Indígenas y criminalidad en el porfiriato.
El caso Puebla
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Nydia E. Cruz Barrera
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La historia del sistema penitenciario en México se encuentra estrechamente relacionada con las más avanzadas discusiones en el ámbito científico y con los propósitos políticos de paz, tranquilidad y modernización que proclamaba el régimen porfirista. La prisión, como establecimiento social, por sus propias funciones se especializó en la enseñanza del orden, la obediencia y la disciplina. Sus tareas desbordaban sus muros, y los destinatarios de sus trabajos no sólo eran los prisioneros, sino la población en general, especialmente los sectores que corrían mayores probabilidades de fracturar el orden social. En el país hubo pequeñas comunidades locales y regionales vinculadas con sus pares, tanto en Estados Unidos como en Europa; médicos, abogados, maestros y hasta químicos se comprometieron con la concepción y realización del proyecto penitenciario, considerando fundamental para su funcionamiento la investigación científica y la aplicación de sus resultados.
El caso de Puebla es relevante, pues la planeación de la penitenciaría, desde lo político y lo científico, estaba dirigida a la reclusión de individuos y al control y modificación de conductas de una mayoría de hombres provenientes de pueblos y pequeñas ciudades de este estado. La gran población de penitenciados estuvo constituida por indígenas, es decir, campesinos, jornaleros, tejedores, albañiles, cargadores, etcétera. En su confinamiento, estos hombres también cumplieron socialmente el papel de sujetos experimentales destinados a mostrar, verificar o refutar las teorías científicas en boga acerca de la etiología del crimen. El desarrollo de las ciencias penales en México (criminología, criminalística, psiquiatría, psicología criminal y penología, entre otras) se fortaleció con el desarrollo de estos modelos penitenciarios.
Anteriormente la prisión sólo era un sitio de espera, mientras se hacía efectiva la condena, horca, azotes, etcétera, y los cambios sociohistóricos transformaron a la prisión en el castigo mismo. Esta transformación tuvo lugar durante el lento cambio social hacia un régimen económico capitalista. La privación de la libertad se ha asociado a los cambios socioeconómicos. Sucintamente diremos que el tiempo de condena era el tiempo en que una persona era suspendida del mercado de trabajo para enmendar y corregir su comportamiento; al mismo tiempo se suspendían sus derechos jurídicos, a la circulación y a la libre asociación, entre otros.
Las aplicaciones del sistema penitenciario en la población decimonónica se relacionan con el ejercicio del poder que el Estado ejercía sobre los individuos, transgresores de sus normas. El caso de los indígenas resulta muy ilustrativo, puesto que se trata de personas con un cierto modo de vida, que al ser aprisionadas y obligadas a modificar su comportamiento posibilitaron, como grupo, la enseñanza y el aprendizaje de nuevos modos de interacción social, diferentes a los usos y costumbres de sus lugares de origen, arraigados en la tradición. Los presos, campesinos y personas provenientes del área rural, al capacitarse como operarios en los distintos talleres, debían salir de la prisión con una calificación laboral básica; pero tan importante como eso era la internalización de nuevas formas de relación social, susceptibles de difundirse en sus lugares de origen. La modernización también pasaba por la transformación de los comportamientos de los ciudadanos, con mayor énfasis en los más resistentes.
En el derecho penal los cambios más notables se dieron en torno al castigo. La abolición de la pena de muerte no era cosa nueva, pues desde 1857 se había decretado constitucionalmente que esta pena se suprimía en el territorio mexicano, condicionándola a ser sustituida por la aplicación de un régimen penitenciario. Felizmente para las autoridades poblanas, el 1 de abril de 1891 se leyó el decreto de abolición de la pena de muerte. Al día siguiente, 2 de abril, la población delincuente comenzó oficialmente un nuevo periodo de vida con la inauguración de la penitenciaría del estado y el establecimiento del régimen penitenciario. Rosendo Márquez, en la gubernatura, y Porfirio Díaz avalaron el acontecimiento.
