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Matracas estocásticas,
¿una máquina de movimiento perpetuo?
Se analizan algunos intentos de construir máquinas de movimiento perpetuo con base en la primera y segunda ley de la termodinamica y se ve cómo, aunque la construcción de una máquina de ese tipo es imposible, su búsqueda ha conducido a proponer nuevas hipótesis sobre el origen de la vida.
Laura Viana y Carlos Villarreal
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Durante siglos, una parte de la humanidad ha luchado persistentemente por mejorar las duras condiciones de trabajo, eliminar la devastadora acción del hambre y de las enfermedades, y evadir la certeza de la vejez y de la muerte. De alguna manera para retornar al paraíso original de la tradición judeo-cristiana, un sitio idílico donde todas las especies, incluído el ser humano, conviven en armonía, sin actos de predación ni presiones de selección natural. Muchos esfuerzos se enfocaron en entender y manipular la naturaleza para sacar mejor provecho de ella, conjugando elementos materiales y espirituales. Así, nos encontramos con la búsqueda de la piedra filosofal, que transmutaría la materia degradada y corrupta en oro incorruptible y puro; o la de la fuente de la eterna juventud, para hacer realidad el sueño de poseer la belleza y el vigor juvenil por siempre; y finalmente, la del perpetuum mobilae, o máquinas de movimiento perpetuo, que desarrollarían trabajo de manera gratuita, eximiendo a los hombres de muchas de sus cargas laborales. Estas máquinas, una vez en movimiento, permanecerían en ese estado por siempre, sin necesidad de utilizar combustible, lo que permite pensar en ruedas que giran eternamente o barcos que obtienen su energía a partir de calor extraído del agua de mar. Por supuesto, la historia está plagada de fraudes de quienes, pretendiendo haber logrado un diseño exitoso, consiguieron socios inversionistas para desarrollarlo.

Algunos de los pri­meros intentos de di­se­ño de este tipo de má­quinas están registrados en documentos medievales de mediados del siglo xiii. Por ejemplo, la figura de la izquierda data de 1235 y está tomada del libro de notas del ingeniero francés Villard de Honnecourt, allí se muestra una rueda de la que cuelgan pesos que hacen que un lado siempre sea más pesado que el otro, lo cual la mantendría girando. En 1269 aparece un diseño similar en el libro De Magnete de Pièrre de Mericourt (el Peregrino), pero en éste —la figura de la derecha—, los pesos son reemplazados por una rueda de hierro dentada y la fuerza motriz proviene de un imán en forma de cucharón colocado en el centro.

La figura superior, un grabado extraído del Theatrum Machinarum Novum de 1673, muestra una máquina de mo­vimiento perpetuo para afilar cuchillos. Su mecanismo se basa en el uso de una rueda hidráulica que al girar acciona un tornillo de Arquímedes, el cual permite subir agua hasta un depósito. Al caer el agua sobre la rueda hidráulica, la hace girar, cerrándose de esta forma el ciclo. En el siglo xvii se intentó la construcción de los primeros artefactos de este tipo, algunos realmen­te ingeniosos. Sin embargo, aunque tengan la habilidad de operar durante largos periodos de tiempo, eventualmente se detienen.

En 1635 se otorgó la primera patente inglesa para una máquina de movimiento perpetuo y, al comenzar el siglo xx, en ese país se habían otorgado alrededor de seiscientas. Actualmente, las oficinas de patentes de muchos países, entre ellos Gran Bretaña y los Estados Unidos, no revisan las solicitudes para máquinas de movimiento perpetuo, y en Francia, desde 1775, la Academia de Ciencias implantó como política no establecer ninguna correspondencia respecto a este asunto. Sin embargo, todavía hay quienes —basados en concepciones erróneas de la termodinámica— piensan que es posible construir una máquina de movimiento perpetuo, siempre y cuando se conjuguen grandes dosis de tenacidad e ingenio. Así, un rápido vistazo por internet permite distinguir los intentos de algunas personas que, de buena o mala fe, continúan trabajando con esta idea en mente.

