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Ana María Cetto y Luis de la Peña | |||||||||||||||||
Una de las más grandes y prolongadas controversias
en el terreno de la física clásica es la que surgió en el siglo XVII en torno a la naturaleza de la luz: ¿es la luz un fenómeno ondulatorio?, o ¿está hecha de corpúsculos? Entre la doctrina corpuscular de Newton1 y la teoría ondulatoria de Huygens no parecía haber conciliación posible; los dos conceptos involucrados son desde el punto de vista clásico opuestos e incompatibles, y no parece que puedan referirse simultáneamente a un mismo sistema.
Aun a la luz de los famosos experimentos de interferencia de Young, y ya en pleno siglo XIX, resultaba difícil que los físicos se sacudieran el enorme peso de la doctrina newtoniana y aceptaran la evidencia del carácter ondulatorio de la luz; fue necesario que la teoría ondulatoria alcanzara una forma matemática muy desarrollada para que se le tomara en serio. Este esfuerzo formalizador pronto empezó a rendir excelentes frutos: no sólo sirvió para describir con detalle la propagación de la luz, sino que permitió explicar y predecir diversos fenómenos propios de la óptica física, que pudieron comprobarse de manera experimental, validando con ello de manera definitiva el modelo ondulatorio. Pero también ofreció frutos mucho más allá de lo previsto: el formalismo se pudo extender por analogía al estudio del movimiento de un sistema de partículas con masa, lo que contribuyó de manera significativa al desarrollo de la poderosa mecánica analítica. La analogía fue llevada muy lejos por Hamilton en el siglo XIX, quien mostró que a cada función que describe la propagación de una onda corresponde una función asociada al movimiento de partículas.
He aquí una elegante forma de conciliar ondas y partículas: a través de un formalismo común. El problema de esta conciliación, sin embargo, es su carácter puramente formal. En tanto que, por ejemplo, la función de onda tiene un claro significado físico en el caso ondulatorio, para un sistema mecánico la correspondiente función de acción es un ente meramente matemático. En el caso luminoso, la óptica geométrica —la que se sirve del simple trazado de rayos para representar la trayectoria de la luz en la formación de imágenes por espejos, lentes, etcétera— se obtiene como limite de la descripción ondulatoria cuando la longitud de onda es muy pequeña, comparada con el tamaño de los objetos y pueden despreciarse los efectos de la difracción, interferencia, etcétera; lo cual está bien y lo podemos entender intuitivamente. Pero en el caso de las partículas, ¿qué sentido puede tener una formulación ondulatoria, cuál puede ser su significado físico? En otras palabras, si tomáramos la analogía como físicamente significativa, cabría preguntamos: ¿la mecánica newtoniana que describe la trayectoria de las partículas, es caso límite de qué teoría, de qué situación física?
Dejando de lado especulaciones de este tipo, puede decirse que el siglo XIX casi concluye exitosamente con una idea clara de que las ondas son ondas —la luz entre ellas— y las partículas son partículas, y de que se trata de entes diferentes y fácilmente distinguibles, al menos en principio. En la última década del siglo, J. J. Thomson establece que los rayos catódicos, ya muy famosos en esos tiempos, están constituidos por partículas con carga y masa, los llamados electrones. Pero casi al mismo tiempo Roentgen y Becquerel descubren otras emisiones; sabiamente se les llama rayos X, alfa, beta, gama… en lo que se determina si son ondas o partículas.
En cuanto a los rayos alfa y beta, con el tiempo queda claro que son partículas con carga y masa: núcleos de helio y electrones, respectivamente. La situación de los rayos X (y los rayos gama), sin embargo, se complica, porque de manera alternada se van encontrando en el laboratorio evidencias en un sentido y en el otro. Los rayos X se difractan, como las ondas; pero también ionizan la materia a su paso y se propagan de manera unidireccional, como corpúsculos. Pero además viajan con la velocidad de la luz y son de naturaleza electromagnética, como la luz…
W. H. Bragg, justo en la época en que realizaba las primeras pruebas de difracción de rayos X por cristales, hacia finales de 1912, comentó proféticamente y un tanto salomónicamente: ‘Me parece que el problema no está en optar por una de las dos teorías sobre los rayos X, sino en encontrar una teoría que posea la capacidad de ambas’.2
La teoría fotónica de la luz propuesta por Einstein a partir de 1905 constituye precisamente un esfuerzo en esta dirección. En particular, su estudio del comportamiento estadístico de la radiación lo conduce a un resultado difícil de comprender cabalmente: a las fluctuaciones de la energía de esta radiación contribuyen dos términos, uno de naturaleza corpuscular, cuántica, y otro de naturaleza clásica, ondulatoria. Si el primer término domina (por ejemplo, a muy bajas temperaturas), el sistema tiene un comportamiento cuántico; pero cuando es el segundo el dominante, la descripción puede hacerse en términos clásicos y ondulatorios. Comienza a cambiar el esquema conceptual; la gente habla de que la luz y los rayos X, y las otras radiaciones electromagnéticas son combinaciones de onda y partícula; la dualidad onda-partícula irrumpe en el lenguaje de los físicos, y rápidamente se difunde.
Partículas ondas
En el laboratorio de Maurice de Broglie, dedicado al estudio de los rayos X, también se empleaba el lenguaje de la dualidad onda corpúsculo. Intrigado por esta dualidad, y atraído por la teoría fotónica de Einstein, su hermano Louis de Broglie buscó la conciliación: reconozcamos que la luz está hecha de corpúsculos, pero éstos llevan asociado un fenómeno interno de naturaleza periódica. Al periodo se asocia una frecuencia, a la frecuencia una onda… A mayor frecuencia de la onda se asocia mayor contenido energético del corpúsculo, de acuerdo con la fórmula de Planck E = hν (h es la constante de Planck y ν la frecuencia). O bien, a mayor momento del corpúsculo corresponde una menor longitud de onda: λ = h/p.3
Pronto se le ocurre a De Broglie una observación brillante: estas fórmulas que relacionan parámetros ondulatorios con parámetros mecánicos no contienen ninguna referencia específica al fotón. ¿Qué impide que se apliquen a otros corpúsculos, como los electrones, por ejemplo? ¿No será posible que la materia tenga también un carácter dual? De Broglie se aventura a dar el paso: propone, para completar el esquema, que todas las partículas llevan asociada una onda, de longitud de onda λ = h/p. Aquí no se trata ya de una solución formal: para de Broglie estas ondas tienen un carácter físico, y debe ser posible exhibirlas mediante un experimento de difracción de electrones por un cristal. Esto es lo que se atrevió a afirmar ante una pregunta del profesor Perrin durante el interrogatorio de su examen doctoral, en 1924. De manera simultánea e independiente, Einstein llega a la misma conclusión y habla de los fenómenos de difracción que deberán producir los haces moleculares.
Y De Broglie y Einstein tenían razón. Curiosamente, los primeros testimonios experimentales del carácter ondulatorio del electrón ya los habían obtenido previamente C. Davisson y C. Ramsauer en diferentes situaciones, sin saberlo. Los caprichosos resultados obtenidos en experimentos de dispersión de electrones comienzan a encontrar explicación.
Una larga serie de experimentos subsecuentes con electrones difractados por cristales y por láminas delgadas confirmaron la hipótesis y la fórmula de De Broglie: los haces de electrones se comportan como paquetes de ondas. La dualidad onda-corpúsculo se consolida. Irónicamente, la dualidad se presenta aun a nivel familiar: en 1906, J. J. Thomson había recibido el premio Nobel por las investigaciones que lo condujeron a la conclusión de que los rayos catódicos están hechos de partículas, los electrones; en 1937 su hijo G. P. Thomson recibe, junto con Davisson, el premio Nobel por los trabajos experimentales que probaron el carácter ondulatorio de los mismos electrones.
Enterado de los trabajos de Einstein y De Broglie, E. Schrödinger se propuso construir una ecuación para una función de onda que rigiera el comportamiento de las ondas de De Broglie asociadas a partículas. Buscaba una descripción que sirviera no sólo para las partículas libres, sino también las ligadas a un centro atractivo, como los electrones atómicos, y su famosa ecuación, que dio a conocer en 1926, produjo de inmediato resultados correctos para una gran cantidad de problemas atómicos, moleculares, etcétera.
¿Qué clase de ondas?
Pero ahora surge la pregunta: ¿de qué son estas ondas representadas por la función de onda, estas ondas que según De Broglie acompañan al electrón y le sirven de guía? He aquí una pregunta nada trivial; un par de observaciones muy simples bastarán para darnos cuenta de ello.
Según la fórmula de De Broglie λ = h/p = h/mν, la longitud de onda asociada a un electrón es inversamente proporcional a su velocidad, de manera que depende de su estado de movimiento, o mejor dicho, del movimiento relativo entre el electrón y el laboratorio (o entre el electrón y el cristal, por ejemplo, en un experimento de difracción). Luego no se trata de una onda intrínseca al electrón.
Pero, por otro lado, según la ecuación de Schrödinger, la función de onda Ψ(x) asociada al electrón depende de las condiciones de frontera a las que está sujeto el sistema. Esto indica que hay efectos no locales sobre el movimiento; por ejemplo, un electrón que se mueve en una cierta región del espacio registra (por medio de la onda) la presencia de un obstáculo, una rendija, etcétera, en otra región (conectada) del espacio sin necesidad de pasar por ella.
Schrödinger mismo ofreció una interpretación física de la función de onda que difiere de la idea original de De Broglie; pensó en un principio que el cuadrado de esta función puede representar la densidad electrónica en el espacio. Pero al poco tiempo esta interpretación fue descartada —porque los electrones siguen siendo partículas de pequeñísimo tamaño, mientras que la función Ψ tiende a extenderse a todo el espacio accesible— y sustituida por la que propuso Max Born, según la cual el cuadrado de Ψ representa la densidad de probabilidad electrónica, es decir, determina cómo se distribuyen los electrones en el espacio.
Nadie puede negar que Born tenga razón. Por ejemplo, si en una larga serie de experimentos equivalentes se mide la posición de los electrones, se reproduce el cuadrado de la Ψ correspondiente. Esto le da un sentido estadístico a la función de onda, pero también la desprovee de su contenido físico. ¿Cómo puede entenderse una onda de probabilidad difractada por un cristal?
Las interpretaciones de Ψ que ganaron terreno con la consolidación de la mecánica cuántica se fueron apartando más y más de las nociones realistas iniciales de de Broglie, Einstein y Schrödinger, y se fueron haciendo cada vez más abstractas o hasta subjetivas, al grado de que para no pocos físicos, y no representa más que el estado de ignorancia del observador.4
De manera que seguimos en la misma situación: sin saber de qué naturaleza física es la onda asociada a la partícula. Pero ahora con el agravante de que se cuestiona la legitimidad de la pregunta misma.
El electrón interfiere con…
Mientras tanto las manifestaciones ondulatorias del electrón se multiplican en el laboratorio. Se logran producir haces coherentes, más o menos ‘monocromáticos’, de electrones; se determina con alta precisión su longitud de onda; se desarrolla la óptica electrónica y se construye el microscopio electrónico. Se realizan con electrones el experimento de las dos rendijas —el famoso experimento de interferencia de Young— y todos los experimentos clásicos que en el siglo pasado condujeron al triunfo de la teoría ondulatoria de la luz. Se desarrollan la interferometría y la holografía electrónica. Cada nuevo experimento es una confirmación adicional de la hipótesis de De Broglie; pero cada nuevo experimento es también un reto a nuestro entendimiento del fenómeno cuántico.
Una pregunta que surgió una y otra vez a la luz de estas observaciones es: ¿por qué algunas veces el electrón se comporta como onda, y otras como partícula? Tomemos el clásico ejemplo del experimento de las dos rendijas, el que, según una famosa frase de R. Feynman, “es absolutamente imposible de explicar clásicamente,5 y contiene el corazón de la mecánica cuántica”. En este sencillo experimento, el haz de electrones pasa por las dos ranuras e incide sobre una pantalla formando el típico patrón de interferencia con zonas alternas de superposición constructiva y destructiva, como se ilustra esquemáticamente en la figura 1: los electrones fueron enviados inicialmente como partículas, pero se comportaron después como ondas.
Se han realizado muchas variantes de este experimento, con resultados similares. Lo interesante fue cuando se aprendió a controlar la emisión electrónica de manera que se pudo regular la intensidad del haz. Resulta que al disminuirse la intensidad lo suficiente, deja de observarse el patrón de interferencia y aparece una imagen granular, formada por los electrones conforme inciden uno a uno erráticamente sobre la pantalla (Figura 2). Si se prolonga el experimento, pero sin cambiar las condiciones, se puede observar la formación gradual del patrón de interferencia. De aquí puede concluirse que los electrones nunca dejan de comportarse como partículas con un movimiento individual impredecibles aunque un conjunto estadístico de ellas exhibe el patrón ondulatorio perfectamente regular y determinista.
Pero estos experimentos conducen a otra observación interesante. A muy bajas intensidades podemos estar seguros de que normalmente no hay más de un electrón en vuelo entre la fuente y la pantalla; en consecuencia, la interferencia no se realiza entre los electrones del pero entonces, ¿entre quiénes se realiza? Ante esta situación, se ha corrido la voz entre los físicos de que “el electrón interfiere consigo mismo”.
… y también los neutrones interfieren
Las cosas no se han quedado ahí. En 1974 se inició la interferometría de neutrones, empleando para ello un monocristal recortado de dimensiones macroscópicas (10 x 7 x 7 cm) que divide en dos partes un haz de neutrones y superpone después las partes produciendo su interferencia (Figura 3). Los neutrones son partículas con masa y espín, al igual que los electrones, aunque no poseen carga eléctrica. Normalmente se emplea como fuente de neutrones el combustible de un reactor nuclear, el flujo de neutrones detectados es tan bajo que, una vez más, se considera a los fenómenos observados en el interferómetro como producto de la “autointerferencia” del neutrón. Se pueden producir diversos fenómenos de interferencia, según la naturaleza del objeto que se inserte en el camino de uno de los haces (Figura 3).
Los resultados de los experimentos son espectaculares, y no dejan de sorprender, a pesar de que verifican al pie de la letra las predicciones de la mecánica cuántica. Por ejemplo, con la introducción de una placa retardadora (un material transparente) se obtiene un típico patrón de interferencia espacial como el dibujado en la figura 1. Con la inserción adicional de un imán en uno de los caminos se altera tan profundamente el comportamiento del sistema, que el resultado se interpreta como producto de la modificación del estado de espín de todos los neutrones aún de los que no pasan por la zona del imán.
Ondas de vacío
Antes de ofrecer una posible explicación de la naturaleza física de la onda representada por Ψ, regresamos una vez más a De Broglie.
En sus trabajos relacionados con el tema, De Broglie consideraba que a cada corpúsculo cuántico acompaña una onda de fase de muy alta frecuencia,6 la que a través del fenómeno Doppler7 da origen a una modulación (la onda de De Broglie) que satisface la fórmula λ = h/p. Sin embargo, como ya hemos visto, para que este efecto pueda darse, se requiere de un sistema de referencia respecto al cual se especifica el movimiento del corpúsculo; en otras palabras la onda de De Broglie es un efecto relativo de naturaleza relacionado con la onda estacionaria asociada a la partícula en movimiento y descrita desde un sistema en reposo respecto al observador. No deja de ser un tanto extraño que esta onda tan mal definida desde sus inicios y nunca bien conocida, se convierta en elemento central de la teoría cuántica, al comprobarse que ella satisface la ecuación de Schrödinger, la más importante de las ecuaciones que rigen el comportamiento de los electrones y todos los otros corpúsculos.
En los últimos tiempos ha comenzado a esbozarse un posible camino de solución a este problema, con la ayuda de una teoría que hace uso del postulado de que el espacio está ocupado por campos de fondo reales, de diversas naturalezas, cuyo valor instantáneo varía constantemente de manera azarosa e impredecible. Aunque esta idea pueda parecer extraña en un principio, es congruente con las concepciones cuánticas contemporáneas. Naturalmente la materia, al conectarse a estos campos, adquiere un movimiento azaroso o, en lenguaje más técnico, estocástico.
De los diversos campos que pueden concebirse como llenando el vacío, el verdaderamente importante para nuestra discusión es el electromagnético.8 En la teoría llamada electrodinámica estocástica se intenta demostrar que es la interacción entre este vacío fluctuante electromagnético y los electrones atómicos, lo que da a los átomos su estabilidad y todas sus propiedades cuánticas, incluido el espín. Dicho de otra forma, los electrones no son cuánticas per se, sino por su interacción con el campo electromagnético de fondo. Entonces también es de esperarse que las propiedades ondulatorias no sean intrínsecas de las partículas, sino una manifestación de su interacción con este campo de fondo. Aunque el programa de la electrodinámica estocástica no se ha cumplido cabalmente, podemos afirmar que algunos de sus resultados le dan credibilidad suficiente como para hacerla atractiva y plausible. Veamos cómo abordar el problema del origen de la onda de De Broglie desde la perspectiva de esta teoría.
Cuando se estudia el electrón como una partícula relativista en interacción con el vacío electromagnético, usando para ello los modelos más simples posibles, se encuentra que el electrón se pone a vibrar con frecuencia muy alta, dependiendo un tanto del modelo, puede ser más o menos cercana o incluso coincidir con la frecuencia ωc antes mencionada.
De hecho, este resultado no es en sí novedoso, pues recuerda un familiar fenómeno relativista de las partículas cuánticas conocido por su nombre alemán de zitterbewegung, que podemos traducir libremente como bailoteo. Sin embargo, en el nuevo contexto esto significa que el electrón vibrante interacciona con las ondas del campo electromagnético de vacío de alta frecuencia ωc, y la sobreposición de estas ondas con sus frecuencias desplazadas por efecto Doppler da lugar a una onda modulada, que coincide justamente con la onda de De Broglie.
Lo interesante es que la teoría usual de las ondas electromagnéticas, al ser empleada para la descripción de esta onda modulada, conduce de manera natural a la ecuación de Schrödinger. El cálculo en sí es viejo, pero la física es nueva: la onda de De Broglie queda identificada como una onda electromagnética del campo de punto cero, a la que se acopla el electrón según su particular estado de movimiento. Como esta onda recibe influencias de los bordes, obstáculos, etcétera, las que a su vez transmite al electrón, le imprime a la partícula un comportamiento caprichoso y una respuesta aparentemente no local frente a las condiciones del entorno. Esta onda puede difractarse, interferir, etcétera, y el electrón acoplado a ella exhibirá, estadísticamente hablando, los efectos de tales fenómenos ondulatorios. Naturalmente, sin haber perdido en lo absoluto su carácter de partícula.
Una característica atractiva de la presente explicación, aparte del hecho de darle un sentido físico concreto a uno de los elementos fundamentales de la teoría cuántica, es que en ella aparecen reunidos diversos aspectos conocidos de la física que tradicionalmente son considerados ajenos entre sí: la relativista y su característico zitterbewegung, la onda de fase asociada a la partícula, el campo de vacío, etcétera.
A la vez que esta teoría explica las propiedades ondulatorias del electrón como un fenómeno físico real debido al acoplamiento del electrón con el campo de vacío de muy altas frecuencias, la interacción con los componentes de bajas frecuencias ópticas o similares determina el comportamiento típicamente cuántico del electrón como corpúsculo, de acuerdo con la teoría usual de la electrodinámica estocástica. De esta manera, la dualidad onda-corpúsculo tan característica de la mecánica cuántica, tan inexorable, tiene como origen la coexistencia del corpúsculo y del campo, cada uno de éstos contribuyendo con sus propiedades esenciales.
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Notas
1. Esta afirmación es un tanto esquemática y corresponde más a la versión popular que a los hechos. En realidad, durante sus últimos trabajos sobre óptica, Newton elaboró una teoría de la luz muy compleja, que combinaba corpúsculos con ondas con el objeto de dar cuenta de una gama lo más amplia posible de los fenómenos por él conocidos.
2. Más ilustrativa aún de la situación en que se encontraban los físicos de la época es una frase posterior del propio Bragg: ‘La teoría clásica se usaba los lunes, miércoles y viernes, mientras que los martes, jueves y sábados se usaba la teoría cuántica de la radiación’ (antes de que los científicos ingleses adoptaran la semana inglesa de trabajo). 3. La relación entre estas dos expresiones es muy estrecha, pues al corpúsculo luminoso (fotón en el lenguaje actual) de energía E corresponde una cantidad de movimiento p dada por la relatividad como p = E/c, donde c es la velocidad de propagación de la luz en el vacío; luego p = hv/c = h/λ, puesto que λh = c. 4. A este tipo de interpretaciones se refería Schrödinger cuando habló despectivamente de la Ψ-cología. 5. Clásicamente quiere decir aquí: según las leyes de la probabilidad aplicadas al movimiento de partículas clásicas. 6. Esta frecuencia viene dada por la expresión wc = mc2/h, que da valores extraordinariamente altos, muchos órdenes de magnitud arriba de lo que la tecnología contemporánea permite artificialmente. 7. Este es el conocido efecto por el cual oímos que la frecuencia de una sirena cambia de tono conforme se acerca o aleja de nosotros. 8. El vacío electromagnético o campo de punto cero es un campo remanente, que persiste aun en ausencia de fuentes; es el que aparece representado por el término atérmico (independiente de la temperatura) en la fórmula completa de Planck para la distribución de la radiación del cuerpo negro. |
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Ana María Cetto
Instituto de Física,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Luis de la Peña
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Cetto, Ana María y Luis de la Peña, 1992. ¿Cómo entender las ondas de la materia? Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 63-68. [En línea].
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Horacio Merchant Larios |
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Como toda actividad humana, el conocimiento científico
también es susceptible de una evaluación ética. Sin embargo, considero que utilizar dicho conocimiento para apoyar o atacar posiciones ideológicas (políticas o religiosas) es absurdo. Un ejemplo extremo lo encontramos en el reciente esfuerzo de Jean Guitton (1991) para “probar” la existencia de Dios, basado en los avances de la astrofísica y la mecánica cuántica. Aunque con argumentos intelectualmente fascinantes, su interpretación no pasa de ser una alternativa al pensamiento materialista, que usa el mismo conocimiento para “demostrar” que Dios no existe.
El tema del aborto, con todas sus implicaciones sociales, resulta particularmente delicado, sobre todo cuando se trata de externar públicamente una opinión personal. Como biólogo dedicado al estudio del desarrollo embrionario, no puedo dejar de reflexionar y preocuparme, al escuchar algunas opiniones que se externan, basadas en argumentos biológicos, en las que se exige que se castigue a aquellas mujeres que por un motivo u otro se vean en la penosa necesidad de practicarse un aborto.
Brevemente, una cromátida de cada cromosoma homólogo (pares de cromosomas, uno de origen materno y otro de origen paterno), intercambian “paquetes” de genes en forma aparentemente azarosa. Este proceso le otorga una identidad genética propia, lo que lo hace único entre todos los demás óvulos y entre el resto de células del organismo materno. Además, desde que se inicia el desarrollo, dentro del ovario humano existe una férrea selección que provoca que, de alrededor de 7 millones de óvulos primarios, solamente llegan a liberarse entre 350 y 400 durante toda la vida reproductiva de la mujer. Esta cantidad es relativamente pequeña y enfatiza la singularidad de cada uno de los óvulos que alcanzan la madurez.