La prisión contaba con celdas individuales sin comunicación entre ellas y de vigilancia fácil, con capacidad para quinientos prisioneros. En ese contexto penitenciario había departamento para escuela, salones para talleres, lugar para comercializar la producción de los diferentes talleres, salón de conferencias religiosas, locutorios, departamentos de baños y lavado de ropa, proveduría, refectorio, enfermería, depósito de cadáveres, departamento de antropología criminal, gabinete de antropometría y departamento de fotografía. La biblioteca se especializó en asuntos jurídicos y de antropología criminal. Asimismo, se organizó un museo con las colecciones de cráneos y cerebros de criminales notables, así como pertenencias y objetos diversos relacionados con los delitos, armas de diversa índole, fotografías y tatuajes, oficinas y habitaciones del director, empleados y sirvientes. También existían cuadras para la guardia especial, el Batallón Zaragoza, que además de vigilar la prisión se ocupaba de la persecución de bandidos y forajidos en las zonas rurales del estado. La sección de estadística criminal concentraba la información necesaria para formar la estadística del resto del estado en materia criminal. Ésta se componía con los informes y reportes enviados por los médicos expertos foráneos, y los testimonios gráficos que aportaron nos confirman la raza de su población y su pertenencia a los grupos indígenas.
El ordenamiento y clasificación de los presos se convirtió en una de las tareas iniciales de la nueva prisión, muy acorde con los principios positivistas. Para el conocimiento y control de los reclusos se impusieron varios registros recabados en distintos libros: de entradas, de órdenes de ingreso y ejecutorias, de retratos, de celdas, de conducta, de salida y de autopsias. La regla del silencio se impuso y los maestros vigilaban el trabajo, realizado en riguroso silencio y sin dirigir la palabra a los presos, excepto por la enseñanza o el trabajo mismo. De esta manera se promovía la laboriosidad y la obediencia. Las medidas disciplinarias fueron reglamentadas con prolijidad. También se reguló el uso del tiempo destinado a la limpieza, la alimentación, el trabajo y la educación escolar, moral y religiosa. La ociosidad fue duramente combatida.
Desde la dirección central se vigilaba la reclusión y los servicios educativos, de instrucción laboral y los servicios destinados a promover una disciplina institucional y el arraigo al cumplimiento de normas reguladoras de la vida cotidiana. Por derecho, los presos tenían alimentos por cuenta del estado, pago sabatino por trabajo, asistencia médica y comunicación verbal con las personas autorizadas, en los días y horas establecidas o bien por escrito en correspondencia abierta por conducto del director. Práctica científica penitenciaria
Los criterios positivistas extendidos a la práctica de la medicina favorecieron el despliegue del pensamiento criminológico italiano, como sucedió en la penitenciaría poblana. La medicina legal vinculaba los aspectos sociales y naturales de la ciencia. La observación, el registro, la medición, la clasificación y la comparación de las características físicas y psíquicas de los penitenciados prometía tanto a científicos como a políticos explicarse la causalidad del crimen sin considerar situaciones externas al comportamiento criminal. De manera separada, los nuevos conocimientos de la antropología criminal favorecieron la evaluación del delito y del delincuente a fin de estudiarlos como entidades independientes, con esto se abría una nueva época para los estudios científicos acerca del comportamiento criminal desde el punto de vista del derecho penal.
La herencia biológica, la identificación antropométrica, tallas, pesos, medidas craneanas, raza, etcétera, y el estudio psicológico, la disposición a la obediencia, los buenos hábitos, el desarrollo de cualidades psíquicas y la voluntad, entre otros, se consideraron aspectos fundamentales en el estudio criminológico, psicológico y social de los indígenas presos. La criminología positivista explicaba la criminalidad fundamentándose en diferencias y semejanzas somáticas; distintas conformaciones del cráneo o del cerebro, así como subordinaciones biológicas manifestadas en la inferioridad o superioridad de la raza, eran consideradas también como factores causales de retraso y degeneración mental y social que derivaban en epilepsia, alcoholismo o la combinación de varias condiciones; a pesar de esto la explicación etiológica del crimen tuvo un enfoque predominantemente biológico.
