una gran preocupación acerca de los vínculos entre la píldora y las enfermedades tromboembólicas, y varios epidemiólogos, particularmente en Gran Bretaña, comenzaron a investigar el asunto seriamente. La baja significativa en la dosis de la píldora desde 1956 al presente puede ligarse a los estudios epidemiológicos llevados a cabo en esos años. En 1970, la primera mini píldora fue lanzada al mercado en un esfuerzo por enfrentar los problemas asociados a la alta dosis de píldoras de estrógeno y los problemas cardiovasculares.
 
A pesar de que la píldora ha mejorado mucho desde su aparición, la droga continúa provocando gran discusión en el mundo médico y entre las propias mujeres. Una de las áreas más controversiales es que aún no está descartado que la píldora, tomada a una edad temprana, conduce a una mayor susceptibilidad a desarrollar cáncer de seno. A pesar del continuo debate sobre la seguridad de la píldora, el anticonceptivo oral fue un elemento vital para enfrentar muchos de los tabúes y actitudes negativas que, respecto a la anticoncepción, dominaban la profesión médica y el mundo entero alrededor de los años sesenta. También hizo surgir expectativas acerca de la habilidad para crear un anticonceptivo que pueda ser prácticamente cien por ciento efectivo en prevenir el embarazo. Para las mujeres esto tuvo un efecto importante, no sólo en su capacidad para controlar su fertilidad, sino también para mejorar su estándar general de salud.
 
 articulos
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Lara Marks
Centre for the History of Science, Technology and Medicine
Imperial College, Londres, Gran Bretaña.
 
Traducción de Patricia Magaña
     
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cómo citar este artículo
 
Marks, Lara. 1997. Historia de la píldora anticonceptiva. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 32-39. [En línea].
     

 

 

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José Antonio García Segoviano y Bertha Prieto Gómez
     
               
               
En sus mejores momentos, cuando la fortuna le sonreía,
Julio César, el dictador romano y amo del mundo antiguo, escuchaba atentamente a su augur: “Todo es pasajero, recuerda que todo es pasajero”; tal era la conseja que le susurraba el adivino. Nimbado aún con el halo de la gloria y en medio de las aclamaciones populares, el césar reflexionaba sobre lo transitorio y efímero de la vida. “Nada será duradero. Toda alegría se desvanece y toda pena se olvida”. La gloria, el arte, la fama y el poder envejecen, decaen. Todo se marchita, todo pasa, nada permanece; el hombre mismo es inconstante, mudable, transitorio.
 
Frente al devenir, los sentimientos de la humanidad son encontrados, contrapuestos. Lo mismo se asombra con el portento de su propia existencia o con las transmutaciones manifestadas por todos los seres, que se horrorizan frente a su condición mortal y la finitud de cada día. Las vidas de los seres terrenales se les revelan cortas, fugaces. Muchos viven nada más unos días o algunos años, pocos suman algunos lustros y sólo algunos árboles llevan una existencia milenaria. La decadencia, la decrepitud y la vejez la asustan, deprimen su ánimo. Entonces imagina una época o un lugar en el cual las cosas permanezcan inmutables, inalterables. El Edén divino o el paraíso terrenal, el uno creado por las potencias celestiales, el otro, fruto de las fuerzas naturales, acuden a su mente, son su refugio. Si bien ha perdido el primero, aspira a encontrar el segundo. Por fuerza, dice, debe existir el país de la Cucaña, la isla de los bienaventurados, Jauja, acaso un Shangri-La.
 
Todas las cosmogonías hacen referencia a estos lugares míticos o legendarios. Allí puede vivirse en armonía con el mundo natural, al amparo del dolor. Sólo allí se conserva el vigor juvenil y se alcanza la felicidad. Reminiscencias de estas creencias surgen en todas las épocas y lugares.
 
Si disponen del tiempo suficiente, todas las cosas se alteran, se disuelven, se desvanecen y acaban por desaparecer, tal es la ley inexorable de la termodinámica. Esto significa que todo lo que ocurre en el mundo nace del aumento de la entropía, es decir, de la pérdida de orden y energía en donde ocurre el fenómeno. En todos los seres que pueblan el mundo y en todos los ámbitos de la naturaleza se manifiesta esta tendencia hacia el caos, al desorden, a la disolución. En los seres vivientes también ocurre este proceso físico a merced de la pérdida de energía, tal y como se verifica cuando irradian calor hacia el medio circundante. Para evitar el desarreglo estructural y mantenerse vivos, los organismos comen, se alimentan; ésta es su manera de extraer energía y fuerza de su entorno. Con otras palabras, al desajustar el mundo que los contiene, los seres vivos mantienen su organización; puede decirse que absorben orden de su medio ambiente. Así pues, estamos hechos del mismo tejido, de la misma trama energética que configura el Universo. La nuestra es una vida que transcurre inmersa en la dinámica que manifiesta la geometría tetradimensional del espacio-tiempo.
 
La vida se desarrolla a través de etapas sucesivas, ordenadas, secuenciadas, cada una de ellas se cumple rigurosamente. Después de ello, la existencia de los individuos carece de significado, pierde su razón de ser. Así, al desovar, el salmón de Alaska se desmorona, se descama y muere; ha cumplido su cometido en la gran cadena de la vida. Tal parece que el momento de su muerte estaba programado. Visto así, el fin de un organismo individual se nos muestra como parte insignificante de un plan más vasto y preestablecido, inscrito de manera indeleble en el material genético de cada criatura. En algunas especies, tanto la ovoposición como la eyaculación o el coito preludian el fin de la vida de los especímenes.
 
Así como un individuo reacciona cabal e indivisiblemente a las demandas del entorno, y aguarda largo tiempo, quizás toda una vida, para completar su misión en el ciclo vital, igual ocurre con su productos, órganos y sistemas corporales. Es el caso de sus células germinales o gametos: los huevos de los insectos y de los anfibios, lo mismo que las esporas y las semillas de los vegetales, se mantienen aletargados, en vida latente, permanecen en sopor; durante largos periodos esperan el momento propicio para empezar su desarrollo.
 
Los factores ambientales, como el agua o la temperatura, actúan como claves que ponen en marcha los mecanismos fisiológicos que gobiernan la germinación o la eclosión de los embriones. La artemia, un crustáceo braquiópodo, habitante de los lagos salados, es un buen ejemplo que nos ilustra al respecto: sus huevecillos permanecen hasta 25 años en hibernación para brotar con las primeras lluvias. Si en este caso la humedad es el agente que pone en marcha el mecanismo que dirige la ontogénesis, los sonidos pueden hacer otro tanto. Dentro del cascarón, el piar constante de los pollos más crecidos de una nidada acelera el crecimiento de los lentos, hasta que se emparejan en su desarrollo y eclosionan al unísono. Mientras maduran se mantienen a la expectativa, llegado el momento, reinician el ciclo perenne y sin fin.
 
Estos hechos asombrosos nos sugieren que medir y computar el tiempo, anticipar el paso de las estaciones así como seleccionar y discriminar determinados estímulos, como percibir la luz, oír ciertas vibraciones y reaccionar a determinados invasores microbianos pero no a otros, son características inherentes a nuestra conformación estructural, inherentes a nuestra biología. Al nacer, muchas de nuestras capacidades evolutivas y habilidades adaptativas, la forma y la función, están ya presentes. Igual ocurre con nuestra aptitud para crecer, desarrollarnos, aprender sólo ciertas cosas… y, llegado el momento, envejecer. Conforme el plan y pautas de desarrollo, parece probable que en cierta etapa o estadio de la vida afloren y se consoliden órganos y funciones corporales que dan la norma para la instalación de la vejez y sus manifestaciones características. Está presente también el potencial para ser longevos y conservar la lozanía durante periodos dilatados.
 
Todos los órdenes del reino animal tienen sus matusalenes. Hay especies de lagartos, tortugas, aves y peces cuyos miembros llevan vidas centenarias. Entre los mamíferos, los individuos con cerebros grandes viven más; en estos animales existe una relación directa entre el tamaño del cerebro y la longevidad. Así, la musaraña vive dos años, el caballo 20 y la ballena 80. No obstante, esta disparidad es relativa: el hombre vive poco comparado con las secoyas milenarias, aunque su vida es larga si se la compara con la del ratón.
 
La ontogenia de los monos antropoides y de los homínidos se caracteriza por una infancia dilatada. El periodo de aprendizaje y desarrollo de los humanos es el más largo entre los mamíferos. En ellos, una niñez alargada es un requisito ineludible para alcanzar tanto la madurez física, como la mental y la sexual. Es ésta una condición innata y está vinculada a la presencia de un cerebro complejo y muy grande en proporción a su peso y tamaño corporales, el cual necesita y busca incesantemente la información pertinente para aprender. Única entre los mamíferos, a esta fase infantil le sigue un desarrollo preadolescente acelerado y una edad adulta muy larga. Esta prolongada preparación humana se denomina neotenia, que significa que salimos del útero todavía inmaduros. Hay quienes piensan que en estas cualidades reside la longevidad característica y particular de los humanos. 
 
La intensidad del intercambio de calor con el medio ambiente y el índice del metabolismo energético condicionan el ritmo de vida de los seres vivientes. Las vidas de los seres pequeños transcurren deprisa, agitadas, presurosas; en cambio, los corpulentos y grandulones discurren por el mundo plácida y lentamente. En los primeros, la pérdida de calor es muy grande, merced a su reducida masa en proporción a la superficie de su cuerpo; en las ballenas, los elefantes y los rinocerontes se invierten las relaciones que guardan estas magnitudes físicas. Empero, a despecho del tamaño, todas las criaturas propenden a vivir igual cantidad de tiempo si se compara la velocidad de su consumo calórico.
 
Cualesquiera que sea su tamaño, todos los mamíferos recambian el aire de sus pulmones una vez por cada cuatro latidos que da el corazón. Ambos sistemas fisiológicos marchan a un mismo ritmo; la cadencia y la velocidad de estas actividades vitales disminuyen conforme se incrementa el tamaño de los individuos. La longevidad de los especímenes varía en consonancia con el peso corporal: los mayores suman más años a sus vidas. Estos hechos sugieren fuertemente que, entre los mamíferos, es constante la relación que se establece entre el tiempo de ventilación pulmonar y la frecuencia cardiaca respecto a la expectativa de vida de cada organismo. En el transcurso de sus vidas, estos seres inhalan aire 200 millones de veces y 800 millones de veces laten sus corazones. Así pues, la edad fisiológica y la cronológica no se corresponden; la naturaleza ha fijado un ritmo de vida adecuado para cada especie y para cada sujeto. Compartimos el mismo instante, pero vivimos a ritmos diferentes.
 
Los seres de metabolismo aerobio requieren oxígeno, elemento mediante el cual se efectúa el intercambio energético con el mundo circundante. Durante la evolución de las especies, los seres más complejos lo emplean para obtener una cantidad mayor de energía en sus reacciones metabólicas. Gracias a esta sustancia se aceleró la adaptación evolutiva de las diferentes especies, por ello, las formas vivas más refinadas tienen una necesidad imperiosa de este componente natural. Empero, este motor químico de la evolución es también origen de la decadencia y del envejecimiento de los individuos.
 
Todas las reacciones de oxidación producen energía y moléculas o átomos cargados eléctricamente; tales son los radicales libres. Estos iones se forman continuamente en el organismo en cada reacción metabólica. Su naturaleza los impele a reaccionar con cualquier material a su alcance, y es tal su hiperactividad química, que lesionan tanto la estructura como la fisiología de cada célula. Los efectos operados sobre las estructuras somáticas podemos denominarlos ruido acumulativo. Mientras más intenso es el metabolismo, tantos más radicales libres se generan. Si la necesidad de nutrientes se eleva, también lo hace el número de sustancias nocivas producidas.
 
Los efectos deletéreos de los radicales libres ocasionan caos y desorden moleculares. La alteración de la arquitectura celular produce daño bioquímico y fisiológico. Tal parece que los lípidos, las moléculas que componen la membrana de las células, son los primeros componentes en oxidarse. La peroxidación de las grasas cambia su conformación estructural, esta modificación estereoquímica hace de ellas una barrera energética difícil de franquear para aquellas sustancias que tratan de ingresar a las células. El intercambio entre el medio interno y el externo se dificulta y disminuye. Con el tiempo, aparecen perturbaciones en los procesos metabólicos de los organismos, se alteran los sistemas enzimáticos y las reacciones químicas se enlentecen, el organismo envejece.
 
A un metabolismo acelerado le corresponde un envejecimiento raudo y una expectativa de vida menor. Los animales sobrealimentados crecen y se desarrollan más que sus contrapartes normales; sin embargo, la duración de sus vidas se reduce en una cuarta parte. En cambio, el ayuno prolongado y la disminución de calorías en la dieta los mantiene jóvenes e inmaduros físicamente; también enferman menos, son saludables.
 
La desnutrición, lo mismo que la inanición, impiden que la larva del escaraido tocinero se transforme en crisálida, es decir, su desarrollo y envejecimiento se ven retrasados. El alimento es el estímulo que promueve su desarrollo, para así alcanzar la madurez que lo conducirá a la metamorfosis. Este proceso de envejecimiento y rejuvenecimiento puede provocarse experimentalmente al privársele de comida cada cierto tiempo. La repetición secuenciada de esta prueba impide que este insecto llegue a la edad adulta. En consecuencia, su periodo vital se prolonga hasta doce veces. La tiroxina también promueve el crecimiento y el desarrollo. Esta hormona induce la transformación del renacuajo, la forma larvaria de los anuros, en ranas adultas. El paso de la juventud a la madurez se logra gracias a los efectos metabólicos de esta sustancia química.
 
El secreto de la inmortalidad subyace en la actividad biológica de las hormonas. La disminución de la actividad endócrina se ha propuesto como causa de vejez generalizada. En los individuos de edades avanzadas se reduce la tasa de producción de estos mensajeros químicos. Si la hormona afectada es la testosterona, los músculos se atrofian, se pierde peso, fuerza y vigor. Al restituir este andrógeno la piel se torna más brillante y gruesa, se recupera el impulso sexual, los individuos se animan, se avispan. Estos cambios físicos y mentales muestran que el organismo rejuveneció; sin embargo, los efectos duran sólo algunas semanas y después desaparecen.
 
Si se aplica continuamente testosterona a un organismo adulto, éste puede desarrollar algún tipo de cáncer del sistema urogenital. En cambio, si este tratamiento hormonal se administra a individuos prepúberes, se acelera su crecimiento corporal y el de los órganos reproductores; pero también las placas óseas de crecimiento se cierran en un tiempo proporcionalmente menor. Los efectos de los andrógenos son diferentes según la edad del sujeto sometido a sus acciones. Igual ocurre con los efectos de la ecdisona y la hormona juvenil, los esteroides que gobiernan la metamorfosis de los insectos. Un exceso de hormona juvenil impide el desarrollo del insecto. Debe observarse que ambas sustancias actúan sólo en las formas juveniles, no en las adultas.
 
También ocurre que el exceso de hormonas puede ser causa del envejecimiento. A diferencia de la testosterona que acelera el crecimiento y la llegada de la plenitud sexual, su insuficiencia hace de los eunucos individuos en los que persisten los caracteres juveniles; además, disminuye la cantidad de colágena, la proteína cuyo exceso torna rígidos a los tejidos. Retrasar la actividad reproductora mantiene jóvenes a los organismos; es proverbial la lozanía de la que gozan las mujeres castas, en cambio, las multíparas se ven ajadas, maltratadas por los años. Al parecer, las hormonas sexuales conducen al envejecimiento de los individuos.
 
Así como existen glándulas y hormonas cuya función es retrasar el envejecimiento y la madurez, otras realizan la función contraria. Tal es el caso de la denominada glándula mortuoria de los cefalópodos como el calamar. Situada detrás de cada ojo, esta estructura regula la alimentación y el apetito de estos animales. Si se le extrae a los machos, éstos se convierten en depredadores voraces y longevos; las hembras carentes de estos órganos también viven más de lo habitual. Ellas mueren ineludiblemente 42 días después de la ovoposición, tiempo suficiente para que eclosionen las crías. Durante este periodo el animal no come y cesa su producción de jugo gástrico. En cambio, cuando se le extirpan las glándulas mortuorias continúan comiendo tal y como lo hacían antes de la puesta de los huevos y viven hasta nueve meses más. Un mecanismo similar podría explicar la decadencia física que padecen los salmónidos después de la reproducción. Tal parece que la vida se desenvuelve entre las hormonas juveniles y la mortuoria.
 