Nunca se construyó una máquina de movimiento perpetuo, pero no todos los esfuerzos fueron en vano, pues gran parte del desarrollo de la termodinámica tuvo su origen en los intentos por crear máquinas capaces de convertir eficientemente energía calorífica en mecánica. El desarrollo conceptual de la termodinámica evolucionó lentamente durante el siglo xix. Después de años de trabajo de muchas personas, Julius Clasius logró resumir sus postulados básicos en dos leyes fundamentales, actualmente conocidas como la primera y la segunda ley de la termodinámica, que permitieron el diseño de máquinas que realmente funcionaron y que originaron la revolución industrial. Posteriormente, se incorporó la tercera ley que completa la teoría y cuya formulación requirió el desarrollo de la estadística cuántica; esta ley es muy importante desde el punto de vista conceptual, pero no es requerida por el grueso de la termodinámica.

Las leyes de la termodinámica

A mediados del siglo xix, el científico inglés James Joule probó que todas las formas de energía son esencialmente lo mismo y que, por lo tanto, pueden transformarse una en otra. Con esto demostró que la cantidad de energía requerida para producir un cambio en un sistema es independiente del método de administración y de la velocidad de suministro. Los métodos pueden ser la inyección o extracción de calor, la aplicación de algún tipo de trabajo mecánico, eléctrico, etcétera, o una combinación. Esto significa que existe una relación fija entre la cantidad de trabajo y el calor, lo cual representa el equivalente mecá­ni­co del calor y constituye la base de lo que ahora se co­noce como la primera ley de la termodinámica, que también puede expresarse como una declaración: “existe una cantidad llamada energía, la cual se conserva y es aditiva”. Entonces, si unimos dos sistemas, la energía total será igual a la suma de la energía de cada uno.

Ahora bien, aunque son formas equivalentes de energía, la transformación del calor en trabajo no se efectúa de manera arbitraria; siempre que se realiza, una parte de la energía se pierde irremediablemente en forma de calor. Esto es precisamente lo que se encuentra plasmado en la segunda ley de la termodinámica. En 1824, el ingeniero militar francés Sadi Carnot encontró que existe un límite teórico para la eficiencia con que se puede producir trabajo partiendo de calor. La forma más eficiente es mediante un proceso cíclico reversible, el cual regresa al estado original después de cada ciclo y opera alternadamente entre dos temperaturas, T2 y T1. Este ciclo de Carnot es un procedimiento específico de cuatro etapas, gracias al cual podemos extraer calor de un sistema caliente —a temperatura T2—, utilizar parte de la energía para realizar trabajo e inyectar la energía restante, en forma de calor, en un sistema más frío —a temperatura T1— para después regresar al estado de partida. El sistema caliente podría ser una caldera y el frío el ambiente o agua templada. Se puede demostrar que la eficiencia (ε) de este proceso, definida como la fracción de calor extraído que es transformada en trabajo, depende únicamente de la temperatura de las dos fuentes y está dada por la relación

ε = (T2-T1 ) /T2

donde las temperaturas se expresan en grados Kelvin. Según esta relación, si las dos temperaturas son iguales, la eficiencia es cero y es imposible extraer trabajo del sistema. También sugiere que para transformar todo el calor en trabajo, o lograr un proceso con eficiencia ε = 1, necesitaríamos que T2 fuese muy grande comparada con T1; de hecho, la temperatura T2 tendría que ser infinita o alternativamente, T1 igual a cero grados Kelvin, aproximada de –273oC. Por las enormes dificultades que implicaría alcanzar estas temperaturas y como cualquier otro proceso para convertir calor en energía tiene una eficiencia menor, queda claro que no puede haber un proceso con eficiencia ε = 1 y, por lo tanto, debemos desechar el sueño del movimiento perpetuo.

