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del tintero  
El mono científico
 
 
Robert Louis Stevenson
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En cierta isla de las Antillas, había una vez una casa y junto a ella, un bosquecillo. En la casa moraba un viviseccionis­ta, y en los árboles una tribu de monos antropoides. Sucedió que uno de éstos fue cap­turado por el viviseccionista, que lo mantuvo un tiempo me­tido en una jaula en su labora­torio. Allí, el mono tuvo ocasión de espantarse mucho por lo que vio, pero también de interesarse profundamente por todo lo que oyó. Como tuvo la fortuna de escaparse en una fase temprana del ex­pe­rimento (que tenía el núme­ro 701), y de volver con los su­yos con apenas una ligera herida en una pata, en conjun­to pensaba que había salido ganando.

Nada más volver, le dio por llamarse doctor y empezó a importunar a sus vecinos con una pregunta.

—¿Por qué no son progre­sistas los monos?

—No sé qué significa progresista —dijo uno, y le arrojó un coco a su abuela.

—Ni lo sé, ni me importa

—dijo otro, columpiándose de una rama próxima.

—¡Oh, calla ya! —gritó un tercero. —¡A paseo con el pro­greso! —dijo el jefe, un viejo con­servador partidario de la fuerza física— Intenten portarse mejor de como lo hacen.
Pero cuando el mono cien­tífico consiguió estar a solas con los machos más jóve­nes, és­tos le escucharon con más atención.

—El hombre no es más que un mono que ha medrado —explicó colgando de la cola de una rama alta— Al no dispo­ner de un registro geológico completo, resulta imposible de­cir cuánto le tomó ascender, y cuánto nos tomaría a nosotros seguir sus pasos. Ahora bien, acometiendo enérgicamente in medias res un sis­tema mío propio, creo que conseguiremos asombrar al mundo. El hombre ha perdido siglos enteros con la religión, la moral, la poesía y otras zarandajas; tuvieron que pasar más siglos hasta que llegó a la ciencia como es debido, y sólo se ha iniciado en la vivisección anteayer. Nosotros lo haremos al revés, y empezare­mos por la vivisección.

—¿Y qué es eso de la vivisección por todos los cocos?
El doctor explicó en detalle lo que había presenciado en el laboratorio y algunos de sus oyentes se mostraron encantados, pero no todos.

—¡Nunca había oído nada tan bestial! —exclamó un mo­no que había perdido una ore­ja en una riña con una de sus tías.

—¿Y para qué sirve? —pre­guntó otro.

—¿Es que no lo veis? —di­jo el doctor— Viviseccionando a los hombres, descubriremos cómo estamos hechos los mo­nos, y así progresaremos.

—¿Y por qué no viviseccio­narnos unos a otros? —pre­gun­tó uno de los discípulos, de ánimo disputador.

—¡Qué vergüenza! —exclamó el doctor— No pienso que­darme sentado escuchando estas cosas; por lo menos, no en público.

—¿Pero y si se trata de cri­minales? —preguntó el disputador.

—Resulta sumamente dudoso que exista algo como el bien o el mal. Así pues, ¿de dónde sacaríamos a tus crimi­nales? —repuso el doctor— Ade­más, el público no lo permitiría. Y los hombres sirven exactamente lo mismo, es el mismo género.

—Parece cruel para los hom­bres —dijo el simio con una sola oreja.

—Para empezar —dijo el doc­tor— ellos dicen que noso­tros no sufrimos y que somos lo que llaman autómatas; así que yo tengo perfecto derecho a decir lo mismo de ellos.

—Eso son tonterías —inter­vino el mono disputador— y ade­más resulta autodestructivo. Si no son más que autóma­tas, nada pueden enseñarnos de nosotros mismos; y si nos pueden enseñar algo acer­ca de nosotros, ¡por todos los cocos!, entonces tienen que sufrir.

—Soy de tu opinión en bue­na medida —dijo el doctor— y de hecho ese razonamiento es bueno sólo para las revistas mensuales. Admitamos que sufren. Bueno, pues lo ha­cen en el interés de una raza inferior necesitada de ayuda, nada puede haber más justo. Y además, sin duda haremos descubrimientos que les resul­tarán inútiles a ellos mismos.

—¿Pero cómo vamos a des­cubrir nada —inquirió el disputador— cuando ni siquie­ra sabemos qué tenemos que buscar?

—¡Que me corten la cola —gritó el doctor irritado hasta perder la compostura— si no eres el mono de mente menos científica de todas las Islas de Barlovento! ¡Saber qué buscar, estaría bueno! La verdade­ra ciencia no tiene nada que ver con eso. Se va viviseccionando, por si acaso; y si se des­cubre algo, ¿no es uno mis­mo el primer sorprendido?

—Tengo un último reparo —dijo el disputador— y mira que no es que no piense que podría resultar bien divertido, pero los hombres son fuertes, y además tienen esas armas suyas.

—Por consiguiente, co­ge­re­­mos bebés —concluyó el doctor.

Esa misma tarde, el doctor volvió al jardín del viviseccionista, sustrajo una de sus navajas por la ventana del tocador y después, en una segunda expedición, se llevó a su bebé de la cuna de la habi­tación de los niños.

Se armó un gran barullo en las cimas de los árboles. El mono de una sola oreja, que era un tipo bondadoso, acunó al bebé en sus brazos; otro le llenó la boca de nueces, y se dolió al ver que no se las ­comía.

—No tiene sentido común —dijo.

—Ojalá no llorara —dijo el mono de una sola oreja— ¡se parece muchísimo a un mono!

—Basta de niñerías —dijo el doctor— dadme la navaja.

Pero al oír esto, el mono de una sola oreja perdió el áni­mo, le escupió al doctor, y hu­yó con el bebé a la copa del árbol de junto.

—¡Anda y viviseccionate a ti mismo! —gritó el mono de una sola oreja.

Toda la tribu empezó a per­seguirlo, chillando; el desorden atrajo al jefe, que andaba por el vecindario, espul­gándose.

—¿Qué está pasando?

—gritó el jefe. Y cuando se lo hubieron contado, se pasó la pata por la frente y empezó a vociferar— ¡Por todos los cocos! ¿Qué pesadilla es és­ta? ¿Cómo pueden unos simios rebajarse a tamaña barbaridad? ¡Devolved ese bebé a su sitio!

—No tienes una mente cien­tífica —le dijo el doctor.

—No sé si tengo una mente científica o no —replicó el je­fe— pero sí tengo un palo bien gordo y como le pongas una zarpa encima a ese be­bé, te romperé la cabeza con él.

Así que llevaron al bebé al jardín ante la casa. El viviseccionista —que era un estimable hombre de familia— se ­llenó de alegría, y fue tal su ali­vio, que emprendió tres nue­vos experimentos en su laboratorio antes de que hubiera acabado el día.
Robert Louis Stevenson
Escritor.
Nota
 
Este texto fue publicado en el suplemento Babelia del dia­rio El País el 4 de febrero de 2006. Es una de las fá­­bulas inéditas del autor de La isla del tesoro que se ha­llan en los fondos de la colección Beinecke de la Uni­versidad de Yale. También fue publicada en The Times Literary Supplement (tls).
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como citar este artículo

Louis Stevenson, Robert. (2006). El mono científico. Ciencias 83, julio-septiembre, 68-70. [En línea]
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