Entre los factores endócrinos merece atención especial la melatonina, la hormona que proviene de la epífisis o glándula pineal. Esta neurohormona regula aquellas funciones que se manifiestan en ciclos diarios o con cada estación. Su misión consiste en armonizar las actividades vitales de los organismos con los ritmos de su entorno. Se produce y secreta en sincronía con el ritmo de luz y oscuridad natural. Sus valores sanguíneos más altos ocurren durante la noche y los menores en el día. También sus concentraciones plasmáticas son mayores en invierno respecto del verano; de tal manera que esta molécula es un reloj y un calendario a la vez. Estos parámetros cinéticos persisten toda la vida de los individuos; empero, tanto la cantidad como la amplitud de su máximo valor nocturno se reducen conforme avanza la edad. Incluso, en muchas personas seniles desaparece el ritmo de secreción de esta indolamina. El deterioro progresivo de este ritmo neurohormonal puede ocasionar desfasamientos en las actividades cíclicas de los individuos; la alteración gradual de las funciones condiciona entonces la enfermedad. Desde esta perspectiva, la vejez aparece como una enfermedad nacida de un trastorno irreversible del sistema cronobiológico del organismo.
 
La administración de una dosis diaria de melatonina mantiene vigorosos a ratones y ratas, conserva sus características juveniles y los protege de los efectos dañinos del estrés. También disminuye la intensidad del metabolismo basal y promueve la producción de la glutation peroxidasa, la enzima que destruye los radicales libres. Su acción como molécula inactivadora de estos iones nocivos es superior a la que tiene el betacaroteno y las vitaminas E y C. De tal manera que esta hormona epifisiaria es el mejor agente antioxidante de que dispone el organismo.
 
La melatonina realza la reactividad del sistema inmunitario al incrementar la producción de anticuerpos e interferón, así como la capacidad fagocítica de los macrófagos. Además, promueve el crecimiento del timo, un órgano central en la producción de células inmunocompetentes. Esta glándula involuciona rápidamente durante la niñez, a grado tal que desaparece en los adultos; por ello, la capacidad reactiva del sistema inmunológico disminuye conforme avanza la edad de los individuos. Si los efectos lesivos del tiempo obedecen a la mengua de un componente que configura el organismo, su restitución puede rehabilitarlo.
 
Actualmente, la búsqueda y el análisis farmacológico de sustancias químicas que aumenten, restauren o promuevan las funciones y mecanismos de defensa del organismo ha cobrado auge. Entre ellas se cuenta la timosina que, al igual que la melatonina, robustece los sistemas de defensa del organismo. En respuesta a sus acciones los linfocitos secretan más interleucina-2, una sustancia que hace las veces de mediador químico en el sistema inmunitario. Otra hormona que induce la inmunidad es la tiroxina que, además de propiciar la metamorfosis de los anuros y del ajolote, aumenta la competencia de sus sistemas de defensa.
 
En su conjunto, el sistema neuroendócrino mantiene el poder de autorregulación del organismo. También conocida como homeostasis, esta capacidad intrínseca de los seres vivientes mantiene balanceadas, integradas y equilibradas las funciones vitales, condición que conocemos como salud. Si esta facultad autoorganizadora se altera o falla, sobreviene la enfermedad o la muerte del individuo. La sobrecarga de naturaleza física o emocional, mejor conocida como estrés, es uno de los factores condicionantes o la causa principal de muchos disturbios orgánicos. Curiosamente, a través de las épocas y desde los tiempos primitivos, todas las culturas y civilizaciones han recurrido a esta teoría para explicar tanto la enfermedad como el envejecimiento y la muerte; nuestra sociedad no es la excepción.
 
El estrés crónico conduce al agotamiento físico y mental. Son múltiples los estímulos ambientales que producen situaciones de esta índole: el ruido, la intensidad de la luz y la interacción social son sólo una muestra de ellos. Frente a estos factores, el organismo reacciona elevando la adrenalina, el cortisol y la presión sanguínea; si las circunstancias persisten, disminuye tanto el vigor físico como la reactividad inmunitaria, las células inmunocompetentes y la resistencia a las enfermedades de toda clase.
 
El hipocampo es una estructura neuronal que integra y regula la función inmunitaria, así como la memoria, el aprendizaje y algunas acciones fisiológicas de las hormonas sexuales. A consecuencia del estrés repetido y de la edad, disminuye progresivamente el número de neuronas que lo conforman. Por esta razón se deterioran los mecanismos nerviosos y endócrinos de retroalimentación, estado patológico que se conoce como histéresis neuro-humoral. Quizás aquí subyace el fundamento fisiológico del deterioro que experimentan el sistema inmunitario y la memoria durante la vejez.
 
Las acciones injuriosas del estrés alcanzan todos los componentes de los individuos, comprendido el material genético. El ozono, las radiaciones ionizantes y diversas toxinas lo alteran y dañan, lo destruyen. Entonces, el organismo afectado pierde la información en que está plasmado el plan morfofuncional que le es característico y particular. El caos bioquímico propicia los errores metabólicos y la aparición de estados morbosos. Desde esta perspectiva, el deterioro progresivo del material genético sería la causa de la senectud.
 
La idea de una corrosión paulatina y gradual del genoma se ve apoyada por los hechos recabados en los experimentos de Hayflick. De acuerdo con sus resultados, el aparato genómico se destruye un poco con cada mitosis. La cantidad de copias o réplicas que puede efectuar un fibroblasto tiene como límite 50 divisiones. La peculiar exactitud matemática de esta frontera entre la vida y la muerte, sugiere que este número represente un periodo definido de vida. Dicho de otra forma, en cada mitosis la célula mide el tiempo. En este tenor, el envejecimiento es una enfermedad que subyace al desgaste por el uso repetido del aparato genético. Así pues, este proceso comienza con la primera segmentación del cigoto, la célula madre de la cual provenimos.
 
Puede permitirse que un fibroblasto se divida 25 veces consecutivas y congelar sus réplicas durante un tiempo indefinido. Puestas en un medio de cultivo, las células hijas comienzan a duplicarse nuevamente hasta completar un total de 50 copias, pero ni una más. Es como si algún componente de la célula, a manera de una memoria química, llevara la cuenta de las mitosis efectuadas. A semejanza de un reloj, la división celular también desgrana las horas y recorre el rosario de sus días.
 
Así pues, la longevidad estaría programada en los genes. En este contexto, la senectud sería llanamente el fin del programa vital. Las formas mutantes de Caenorhabditis elegans, un nematodo que habita en el suelo, contienen el gen age-1. Este componente incrementa tanto la resistencia al estrés producido por calor como el periodo de vida; sus poseedores viven hasta un 70% más que los individuos comunes. Por el contrario, en algunos seres humanos se manifiestan dos alteraciones en las cuales los individuos afectados desarrollan senilidad temprana o adelantada. Se trata de la progeria y el síndrome de Werner. Como el daño se localiza en el material hereditario puede trasmitirse a la descendencia. Los fibroblastos provenientes de aquellas personas que sufren de estas afecciones se dividen menos veces que los de una persona normal.
 
De la interacción continua de genes y ambiente surge tanto el orden como la perturbación. El intercambio de información es la fuente de la enfermedad así como de la armonía entre las funciones. De acuerdo con su herencia, cada individuo vive a un ritmo que le es propio; existen diferencias entre las especies así como también entre las razas. La edad máxima que puede alcanzar el ser humano oscila alrededor de los 120 años, aunque la mayoría sólo vive entre 70 y 80. Individuos como Thomas Parr, quien sumó 152 primaveras, son raros en extremo. Por cierto, se cuenta que este personaje, de hábitos campiranos, sucumbió a los efectos combinados de la fama, el estrés urbano, las opíparas comidas, la comodidad citadina y la holganza. Aquí tenemos algo para reflexionar.
 
El bienestar orgánico y la salud dependen en alto grado de nuestros estados afectivos. La jovialidad, la tranquilidad del ánimo y la despreocupación que caracteriza a la niñez evitan el estrés y los efectos nocivos que acarrea su presencia. Estas situaciones fisiológicas disminuyen la presión sanguínea, incrementan la inmunovigilancia así como el vigor corporal. Según las personas longevas, éste es el secreto de su energía y resistencia ante los múltiples avatares de la vida.
 
La vida humana se nos revela como forjada con elementos sutilísimos y pulvisculares, ingrávidos, intangibles, surgida acaso de “la misma materia con que están hechos los sueños”. Como el hombre no se resigna a padecer su fragilidad innata, en todas las épocas encontramos a individuos enfrascados en estudios misteriosos, versados en las artes mágicas, practicantes del ocultismo.
 
La religión, al igual que la magia y el misticismo, son fuente de innumerables prácticas y ritos encaminados a conservar la juventud y prolongar la vida. El yoga, la alquimia, la meditación y los deportes atléticos tienen miríadas de seguidores y adeptos. Pretenden alcanzar la edad de las montañas y conservar la frescura de los niños, quieren la experiencia de los años pero también la lozanía que caracteriza la juventud. Buscan afanosos una panacea, el Grial, el aurum potabile, la piedra filosofal. Anhelan vencer la decrepitud, detener la vejez y desterrar la muerte.
 
Nuestra civilización adora la imagen del niño; la infancia simboliza el edén desaparecido, el Tlalocan mesoamericano y el Dilmún sumerio. Los mundos idílicos son el refugio último del hombre acosado por la mundanidad de la existencia. La insatisfacción es una característica muy humana; el hombre va y viene entre dos opuestos, oscila entre la frustración y la satisfacción.
 
De la serenidad al bullicio, de la sabiduría del anciano experimentado a la inocencia prístina del niño se desenvuelve la vida de esta criatura que ansía el poder y aspira a la juventud. La existencia de este hombre acosado por la caducidad se nos revela como un viaje realizado para conocer las promesas ofrecidas por el mundo. Mientras viaja, mientras envejece, puede maravillarse y disfrutar del entorno, pero al mismo tiempo no deja de pensar en la juventud perdida, en el hogar confortable, añora su niñez. En este sentido. Odiseo emprende sus viajes en busca de prodigios, en pos de la gloria, más lo asaltan los recuerdos, no deja de pensar en su hijo, en Penélope, en su hogar. Entonces retorna a la patria que lo vio nacer: sin embargo, se apodera de él una nueva inquietud avasalladora, su ánimo no conoce el reposo y la pasión lo impele a lanzarse nuevamente hacia mundos ignotos surcando mares desconocidos. Su vida, como la de todo hombre, es una contradicción constante.
 
Como instrumento de poder transformador, a la ciencia se le contempla como una herramienta mágica que realiza todas la utopías y ensueños humanos; mediante ella se pretende recuperar el paraíso. Si las hormonas son el instrumento químico por medio del cual el organismo se desarrolla, se reproduce y envejece, quizás algún día se encuentre la manera de contrarrestar sus efectos o anular sus acciones. Mas debemos tener presente que, si no hay cambio, tampoco adaptación; si desaparecen tanto las alteraciones metabólicas como la enfermedad, también la evolución de los seres vivientes. Las especies que no se adaptan acaban por desaparecer. Enfrentada al dilema de la permanencia y la evolución, entre la vejez y la vida arcádica, la humanidad reflexiona, cavila, investiga; en tanto, la biología de nuestros días se parece cada vez más a esa aventura visionaria que significa la búsqueda eterna del vellocino de oro.
 
 articulos
Referencias Bibliográficas
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José Antonio García Segoviano y Bertha Prieto Gómez                     
Departamento de Fisiología,
Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo
 
García Segoviano, José Antonio y Prieto Gómez, Bertha. 1997. Kronos y el paso de la vida. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 40-46. [En línea].
     

 

 

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Salvador Gallardo Cabrera
     
               
               
Para Ernesto Gallardo Cabrera
 
Qué bellas y formidables batallas trabaron los modernos
contra los antiguos. Cómo se solazaron los modernos con las melancólicas especies del peripato. Los primeros principios, las formas sustanciales, fueron desmontadas y en su interior los modernos supieron encontrar siempre cacharros viejos, telas de araña y una jerga gastada, suntuosa, impracticable. Se dedicaron con fruición a observar las costumbres escolásticas. Sí, se atrevieron en esas oscuras cámaras, vaciaron los cajones, abrieron ventanas: nunca hallaron las imperecederas cualidades ocultas. Si los antiguos llegaban a reaccionar, con esa aburrida intransigencia escolástica, y mostraban sus argumentos de autoridad, los modernos respondían con métodos precisos para la investigación real de la verdad. La física nueva, el estudio de la naturaleza, la experimentación.
 
Ciertamente, se dirá, eran arietes formidables; pero ¿no es exagerado ver batallas ahí donde sólo hay ataques unilaterales, alevosos y ventajosos? ¿No implica una batalla la posibilidad de respuesta? ¿Se puede batallar con muertos? Bien, bien, y con todo la reciprocidad no es sinónimo de justicia. Además, una nueva ciencia no podía nacer de la ausencia de otra, ni de sus fracasos, ni de sus problemas irresueltos. Y los antiguos eran esa ausencia. La Antigüedad clásica, si servía para algo, podía mostrar el enrarecimiento de la antigüedad más próxima o ser algo así como una reserva para contrastar saberes y prácticas metódicas. Los modernos reinventaron la ironía para desgajar los macizos de la Antigüedad clásica. Era una línea de sus estrategias de fortificación —y ya se sabe que, como decía Perrault, en el arte de la fortificación los modernos también sobrepasaban a los antiguos. La sabiduría clásica grecorromana llegó a pensarse como un mero cúmulo de falsificaciones modernas. En una famosa disertación —¿no era de Bentley el bibliotecario de St. James?— se sostenía con ardor que Las fábulas no eran obra de Esopo sino de algún autor moderno parapetado. Así batallaban los modernos contra los antiguos.
 
Pero los modernos se cansaron pronto de esas escaramuzas con fantasmas y comenzaron a pelear entre sí. Hobbes batallaba, por ejemplo, y Descartes lo ignoraba, Malebranche disputaba con Arnauld y Locke. El padre Mersenne llevaba y traía los mensajes emponzoñados, etcétera.
 
En el Nuevo Mundo, durante el siglo XVIII, los modernos luchaban aún contra las sombras del saber antiguo. Era una lucha extraña, revuelta y sorda. Estos modernos —jesuitas en su mayoría— recuerdan el linaje ambiguo de sus primeros padres: tenían en el rostro el estigma de los practicantes de la nueva ciencia, pero las manos eran de curas obsequiosos con el orden antiguo. Por eso se aconsejaban entre sí defender “las orientaciones de la buena física” con “un poco de hipocresía ante los peripatéticos y escolásticos…”. Eran, por decirlo de algún modo, “modernos” que no alcanzaban a ser “ilustrados”, como lo pedía el nuevo siglo.
 
Quizá esa ambigüedad sea una de las razones por las que en México se ha llamado a esos jesuitas “humanistas” y no “modernos” o “ilustrados” a secas.
 
Francisco Javier Clavijero (1731-1787) fue uno de ellos. Es bien conocido su suelo nutricio: las derivas del sistema cartesiano; la distinción entre física y metafísica, la admisión en el estudio físico de la naturaleza del método moderno de observación y experimentación; la aceptación del atomismo dentro del campo físico y la afirmación de la generación seminal en plantas y animales. Sabido es también su afán por actualizar la enseñanza en los seminarios, el destino desconocido de sus obras filosóficas y la buena puntería de sus trabajos históricos. Uno de estos últimos llenó un capítulo entero de una de las más prolongadas batallas fraticidas entre los modernos. Antonello Gerbi la llamó “la disputa del Nuevo Mundo”; batalla mantenida durante siglos, en diversos frentes, y de la cual se dará cuenta en lo que toca a la participación del noble jesuita mexicano.
 
La disputa del Nuevo Mundo        
 
UNO. Clavijero escribió su Historia antigua de México con el lápiz bicéfalo de las determinaciones ideales y los impulsos naturales. Elías Trabulse anota que Clavijero se vio influido por los nuevos métodos de investigación histórica. Por un lado, buscó no caer en el exceso de clasificaciones y acumulación de detalles insignificantes como era práctica de la historia anticuaria-erudita, y por otro, trató de acercarse en todo momento a las fuentes primarias y secundarias evitando la demasía generalizadora y apriorística de la “historia filosófica” que dominaba los círculos intelectuales europeos.
 
Mas, como se verá adelante, el surgimiento de la historia natural, que es el resorte de la polémica, respondía a otras necesidades, a una nueva concepción del trabajo histórico. Y no exclusivamente a los factores descritos por Trabulse.
 
Además, no se puede pasar por alto que su Historia sostiene sus acercamientos empíricos en un factor capital que se concibe como motor de la historia humana. Flota en esas páginas, así sea de manera distante y no en los tramos históricos singulares de los que se da cuenta, el aviso del cumplimiento de una teofanía.
 
Con este bagaje, Clavijero emprendió la reconstrucción de la historia de México anterior a la Colonia. No se trata de una historia que relate neutralmente tal o cual hecho, sino de una historia polémica, una respuesta a la mirada de los europeos.
 
Joan Luis Maneiro, biógrafo de Clavijero, decía que la Historia tenía como antecedente varios trabajos del propio Clavijero, entre ellos, cierto diccionario acerca de las antigüedades prehispánicas. Mas esa señal no puede deponer el carácter de inmediatez polémica que tiene el texto mencionado.
 