Los científicos porfirianos recurrían a temas como la evolución, la degeneración, lo normal y lo patológico, entre otros, para explicar lo social. Entre esos personajes podemos mencionar a Gabino Barreda, introductor de la filosofía positivista en México, y a Justo Sierra, promotor de un proyecto educativo y cultural. Este último decía: “La sociedad es un ser vivo, por tanto crece, se desenvuelve y se transforma; esta transformación perpetua es más intensa al compás de la energía interior con que el organismo social reacciona sobre los elementos exteriores para asimilárselos y hacerlos servir a su progresión. La ciencia, convertida en un instrumento prodigiosamente complejo y eficaz de trabajo, ha acelerado por centuplicaciones sucesivas la evolución de ciertos grupos humanos; los otros, o se subordinan incondicionalmente a los principales o pierden la conciencia de sí mismos y su personalidad”.
En un ambiente propicio para equiparar a la sociedad y sus miembros como componentes de un organismo en evolución y con funciones semejantes a las de un cuerpo orgánico, encontramos las explicaciones dadas para visualizar de modo biologicista a los delincuentes y criminales, considerándolos elementos en descomposición de ese cuerpo social, capaces de corromper y contagiar a otros, confrontando de esta manera las posturas favorables a la corrección y enmienda por la vía de la moralización y el trabajo. Al delincuente se le consideró un cáncer de la sociedad que debía ser extirpado. Ante tal conclusión poco quedaba por hacer; al criminal se le veía sin esperanza de regeneración.
Particularmente, el caso poblano testifica la fuerza de la escuela lombrosiana. La obra Estudios de antropología criminal fue producto de un año de investigaciones sobre la población de penitenciados poblanos, elaboradas por los médicos Francisco Martínez Baca y Manuel Vergara. Dicha obra detalla las actividades científicas realizadas durante el año siguiente a la apertura de la prisión. Además, Martínez Baca y Vergara participaron con ella en la Exposición Internacional de Chicago en 1892, obteniendo un premio y el reconocimiento público, pues a poco tiempo de publicada recibieron las felicitaciones del médico italiano César Lombroso, principal representante de la escuela criminológica positivista, quien les solicitó los clichés para reproducir el trabajo en Italia. Esta carta de felicitación fue publicada en el Periódico Oficial de Puebla; el redactor del periódico, licenciado Atenedoro Monroy, entusiasta de las teorías criminológicas, presentaba a Lombroso como “el grande y admirable autor de El hombre delincuente, la biblia de la antropología criminal”, y escribía: “Mucho nos complace ver que hombres de tan alta autoridad científica como Lombroso, hagan justicia a los méritos de nuestros compatriotas y no se desdeñen de enviarles desde la cumbre gloriosa en que brillan, una palabra de sinceridad y entusiasmo, que tan hermosamente obliga nuestra gratitud y nos abre las puertas de la más generosa y fecunda emulación”.
En Estudios de antropología criminal, Martínez Baca y Vergara aseveran que lo primordial consiste en “estudiar íntimamente la persona del criminal, por esto se deben tener en cuenta, al juzgar una acción de esta clase, tres órdenes de factores: antropológicos, físicos y sociales, cada uno de los que ejerce determinada influencia en el sujeto de la acción”. Considerando la importancia del delincuente, tanto como del delito y de la pena, estos estudios tomaban una postura formada con los más avanzados criterios penales.