Sin intentar entrar en más detalles, podemos asegurar que cada óvulo es una célula única, con identidad propia y con “casi” toda la potencialidad para dar origen a un nuevo ser. El “casi” se debe a que en los mamíferos, incluyendo al hombre, para que un óvulo se desarrolle hasta ser un organismo completo, requiere la contribución de un espermatozoide. Sin embargo, en varias especies de vertebrados e invertebrados, es común encontrar un desarrollo partenogenético, en el cual no se necesita la contribución del espermatozoide. Además, aun en los mamíferos, el óvulo es capaz, bajo ciertas condiciones experimentales o patológicas, de iniciar las primeras etapas del desarrollo en ausencia del espermatozoide. En esta misma línea de ideas, es ya un hecho incontrovertible que en todas las especies, sin excepción, el ovocito posee los factores reguladores necesarios para que se establezca el “plan de desarrollo embrionario”.
A nivel molecular esto puede expresarse en términos de ARNm y proteínas reguladoras que se almacenan en el citoplasma, en forma más o menos localizada (según la especie), durante el proceso de ovogénesis. Es decir, que el genoma materno, por sí mismo, es responsable del inicio del desarrollo embrionario y, en algunos casos, es suficiente para el desarrollo completo del organismo. Visto de esta manera, cabe preguntarse que, si el óvulo posee individualidad y toda la capacidad para desarrollarse como un nuevo individuo, ¿a partir de qué etapa es válido impedir que se desarrolle?
Si como única medida de planificación familiar se acepta la abstinencia total o el método del ritmo, ¿no se está induciendo un microaborto, evitando conscientemente que un óvulo alcance toda su capacidad y se desarrolle como un nuevo ser?
Hay otro grupo de personas “más tolerantes”, que no se oponen al uso de anticonceptivos en general, sin embargo, insisten en considerar al aborto como un crimen que debe ser castigado por la ley. Aquí también es conveniente conocer un poco más de cerca al desarrollo embrionario como proceso. Los anticonceptivos basados en hormonas sintéticas y sus análogos, en general evitan la ovulación; es decir, el óvulo no sale de su nicho en el ovario para poder ser fertilizado y, eventualmente, muere por el proceso de atresia. Es interesante enfatizar que en el caso de la anticoncepción por abstinencia, el óvulo muere en el oviducto en un lapso que va de 24 a 48 horas después de la ovulación, si no se encuentra ahí al espermatozoide requerido para continuar su desarrollo.
Los métodos anticonceptivos mecánicos (condón, diafragma, DIU, etcétera) y quirúrgicos (vasectomía, ligadura de trompas), lo que hacen en general es evitar el encuentro de las gametos (óvulo y espermatozoide), o sea, desde el punto de vista del óvulo, son equivalentes a la “abstinencia consciente” (abstinencia inconsciente sería aquella en que los individuos se abstienen de realizar el coito por razones ajenas a la anticoncepción).
De manera que lo condenable o no de tal actitud, trasciende con mucho lo que sabemos desde el punto de vista biológico y, por lo tanto, varía el aspecto ético. Lo inmoral, a nivel del conocimiento científico, sería falsear la presente evidencia, sosteniendo que la vida de un ser humano en el seno materno, se inicia a partir de una etapa arbitrariamente elegida. Si el óvulo es el eslabón entre una generación y la siguiente, ¿en qué etapa de su desarrollo es moral evitar que continúe?
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Referencias Bibliográficas
Jean Guitton, 1991, Dieu et la Science: Vers le Meta réalisme, de Pacademie Française, Edition Bernard Grasset, París.
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Horacio Merchant Larios
Instituto de Investigaciones Biomédicas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Merchant Larios, Horacio. 1992. Bases embriológicas para justificar o penalizar el aborto. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 51-53. [En línea].
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César Carrillo Trueba |
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“Decisiones, cada día,
alguien pierde, alguien gana, Ave María. Decisiones, todo cuesta, salgan y hagan sus apuestas, ciudadanía” Rubén Blades
“En las lejanas y paradisiacas tierras de la Nueva Guinea,
acaban de encontrar un grupo de seres que, de no ser por el abundante pelo que cubre sus cuerpos y sus brazos largos como de chimpancé, bien podría asegurarse que se trata de humanos. Su andar erguido, las herramientas que fabrican, la producción de fuego, los numerosos entierros de sus muertos, y la manera de comunicarse entre ellos a través de una especie de lenguaje articulado, denotan una naturaleza humana. Mas su baja estatura, el reducido volumen de sus cráneos y un pronunciado prognatismo, los acerca más a los simios.
¿Humanos o simios? Difícil responder. Si tienen un Dios con seguridad son hombres, afirman los voceros del clero. Para los materialistas ortodoxos no hay duda, son humanos: fabrican herramientas, signo de trabajo. Los biólogos creen haber encontrado el tan buscado eslabón perdido, y ¡vivo! El volumen craneal hace dudar a los racionalistas de la capacidad mental de estos seres. Tal vez sean sólo simios. Los lingüistas no creen que tales gemidos puedan asimilarse a una lengua como la de Shakespeare. ¿Cómo es su sexualidad? ¿El producto de un humano y uno de estos seres sería viable y fértil?
El debate ha ido in crescendo y cada vez parece más improbable que se llegue a un consenso en lo que define y caracteriza a un ser humano. Mientras tanto, aprovechando la confusión, un inteligente hombre de negocios ha decidido emplear a estos inciertos seres en una mina, tratándolos como esclavos. Su argumento es que todavía no hay demostración alguna de que se trate de humanos.
Este escenario constituye la trama de la novela Les Animaux dénaturés, de Vercors, escritor francés, la cual fue publicada en una época en que la idea gradualista de la evolución era centro de grandes discusiones públicas. Vercors quiso mostrar lo difícil que es, en un proceso continuo, definir el momento o el límite entre una etapa y otra, entre una categoría y otra, entre un antropoide y un Homo sapiens, en este caso. En su historia, la defunción de lo que caracteriza al ser humano queda en el aire.
Algo similar ocurre con el debate en torno al aborto. ¿Cuándo empieza la vida humana?, ¿en el momento de la fecundación?, ¿al implantarse el huevo en el útero?, ¿al terminar la diferenciación y la formación de los órganos?, ¿al aparecer el corazón o las primeras neuronas? De la manera en que se conteste esta pregunta depende la aprobación o no del aborto, su limitación a cierto tiempo transcurrido. Tal respuesta va a marcar la frontera entre un homicidio y un acto legal, la eliminación de un ser humano o no.
La ciencia contemporánea ha arrojado muchas luces sobre tan compleja cuestión. Los trabajos de Pasteur terminaron con la idea de una continuidad constante entre lo inorgánico y lo orgánico, entre lo vivo y lo no vivo, a pesar de los dolores de cabeza que todavía dan algunos organismos, como los virus, que se resisten a quedar en algún lado de la línea divisoria. La teoría de la generación espontánea quedó relegada, dando paso a una nueva en la cual la aparición de la vida es vista como un hecho que tuvo lugar en un momento determinado de la historia de la tierra, como un evento irrepetible.
El conocimiento que se tiene del desarrollo de los seres vivos, en particular del Homo sapiens, puede ser considerado como la base obligada de todas las discusiones acerca del aborto. Sin embargo, este es el tipo de interrogantes que tal vez no pueden ser resueltas por la ciencia. Los hechos biológicos no tienen significado por sí mismos, su valoración siempre es social, depende del peso que se le otorgue a cada uno de ellos, de las concepciones e ideas dominantes, de la moral y la política. Esta cuestión dependería por lo tanto de otras instancias, y la ciencia sería solamente un punto de apoyo. Nos topamos aquí tal vez con lo que Peter Medawar llama los límites de la ciencia.
Inventar el hombre
Desde un punto de vista biológico, desde que el hombre es hombre, el ciclo de vida de cualquier ser humano transcurre más o menos de la misma manera. El hecho de que los seres humanos vivan en sociedad hace que la percepción que se tiene de ésta varíe en cada época, en cada cultura.
La llamada fase de adolescencia es un buen ejemplo de ello. Desde los años veinte, Margaret Mead mostró en un estudio ya clásico en la antropología, que la adolescencia es una categoría cuyo origen se encuentra en las sociedad estadounidense de principios de siglo. Margaret Mead piensa que esto se debe a que la sociedad de entonces era muy inestable por la incesante inmigración de europeos, muy cambiante, en donde los conflictos entre generaciones alcanzaron magnitudes no conocidas en el Viejo continente. Este hecho, aunado a un aumento en el conocimiento de los cambios fisiológicos que ocurren durante tal edad, llevó a los psicólogos a establecer la existencia de una etapa particularmente difícil: la adolescencia. Desde entonces miles de padres de familia leen sendos manuales para aprender cómo tratar a sus hijos adolescentes, y un universo infinito ha sido creado para que ellos puedan vivir su adolescencia, llenando los bolsillos de dinastías enteras de comerciantes.
En esta misma línea, las investigaciones de Philippe Aries en tomo a la aparición de la categoría de infancia, son esclarecedoras. Aries, historiador francés, plantea que el concepto de infancia fue gestado durante los siglos XVI y XVII, cuando una corriente de reformadores se lanzó en cruzada pidiendo que los niños fueran educados e internados con este fin, arguyendo que a esa edad requieren de una especie de cuarentena previa a su aceptación en el mundo de los adultos. Este proceso llevará décadas de labor, hasta culminar tiempo después con la aparición del concepto de infancia. Resulta interesante saber que todavía a mediados del siglo pasado en la lengua francesa no existía la palabra “bebé”, que tan bien les suena a los galos, o bien, que las estadísticas inglesas no distinguían entre niño abortado, nacido muerto y muerto después del nacimiento. La consolidación de esta categoría obligará a dar a los niños un trato especial que implicará una mayor atención de las madres, todo ello basado en un concepto ideal de lo que debe de ser la niñez.
Aparentemente la concordancia entre el nacimiento de un niño y el considerarlo humano, es parte de la tradición judeocristiana de Occidente y es compartida por otras culturas. Sin embargo, en muchas más esto no es así. La pertenencia a la comunidad es lo que confiere este estatuto al recién nacido y el tiempo que ello requiere es muy variable. Generalmente este evento es celebrado con un rito o ceremonia.
Así, entre los habitantes del norte de Ghana, el niño recién parido no es considerado todavía un ser humano, es apenas un niño-espíritu que es reclamado por el mundo de los espíritus. Durante siete días la madre será encerrada con su niño aguardando el desenlace de la lucha que se está librando. Su muerte indicará que no era de este mundo, pero si sobrevive, será aceptado entre los humanos como uno más de ellos. Algo similar ocurre entre los Ashanti de África occidental, en donde la madre permanece durante ocho días en un cuarto oscuro con el recién nacido. Una ceremonia de ingreso al género humano espera al infante sobreviviente.
En el sur de la India, los toda mantienen encerrado durante tres meses al recién parido sin que le dé la luz. Si vive, su rostro será expuesto al sol, y será él llevado al templo en donde se realizará la ceremonia de bienvenida a la familia humana. En los Estados Unidos, antes del exterminio de casi todos los indios, los hopi tenían la costumbre de efectuar una ceremonia a los veinte días del nacimiento, en la cual se purificaba a la madre, se presentaba el infante al Sol y se le daba nombre. Con ella se marcaba el ingreso del niño a la comunidad.Todos estos ejemplos muestran que las fases en que puede ser dividido el ciclo de vida humana dependen mucho más de la cultura, de los diferentes aspectos sociales, que de factores biológicos. “El hombre, sin ningún apoyo y sin ninguna ayuda, está condenado a cada instante a inventar al hombre”, escribió Sartre.
Crimen y castigo
Las repercusiones de la división del ciclo de vida humana sobre el problema del aborto son bastante claras: al establecer el inicio de la vida humana se marca el límite entre el crimen y un acto sin mayor trascendencia, entre el castigo y la indiferencia social. En cualquier sociedad en donde se mate a un niño considerado ya parte de la comunidad, ya humano, se está cometiendo un delito que amerita una sanción. Eliminar un ser que todavía no lo es, que se encuentra en formación, que puede llegar a serlo, no merece castigo.
Por ejemplo, entre varios de los grupos amazónicos, la eliminación de niños nacidos con algún defecto es una práctica común. Jíbaros, Kayapós y Waiwais piensan que se trata de niños procreados por espíritus perversos, por lo que no merecen vivir entre los humanos, pues no lo son. Los arunta, habitantes del centro de Australia, creen de igual manera que los niños nacidos prematuros no son humanos, sino más bien fetos de canguro que seguramente se metieron por error en un vientre de mujer.
Evans Pritchard, quien por años estudió los nuer de Sudán, cuenta cómo la muerte de un niño pequeño no es vista como la de una persona. “Un nuer dirá que tiene un hijo hasta que éste tenga seis años de edad”. Asimismo, para los yanomami de América del Sur, los niños son sólo apéndices de la madre, “carne y sangre de la madre”, hasta cumplir tres años, y su muerte temprana no es considerada como la de un miembro de la comunidad. De manera similar, los atayal de Formosa no castigan el asesinato de un niño menor de dos o tres años.
En todas estas culturas, el infanticidio, es decir, el asesinato de un niño que ya es considerado en ellas como parte de la comunidad, es severamente castigado. No obstante, también existen sociedades en las cuales la expulsión del feto es considerado como un infanticidio. Los Azandé del África central castigan con la muerte a la mujer que haya usado un abortivo. En La Rama Dorada, J. G. Frazer describe cómo entre los bantúes del sur de África, el que una mujer aborte y lo oculte es visto como una catástrofe de dimensiones cósmicas. Un curandero cuenta que “cuando una mujer ha tenido un aborto, cuando ella ha consentido que su sangre fluya y ha ocultado el feto, es suficiente para ocasionar que los vientos abrasadores soplen y resequen el país con su calor; la lluvia ya no cae, el país ya no está bien. Cuando la lluvia se aproxima al sitio donde está la sangre, no se atreverá a acercarse, temerá y permanecerá a distancia. Esa mujer ha cometido un gran crimen: ha corrompido el país del jefe, pues ha ocultado sangre que aún no estaba bien cuajada para formar un hombre. Esa sangre es tabú. Nunca debió gotear en el camino. El jefe reunirá a sus hombres y les dirá: ‘¿Está todo en orden en vuestras aldeas?’ Alguno responderá: ‘Tal o cual mujer está preñada y aún no se ha visto la criatura que ella ha parido’. Entonces van, arrastran a la mujer y le dicen: ‘Muéstranos en dónde lo has ocultado’. Van al sitio, cavan y después rocían el agujero con una cocción de dos clases de raíces preparada en un puchero especial. Hecho esto, toman un poco de la tierra de la fosa y la tiran al río, recogen agua del río y rocían con ella el sitio donde la mujer derramó su sangre. Todos los días siguientes se lavará con la medicina, y después de realizado todo esto, el país volverá a estar húmedo (por lluvia)… Así nosotros neutralizamos la desgracia que las mujeres nos han traído sobre los caminos y la lluvia está en condiciones de llegar. El país está purificado”.
De almas y cuerpos
A menos de que se piense que la sociedad occidental es la más desarrollada, que es la detentora de la única e indiscutible verdad, es evidente que los hechos biológicos no se bastan a sí mismos, que su valoración depende de múltiples factores históricos y sociales.
Quizá la mayor diferencia entre la cultura occidental y muchas otras culturas, es la idea de que la separación física de la mujer y el niño constituye el momento de su ingreso a la comunidad humana. En Occidente, niño que nace vivo, aunque sea prematuro, automáticamente tiene todos los derechos de un ser humano. Esto conforma, por lo tanto, la creencia alrededor de la cual ha tenido lugar el debate en torno al aborto en esta parte del mundo, el marco cultural.
En esta disputa, la iglesia católica ha desempeñado un papel preponderante. Dueña de cuerpos y almas, esta institución ha llevado la batuta de la moral a lo largo de siglos. Sin embargo, su posición no siempre ha sido la misma. En sus inicios, la incipiente Iglesia se tenía que enfrentar al imperio de Roma, y muchas de sus posiciones se van a delinear en función de la moral prevaleciente en ese entonces. Los romanos no condenaban mayormente la práctica del aborto, y parece ser que el uso de abortivos era uno de los tantos métodos para evitar el embarazo, junto con el coitus interruptus y el empleo de diafragmas. El escándalo que causaban a los cristianos las grandes fiestas romanas sigue resonando como eco en las cavernas del tiempo.
La Iglesia va a condenar el aborto esencialmente por ser una manera de ocultar el pecado de fornicación, de lujuria, y en menor medida, como el asesinato de un ser humano. Entre los primeros teólogos existía un acuerdo en cuanto al primer aspecto, la condena era unánime, y sólo la penitencia del pecador podía conseguir el perdón. Predicando en contra de este acto, san Jerónimo escribió en el siglo V: “Algunas, cuando se enteran que están embarazadas por un pecado, abortan usando drogas. Con frecuencia mueren y se presentan ante las autoridades del mundo inferior, culpables de tres crímenes: suicidio, adulterio contra Cristo y el asesinato de una criatura todavía no nacida”.
El segundo aspecto no reunía el mismo consenso. Existían fuertes polémicas acerca del momento en que un aborto constituía un homicidio, un pecado. Las posiciones más encontradas eran, por un lado, las sostenidas por quienes pensaban que desde el momento de la concepción ya se trataba de un ser humano, y por el otro, aquellos que afirmaban que la formación del embrión era necesaria para poder hablar de un humano completo, con cuerpo y alma. El mismo san Jerónimo defendía una posición extrema al condenar a las mujeres que “toman pócimas para asegurar la esterilidad y son culpables del asesinato de un ser humano todavía no concebido”.
Para san Agustín (354-430) era evidente que no se puede hablar de seres humanos completos. “Pero quién no está dispuesto a pensar que los fetos sin forma mueren como semillas que no han fructificado”, escribía, concluyendo que “la gran pregunta sobre el alma no se decide apresuradamente con juicios no discutidos y opiniones temerarias; según la ley, el acto del aborto no se considera homicidio, porque aún no se puede decir que haya un alma viva en un cuerpo que carece de sensación ya que todavía no se ha formado la carne y no está dotada de sentidos”.
En un breve e interesante folleto sobre este tema, Jane Hurst muestra cómo influyó la centralización del poder al interior de la Iglesia en esta polémica. Durante casi la mitad de su larga vida, la Iglesia funcionó de manera local, sin leyes canónicas; es decir, leyes dictadas por el poder central, lo que permitía la existencia de una pléyade de opiniones acerca del aborto, al igual que muy diversos castigos, los cuales eran consignados en catálogos penitenciales.
El lapso de cuarenta días era considerado como el tiempo necesario para que se formase el cuerpo de un ser humano, sin el cual no puede haber alma, ya que, de acuerdo a los principios aristotélicos predominantes, no puede haber espíritu sin materia. Partiendo de estos principios, y basándose en una antigua idea recapitulacionista del mismo Aristóteles, santo Tomás de Aquino (1225-1274) va a elaborar la explicación más completa acerca del proceso de formación de un ser completo. “El alma vegetativa, que viene primero, cuando el embrión vive la vida de una planta, decae y le sigue un alma más perfecta, la cual es a la vez nutrimental y sensible, y entonces el embrión vive una vida animal, y cuando ésta decae le sigue un alma racional inducida del exterior… Ya que el alma se une al cuerpo como su forma, no se une a un cuerpo del que no es propiamente el acto. Y el alma es el acto (la realización) de un cuerpo orgánico”. Según Aquino, este proceso dura cuarenta días, aunque parece ser que este santo, heredero de los prejuicios del maestro Aristóteles, afirmaba que en las mujeres duraba ochenta días, con lo cual seguramente insinuaba que en ellas tarda más en llegar la razón.
A pesar de la heterogeneidad de opiniones, la condena del abono por el pecado de lujuria, por separar el sexo de su función reproductiva, prevalecía dentro de los clérigos. Mientras que los debates proseguían acerca del momento de la aparición del alma en la formación del ser. La posición de santo Tomás va a perder terreno paulatinamente. La idea preformista que sostenía que el ser ya se encontraba totalmente formado en el espermatozoide, para los animalculistas, y en el óvulo según los ovistas, así como el creciente culto de la Inmaculada Concepción de María, que alcanzó su auge en 1701 con su designación como fiesta de guardar de la iglesia universal, van a inclinar la balanza en contra de la idea de Aquino. “La doctrina de la Inmaculada Concepción enseña que María, aunque nació de padres humanos, recibió la gracia santificante en su alma en el momento de la concepción, y nació sin pecado original. Esto implica que María tenía un alma tan pronto como fue concebida. Si María recibió la infusión del alma desde el momento de la concepción, entonces quizás sea así para todos los humanos”, explica Jane Hurst. El poder papal va a hacer lo demás.
En 1869, Pío IX emite una condena al aborto en cualquier momento del embarazo y propone castigarlo con la excomunión. Desde entonces, para la iglesia católica el aborto es un homicidio. Esta posición quedó sancionada en el Código de Ley Canónica de 1917, el cual prescribe la excomunión tanto para la madre como para doctores y enfermeras que participen en un aborto. A la fecha, la posición oficial de la Iglesia no ha cambiado. El aborto es condenado en tres casos: “en el caso del aborto terapéutico, cuando se mata a un inocente; en el matrimonio para evitar la procreación; en casos de prácticas sociales y eugenésicas aplicadas por varios gobiernos”. Paulo VI tuvo el mérito de añadir, en 1968, la condena de los métodos anticonceptivos, citando a Juan XXIII, quien sentenciaba que “la vida humana es sagrada; desde el primer momento revela la mano creadora de Dios”.
El control de las almas
Al mismo tiempo que Pío IX emitía la Apostolicae Sedis condenando el aborto en cualquier momento del embarazo, en buena parte del mundo seguía causando conmoción la teoría de Charles Darwin, proliferaban catecismos positivistas y monismos materialistas, el marxismo aún no se congelaba bajo ese nombre, las tesis de Malthusi causaban furor y Sir Francis Galton publicaba su primera obra: Hereditary Genius.
Con la teoría de la evolución la Iglesia recibió un golpe de la misma magnitud que el asestado por la teoría heliocéntrica de Copérnico. El hombre dejaba de ser una criatura divina distinta al resto de los seres vivos, hecha a imagen y semejanza del creador. Una nueva batalla se libraba entre ciencia y religión, un combate más de una guerra ya vieja, iniciada desde la aparición de la burguesía, la cual había conformado su propia visión del mundo en contraposición a las ideas del clero, criticándolas en cada aspecto de la vida, como lo ha mostrado tan claramente Bernhard Groethuysen: “De un lado la iglesia, del otro la burguesía. No es menester, en absoluto, que por parte de la burguesía se trate de una hostilidad de principio contra la iglesia; lo esencial resulta el hecho mismo de una conciencia colectiva diferenciada y autónoma frente a la iglesia. Ahora bien, parece evidente que el burgués trata con el tiempo de dar también una expresión precisa a esta conciencia cada vez más sólida, y quisiera ver codificados los principios directivos de su vida autónoma, aproximadamente en una forma que correspondería a la exposición de los dogmas de la iglesia católica usual en ésta”.