En esencia, Clavijero escribe la Historia, y especialmente las nueve disertaciones que funcionan como excursos, desde un punto de reacción a las obras de Buffon (1707-1788) y Cornelius de Pauw (1739-1799).
 
DOS. ¿Cómo se gestó esta batalla? En el prólogo de su obra, Clavijero dice haberla emprendido por tres causas: primero, para evitar “la fastidiosa y reprensible ociosidad”, segundo, para servir a su patria, y tercero, “para restituir a su esplendor la verdad ofuscada por una turba increíble de escritores modernos…”. Acto seguido, muestra sus cartas credenciales: ha leído con diligencia todo cuanto se ha publicado sobre la materia, ha estudiado muchísimas pinturas históricas de los mexicanos y ha consultado a muchos hombres prácticos del país. Además, vivió treinta y seis años en algunas provincias del reino, aprendió la lengua mexicana, convivió con los propios mexicanos y estudió la historia natural en sus máximos exponentes.
 
En esas cartas credenciales se trasluce que las tres causas esgrimidas se reducen a una: formar un grupo compacto de argumentos apoyados en el dominio “total” del tema, en la ascendencia sobre ese tema que le da su linaje de criollo, para restituir la verdad ante la turba de escritores europeos modernos.
 
¿Qué había que restituir si lo racional era el modelo de esta disputa? La ciencia y sus métodos eran postulados como universalizables. Pero es justamente este presupuesto universal el que resulta desequilibrado en su dominio ante la diversidad o las semejanzas que acentúan más las diferencias entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Lo universal, propuesto como tal desde el localismo europeo, tropieza con lo local americano que resulta irreductible. En ese punto se gesta la batalla. Ese es el fondo de la reacción de Clavijero: los modernos ilustrados y enciclopedistas europeos han erigido sus postulados teóricos en arquetipos a los cuales incluso la realidad americana se debe ajustar. Si la realidad del Nuevo Mundo no se emparejaba con tales postulados, peor para tal realidad.
 
En los estudios sobre esta disputa y en particular el capítulo acerca de sí mismo, se asienta casi sin variaciones la idea de que ante la incomprensión europea, ante su mirada torva y parcial, Clavijero muestra que lo indígena y lo americano en general tienen una racionalidad propia. Luis Villoro, en su libro Los grandes momentos del indigenismo mexicano, escribe que es lo indígena como realidad específica lo que libera de la “instancia” ajena, europea: la “instancia” europea sería una especie de intermediario que escoge la providencia para revelar el Nuevo Mundo. América dependía de los juicios ajenos y se sabía enajenada por ellos. Era un objeto acotado, declarado inferior y además los europeos pretendían que se aceptase ese punto de vista como el único válido. El Nuevo Mundo es espejo del antiguo, destinado a devolverle a éste su propia imagen, sin poder darle nada propio.
 
De ahí, continúa Villoro, que Clavijero presente la “instancia” indígena como totalmente distinta de la europea; una “instancia” que no puede ser completamente determinada por los juicios europeos.
 
Lo indígena es lo más diverso de lo occidental, es el rango que otorga consistencia propia. Por ello, la función del indigenismo, escribía Uranga, consiste en buscar en el indio un elemento sustancial que presentar ante la mirada del otro.
 
Del centro clasificador y sus pretendientes: Buffon y la historia natural
 
UNO. Se ha tratado de contestar a la pregunta de cómo se gestó esta batalla. Antes de revisar las estrategias con las que se llevó adelante, es prudente analizar la configuración de la teoría de Buffon. Esto es necesario porque entre los escritores que se han ocupado de este capítulo de la disputa del Nuevo Mundo, casi sin excepción, se encuentra el mismo esquema argumentativo: la ceguera europea ante la especificidad americana. O la reivindicación que emprende Clavijero ante los desvíos de Buffon y De Pauw. En cualquier caso, se sitúa a Clavijero empeñado en desbaratar los disparates de los europeos; la luz que busca destruir los prejuicios de la oscuridad. ¿Era así? ¿El ilustrado Clavijero contra los obcecados representantes de Occidente, instrumentos de dominación de la razón universal que mostraban el lado oscuro de la ilustración?        
 
En primer lugar, como ya se acotó, en esta batalla todos dicen representar la razón. Y esa razón es la razón occidental. Una de las estrategias preferidas de Clavijero es indicar que su objetividad está garantizada al ser, él mismo, hijo de europeos. Faltaba mucho para considerar que la razón occidental era totalitaria.
 
Cierto, Clavijero destaca algunos excesos en las concepciones de Buffon. Pero lo importante sería tener claro de dónde provienen dichos excesos; si se forman a partir de una necesidad extendida en el centro conceptual que elabora Buffon o si son meros exabruptos.
 
En el vértice de tales cuestiones se encuentra el surgimiento de la historia natural. En Las palabras y las cosas, M. Foucault (1926-1984) ha explicado que hay una visión que marca el surgimiento de la historia natural en el momento del decaimiento del mecanicismo cartesiano.
 
Pero para Foucault las cosas no son tan sencillas: “de hecho, la posibilidad de la historia natural, con Ray, Jonston, Christoph Knaut, es contemporánea del cartesianismo y no de su fracaso. La misma episteme autorizó la mecánica de Descartes hasta D’Alambert y la historia natural de Tournefort a Daubenton”.
 
Tan era así que Buffon sostenía la importancia de unir la herencia de Descartes con las experiencias de Newton: basarse en ideas claras y distintas, pero obtenidas por medio del análisis y la observación.
 
Para que apareciera la historia natural fue necesario que la Historia se volviese Natural; que pusiera una mirada minuciosa sobre las cosas mismas y transcribiera, después, lo que había recogido, estableciendo una marca de diferenciación entre la observación, el documento y la fábula. Palabras aplicadas sin intermediario alguno a las cosas mismas. Las plantas y los animales fueron despojados de toda esa red semántica de leyendas y blasones en los que figuraban, y separadas de los medicamentos que se elaboran con sus sustancias. Ahora son presentados de acuerdo con sus rasgos comunes “y, con ello, virtualmente analizados y portadores de su solo nombre”. Se tiene entonces, de acuerdo con Foucault, una nueva manera de anudar las cosas con la mirada y con el discurso; una nueva manera de hacer historia: el conocimiento de los individuos empíricos sólo podrá ser adquirido sobre el cuadro continuo, ordenado y universal de todas las diferencias y las identidades posibles
 
DOS. Buffon piensa que la extensión de la que están constituidos los seres de la naturaleza puede ser afectada por cuatro variables: la forma de los elementos, la cantidad de esos elementos, la manera en que, distribuidos en el espacio, se relacionan unos con otros, y la magnitud relativa de cada uno. El número y la magnitud se asignan por medio de una medición o de una cuenta, las formas y las disposiciones se describen por su identificación con figuras geométricas o por analogías. Así, se cuenta con un “método de inspección” (Buffon dixit) que permite, a la vez, “designar muy precisamente todos los seres naturales y situarlos en el sistema de identidades y de diferencias que los relaciona y los distingue unos de otros. La historia natural debe asegurar… una designación cierta y una derivación dominada”.        
 
De esta manera se tiene la estructura (número, magnitud, forma y disposición) de un determinado ser y también su carácter; lo que distingue unos seres de otros. ¿Cómo se establecerían las identidades y las diferencias entre todos los seres naturales si se tomara en cuenta cada uno de los rasgos que pudieran ser descritos? Dado que sería una tarea infinita, lo que procede es limitar la labor de comparación; ya sea haciendo comparaciones totales en grupos en los que el número de semejanzas conlleva una enumeración limitada de las diferencias o eligiendo un conjunto limitado de rasgos en el que se estudiará las constantes y las variaciones de los individuos que se presenten.
 
TRES. Foucault observa que Buffon va de las identidades y las diferencias más generales a las que son menos, como en un movimiento de sustracción, para hacer surgir relaciones verticales de subordinación. Pero no distingue con fuerza que ese movimiento deductivo se basa en un uso extendido de la comparación. Aún más, conocer es comparar: “Por poco que se haya reflexionado acerca del origen de nuestros conocimientos, es fácil darse cuenta de que no podemos adquirirlos más que por vía de la comparación…”. “Lo que es absolutamente incomparable es enteramente incomprensible”, escribe Buffon.
 
Son cuatro las principales derivas que tiene el método de Buffon en esta disputa:        
 
1) De la asimilación del conocimiento a la comparación surge el problema de la variabilidad de las especies. ¿Qué hacer con esas especies americanas semejantes a las del Viejo Mundo pero diferentes al fin? ¿Cómo operar con caracteres naturales vinculados entre sí por analogías bien sustentadas más distanciados por rasgos individuales irreductibles? ¿Cómo atender al orden del método con tal diversidad de por medio? Como en esa época no existía el concepto acabado de la variabilidad, Buffon introduce el de la degeneración, la historia de las formas.
 
2) El concepto de especie que usaba Buffon provenía del naturalista inglés John Ray, que definía la especie por interfecundidad. Así, no hay lugar para la transformación de las especies. Para salvarse de esta rigidez, Buffon introdujo la idea de la “geografía zoológica”, que le permitió inducir algunos gérmenes de desarrollo temporal —la teoría de la degeneración de las especies— que estaban implícitos en la subordinación derivada del proceso de deducción.
 
3) Como el método exigía partir de las identidades y diferencias más generales a las que son menos y, por otra parte, los modelos analógicos debían tomarse de los seres mejor articulados, Buffon crea sus series de comparación a partir de los animales más grandes al inferir que son los mejor articulados. “La mosca no debe ocupar en la cabeza de un naturalista más sitio del que ocupa en la naturaleza”, repetía siempre.
 
4) Resulta así también que su teoría de la generación de las especies es una mezcla de newtonismo (las moléculas orgánicas en lugar de los gérmenes preexistentes) más una preformación por “moldes interiores”. Esto produce lo que Gerbi llama “un sistema amplificado de la generación espontánea” basado en las observaciones del microscopista Needham, que había visto miles de infusorios en el caldo caliente de sus redomas mal selladas. Un error que creó la sugestión en Buffon de que de la humedad y la podredumbre nacían formas inferiores de vida.
 
CUATRO. Para explicar la ruptura de su sistema de comparaciones y analogías, esa ruptura alargada e insalvable, producto de la intrusión de las diferencias, Buffon deduce la “inmadurez” de América. Esta inmadurez o debilidad puede apreciarse en tres caracteres visibles:
 
1) La inexistencia de grandes animales. El tapir americano es el “elefante” del Viejo Mundo. El león americano “es mucho más pequeño, más débil y más cobarde que el verdadero león”.
 
2) La hostilidad de la naturaleza. “Hay, en la combinación de los elementos y de las demás causas físicas, alguna cosa contraria al engrandecimiento de la naturaleza viva en este Nuevo Mundo…”. De ello resulta la frígida humedad del ambiente que, incluso, provoca la decadencia de los animales domésticos europeos trasladados a América.
 
3) La impotencia del salvaje americano. Los hombres americanos son “fríos e inertes, recientes e inexpertos”.
 
A Buffon, por las circunstancias explicadas líneas arriba, le repugnaba la humedad. La consideraba generadora prolífica de diminutos y malvados animalejos. Y sabía por relatos de viajes que la humedad imperaba en el Nuevo Mundo. Si a esta repulsión se le suma que no encontraba en América grandes fieras, es más sencillo comprender su concepción de la debilidad o inmadurez orgánica del Nuevo Mundo. Todo ello expuesto en la necesidad de clasificar las diferencias por medio de una taxonomía dislocada por clases impuras, géneros escurridizos, genealogías cruzadas.
 
 
Clavijero: plano estratégico
 
UNO. Es tiempo de revisar las estrategias de Clavijero. Ya se dijo que este autor escribe conjuntando las determinaciones ideales y los impulsos naturales. De ahí resulta una escritura dividida: desea explicarse de acuerdo con los derroteros marcados por la razón moderna pero, a la vez, recurre a los viejos fundamentos ideales. Por un lado, golpea al mostrar las limitaciones de las nuevas orientaciones de la historia natural, y por el otro, golpea también aduciendo los fines sobrenaturales de la historia, el argumento de autoridad por excelencia.
 
Clavijero se percató muy claramente que lo que estaba en juego era la cuestión del origen. Quien poseía el origen tenía la ascendencia. Pero sabía que disputar por el origen era asunto perdido. Tanto las Sagradas Escrituras como la moderna historia natural estaban de acuerdo en que el origen pertenecía al Viejo Mundo. Por ello, lo que discute Clavijero es la procedencia en línea directa de lo americano con respecto al origen. Y así, ahonda en una estrategia del tránsito. Se trata de desplazar el problema del origen al tránsito. ¿Cómo transitó el origen hasta América? Todos los hombres y todos los animales son descendientes de los hombres y los animales que subieron con Noé en la barca al llegar el diluvio. Como los continentes estaban unidos, por esos pasos llegaron los descendientes de Noé al Nuevo Mundo. Hay que salvar algunos problemas —cómo transitaron los perezosos; por qué no pasaron las vacas y los caballos; cómo olvidaron los hombres el uso del hierro— pero la estrategia del tránsito es moderna, salva a Clavijero de la teoría de los ángeles descargando a los animales en el Nuevo Mundo, y cuenta también con sustento en las Sagradas Escrituras. Por si fuera poco, los propios mitos indígenas refieren hechos tales como el diluvio, la dispersión y la confusión de las lenguas.
 
Para profundizar su estrategia Clavijero adopta dos líneas: muestra la civilización del antiguo México en una postura clásica. Villoro escribe que “considerar una época como clásica, implica dotarla de cierta comunidad con el presente… al elevar a un pueblo a la categoría de clásico reconocernos en él una doble potenciación de trascendencia: por un primer movimiento, vemos realizada nuestra propia trascendencia; por un segundo, postulamos que esta trascendencia realizada se eleva a la universalidad”. Rizando esa línea, Clavijero va a coincidir con el diagnóstico sobre la inmadurez de América sólo que por otro camino: la civilización de los antiguos mexicanos tenía en germen los elementos para alcanzar la estatura de cualquier gran civilización antigua-clásica.
 
La otra línea es mostrar los postulados de Buffon como exabruptos. Atajarlos, reducirlos ad absurdum. De ahí que dirija sus baterías preferentemente a las extremidades del método buffoniano, a las características que Buffon adujo para explicar el corte en las series de comparación y analogía por la intrusión de la diferencia americana.
 
Sobre el corazón del método, a Clavijero le basta preguntar si se ha hallado ya el verdadero carácter distintivo de las especies. Y a la mirilla clasificadora de Buffon, Clavijero contrapone una clasificación según la utilidad, la ascendencia nativa o extranjera y la nocividad de plantas y minerales. Algo “más acomodado a la inteligencia de toda clase de personas”, como en la historia de la naturaleza de Plinio. En ese mismo movimiento, Clavijero ataja la cuestión de la diversidad no desde las diferencias o las identidades sino a partir de un procedimiento extendido de comparación de magnitudes: la ferocidad, la malignidad, la pequeñez, la aclimatación.
 
En esta labor, De Pauw es más un aliado que un enemigo. Sus Recherches philosophiques sur les américains, denotan tal candidez en la creencia del progreso de Occidente y tanta mala fe en el análisis de América, que no sólo vuelve plana y previsible su crítica, sino que al mismo tiempo facilita la tarea de Clavijero al proporcionarle la posibilidad de revertir los despropósitos desde el otro lado del mismo razonamiento.
 
El hombre no es nada por sí solo, escribe De Pauw. Cuanto es, se lo debe a la sociedad; hasta el más grande metafísico abandonado durante diez años en la Isla Fernández, regresaría de ella embrutecido, mudo, imbécil, sin reconocer nada en toda la naturaleza. Si eso le pasaría al más grande metafísico, hay que imaginarse entonces a esos salvajes americanos sin sociedad: algo peor que el sujeto frío e inerte, reciente e inexperto descrito por Buffon. Para De Pauw el americano no es un animal inmaduro, sino un animal degenerado igual que la naturaleza americana no es imperfecta sino es decaída y decadente.
 
La naturaleza es débil por estar corrompida, es inferior por estar degenerada. De ello hay que preguntarle a los dibujantes quienes se vieron en aprietos para representar a los cuadrúpedos americanos porque éstos tenían una talla poco elegante y mal torneada. Hasta los caimanes americanos son flojos y bastardos. Para De Pauw, América es la tierra de los más y los menos. Los insectos, las serpientes y los bichos son más grandes, más gordos, más temibles y más numerosos que en el Viejo Mundo. Por otra parte, los hombres tienen menos corazón, menos sensibilidad, menos humanidad, menos gusto, menos instinto y menos inteligencia que los hombres del Viejo Mundo.
 
Sin coraza y de pecho se presentó De Pauw a la batalla. Clavijero, sabio luchador que únicamente peleó las batallas en las que podía triunfar, reduce sus postulados y, de paso, generaliza la descalificación a otros combatientes. Buffon, por cierto, había cambiado su opinión sostenida en Animaux communs aux deux continents (1761), fuente de la disputa, por otra en que los excesos eran menos.
 