En el prólogo preparado por el abogado Rafael D. Saldaña, con una acendrada vehemencia y defensa de las teorías lombrosianas, éste decía: “sabemos ya que el criminal es un tipo que se constituye como una familia en la especie humana, y que se diferencia de los demás hombres por ciertas anomalías de conformación fácilmente reconocibles; que es de todo punto falsa la aserción de que el libre albedrío es el fundamento de la responsabilidad criminal, y que lejos de esto el crimen no es más que el resultado de una anomalía cerebral, congénita o adquirida que arrastra e impulsa fatalmente al hombre a obrar en un sentido determinado. Han quedado pues completamente destruidos los fundamentos del sistema del derecho penal en vigor y era preciso dedicarse a sustituirlo”.
Apegándose a la tradición científica y con un propósito de profilaxis social, Martínez Baca y Vergara aseguraban que “la perfección de los medios empleados para la corrección del delincuente está en razón directa del conocimiento psicológico que de él se tenga. Por eso, un establecimiento penal en el cual se aplique a los detenidos un severo régimen penitenciario, pero en el que se carezca de los medios necesarios para el estudio psicofisiológico de los criminales, tendrá que ser siempre incompleto. El hospital es el gabinete del clínico, el manicomio lo es del alienista, el de los que estudian el derecho penal y la medicina legal, deberá ser la prisión; allí donde están confinados, amontonados, todos los elementos de la fermentación y de la descomposición social. Ningún lugar más a propósito que éste para la observación”. También afirmaban que no se trataba sólo de corregir al delincuente colocándolo en condiciones especiales y de impedirle causar mayores perjuicios a la sociedad, sino que “trátase también, y es lo primero y más noble, de evitar que el hombre se convierta en delincuente, corrigiendo y modificando las malas tendencias de que pudiera estar dotado, por medios susceptibles de aplicación fácil en todos los momentos de la vida social”.
Los fines profilácticos aparecen con pureza: evitar que el hombre causara perjuicios a la sociedad, a costa de aplicarle en todos los momentos de su vida social las correcciones necesarias, trascendiendo los reducidos espacios de la prisión con la intención de introducir en toda la vida social medidas preventivas. La proyección y aplicación de medidas preventivas de seguridad pública en la población se legitimaba en nombre de la ciencia. La población estudiada, se presumía, representaba a la gran mayoría de la población indígena, en términos de correspondencia de constitución física, desarrollo mental y psicológico.
El área de Antropología Criminal
La Dirección del Departamento de Antropología Criminal estuvo bajo la responsabilidad del doctor Francisco Martínez Baca. Dicho Departamento, donde se estudiaba el comportamiento criminal buscando establecer la etiología del crimen, fue considerado no sólo como un moderno instituto de investigación criminológica, sino como el primero que se estableció en América Latina (el segundo fue creado en Argentina, en 1908, a instancias de José Ingenieros).
En él se estudió a la población total de la prisión y a los fallecidos durante el primer año de actividades. De veintiséis cerebros de criminales notables fallecidos en la prisión, se describieron: a) la cerebroscopía: hiperhemias, isquemias, hemorragias, esclerosis, anomalías, variedades de forma en el desarrollo de las circunvoluciones, derrames cefalorraquídeos y lesiones anatomo-patológicas; b) la craneometría: diámetros, circunferencias, cubicación y peso, y c) la craneoscopía de las diversas regiones: frontal, occipital, etcétera.