La segunda ley y el movimiento perpetuo

No existe una línea divisoria precisa entre los distintos tipos de máquinas de movimiento perpetuo que se han diseñado, aunque hay que insistir en que ninguna funcionó. Sin embargo, para analizarlas podríamos dividirlas en tres clases: las de primer y segundo tipo, que violarían la primera y la segunda ley de la termodinámica, respectivamente, y las de tercer tipo, que se podrían construir si se eliminan todos los factores que disipan energía, como la fricción mecánica y la resistividad eléctrica. La de primer tipo, aquella que después de pasar por un proceso cíclico en el que el estado final es igual al inicial, tiene como efecto neto la producción de trabajo —implica que la energía no se conserva, sino que aumenta. Un ejemplo sería el afilador de cuchillos de la figura superior en la página 32. El error de este diseño consistió en suponer que la energía obtenida del movimiento de la rueda sería mayor que la necesaria para regresar el agua a su posición original. La de segundo tipo transformaría íntegramente el calor en trabajo; por ejemplo, el diseño del ceromotor, muy similar a una máquina de vapor convencional. La última, como la que se muestra en la figura inferior, utiliza agua que al ponerse en contacto con una fuente de calor a temperatura T2, como en una caldera, se calienta; cuando alcanza 100oC, el agua se evapora y conforme continúa calentándose, aumenta la presión del vapor, que al llegar al valor máximo deseado, libera un pistón, el cual se mueve, transformando energía calorífica en mecánica. Posteriormente, se aleja el sistema de la caldera y se pone en contacto con uno de enfriamiento, con lo que el aire se enfría, se contrae y crea un vacío que provoca que el pistón se retraiga y que el volumen del gas disminuya; de esta manera, el gas vuelve a condensarse y regresa a su estado original. En este ciclo el sistema toma energía de una fuente caliente —caldera—, suelta calor hacia una fuente fría —sistema de enfriamiento o ambiente— y produce trabajo mecánico. Es claro que para que funcione, hay que mantener la caldera caliente; esto es, hay que suministrarle energía.

El ceromotor, diseñado por John Gamgee, utilizaría amonio como líquido operante en lugar de agua, porque el amonio se evapora a 0oC y ejerce una presión de cuatro atmósferas —cuatro veces mayor a la presión atmosférica al nivel del mar— a esa temperatura. Por ello, su diseñador pensó que esta máquina podría utilizar el calor del ambiente para evaporar el amonio, y que éste al expanderse se enfriaría y condensaría, cerrándose así el ciclo. Gamgee consideró que de esta forma no sería necesario mantener caliente una caldera, por lo que no se utilizaría combustible. Lo que no calculó correctamente es que si este gas se expande cuatro veces su volumen original, consecuentemente su temperatura bajaría a –33oC, por lo que para alcanzar esta temperatura durante la segunda fase tendría que estar en contacto con un reservorio a una temperatura aún menor. Así, aunque la temperatura alta podría obtenerse del ambiente, tendríamos que enfriar el sistema en la segunda parte del ciclo, y para ello, utilizar un refrigerador, que obviamente consume energía.

Respecto a las máquinas del tercer tipo, aquéllas que sólo podrían construirse eliminando todos los aspectos que disipan energía, resulta pertinente comentar que si bien se ha alcanzado cierto éxito en la construcción de máquinas que permanecen en movimiento por largos periodos, es un hecho que, tarde o temprano, fatalmente se detienen.

De pulgas y elevadores

El proceso de extraer calor de un sistema y transformarlo en trabajo se hace con una eficiencia menor que uno. Pero, ¿será esto ineludiblemente cierto o se trata de una limitación de nuestras capacidades técnicas? Siguiendo al famoso físico Richard Feynman, hagamos un experimento pensado. Tenemos dos recipientes con gas a temperaturas TISQ y TDER, respectivamente, unidos por un perno que los atraviesa de lado a lado por su parte media, dejando una sección suspendida en medio de los dos, tal como lo muestra la figura de esta página.