 
Un final sin moraleja
 
UNO. Bien se ve que las reyertas de los modernos tenían varios estratos de confrontación, escenarios diversos para la argumentación y la intriga. Nadie era inocente, eso es seguro. Clavijero reivindica al Nuevo Mundo proclamando las bondades de la razón —pero muchas de sus pruebas son premodernas, meros argumentos de autoridad: “mis pensamientos los someto al juicio de los doctores cristianos y sabios; pero no al de ciertos filósofos incrédulos y caprichosos, que ni respetan la autoridad divina ni quieren escuchar la razón”. O despliega sus contraejemplos utilizando la misma mecánica discriminatoria de sus oponentes, sólo que arremetiendo contra los asiáticos y los africanos: el aspecto de algún angoleño, mandinga, congo, lapón, samoyedo o tártaro oriental, su imperfección, su cara cubierta de lana negra o aplastada y larga, sus ojos amarillos o de color sangre, los párpados estirados hacia las sienes, la nariz gruesa, el color de su cuerpo, ¿no bastan para persuadir a cualquier observador de que los americanos están más cerca del ideal europeo?
 
Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, es un ilustrado, pero su concepción de la marcha de la especie humana proporcionó, como dice Michéle Duchet, la justificación para que el hombre “civilizado”, en tanto sujeto, civilizara al “salvaje”, en tanto objeto.
 
La argumentación de Clavijero participa de ese mismo afán civilizador. Se trataba de mostrar que los indígenas poseían una organización comprensible en los términos occidentales. Antiguo afán que todavía comparte cierto grupo que tutela a los indígenas como si se tratara de menores de edad.
 
La “instancia” indígena es irreductible desde sí misma o desde el otro lado de la diferencia, sea Occidente u Oriente. Como cualquier diferencia extendida, no puede equilibrarse porque no existe algo así como una regla de juicio que contenga ambos lados de su extensión.
 
Si aún fuera posible marcar un índice de diferencialidad contra la densidad canónica que nos impone “La Historia” de la filosofía y de la ciencia, ahí donde nosotros no tenemos más remedio que hacernos cargo de las diferencias entre unas prácticas discursivas o repetir las runas con que escribe la autoridad; si todavía se pudiera formar algo con los desechos de un lenguaje quemado por la especificidad, por continuidades que nunca fueron identidades, y se lograra con ello despejar los espacios de representación fundante, hendirlos, desventrarlos con una nueva paciencia casi topográfica, entonces sería posible recolocar los vértices donde la densidad canónica ha establecido sus líneas argumentativas, sus estratos de normalización y redundancia.
 
Ya es tiempo de vivir nuestras diferencias sin buscar una regla universal para unificar las líneas de heterogeneidad. Esta disputa queda sin moraleja. Las batallas nadie las pierde o las gana enteramente. Quedan, eso sí, los restos, la terrible soledad de un pensamiento que no podía pensar la diferencia.
 
articulos
 
     
Referencias Bibliográficas
 
Clavijero, Francisco Xavier, 1987, Historia antiguo de México, Porrúa, México.
Navarro, Bernabé, 1964, Cultura Mexicana Moderna en el siglo XVIII, UNAM, México.
Georges, Louis Leclerc, comte de, 1984, Histoire Naturelle, Gallimard, París.
Buffon, 1986, Del Hombre —escritos antropológicos—, FCE, México.
Trabulse, Elías, 1988, “Clavigero, historiador de la Ilustración Mexicana”, en Francisco Xavier Clavigero en la Ilustración Mexicana 1731-1787, COLMEX, México.
Villoro, Luis, 1987, Los grandes momentos del indigenismo mexicano, SEP/Lecturas Mexicanas, México.
Foucault, Michel, 1986, Los palabras y las cosas, Siglo XXI, México.
Gerbi, Antonello, 1960, La disputa del Nuevo Mundo, FCE, México.
     
 ___________________________________      
Salvador Gallardo Cabrera
Editor de los cuadernos Observación y Criterio publicados por Vértice.
     
__________________________________      
cómo citar este artículo
 
Gallardo Cabrera, Salvador. 1997. La disputa por la diferencia. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 10-16.
     

 

 

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La isla de los
murciélagos solos
R048B01  
 
 
 
Héctor T. Arita  
                     
En algún momento hacia el año 800 de nuestra era
el ser humano llegó a las islas de lo que ahora es Nueva Zelanda. Según la tradición maorí, hubo varias oleadas de inmigración que culminaron con el arribo de la “gran flota” desde la mítica isla de Hawaiki. Además de las plantas que les servían de alimento, como el kumara, una especie de camote dulce, los polinesios introdujeron a las islas de Nueva Zelanda el perro doméstico e, inadvertidamente, la rata. Humanos, perros y ratas fueron las tres primeras especies de mamíferos introducidas a estas hermosas islas, y la llegada de los premaoríes marcó el inicio de una larga serie de introducciones conscientes o accidentales que han transformado para siempre el ambiente de este país. Los únicos mamíferos terrestres que habitaban Nueva Zelanda antes de la llegada de los polinesios eran tres especies de murciélagos. Uno de ellos es un quiróptero insectívoro de un género con distribución amplia en varias islas de Oceanía (Chalinolobus). Las otras dos especies, los murciélagos colicortos de Nueva Zelanda (género Mystacina) forman una familia (Mystacinidae) única en el mundo por las extrañas adaptaciones que presentan a una forma de vida poco común. A primera vista, los mistacínidos parecen murciélagos insectívoros comunes y corrientes. Un típico murciélago colicorto menor (Mystacina turberculata) cabe confortablemente en la palma de una mano y pesa entre 12 y 15 gramos, mientras que su pariente mayor (M. robusta) es algo más rechoncho, pues pesa de 25 a 35 gramos. Lo que llama más la atención a simple vista son las orejas largas, puntiagudas y separadas entre sí y la cola, envainada en una membrana entre las patas del animal, pero con la punta libre.
 
Un examen más detallado, sin embargo, revela detalles de la anatomía que delatan la extraña forma de vida de estos animales. Las alas están constituidas por una membrana relativamente gruesa, reforzada de manera particular en las uniones con el cuerpo y las patas traseras. Los murciélagos colicortos, cuando doblan sus alas, pueden literalmente guardar las partes más delicadas bajo los pliegues de estas membranas reforzadas. Tanto en los pulgares (los dedos que quedan libres en las extremidades superiores) como en los dedos de las patas traseras, estos murciélagos poseen estructuras acojinadas en la base de las uñas. Estas adaptaciones les permiten a los murciélagos colicortos desplazarse con agilidad en tierra, y aunque son capaces de volar, en apariencia pasan una buena parte del tiempo caminando. En ausencia de otros mamíferos que pudieran competir con ellos, los murciélagos colicortos han desarrollado una dieta muy variada que incluye insectos, carroña, frutas, y néctar y polen de las flores.
 
Aunque el caso de los murciélagos colicortos es único entre los quirópteros, la pérdida parcial o total de la capacidad de vuelo es un fenómeno común entre las aves de las islas oceánicas, posiblemente a causa de la ausencia de mamíferos depredadores. Ejemplos famosos de aves insulares incapaces de volar incluyen el dado de la sla Mauricio, el pájaro elefante de Madagascar y varias especies de Nueva Zelanda. Entre estas últimas posiblemente las más conocidas son los kiwis (género Aptenx), risibles avechuchos de cuerpo redondeado y largo pico aguzado con los orificios nasales en la punta, en vez de en la base como en el resto de las aves. Otras aves no voladoras nativas de Nueva Zelanda eran las 15 a 20 especies de moas (orden Dinornithiformes) que se extinguieron entre la llegada de los primeros polinesios y el siglo XIX. Asimismo, existen en Nueva Zelanda especies de gallaretas, patos, lechuzas y aves canoras que son casi completamente incapaces de volar. De esta forma, no resulta tan extraño que los murciélagos colicortos, al ser los únicos mamíferos terrestres habitantes de Nueva Zelanda, utilicen mucho menos el vuelo que otros murciélagos. Aparte de las aves y los murciélagos, los únicos vertebrados terrestres nativos de Nueva Zelanda son las ranas del género Leiopelma, una especie de geco y dos especies de tuátaras (género Sphenodon). Las ranas Leiopelma y las tuátaras son representantes primitivas de sus respectivos grupos. Las tuátaras, reptiles semejantes a la lagartija y únicos representantes vivos del orden Rhynchocephalia, son particularmente sorprendentes por ser casi idénticas a Homeosaurus, un reptil que habitó la Tierra hace 150 millones de años, durante el Jurásico.        
 
La invasión de mamíferos exóticos iniciada por los polinesios continuó a partir del siglo XVII. Abel Tasman, un explorador holandés, descubrió el 13 de diciembre de 1642 para los europeos la isla del sur de lo que hoy es Nueva Zelanda. Su intento por desembarcar en aquellas tierras terminó en un enfrentamiento con los maoríes, ya por entonces plenamente establecidos. Más de un siglo después, en 1769 y 1770, el afamado capitán James Cook completó la exploración de las dos islas principales de Nueva Zelanda. Los viajes de Cook establecieron la tradición Inglesa de incluir en las expediciones de exploración y conquista a un naturalista, en este caso Joseph Banks.
 
La presencia de Banks y el interés del propio Cook por la historia natural contribuyeron en gran medida al conocimiento de las plantas y animales de Oceanía. El viaje de Cook, sin embargo, contribuyó de igual forma al establecimiento de otra tradición inglesa: la introducción de especies exóticas a las colonias. Nadie sabe con certeza cuántas de ellas han sido introducidas, pero se calcula que más de 70 especies de aves y mamíferos no nativos han logrado aclimatarse a Nueva Zelanda. Las consecuencias ecológicas de estas introducciones y de otras acciones humanas han sido, por supuesto, desastrosas. Además de las numerosas especies de moas que se extinguieron antes de la llegada de los europeos, es posible que otros representantes de la extraña fauna nativa hayan desaparecido. En particular, el murciélago colicorto mayor está considerado por los organismos internacionales como extinto. Tanto las ranas Leiopelma como las tuátaras y el murciélago colicorto menor han visto reducida su área de distribución a las regiones más remotas o a algunos islotes.        
 
Por el contrario, varias de las especies domésticas o cimarronas han desarrollado poblaciones gigantescas. Por ejemplo, se calcula que en Nueva Zelanda existen alrededor de ocho millones de vacas y 60 millones de borregos que son el sustento de la próspera industria ganadera del país.
 
Asimismo, el ciervo rojo europeo se reproduce con tanta facilidad en las islas que Nueva Zelanda exporta tanto la carne como los animales en pie a decenas de países, incluyendo México. En una guía turística del Parque Nacional Abel Tasman en la isla del norte, se explica que la fauna del lugar incluye el venado, la cabra montesa, el cerdo salvaje y un marsupial australiano, ¡todas ellas especies no nativas de Nueva Zelanda! Mientras las poblaciones humanas y de otros mamíferos prosperan, los murciélagos colicortos, que alguna vez fueron los únicos mamíferos de las islas, son cada vez más raros. De no ser por la protección que se ha dado a algunas de sus poblaciones, es posible que los mistacínidos, los otrora representantes únicos de su clase en Nueva Zelanda, hubieran desaparecido ya hace muchos años.
 
  articulos
Referencias Bibliográficas
 
Daniel, M. J., 1979, The New Zealand short-tailed bat, Mystacina turberculata: a review of present knowledge, New Zeeland Journal of Zoology 6:357-370. Informe técnico sobre el murciélago colicorto de Nueva Zelanda.
Rodríguez de la Fuente, F., 1980, Enciclopedia Salvat de la Fauna, Salvat, Ediciones, Pamplona, El capítulo 118, localizado en el volumen 11 de esta monumental obra, es una excelente relación de la fauna única de Nueva Zelanda.
     
 ____________________________________________      
Héctor T. Arita
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
____________________________________________
     
cómo citar este artículo 
 
Arita, Héctor T.. 1997. La isla de los murciélagos solos. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 18-19. [En línea].
     

 

 

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Nelly Oudshoorn
     
               
               
Hubo una vez una época en que la vida era bastante sencilla,
o al menos así lo era para los filósofos de la ciencia. Desde el Siglo de las Luces, era generalmente admitido que “la acumulación progresiva del conocimiento permitiría descubrir el orden natural de las cosas”. En dicha filosofía modernista la interfase de la ciencia y la naturaleza es muy clara: los científicos simplemente descubren la verdad sobre la naturaleza, y ésta es percibida como algo fijo y universal, como algo que existe “ahí afuera”.
 
A la ciencia se le confiere el rango privilegiado de proveedora del conocimiento objetivo acerca de la naturaleza. Sin embargo, a partir de Kuhn la vida se complicó. Los filósofos y sociólogos de la ciencia gradualmente fueron rechazando el presupuesto de la existencia de una verdad sobre la naturaleza, y que ésta se pudiera descubrir por medio de la ciencia. A cambio, introdujeron la concepción de que la realidad natural de los fenómenos no existe en sí, sino que ésta es creada por los científicos como objeto de la investigación científica. Esto implica una visión radicalmente distinta de la actividad de los científicos: en vez de descubrir la realidad, la construyen.
 
Esta idea provocadora presenta nuevos problemas a los estudiosos que se interesan en entender las interfases de la ciencia y la naturaleza. ¿Cómo interpretar los hechos científicos si abandonamos la concepción de que la ciencia revela la verdad? Una manera de ir más allá de la representación tradicional de la ciencia es analizar la actividad humana por medio de la exposición concreta, a veces mundana, de la construcción de un discurso, es decir, analizar los procesos mediante los cuales los enunciados científicos adquieren el rango de universalidad y de hechos naturales. Estas historias han revelado que los hechos científicos no son simplemente el resultado de las observaciones inteligentes de los científicos que saben leer el libro de la naturaleza. El mito del héroe científico que descubre los secretos de la naturaleza necesita ser reemplazado por otra imagen, una que nos permita estudiar las formas en que las afirmaciones de los científicos están profundamente ligadas a la sociedad y a la cultura. No sólo la manera en la que los datos y los resultados de la ciencia influyen la sociedad, sino además, cómo la existencia misma de los datos científicos depende de su entorno cultural. En esta visión epistemológica, las afirmaciones acerca del conocimiento sólo pueden adquirir el estatus de universales en la medida en la que estén entretejidas en las instituciones, en las prácticas científicas y en las de sus públicos.1 Esta representación de la ciencia y de la naturaleza como una construcción social nos facilita un modelo para explorar las múltiples formas en las que los científicos crean un saber que se considera universal y como una verdad atemporal.
 
Como académica feminista, me interesa particularmente estudiar cómo los científicos han construido a la “mujer” como una categoría natural. Durante el siglo XX las ciencias biomédicas han transformado nuestra cultura en un mundo en el cual se define cada vez más el cuerpo femenino, en contraste con el cuerpo masculino, en términos médicos. Las feministas han tendido a explicar la medicalización del cuerpo femenino como una conspiración masculina, mientras que los científicos en el área biomédica nos impulsan a pensar que el cuerpo de la mujer está más ligado a la naturaleza, y que por lo tanto fue más sencillo incorporarlo a la práctica biomédica. El presente trabajo tratará de dar una explicación alternativa a las ideas de que el énfasis de estas ciencias en el cuerpo femenino es el resultado ya sea de un prejuicio masculino o el de un orden natural de las cosas.
 
 
El sexo y el cuerpo
 
La construcción del cuerpo con un sexo ha sido un tema central en las ciencias biomédicas a través de los siglos. La gran cantidad de formas en las que los científicos han entendido el sexo nos sirve para contrargumentar la versión de que el sexo es un atributo inequívoco e ahistórico del cuerpo que una vez revelado por la ciencia es válido en todos lados y en cualquier contexto. El análisis de textos médicos tempranos desafía nuestra percepción actual sobre los cuerpos masculinos y los femeninos. Es difícil imaginar para nuestras mentes posmodernas que, durante dos mil años, los cuerpos femeninos y masculinos no se hayan conceptualizado en lo que toca a sus diferencias. Desde los griegos hasta el siglo XVIII, en los textos médicos se describen los cuerpos masculinos y los femeninos como esencialmente iguales. Las mujeres tienen incluso los mismos órganos genitales que los hombres, con una sola diferencia: “los suyos están dentro del cuerpo y no afuera”. En esta concepción, caracterizada por Thomas Laqueur como el “modelo de un sexo”, el cuerpo femenino es visto como un “hombre volcado en su interior”, y no como un sexo distinto sino como una versión inferior del cuerpo masculino. Los dibujos en los textos médicos de esa época resaltan tanto las similitudes entre los genitales femeninos y los masculinos, que uno pudiera pensar que se está observando la representación de un pene. Incluso no había una denominación anatómica específica para los órganos reproductivos de la mujer. Los ovarios, por ejemplo, no tenían un nombre propio sino que eran descritos como los testículos femeninos, haciendo una vez más referencia a los órganos masculinos. Los términos que utilizamos hoy día, como vagina y clítoris, simplemente no existían.
 