En este proceso, la ciencia desempeña un papel fundamental. La construcción de esta nueva moral busca una concordancia entre los “pueblos civilizados” alrededor de “los puntos esenciales de la moral, por mucho que sean de diferente opinión en los de la religión”. Dicho proyecto marca de entrada una división entre religión y moral, y define el carácter que debe de tener esta última: reflejar los ideales y la racionalidad que guían la vida de la burguesía. “La religión ya no desempeña ningún papel en la vida del burgués: ya no determina sus decisiones. Lo que hace y lo que omite depende de motivos puramente propios del más acá”, dice Groethuysen, “…el bien general, las buenas costumbres sociales, el orden, la paz dentro de la colectividad: a esto se limitan todas las virtudes”. El hombre honrado se convierte en el ideal de todo burgués respetable.
Ya dominado el mundo material, la burguesía se lanza a la disputa por el control de las almas. Y en esta cruzada, en la conformación de la nueva moral, la teoría de la evolución de Darwin aporta una contribución valiosa. En la búsqueda de la naturaleza humana, fundamento indispensable para la construcción de la nueva moral, la teoría darwiniana es la lente a través de la cual se puede hurgar en nuestro pasado biológico para conocer la esencia de los hombres. La cuestión del aborto también pasará bajo esta óptica.
Curiosamente, fue un primo del mismo Darwin, Francis Galton (1822-1911), quien sentó las bases de lo que va a constituir el marco conceptual al interior del cual se planteó el problema del aborto: la eugenesia o ciencia del mejoramiento biológico del ser humano. Basada en la teoría de la selección natural de Darwin, la eugenesia (del griego et, bueno y genet, generado) se presenta como una ciencia objetiva, con capacidades predictivas. Galton la define como “la ciencia del mejoramiento de la raza, la cual no se limita de ninguna manera a los problemas de uniones racionales, sino que, en el caso del ser humano en particular, se ocupa de todas las influencias susceptibles de conferir a las razas más dotadas un mayor número de posibilidades de prevalecer sobre las razas menos aptas”.
Francis Galton tenía una gran fascinación por las medidas, por la cuantificación. Inventó métodos para medir el aburrimiento del público durante algún evento, los aplausos, la distribución de la belleza femenina en los barrios de Londres, y la inteligencia de los jefes de tribus africanas. Envió textos a la recién creada revista Nature explicando cómo preparar el té, cómo cortar un pastel para que dure tres días sin secarse (Cutting a round cake on scientific principles), y teorizó, entre muchas otras cosas, acerca de la inferioridad de la mujer, a la que atribuía un menor desarrollo de los sentidos ya que no era capaz de percibir el valor real de las mercancías, de aquí que los comerciantes siempre las birlaran.
Este genio victoriano pensaba que era necesario emplear la estadística para dar a la biología el estatuto de ciencia exacta. Y fue basándose en la estadística que determinó que la inteligencia —“el talento y el genio”— se transmite de padres a hijos, es decir, por medio de la herencia biológica. A partir de ello, Galton propone que sea favorecida la reproducción de los “más dotados” y que se disminuya, e incluso interrumpa, la reproducción de los “menos aptos”. Para Sir Francis era necesario que la sociedad llevara a cabo de manera constante, metódica y rápida, lo que la naturaleza ha hecho ciega y lentamente: favorecer a los “más aptos”.
El éxito de la eugenesia fue mundial. Para principios de siglo ya existían asociaciones eugenésicas en gran parte del mundo, teóricos que la defendían y completaban, y gobiernos que promulgaban leyes en su favor. El redescubrimiento de las leyes de la herencia de Mendel fue un gran apoyo a este movimiento, como lo explica Pierre Thuillier, la asociación simplista entre un gen y un carácter dominó durante cierto tiempo las mentes de la época. La teoría de Weissman acerca del paso de una generación a otra del “plasma germinal” sin influencia alguna del soma o cuerpo, servirá para argumentar contra la supuesta influencia del medio social en la formación de características como la inteligencia, predicada por los socialistas.
La medida más empleada por los gobiernos que hicieron caso de las recomendaciones “científicas” del movimiento eugenésico fue la esterilización forzada de los considerados débiles mentales, tarados, criminales, y demás “lacras sociales”. El determinismo biológico gozaba de mucha popularidad en el pensamiento norteamericano de principios de siglo, lo cual favoreció la implantación de las primeras medidas de este tipo en el estado de Indiana en 1907, y posteriormente en cerca de 30 estados más. Así, para 1935 el total de esterilizados —hombres, mujeres y niños— alcanzaba la cifra de ¡21,539! Mientras que en Alemania, al año de haber sido promulgada la ley nazi de esterilización forzada, esto es, en 1934, esta cifra llegó a ¡56,244! En The Miss measure of Man, el gran Stephen Jay Gould da cuenta de las repercusiones de este tipo de pensamiento en los últimos cien años. Aún sobreviven mujeres que difícilmente pueden ser consideradas débiles mentales, que fueron esterilizadas sin siquiera saberlo, y que en vano trataron de tener hijos.
Los otros tres métodos que la eugenesia propone para mejorar la especie humana son los análisis prenupciales obligatorios para garantizar la salud de la progenie —a los que ya estamos tan acostumbrados—, el “control científico” de la natalidad, que es la idea eugenésica llevada a política de Estado, como en la Alemania nazi, y el aborto eugenésico. Los eugenistas distinguen entre aborto terapéutico, que se practica para “salvar la vida o la salud de la madre” y el aborto eugenésico que, como explica un teórico latinoamericano de esta “ciencia”, “se impone para proteger el cuerpo o la salud social, cuando existen fundadas presunciones que el niño por nacer tenga taras físicas o mentales, herencia patológica de locura, epilepsia o mentales, o cuando la miseria económica de los padres impida atender el sustento de los hijos”, esto es, cuando hay pobreza, la cual, como es sabido, engendra el mismo tipo de problemas.
El movimiento eugenista siempre se enfrentó a la religión. El ideal que según sus defensores se encontraba “en armonía con la naturaleza”, se oponía a una moral cristiana que para ellos no estaba basada en los procesos naturales de la vida, en la evolución biológica. El objetivo de Galton se inscribía en el viejo proyecto de la burguesía ilustrada de fundar una nueva moral racional “científica”. Galton pensaba que la eugenesia podría llegar a ser “un dogma religioso para la humanidad”, y auguraba que tras la desaparición de la religión tradicional, “una especie de clero científico tomaría su lugar”. Sus seguidores, apoyándose en las ciencias, continuaron atacando la religión. La disputa por el control de las almas proseguía.
Del individuo a las poblaciones
El auge del eugenismo y al mismo tiempo su colapso, lo constituye el Tercer Reich. Nadie llevó tan lejos el ideal del desarrollo de las “razas superiores” y la desaparición y control de las “inferiores”. Aunque en los Estados Unidos este movimiento declinó fuertemente con el crack de 1929 (ni tan superiores, pensaron de los antiguos magnates que hacían cola para la sopa popular junto con desempleados y demás “seres inferiores”), no fue sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial que la idea de “razas inferiores” y “superiores” sufrió una completa desacreditación. Así, quienes todavía pensaban de esta manera tuvieron que callar tal vez en espera de tiempos mejores, y los que dudaban —que no eran los menos—, apaciguaron sus incertidumbres acerca de la naturaleza humana. El cambio en torno a estas ideas ocurrió sin que hubiera prueba alguna o resultado científico que pusiera fin a la polémica, como lo señala Pierre Thuillier, citando un estudio de W. B. Provine. Las cámaras de gas de los nazis fueron argumento suficiente para acallar las dudas acerca del resultado de la hibridación de razas humanas distintas, de una “posible degeneración”, como se planteaba en términos científicos.
Lamentablemente, a pesar de tanta atrocidad, el racismo no desapareció de la faz de la Tierra, colocándose en donde se le ha abierto camino, como es el caso de las políticas de control de la natalidad. La transformación ocurrida en la genética evolutiva, en la cual el individuo deja de ser la unidad de cambio evolutivo dando paso a las poblaciones, va a repercutir en los nuevos planteamientos eugenistas y raciales, que a su vez repercutirán sobre las políticas poblacionales. De hecho, uno de sus artífices, R. Fisher era devoto de Galton. Ya no es el individuo sino la población lo que hay que controlar.
Asimismo, los cambios ocurridos en las relaciones entre los países colonizados y las potencias coloniales debido a las luchas de liberación nacional de los primeros, la incipiente industrialización de algunos de ellos, y la constitución del bloque socialista, van a modificar el escenario internacional. El crecimiento poblacional de los países dominados se convertirá en el nuevo “coco”, como lo señala R. Petchenski: “a mediados de la década de los cincuenta, demógrafos, geógrafos, planificadores familiares, y economistas, comenzaron a señalar la ‘explosión poblacional’, particularmente en el Tercer Mundo (la imagen de una bomba explotando parecía resonar con la bomba atómica). El ‘exceso de población’, advertían, devoraría el abastecimiento de comida, acelerada la pobreza y el desempleo, ‘desestabilizaría’ el clima político, y en consecuencia pondría en peligro las inversiones extranjeras y la paz mundial. De esta manera, la idea de la explosión poblacional parecía dar al pensamiento y a las prácticas neomalthusianas “nuevas bases científicas”, una nueva fuente de legitimación que había perdido después de los horrores nazis. A pesar de las voluminosas estadísticas y las proyecciones numéricas generadas para apoyar esta idea, el aura de autoridad ‘científica’ casi servía sólo de disfraz a imágenes eugenésicas y racistas fuera de moda. Folletos publicados por grupos dedicados a población como el Draper Fund y el Population Council, mostraban hordas de caras amarillas y cafés apiñándose sobre una pequeña tierra, mientras que en el New York Times aparecían anuncios firmados por prominentes industriales, previniendo a la clase media urbana del peligro existente en los barrios bajos, de los pleitos callejeros, el crimen y los pobres. Se hicieron propuestas para poner esterilizantes en el agua o la comida de los países del Tercer Mundo y a condicionar la ayuda a tales países a su participación en los programas de planificación familiar (esto último se convirtió, de hecho, en la política de los Estados Unidos ejercida a través de la Agencia Internacional para el Desarrollo, AID)”.
Los Estados Unidos no querían ver arruinado su nuevo imperio a causa de la inestabilidad política que reinaba en el Tercer Mundo y que según ellos se debía al rápido crecimiento poblacional. Así, J. D. Rockefeller III fundó en 1957 el Population Council con el fin de “proporcionar apoyo científico y político” para el control poblacional, financiar programas y, sobre todo, formular políticas en este campo. Otros empresarios también constituyeron fundaciones con el mismo objeto. Para todos estos filántropos, el aborto no era un medio adecuado para el control poblacional. Es cierto que es una medida no preventiva que conlleva una serie de complicaciones morales, y que en la década de los cincuenta implicaba riesgos graves. No obstante, esta opinión va a cambiar en la siguiente década, y para fines de los años sesentas, el mismo J. D. Rockefeller, que condenaba el aborto, va a declarar que a pesar de ser “siempre una tragedia”, el aborto es necesario. Esta transformación es explicada por la misma Petchenski: “la ideología neomalthusiana de la explosión poblacional y la ideología médica de las razones “terapéuticas” o “mentales” para abortar, se combinaron proporcionando una racionalización respetable para la reforma legal que muchos profesionistas liberales, académicos, clérigos, hombres de negocios y políticos, ya veían como inevitable.”
Las campañas de control demográfico auspiciadas por la AID se extendieron por todos los países del Tercer Mundo. Millones de dólares se gastaron en ellas. Algunos gobiernos en su afán por agradar a las potencias llegaron incluso a practicar esterilizaciones involuntarias en mujeres (por lo general después de un parto se les ligaban las trompas). Bolivia, la India y México, entre otros, fueron escenarios de estos excesos.
Sin embargo, el éxito de estas campañas de control fue muy relativo. Las condiciones socioeconómicas en que viven la mayor parte de los habitantes del Tercer Mundo hace muy difícil cualquier planificación. Las píldoras no se toman regularmente, los condones no son tan accesibles, los dispositivos intrauterinos causan infecciones, etcétera. Es por ello que la tolerancia hacia el aborto ha hecho camino en las cabezas de los planificadores y gobernantes. Si a esto aunamos los costos de hospitalización de la enorme cantidad de mujeres que sufren abortos mal practicados a causa de las condiciones de clandestinidad y miseria, la incorporación del aborto voluntario a las medidas de control poblacional resulta muy comprensible.
En México las campañas de control poblacional han sufrido cambios drásticos a lo largo de este siglo. La Revolución contemplaba la implantación de centros de planificación familiar, mas esta propuesta fue tan efímera como muchos otros proyectos, ya que la institucionalización del movimiento revolucionario acabó con esta idea y lanzó una gran campaña de procreación argumentando que era necesario el crecimiento demográfico para “defenderse de las potencias extranjeras expansionistas”, entre otras cosas. Esta política llegó a convertirse en ley en 1947, la cual duró hasta 1973, fecha de la emisión de la nueva ley de población. En este año culmina el cambio de actitud del gobierno que, siguiendo los dictados exteriores y después del movimiento estudiantil de 1968, empezó, como lo señala Susan Pick, a “usar la planificación familiar como un medio para reducir la explosión demográfica”.
Por sus objetivos como por las ideas en que se basan, estas campañas no toman en consideración el punto de vista de los individuos, en particular de la mujer. Los deseos de dominación de un país sobre otro, de una clase sobre otra, de un sexo sobre otro, son patentes. La idea de que el exceso poblacional es causa de miseria, de que hace falta controlar los nacimientos de los pobres para redimirlos de la pobreza, son parte del arsenal ideológico de dominación en esta sociedad global. Como se puede apreciar, las ciencias sociales aportaron su granito a este esquema que permite perpetuar viejas ideas bajo diferentes caretas.
¿Un mundo feliz?
El mismo fenómeno ocurre en el medio de las ciencias naturales, basta con leer algún texto de Konrad Lorenz, H. Eysenk, o E. O. Wilson, el padre de la Sociobiología. Al igual que con los movimientos y asociaciones eugenésicas: en 1972, la antigua American Society for Eugenics cambió a Society for the Study of Social Biology, mas su plataforma de pensamiento sigue siendo el mismo determinismo biológico. Nuevos nombres, viejas ideas.
El aborto eugenésico parece haberse transformado en “eugenésicamente positivo”, aunque buena parte de lo que éste cubría se maneja por medio del aborto terapéutico. No obstante, la persistencia de ciertas ideas eugenistas confiere un tinte ambiguo a este último. Las técnicas que actualmente permiten detectar anormalidades en el embrión durante el embarazo por medio de la extracción de una muestra del líquido amniótico que rodea al embrión, la cual contiene células del mismo, han abierto la puerta a algunas de las viejas obsesiones eugenistas. Al analizar las células embrionarias es posible encontrar alteraciones genéticas que producen enfermedades o anormalidades.
En principio, este tipo de estudios no puede ser visto más que como positivo. Detectar enfermedades que harán imposible la vida del futuro niño o de la madre y evitar el nacimiento, es muy loable. El problema reside en los límites de lo anormal, es decir, en la posibilidad de que la idea de anormalidad se extienda alcanzando dimensiones que rayen en lo eugenésico. Si estas ideas no existieran entre los científicos y médicos que se dedican a este campo —que son quienes exponen los problemas y en muchas ocasiones aconsejan a los pacientes—, semejante preocupación sería solamente paranoia. Desafortunadamente, el duende del eugenismo aún ronda muchas de estas cabezas. Las declaraciones del Dr. Cecil B. Jacobson, uno de los pioneros en la técnica de amniocitosis, son una pequeña prueba de ello: “El problema del mongolismo no es más que el aspecto más visible del problema en su conjunto. Yo quisiera llevar las cosas un poco más lejos. ¿Desearía usted por ejemplo, tener un hijo que morirá de cáncer a los cuarenta años si la tendencia a desarrollar cáncer puede ser detectada antes de su nacimiento? Por supuesto que todavía no hemos llegado a eso. Pero si pudiéramos decir por medio del estudio embrionario que los individuos tendrán cáncer cuando lleguen a los cuarenta o a los cincuenta, yo estaría en favor de abortarlos ahora. Eso eliminaría para siempre ciertas formas de cáncer”.
Tales declaraciones no constituyen un caso extremo. En un apasionante libro, dos médico estadounidenses pasan lista a múltiples y numerosas afirmaciones similares, salidas de la boca de científicos de todos los calibres. Es realmente asombroso leer que Sir Francis Crick, Premio Nobel por descubrir junto con J. Watson la estructura del ADN, piensa que “ningún recién nacido debería de ser reconocido humano antes de haber pasado cierto número de pruebas sobre su dotación genética (…) y si no pasa las pruebas, pierde su derecho a la vida”. El libro de J. Rifkin y T. Howard deja por momentos helado.
Un ejemplo de lo que puede causar este tipo de ideas resulta más ilustrativo. En la década de los sesentas aparecieron en Nature una serie de artículos acerca de una supuesta relación entre una alteración cromosómica y una conducta agresiva y criminal. Esta alteración, que afecta a hombres solamente, consiste en la existencia de un cromosoma XYY en lugar de XY, y los portadores de ella no sufren de trastorno o complicación alguna, o al menos eso se pensaba. Sin embargo, en estos trabajos se mostraba una alta frecuencia de portadores de este cromosoma en hospitales de enfermos mentales que tenían un comportamiento agresivo, así como en instituciones penales. Una simple relación estadística. Esta idea alcanzó tal popularidad en los medios de comunicación que hasta un best seller se escribió sobre el tema: The XYY man —que no era precisamente la vida de Rambo, sino la de un espía inglés.
En 1973 una antigua presidenta de la American Association for the Advancement of Science, Bentley Glass, envió a Science un texto en donde mencionaba la posibilidad de detectar el cromosoma fatídico por medio de la amniocitosis, lo cual llevaría, de acuerdo a su impecable lógica, a un aborto razonable por parte de la madre para así librar para siempre a la sociedad de todas las lacras que, según ella, genera este cromosoma. Dos años después, el caso de una mujer que, al enterarse de que su hijo es portador del cromosoma XYY, decide abortar, causa estrépito.
El escándalo surgió por el hecho de que, desde 1965, año de aparición del primer artículo acerca de la supuesta relación entre el cromosoma XYY y un comportamiento criminal, las críticas nunca cesaron, es decir, que jamás hubo un consenso en torno a esta relación. Varios estudios fueron realizados en clínicas de recién nacidos en Escocia, país en donde se habían llevado a cabo los trabajos anteriores, así como en Francia, entre adultos de comportamiento normal. Los resultados obtenidos fueron similares, esto es, que la frecuencia de individuos portadores del cromosoma XYY es la misma en el resto de la población.
El problema es serio si uno se entera de que, por ejemplo, según el National Institute of General Medical Sciences, en los Estados Unidos existen doce millones de personas que portan genes que causan parcial o totalmente enfermedades o malformaciones, es decir, gentes que pueden ser completamente sanas y que solamente son portadores. La pregunta es: ¿habrá que impedir que nazcan niños que portan estos genes aun cuando no se sabe si presentarán o no la enfermedad?, pues como lo señala uno de los principales investigadores de este instituto, el Dr. J. Epstein, “llevando las cosas al extremo, prácticamente todas las enfermedades pueden ser atribuidas a defectos genéticos”.
Como no es posible regresar a las antiguas prácticas de esterilización, el aborto puede constituirse en un medio muy adecuado gracias a la amniocitosis, aunque tal vez en el futuro las manipulaciones genéticas sean la herramienta idónea. “La rápida expansión de las técnicas de detección genética están creando el clima que conviene al resurgimiento de un eugenismo negativo, en el que se dispondría de los seres “defectuosos” (cualesquiera que sean los criterios que pueda emplear la sociedad para definirlos) como se hacía con los bebés inoportunos en la antigua Esparta”, afirman J. Rifkin y T. Howard.
Estas ideas generan una presión social que hace sentir culpables a los padres de niños “anormales”, por el costo social que éstos representan para el Estado (puede ser sólo una enfermedad controlable a base de un tratamiento costoso). La facilidad con que se practican abortos a mujeres hispanas y negras en los Estados Unidos, país en donde los subsidios a los grupos marginados han sido severamente reducidos, se basa en esta idea, que está claramente plasmada en una declaración del Dr. Joseph Fletcher de la Universidad de Virginia, quien piensa que de no realizarse una reproducción selectiva, habrá que soportar “el enorme costo de los cuidados médicos y quirúrgicos, de los medios artificiales y controles dietéticos por el creciente número de víctimas”, lo que además le parece completamente inmoral e irresponsable, ya que “tenemos el deber sagrado de controlar nuestra herencia”.
El problema sigue siendo la definición de lo que se considera un “mal gen” y las implicaciones sociales de ello. La segregación y discriminación que se desató contra los negros estadounidenses portadores del gen que provoca la anemia falciforme es otra muestra de esto. Pérdida de empleos, interdicción de ocupar ciertos puestos, aumento en el costo de sus pólizas de seguros, y hasta compañías de aviación que se negaban a llevarlos, fueron algunas de las medidas que tuvieron que soportar los portadores de este gen que solamente es letal si el individuo es homocigoto, es decir, si ambos padres eran portadores del cromosoma que la ocasiona. Ser negro en los Estados Unidos no es sencillo, como se pudo ver recientemente en Los Ángeles, pero además tener “un mal gen”… Detrás del horror que experimenta el hombre ante todo lo que es genéticamente defectuoso se disimula, por supuesto, la imagen del ser humano perfecto. Los mismos términos de defecto, tara, anomalía, enfermedad, y riesgo, presuponen tal imagen, una suerte de prototipo de la perfección”, afirma con certeza Daniel Callahan, del Hastings Institute.
Disfrazado de moral y deber “sagrado”, un neoeugenismo fluye por las neuronas de muchos científicos. La idea de “asumir hasta las últimas consecuencias” sus “verdades”, no es del todo marginal, como lo ilustran las reflexiones de otro Premio Nobel, Jaques Monod, al comentar los conflictos entre la “vieja moral religiosa” y la “nueva moral científica” en las sociedades modernas, las cuales, según él, “han aceptado recoger los frutos de la ciencia, pero no han aceptado, suponiendo que lo hayan entendido, la ética del conocimiento que es el fundamento mismo de éste. Esta ética es de hecho la única capaz de colocar la primera piedra de un sistema de valores compatible con la misma ciencia y apto para servir a la humanidad en su edad científica”.