Ahora, en el interior del recipiente de la izquierda y montado sobre este perno, fijemos un engrane que pueda girar únicamente en un sentido por la presencia de una laminilla de metal que obstaculiza el giro en el otro. Es decir, tendremos algo similar a una matraca. Por otro lado, a la sección del perno que se encuentra en el interior de la caja del lado derecho le fijaremos un sistema de aspas. Los gases contenidos en las dos cajas están compuestos por moléculas que se mueven chocando entre sí, con una variación aleatoria en la dirección de sus movimientos, de manera que las aspas reciben bombardeos de partículas sobre sus dos caras, con la misma regularidad. Si suponemos que las aspas y el engrane son de diminutas dimensiones, de forma que los golpeteos moleculares pueden perturbarlas, las paletas girarían aleatoriamente en una y otra dirección y transmitirían su movimiento, a través del perno, al engrane localizado en la otra caja. Sin embargo, recordemos que el engrane en la caja izquierda únicamente permite los giros en una dirección; así, los golpeteos sobre una cara de las aspas harían girar el engrane en la otra caja, mientras que sobre los lados opuestos, se encontrarían con la resistencia del engrane, por lo que no tendrían ningún efecto. Ahora viene lo interesante. Supongamos que atamos un pequeño hilo al segmento central del perno que se encuentra en el exterior, en medio de las dos cajas, en su otro extremo sujetamos a una pulga. La lógica nos dice que al girar el perno exclusivamente en una dirección el cordón se enrollaría y como resultado la pulga ascendería, independientemente de la temperatura de los dos recipientes. Esto es, estaríamos extrayendo energía del recipiente derecho que se encuentra a temperatura TDER y la transformaríamos en trabajo. Ahora bien, si TIZQ es igual a TDER, de acuerdo con la segunda ley de la termodinámica esto sería imposible, pero todo parece indicar que nuestro razonamiento es correcto e independiente de la temperatura en los dos recipientes. ¿Qué es lo que sucede?, ¿podemos ir corriendo hasta la oficina de patentes para registrar este magnífico dispositivo elevapulgas?, ¿es que realmente hemos encontrado que la segunda ley de la termodinámica tiene excepciones?

Si analizamos con mayor detalle el razonamiento, notaremos que hay algunos elementos que no se han considerado. Por ejemplo, la intensidad del golpeteo molecular que mueve las aspas está determinada por la temperatura TDER del recipiente en el cual se encuentra a mayor temperatura, recibirán un mayor número de impactos molecu­lares por segundo. Si la intensidad del golpeteo es suficiente para hacer girar las aspas en un sentido, venciendo con ello la resistencia de la laminilla de la matraca, es factible pensar que el golpeteo molecu­lar en la caja izquierda también sea capaz de levantar esta laminilla. Basta suponer que la temperatura TIZQ de su entorno es idéntica a la temperatura TDER del recipiente de las aspas, por lo que la laminilla recibirá el mismo número de colisiones por unidad de área y por segundo que aquéllas. Al levantarse la laminilla aleatoriamente, la rueda con engrane girará en uno u otro sentido indis­tintamente. Al final, no ocurriría una rotación neta y nuestro proyecto de máquina de movimiento perpetuo fracasaría rotundamente.

Pero, ¿existe alguna forma de darle una utilidad a nuestra máquina? Por supuesto, pero para ello habrá que hacer que las leyes de la termodinámica trabajen a nuestro favor. Si elevamos la temperatura de la caja en la que se encuentran las aspas, de modo que TDER > TIZQ, el número de colisiones por segundo que recibirán las aspas será mayor que el recibido por la laminilla; esto permitirá que la rueda engranada tenga una rotación neta. Si la diferencia en el número de colisiones es suficientemente grande, la pulga se elevará. ¡Nuestra máquina funciona! Sin embargo, no será una máquina de movimiento perpetuo, pues eventualmente las moléculas del segundo recipiente irán perdiendo energía y, por lo tanto, enfriándose; parte de esta energía se utilizará para subir a la pulga y la restante calentará el gas del recipiente izquierdo, de manera que la pulga dejará de ascender cuando estas dos temperaturas se igualen.