La tecnología apoyó la antropometría. En el laboratorio, también llamado gabinete antropométrico, y en el anfiteatro, se usaba instrumental y menaje especializado importado de Francia y posteriormente de Estados Unidos. Pero también se incursionaba en la innovación técnica, ya que para la medición antropométrica exacta se diseñó un instrumento llamado metopogoniómetro y otro denominado cefalómetro vertical. De esta manera, se registraron tallas, pesos, longitudes de manos, pies y dedos para resaltar asimetrías y anomalías, datos de identificación general del preso, biografía con antecedentes familiares especialmente delictuosos, estados patológicos o afecciones del sistema nervioso y neuropatía, y medidas craneanas. El examen antropométrico se realizaba según el sistema de Bertillón. El estudio fisiognómico asentaba la expresión facial, color del pelo y barba, frecuencia gesticular y otros detalles para determinar el estado general del individuo y su desarrollo muscular. La organoscopía estudiaba la sensibilidad general por medio del estesiómetro y la electricidad. También se medía el desarrollo de los sentidos y los reflejos cutáneos y tendinosos, y mediante el estudio psicológico se investigaba el desarrollo de la inteligencia y la memoria, la imaginación, el género de sentimientos, las afecciones o pasiones dominantes, el estado de la voluntad clasificada como valor civil, personal, brutal, razonada, etcétera. El caló, forma de escritura, firma o jeroglífico utilizada por los presos, devenía en los tatuajes, los cuales eran fotografiados, copiados y clasificados; a la muerte del prisionero, la piel tatuada se cortaba, preparaba y enviaba al museo de la penitenciaría.
Por otro lado, hubo colecciones fotográficas con los retratos de los presos de la penitenciaría y de otros criminales notables como parte importante del material para el estudio científico del delincuente. Desde su ingreso, en el servicio fotográfico los reos eran fotografiados e identificados en el Libro de Registro con tomas de los órganos y tatuajes que el médico señalaba de interés por ciertas características comunes o por la anomalía que presentaban. Los tatuajes se asociaban con la proclividad al deterioro moral. Posteriormente, esta técnica fue desarrollada por Martínez Baca en un estudio psicológico y médico-legal sobre los tatuajes existentes entre delincuentes recluidos, soldados de un batallón y de la prisión militar de la misma ciudad de Puebla. En este trabajo sobresale la clasificación y descripción de los símbolos tatuados, y las teorías psicológicas y atávicas para explicar el tatuaje, que abordan un conocimiento universal, para luego concluir con lo regional.
En dicho estudio Martínez Baca decía: “El principio sentado por Lombroso, de que el hombre criminal es un salvaje nacido en medio de una sociedad civilizada, con las ideas y el gusto estético del hombre de las primeras edades, es en nuestro concepto el más justo que por la observación se ha podido inducir. En efecto: entre el criminal y el salvaje, psicológicamente considerados, no es grande la diferencia; el atavismo los une”. Encontramos aquí un punto de concordancia mayor en el concepto atavismo (de atavus, antepasado) que en el del delincuente nato, manejado en la primera obra publicada por Martínez Baca con base en la población indígena presa. Como razón etiológica asegura: “Las causas son de dos órdenes: principales y accesorias […] Las primeras se refieren a la fuente de donde procede la tendencia a adornarse, que no es otra cosa que el atavismo […] Las segundas o accesorias son las que accidentalmente intervienen para la verificación del fenómeno, y las que no pueden invocarse sino en pequeña parte, a favor de los delincuentes”.
En el Libro de Autopsias se anotaron las lesiones anatomopatológicas encontradas, especialmente aquellas referidas en la obra de Lombroso. Hubo también Libros de Conducta con los registros sobre obediencia y laboriosidad, escritos por los vigilantes. La ociosidad, la holganza y la vanidad son elementos de gran consideración. Ante ello resalta el gran valor del trabajo, es decir, “el principio filosófico y positivo de que el trabajo regenera al hombre […] impidiendo la ociosidad fecunda y nociva”. La asociación entre crimen, delito y rebeldía e indolencia se fortalecía con estas anotaciones. La fortaleza de los prejuicios también puede cimentarse en proyectos aparentemente neutrales, como los que pueden desarrollarse bajo el patrocinio de la ciencia.
Con toda esta información, Martínez Baca y Vergara se dedicaron a establecer los tipos de criminales según el delito cometido, y sus características físicas, aunque también consideraron el lugar de origen y los niveles educativos, incluyendo factores sociales, como lo hacían también algunos antropólogos italianos en desacuerdo con Lombroso. Su atención a lo social como factor causal los sitúa a una cierta distancia de la radical postura de Lombroso de su primera época.