De hacer caso a quienes piensan así, nuestro futuro será ni más ni menos que el descrito por Aldous Huxley en Un mundo feliz. Este genial escritor percibió perfectamente bien la esencia de semejante forma de pensamiento, lo cual se debe con seguridad al conocimiento tan cercano que tuvo de él, pues su hermano fue Julian Huxley, un célebre biólogo partidario de la eugenesia, que pensaba que “para todo progreso importante a nivel nacional e internacional, no podemos apostarle a una intervención azarosa de los factores sociales y políticos…, ni siquiera a un mejoramiento de la educación, sino que debemos de contar cada vez más en el aumento del nivel genético de las capacidades intelectuales y manuales del hombre”. Comunidad, Identidad, Estabilidad, tal era la consigna de Un mundo feliz.
Las oscilaciones del Príncipe
En las disputas entre ciencia y religión, entre la “nueva moral” y la “vieja moral”, el poder político ha mantenido una posición muy ambigua. Laico en muchos países, el Estado ha cobijado siempre a la intelectualidad aunque frecuentemente la ignore arrodillándose devotamente ante el clero. Asimismo, cuando es necesario, el Estado hace uso de su mano fuerte para mantener el poder de la Iglesia bajo control. Es la política del péndulo.
Bernard Groethuysen explica el origen de estas oscilaciones. En la construcción de su nueva moral, la recién encumbrada burguesía se dedicó afanosamente a la búsqueda de la esencia humana. Una de las características fundamentales de esta naturaleza resultó ser, como ya se mencionó antes, la honestidad. “Se afirma, y es hoy día opinión universalmente difundida, que hay independientemente de toda religión un cierto amor a la justicia que nos fue infundido por la naturaleza, y que se muestra bastante, por lo menos para hacer de nosotros hombres honrados”, escribió Caraccioli, un autor del siglo XVIII. Sin embargo este punto se fue resquebrajando con las objeciones que se levantaban en su contra. “Las gentes del pueblo, opinan varios representantes de la ilustrada clase burguesa, no son honrados ‘por naturaleza’, en su naturaleza social no está el ser honrados, como es el caso tratándose del burgués. De aquí resulta la consecuencia de que en interés de la sociedad no es conveniente renunciar en las actuales circunstancias a toda influencia religiosa. La religión no debe serle quitada al pueblo, y ‘el cristianismo es sin duda la mejor que se le puede ofrecer en este respecto’, dicen las gentes honorables, según nos refiere el cura de Gap. El burgués puede vivir sin religión y seguirá siendo probo y cumpliendo de un modo honrado sus obligaciones. Pero sería sumamente imprudente querer extender esto sin más al pueblo”.
Necker, quien escribió un tratado acerca De l’importance des Opinions Religieuses, pensaba que “ni siquiera en las organizaciones sociales mejor ordenadas es posible evitar que los unos gocen sin trabajo ni pena de todas las cosas gratas de la vida y que los otros, que son mucho más numerosos, se vean obligados a buscar con el sudor de su rostro el más mezquino pasar y la más mísera remuneración”. Y se preguntaba: “¿osará alguien afirmar que si las diferencias en la distribución de la riqueza constituyen un obstáculo para el desarrollo de una moral política, habría que trabajar para destruir estas diferencias?” a lo cual respondía negativamente, argumentando que la mejor solución es “una moral robustecida por la religión para mantener enfrenados a estos numerosos espectadores de tantos bienes provocadores de envidia, que tienen constantemente ante los ojos y a la menor distancia lo que llaman felicidad, sin poder no obstante aspirar jamás a ella”. Así, señala Groethuysen, “no se puede negar que la religión es útil para la conservación del orden social establecido. La propiedad está mucho más segura bajo el amparo de la religión que bajo el de una moral laica emancipada”.
Desde entonces el Príncipe, como diría Maquiavelo, se encuentra acomodado y atrapado entre clérigos y devotos ciudadanos, por un lado, y burgueses ilustrados, intelectuales orgánicos, científicos, masones, tecnócratas, y demás librepensantes, por el otro. Las políticas sobre la cuestión del aborto, como ya vimos, ilustran este conflicto.
El reino de este mundo
A pesar de la complejidad de este problema, las conciencias individuales se rigen por una serie de valores que, en nuestra sociedad, oscilan entre estos dos extremos, aunque, como siempre, es posible encontrar una gama de opiniones, mezclas extrañas, y demás combinaciones, llegando hasta quienes se ubican al margen de todo tipo de religión, científica o clerical. Sin embargo, muy a pesar de las políticas de control de la natalidad, de tabúes, mitos, castigos, y demás medidas coercitivas, las mujeres siempre han abortado. Como dice Rosalind Petchensky, “cualesquiera que sean las normas, las mujeres persisten en intentar adecuar la fertilidad a sus propios ritmos de vida y necesidades”.
En México, aun cuando está prohibido el aborto voluntario, según algunas estimaciones, anualmente se realizan cerca de 800,000 abortos. Hay quienes piensan que esta cifra es conservadora y calculan en 2,000,000 el número de abortos que año con año se practican, lo cual parece a muchos demasiado exagerado. Un estudio del IMSS reportó en 1976 un aborto por cada ocho mujeres embarazadas. Una Encuesta Nacional de Fecundidad elaborada en 1987 señala que una de cada seis mujeres en edad fértil ha tenido un aborto, esto es, un 14% del total de las mujeres en edad fértil, lo cual significa que unos 2,700,000 mujeres han abortado alguna vez lo que no checa con lo que dice el IMSS ni con lo que reportan los centros hospitalarios en 1980: 110,000 mujeres internadas por complicaciones causadas por un aborto mal practicado.
La confusión y la falta de cifras no quita que un 5% de las muertes maternas se debe a complicaciones ocasionadas por aborto, como no elimina tampoco los peligros a los que se arriesgan miles de mujeres que desean interrumpir su embarazo, cualesquiera que sean las causas. La falta de información, de estudios, solamente denota una falta de interés y una voluntad política que busca ocultar un drama que es conocido por todo mundo.
En un estudio publicado en Doble Jornada, se menciona que “de cada 100 mujeres que abonan, 76 son de bajos recursos económicos, 65 son casadas o viven en unión libre; 53 tienen entre 26 y 46 años, y 52 tienen un número excesivo de hijos”. Por su parte, Marie Claire Acosta y colaboradoras señalan que un 52% de las mujeres que abortan lo hacen por tener un número excesivo de hijos, un 27% por una mala situación económica, 12% por desavenencias conyugales, 6% por ocultamiento social y un 3% por problemas profilácticos o terapéuticos.
Las razones por las que abortan las mujeres provienen más bien del mundo terrestre, pero las condiciones en que se practica parecen en muchas ocasiones del inframundo. Enfrascadas en disputas morales, intereses económicos y políticos, delirios cientificistas, y demás, las discusiones sobre la legalización del aborto voluntario parecen olvidarse de lo más importante: la voluntad de la mujer.
Es innegable que lo ideal sería que todas las mujeres pudieran controlar por métodos anticonceptivos u otros, su propia fecundidad, que pudiesen planear con precisión el momento en que deseen embarazarse. Lamentablemente la realidad dista mucho de lo ideal. Planear un embarazo bajo las condiciones en que vive la gran mayoría de gente en nuestro país, en donde el control sobre los asuntos generales de la sociedad es prácticamente inexistente, en donde todo se limita cada vez más a la emisión de un voto que raramente es respetado, en donde la gente es arrancada del campo y de un día para otro se ve sometida a una vida que requiere más control social, y donde la educación sexual sigue aún ausente, no resulta fácil. Además, en un mundo hecho por hombres, la mujer tiene menos facilidad para acceder a la toma de decisiones. En este contexto, conferir al embrión el estatuto de persona con todos los derechos, sería como colonizar el último rincón del ya tan vapuleado territorio femenino: el cuerpo.
Mientras la ética y las creencias no sean monolíticas, y el individuo siga siendo la unidad básica de la sociedad, el derecho de la mujer para abortar por su propia voluntad debe ser respetado y consagrado por la ley. No hay razones religiosas, científicas, políticas, o de cualquier otra índole que puedan colocarse por encima de la decisión personal de cada mujer. Como lo dice Fernando Savater: “El derecho jurídico de habeas corpus hay que extenderlo a todos los aspectos de la libre disposición por el individuo de su cuerpo, de sus energías, de su búsqueda de placer o conocimiento, de su experimentación consigo mismo (la vida humana no debe ser más que un gran experimento), incluso de su propia destrucción.
En consecuencia, se debe de aceptar que un embrión o un feto sólo sea considerado como un ser humano, como un miembro de la comunidad, en el momento en que la mujer acepte el embarazo y su voluntad sea llevarlo a término. Es decir, cuando ella tome libremente la decisión.
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Referencias Bibliográficas De la Barreda, L. 1991, El delito de aborto, Una careta de buena conciencia, M. A., Porrúa, México. |
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César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Carrillo Trueba, César. 1992. Decisiones. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 35-50. [En línea].
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David E. Tabachnik |
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El judaísmo considera al hombre como la corona
de la creación. El ser humano es el portador de todos los valores morales sobre los cuales se fundamenta el mundo, y la vida es sagrada y supera toda consideración que pueda ser presentada en defensa de la sociedad o del individuo.
En la antigua Israel, en los casos en que la vida estaba involucrada, las cortes advertían a todos los testigos: “Tomad en cuenta, se nos ha dicho que Adán fue creado solo. Ello es para enseñarnos que, el hombre que destruye aunque sea una sola vida, es considerado como si hubiera destruido todo un mundo”. (Talmud: Sanedrín IV:5).
Esta advertencia se aplica a todos los problemas referentes a la vida humana, y el aborto es, sin lugar a dudas, uno de ellos.
Dos códigos anteriores a la Biblia, el sumerio, que tiene mas de 4000 años de antigüedad y el de Hammurabi, sancionaban con severas penas los abortos provocados. El Código asirio, contemporáneo de la Biblia, estipulaba multas y azotes, y a la mujer que abortaba deliberadamente se le condenaba a la crucifixión y el empalamiento.
La Biblia hebrea sólo se refiere en una ocasión al aborto, en Éxodo 21:22-23: “Si algunos riñeren e hirieren a una mujer embarazada, y ésta abortase, pero sin que hubiera daño, serán penados conforme a lo que les impusiere el marido de la mujer y juzgaren los jueces. Mas si hubiera daño, entonces pagarás vida por vida.”
Los maestros del Talmud interpretaron que el término “daño” se refería a la muerte de la mujer. La ley judía nunca catalogó como asesinato la muerte de un niño cuya cabeza aún no había asomado al mundo. De hecho, para la mayor parte de los comentaristas, la preocupación principal es la de obtener que el responsable pague al marido daños y perjuicios, pues el feto es de su propiedad.
Ninguna prohibición evidente de destruir al niño no nacido emerge de este pasaje bíblico. Curiosamente, cuando los legisladores judíos trataron el tema del asesinato, basándolo en el texto que dice: “El que hiriere a alguno, haciéndole así morir, morirá” (Éxodo 21:12), afirmaron que la palabra “alguno” debe ser interpretada en el sentido de un hombre, pero no un feto (Talmud: Sanedrín 84B), por lo cual el destruir un feto no nacido no se considera asesinato.
El primer pronunciamiento contra el aborto provocado, data de la época en que el filósofo Filon de Alejandría, en el siglo I, comentando la versión de la Septuaginta del pasaje del Éxodo, declaró que el agresor debe morir, si el retoño que por su causa se perdió estaba ya “formado y todos sus miembros tenían sus características propias, porque lo que responde a esta descripción es un ser humano… semejante a una estatua, que en el taller del escultor sólo espera ser transportada al aire libre”. La conclusión legal de esta declaración refleja una influencia helenística, pero, en su justificación, resuenan ecos del espíritu judío.
El Talmud no menciona el aborto provocado por razones médicas. Pero sí hace referencias a un procedimiento análogo, la embriotomía, o destrucción del feto a término en un parto difícil: “Si una mujer tiene problemas de parto, se corta al niño que lleva en su seno y se lo extrae miembro por miembro, porque la vida de ella tiene prioridad sobre la de él”. (Mishna Oholot 7:6).
El problema específico del aborto terapéutico comenzó a discutirse en el siglo XVII y varias responsas rabínicas se emitieron sobre el tema.
Hay un consenso claro: el judaísmo autoriza, e inclusive exige, la práctica del aborto terapéutico en aquellos casos en los cuales el embarazo entraña un peligro para la vida de la madre. Podríamos ir más lejos y afirmar que los desórdenes psíquicos ligados al embarazo, capaces de desembocar en un riesgo de muerte, deben colocarse en el mismo nivel que la amenaza física contra la vida de la madre.
Asimismo, es importante destacar que para la tradición judía, la decisión de permitir el aborto terapéutico, sólo puede adoptarse después de haber consultado con una autoridad rabínica, para que ésta dé su aprobación.
Como conclusión, podemos señalar que el judaísmo no marca prohibiciones absolutas, sino que admite excepciones. La vida es un cúmulo de circunstancias que varían en forma constante y su dinámica nos obliga a evaluar cada caso per se.
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David E. Tabachnik
Rabino de la Comunidad Israelita de México. |
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cómo citar este artículo →
Tabchnick, David E.. 1992. El aborto en la tradición judía. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, p. 34. [En línea].
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Horacio Merchant Larios |
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Desde un punto de vista biológico, el plan de desarrollo
del embrión humano sigue estrictamente el de los demás animales. En la figura 1 se muestran embriones representativos de los diversos grupos de vertebrados, en diferentes etapas de desarrollo. En un cuidadoso estudio de ellos, Karl E. von Baer (siglo XIX) propuso algunos conceptos fundamentales sobre el plan de desarrollo de los vertebrados, aún vigentes, a pesar de ser poco conocidos. Básicamente Von Baer encontró que al inicio del desarrollo todos los embriones de vertebrados se diferencian en forma similar, al extremo de que es imposible distinguir a un pez de un humano y entre ellos, a toda la gama de los diversos grupos (ver figura 1, línea 1). Conforme avanza el desarrollo, empiezan a aparecer gradualmente las características de cada clase, orden, familia, género y finalmente la especie (figura 1, líneas II y III).
Si se quisiera expresar esta antigua observación en términos de la biología moderna, se podría decir que los genes que controlan el establecimiento de los primordios embrionarios, son altamente conservados y posiblemente sean los mismos en todos los vertebrados. De manera que esta observación ontogenética verificable en nuestros días, junto con la evidencia paleontológica que demuestra el desarrollo gradual de los vertebrados a partir de los peces, constituyen la evidencia más clara sobre la comunidad de origen del hombre con el resto de las especies animales.
En biología, sin embargo, no existen reglas simples, fáciles de generalizar. Los embriones de mamífero, antes de recapitular el patrón común de vertebrados, desarrollan adaptaciones que les son propias, debido a su precoz dependencia de la madre. Es evidente entonces que los organismos en su evolución, han sido capaces de introducir variaciones antes y después de los patrones que les son comunes. De manera que durante el desarrollo de la especie humana, encontramos también características que le son propias y muchas otras que comparte con los vertebrados y demás especies de mamíferos.
Antes de la fecundación
Aunque es común considerar que el desarrollo de un organismo se inicia a partir de la fecundación del óvulo, en sentido estricto, la identidad de cada individuo se inicia a partir de la diferenciación del óvulo mismo.
Asombrosamente, cada uno de nosotros inicia su singularidad ¡en los ovarios fetales de nuestra madre! (Ver artículo en este mismo número).
A partir de la fecundación
Aunque en el humano no se sabe con certeza, se asume que el óvulo permanece viable entre 24 y 36 horas después de abandonar el folículo ovárico.
En términos generales, se consideran 23 etapas en el desarrollo intrauterino de la especie humana. Las primeras ocho etapas comprenden desde la fertilización (etapa 1) hasta la formación de la notocorda (primordio filogenético de la columna vertebral). Estas etapas cubren alrededor de los primeros 19 días de los cuales los primeros 6 se ilustran en la figura 2.
La fecundación ocurre en el tercio superior de la trompa de Falopio, desde donde continúa su descenso hacia el útero (o matriz). Durante el trayecto, el óvulo fecundado (huevo o cigoto) se subdivide (segmentación), en cada vez más pequeños compartimentos (blastómeros) que constituyen los precursores de todas las células del embrión y las diferentes estructuras extraembrionarias. Alrededor del 4° día después de la fecundación, llega al útero en forma de blastocisto (llamado así por la presencia de una cavidad) y al 6° día esta primera formación inicia la invasión de la pared uterina en el proceso llamado implantación (etapa 4).
La plancenta
A partir de la implantación se inicia la diferenciación de la placenta (órgano formado por derivados del embrión y del útero), cuya función será el sostenimiento del desarrollo a expensas de la madre. Como se mencionó al principio, esta estructura característica de los mamíferos, aparece antes que los mismos readquieran el patrón de desarrollo propio de los vertebrados en general, hecho por el cual no fue posible sostener la llamada ley biogenética de Haeckel, quien postuló que la “ontogenia es la recapitulación de la filogenia”. No obstante, es innegable que existe una recapitulación de varios aspectos ancestrales durante el desarrollo embrionario.
Retomando el patrón de los vertebrados
En forma un tanto simplificada, podríamos decir que el embrión humano alcanza la etapa de analogía estructural del resto de los vertebrados (figura 1) alrededor del día 24 de la gestación (en la etapa 11 mide 4 mm). En los 10 días siguientes, el embrión humano adquiere características anatómicas que son comunes a los demás mamíferos (figura 1, línea II), momento en que alcanza la etapa 14 y mide alrededor de 7 mm.
Identidad con otros primates y fin del desarrollo embrionario
Alrededor del día 50 de la gestación, el embrión humano alcanza la etapa 20, con una talla de 20 mm aproximadamente. Aunque al llegar a esta etapa, ya es posible distinguirlo de otros mamíferos alejados filogenéticamente (por ejemplo: roedores, bovinos, etcétera), todavía no puede distinguirse con claridad de los embriones de otros primates (compare figuras 3 y figura 4). Es decir, basados exclusivamente en patrones embriológicos que por su complejidad no es posible detallar aquí, es claro que el embrión humano sigue estrictamente el principio de desarrollo establecido por Von Baer. Ahora bien, por su aspecto externo, un embrión humano puede distinguirse con relativa facilidad de otros primates alrededor de la etapa 23 de la gestación (compare figuras 5 y figura 6), la cual se alcanza al final del segundo mes de la gestación.
Crecimiento y desarrollo fetal
A partir del segundo mes de la gestación y durante los siguientes siete meses, el desarrollo ontogénico del ser humano consiste esencialmente de un activo crecimiento. Aunque simultáneamente en cada uno de los diversos órganos fetales se llevan a cabo complejos procesos de diferenciación celular, el plan general y particular del desarrollo de cada uno de ellos, quedó establecido ya en la etapa embrionaria.
El ritmo de desarrollo de los diferentes aparatos y sistemas sigue un programa armónico de interacciones, a partir de las cuales emergen cada vez más claras las características genéticas propias de cada individuo. Sin embargo, este proceso no se restringe a la vida intrauterina, algunos procesos de maduración tan importantes como el del sistema nervioso, se continúan después del nacimiento. De manera que muchas de las características de nuestra especie, cuyo sustrato anatómico y funcional radica en el tejido neural, modularán su desarrollo según el contexto ambiental en el que nazca cada individuo.
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Horacio Merchant Larios
Departamento de Biología del Desarrollo,
Instituto de Investigaciones Biomédicas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Merchant Larios, Horacio. 1992. El desarrollo embrionario. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 30-33. [En línea].
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Luis Felipe Rodríguez | |||||||||||||||
En el año de 1600, el filósofo italiano Giordano Bruno
fue enviado a la hoguera por sostener varias herejías, entre ellas la de que existían infinitos mundos como el nuestro. Las cosas han mejorado considerablemente desde aquellos oscuros años y en la actualidad el preguntarse si existen otros mundos, no sólo está bien aceptado, sino que constituye una de las preguntas científicas más válidas e importantes. Más aún, quien logre encontrar la respuesta o al menos una aproximación interesante seguramente recibirá los mayores reconocimientos en su respectivo sistema científico.
Por supuesto que la manera de enfocar esta pregunta ha cambiado considerablemente desde que la planteó Giordano Bruno. Ahora poseemos mucho más información y sabemos, por ejemplo, que la diferencia básica entre una estrella y un planeta radica en su masa. Los cuerpos cuya masa excede 0.08 veces la masa del Sol tendrán suficientes presiones y temperaturas en su centro para que se den los procesos de fusión termonuclear y el cuerpo genere luz propia de acuerdo a la definición de una estrella. Los cuerpos por debajo de esta masa no llegarán a tener procesos termonucleares de manera sostenida en su interior y no serían por lo tanto estrellas. A los cuerpos con una masa de entre 0.01 y 0.08 veces la masa del Sol, se les llama enanas pardas y es a los cuerpos con masa por debajo de 0.01 veces la masa del Sol a los que se les definiría como planetas. Por ejemplo, Júpiter, el más masivo de los planetas de nuestro Sistema Solar tiene una masa de aproximadamente 0.001 veces la del Sol, mientras que la Tierra apenas llega a unas tres millonésimas de la masa solar.
Sabemos además que existen en nuestra galaxia una cantidad del orden de 1011 estrellas potencialmente poseedoras de planetas. Sin embargo, sólo en el caso de una estrella, nuestro Sol, sabemos sin lugar a dudas que existen planetas a su alrededor. La explicación de esta situación radica en que es extremadamente difícil detectar a un planeta en otra estrella. De hecho, hasta ahora ha resultado imposible y este campo de investigación está plagado de resultados tentativos que no han sido posteriormente confirmados.
La búsqueda de planetas en otras estrellas
Para ilustrar por qué es tan difícil detectar un planeta, consideremos un Sistema Solar simplificado, formado por una estrella como el Sol y con sólo un planeta como Júpiter a su alrededor. Escogimos colocarle un planeta como Júpiter porque en nuestro Sistema Solar es este planeta el más importante gravitacionalmente hablando, con una masa más de tres veces mayor a la de Saturno (que es el siguiente planeta en masa) y más de trescientas veces más grande que la de la Tierra.
Lo primero que se nos ocurre es tratar de tomar fotografías de las estrellas, o mejor aún, imágenes con un moderno detector bidimensional y el mejor de los telescopios, más cercanas para ver si están acompañadas de un planeta. Este experimento, aparentemente sencillo, está prácticamente limitado por una serie de factores astronómicos e instrumentales. La separación entre el Sol y Júpiter es de 5.2 unidades astronómicas. Una unidad astronómica es la distancia promedio entre el Sol y la Tierra, unos 150 millones de kilómetros. Supongamos que colocamos nuestro hipotético Sistema Solar Sol-Júpiter a 4.2 años-luz, la distancia a la estrella más cercana a nosotros, Proxima Centauri. ¿Qué es lo que veríamos desde la Tierra? Supuestamente veríamos un punto de luz que sería la estrella y separado de este punto de luz por unos 5 segundos de arco (un segundo de arco es el tamaño angular que tendría una regla de un metro de largo colocada a una distancia de unos 200 kilómetros), un segundo punto de luz, el planeta. La luz proveniente del planeta no sería más que luz de la estrella reflejada por el planeta (recordemos que los planetas no generan luz propia), como la luz que vemos venir de la Luna o de los planetas en nuestro Sistema Solar.