Las matracas estocásticas

Pero, ¿para qué sirve construir un elevador de pulgas? Originalmente, Feynman concibió este experimento pensado para discutir algunos aspectos de la termodinámica; sin embargo, recientemente estos sistemas han encontrado aplicaciones para modelar procesos biológicos. Así, podemos pensar en el movimiento que sufrirá una molécula polarizable que interactúa con una sucesión de moléculas cargadas o polares, tal y como ocurre en la transcripción del código genético. La información del código genético (dna, por sus siglas en inglés) está conte­nida en el orden de las cuatro moléculas básicas de la vida: la guanina G, la citosina C, la timina T y la adenina A. Estas bases están dispuestas en secuencias del tipo AGTCTTGGAA…, cada grupo de tres bases corresponde a uno de los veinte aminoácidos esenciales con los que se contruyen las proteínas de los seres vivos, y se leen siempre en el mismo sentido: AGT, CTT, GGA, … Este mecanismo de lectura es muy similar al funcionamiento de la matraca, que siempre rota a saltitos en un mismo sentido. En este caso, la molécula encargada de la transcripción de bases en aminoácidos puede percibir la cadena de dna como un sustrato representado por una sucesión de potenciales asimétricos, entre los cuales la molécula podría brincar en una dirección preferencial bajo ciertas condiciones.
 
Si la molécula no tuviera interacciones, permanecería en una posición determinada en alguno de los pozos del potencial. Sin embargo, la molécula será capaz de brincar aleatoriamente hacia los pozos vecinos por estar sujeta a fluctuaciones térmicas de energía, las cuales se originan por colisiones azarozas e impredecibles provo­cadas por las moléculas libres del medio. Podríamos pensar que, si alguna de las pendientes del potencial fuese más suave que la otra, la molécula tendría una mayor probabilidad de brincar en esa dirección hacia el pozo contiguo. Una vez que caiga en el nuevo pozo, el fenómeno se repetiría y habríamos generado un desplazamiento neto partiendo de meras fluctuaciones. Pero esto contradice las conclusiones extraídas en el problema de la matraca. La falla en este razonamiento consiste en que el número de colisiones por segundo que sufrirá nuestra partícula hacia un lado y hacia el otro también es asimétrico, lo cual provocará que la tendencia a remontar el potencial de pendiente más suave sea amortiguada por un mayor número de colisiones en contra. Como resultado, la probabilidad de brincar hacia un lado y hacia el otro es la misma y la molécula no sufre un desplazamiento neto. Como en el problema anterior, es necesario invertir energía química, electromagnética, o mediante un gradiente de temperatura, para provocar un movimiento ordenado. Este mecanismo fue propuesto como un rectificador de ruido; es decir, como una forma de transformar movimiento fluctuante en ordenado.

En equilibrio, el efecto del ruido térmico sobre una partícula es simétrico, aun cuando se encuentre en un medio espacialmente asimétrico, de manera que la partícula brincaría hacia uno y otro lado, pero en promedio no tendría un desplazamiento neto. Sin embargo, si existe una diferencia de temperatura entre los extremos de nuestro sustrato, la partícula se desplazaría hacia uno de los extremos. Por otro lado, se ha encontrado que si se suministra energía fluctuante externa —por ejemplo, un campo eléctrico que varíe en el tiempo o reacciones químicas fuera de equilibrio—, la partícula aprovechará la asimetría del potencial y se desplazará en alguna dirección, que depende en forma no trivial de la asimetría local del potencial, del coefi­ciente de difusión de la partícula, de su masa, de la viscosidad del medio, etcétera. El movimiento azaroso del medio afecta las partículas con masas diferentes de distintas formas; este efecto podría utilizarse para separar partículas o para diseñar dispositivos como motores moleculares, bombas biológicas para iones, etcétera. Ciertamente, la naturaleza se vale de estos mecanismos para muchos de los procesos físicos y biológicos que ocurren en el planeta, los cuales no contradicen la segunda ley de termodinámica, porque parte de la energía utilizada para sobrepasar las barreras de energía se obtiene del ruido térmico.
 