También encontramos dicho énfasis en las similitudes más que en las diferencias, en los textos de los anatomistas que estudiaron otras partes del cuerpo. Para Vesalio, considerado el padre de la anatomía, el sexo sólo se encuentra en la profundidad de la piel y se limita a las diferencias en la curvatura del cuerpo y a los órganos reproductivos. En su visión, todos los demás órganos son intercambiables. En sus maravillosos dibujos del esqueleto en el Epitome, un atlas anatómico aparecido en 1543, Vesalio no le atribuye ningún sexo a la estructura de los huesos. Sin embargo, esta “indiferencia” (como podríamos percibirlo ahora) por parte de los médicos hacia las diferencias entre los sexos, no parece ser la consecuencia del desconocimiento del cuerpo femenino. La disección de mujeres formaba parte de la práctica anatómica desde el siglo XIV. Según Laqueur, la importancia que se le confiere a las similitudes y la representación del cuerpo femenino como una forma de cuerpo masculino está íntimamente ligada a una forma patriarcal de pensar en la que el hombre es la medida de todas las cosas, y en la cual la mujer no existe como una categoría ontológicamente distinta.
 
No fue sino hasta el siglo XVIII que el discurso biomédico comenzó a emplear por primera vez un concepto del sexo más cercano a nuestra representación actual del cuerpo femenino y masculino. La tradición de representar las similitudes en vez de las diferencias empezó a ser severamente criticada. A partir de mediados del siglo XVIII, los anatomistas empezaron a concentrarse en las diferencias entre ambos sexos argumentando que éstas no se limitaban a los órganos sexuales, o como lo diría un médico: “la esencia del sexo no está confinada a un solo órgano, sino que se extiende, con matices más o menos visibles, a cada una de las partes del cuerpo”. La primera parte del cuerpo en sexualizarse fue el esqueleto. Si las diferencias sexuales eran encontradas en “las partes más duras del cuerpo”, entonces es muy probable que el sexo penetrara “cada músculo, vena, y órgano ligado y moldeado por el esqueleto”. Los primeros esqueletos femeninos aparecieron en los libros de texto de medicina a partir de 1750. Londa Schiebienger describe cómo los anatomistas empezaron a centrar su atención en aquellas partes del esqueleto que tenían una importancia social, como el cráneo. La representación del cráneo femenino se utilizaba para demostrar la inferior capacidad intelectual de la mujer. Así, podemos encontrar a lo largo de la historia de la medicina muchos ejemplos similares en los que el papel social de la mujer se encuentra reflejado en las representaciones del cuerpo humano. También los anatomistas de los siglos más recientes han “remendado la naturaleza de tal manera que tengan cabida los ideales de lo femenino y de lo masculino”.2 En el siglo XIX, al cambiar el centro de interés de la mirada médica de los huesos a las células, los resultados de la fisiología se utilizaron para explicar la naturaleza pasiva de la mujer. De esta manera, las ciencias biomédicas han servido de árbitro en debates sociopolíticos sobre las habilidades y los derechos de la mujer.
 
Para finales del siglo XIX los médicos habían extendido la sexualización a todas las partes imaginables del cuerpo: huesos, conductos sanguíneos, células, pelo y cerebro. Únicamente el ojo parece no tener sexo. Vemos aquí claramente un cambio en el discurso biomédico, de las similitudes pasa a las diferencias. A partir de entonces, los cuerpos masculinos y los femeninos se conceptualizan como cuerpos opuestos con “órganos, funciones y sentimientos inconmensurables”.
 
A partir de este cambio, el cuerpo femenino se convirtió en un objeto médico por excelencia, enfatizando específicamente el carácter sexual de la mujer. Los científicos empezaron a identificar aquellas “características esenciales que le pertenecen, que sirven para distinguirla y que hacen de ella lo que es”. La literatura médica de ese periodo muestra la naturalización radical de la femineidad en la cual los científicos reducen a la mujer a un órgano determinado. En los siglos XVIII y XIX los científicos se dispusieron a localizar la “esencia” de la femineidad en el cuerpo, y hasta mediados del siglo XIX, el útero será considerado por los médicos como la cabecera de la femineidad. Esta idea se ve reflejada en la siguiente afirmación del poeta y naturalista alemán Johann Wolfgang Goethe (1749-1832): el punto central de la existencia femenina es el útero.
 
Hacia mediados del siglo XIX, los médicos desviaron su atención del útero a los ovarios, que comenzaron a ser vistos como centros autónomos de control de la reproducción en los animales, y como la “esencia” misma de la femineidad en las mujeres. Virchow, (1817-1885) considerado frecuentemente como el padre de la fisiología, caracterizó en 1848 la función de los ovarios de la siguiente manera: “Ha sido un error considerar al útero como el órgano característico… El vientre, como parte del canal sexual y del aparato de reproducción, es un órgano de importancia secundaria. Extraiga el ovario y tendremos ante nosotros una mujer masculina, una media-cosa horrible con una forma burda y hosca, los huesos pesados, bigote, voz ruda, pecho plano, mentalidad agria y egoísta y una imagen distorsionada (…) en breve, todo aquello que admiramos en una mujer como femenino, depende exclusivamente de sus ovarios.”
 
La búsqueda del órgano femenino por excelencia no era meramente un objetivo teórico. También se convirtió en objeto de intervenciones quirúrgicas. Los ovarios, percibidos como los “órganos de las crisis”, se constituían en el objeto paradigmático de la especialidad en ginecología, que se estableciera como disciplina a finales del siglo XIX. La fijación de los médicos en los ovarios tuvo como resultado la cirugía de extracción generalizada en varios países de Europa y en Estados Unidos. Miles de mujeres fueron sometidas en la década de 1870 y 1880 a este drástico procedimiento como tratamiento contra irregularidades menstruales y varios tipos de neurosis.
 
A principios del siglo XX la “esencia” de la femineidad fue relocalizada ya no en un órgano, sino en unas sustancias químicas, las hormonas sexuales. La nueva disciplina de la endocrinología sexual introdujo el concepto de hormonas femeninas y masculinas como mensajeras de la femineidad y de la masculinidad. Esta construcción conceptual del cuerpo como constituido por hormonas se ha convertido en la visión dominante para explicar las raíces biológicas de las diferencias sexuales. Muchas de las diferencias en el comportamiento, funciones, papeles y características consideradas como típicamente masculinas o femeninas han sido atribuidas a las hormonas.3 En este proceso, el cuerpo de la mujer se ha caracterizado, pero no así el del hombre, como un cuerpo controlado por las hormonas. En este momento, las hormonas femeninas —el estrógeno y la progesterona— son los medicamentos más utilizados en la historia de la medicina. Estas sustancias constituyen una forma popular de control de la fertilidad, pero además se utilizan para otros propósitos: como reguladores de la menstruación, como abortivos, en las pruebas de embarazo y como medicamentos para la menopausia. Las hormonas son producidas por la industria farmacéutica y repartidas por medio de una red mundial, que incluye a los países del Tercer Mundo. Hace un siglo las cosas no eran así. Nuestras abuelas no sabían de hormonas, y la progesterona y el estrógeno como tales no existían en el siglo XIX. El término “hormonas” fue acuñado en 1905, y no fue sino hasta dos décadas después que la industria farmacéutica comenzó a producirlas a gran escala. Hoy día millones de mujeres toman píldoras hormonales y muchas mujeres han adoptado el modelo hormonal para explicar su cuerpo.
 
 
La construcción de un cuerpo hormonal
 
Dado el dominio del modelo del cuerpo constituido por hormonas, vale la pena analizar si la imagen de la mujer hormonal es solamente una noción actual, o si ya existía desde los principios de la endocrinología sexual, como se le llamaría posteriormente a esta área del conocimiento. Los científicos introdujeron el modelo del cuerpo constituido por hormonas a finales del siglo pasado. Tener un nuevo modelo es una cosa, pero convertirlo en una teoría y una práctica universalmente aceptadas, es otra. Entonces, ¿cómo podemos explicar los éxitos y las derrotas de los científicos en convertir sus afirmaciones sobre las hormonas sexuales en hechos universales? La clave para la respuesta se puede encontrar en las prácticas materiales de la ciencia. La ciencia no está solamente conformada de palabras. Los investigadores interesados en el área de las hormonas necesitaban contar con material para realizar sus investigaciones y con pruebas clínicas para poder transformar sus teorías en sustancias químicas y en medicamentos. La historia de la endocrinología sexual nos muestra cómo los problemas encontrados en la obtención de los materiales necesarios y en la disponibilidad de pacientes contribuyeron de manera importante en la configuración de esta nueva disciplina en las primeras décadas de este siglo.
 
Permítanme primero analizar la manera en que los científicos trataron de conseguir el material para sus investigaciones. La aparición de la endocrinología sexual creó nuevas necesidades en los materiales de investigación. Los científicos que entraban en este nuevo campo necesitaban de un material que no se utilizaba de manera rutinaria en los laboratorios: ovarios y testículos. La revisión de la literatura científica de los años veinte nos muestra que la búsqueda de posibles fuentes de hormonas no fue una tarea sencilla. Los reportes están llenos de quejas sobre la escasez de ovarios y de testículos. Sin embargo, vemos grandes diferencias entre los distintos actores involucrados en el estudio de las hormonas sexuales. La investigación de las hormonas femeninas se dio en un contexto clínico, y por lo tanto el material de investigación se encontró más a la mano, al menos a la de los ginecólogos. Ellos simplemente tomaban el material que necesitaban de sus pacientes: primero los ovarios (las operaciones quirúrgicas eran una práctica común en las clínicas de ginecología desde 1870) y posteriormente la orina, que se obtenía de las pacientes embarazadas. Todos los demás actores involucrados en el estudio de las hormonas sexuales femeninas necesitaban de los ginecólogos para tener acceso al material de investigación. Las clínicas eran las únicas que podían conseguir el material necesario para las investigaciones sobre las hormonas femeninas sin demasiados problemas y costos.
 
Si comparamos la investigación de las hormonas masculinas con el caso de las hormonas femeninas, vemos que ésta se vio mucho más limitada por el abastecimiento de los materiales. Los testículos humanos eran especialmente difíciles de obtener, puesto que no existía una práctica médica que los extrajera. Para conseguir material fresco, los científicos iban a las prisiones a esperar las ejecuciones. Incluso el acceso a la orina masculina era difícil a falta de un contexto institucional como el que hubo para las mujeres.4 Para poder colectar orina masculina los investigadores se vieron obligados a buscar otras instituciones: lugares donde los hombres se reúnen regularmente, como fábricas, barracas militares e incluso penitenciarías. Esta diferencia en el contexto institucional tuvo profundas consecuencias para el desarrollo de la endocrinología sexual. Como los métodos y los materiales de investigación para las hormonas femeninas estaban bien desarrollados y eran fáciles de obtener, cada vez más científicos se orientaron al estudio de las hormonas sexuales femeninas.5 Durante los años veinte y treinta el número de publicaciones sobre hormonas sexuales femeninas aumentó considerablemente y sobrepasó por mucho el de las publicaciones sobre las hormonas sexuales masculinas.6        
 
La investigación clínica sobre hormonas sexuales muestra un patrón similar al de la dinámica de la investigación en el laboratorio. Durante los primeros años de la década de los veinte, las hormonas sexuales eran meramente unos productos químicos sin actividad terapéutica ni mercado definidos. En este sentido, la mejor manera de caracterizar las hormonas es la de un medicamento en búsqueda de enfermedades que curar. La única estrategia posible para producir información sobre el valor terapéutico de las hormonas era realizar pruebas clínicas. La conversión de las hormonas en medicamentos por los clínicos holandeses y la compañía farmacéutica Organon revela grandes diferencias entre la promoción de las hormonas masculinas y la de las femeninas. Con lo que respecta a las hormonas femeninas, Organon logró exitosamente la participación de importantes actores en la promoción del nuevo medicamento a una gran variedad de públicos, patrocinadores y consumidores. La clínica ginecológica sirvió de base institucional para proveer una clientela disponible y establecida, además de una gran variedad de enfermedades susceptibles de ser tratadas con hormonas. Ni los clínicos ni la industria encontraron mayor dificultad para llevar a cabo la promoción de las hormonas femeninas como un nuevo tipo de medicamento, sino al contrario. La promoción de las hormonas femeninas embonaba perfectamente en las estructuras institucionales existentes, formuladas a principios del siglo como parte de la profesionalización de la medicina y de la racionalización del servicio de partos. Antes de la introducción de las hormonas sexuales, las clínicas y los hospitales ya habían centrado su atención en los fenómenos reproductivos, constituyendo así la base institucional necesaria para que las hormonas sexuales femeninas pudieran florecer en todo su esplendor.
 
Esta exitosa historia no puede contarse en el caso de la comercialización de las hormonas masculinas. Aunque existía un mercado potencial, el público no formaba parte de un mercado o de una red de recursos definidos. La conversión de las hormonas masculinas en un producto terapéutico no contó con el contexto institucional necesario para la realización y la promoción de las pruebas clínicas. La conversión y la comercialización de las hormonas masculinas tampoco contaban con el apoyo de una especialidad médica comparada a la ginecología. Organon trató de promover las hormonas masculinas entre los médicos generales y los urólogos. Sin embargo, esta red no contaba con las condiciones necesarias para la realización de ensayos clínicos sistematizados. La clínica urológica sólo tenía una clientela limitada, y comparada con la ginecológica, solamente contaba con un área restringida de condiciones médicas. El tratamiento médico se limitaba a las enfermedades urológicas sin ocuparse de ninguna otra enfermedad del cuerpo masculino. Esta diferencia institucional tuvo un impacto mayor en la conversión de las hormonas sexuales en medicamentos. Como la promoción de las hormonas sexuales femeninas podía ser fácilmente integrada a los intereses de una profesión médica bien establecida, éstas se prescribieron para una variedad más amplia de indicaciones médicas que las hormonas masculinas. En el Pocket lexicon for Organ and Hormon Therapy publicado en 1937, Organon recomienda la terapia de hormonas sexuales femeninas para 34 de las 129 indicaciones listadas. Esto constituye una práctica bastante excepcional si se compara con la aplicación de otras preparaciones de órganos y con la de las hormonas sexuales masculinas. Organon sólo recomienda la terapia con hormonas sexuales masculinas para tres indicaciones.       
 
La historia de la endocrinología sexual de las décadas de los veinte y de los treinta nos muestra que el cuerpo femenino en los estudios sobre hormonas es una creación de los investigadores y no algo enraizado en la naturaleza. Fue la asimetría institucional la que facilitó el establecimiento del cuerpo femenino en el centro de la investigación hormonal. Los endocrinólogos necesitaban de una estructura institucional para poder obtener las herramientas y los materiales necesarios para la investigación. En el caso de las hormonas sexuales femeninas, los investigadores y las compañías farmacéuticas no necesitaron empezar de cero. Podían respaldarse en la práctica médica establecida y transformarla en un mercado organizado para sus productos. La investigación sobre hormonas masculinas era más difícil de vincular con grupos importantes fuera del laboratorio. Tanto la producción como la comercialización de las hormonas sexuales masculinas estaban limitadas por la falta de un contexto institucional comparado a la clínica ginecológica: hasta 1920 no había una clínica especializada en el sistema reproductivo masculino. La especialidad médica de andrología, es decir, el estudio de la fisiología y de la patología del sistema reproductivo masculino (en este aspecto es la contraparte de la ginecología), no apareció hasta los setenta.8 Estas diferencias institucionales entre los cuerpos femeninos y los masculinos moldearon las posibilidades de convertir las afirmaciones de los científicos en un saber universal. La institucionalización de las prácticas relacionadas con el cuerpo femenino en una especialidad médica transformó al cuerpo femenino en un proveedor de material de investigación, en un cobayo para las pruebas, y en un auditorio organizado para los productos de la ciencia. Estas prácticas establecidas facilitaron que el modelo del cuerpo constituido de hormonas adquiriera el rango de un hecho universal.9
 
Las bendiciones mixtas de las hormonas sexuales
 
Es hora de reflexionar sobre lo que las hormonas sexuales nos han traído. Podemos ver claramente que modificaron nuestro mundo. La búsqueda de las hormonas sexuales es sólo uno de los ejemplos de los sueños de la modernidad. Las promesas de la nueva ciencia de la endocrinología sexual reflejan las pretensiones modernistas de que “el crecimiento progresivo del conocimiento científico del orden natural de las cosas, permitirá la construcción de la tecnología, el control de las causas y el desarrollo de ciertos eventos”. En esta tradición de la Ilustración, tanto la ciencia como la tecnología son intrínsecamente progresivas y benéficas, por lo que en nuestra sociedad pensamos que la ciencia y la tecnología mejoran la condición “humana”.
 