El gran problema es que el punto de luz producido por el planeta sería muchísimo más débil, como mil millones de veces, que el punto de luz producido por la estrella. Como saben todos los que han trabajado con la radiación electromagnética, no va a ser posible lograr que toda la luz de la estrella caiga en un solo punto del detector sino que ésta se desparramará en una región extendida de modo que, aun en las mejores condiciones, la luz que dispersa la estrella será mucho más brillante en la posición del planeta que el mismo planeta. La débil luz proveniente del planeta quedará ahogada por la luz que dispersa la estrella.
Las cosas mejoran bastante si tratamos de repetir estas observaciones ya no en la región visible del espectro electromagnético, sino en la región infrarroja. Las ondas infrarrojas tienen longitudes de onda más grandes que la luz y son invisibles al ojo humano o a la placa fotográfica, pero se les puede detectar con la instrumentación adecuada. En el infrarrojo la radiación emitida por un planeta como Júpiter podría llegar a ser hasta una diezmilésima de la emitida por la estrella. La razón de esto es que el planeta absorbe una parte de la luz de la estrella y la rerradia como ondas infrarrojas. Además, las estrellas tipo solar emiten la mayor parte de la radiación en el visible y no son fuentes particularmente poderosas de emisión infrarroja. En estas circunstancias el planeta se convierte en una fuente infrarroja que, si bien es más débil que la estrella, su contraste no es tan marcado como el visible. Sin embargo, los sistemas de detección infrarrojos son menos finos que los visibles y lo que pudiéramos ganar en contraste lo perderíamos por limitaciones técnicas.
Esta forma de detectar directamente al planeta no ha dado resultados y algunos astrónomos han tratado de detectar su presencia indirectamente, mediante los pequeños efectos gravitacionales que produciría en su estrella madre. Sabemos que así como la estrella atrae a un planeta, el planeta también atrae a la estrella. En una primera aproximación se considera que la estrella está inmóvil y que el planeta se mueve en una órbita alrededor de ella. Pero, de hecho, esto no es correcto y tanto la estrella como el planeta se desplazan en sus respectivas órbitas alrededor del centro de masa del sistema, un punto que se halla entre ambos cuerpos. Como la estrella es mucho más masiva (en el caso del Sol y Júpiter, el Sol es aproximadamente mil veces más masivo que Júpiter), este centro de masa queda muy cerca de la estrella. Así, mientras el planeta recorre una larga órbita, también la estrella lo hace, sólo que la órbita de la estrella es muy pequeña (ver la figura 1). En el caso de un sistema Sol-Júpiter, la órbita de la estrella tendría un radio parecido al de la misma estrella. Tanto la estrella como el planeta completarían una órbita en el mismo tiempo (unos doce años para un sistema Sol-Júpiter). Pero mientras el planeta tiene que recorrer una gran trayectoria y se mueve a unos 10 kilómetros por segundo, la estrella tiene que recorrer una órbita más pequeña y se mueve a “sólo” unos diez metros por segundo, la velocidad de un buen corredor de cien metros planos.
La radiación de la estrella recibida en la Tierra estaría, debido al efecto Doppler, corrida al rojo cuando la estrella se “alejase” de nosotros mientras que se encontraría corrida hacia el azul cuando se “acercase” a nosotros. Estos movimientos serían cíclicos, repitiéndose completos cada doce años.
Pero de nuevo, el efecto es muy pequeño y por lo tanto difícil de detectar. Los desplazamientos relativos de frecuencia que sufrirían las rayas espectrales en el espectro de la estrella, serían del orden de la velocidad de la estrella (diez metros por segundo) sobre la velocidad de la luz (300,000 kilómetros por segundo), o sea de una parte en treinta millones. La instrumentación actual permite detectar desplazamientos relativos como de una parte en tres millones y esto ha permitido estudiar alrededor de un centenar de estrellas cercanas con el fin de indagar si están acompañadas de superplanetas, que son objetos unas diez veces más masivos que Júpiter (o sea, con una centésima de la masa del Sol) pero que aún caerían en la categoría de planetas. Es interesante destacar que no se detectó ninguno. Sin embargo, esto no quiere decir gran cosa, ya que tal vez no se forman planetas tan masivos y habrá que esperar a que la sensitividad de estas técnicas mejore, lo cual sería posible en una escala de tiempo de algunas décadas.
¿Planetas alrededor de pulsares?
Durante el último año, el mundillo astronómico se sacudió ante el anuncio hecho por un grupo de radioastrónomos de la Universidad de Manchester, en Inglaterra, de que habían descubierto un planeta en un improbable lugar: alrededor de un pulsar. La aparente detección se logró utilizando una técnica equivalente a la que mencionamos anteriormente, y que se usa para buscar desplazamientos en las frecuencias de las rayas espectrales de las estrellas, causadas por el efecto Doppler. Se sabe que los pulsares emiten pulsos de ondas de radio con una gran regularidad, como si fuesen relojes. Si un pulsar estuviese acompañado de un planeta, describiría una órbita alrededor del centro de masa del sistema y desde la Tierra detectaríamos que la separación temporal entre los pulsos se acortaría o alargaría, según el pulsar se acercase o alejase.
De acuerdo con el análisis de los datos hechos por el grupo de Manchester, el pulsar PSR 1829-10 estaba acompañado de un planeta con una masa de alrededor de 10 veces la de la Tierra, y con un periodo de casi exactamente medio año. El “planeta” tenía dos cosas extrañas que hicieron que algunos astrónomos sospecharan de su existencia (por otra parte, varios grupos teóricos publicaron artículos explicando cómo pudo haberse formado un planeta alrededor de un pulsar). El primer motivo de sospecha era la ubicación del planeta alrededor de un pulsar, el cual es un objeto formado a partir de la explosión de una estrella masiva, lo que hace suponer que provocaría una tan fuerte disminución de la masa de la estrella, como para que ésta perdiera a los planetas de su alrededor o, cuando menos, que éstos quedarían en órbitas muy excéntricas (o sea, muy ovaladas). Sin embargo, el planeta supuestamente estaba ahí y con una órbita casi perfectamente circular (como la de la Tierra). El segundo aspecto sospechoso era el periodo de rotación del planeta, de casi exactamente medio año terrestre. Pero pronto se resolvió el misterio y se supo qué pasaba en realidad: los radioastrónomos ingleses habían cometido un error al reducir sus datos y no habían sustraído completamente el efecto de los movimientos de la Tierra alrededor del Sol. Los cambios que detectaban en la separación entre los pulsos del pulsar, no se debían a movimientos mismos del pulsar, sino a movimientos de la Tierra. Al mismo tiempo que estos investigadores se retractaban de sus resultados, un grupo, ahora del Observatorio de Arecibo, proponía que otro pulsar estaba acompañado ya no de uno, sino de dos planetas. Este grupo asegura haber tomado en cuenta todos los efectos posibles, pero hay cínicos que afirman que lo que ocurre es que cometieron no uno sino dos errores en su reducción de datos. La situación se aclarará en unos cuantos años, a lo sumo, porque se supone que los supuestos planetas sufrirán, por la fuerza gravitatoria entre ellos mismos, cambios predecibles en los parámetros de sus órbitas.
En busca de discos protoplanetarios
Desde hace unos diez años un grupo de astrónomos hemos trabajado en el Instituto de Astronomía de la UNAM en el problema de la formación de nuevas estrellas. Este interés nos llevó a planteamos una nueva manera de investigar si las estrellas forman o no planetas a su alrededor.
En la actualidad los astrónomos manejamos un esquema, un paradigma como dirían algunos, de la manera en que se forman las estrellas. Este paradigma es el aceptado internacionalmente y a su creación han contribuido de manera importante varios astrónomos mexicanos. En pocas palabras, se propone que las estrellas se forman de la contracción gravitacional de fragmentos de las llamadas nubes moleculares, enormes estructuras que existen en el espacio y que contienen muchos millones de masas solares en gas y polvo cósmico. Esta contracción lleva a la formación de un núcleo, el que dará lugar a la estrella, y a su alrededor un disco en rotación del cual se condensarán los planetas. Como estos discos darían origen a los planetas, se les conoce como discos protoplanetarios.
Estos discos no son, por supuesto, sólidos, sino que están formados de gas (principalmente moléculas de hidrógeno) y polvo cósmico y, de hecho, no rotan alrededor de su estrella como lo haría un cuerpo rígido, sino diferencialmente, siguiendo aproximadamente las leyes de Kepler, en donde el gas más cercano a la estrella se movería más rápidamente.
El gas y el polvo presentes en el disco, van perdiendo momento angular y son lentamente acretados por la estrella, con lo cual ésta va ganando paulatinamente masa. Al mismo tiempo, del disco se van condensando los planetas. Finalmente, estos procesos van acompañados simultáneamente de una pérdida de masa por los polos de la estructura, en forma de chorros de gas, que se mueven a velocidades supersónicas. Estos chorros de gas viajan por el espacio y dan lugar a fenómenos como los objetos Herbig-Haro y sus flujos bipolares.
Para una estrella de tipo solar, el tiempo que tardará todo el proceso de contracción y formación de planetas es de sólo unos diez millones de años, un periodo breve si lo comparamos con el tiempo que vivirá la estrella, que es de unos diez mil millones de años. Pasados esos primeros diez millones de años, la estrella se parecerá cada vez más al Sol en sus características. Esta etapa, en la que llamamos “joven” a la estrella, equivale al primer mes de vida de un bebé.
Cuando saca uno las cuentas, resulta que es más fácil intentar la detección de un disco protoplanetario que la de un planeta. Hay varias razones para ello. Mientras un planeta intercepta una cantidad ínfima de luz de la estrella, un disco ofrece una mayor sección recta y puede interceptar hasta una cuarta parte de la luz emitida por la estrella (es un bonito problema geométrico demostrar que un disco delgado de extensión mucho mayor que la estrella intercepta exactamente un cuarto de luz estelar). Esta radiación interceptada puede ser reflejada por el polvo en un disco o bien ser absorbida por él y rerradiada como ondas infrarrojas. A los discos que sólo son calentados por la luz de la estrella se les conoce como discos “pasivos”. Además, como habíamos mencionado, el disco rota diferencialmente, esto es, más rápido conforme nos acercamos a la estrella.
Esto ocasiona que exista una especie de fricción entre dos “círculos” cualesquiera adyacentes del disco, lo cual lo calienta y le hace emitir aún más radiación infrarroja. A los discos donde este proceso produce más calentamiento aún que la propia radiación estelar, se les conoce como discos “activos” (véase la figura 2). De hecho, parece que algunas estrellas jóvenes tienen discos tan “activos”, que éstos emiten más energía por segundo que la misma estrella.
Se cree por analogía con nuestro Sistema Solar, que estos discos protoplanetarios tienen diámetros del orden de 100 unidades astronómicas. Entonces, uno de estos discos, colocado a una distancia de unos 500 años luz (la distancia a la nube molecular de Tauro, que es la más cercana a nosotros de las nubes que están formando estrellas en la actualidad) e inclinado, digamos unos 45 grados, con respecto a la línea de visión, se vería en el cielo como una fuente alargada de un segundo de arco de largo por medio segundo de arco de ancho (recordemos que un segundo de arco es como una millonésima de la circunferencia).
Los discos protoplanetarios emiten fuertemente en el infrarrojo y parecería entonces que lo que tendríamos que hacer es, de alguna manera, obtener imágenes en el infrarrojo de las estrellas jóvenes en la nube de Tauro, para ver si alguna está, efectivamente, rodeada de un disco protoplanetario. Desafortunadamente, estas observaciones requerirían de una resolución angular (o sea de la capacidad de distinguir detalles), mejor que un segundo de arco, la cual no está aún disponible en el infrarrojo. En estas longitudes de onda es posible realizar observaciones de resolución angular pobre que nos indican que, en verdad, las estrellas jóvenes emiten fuertemente ondas infrarrojas, supuestamente provenientes de sus discos. Pero no es posible resolver angularmente esta radiación, o sea, decir qué forma tiene el objeto que la emite. De nuevo llegamos a un callejón sin salida.
Los discos son detectables en radio
Si bien los discos protoplanetarios emiten la mayor parte de su energía en el infrarrojo, en los últimos años quedó claro que también emitían, aunque con mucha menor potencia, ondas de radio. Las ondas de radio tienen longitudes aún más largas que las infrarrojas y se les detecta y estudia con diversos tipos de radiotelescopios. Curiosamente, si bien la emisión de radio de un disco protoplanetario es mucho más débil (como por un factor de diez mil) que la emisión infrarroja, resulta que en el radio sí existe la capacidad de resolución angular para distinguir estructuras más pequeñas que un segundo de arco.
Nuestra experiencia previa con el radiotelescopio conocido como el Very Large Array (VLA), nos sugirió que sería posible detectar y obtener una imagen del supuesto disco protoplanetario que se encuentra alrededor de la estrella joven, conocida como HL Tauri. Aun cuando esta estrella era el mejor caso, la emisión esperada era todavía muy débil, pero sería posible realizar una imagen del cuerpo emisor utilizando tiempos de integración largos, de decenas de horas.
El VLA es un instrumento de tipo interferométrico, o sea que utiliza varios telescopios a la vez, combinando sus señales. De hecho, está constituido por 27 antenas, cada una de 25 metros de diámetro, que simultáneamente apuntan al mismo objeto en el cielo (véase la figura 3). Está ubicado en los llanos de San Agustín, en Nuevo México y es propiedad del Observatorio Nacional de Radio Estadounidense, el cual, afortunadamente, mantiene una política tal, que permite que astrónomos de cualquier parte del mundo soliciten tiempo en sus radiotelescopios.
Las ondas de radio captadas por cada una de las antenas del VLA son correlacionadas digitalmente con las señales captadas por todas las demás y, mediante una serie de procesos matemáticos realizados en computadora, es posible obtener una imagen del cielo en ondas de radio.
A fines de 1991 pudimos al fin realizar las observaciones de la estrella HL Tauri. Las observaciones se realizaron a la longitud de onda de 1.3 centímetros, la más corta a la que puede trabajar el VLA. En la región de radio, mientras más corta es la longitud de onda, más intensa es la radiación de los discos protoplanetarios. Después de unos días de analizar los datos obtuvimos la imagen que se muestra en la Figura 4. El flujo (la cantidad de energía por segundo que nos llega del objeto), así como el diámetro del mismo (alrededor de 100 unidades astronómicas), están de acuerdo con lo que esperábamos para un disco protoplanetario.
Pero también nuestras observaciones presentan complicaciones. La orientación del eje mayor del disco (aproximadamente norte-sur) no es perpendicular a un chorro de gas que aparentemente sale de la estrella y que se puede ver en las imágenes ópticas. Se supone que el disco sería responsable de la colimación de este chorro y que por lo tanto debería aparecer perpendicular al plano del disco; sin embargo, aparece en otro ángulo. Estamos en la actualidad planeando nuevos experimentos y realizando modelaje teórico, para saber si realmente hemos realizado el primer mapa de un disco protoplanetario o si nuestro resultado pasará, como le ha ocurrido a tantos en este campo, a engrosar el cementerio de las pistas falsas.
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Luis Felipe Rodríguez
Instituto de Astronomía,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Rodríguez, Luis Felipe. 1992. En busca de otros mundos. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 23-27. [En línea].
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Nacho López | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
En desorden he escrito imágenes sin pretensión ni propósito
anticipado. Tiempo después descubrí ciertas afinidades y correspondencias con algunas fotografías producidas en el curso de mi oficio.
El escribir y el fotografiar no fueron simultáneos. Los textos son labor de años sin fecha y las fotos pertenecen a ciclos identificables.
Conjugar fotos y textos de un solo autor es un experimento para avecindarse, quizá, a otras posibilidades de comunicación a través de la voz que escuchamos cuando sentimos nuestra voz en la lectura silenciosa o parlante con las voces que surgen de la imagen fotográfica, todas percibidas en estado de alerta.
El ejercicio consiste en el intercambio de nuestras vivencias así como nuestras voces particulares son también resonancia del mundo que habitamos.
México, 1983.
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Nacho López | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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cómo citar este artículo →
López, Nacho. 1992. Fotopoemáticos. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 77-79. [En línea].
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Luis Estrada | |||||||||||
La ciencia es uno de los elementos que caracterizan al siglo
que está por terminar, producto típico de los tiempos modernos, ha crecido aceleradamente en años recientes y cada día influye más en la vida cotidiana, aunque tal influencia no sea clara para la mayor parte de la gente y aunque lo que se ha logrado con la investigación científica sea prácticamente desconocido. Casi nadie duda de la importancia que tiene la ciencia, pero la mayor parte de la gente tiene una visión muy limitada de ella, ya que la ven a través de la tecnología y sólo buscan saber más cuando necesitan adaptarse a cambios tecnológicos o cuando pretenden dominar nuevos aparatos y sistemas de ellos.
La principal dificultad para acercarse actualmente a la ciencia, radica en que se trata de un campo enorme, diverso y muy especializado. Las publicaciones y otros medios encargados de la difusión de la investigación científica, generalmente son incomprensibles para un público no especializado, lo que hace que sea casi imposible saber lo que sucede en el mundo de la ciencia y qué consecuencias podría acarrear. Los mismos científicos se enfrentan a problemas semejantes cuando tratan de incursionar en especialidades distintas a la suya. Por otra parte, es muy difícil comprobar la veracidad de una aseveración científica, ya que para ello es necesario establecer una cadena de aclaraciones cuyos eslabones se enlazan de manera deficiente y dan lugar a lo que llamamos “teléfono descompuesto”.
La ciencia es en realidad parte oculta de la cultura contemporánea, fenómeno que urge corregir. Una buena forma de contribuir a ello es haciendo una correcta y amplia divulgación de la ciencia. El propósito de este artículo es delinear en qué consiste esta actividad y cómo se realiza. Antes de iniciar el tema trataré de aclarar algunos de los términos que comúnmente se utilizan en esta labor. Así, cuando se trata de la propagación del conocimiento entre especialistas, por ejemplo, cuando se publican los resultados de una investigación, se emplea la palabra difusión, por ello la presentación de trabajos en un congreso científico es una actividad de difusión de la ciencia. Pero cuando se trata de presentar la ciencia al público en general, se emplea la palabra divulgación. Por lo tanto las conferencias organizadas por las asociaciones científicas para dar a conocer los resultados de una investigación reciente o de la situación actual de un campo científico, enfocadas al público en general, son actividades de divulgación de la ciencia. Es importante señalar que esta labor incluye entre sus destinatarios a los científicos ya que parte de la divulgación de la ciencia se hace para que unos especialistas conozcan lo que sucede en el campo de otra especialidad. Es claro que tanto la difusión como la divulgación son actividades de comunicación, aunque lo común es que los destinatarios se comporten de manera pasiva. Por lo tanto cuando en la participación del conocimiento científico se busca el diálogo, esto es el intercambio de saberes y experiencias, se emplea el término comunicación. Así las mesas redondas organizadas para presentar y discutir un asunto científico, entre especialistas de distintos campos y el común de la gente, constituye un ejemplo de comunicación de la ciencia.
Las cualidades indispensables
En una buena divulgación de la ciencia son las siguientes: en primer término está la claridad del mensaje y el apego fiel al conocimiento que se quiere transmitir. Aunque esto parecería una cualidad natural, en realidad es algo poco usual y más bien difícil, especialmente en el caso de la divulgación del conocimiento más reciente. Las dificultades provienen no solo de que el lenguaje científico es muy especializado, sino también de que el conocimiento está expresado en un contexto poco conocido. Quizá por esto en la divulgación, la forma tradicional de superar tales dificultades ha sido el empleo de analogías, metáforas y otros recursos semejantes, con el consecuente riesgo de deformar el mensaje. La práctica ha demostrado que el buen uso de estas técnicas guarda una estrecha relación con el dominio que el divulgador tenga del tema que va a comunicar, así como con su sensibilidad para satisfacer los intereses de su auditorio. La divulgación de la ciencia no es la traducción del discurso científico, sino una versión de la ciencia, por lo que para hacerla hay que elaborar explicaciones adecuadas a los conocimientos e intereses del auditorio. Al divulgar un tema científico no se busca que el público lo domine como lo hace el especialista, sino que adquiera una idea clara de lo que se trata, cuidando el no deformar el conocimiento científico. En realidad lo que hay que lograr con esta labor es poner en manos del público la misma ciencia que manejan los científicos, aunque no con la misma precisión ni con los mismos detalles.
La segunda cualidad que debe tener la divulgación de la ciencia es la de mostrar al público cómo se elabora el conocimiento científico, ya que la ciencia es una actividad que está permanentemente en construcción, así como el método científico. Este método es una de las partes esenciales del quehacer científico por lo que también debe divulgarse, para que la gente pueda entender que la ciencia es un proceso en continua construcción y cómo lo hace. Dar esta idea de forma entendible para el público en general, resulta complicado, pero la práctica muestra que se le facilita más a quienes han realizado alguna labor de investigación científica. Con la divulgación de la ciencia no solo se busca dar datos, presentar hechos y dar información, sino también dar las pautas necesarias para comparar, confrontar y valorar conocimientos, reconstruir la información y evaluar las conclusiones. De lo que se trata es de que el público participe del mundo de la ciencia en una forma activa e integral.
La tercera cualidad de la divulgación de la ciencia es poner al alcance del público los elementos necesarios para que pueda integrar el conocimiento científico a la cultura. Debo aclarar que por cultura entiendo la obra humana; esto es, el producto entero de la labor del hombre realizada en un lugar y en una época. En esta forma entenderemos ese término de la misma manera que cuando hablamos de la cultura china o de la olmeca. Así pues, la divulgación de la ciencia debe presentar a ésta dentro en un amplio contexto, ya que no se trata de una actividad separada de otros esfuerzos humanos, lo que no es en sí una tarea fácil y trivial y requiere de la ayuda de conocimientos y experiencias que casi siempre están fuera de los medios científicos, por lo que la divulgación de la ciencia no puede reducirse al medio científico y que es necesario realizarla en colaboración con personas ajenas a él. En los ambientes académicos estas personas son generalmente las dedicadas a la difusión cultural o a ciertas disciplinas humanísticas y, en otros ambientes, es la gente conocida ahora como comunicólogos. La importancia de lograr que la divulgación de la ciencia tenga esta característica es evidente, ya que no hay que olvidar que la ciencia es una parte de la cultura.