Este mecanismo se ha utilizado para proponer un posible escenario del origen de la vida. Según evidencias recientes, el intervalo de tiempo transcurrido desde el enfriamiento del material terrestre hasta el surgimiento de las primeras manifestaciones de vida, es muy estrecho: unos cuantos cientos de millones de años. Si se calcula la probabilidad de que aparezca la vida exclusivamente como consecuencia de interacciones azarosas en un mar primigenio, como se suponía hasta hace poco, resulta que tendrían que haber pasado muchos más años. Entonces, existe la posibilidad de que la vida en la Tierra se haya originado en partículas sólidas provenientes del espacio interestelar, donde se han encontrado moléculas orgánicas de gran complejidad. Dichas partículas tienen numerosos canales que facilitarían la interacción de diversas moléculas, las cuales podrían formar largas cadenas poliméricas. La información contenida en la estructura polimérica resultaría susceptible de ser transcrita por otras moléculas cuya interacción con éstas estaría determinada por un potencial del tipo diente de sierra. El potencial oscilatorio podría provenir de la luz de las estrellas, mientras que las fluctuaciones estarían determinadas por los rayos cósmicos y todo tipo de perturbaciones existentes en el espacio interestelar. Cuando se realizan los cálculos matemáticos pertinentes nos percatamos de que este escenario no resulta descabellado.

De este modo, ahora buscamos respuestas a la pre­gunta de cómo es que un universo que tiende a aproximarse naturalmente al desorden, a generar el caos, encuentra resqui­cios para burlarse de si mismo y crear orden por doquier. Hablando metafóricamente, quizás al encontrarlas nos recon­ciliemos un poco con la expulsión original y concluyamos que en realidad fue un acto de amor primordial.
Laura Viana Castrillón
Centro de Ciencias de la Materia,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Carlos Villarreal Luján
Instituto de Física,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Referencias bibliográficas
 
Bernal, J. D. 1975. La proyección del hombre. Historia de la física clásica. Siglo xxi editores, México.
Aldana, M., F. Cázarez Bush, G. Cocho y G. Martínez Mekler. 1998. “Primordial synthesis machines and the origin of the genetic code”, en Physica A, vol. 257, pp. 119-127.
Martínez Mekler, G., M. Aldana, F. Cázarez Bush, R. García Pelayo y G. Cocho. 1999. “Primitive molecular machine scenario for the origin of the three base codon composition”, en Origins of Life and evolution of the Biosphere, vol. 29, pp. 203-214.
Ibarra Bracamontes, L. y V. Romero. 1997. “Stochastic ratchets with colored thermal noise”, en Physical Review E, vol. 56, p. 4048.
Bier, M. 1997. “Brownian ratchets in physics and biology”, en Contemporary Physics, vol. 38, núm. 6, pp. 371-379.
Laura Viana Castrillón estudió la licenciatura en Física en la Facultad de Ciencias de la unam y el doctorado en la Universidad de Mánchester, Inglaterra. Actualmente trabaja como investigadora en el Centro de Ciencias de la Materia Condensada de la unam, en la Cd. de Ensenada B.C. y es coordinadora del Posgrado en Física de Materiales que ofrece la unam conjuntamente con el cisese.
Carlos Villarreal Luján estudió la licenciatura en Física, la maestría y el doctorado en Ciencias en la Facultad de Ciencias de la unam, y el posdoctorado en Física de Altas Energías en Duke University, Carolina del Norte. Actualmente es investigador del Instituto de Física y profesor de la Facultad de Ciencias de la unam.
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como citar este artículo

Viana Castrillón, Laura y Villareal Luján, Carlos. (2006). Matracas estocásticas, ¿una máquina de movimiento perpetuo? Ciencias 82, abril-junio, 30-37. [En línea]
 
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