La búsqueda de las hormonas sexuales está profundamente arraigada en esta creencia, en la ciencia como progreso. Desde sus primeros años, la ciencia de las hormonas sexuales prometió la solución a varios problemas, particularmente los de “las mujeres”. Las promesas de Robert Frank en su libro The Female Sex Hormone, que las hormonas “liberarán a las mujeres de los males que sufren”, ilustran claramente esta tradición modernista. La pregunta que nos intriga es si los sueños de Frank se realizaron. Si la respuesta fuera un sí rotundo este artículo tendría un final feliz. Desafortunadamente, mas no inesperadamente, la respuesta no es tan sencilla. La introducción de la concepción del cuerpo constituido por hormonas ha llevado a “poder controlar el cuerpo a lo largo de la vida desde la menstruación hasta la menopausia”. Podríamos inclinarnos a creer que Robert Frank tenía razón y que se adelantó a su tiempo. Sin embargo, también podríamos cuestionarnos si y hasta qué medida las hormonas han sido una solución a los “problemas de las mujeres”. Indudablemente muchas mujeres enfatizarán las ventajas de la terapia hormonal. Sin embargo, la noción misma de control y la conciencia de (posibles) riesgos a la salud son los que transformaron el sueño de las hormonas como solución a problemas en una realidad ambivalente y severamente criticada. El ejemplo de los anticonceptivos y el de la terapia de sustitución ilustran claramente las dos caras de la revolución hormonal.
 
La historia de los anticonceptivos es una historia de liberación, y al mismo tiempo una de control. Por un lado los anticonceptivos son, además del “no”, la forma más efectiva de prevenir el embarazo, que por lo mismo representa una “tecnología que ha contribuido a la liberación de las mujeres”. Pero por otro lado, en el contexto de la política de control de poblaciones, su uso presenta dificultades, ya que sirve como instrumento para lograr fines que en última instancia son de orden político, económico, cultural y moral.
 
Una historia muy similar es la de la terapia de sustitución para curar los síntomas de la menopausia. Este tratamiento ha sido extremadamente popular desde los años setenta, particularmente en Estados Unidos, donde las ventas de estrógenos se han cuadruplicado. Hoy día los estrógenos figuran entre los cinco medicamentos más prescritos. Aquí también el uso de las hormonas tiene dos caras. En la primera vemos el alivio a los efectos negativos del envejecimiento. Muchas mujeres ven en la terapia hormonal de sustitución una terapia efectiva, y como el fruto del reconocimiento por parte de la profesión médica a sus problemas. La otra faz es menos radiante. Ésta, muestra las múltiples controversias que han acompañado la introducción de la terapia de sustitución. Hay debates recurrentes sobre los riesgos de cáncer y de otros efectos secundarios. Se ha criticado también la visión reduccionista de la menopausia en la cual se reduce la complejidad del envejecimiento a una sola entidad, las hormonas.
 
En resumen, podemos decir que la mejor manera de representar las hormonas es la de una bendición mixta. Mis comentarios no buscan conducir a una visión pesimista acerca de la cultura o de la tecnología, sino más bien a que necesitamos entender la ciencia y la tecnología con todas sus tensiones y ambigüedades. El argumento central de este artículo ha sido que tanto los cuerpos como las tecnologías no están inequivocamente determinados por la naturaleza, y que las tecnologías médicas no tienen que ser necesariamente como son. Quién sabe qué habría sido de la concepción del cuerpo hormonal si hubieran existido las clínicas andrológicas, en vez de las ginecológicas. Imagine qué hubiera podido suceder en un mundo con actitudes distintas hacia el género, la responsabilidad de la planificación familiar y el cuidado de los hijos. No resulta inimaginable que hubiéramos terminado con anticonceptivos y con tratamientos de menopausia masculinos. Pero nunca sabremos si esto habría sucedido. Sin embargo, sí sabemos con certeza que la ciencia y la tecnología pueden adoptar muchas formas. La revisión crítica de los procesos que dan forma a la ciencia, a la tecnología y a los cuerpos puede ayudarnos a imaginar tecnologías que tengan una oportunidad de sobrevivir.
 
 articulos
Notas
1. Véase por ejemplo Bijker et al., (1987), Bijker y Law (1992), y Latour (1987).
2. En su análisis de las representaciones de los cuerpos femeninos y masculinos en los modelos de cera utilizados para la realización de los dibujos anatómicos, Ludmila Jordanova nos presenta otro ejemplo impresionante. Describe cómo los modelos de cera representan a las figuras masculinas como agentes activos, y a las femeninas como objetos pasivos del deseo sexual. Las figuras femeninas, o “venuses”, están recostadas sobre terciopelo o cojines de seda, mientras que las figuras masculinas se encuentran generalmente de pie, frecuentemente en movimiento, reflejando los estereotipos culturales del hombre activo y de la mujer pasiva.
3. Véase Fausto Sterling (1985), Fried (19821), Money y Ehrhardt, (1972).
4. La recolección de orina de pacientes hospitalizados no resolvía el problema porque la concentración de hormonas sexuales en la orina de los enfermos es mucho menor que en la de hombres sanos. La de animales tampoco era útil porque contiene muy pocas hormonas masculinas. La orina humana parecía ser única respecto al contenido hormonal, por lo que los científicos dependieron exclusivamente de la disponibilidad de orina masculina humana.
5. Para un análisis detallado sobre la importancia de los métodos de prueba en la investigación sobre las hormonas sexuales, véase Oudshoorn 1994.
6. El número de publicaciones registradas bajo hormonas sexuales femeninas en el Quartely Cumulative lndex Medicus aumentó gradualmente de 80 en 1927 a 448 en 1938. El número total de publicaciones en el periodo entre 1927 y 1938 sobre hormonas sexuales femeninas y masculinas es de 2688 y 585 respectivamente.
7. Zaklexicon der Orgaan en Hormoontherapie, Tweede herziene uitgave, Organon, 1937.
8. Aunque desde 1891 se había sugerido la necesidad de establecer una especialidad separada y distinta para el estudio del sistema reproductivo masculino, la andrología se institucionaliza como especialidad hasta finales de la década de los sesenta. Niemi, “Andrology as a Speciality, Its Origin”, Journal of Andrology 8 (1987); 201-203.
9. Para un análisis mucho más detallado de la construcción del cuerpo hormonal, véase Oudshoorn, 1994.
     
 __________________________________      
Nelly Oudshoorn
Profesora en género y tecnología en la Universidad de Twente.
Maestra en la Universidad de Ámsterdam, Holanda.
 
Traducción: Nina Hinke
     
__________________________________      
cómo citar este artículo
 
Oudshoorn, Nelly. (Traducción Hinke, Nina). 1997. La mujer hormonal. Creación de un concepto. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 20-26. [En línea].
     

 

 

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Luis de la Rosa
Oteiza Periodismo
y obra literaria
R048B05  
 
 
 
Laura Beatriz Suáres de la Torre  
                     
(Recopilación, prólogo, introducción y notas)
Vol. I, Instituto Mora, México, 1996
 
 
Educar se convirtió tras la Independencia en una
empresa nacional. De hecho, los hombres de esa época comprendieron que el México en ciernes requería hombres preparados para dirigir los destinos patrios pues, a decir del doctor Mora, “la ignorancia jamás extiende la vista a lo futuro; no calcula sobre las diferentes edades del hombre; cree que es eterna la juventud, o al menos los placeres de esta época de la vida. El amor a las ciencias es casi en nosotros la sola pasión duradera…” que proporciona la posibilidad de un futuro mejorado.
 
Si la educación se constituyó en el objetivo primordial, de manera más modesta el periodismo fue un instrumento idóneo que contribuyó a ella. Las gacetas reflejan la clara intención de instruir: ofrecen la amenidad propia de las diferentes expresiones de la literatura, ponen al alcance la modernidad al informar de los últimos descubrimientos científicos y tecnológicos, brindan al “bello sexo” un material apropiado para él y, en fin, se preocupan por moralizar mediante pasajes bíblicos recreados en sus páginas. Para sintetizar, puede afirmarse que estos impresos respondieron propiamente al interés científico-literario, como ellos mismos lo llamaban, de un público que reclamó para sí el acceso al conocimiento y de unos autores que hallaron en tales espacios la posibilidad de echar a volar su imaginación, compartir su amplia cultura y ofrecer, por decirlo así, una variada gama de artículos de difusión. Los editores desempeñaron una función importantísima al definir poco a poco el carácter de las publicaciones, determinar su contenido e imprimir su tendencia específica a cada una de ellas: política, literaria o científica. Para tal fin cantaron con colaboradores distinguidos: los hombres de letras más destacados de ese entonces.
 
No es de extrañar entonces que, consideradas las preocupaciones de la generación rectora de los destinos nacionales en las primeras décadas del México independiente, los nombres de los más conspicuos políticos se identificaran también con los de letrados y, por tanto, confluyeran en los mismos foros figuras de edades dispares: a veteranos escritores como Andrés Quintana Roo, Lucas Alamán, Francisco Manuel Sánchez de Tagle o Manuel Eduardo de Gorostiza, se vinculan noveles literatos tales como Guillermo Prieto, José Fernando Ramírez, Ignacio Sierra y Rosso, Luis de la Rosa, entre otros, unidos todos por un mismo ideal: conferir a México el grado de nación progresista. Sus posturas políticas fueron quizá antagónicas, mas no su sentir en torno a la literatura, pues le atribuían un valor inestimable en la tarea de mejorar al país. Comulgaban con la idea de que “los hombres grandes se conocen por sus escritos o por sus acciones, la imprenta es el canal por donde se transmiten sus nombres…”  y con ellos toda su luz y su sapiencia.
 
Las diversas publicaciones de ese género, por tanto, informaron, solazaron e ilustraron a sus lectores. Conforme a este concepto surgieron diversos títulos que periódicamente aparecían en el ámbito cultural del México decimonónico. Nada sorprende pues que los miembros de alguna agrupación se consagraran a la tarea de combinar sus actividades públicas con empresas editoriales. En las grandes ciudades y hasta en las remotas y pequeñas localidades se encontraban lectores sedientos de saber, ansiosos de conocer lo que Occidente ofrecía como ejemplo de lo más civilizado, lo más bello, lo más adelantado, lo último en la corriente del pensamiento. Entonces se reprodujeron textos publicados en revistas francesas, españolas e inglesas, y los títulos rememoraron, precisamente, las experiencias atrapadas en las lecturas foráneas, aunque respondían también a la necesidad de asignar un espacio a la cultura nacional, El Mosaico Mexicano, El Museo Mexicano, y La Revista Científica y Literaria constituyen los ejemplos más acabados de ello. En un primer momento, no hacían más que repetir lo hecho en el extranjero; empero, en su afán de ofrecer oportunidades a los talentos del país, abrieron sus páginas a las plumas mexicanas para dar a conocer los frutos de su inspiración. Con el tiempo, esas publicaciones se mexicanizaron, por decirlo así.
 
Ilustradas profusamente, con artículos breves, notas históricas, poesías amorosas, descripciones fantásticas, bellos paisajes, recuerdos maravillosos, llenaban las aspiraciones de lectores ávidos de contacto con lo nuevo; satisfacían su curiosidad asomándose al desconocido mundo de la ciencia, se acercaban al arte milenario o encontraban consuelo en la religión. En pocas palabras, hallaban en estas páginas un mundo fascinante.        
 
Con el paso del tiempo, las firmas de Carlos María de Bustamante, Manuel Orozco y Berra, Joaquín Pesado, Juan N. Bolaños, El conde de la Cortina, Ignacio Rodríguez Galván, Manuel Carpio, José Bernardo Couto, José María Lacunza, Guillermo Prieto, José María Lafragua, Casimiro Collado, Manuel Payno, José María Heredia, Fernando Calderón, José María Tornel, Juan B. Morales, Mariano Otero, Luis de la Rosa, Joaquín Cardoso, por mencionar las más representativas, se alternaron con los nombres extranjeros y comenzaron a robar espacios; allí ensayaron la poesía y la historia, en ellas volcaron sus conocimientos y mostraron sus inclinaciones literarias, allí se engolosinaron al describir el paisaje de México. En suma, esta primera experiencia de literatos mexicanos viene a ser el antecedente a la flamante generación a la que pertenecieron Francisco Zarco, Ignacio Manuel Altamirano e Ignacio Ramírez, quienes habrían de convertirse en los más afamados escritores de su tiempo y, de hecho, terminarían por confinar en el olvido a sus predecesores.
 
Rescatar la obra de aquellos pioneros de la literatura nacional reviste enorme importancia. Llenar el vacío actual al respecto, conduce a descubrir los intentos por crear una literatura mexicana y conocer los escritos de la primera camada de autores empeñados en comunicar lo que a su juicio evocaba, entre otros muchos conceptos, a México. Entres esos creadores se encuentra Luis de la Rosa Oteiza, quien desde temprana época produjo textos de corte literario para contribuir a las empresas editoriales surgidas en distintos puntos de la nación, una vez independizada ésta. Trabajos de muy diversa índole, dispersos en distintas publicaciones, son prueba fiel de su labor en pro de una cultura nacional.
 
La variedad temática de los textos reunidos en el presente volumen nos ofrece la posibilidad de reconocer la amplia gama de intereses albergados por De la Rosa en distintos momentos de su vida, ya que se trata de un fiel representante del ilustrado, capaz de hallar en cada una de las expresiones humanas un motivo de asombro, estudio o reflexión. No vacila, penetra en su mundo Interior, se detiene frente a la naturaleza en busca de un tema por desarrollar, asimila la sabiduría de otros, contempla las bellezas del paisaje mexicano y en todo ello encuentra un objeto digno de atención. Representa, cabalmente, “al hombre que ha cultivado su talento y no se precipita a los vergonzosos extravíos en que cae de ordinario el ignorante”.
 
Los trabajos aquí reunidos resultan en extremo misceláneos, por corresponder —como ya se dijo— a innumerables temas y motivos capaces de cautivar la atención de una personalidad ilustrada, por ello se decidió presentarlos simplemente en orden cronológico, en los que podrá advertirse un cierto predominio de tres esferas: ciencia, religión e historia.
 
Respecto a la primera, puede afirmarse que De la Rosa exploró los reinos animal, mineral y vegetal, y se esmeró en describir con detalle cada aspecto que seleccionaba de ellos. Sus conocimientos científicos partían de su propia experiencia, aunque en ocasiones se basaba en autores extranjeros para avalar o refutar afirmaciones. En sus artículos se advierte la acuciosidad de quien desea penetrar los misterios de la naturaleza, de quien siente una especial atracción por ilustrar y compartir sus experiencias con los demás. Entre los trabajos de esta índole más representativos, podemos citar “La utilidad de las plantas”, “Ornitología, Los nidos de las aves”, “La planta pichel”, “Historia natural”, “Investigación sobre el origen de las plantas de cultivo en México” y “El cenzontle”. No obstante, su texto más acabado, donde su vocación de educador alcanza la mayor plenitud, es sin duda la Memoria sobre el cultivo del maíz en México, reflejo de todas sus experiencias campiranas, sus lecturas científicas y su acendrada pasión por el tema. Y no podía ser otro el asunto que lo llevara a redactar tan largo texto, puesto que el maíz constituye el cultivo por excelencia de México, la base de la alimentación y, por ello, De la Rosa se afana en exponer los mejores procedimientos para producir aquel cereal. Los escritos dedicados a la ciencia muestran al autor preocupado por divulgar el conocimiento, por hacerlo llegar a los rincones más apartados del país mediante las publicaciones, por compartir sus experiencias con quienes, como él, sienten inclinación hacia el estudio y aspiran a desentrañar los misterios de la madre naturaleza.
 
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Laura Beatriz Suáres de la Torre
     
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Manuel Calviño
     
               
               
En 1920, Sigmund Freud terminó de escribir y publicó
uno de sus trabajos más controvertidos y a mi juicio innovadores: Más allá del principio del placer. Allí quedó inscrita la suposición psicoanalítica básica según la cual “el curso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio del placer”. Este principio del funcionamiento psíquico, que como el genial creador del psicoanálisis señala, “corresponde a un funcionamiento primario del aparato anímico y que es inútil, y hasta peligroso en alto grado, para la autoafirmación del organismo frente a las dificultades del mundo exterior”, encuentra en el desarrollo humano una contraposición: el principio de la realidad, nacido bajo el influjo del instinto de conservación.
 
La realidad es cordura, transacción, límite. El placer es fantasía, emoción, irracionalidad, impulso natural, gusto, deseo. La realidad es racionalidad, intelecto, conocimiento. Placer y realidad han quedado representados como posiciones contradictorias en el vínculo humano con su mundo. El placer es un préstamo, un anticipo que nos hace la felicidad. La realidad es el cobrador de impuestos que nos recuerda que como la deuda externa, el placer es impagable. Lo decía de un modo más cubano un “filósofo” de mi natal Cayo Hueso: “Todo lo que da gusto es prohibido, no se debe hacer o hace daño. Lo permitido nunca es tan bueno”. El placer aparece como un antónimo intermedio de la realidad: no se trata del binomio antagónico placer-displacer, sino de la inconvergencia genérica placer-no placer, “que no es lo mismo, pero es igual”.
 