Un análisis más profundo
De las cualidades de la divulgación de la ciencia que mencioné como indispensables, se muestra que esos rasgos sólo representan el aspecto externo de una labor más trascendental. La primera de ellas, en la que señalé que la divulgación de la ciencia debe ser clara y fiel a fin de comunicar la ciencia de los científicos, no es más que una amable y atractiva forma de abrir al público el mundo de la ciencia, ya que éste es un conocimiento y, como tal, un patrimonio universal. Si partimos de la base de que todos tenemos derecho a saber y de que sólo se aprende mediante un esfuerzo personal, debemos lograr que todo mundo tenga la oportunidad de acercarse a la ciencia. En nuestra época el acceso al conocimiento científico ha estado en poder de unos cuantos y es necesario que la nueva imagen del universo que con ella se ha creado sea del dominio público. Por otra parte, la ciencia ha contribuido a que la vida sea en gran medida artificial y hay que completar esta tarea haciendo que el hombre común entienda esa parte. La conciencia del hombre actual no podrá formarse sin el conocimiento científico por lo que hay que hacerlo accesible a todos. No es inútil reiterar aquí que el conocimiento al que me refiero sólo puede ser distinto al de los científicos en enfoques y detalles, ya que con la divulgación no se trata de que todos seamos científicos sino de que todos podamos conocer la ciencia.
En relación a la divulgación del método científico diré que ésta apunta al aprovechamiento de la experiencia científica, esencialmente en forma personal. Con la ciencia el hombre ha encontrado una manera eficaz de conocer el universo y algunas formas de modificarlo y aprovecharlo mejor. Una parte importante de estos logros se debe a la experiencia adquirida en el ejercicio de hacer y revisar la ciencia de manera sistemática y continua. La formación de un científico se caracteriza por la adquisición de una habilidad para plantear problemas, buscar alternativas de solución y lograr una seguridad en sus conclusiones. El científico aprende también a usar y diseñar equipo muy refinado, a confrontar sus ideas con las de sus colegas, a publicar sus conclusiones y a trabajar en grupo. Esta formación es una experiencia humana, valiosa también en otras actividades, por lo que es conveniente y útil divulgarla. Por lo tanto, si se desea que el público participe de la ciencia de los científicos, es claro que su divulgación deberá ayudar a que la experiencia formativa antes mencionada se aproveche en los medios extracientíficos. De esta manera el hombre común dispondrá de una escuela que le permita adquirir habilidades, capacidades y pericias que los científicos han desarrollado con éxito. La divulgación de la ciencia ofrece por lo tanto una manera personal de aprovechar la ciencia y puede decirse que ese es el mensaje principal que se quiere transmitir cuando se dice que la ciencia es útil.
Respecto al sentido profundo de buscar que la divulgación de la ciencia dé elementos para integrar el conocimiento científico a la cultura, comenzará recordando que la ciencia es una de las muchas actividades humanas, que su lugar entre ellas no está dado de antemano y que no es un dominio aislado. La ciencia tiene un amplio y profundo sentido social que hay que hacer efectivo. Hasta ahora la influencia del quehacer científico en la vida humana se ha realizado casi siempre de manera indirecta, por lo que se manifiesta tardíamente y sólo por sus efectos. Esta situación causa tensiones y conflictos que obstruyen tanto el buen aprovechamiento del conocimiento, cuanto el mismo desarrollo del quehacer científico. Los resultados han sido que, por un lado, la ciencia le parezca a mucha gente algo inútil y sospechoso y, por el otro, que el apoyo al quehacer científico sea accidental y pobre. Es insensato e injusto mantener tal situación, especialmente en países como el nuestro, por lo que hay que buscar un mayor acercamiento de la ciencia a las otras actividades humanas, a fin de situarla bien y relacionarla con ellas. Para esto se requiere de una mayor “actitud científica” por parte de la gente común, y una mayor participación activa en las “preocupaciones de la vida cotidiana” por parte de los científicos. La divulgación de la ciencia puede ayudar mucho a este acercamiento, especialmente si se realiza como un proceso de comunicación. Es claro que esta aproximación deberá no solo crear mecanismos prácticos que apoyen y orienten el desarrollo científico, sino también establecer instancias para que los científicos informen satisfactoriamente al público de las labores que se están realizando. La ciencia es un asunto de todos, por lo que necesita del apoyo público y de que los mecanismos empleados para desarrollarla sean patentes. La divulgación es una de las alternativas más viables para hacer que la ciencia pueda desarrollarse correcta y ampliamente y, especialmente, en beneficio de todos.
La labor de la divulgación de la ciencia
Es amplia y compleja, por lo que su descripción, por ambiciosa que sea, implica una selección. Para continuar elegiré los componentes que a mi juicio le son esenciales, aunque en vez de hacerlo para intentar una buena descripción de ella, lo haré para discutir la importancia de esos componentes. Antes de entrar en materia revisaré brevemente los medios empleados para realizar la divulgación de la ciencia, ya que esto ayudará a situar los temas que deseo tratar. Los medios tradicionales de la divulgación de la ciencia han sido la organización de conferencias, la edición de revistas y la operación de museos. De las primeras se han derivado muchas variantes dentro de las cuales la más conocida, quizá, sea la “mesa redonda”. Este tipo de actividad tiene la virtud de acercar a los científicos con el público general, lo cual propicia una buena comunicación de la ciencia. Las revistas tienen la ventaja de fijar el mensaje y propiciar que se presente en forma más elaborada. Muy relacionados con este medio de divulgación están los libros, cuyo mensaje aunque más lento y menos flexible que el de las revistas, es más estable. Los museos, que tomados en un amplio sentido incluyen planetarios, zoológicos, acuarios y jardines botánicos, han sido los medios idóneos para extender la observación del mundo en que vivimos, tanto a otros lugares como al pasado. Con esta extensión los museos propician que muchos aspectos de la ciencia puedan presentarse en condiciones más naturales y atractivas. La experiencia obtenida con los museos, ha permitido que amplíen sus funciones y ahora muchos puedan ofrecer actividades paralelas a los servicios que les son propios; entre ellas están los ciclos de conferencias, los talleres, los cursos temporales, los servicios bibliotecarios, etcétera. También, gracias a la experiencia museológica se han podido crear los centros de ciencias, nuevas instituciones destinadas a dar la oportunidad al público, especialmente al juvenil e infantil, de experimentar y de participar en la observación de muchos fenómenos naturales.
En la actualidad, los medios más atractivos y prometedores para divulgar la ciencia son los llamados medios de comunicación masiva: periódicos, radio, cine y televisión. Sin embargo, hasta el momento, estos medios le han dado poco espacio a la ciencia y a otras actividades de difusión cultural, por lo que la experiencia ganada con su uso es todavía muy poca. Es claro que tienen un gran poder de penetración y que cuentan con posibilidades técnicas superiores a las de los otros medios, pero los mensajes que transmiten son efímeros y en muchos casos sospechosos, ya que ellos, en especial la televisión, cuentan con mucha capacidad de manipulación. No es este el lugar para discutir tal tema y sólo añadiré que la práctica de la divulgación de la ciencia ha mostrado la conveniencia de emplear todos los medios de comunicación, así como la necesidad de hacerlo de manera organizada. Por lo tanto, si se logra establecer un sistema formado por varios medios de comunicación, habrá que dotarlo de alguna estructura que coordine sus actividades, a fin de asegurar un funcionamiento ordenado que propicie una buena programación que pueda llegar al mayor público posible. Es claro que de esta manera se aprovecharían mejor las ventajas de cada medio, se aumentaría la capacidad de los divulgadores y se lograría más eficacia.
Para lograr una divulgación de la ciencia como la que ha delineado, lo esencial es tener los divulgadores adecuados. Es fácil estar de acuerdo con mi afirmación, aunque no lo es tanto el caracterizar a tales personas, máxime cuando el campo en que laboran es tan extenso y variado. Lo primero que se puede decir al respecto es que en casi ningún país se reconoce esta actividad como una profesión definida; que no hay carreras para formar divulgadores, ni otros caminos que permitan obtener un título con semejante nombre. En muchos países desarrollados, los que ejercen esta actividad en forma profesional son personas que se han especializado en ella después de cursar alguna carrera que les sirve como base. Así, gran parte de la divulgación por escrito está hecha por los periodistas científicos y la atención de los museos de ciencias está a cargo de museólogos especializados en temas científicos. Para muchos la divulgación de la ciencia es una especialidad de algo más general que hay que buscar en las llamadas ciencias de la comunicación. Sin embargo, lo natural es considerar la divulgación de la ciencia como parte del quehacer científico, aunque esto implicaría aceptar que algunos divulgadores son científicos. Es indudable que esta aceptación crearía confusiones, ya que ahora por científico se entiende únicamente al investigador profesional. No abundaré más en este aspecto del tema y sólo añadiré que el reconocimiento del público del divulgador de la ciencia, como profesionista responsable de la labor que nos ocupa, es indispensable para consolidar y mejorar tal labor. Sin este reconocimiento será imposible situar bien a los divulgadores y resolver el problema de su formación.
En algunos países como el nuestro, casi toda la divulgación ha sido realizada por egresados de las escuelas de ciencias, principalmente por investigadores y profesores. Para la mayoría de ellos esta actividad es secundaria y muchos la consideran como una especie de labor social, a veces con carácter de apostolado. Casi todos los divulgadores son autodidactas, aun los egresados de las escuelas de ciencias, ya que éstas no imparten clases relacionadas con el tema. Sin embargo, ya hay quien ha aprendido de sus antecesores y existen actividades de divulgación que permiten el aprendizaje como se acostumbra en los talleres artesanales tradicionales. Para precisar las dificultades que se presentan en la formación de un divulgador distinguiré de su labor, por una parte, lo relativo al contenido del mensaje que desea comunicar y, por la otra, el manejo del medio que utiliza para lograrlo; además me ceñiré al caso de nuestro país. Si los aspectos que he distinguido se consideran por separado no hay problema, al menos en principio. Por un lado, el conocimiento científico se puede adquirir en las escuelas de ciencias y, por otro, hay formas de dominar cada una de las técnicas de comunicación, ya que hay cursos de redacción, de museografía, de televisión, etcétera. Los problemas aparecen cuando se tratan de combinar e integrar esos conocimientos, ya que si éstos se toman como elementos separados entre sí, será difícil encontrar quien pueda dominarlos todos, y si se busca lograr una síntesis que cubra satisfactoriamente un área de divulgación, sólo se encontrará tanto lo especializado de la formación científica, como el desconocimiento completo de la ciencia. No es aquí el lugar para ampliar este tema por lo que añadiré que una solución al problema de la formación de divulgadores ha sido la formación de grupos de trabajo integrados por científicos especialistas de otros campos, especialmente del área de la comunicación. Para que la labor de estos grupos sea satisfactoria, hay que centrarla en un esfuerzo permanente de integración de su personal, el cual deberá basarse en la comunicación interna del conocimiento científico de manera que el primer beneficiado sea el mismo grupo.
Hay otros aspectos importantes en la divulgación de la ciencia, que quiero considerar. En la realización de su labor, los divulgadores juegan el papel de intermediarios entre los científicos y el público general. En la mayoría de los casos prácticos el mensaje está dado por los primeros, y los segundos sólo se ocupan de adecuarlo al nivel e intereses de su auditorio. Aunque la divulgación la hacen muchas veces los propios científicos, el papel de intermediario no desaparece. Una muestra de ello es que muchos intentan la divulgación como si fueran traductores de idiomas: repiten lo que aprendieron en la escuela de ciencia pero utilizando términos del lenguaje ordinario. Es obvio que reducir la labor de divulgación al funcionamiento de un canal de transmisión hace que tal divulgación no se realice de manera profunda, consecuente, debemos exigir mucho más de esta labor. En algunos países, y el nuestro es uno de ellos, muchos de los divulgadores son académicos, lo cual puede ayudar a satisfacer esa exigencia. La labor de divulgación es una labor creativa ya que consiste en dar al público una versión de la ciencia elaborada para él. No hay que olvidar que aunque se trate de presentar la misma ciencia de los científicos, las necesidades y los intereses del público son diferentes a los de esos especialistas. Cabe añadir que la divulgación se empobrece más cuando se realiza considerando que el público es poco inteligente. Hay que reconocer que en gran medida el desconocimiento de la ciencia no se debe a la falta de inteligencia.
La labor de divulgación de la ciencia sí tiene mucho de intermediación, lo cual no significa que sea una actividad de índole dependiente. Se acostumbra comparar a la divulgación con un puente que une el mundo científico con el de la vida cotidiana y este símil es bueno mientras no se convierta en una trivialidad. Lo menos que en él se puede reconocer es la libertad que hay para hacer un puente y que éste establece caminos de ida y vuelta. La divulgación de la ciencia es una labor autónoma y tiene un lugar propio en el quehacer científico, ya que éste no se agota con la investigación y la docencia. Es necesario señalar aquí que la divulgación contribuye a la creación del conocimiento científico, no solo porque al comunicar a los científicos con sus congéneres les proporciona elementos para orientar y situar sus investigaciones, sino también por el esfuerzo de hacer accesible el conocimiento y permite revisarlo y perfeccionarlo. Cabe también mencionar que al tener buenos divulgadores tendremos además críticos de la ciencia, lo cual enriquecerá al medio científico. No necesito explicar la función de tales críticos, ya que sería semejante a la que realizan los críticos de arte. No hay que olvidar que en toda actividad creativa, y la ciencia es un importante ejemplo, la crítica es una parte del proceso necesario para la producción de una obra original, la que es el resultado de la relación entre el creador y los beneficiarios de su obra.
Ya señalé que la divulgación de la ciencia es una parte de la labor educativa. Como en otras actividades de este campo es necesario preocuparse y estar atentos a que los beneficiarios de la divulgación, al haberla entendido bien por estar bien divulgada, la puedan aprovechar correctamente en su beneficio y superación. Aunque esto conduce naturalmente al tema de la evaluación en esa actividad no lo trataré aquí y aprovechará lo dicho para señalar que una buena divulgación de la ciencia deberá ofrecer varios niveles de presentación de sus temas al público. La necesidad de los tratamientos elementales es clara, pero no hay que reducirse a eso, es más, la conveniencia de buscar los aspectos fáciles y atractivos de la ciencia para acercarse al público es indiscutible, pero tampoco hay que quedarse ahí. Por tanto es necesario establecer programas de divulgación de la ciencia más elaborados, enfocados a los que ya han aprovechado los niveles elementales y buscan saber más. Por otro lado, y también como parte educativa, hay que exigir al público que haga un esfuerzo por acercarse más al medio científico, para lo cual deberá aprender algo del lenguaje que en él se usa, así como estudiar por su cuenta lo necesario para comprender mejor lo que se divulga. La divulgación de la ciencia es una parte del esfuerzo que actualmente se hace para multiplicar las oportunidades educativas, el cual incluye el dar clases fuera de las aulas y otras actividades extraescolares que se agrupan en la llamada “educación informal”.
Otro aspecto esencial de la divulgación de la ciencia es la realización de la investigación en su campo. La divulgación, como cualquier otra actividad creativa, requiere de un estudio sistemático y de una reflexión permanente de su propio quehacer. Aprovechando la distinción que antes hice en la labor de la divulgación, diré que la investigación en este campo puede separarse en dos grandes líneas: el estudio y análisis de las disciplinas científicas mismas y de las formas y medios para comunicar la ciencia. En el primer tipo de investigación el divulgador comparte con el científico el interés directo por el avance de la ciencia. Sin embargo, sus propósitos son diferentes a los de éste ya que lo que el divulgador busca, principalmente, es encontrar en las tramas conceptuales de las disciplinas científicas los elementos para establecer una comunicación con el público. El segundo tipo de investigación está muy vinculado a los hallazgos del primero, ya que la exploración de las formas y los medios de comunicación está condicionada por las características del tema que se desea divulgar. La investigación sobre el uso del texto escrito, de las imágenes, de los espacios y los ambientes, pertenecen a este segundo tipo y en él hay que incluir la averiguación de las características e intereses del público al que se dirige el mensaje, estudiar las respuestas a este mensaje y buscar la retroalimentación en el proceso comunicativo. En síntesis, la investigación en la divulgación de la ciencia es lo que permite crear modelos de comunicación del conocimiento científico, cuyos contenidos estén determinados tanto por su trascendencia intrínseca, como por su interés cultural.
La divulgación de la ciencia en México
Ha sido establecida esencialmente por personas relacionadas con la UNAM. La preocupación de los universitarios por divulgar la ciencia es tan remota como la de hacer investigación científica. Esto no es extraño ya que quien es consciente de la necesidad de hacer ciencia, también lo es de que hay que comunicar el conocimiento logrado. Por lo mismo la divulgación de la ciencia en nuestra universidad se inició como una extensión de la enseñanza de las ciencias. Al principio consistió en organizar conferencias que fueron dictadas por los más distinguidos profesores, quienes también publicaban, ocasionalmente, artículos de divulgación en periódicos y en revistas culturales. Posteriormente, gracias al entusiasmo de algunos universitarios, la mayoría profesores de la Facultad de Ciencias, y al apoyo de algunas sociedades científicas, la labor de divulgación empezó a organizarse con mayores ambiciones y a extenderse. Paralelamente a los congresos y a otras reuniones científicas, se realizaron actividades dirigidas al público general y se fundaron revistas de divulgación de la ciencia. A partir del decenio de los setentas, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, algunas dependencias de la Secretaria de Educación Pública y otras instituciones como la Academia de la Investigación Científica, empezaron a apoyar esta labor y la UNAM las institucionalizó al incluirlas oficialmente entre sus tareas de difusión cultural. Parte de las actividades de los grupos de divulgadores que se habían formado en el Distrito Federal gracias al apoyo mencionado, empezaron a realizarse en otros lugares de la república, y algunas instituciones de educación superior de los estados iniciaron actividades en este campo, con lo que la divulgación de la ciencia empezó a tomar una dimensión nacional.
La historia que he relatado a muy grandes rasgos y con el riesgo de dar una imagen muy parcial de lo sucedido, nos ha llevado a una situación que también describiré en líneas gruesas y con el mismo riesgo de parcialidad. Hay algunas instituciones que cuentan con dependencias dedicadas a la divulgación de la ciencia y hay algunos divulgadores profesionales. Hay también programas de actividades sistemáticas y permanentes de divulgación, destinadas a públicos específicos, principalmente a los niños. Contamos con varias revistas de divulgación y con programas editoriales en el mismo campo. Varias estaciones de radio difunden programas sobre temas científicos y la televisión ha transmitido algunos, incluso elaborados en el país. Cada día se ofrecen más conferencias al público, muchas impartidas por notables científicos. En fin, las oportunidades de encontrar actividades de divulgación de la ciencia han aumentado mucho, y no solo en el Distrito Federal. Debo mencionar aquí la fundación de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica. Hace veinte años casi no había nada de esto.
Veamos ahora cuáles son las características de la divulgación hecha en México. Lo más destacado de ella es que casi toda ha sido realizada por los mismos científicos. Ellos dan conferencias, se presentan en radio y en televisión, escriben artículos y libros, preparan y se responsabilizan de los contenidos de las exposiciones y de los programas de cine y televisión en los que se divulga el conocimiento científico. Con ello la divulgación de la ciencia ha adquirido un gran prestigio y mucha autoridad, aparte de que ha establecido un contacto entre la comunidad científica y el público. Es por tanto natural que la mayoría de los temas que se divulgan estén relacionados con la investigación básica y con los intereses personales de los divulgadores, así como que su presentación se derive en gran medida de la experiencia docente. Aunque el conocimiento de estos divulgadores está muy por encima de su público, los resultados no son completamente satisfactorios. En el caso de las conferencias, por ejemplo, es frecuente que los científicos se dirijan al público como acostumbran hacerlo con sus alumnos, aunque finalmente salen airosos gracias a su buena disposición para responder las preguntas que se les hacen. Es importante mencionar que casi nadie cobra por estas actividades y que muchos consideran que esta labor no es propia de un científico.
No necesito seguir revisando cómo se realiza la divulgación de la ciencia en nuestro país para afirmar que en esta labor casi todos los logros son recientes y que aún hay problemas que resolver. No es éste el lugar para analizar estas conclusiones y sólo las menciono para situar algunos puntos que quiero señalar. El primero es la urgencia de consolidar lo logrado a fin de contar con una base firme para que pueda continuar la divulgación de la ciencia en nuestro país. El segundo es advertir que una causa importante de los problemas en la labor de divulgación es el escaso valor que se da a ésta en los medios académicos. En ellos casi no se le asigna valor curricular y muchos aseguran que divulgar es quitar un tiempo valioso a la investigación científica. No hace mucho que en nuestra facultad se consolaba a quienes veían difícil ser investigadores o profesores diciéndoles que todavía les quedaba la posibilidad de llegar a ser divulgadores. El tercero es reconocer que por ahora el futuro es incierto para el que quiera ser divulgador profesional. Como ya antes lo mencioné, la mayor parte de la divulgación se realiza de manera gratuita, por lo que muchos esperan que esta situación cambie. Es obvio que este asunto está íntimamente relacionado con el anterior: en nuestro país no se valora la labor cultural ni por sus beneficiarios ni por sus realizadores. Ya que el desarrollo de una labor profesional en una sociedad depende de las expectativas económicas y del prestigio que ella tiene, la divulgación de la ciencia en México se encuentra, al menos por el momento, en seria desventaja. Para resumir diré que en nuestro país la labor que nos ocupa está en crisis y que si no se hace pronto algo drástico por ella la situación será endémica.
A manera de conclusión
Quiero reiterar que la divulgación es un elemento esencial del quehacer científico. Tiene en éste una función que puede distinguirse por sus aspectos internos y externos cuando se mira en relación a los científicos. Hacia el interior establece una comunicación especial entre ellos y hacia el exterior los relaciona con sus congéneres. Aunque ambas funciones son importantes, la segunda es de mayor urgencia, especialmente en los países como el nuestro. Con la divulgación de la ciencia podemos distribuir una riqueza cultural que, además de hacer justicia, llena una necesidad en nuestros tiempos. No seremos libres ni capaces de lograr una buena calidad de vida mientras permanezcamos al margen del conocimiento científico. He sostenido que la divulgación de la ciencia es una ayuda para distribuir dicho conocimiento, así como que esta actividad no es un remedio automático. Para lograr con ella tal ayuda es necesario realizarla en forma profunda y sistemática, pues en otro caso puede ser el disfraz de un peligro. Así como su versión genuina puede ayudar a la superación humana, una simulación de ella no será más que otro instrumento de enajenación, ya sea por entretenimiento o por manipulación.
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Luis Estrada
Centro de Comunicación de la Ciencia,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Estrada, Luis. 1992. La divulgación de la ciencia. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 69-76. [En línea].
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Alejandra Jaidar | ||||||||||
Dr. Barajas, deseo platicar informalmente con usted
sobre su tema predilecto y pedirle algunos datos sobre sus maestros.
Quiero decir unas palabras sobre el milagro de las matemáticas y su importancia en la cultura.
Confieso desde luego que con respecto a las ciencias tengo prejuicios raciales. No olvido nunca esas realizaciones admirables que se llaman música, poesía, pintura, escultura, pero la más humana de las creaciones humanas se llama matemáticas. Que haya florecido en nuestro planeta me parece cada día más inverosímil. Pueblos extraordinarios, con un empuje vital que nos asombra, como los sumerios, los chinos, los egipcios, pasaron junto a las matemáticas sin verlas. El descubrimiento griego es un milagro, una flor en el desierto.