Muchos años más tarde, Alfonso L. Herrera y Ricardo E. Cicero señalaron el aporte de estos científicos mexicanos a la antropología general: “ellos estudian hechos singularísimos del atavismo, caracteres y hechos de importancia capital para la antropología especulativa, que intenta descubrir los orígenes del hombre y determinar el grado de superioridad relativa de cada raza. En México […] han sido numerosos y bien conducidos los estudios de la antropología criminal, que los muy deficientes de la antropología general; ésta, aunque no debía ser así, según un método lógico y riguroso, aprovecha ciertas investigaciones de los criminalistas, especialmente las que se refieren a los caracteres del desarrollo atávico observados en algunos de nuestros indios”. La presencia del concepto atavismo vinculado a los indígenas nuevamente se valida.
Consideraciones finales
La política penitenciaria poblana incrementó las posibilidades de diseñar una investigación científica realizada por reconocidos miembros de la sociedad mexicana, profesionales de las ciencias penales y de las ciencias médicas encaminadas a explicar y combatir los comportamientos delictuosos y criminales. Las obras materiales y los proyectos arquitectónicos y jurídicos respondían a nuevas inquietudes: la superación de una legislación punitiva y vengativa y su transformación en una práctica correctiva destinada a propiciar la reforma de las prisiones, la mejora y corrección de los delincuentes por medio del trabajo, la instrucción y la moralización. Sin embargo, las explicaciones organicistas que se asociaron a la criminalidad, como la teoría impulsada por el italiano César Lombroso, parecían entrar en conflicto con estos propósitos de rehabilitación.
La contradicción más evidente era llegar a la comprobación de los supuestos organicistas, es decir, atribuir la causa del crimen a un componente intrínsecamente biológico, hereditario, ya que de haberse logrado hubiesen resultado improcedentes todas las tentativas gubernamentales para impulsar el cambio social a partir de la regeneración de la condición criminal, mediante la educación y la mejora de las circunstancias económicas. La imposibilidad de reeducar asentada en la convicción del daño orgánico y moral del delincuente implicaría la eliminación o al menos la segregación definitiva del delincuente del resto de la sociedad humana. Y más dramático aún, salvo por la sentencia condenatoria que lo recluía por un largo periodo en la prisión, en los más diversos aspectos (orgánicos, anatómicos, sociales, etcétera), el delincuente pertenecía al común de la sociedad mexicana, por lo que se hacía posible la ampliación de las evidencias físicas y mentales características de los criminales, según las teorías lombrosianas, a una gran parte de la población, esto es, a los indígenas.
Los estudios de Martínez Baca y Vergara sobre delincuentes prisioneros se sitúan en la búsqueda del conocimiento básico del comportamiento humano orgánico y emocional, sin embargo, su apego a los postulados lombrosianos, aun con sus matices, los revela como hombres de su circunstancia, fortalecidos dentro de una dictadura, por lo que era inevitable que compartieran los prejuicios que se tenían en la época, y resultaba difícil dejarlos de lado al realizar su trabajo. El prólogo a Estudios de antropología criminal, escrito por el licenciado Saldaña, es nuevamente ilustrativo: “Para los antropologistas europeos es una regla general que el robo predomina en los climas fríos, y los delitos contra las personas, en los calientes. Entre nosotros se puede sentar como principio que los indios todos son ladrones, cualquiera que sea el clima del lugar en que habiten”. Así, en la prisión, indígenas y científicos protagonizaron una larga jornada, como actores esenciales de un proceso que aún resuena.
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Nydia E. Cruz Barrera
Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades,
Universidad Autónoma de Puebla.
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como citar este artículo → Cruz Barrera, Nydia E. (2001). Indígenas y criminalidad en el porfiriato. El caso de Puebla. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 50-56. [En línea]
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