Es en medio de esta dicotomía existencial, al decir de E. Fromm (1983), que hemos quedado ubicados en el mercado de la comunicación social los que de uno u otro modo nos proponemos “lenguajear” a gran escala acerca de la realidad, o más difícil aún, sobre un fragmento de la realidad en principio inaccesible al mirar cotidiano, un fragmento de la realidad que necesita para ser visto de un artefacto especial cada vez más complejo y sofisticado: la ciencia. Desde ahora quiero hacer hincapié en la utilización no casual de la expresión “lenguajear a gran escala”, con la que me refiero a la gestión de comunicación social cuyo destinatario no es el bondadoso público que comparte gustos, intereses y hasta en ocasiones formación especializada con nosotros. Este público tiene todos los beneficios de la experiencia compartida y junto a ella el interés, la preferencia, el hábito, cualidades en general favorecedoras a una gestión de comunicación eficaz. Aunque también, siendo justo, tendría que decir que no son pocas las veces que dicha gestión va acompañada de envidias, celos profesionales, pruritos cientificistas, etcétera. En esta ocasión me quiero referir sobre todo al “horror fascinante” que supone realizar divulgación científica que pone en el punto rojo de su colimador al gran público. 
 
Tendríamos razones para afirmar que la divulgación científica dirigida al gran público goza hoy de mayor salud que nunca antes. Podríamos señalar sin mucho temor a equivocarnos que nuestro público ha crecido considerablemente, es más, para un sector importante de la población nuestro trabajo responde a una real necesidad sentida. Hemos ganado en notoriedad, cantidad de productos comunicativos, aceptación. Hasta en el mercado tumultuoso de esa gula consumista que produce una cantidad de canales de televisión que sólo un desempleado alcanza a ver, tenemos un lugar especial. Aunque siendo honestos no sé si el Discovery Channel responde a la intencionalidad que nos une en este encuentro o a un Plan de Marketing muy inteligentemente diseñado. Ojalá que a las dos. Por sólo poner un ejemplo que aumente nuestro acuerdo en torno a la certeza de nuestra salud podríamos sugerir el caso de las acciones de comunicación social en salud, pues de acuerdo con L. Green et al., hoy muchos consideran que “…estos son tiempos gratificantes para los profesionales de la salud que han estado comprometidos con el concepto de educación para la salud. Un brusco auge del interés del público y de los profesionales por la educación para la salud está siendo impulsado a nivel nacional e internacional, convergiendo en temas de autoayuda, prevención y promoción de la salud”.
 
Sería una torpeza considerar que esta mejoría es un efecto puntual de la casualidad. Sigo siendo de los convencidos con y desde Marx que aunque “…la hacemos, en primer lugar, con arreglo a premisas y condiciones muy concretas… somos nosotros mismos quienes hacemos nuestra historia…”. El suceso pertenece quizás no por entero a nuestra voluntad, pero sí a nuestro trabajo, y lógicamente a un conjunto de condiciones favorecedoras. Intentaré precisar algunas de dichas condiciones, mismas que “gracias a” o “a pesar de” resultan favorecedoras a nuestro “estado actual de salud”:
 
1. El avance ascendente de los códigos de modernidad hacia una convergencia con el espacio antes elitista de la ciencia. Hace apenas unos pocos años históricos la modernidad tenía como códigos fundamentales los sustentos primitivos de la ciencia: saber leer y escribir. Hoy los lenguajes “esotéricos” de la computación, el manejo de una segunda lengua, la disposición de sofisticados instrumentos de cálculo, el saber económico, incluso hasta una cultura espiritual acercan mucho al ciudadano común a aquel “científico per natura” con el que representaba G. Kelly a todo ser humano.
 
2. El desplazamiento de las ciencias de un círculo cerrado y concéntrico, de acceso sólo posible por “patente de corso”, a un sector más amplio de personas, y al mismo tiempo a una mayor responsabilidad en los procesos productivos y de aumento de la eficiencia. Con esto, saber la ciencia, aunque fragmentada y pragmática, es más que un “toque de distinción”, una necesidad cotidiana.
 
3. El surgimiento, desde los inicios de los años de la década de los sesenta, de movimientos políticos emancipadores, con proyectos sociopolíticos de profunda inspiración humanista y moderna, cuyos centros instituyentes son la creación de una nueva sociedad más justa y soberana, una sociedad más culta, más educada y por ende más sustentada en el saber científico. “Ser cultos para ser libres” parece ser el gran redescubrimiento renacentista de la época. La cultura es la estructura subjetiva de la nueva sociedad, del nuevo hombre. Pero ser cultos ya no es más conocer a los clásicos de las bellas artes, saber alguna de las lenguas muertas y tener un cierto refinamiento en la expresión del comportamiento. Ser culto es sobre todo estar instruido acerca del pujante mundo intelectual que somete a la naturaleza al dominio del hombre.
 
4. La revalidación, por influjo de los movimientos políticos y sociales y la exigencia en el cumplimiento de los derechos elementales e inalienables del ser humano. Entre ellos el derecho a saber, y como inevitable contraparte el deber de hacer saber.
 
5. El propio desarrollo de la sociotecnificación. La sociedad unidimensional tan criticada como venerada por Marcuse y por la escuela de Frankfurt dibuja la ilusión de que “la misma función de las ideologías —como dice Adorno— se va haciendo cada vez más abstracta”. Las nuevas utopías no son de sociedades morales, solidarias. Si la inconvergencia en las ideologías puede ser sustituida por la convergencia científica, si la ciencia es verdad, no ideología, entonces la utopía social es cientista, tecnocrática. La mejor sociedad será la más científica, la más tecnificada. Sociedades más tecnificadas reclaman hombres más instruidos. Hombres más instruidos demandan más instrucción.
 
6. La sociedad mediológica que se sustenta en la ciencia, la consume, la importa, la hace llegar a todos los lugares de su conveniencia. La ciencia se constituye en un medio de poder —la información es poder, el conocimiento es poder. Por si esto fuera poco, hasta en las sociedades autocráticas el referente a la ciencia es fundamental: “El poder es la ciencia”.
 
Todo esto para bien o para mal, desde lo comprensible y lo incomprensible, desde lo que puede provocar nuestro acuerdo y beneplácito, hasta lo que nos causa indignación y rechazo, pone a la ciencia en un lugar un poco más privilegiado en lo que se refiere a las prácticas de comunicación. Científicos de alto calibre aparecen en las pantallas de televisión, escriben en diarios y revistas, se someten a la siempre peligrosa acción de reporteros, periodistas y publicistas, se disponen a decir lo que nadie comprende de un modo que todos entiendan. Algunos hasta han logrado un cierto boom. Cosmos estuvo a punto de ganarse el Óscar del año, y su científico conductor, Carl E. Sagan, de convertirse en el actor mejor pagado de Hollywood. Stephen Cobey vendió más ejemplares de su Highly Effective People que Freud de su best-seller, La interpretación de los sueños. A Hawking se le conoce tanto o más en los mass-media que en las bibliotecas especializadas. Tengo la esperanza de que Entorno, nuestro excelente programa de comunicación sobre medio ambiente, un día llegue a verse más que el farandulero Contacto, que el espacio de comunicación de ciencia sabatino de Mara Roque deje atrás el rating del pésimo humor de Los hombres que la amaron, y que mi programa Vale la pena, orientación y educación para la vida, sea más popular que Mi salsa.
 
Sin embargo, no nos conviene, ni nos queda bien, la contemplación satisfecha, el autoelogio conformista. Los éxitos siguen siendo puntuales, y no promedian muy alto al unirse con los no éxitos. La facilidad con que logra la aceptación del gran público la “mediocridad salseada”, el arrastre pasional que causan los más indecorosos y chabacanos chistes, la asociación simbiótica que una trama absurda y una historia primitiva establecen entre un personaje y una persona, distan mucho de los logros promedio de las acciones de comunicación cuando el sonido es técnico, el chiste un objeto de análisis, y la historia un devenir de la realidad (presente, pasada o previsible, actual o virtual). Los avances no nos pueden cegar: somos en ocasiones aceptados, en general reconocidos y respetados, pero con mucha frecuencia no somos preferidos.
 
¿Por qué es tan difícil lograr el atractivo?, ¿por qué es tan relativamente poco preferida la divulgación de la ciencia entre el gran público?, (me refiero no al sustrato científico de las prácticas de comunicación social, sino a la gestión de comunicación cuyo producto, cuyo contenido instituyente es el conocimiento, la sabiduría, la ciencia, el vivir consciente y responsable, el saber dónde estamos tratando de ser) es ésta la pregunta que quiero que nos respondamos.
 
El público
 
Cualquier intento de comunicación social vería la distribución de su público cercana a la campana de Gauss, ésa que tanto suena sin emitir sonido y que define dónde están los normales y dónde los anormales. Pero hay particularidades esenciales. Tomemos, por ejemplo, el caso de una telenovela. En un extremo de la campana están los fanáticos, esos que lloran cuando los héroes de su realidad virtual televisada sufren, los que hablan de los personajes como si vivieran en su mismo edificio. Éstos siempre ven la telenovela con gusto y placer, son los que se rigen por el principio de que “contigo pan y cebolla”. En el otro extremo de la distribución probabilística estarían los que consideran una aberración del gusto y una perversión subdesarrollada sentarse ante la pantalla a las nueve de la noche. Éstos, como dice el maestro Adalberto Álvarez, sonero de vocación y de formación, son los que “se persignan a escondidas”. Los podemos ver sentados frente a la pantalla haciéndose los molestos, los que no les queda otro remedio. Su leyenda defensiva es “no me gusta pero me entretiene”. Hay también aquí placer, un placer perverso y masoquista, pero al fin y al cabo placer. Por último está la gran mayoría, justamente el gran público, el que eleva los ratings de teleauditorio a cifras insospechables. Para ellos, la telenovela tiene un elevado índice de satisfacción de la necesidad básica que moviliza al consumo de la televisión: entretiene, desconecta, da gusto. Esto quiere decir que disminuye el displacer, es decir, da placer. Placer en la mirada acrítica, placer en la hipercrítica, placer en la mesocrítica. Con la telenovela sucede entonces lo que el consumidor espera: “El principio del placer llegar a dominar el principio de la realidad”.
 
La telenovela juega a la realidad, pero apuesta al placer, no importa cuán cerca o no esté de lo real. El hilo conductor, cuando se hace bien, es lo creíble, lo que puede estar al doblar la esquina, y nos puede acercar o alejar de la vivencia de felicidad. Pero lo creíble no necesariamente es la verdad, lo que puede suceder no necesariamente sucede, incluso la vivencia de felicidad no es la felicidad, muy por el contrario suele ser un paliativo de la infelicidad. Que conste que no soy el enemigo público número uno de la telenovela. Para nada es así. Al menos en eso pertenezco al grupo de los normales: hice profundas reflexiones filosóficas con Roque Santeiro, aprendí a hacer jugo de maracuyá con Doña Beija, sentí la debilidad de la carne entre Pasión y prejuicio y sigo de cerca los avances del Rancho Media Luna ubicado en Tierra Brava.
 
El asunto es otro. Se trata de que la convocatoria al placer es un gestionador de eficacia comunicativa muy poderoso. El espacio simbólico de la recepción de la telenovela es el placer que como círculo redundante parte de sí para llegar a sí mismo. Sabemos muy bien que la búsqueda condiciona el encuentro con apenas un poco de ayuda. Lo complicado es encontrar placer donde se busca la realidad, a veces en extremo cruda y lastimosa, y es éste el gran dilema de los productos de divulgación de la ciencia, no esencialmente por sus mecanismos de producción, incluso ni tanto por los valores formales de los recipientes o vehículos de los mensajes, tampoco lógicamente por la prejuicial representación de la discapacidad históricamente depositada en el público, sino por la expectativa primaria de vínculo emocional de los comunicados y los contenidos de los mensajes. El público, incluso, cuando busca comprensión, conocimiento, aprendizaje lo hace con una expectativa de placer, lo hace movido por el principio del placer, que no es una motivación para nada inferior, ni perversa, ni que merece ser proscrita. Sin el placer en lo que hacemos no estaríamos aquí —a no ser que fuéramos pacientes del Marqués de Sade: masoquistas por vocación.
 
Pero el placer primario del público tiene un sinónimo educado, aprendido tras largos años de paciente labor de adoctrinamiento. Ya decía Cervantes que “El principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen permitiendo que se hagan públicas comedias, es para entretener a la comunidad con alguna honesta recreación y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad”. El placer que se logra de-con algo no es el producto del funcionamiento orgánico de nuestras vísceras, órganos sensoriales, corazón, cerebro, etcétera. El placer nos ha sido enseñado con el instrumento del disfrute, con la vara de medir lo permitido, lo útil, lo adecuado. El placer asociado a los productos comunicativos se llama “entretener”.
 
Interesante juego sonoro el de la voz entretener. Se me ocurre así: entre-tener, tener que hacer lo de todos los días, lo que me mandan, lo que no me gusta, lo que me enajena, y tener que olvidarme de todo eso que es mi realidad, la realidad de mi vida, entre dos “teneres” me entretengo, me tengo a mí mismo, me distraigo, me olvido de la realidad, me distancio de ella. “La mayoría del displacer que experimentamos es, ciertamente, displacer de percepción del esfuerzo de instintos insatisfechos, o percepción exterior… por ser esta última penosa en sí”. Displacer en la realidad, placer en el alejamiento de la realidad.
 
Desde esta perspectiva parece hacerse evidente que la posición simbólica primaria asignada a la presencia de un científico en el controvertido espacio “apocalíptico e integrado” de los medios de comunicación es definitivamente difícil, por momentos utópica, quijotesca, en lo que a placer se refiere. Veamos algunos elementos.    
 
La comunicación científica está comprometida con el saber, con la realidad. Del lado del público la demanda básica de placer tiene sus prescriptores asimilados por la educación (la formal y la informal), por las acciones de comunicación intencionales o no. “Fumar es un placer”, entonces cuando le decimos al público que “fumar es dañino” la lectura es: “me están convocando a que renuncie al placer”. Quizás por eso el placer con frecuencia nada despreciable no quiere saber la verdad a no ser que sea convergente con la producción misma de placer, y por tanto, no es la verdad sino la verdad del placer. ¿Qué pasa entonces? Ayudémonos con Aristóteles, que se conformaba con dar vueltas alrededor de los patios hablando sin descansar: “nadie ve a sus hijos feos”, “yo tengo cinco hijos”, entonces “yo veo a mis hijos lindos”. Cuando alguien dice de mi hijo más pequeño “es igualito a su padre”, es decir a mí, con todo derecho quedaría justificada la estructura narcicística “yo me veo lindo”. Pero irrumpe en mi espacio lógico una ventana que quiere develarme un secreto: “El que tú veas a tus hijos lindos no quiere decir que lo sean, y mucho menos que lo seas tú, porque la ciencia psicológica ha demostrado que la percepción está dibujada por las necesidades. Entonces es tu orgullo, tu narcicismo, tú egolatría la que te hace ver a tus hijos lindos”. Corolario: mis hijos son feos y yo soy un histérico enamorado de mí mismo. Es ese el momento en que cambio de canal, de emisora, de revista o de artículo y voy a ver la belleza de los hijos de un personaje bello para cerrar mi dinámica transposicional. Dice una conocida ley psicológica: “Lo que un sujeto considera real se hace real al menos en sus consecuencias”. La realidad puede modificarse o no, el placer la sobrepasa. Sin duda sería útil recurrir a la noción pichoniana de “fascinación del horror”: lo que en el discurso de la realidad es horror, en el discurso del placer produce fascinación.
 
Sumemos a esto los diferentes aspectos que se relacionan con la calidad formal y de contenido de los mensajes. Hablo sobre todo de lo que llega como producto comunicativo a nuestro gran público demandante del placer. Comparemos dos textos: “Al que a fumar dice NO, la muerte le llega más tarde”. El otro dice “Belmont. Para los que buscan un placer distinto”. Sobran los comentarios.
 
Cambiemos de contexto. Nos vamos a la televisión. Programa La ciencia al día.        
 
MÚSICA. Tema de presentación (Suppe. Light Cavalry Overture). Los dos participantes están sentados detrás de un escritorio antiguo. El fondo es un estante lleno de libros. Encima de la mesa del conductor hay un microscopio electrónico. En la del invitado hay una computadora. La cámara se mantiene en un plano abierto y distante.
 
Conductor: “Buenas noches estimados televidentes. Bienvenidos a su programa La ciencia al día. Hoy trataremos un tema que esperamos sea del interés de todos. La posibilidad de transmisión y regeneración genética por vía de la sedimentación de núcleos portadores de información básica, partículas integrales de ácido desoxirribonucleico, depositados en mediadores animales vivos fosilizados en condiciones naturales de conservación. Para lograr la explicación más autorizada hemos invitado al doctor Federico Sánchez, especialista de primer grado, profesor titular, doctor en ciencias biológicas y actual director del Programa Nacional de Ingeniería Genética”.  
 