Se sabe que los babilonios y los egipcios, por ejemplo, fueron capaces de cálculos difíciles y de observaciones astronómicas muy penetrantes. Algunos de sus inventos siguen vivos; pero fueron ciegos para la estructura abstracta que articula esos cálculos y esas observaciones. Si la sospecharon, no quedó huella. No dejaron ni una sola demostración de un teorema, dicen los expertos.
Insisto: la invención de objetos matemáticos es característica de nuestra especie. Se puede aceptar como verosímil la leyenda de que una araña descendía del techo para escuchar a un pianista notable. También nos parece posible que los pájaros tengan un lenguaje de trinos que les permite comunicarse. Es obvio que compartimos con los animales ciertas pasiones como los celos, la ira, la envidia, la generosidad, la cobardía, pero nos parece imposible que un tigre entienda, alguna vez, el teorema egregio de Gauss. Hay aquí un salto mortal del que son incapaces los hermanos lobos. En muchos aspectos reconocemos a los animales, en efecto, como nuestros parientes, pero a ellos les está vedado, parece, el mundo de las relaciones abstractas de los geómetras. Recuerdo las palabras del filósofo: “Señores poetas y novelistas, no crean que tienen el monopolio de la imaginación. Entre todos ustedes no han inventado nunca una cosa tan fantástica como la línea recta”.
Que la creación matemática requiere de un alto nivel de abstracción, al que se ha llegado de un modo lento y difícil, lo muestra el hecho de que a los mismos griegos se les escaparon conceptos como los números negativos, que ahora manejamos desde la secundaria. Sorprende que Pitágoras haya descubierto los irracionales, números que son el cociente de dos enteros, y no haya sospechado la existencia de números negativos.
Por otro lado, parece explicable que haya sido la geometría la primera rama de la ciencia que se desarrolló en forma impresionante, porque el ser humano es un geómetra intuitivo fantástico. Haciendo cálculos las computadoras nos avergüenzan. Hasta Von Neumann se vería lento haciendo operaciones aritméticas. En cambio, cuando se trata de imágenes es al revés. Cualquier niño avergüenza a la computadora más poderosa que haya construido el hombre.
¿Cualquier niño? ¿No exagera usted?
Se trata de algo tan obvio, tan presente a todas horas en nuestras vidas que ya no lo percibimos. Mis discípulos se sorprenden cuando se los hago notar. Así como los pájaros vuelan, los delfines nadan, el hombre hace geometría. Incansablemente. Inexorablemente. Si no conociéramos mucha geometría intuitivamente no podríamos manejar en el periférico. Sucumbiríamos rápidamente. Las nociones de distancia, de velocidad, de tamaño de los cuerpos, de que vivimos en tres dimensiones, las tenemos interconstruidas desde que nacemos. Este admirable juguete de los dioses que es el hombre, ¿verdad, Platón?, fue lanzado a hacer historia prendido al mundo por la geometría. La capacidad de un ser humano para manejar imágenes es asombrosa. De esa capacidad depende nuestra existencia misma. Nace con nosotros. Hace muchos millones de años que empezamos a adquirirla. En el famoso poema sobre la reencarnación “yo fui sacerdote y guerrero y mendigo, y juglar, y mucho tiempo antes un pez mudo en el fondo del mar”, se trata de un pasado muy cercano en comparación del que tengo en mente. Ya los peces, los sacerdotes y los juglares saben mucha geometría.
Decía yo que las computadoras, capaces de hacer miles de operaciones por segundo, nos hacen aparecer a los hombres como débiles intelectuales; pero manejando imágenes ellas son las tortugas geométricas. Uno de los problemas que interesan actualmente es el de enseñar a las computadoras a reconocer siluetas, formas, gálibos. Al compararnos con las máquinas nos damos cuenta del don prodigioso con el que nacemos. Nuestra capacidad para percibir imágenes, archivarlas en la memoria y ordenarlas en el espacio y el tiempo es incomprensible.
Mis discípulos preguntan: si ya sabemos geometría al nacer, ¿qué fue lo que inventaron los griegos? Los griegos descubrieron que este mundo riquísimo de imágenes no es un caos, no está regido por la arbitrariedad ni la locura. Las figuras tienen sus reglas de juego y éstas son accesibles a la razón humana. Desde los griegos gozamos el universo no sólo con la mirada sino con la inteligencia. Que el universo es inteligible es uno de los descubrimientos más voluptuosos que ha hecho el ser humano.
La mente griega ya había planteado la pregunta con fuerza plástica insuperable: ¿el mundo está regido por ese dios que hace temblar a los demás dioses, el terrible dios del azar? ¿El que no tiene rostro? ¿El que no se conmueve con plegarias, que no oye ni con sacrificios, que no ve? No; fue la respuesta de los jóvenes sabios. El mundo no está regido por el cruel dios arbitrario sino por la divina geometría, y sus leyes son accesibles a la razón humana. A unos muchachos griegos les fue hecha esta revelación.
Las matemáticas han llegado a ocupar un lugar tan preferente en el mundo actual, que su importancia no necesita ninguna propaganda. Aviones, rascacielos, automóviles, barcos, reactores nucleares, televisores, radios, cápsulas espaciales, operaciones bancarias, en fin, casi todos los objetos que nos rodean en el mundo contemporáneo deben su existencia a cálculos previos muy complicados.
La ciencia pura ha sido la fuente de la técnica. La tecnología espectacular de nuestro tiempo se debe a que somos herederos de un tesoro espléndido de ideas que se han venido acumulando, digamos en los últimos dos mil años, y muy aceleradamente desde 1600.
Como dije hace algún tiempo, las matemáticas han tenido la ventaja y la desventaja de ser prácticamente útiles. En algunos momentos de irritación, algunos científicos han expresado su desdén por las aplicaciones prácticas. Todos recordamos el enojo de Euclides cuando después de explicarle un teorema a un joven de la nobleza griega, éste, en lugar de manifestar su asombro por la belleza de la demostración, preguntó: “¿para qué sirve este teorema?” Muy impaciente Euclides le ordenó a su esclavo: “dale a este joven una moneda de plata para que recuerde siempre que estudiar geometría trae inesperados beneficios.”
Dos mil años después, Gauss contestó a una pregunta semejante sobre la teoría de los números: “Joven, la teoría de los números ha tenido la fortuna de no mancharse con aplicaciones prácticas.”
Estas expresiones de grandes matemáticos, que parecen excesivas, indican claramente su temor de que las aplicaciones oculten la belleza, la profundidad y el valor en sí de la ciencia. Muchas creaciones humanas como la música, la poesía, el ajedrez, se realizan todavía en un ambiente de gran libertad. Nadie les exige a los autores aplicaciones utilitarias. ¿Qué pasaría si la historia que cuenta Oscar Wilde sobre Dorian Gray se hiciera realidad? Si un retrato nuestro envejeciera en lugar de nosotros, la pintura dejaría de ser una actividad libre y la Secretaria de Salud invertiría grandes cantidades para “producir las imágenes que nos sustituyeran en la enfermedad y en la vejez. Esto que parece una broma le ha acontecido a la ciencia. Nace ella de una necesidad fundamental, del profundo apetito de conocer que tiene el hombre. Este afán lo llevó al descubrimiento de las matemáticas. Pero resultó que éstas eran el lenguaje mágico para hablarle a la naturaleza. El único que entiende y obedece dócilmente. Se ha logrado así un dominio sobre el mundo que no se sospechó nunca. Se han realizado hazañas tecnológicas que sobrepasan los sueños de los profesionales de la fantasía.
Ciencia significa un mundo mental, un mundo construido con gran esfuerzo y que el hombre moderno habita sin darse cuenta. En una noche de lluvia nos dormimos tranquilamente. Si acaso algún rayo nos despierta, bastan unos momentos para volver a cerrar los ojos plácidamente. Se nos obliga que esa tranquilidad se la debemos a espíritus geniales, que no siempre ha sido así. Que alguna vez los rayos aterrorizaron a los hombres hasta el frenesí cuando se creía que expresaban la ira o la venganza de los dioses. Al mundo regido por el capricho de los demiurgos ha sucedido el regido por las leyes de la naturaleza. La cacería de brujas desapareció, lo mismo que la fe en la influencia de los astros y los horóscopos. Alguna vez creyeron en ellos hasta los hombres más inteligentes de su tiempo.
La ciencia no es producto espontáneo. Se debe al esfuerzo de algunas mentes extraordinarias, audaces, terriblemente agresivas.
La ciencia es poder. Los países científicamente más adelantados tienen la mayor fuerza material: las armas más terribles.
¿Piensa usted entonces que las matemáticas han contribuido a distanciar a los pueblos?
No. Las matemáticas han sido una gran fuerza unificadora. Una fe y una esperanza. En tanto que las religiones, los nacionalismos, la soberbia racial, son fuerzas centrífugas que nos disgregan, las matemáticas producen una solidaridad irresistible. Creer que se adora al verdadero Dios, que se pertenece a la nación más civilizada, o a la raza superior, ha provocado algunos de los hechos más crueles de la historia. Cristianos y musulmanes, capitalistas y comunistas, arios y judíos, están separados por filosofías de la vida irreconciliables; sin embargo todos ellos creen en el teorema de Pitágoras, y en que la tierra es redonda, del tamaño que calculó Eratóstenes.
Admiramos a los grandes matemáticos alemanes, franceses, rusos, chinos, hindúes, como una gloria de la humanidad más que de un país determinado. Arquímedes, Newton, Ramanujan, son la demostración de que el hombre puede, a veces, ser un animal racional. El mundo matemático es la obra no sólo de los grandes creadores, sino de los miles de matemáticos, casi anónimos, que han contribuido con descubrimientos muy interesantes. Sentir que se participa en una gran hazaña humana, aunque sólo sea con la mínima dosis de arena, es una de las recompensas de la investigación matemática. Las matemáticas han invadido la tierra. Son el evangelio en que cree toda la humanidad. La manera de hacer matemáticas depende de la idiosincrasia particular de cada pueblo, pero las ideas fundamentales son las mismas.
¿Es una característica de las ciencias en general?
¿Las ciencias? Le voy a parecer muy descortés. Ya le dije que en este punto soy racista. Yo creo que sólo hay una ciencia: las matemáticas. Otras disciplinas tienen cierto derecho al nombre sólo en la medida que se han matematizado. Los ejemplos más impresionantes son la física y la astronomía contemporáneas. Ya Newton mismo trató de presentar su teoría de la gravitación siguiendo el modelo de los grandes geómetras griegos a los que tanto admiraba. Einstein también cae en la tentación, y la belleza de los modelos geométricos lo obsesiona de tal modo que hasta el final de sus días se empeña en geometrizar el campo unificado. No lo consigue. Aún dentro de las matemáticas mismas no todas las ramas se han desarrollado con igual pujanza que la geometría. Si los griegos, siguiendo a Pitágoras, se hubieran empecinado en desarrollar primero la teoría de los números para poder expresar con enteros las leyes de la naturaleza, habrían fracasado lastimosamente. Imposible atacar con sus conocimientos teoremas que han resistido los esfuerzos de los más grandes matemáticos. Descubrir la geometría fue un hecho tan afortunado como descubrir un pozo de petróleo o una veta áurea. A partir de axiomas muy simples, “evidentes”, se llega rápidamente a teoremas muy difíciles y sorprendentes. Este hecho suscitó la ilusión de que con todas las demás “ciencias” iba a pasar lo mismo. No ha pasado. No es seguro que disciplinas como la economía, la biología, la sociología, lleguen a constituirse en cuerpos de doctrina que propiamente puedan llamarse ciencias.
Baruch Spinoza intentó fundamentar la moral a la manera de los geómetras. No lo logró, pero obtuvo su premio como había prometido Euclides. Un día, cuando pensaba en el problema mientras pulía sus vidrios, al levantar los ojos vio pasar a aquella muchacha que iluminó su vida. ¿Recuerda su nombre? ¿Clara María?
Keynes, matemático él mismo, formuló una teoría económica que tuvo mucho éxito durante algún tiempo. La brutal realidad ha mostrado que sus ideas eran insuficientes. Todos somos víctimas de la imperfección de los modelos económicos. Parece excesivo llamarle ciencia a una disciplina que no puede predecir ni siquiera cualitativamente.
En lo que digo no hay la menor intención de desconocer los méritos de hombres con frecuencia geniales. Simplemente un deseo de claridad. Existen en el mundo muchas cosas maravillosas que no son ciencia. No es ciencia la música, ni la poesía, ni la religión, ni el ajedrez, ni la política, ni el amor. La mayor parte de los humanos pasan sus vidas sin tener la menor idea de lo que es una demostración. Seres admirables, quizás los más admirables que haya producido la humanidad, no mostraron preocupaciones científicas. Mi reino no es de este mundo, confesaba Jesús.
¿Qué no está usted de acuerdo con su admirado Descartes? Recuerdo las palabras rebosantes de confianza que aparecen en su Discurso del Método: “Las largas cadenas de razones, todas sencillas y fáciles, de que acostumbran los geómetras a servirse para llegar a sus más difíciles demostraciones, me habrían dado ocasión para imaginarme que todas las cosas que puedan caer bajo el conocimiento de los hombres se siguen las unas a las otras de esta misma manera, y que sólo con cuidar de no recibir como verdadera ninguna que no lo sea y de guardar siempre el orden en que es preciso deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna tan remota a la que no sea posible a la postre, llegar a ella, no tan oculta que no se la pueda descubrir”.
La razón humana, de la que nos sentimos tan orgullosos, es un instrumento finísimo, sorprendente, que funciona muy bien en ciertos campos y en otros es casi inútil. Se habla de que los conflictos humanos deben resolverse por medio de la razón y el diálogo. Me temo que esto no es posible siempre. Tómese un caso tan simple como el ajedrez. Después de muchos siglos de existencia, de muchos genios que le han dedicado gran parte de sus vidas, la razón no ha podido determinar cuál es la mejor jugada inicial, si peón-cuatro-Rey o peón-cuatro-Dama. ¿No cree usted que las luchas humanas son bastante más complicadas que la lucha en el tablero? Me imagino a la razón como un vehículo muy potente, un Mercedes Benz, por ejemplo, insuperable en la carretera pero que no nos sirve en la montaña escarpada o en el Polo Norte. Le debemos a la razón avances prodigiosos en el mundo que le es propio, el de las matemáticas y sus aplicaciones. En otros campos el avance es imperceptible. Nos lo muestra el actual conflicto universitario. Los 300,000 universitarios, muchos de ellos muy inteligentes y bien preparados, no logran ponerse de acuerdo, ni sobre las metas ni sobre la estrategia que debe seguirse. Casi sobre cualquier tema surgen opiniones divergentes, lo mismo sobre pintura, que sobre religión o futbol. Si diez universitarios se reúnen a hablar de la universidad se producen diez opiniones distintas.
Cada uno percibe esa realidad prodigiosa que es la universidad de modo diferente. Las diferencias se acentúan todavía más si se trata de personas de diversa edad. La visión que tiene un hombre de veinte años difiere de la de uno de setenta.
El optimismo aumenta con la edad. Los jóvenes piensan que todo está mal y es urgente hacer reformas radicales. Yo, que entré a la preparatoria en 1930, he sido testigo del progreso sorprendente de la universidad. Ha producido muchas gentes extraordinarias. “Por sus frutos los conoceréis”, observaba Jesús.
Más bien las palabras de Descartes, que usted me recordaba, confirman mi opinión de que hasta ahora la razón humana sólo ha demostrado su tremendo poder…, ¡haciendo geometría!
Protesto.
¿Usted es física? Bien incluya a la física. Y la astronomía, y a la química, y a la… biología.
Alejandra, no deseo discutir con usted, simplemente platicar, no quiero convencer a nadie. Soy muy poco catequizador. Usted está en su perfecto derecho de vivir en el error.
¿Siempre se vuelve uno tan intransigente cuando envejece?
Ve uno con más claridad cuando envejece.
Es indiscutible, como indicaba usted, que las matemáticas han llegado a una piedra angular de la vida moderna. La sensatez aconseja que todos los pueblos las manejen con destreza; pero, ¿no cree usted que los países en desarrollo como el nuestro deben dar preferencia a las aplicaciones? ¿No vienen primero los problemas urgentes?
Yo creo que uno de los problemas urgentes es que México aprenda a hacer ciencia pura. Ésta ha sido la fuente de la técnica, repito, como enseña la historia. El país que no hace ciencia pura equivale a un hombre, en la vida diaria, que no sabe leer ni escribir. Es lamentable ser colonia comercial pero más lo es ser colonia intelectual. Los países que no generan ideas importantes van a ser esclavos mentales de los que puedan producirlas. La ciencia pura no es un lujo. Debemos felicitarnos al ver surgir continuamente vocaciones científicas, jóvenes movidos por el misterioso afán de conocer. Debe brindárseles ayuda y estímulo sin violentar su inclinación natural. Si se hubiera forzado a Einstein a ocuparse de los problemas que le parecían urgentes al gobierno suizo en 1905, no habría Teoría de la relatividad.
Un pueblo no es libre si depende económica e intelectualmente de otros. Tampoco puede sentirse digno. En este sentido necesitamos urgentemente libertad y dignidad, y no veo otro camino de alcanzarlas que el de la sabiduría.
¿Quiere usted decir que el problema educativo le parece uno de los más importantes?
El más importante. Se repite constantemente y se olvida constantemente que el recurso natural más valioso de México son sus jóvenes. Recurso además renovable.
En el camino educativo, ¿qué le parecen a usted los logros de los gobiernos revolucionarios? ¿Han ayudado a la ciencia pura?
Yo creo que el esfuerzo de los gobiernos revolucionarios ha sido muy loable. Desde la notable obra de Vasconcelos con Obregón, hasta la de González Avelar, se han obtenido resultados muy importantes. Me parece muy bien la filosofía general de dar educación al mayor número posible, lo más barata posible. Yo estuve en la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos y pude darme cuenta del esfuerzo gigante que fructificó por la abnegación y entusiasmo de muchos héroes anónimos. La intención fue siempre hacer un texto GRATUITO, de ninguna manera único, como le llaman algunas personas para desorientar.
Por lo que atañe a la ciencia pura… En la telenovela que está proyectándose actualmente, Senda de Gloria, Vasconcelos dice que no va a hacer sacrificios para que los sabios se diviertan con sus rompecabezas, o palabras por el estilo. A lo mejor se calumnia a Vasconcelos, pero los hechos han demostrado que esas palabras indican la actitud de los gobiernos hacia la ciencia pura. No recuerdo a ninguno que haya manifestado por las matemáticas, por ejemplo, el mismo entusiasmo que Vasconcelos por la pintura; Torres Bodet por el alfabeto; Yáñez por la literatura. En general los políticos piensan en beneficios a corto plazo. La importancia de la ciencia a largo plazo probablemente no les interesa. Y lo mismo pasa en todos los países. De todos modos creo que la revolución propició un estado de espíritu, una actitud mental muy favorable a la investigación científica.
En otros países la ciencia se ha visto no sólo con tibieza sino con odio: recuerde lo que pasó en China hace 20 años y Reagan, que en 1968 dijo que el gobierno no tenía nada que ver con la curiosidad intelectual.
A lo mejor se trata de un fenómeno muy profundo de terror ancestral. Muchas veces he recordado el temor, el presentimiento que han tenido muchos pueblos de que el conocimiento tiene un precio muy alto en angustia. Adán tiene asegurada la felicidad si se conforma con amar, comer y dormir como sus compañeros de paraíso. Conocer significa, en cambio, sufrimiento y muerte. El hombre cede a la tentación irresistible y prueba el fruto prohibido. Éste le produce un despertar de la conciencia muy doloroso. Lo primero que descubre es su debilidad, su desnudez, su mortalidad. Empieza la lucha que todavía no termina entre los instintos y los principios.
Prometeo es una variación del mismo mito. El que roba el fuego divino para que los hombres se parezcan a los dioses es castigado con torturas indecibles.
Yo conocí a Prometeo en 1931. En la Escuela Nacional Preparatoria. Parecía un profesor de geometría analítica y se hacía llamar Sotero Prieto.
De Sotero aprendimos no sólo que las matemáticas son la más bella de las ciencias, sino también una pasión y un sueño. En la atmósfera tensa de su clase practicamos el enérgico deporte de la precisión mental. Poseedor de un gran talento matemático, no tuvo contacto con el oxígeno de la investigación internacional. Nacido en una época en la que el ambiente científico era débil, sufrió las ilusiones ópticas del autodidacta. “El autodidacta no es feliz”, confesaba Sotero. Fue un espíritu incandescente, genial y ciego, generoso y cruel. Poderoso. Desadaptado. Lo fulminaron los dioses el 22 de mayo de 1935.
¿Sotero Prieto es contemporáneo de Vasconcelos?
No creo que sea sólo una coincidencia que todos estos hombres, Sotero Prieto, José Vasconcelos, Antonio Caso, Alfonso Reyes, Diego Rivera, hayan pertenecido a la misma generación. O bien la Revolución produjo ondas de inquietud y rebeldía en todos los campos —filosofía, literatura, pintura, ciencia—, o la Revolución misma fue un síntoma de que la vitalidad de México había llegado a un nivel que exigía la innovación en política, en arte, en ciencia y en filosofía. Todos los mencionados fueron revolucionarios en sus campos.
La idea de las generaciones le parece fundamental a Ortega y Gasset para entender cómo rueda la historia. Cada generación trae al mundo una sensación de la vida distinta. Cada una vive inexorablemente reclusa en su propio horizonte sentimental que la separa de la generación anterior y de la subsecuente. Prisioneras de su propia sensibilidad las generaciones oyen mutuamente sus voces pero no se entienden. La actitud radical ante la vida es una frontera infranqueable. Aparecen las generaciones como oleadas de una nueva vida cada quince años. Las generaciones de matemáticos mexicanos, en los últimos años, parecen ajustarse con bastante aproximación al esquema del filósofo español.
Sotero es el iniciador del desarrollo matemático en México. Él provoca la reacción en cadena. Nace en 1883. Cuando yo lo conozco está en la plenitud de la vida, y su generación es la dominante. En la generación siguiente se destacan Alfonso Nápoles Gándara, Manuel Sandoval Vallarta, Mariano Hernández, Antonio Suárez, José Cuevas, Jorge Quijano. Quince años más tarde entramos sucesivamente a la Escuela de Ingenieros, Nabor Carrillo, Carlos Graef y yo. Agrupo con nosotros a Ernesto Rivera, Bruno Mascanzoni, Miguel Urquijo. En este tiempo se crean la Facultad de Ciencias en 1939 y el Instituto de Matemáticas en 1942, donde ya los estudiantes pueden recibir una instrucción bien organizada.
¿La generación de Nápoles es la de los contemporáneos?
Sí. Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, José y Celestino Gorostiza, Jaime Torres Bodet, tenían aproximadamente la edad de Nápoles.
En otros campos, ¿quiénes son de la generación de usted?