Doctor, ¿es posible la transmisión y regeneración genética por vía de la sedimentación de núcleos portadores de información básica, partículas integrales de ácido desoxirribonucleico, depositados en mediadores animales vivos fosilizados en condiciones naturales de conservación?”
 
Especialista invitado: Bueno, ante todo quiero agradecer la gentileza de los compañeros del colectivo de este interesante y ameno programa, que deberían ver todas las personas en nuestro país, porque nuestro futuro está en manos del hombre de ciencia, sin la ciencia hoy el ser humano no puede seguir adelante. Quiero además decir que las ideas que expondré hoy aquí no son sólo mías, sino que son el fruto del trabajo abnegado y consagrado de varios especialistas y técnicos del Instituto de Ingeniería Genética Especializada, centro de elevado nivel científico con el que puede contar hoy nuestro pueblo gracias a la Revolución. Cualquiera de mis compañeros podría estar aquí hoy ante las cámaras. Creo incluso que otros se lo merecían más, pero bueno fui yo el designado”.
 
Conductor: “Gracias doctor Sánchez. ¿Podría, por favor, ahondar un poco más sobre si existe o no la posibilidad de transmisión y regeneración genética por vía de la sedimentación de núcleos portadores de información básica, partículas integrales de ácido desoxirribonucleico, depositados en mediadores animales vivos fosilizados en condiciones naturales de conservación? Porque yo creo que a nuestros televidentes les gustaría saber que sí, que existen incluso algunas experiencias alentadoras. En definitiva la transmisión genética es hoy un hecho bastante bien conocido, y no creo que tengamos razones especialmente poderosas para rechazar tal hipótesis”.
 
Especialista invitado: “Efectivamente. Como usted ha señalado existen incluso algunas experiencias alentadoras que nos hacen creer en la posibilidad de transmisión y regeneración genética por vía de la sedimentación de núcleos portadores de información básica, es decir partículas integrales de ácido desoxirribonucleico, depositados en mediadores animales vivos fosilizados en condiciones naturales de conservación. Como es bien conocido, actualmente se realizan biopsias de blastómeros, partogénesis, elementos básicos para las prácticas in vitro y los resultados han sido satisfactorios. De modo que es posible pensar en analogías naturales de estos y otros procesos tecnológica y científicamente complejos”.
 
Insoportable, displacentero. Se pone en tela de juicio hasta la sanidad mental del saber. “Los científicos son aburridos porque la ciencia es aburrida”. La imagen corporativa del gremio se ve seriamente dañada. Sin embargo, la novela de Michael Crichton, Parque Jurásico, llevada luego al cine por Steven Spielberg, es capaz hasta de convencernos de que si los “camellos” no sirven como medio de transporte, entonces tendremos dinosaurios. Por lo menos hasta que se cumpla la hipótesis de Horner J., y se echen a volar.
 
¿Dónde está el problema?, ¿alguien nos obliga a ser tediosos y aburridos?
 
Los mensajes
 
Nuestros mensajes son en ocasiones “anticomunicacionales” si los evaluamos desde su estructura. Con esto quiero decir que con bastante frecuencia olvidamos que existen ciertos estilos o modos de comunicación que constituyen un freno al despliegue de vínculos de aceptación-preferencia. Si bien la sentencia de Nietzsche afirma que cuando alguien tiene un porqué en la vida, puede soportar casi todos los cómos, cuando se trata de comunicar sobre la realidad, de facilitar el aprendizaje de nuevos conocimientos, cuando se trata de la comunicación de las ciencias las cosas son un tanto distintas. El “cómo” de la comunicación (cómo se realiza, cómo se encuadra) define una buena parte del “por qué” de la emergencia o no de la aceptación o el rechazo, de la preferencia o la no preferencia.
 
Por sólo hacer una referencia al tema, quiero recordar que existe una distinción fundamental dentro de la diversidad de modos o estilos de comunicación, si se toma como base la posibilidad de desarrollo de comportamientos creativos, proactivos, comprometidos y en este sentido preferenciales. Podemos distinguir dos tipos de encuadres generales: los encuadres reproductivos y los encuadres creativos.
 
Los encuadres reproductivos son aquéllos en los que la tarea de la comunicación tiene como fin que el modelo de comportamiento del emisor, explicitado en el mensaje, sea asumido por el receptor. Sus mecanismos típicos son la imitación, la coacción, la imposición, pero también la persuasión. Estos pueden ser más o menos discretos, pueden ocultarse tras las cortinas del “for your own good”, pero en lo fundamental su intención está en la reproducción de un modelo preestablecido, ajeno a la elaboración activa del sujeto reconocido apenas como receptor.
 
¿Cuáles son algunas de las características más comunes que sustentan encuadres de comunicación reproductivos y no creativos?: el discurso paternalista, egocéntrico, el explicitismo subvalorativo del receptor, el formalismo, la descontextualización. Y todo esto se acompaña de mensajes punitivos, sin credibilidad posible por su distancia del receptor, a veces mesiánicos, mensajes que no convocan a la reflexión, sino a la aceptación acrítica. En síntesis mensajes aburridos, nada placenteros y de casi imposible elaboración, que “entran por una oreja y salen por la otra” dice el gran público.
 
Infelizmente, no podemos detenernos en el análisis de cada uno de estos “estilos anestésicos del placer, del gusto, de la predilección”. Pero sí al menos señalar que el mero hecho de su evitación ya supone una tarea importante para el comunicador.
 
Los comunicadores
 
Me comprometo con todo lo que he dicho hasta aquí. Me comprometo también a no atormentarlos más y terminar rápidamente. Pero he llegado, después de muchas vueltas, al punto central: nosotros, los comunicadores. Una lectura de lo expuesto hasta aquí, y mejor aún, una mirada aguda a nuestras prácticas cotidianas de comunicación nos podría dejar un sabor análogo al de aquel personaje de Jack Nicholson que trata de romper con todas las ataduras que pretenden limitarlo. Tratan de convencerlo con la razón, y no lo logran. Tratan de hipnotizarlo con medicamentos, y tampoco les resulta. Lo lobotomizan y quieren convertirlo al fin en un “Atrapado sin salida” pero una mano retoma su estandarte y sigue la lucha.
 
Nosotros no estamos ni por asomo “atrapados sin salida”, estamos sueltos y con alternativas. ¿Pero qué pasa con nosotros? Nosotros tenemos que reformularnos, revisar nuestra identidad y nuestro perfil, encontrar no sólo nuestro saber, sino también nuestro placer. Hay muchas formas de cambiar las cosas, pero sin duda lo mejor para empezar es comenzar por cambiar uno mismo.
 
En primer lugar tenemos que avizorar una táctica, la asociación al placer. Sea ya ir al espacio del placer que ya tiene público y deslizar desde allí nuestros mensajes, sea pensar en nuestros espacios como lugares posibles de placer, no del placer que nos gustaría a nosotros, sino el placer real que funda la aceptación y la preferencia de nuestros actuales y futuros comunicandos. Como Freud, en su inspiradora obra, aprovechamos la sugerencia del poeta Rückert: “Si no se puede avanzar volando, bueno es progresar cojeando, pues está escrito que no es pecado el cojear”.
 
Para esto tenemos que abandonar la forma MODELAR en que realizamos con mucha frecuencia nuestras acciones de comunicación. La visión modelar es sobre todo un paradigma de funcionamiento muy arraigado en las prácticas comunicacionales de los expertos, según el cual la condición de COMUNICADOR-EMISOR-EXPERTO, da al comunicador una posición de predominio en la determinación de las conductas a seguir, las valoraciones a realizar, la distinción de lo bueno y lo malo, en cierta relación por parte de los que serían el objeto de la acción de comunicación. El lugar del comunicador se representa como el lugar de la verdad, peor aún, de la única verdad. Expresiones bien comunes como ésta están en el modo en que se concibe al comunicador como el que sabe (lo que hay que hacer, lo que hay que pensar, lo que hay que saber) y el otro, “el gran público” como el que no sabe. El primero oferta un modelo a seguir y el segundo lo asume.
 
Detrás de este enfoque se esconden relaciones de poder-subordinación, dando una suerte de “hegemonismo paradigmático” al comunicador. Esto reduce considerablemente la posibilidad de una acción verdaderamente mancomunada, la participación equiparada y de colaboración. ¿Supone esta forma modelar la libertad del RECEPTOR, su autonomía, y por ende su placer de la creación, de la participación activa, del aprendizaje como hecho personal? Muy por el contrario, en el mejor de los casos —y en la mayoría ni se da cuenta—, el receptor siente que la tarea, la decisión de qué y cómo hay que hacer algo, pensar algo, qué es lo que hay que saber, le viene impuesta desde afuera. ¿Favorece esto la productividad comunicativa? Parece ser que hay que estar de acuerdo con Mahler cuando decía que… “debemos dejar de adaptar…”.
 
Tenemos que alejarnos de la VISIÓN ESTÁTICA del sujeto receptor, del público. En el caso que nos interesa queda muy claramente establecido en la propia denominación de “el receptor”, aquél sobre quien recae la acción. La expresión de esta visión estaticista sobre “el receptor”, de las prácticas de comunicación es variada. Parece, en ocasiones, que lo único que pedimos a las personas sobre quien recae nuestro trabajo es que “se dejen llevar”. Son como cuerpos inertes que serán movidos por nuestra acción. Para sentir el placer hay que participar en su producción.
 
Es necesario ser muy cuidadosos con la valoración implícita que con mucha frecuencia se hace de las potencialidades y capacidades de los grupos a los que se dirige la acción de comunicación. No puede ser ésta una evaluación intuitiva, no sujeta a una disciplina científica. Para algunos de los presentes, lo que digo tiene que ver con las acciones de comunicación que se realizan con grupos (comunidades, poblaciones, etcétera) marcados por el bajo acceso a la educación y a la instrucción, por los bajos (en ocasiones inhumanamente bajos) ingresos económicos, el desempleo, podemos decir hasta la marginalidad. Sin duda esto es una tarea especialmente difícil y aún poco reconocida. Cientos de comunicadores han estado, y están, donde menos ventajas personales pueden encontrar movidos por un fin digno de admiración, respeto y reconocimiento. En estos espacios parecen encontrar sobradas razones para acciones que parecen puentes, elementales, infantiles. Algo similar ocurre cuando las acciones de promoción, educación e instrucción científica tiene que ver con niños: “Nos tratan como si fuéramos tarados” —me decía un niño de una escuela primaria cuando le preguntaba por qué no le gustaba la programación televisiva infantil. Pero hay que tener mucho cuidado, toda vez que esto ha generado situaciones, en mi opinión, muy negativas.
 
Por otra parte, se ha favorecido la imagen de que las acciones de comunicación científicas populares, son acciones “para pobre, para populachos, para gente sin cultura y sin distinción”. De parte de algunos comunicadores existe una certeza de que al trabajar con estas poblaciones, hay que “ponerse a su nivel”, lo que quiere decir que “hay que olvidarse de la capacidad de abstracción, de la complejidad intelectual. Hay que tratarlos muy superficialmente, casi infantilmente”. Se produce así una hiperconcentración de los esfuerzos en el elemento “mensaje” en detrimento de las acciones que signifiquen el conocimiento real del “receptor” y la movilización de sus recursos. No nos equivoquemos: la inteligencia no es función directa ni exclusiva de la instrucción, la madurez tampoco. Hay mentes poco cultivadas que dan mejores frutos que las cultivadas por antojo, capricho o necedad. Subvaloraciones de este tipo invitan a la apatía, la indiferencia, a la ausencia de deseo y gusto por hacer algo, sin olvidar que daña la autoestima, o el rechazo a las prácticas desde una autoestima que, sin quererlo en la inmensa mayoría de los casos, está siendo dañada.
 
Otra razón importante hace que nuestra acción tenga que ser especialmente cuidadosa y científica en estos días: hay una erupción, un brote gigantesco de pseudociencias que amenazan con robarse la conciencia de muchas personas. En los últimos años, víctimas del resquebrajamiento de los modelos económicos, sociales y políticos, muchas personas han desarrollado una suerte de “escapismo trascendental” que favorece la adición a modelos de respuesta, o dicho más exactamente, de búsqueda de respuestas, que están siempre más allá de la razón, de la ciencia, de la historia, de la terrenalidad. Me atrevo incluso a decir que mientras menos se parezcan a lo razonable las propuestas de los mercenarios acerca de la situación humana, más capacidad de adición tienen y se convierten en una alternativa de solución a los problemas apremiantes de la vida moderna según una lógica del siguiente tipo: “las cosas no tiene solución (nihilismo, desesperanza aprendida, decepción, etcétera) —si me dedico a buscarles solución entonces lógicamente me neurotizo— ¿qué hacer?: olvidarme de ellas, no pensar, dedicarme a algo que me enajene (algo menos dañino que el alcohol o las drogas, o incluso quién sabe si contando con estas dos últimas)”. Como dice P. Feyerabend: “Hay mitos, hay dogmas de teología, hay metafísica y muchas otras maneras de elaborar una cosmovisión… una conveniente interacción entre la ciencia y esas cosmovisiones ‘no científicas’… no es sólo posible, sino necesaria, tanto para el progreso de la ciencia como para el desarrollo de nuestra cultura como un todo”, pero alerta porque una vez más la convocatoria allí es al placer irracional, ahora acompañado de fantasmas, resurrecciones y brujería.
 
La táctica de comunicación con el gran público, apoyándome en Benedetti, es “aprender como sos, quererte como sos… hablarte y escucharte, construir con palabras un puente indestructible… ser franco… para que entre los dos no haya telón ni abismos”. Es ser capaces de entrar en su mundo de placer, por puerta propia o arrendada. ¿Para qué? Para invitarlos entonces a sumarse a nuestra estrategia, “que un día cualquiera, por fin nos necesite.
 
Tácticas y estrategias
 
La estrategia es la conformación de un nuevo principio de funcionamiento subjetivo, un principio más allá del principio del placer irracional, y más allá del principio de la realidad fría y cruda. El principio del saber, saber del placer y de la realidad, saber la realidad del placer y el placer de la realidad.
 
Esa es nuestra estrategia de comunicación: la estrategia de la liberación humana, la estrategia del crecimiento y del desarrollo personal, de la reivindicación de los valores universales, de la esperanza y el optimismo. Esto es, en el sentido humanista de la palabra, Educar. La Educación de la que hablo es aquella que pone su empeño en preparar hombres libres, independientes, comprometidos con todo lo humano, con los ideales de justicia e igualdad. Ha sido ésta la más anhelada aspiración de lo mejor de la humanidad, y para ser sus aliadas la gestión de la comunicación de la ciencia, las innovaciones tecnológicas y el medio ambiente han de convertirse en una batalla porque el hombre se independice de todas las ataduras y convencionalismos. Amar lo que se hace y subvertir el orden impuesto que aniquila la emancipación y el desarrollo, afirmar las bondades del presente y negar sus límites para entrar en el siempre nuevo camino del futuro. Asumir los retos de la vocación humanista del comunicador requiere adscribirse, de algún modo, a lo que Galeano llamó “el marxismo mágico: mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad misterio”.        
 
Junto a esto, una visión no menos objetiva de la realidad que vivimos me convence de que la meta a mediano y largo plazos es todavía difícil de alcanzar. Habrán ahora y siempre estorbos, obstáculos, incomprensiones. Lo que Freud definió por Educación se puede extender a nuestra función de comunicadores: la nuestra es otra de las profesiones imposibles. Comunicamos en el presente para vivir en el mañana. Somos seres ilimitados por nuestras ansias pero marcados por nuestras angustias. Por eso no es todopoderosa nuestra acción, ni tampoco homogénea su forma de existencia. Habrá todavía muchas fallas, sentiremos todavía la despreferencia, encontraremos resistencias al cambio, pero habrá también siempre una esperanza que nos acompañe y que nos susurre al oído: “vale la pena”.
 
 articulos
 
     
Referencias Bibliográficas
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Benedetti, M., 1995, Antología poética, La Habana, Casa de las Américas.
Bleger, J., 1973, El estado seductor. Las revoluciones mediológicas del poder, Buenos Aires, Manantial.
Dorfles, G., 1969, Nuevos ritos. Nuevos mitos, Barcelona, Lumen.
Freud, S., 1981, Obras completas, Tomo III, Madrid, Biblioteca Nueva.
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Nota
Conferencia magistral pronunciada en el Primer encuentro iberoamericano de comunicadores de ciencia, innovación tecnológica y medio ambiente (La Habana, junio de 1997).
     
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Manuel Calviño
Doctor en Ciencias Psicológicas,
Facultad de Psicología, Universidad de La Habana.
     
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cómo citar este artículo
 
Calviño, Manuel. 1997. Más allá del principio del placer: el principio del saber. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 58-65. [En línea]. 
     

 

 

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