Desde luego Octavio Paz. En la Secundaria 3 tomamos clase alguna vez en el mismo salón y luego estuvimos en 30 y 31 en la preparatoria. Allí, en la clase de inglés, conocí a Arturo Amáiz y Freg. Fuimos muy buenos amigos hasta su muerte. De niño fui compañero de banco de Paco Malgesto y Francisco Rubiales. Era muy delgado, muy alegre, muy platicador. Muchas veces caminamos juntos por Correo Mayor a la salida del Instituto Pedro de Gante. Leopoldo Zea, Raúl Anguiano, José Iturriaga, Fernando Benítez, Jorge Carrión, Raúl Cacho, son de mi tiempo, así como Raúl Godin y muchos otros amigos ingenieros que han sobresalido en su profesión.
¿Así es que usted estudió ingeniería?
En 1932 era la carrera más cercana a mi vocación y la que tenía los cursos de matemáticas más serios. Al mismo tiempo había materias que no despertaban mi entusiasmo. Las prácticas de topografía, por ejemplo, me enseñaron que ver salir al Sol alegra a los pájaros pero no a los seres humanos. Fue entonces cuando empecé a soñar en una escuela para matemáticos. Ese año conocí a Graef que estudiaba la carrera de ingeniero petrolero. En 1934 decidimos dedicamos profesionalmente a las matemáticas. Graef y yo formamos el núcleo original que ha ido creciendo hasta su estado actual. La Facultad de Ciencias y el Instituto de Matemáticas son dos realizaciones magníficas. La vida hacia adelante se ve muy larga, Alejandra, pero en el recuerdo parece comprimirse a unos instantes. Yo tengo la sensación de que me dormí adolescente, desesperado porque en la sociedad no había lugar para mi vocación y al despertar me encontré en Ciudad Universitaria.
Se repite con frecuencia que ha habido un descenso en el nivel académico de la universidad. Por lo que acaba de decir sospecho que no está usted de acuerdo.
Por supuesto que no. Desde que a los estudiantes de la Secundaria 3 se nos invitó a apoyar la huelga de 1929 hasta el día de hoy, he sido un espectador muy atento y muy crítico de lo que hoy ocurre en la universidad. Yo creo que soy el testigo con la perspectiva más vasta. Asistí a las turbulentas asambleas del 29. Escuché a los magníficos oradores del movimiento, entre ellos al impresionante Alejandro Gómez Arias. Entré a la universidad en 1930, año en que estrenaba su autonomía como un juguete nuevo. Ese año fui discípulo de Nápoles. Lo vi muy nervioso y feliz por haber obtenido la Beca Guggenheim. Al año siguiente conocí a Sotero. En 1934 me inicié como profesor y fueron mis discípulos Barros Sierra, Sandoval, Baledón…, es decir la ICA.
He sido consejero universitario, director, coordinador, miembro de la Junta de gobierno y le aseguro, Alejandra, que hay una distancia enorme entre las matemáticas que se hacían en 1930 y las actuales. Pudiera ser que en otras áreas no haya sido lo mismo, pero el éxito reciente de los doctores Druker y Madrazo me hace pensar que en otros campos ha habido también un progreso notable.
¿No será que tiene usted interconstruido el optimismo?
Buena parte de lo que le he dicho es mi opinión, una apreciación personal muy discutible por lo tanto. Ahora quiero presentarle algunos hechos que pertenecen a una realidad objetiva indudable. Aunque hay en México grupos muy importantes de matemáticos como el de la Facultad de Ciencias, el del Centro de Estudios Avanzados del IPN, el de la UAM, y los otros centros de estudio en nuestro país, quiero limitarme, como prototipo, al Instituto de Matemáticas de la Universidad. En 1942, cuando se fundó, constaba de un director, el Dr. Nápoles, y un investigador, que era yo. No tenía edificio propio, éramos huéspedes en un pequeño espacio de la Escuela Nacional de Ingenieros. En 1987, siguiendo la idea de las generaciones y por orden alfabético, estos son los investigadores del Instituto:
Pertenecen a la generación más antigua Rodolfo Morales, Félix Recillas, Roberto Vázquez. A la siguiente, con centro de gravedad en los 60 años, Humberto Cárdenas, Emilio Lluis, Francisco Tomás, Guillermo Torres, Gonzalo Zubieta. Alrededor de 45 años, Hugo Arizmendi, Raymundo Bautista, Alejandro Bravo, Emilia Caballero, Ángel Carrillo, Luis Colavita, Alejandro Díaz Barriga, Adalberto García Máynez, Octavio García, Francisco González Acuña, Miguel Lara, Santiago López de Medrano, Roberto Martínez, Víctor Neumann, Alejandro Odgers, Francisco Raggi, Ana Irene Ramírez, Zenaida Ramos, Sevin Recillas. Generación más numerosa que las anteriores.
Por último, los matemáticos que tienen alrededor de 30 años: Marcelo Aguilar, Carlos Bosch, Javier Bracho, Mónica Clapp, Hortensia Galeana, Carlos Gómez Larrañaga, Xavier Gómez Mont, Carlos Hernández, Alejandro Illanes, Francisco Larrión, Luis Montejano, José Antonio de la Peña, Salvador Pérez Esteva, Carlos Prieto, Gerardo Raggi, José Ríos, Leonardo Salmerón, José Seade, Socorro Soberón.
Como ve usted se trata de un grupo joven, de gran vitalidad, que está realizando trabajos que interesan internacionalmente.
Por ejemplo, el grupo que encabeza Bautista, dedicado a la representación de álgebras, al que pertenecen De la Peña, Larrión, Martínez y Salmerón.
En teoría de variedades de dimensión baja se distingue González Acuña.
En topología categórica, Roberto Vázquez y Graciela Salicrup iniciaron investigaciones en el mundo.
Los trabajos de Guillermo Tones, en teoría de los nudos, son universalmente conocidos.
En teoría de los anillos deben mencionarse a Francisco Raggi y José Ríos.
Víctor Newmann inició en México el estudio de la teoría de las gráficas y ha hecho contribuciones muy importantes.
En topología general se han distinguido Adalberto García Máynez y Alejandro Illanes.
En topología geométrica Luis Montejano.
Ángel Carrillo en análisis funcional.
Xavier Gómez Mont fue un discípulo destacado que ha continuado destacando en foros internacionales.
Y dejo de mencionar a muchos porque sería repetir la lista que le mencione antes.
Las mujeres están representadas como ve usted, por matemáticas muy creativas.
En los últimos años la computación ha fascinado a varios miembros del Instituto.
En particular, Carlos Hernández me ha ayudado con cálculos que a mí me interesan, sobre teoría de números, imposibles de realizar a mano.
El repertorio de temas que se estudian en el Instituto es muy rico:
Álgebras topológicas, Álgebra universal y teoría de las retículas, Análisis funcional, Análisis armónico…, en fin, fácilmente le puedo mencionar treinta.
Como usted ve, mi optimismo no es el de un sonámbulo empeñado en disfrazar una realidad deficiente con una imagen falsa. Por el número y calidad de sus investigadores, por el interés que suscitan sus trabajos en el extranjero, no hay duda de que el vigor del Instituto es más fuerte que nunca. Es exactamente el “nivel académico”, esto es, el de los académicos dedicados profesionalmente al cultivo de la ciencia, el que ha ido en indiscutible ascenso. Decir que ha descendido es una inexactitud insostenible.
Por otro lado, si lo que quiere decirse es que a la Facultad de Ciencias han entrado muchos estudiantes con preparación insuficiente, la afirmación es correcta. Pero ello no implica que el nivel de los cursos haya bajado. Simplemente que ha aumentado el número de estudiantes que no alcanzan la marca mínima para pasar. Esto es muy lamentable y debe corregirse, pero es claro que muchos de los rumores que corren sobre la Universidad son desorientadores. Falsos, con más precisión.
Los profesores somos testigos del gran número de talentos que ingresan a la Facultad de Ciencias y que algún día serán científicos respetados en el mundo.
¿Y del grupo de profesores de la Facultad, qué impresión tiene usted?
Muy buena. En los últimos meses se me han obsequiado tres libros escritos por profesores de la Facultad: un Cálculo Avanzado de Gonzalo Zubieta. Un libro de Cálculo de Hugo Arizmendi, Ángel Carrillo y Miguel Lara; y un tratado de Geometría de Javier Velasco Sotomayor. Le digo que mi confianza se basa en hechos.
¿Confianza en que seguiremos progresando?
Por supuesto que el progreso no es automático. Se debe a la presión continua, casi hidráulica, que hemos ejercido todos los que deseábamos una ciencia más vigorosa.
La ejercimos desesperadamente los que de muchachos no veíamos un camino para nuestra vocación, la seguimos ejerciendo ahora, pero convencidos de que los seres vivos, como la Universidad, tienen un ritmo de crecimiento que no puede violentarse demasiado, ni se debe.
Nadie, en pleno uso de sus facultades, puede oponerse a que la Universidad aspire a la excelencia académica, pero nadie mayor de sesenta años puede conformarse con eso.
¿Habla usted de la UNAM?
Empleo la palabra Universidad para referirme a todas las universidades de nuestro país. Más aún, pienso en instituciones que aunque no llevan ese nombre de hecho son universidades. Pero simplemente, para fijar las ideas, me voy a limitar a la Universidad Nacional, que es además la que conozco mejor.
Creo que la Universidad tiene una visión de salvación. Es la depositaria de las ideas mas profundas que han surgido en las mejores mentes humanas. Es un santuario de la sabiduría. Ésta no es patrimonio particular de un pueblo, una casta o una oligarquía, sino de la humanidad. De la misma manera que aceptamos el derecho a la salud tenemos que aceptar el derecho al conocimiento.
Aplaudimos el esfuerzo del gobierno para que todos los niños sepan leer y escribir. La escuela primaria ha llegado a ser obligatoria. Algún político, confundiendo lo deseable con lo posible, ha pretendido que la secundaria sea obligatoria también. Si aumenta el torrente de niños que nacen, y el número de los que entran a primaria y secundaria, necesariamente aumentará la demanda de educación superior. Esta demanda tendrá que satisfacerse en lo posible. Esto no significa que se van a reglar títulos para autorizar a los incompetentes a causar graves daños.
Mire, Alejandra, en el temblor de 85 todos sentimos como una corriente misteriosa que nos hizo sentir que formábamos parte de un todo, sin distinción de posición social o de cultura. Unos días nos alentó esta solidaridad mágica que nos hizo sentir como propio el sufrimiento de los infortunados. Afloraron muchas cualidades humanas, heroicas, que no son visibles en los días normales de la existencia. En particular los profesores descubrimos la valentía, la abnegación, el desinterés, ocultos en muchos jóvenes sin distinción académica. Los jóvenes no son computadoras montadas sobre un tripié a las que se va a programar. Son seres humanos, muy sensibles, desorientados, desesperados. La Universidad tiene la misión de ayudarlos a que se encuentren, a que obtengan la salud espiritual del que está en paz consigo mismo. Muchos mexicanos notables florecieron en la Universidad aunque ni siquiera obtuvieron un título. No sé si Salvador Novo, Villaurrutia o Pellicer llegaron a ser licenciados. No importa. Se descubrieron a sí mismos en la atmósfera mágica de la universidad. Lo sé porque lo viví. Por la Universidad fui muy amigo del notable topólogo Solomon Lefschetz, trabajé con el gran matemático George D. Birkhoff, y luego con su hija Garret, conocí a Dirk Struik, a Norbert Wiener. Sin la Universidad no habría tenido la oportunidad de discutir con Einstein, en su estudio de Princeton, en 1945. Le digo que la Universidad es prodigiosa. Al entrar a la preparatoria me desorientó la riqueza de las posibilidades humanas. En mi mano estaba ser jurista, escritor, político, dibujante, banquero. Pero unas voces misteriosas, que me hablaban en los corredores del Palacio de San Ildefonso, me fueron guiando con gran sabiduría y firmeza. Me revelaron que yo no era novelista, ni abogado, ni historiador, ni hombre de negocios. Yo era matemático.
Le recuerdo, Alejandra, que matemático no es el hombre de un talento sino de una pasión.
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Entrevista inédita, amablemente proporcionada por el Doctor Alberto Barajas, Instituto de Matemáticas, Universidad Nacional Autónoma de México. Se publica como un homenaje póstumo a la entusiasta divulgadora Alejandra Jaidar. |
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Alejandra Jaidar | ||||||||||
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cómo citar este artículo →
Jaidar, Alejandra. 1992. La investigación matemática: entrevista a Alberto Barajas. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 3-10. [En línea].
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Adriana O. Ortega | |||||||||||
La práctica del aborto es una constante sociosexual:
nunca ha existido época en la que las mujeres no recurran a esta práctica. Sin embargo, la respuesta social, religiosa y política ante el deseo de las mujeres de no llevar a término su embarazo, ha sido diferente a lo largo del tiempo. Es decir, esta ha oscilado desde la represión explícita hasta la ignorancia social que tolera esta práctica en tanto que la ignora. Interesa preguntarnos ¿cuándo pasó México de ser una sociedad que toleraba la práctica del aborto a una sociedad persecutoria de mujeres que ponen fin a su embarazo?, ¿qué factores son los que movieron a legisladores y luchadores sociales a tomar una postura al respecto?, y ¿cuál es la respuesta social que esta legislación generó?
La primera ley sobre el aborto en México fue parte del primer código penal que habría de regir el México liberal e independiente, el cual entró en vigor en 1871. El artículo 569 del Código Penal dice a la letra:
“Llámese aborto, en derecho penal, a la extracción del producto de la concepción y a su expulsión provocada por cualquier medio, sea cual fuere la época de la preñez, siempre que ésta se haga sin necesidad. Cuando ha comenzado ya el octavo mes del embarazo, se le da también el nombre de parto prematuro artificial, pero se castiga con las mismas penas del aborto.”
En las Actas de la Comisión del Código Penal, que registran los debates que surgieron a propósito de aborto, durante la sesión número 43 del día 26 de abril de 1869 la discusión giró en torno a la legislación sobre el “riesgo y la intención en que se pone a la criatura, cuando se expele al feto con intención antes de que haya cumplido el tiempo de la concepción”. Las sanciones diseñadas para el aborto se dirigieron a condenar el que las mujeres interrumpieran voluntariamente su embarazo, al mismo tiempo que hacían una defensa de los derechos de los no nacidos.
Luis de la Barreda, uno de los pocos investigadores que ha realizado estudios jurídicos sobre el tema del aborto, interpreta la baja punidad que se estableció para el aborto como resultado de la menor valorización que se da a la vida en potencia sobre la vida humana. De la Barreda argumenta que si bien dentro de la legislación el aborto es un crimen, resulta paradójico que la pena asignada a éste sea mucho menor que la programada para crímenes similares. De la Barreda nos dice “recuérdese que el legislador establece las punibilidades según el valor que se otorga a los bienes jurídicos protegidos. Es claro, entonces, que se considera de menor valor la vida del producto de la concepción que la vida de un ser ya nacido.” El mismo autor aplica estas reflexiones para explicar la baja punibilidad del abono en el Código de 1871: “En este ordenamiento, el límite máximo de punibilidad para el aborto sufrido con violencia —que se consideraba y se considera el más grave de los abortos— era de seis años de prisión. La pena máxima aplicable al aborto procurado por móviles de honor era de dos años de prisión.”
A la desigual valorización que sobre la vida humana compartían los legisladores, se suma la concepción sobre las mujeres y lo femenino. Al revisar las actas llaman la atención los acuerdos implícitos que sobre el tema existían, pues los legisladores, que emplearon innumerables sesiones y cuartillas para discutir los atenuantes de los crímenes realizados por la pobreza, no reflexionaron sobre las razones que llevan a las mujeres a abortar. De igual manera, los legisladores nunca se propusieron una discusión sobre los posibles atenuantes de la práctica del aborto. Lo anterior facilitó que los legisladores pudieran venir sus reflexiones conclusivas sobre el tema del aborto en menos de una cuartilla. Queda claro que el objetivo principal no era conceptualizar el delito, sino que más bien se trataba de establecer una norma moral que condenara el aborto y permitiera sancionarlo si fuese necesario.
La legislación sobre el aborto tomaba al sujeto masculino y lo masculino como punto de partida para la construcción de sus normas y sanciones. Por ejemplo, dentro del esquema liberal que rigió la elaboración del Código Penal de 1871, se consideraba como un serio agravante la intencionalidad de un individuo superior en facultades hacia un desvalido o inferior en condiciones, y fue éste uno de los delitos más perseguidos. En tanto que la mujer se consideraba inferior, el que incurriera en aborto nunca se consideró como un crimen de igual dolo, que el que podía cometer un hombre con fuerza superior sobre otro. Mas aún, el haber tomado una decisión de esta naturaleza hubiera significado colocar a las mujeres como sujetos con voluntad propia, lo cual habría requerido modificar el esquema de inferioridad y protección en que las mujeres estaban colocadas.
Otro ejemplo de los esquemas de inferioridad que conformaban las concepciones que se tenían de las mujeres, era el no considerar adecuadas las “penas de honor” para enfrentar cualesquiera de los delitos en que incurrieran las mujeres, incluido el aborto. Penas de honor como pérdida del empleo o de los derechos civiles, eran aplicadas de manera severa a los hombres que abusaban del ejercicio de sus cargos públicos. El hecho de que estas “penas” fueran diariamente aplicadas a las mujeres por su condición femenina nunca fue motivo de debate para los legisladores penales.
Podría argumentarse que la apología que el código penal hizo de la pobreza extrema como atenuante de los delitos, abría la posibilidad de que ésta fuera un posible atenuante para las mujeres que recurrían al aborto. Aunque no contamos con estadísticas sobre la aplicación de la pena de aborto, los estudios históricos sobre la situación de la mujer a finales del siglo pasado muestran que la crítica situación en que se encontraba México era particularmente grave para las mujeres, quienes se encontraban en medio de la pobreza y la ignorancia.
Así, el Código Penal captó la doble moral que imperaba para los sexos. De esta manera el liberalismo asumió los principios de la Ilustración, según los cuales, tanto jueces como magistrados y acusados, poseían una moral fundada en el libre albedrío, la inteligencia y la voluntad. Al mismo tiempo, la vida de las mujeres se asumía dentro de la familia y quedaba regida por el código familiar, el cual, como ya hemos visto, colocaba a la mujer en condición de protegida, sin derechos políticos y mínimos derechos sociales.
El contexto en que ocurrió esta legislación, comprende, en primer término, la política poblacionista que dominaba el pensamiento liberal, en segundo, el catolicismo laico que perduró después del intento de ruptura de la relación Estado-Iglesia por parte de los liberales, y tercero, en asociación directa con lo anterior, la actitud del gobierno liberal hacia las mujeres. Finalmente, el surgimiento de un movimiento feminista que no estaba listo para incorporar en su agenda las contradicciones de reproducción de las mujeres.
En un país en donde las mujeres carecían de los más elementales derechos políticos y sociales, el obtener la ciudadanía o el tener acceso a la educación, eran temas prioritarios para el movimiento feminista de la época. Tuvieron que transcurrir otros cincuenta años de la historia de México para que la mujer, por primera vez, demandara sus derechos a controlar su capacidad reproductiva.
Respecto a la población, puede decirse que el tema de la maternidad se restringía al problema de ampliar la fertilidad para hacer de México un país rico. Para los prohombres del liberalismo en México, como para sus contemporáneos en el mundo, el tema de la fertilidad se resumía en una frase: “Poblar es gobernar”. Según los pensadores de la época, como José María Vigil, la población de México no guardaba proporción con su territorio, ya que ésta era mucho menor, y tal escasez era vista como una de las causas de la debilidad y la pobreza de México. Según ellos, esto nos hacía víctimas de constantes invasiones y era causa del profundo contraste entre los infinitos recursos que encerraba el subsuelo y la miseria prevaleciente.
Implícitamente, este planteamiento se contradice con la idea de la maternidad voluntaria, ya que de entrada subordina la crianza, el parto y el embarazo al ejercicio de gobierno. Sin embargo, mientras que en la práctica la maternidad es y ha sido siempre, una cuestión de mujeres, al buscar aumentar la población, muy poco se tomaban en cuenta las dificultades que enfrentaban las mujeres para sacar adelante a sus hijos.
En segundo lugar, el peso de la Iglesia católica se mantuvo durante el periodo liberal. Prueba de lo anterior es la “intolerancia de cultos”, según la cual, en México se limitaron formalmente los poderes económicos y políticos de la iglesia católica, pero ésta mantuvo su postura privilegiada en el ejercicio reconocido de la religión. Destacados historiadores como Luis González, señalan que la separación entre clero y Estado fue más limitada de lo que la nueva élite liberal quiso aparentar.
Dos de los aspectos que parecen conectar el pensamiento liberal con el catolicismo, son la aceptación por ambos de la indisolubilidad de la unión matrimonial heterosexual, y el concebir la fertilidad, y por ende, la formación de una familia como la actividad central en la vida de las mujeres.
Dentro del matrimonio laico la mujer continuó ocupando el “sitio privilegiado”, es decir, la mujer seguía sin tener derecho a herencia, separación de bienes, actividades fuera del hogar. De esta manera el liberalismo, considerado muchas veces como un pensamiento “enterrador de mitos”, mantuvo una postura harto conservadora respecto al papel social de la mujer.
En este contexto, la creciente oposición de la Iglesia a las legislaciones liberales sobre el aborto a escala internacional, fue un detonador de la ley sobre aborto en México. Respecto a este último punto, destaca el hecho de que, durante 1860, se inicia la labor teológica política del Vaticano para difundir a lo ancho del mundo la prohibición del aborto.
Sintetizando, la afinidad ideológica entre liberalismo y catolicismo habría bastado para explicar por qué a los legisladores penales les interesaba reglamentar la práctica del aborto. Asimismo, la alta fertilidad y la baja sanidad, fueron cuestiones de peso para que, en el contexto de una política pronatalista, surgiera una ley que hacía punible el aborto. Sin embargo, la hipótesis que aquí se sugiere, es que la legislación del aborto se convirtió en un “acuerdo de caballeros” entre políticos y jerarcas religiosos. Así, aunque en la práctica Gobierno e Iglesia hubieran roto relaciones, era reconfortante saber que el Estado no se interesaba en trastocar “el orden divino establecido en la tierra por la Iglesia”, particularmente en alterar la situación de la mujer. Lejos de ello, el Estado se adhería a las enseñanzas religiosas en ese sentido. Por tanto, la confrontación Iglesia-Estado se convirtió en un conflicto de intereses. El preservar a la familia como soporte social evitaba que Iglesia y Estado entraran en una confrontación frontal absoluta.
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Referencias Bibliográficas
De la Barreda, L., 1991, El delito de aborto, una careta de buena conciencia, Porrúa, México.
Actas de la Comisión del Código Penal, 1869. Moreno de P., A., 1944, Curso de derecho penal mexicano, Jus, México. González, L., 1976, El liberalismo triunfante, en Historia General de México, El Colegio de México. |
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Adriana O. Ortega Programa de aborto, Population Council, México. |
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cómo citar este artículo →
Ortega, Adriana O.. 1992. La primera legislación sobre aborto en México. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 55-58. [En línea].
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