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Ciencia y filosofía: la renovación de
las preguntas
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Edna Suárez

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El desarrollo de la filosofía de la ciencia a partir de los años 60 —y sus complejas y en ocasiones conflictivas relaciones con disciplinas como la historia, la sociología, la antropología y la psicología— han generado una diversificación tal de nuestra visión de la ciencia, que en ocasiones parece haberse diluido la certeza de que exista algo que definitivamente pueda ser catalogado así.
 
Se me antoja útil una analogía con la vieja discusión en torno al concepto de especie entre los biólogos. Como es conocido, durante mucho tiempo se pensó que las especies se definían por una esencia o tipo que las caracterizaba desde el momento de la Creación. Sin embargo, poco a poco algunos naturalistas reconocieron que esa definición no era compatible con un creciente número de observaciones y creencias. La única opción sensata parecía ser la de proponer que las especies eran simplemente nombres con los que se designa a los individuos que comparten un número de características. Como sabemos, la disyuntiva se disolvió, grosso modo, con el reconocimiento de la evolución de las especies, y la más reciente aceptación de que éstas son individuos históricos (debido en gran parte a los argumentos de filósofos de la biología, como David Hull y Elliot Sober).
 
En los últimos 30 años, la tendencia dominante en el campo de los estudios de la ciencia ha sido comprender y escudriñar las consecuencias de la idea de que la ciencia es un ente histórico, que no se caracteriza por un tipo de racionalidad o de metodología que le sea esencial, pero que tampoco es un mero nombre para referirnos a lo que se hace en las escuelas y facultades de una universidad. La ciencia, ese ente histórico, es resultado de las complejas y cambiantes interacciones entre las personas y el mundo, pero no sólo. La ciencia es también resultado de las relaciones entre la gente. Y, haciéndome eco de una importante vertiente de los estudios sobre la ciencia, debo agregar que la ciencia es además resultado de las interacciones entre hombres y mujeres.
 
Dicho así, pareciera que hay pocas cosas nuevas bajo el sol. Sin embargo, las implicaciones de esta idea pueden ser —de hecho han sido— radicales, llegando en algunos casos a cuestionar y modificar nuestras creencias más fundamentales en torno a la ciencia. Si ésta es el resultado histórico de las relaciones de las personas entre sí y con el mundo, no hay razón para pensar que lo que hoy consideramos conocimiento científico no pudiera ser de otro modo.
 
La expresión más radical y polémica de esta idea se encuentra en el llamado “programa fuerte de la sociología de la ciencia” (Barnes y Bloor): la verdad de un enunciado no explica su aceptación. Pero si bien muchos autores no coinciden con esa escuela sociológica, hoy en día no hay quien dude de que la construcción de la ciencia, como todo proceso histórico y social, depende de las contingencias atrincheradas en la historia previa y en las circunstancias presentes, las cuales restringen tanto el tipo de problemas que se plantean como el desarrollo de soluciones en uno o en otro sentido. Aquí no me refiero a cuestiones tan vagas y subjetivas como la consabida pregunta acerca de la “madurez” de una época para recibir un “descubrimiento” (palabra que, por cierto, los estudiosos de la ciencia consideran sospechosa y en general han sustituido por “construcción”). No, me refiero a cuestiones tan locales y materiales como si un determinado sistema experimental —que a su vez depende del tipo de técnicas y materiales que se consideran aceptables en un área científica y con los cuales inicia su investigación un grupo— generará el tipo de preguntas interesantes que, por poner un ejemplo real, los lleve de la investigación de los virus causantes del cáncer al arn de transferencia.
 
¿Por qué fue tan difícil aceptar para la ciencia lo que el historicismo desde el siglo XIX ha reconocido para cualquier otra esfera de la historia humana? La respuesta debemos buscarla no sólo en la convicción, profundamente moderna, de que la ciencia nos acerca a esa verdad que la sociología y la historia contemporáneas encuentran problemática, sino también en el estatus político y, más en general social, que le han ganado a la ciencia sus éxitos en el mundo material. Y sin embargo, no hay nada que nos diga que el desarrollo de la ciencia, como la evolución de las especies, debía seguir inevitablemente la dirección que de facto ha seguido. De la misma manera en que la circunstancia de que un meteorito haya generado la extinción de los dinosaurios y facilitado la evolución de nuestros antepasados, así las costumbres de los gentilhombres ingleses del siglo xvii son factores que permiten entender algunas de las normas científicas más apreciadas, como la famosa evaluación entre pares y la reproducción de los resultados obtenidos en la investigación. Asimismo, la convicción de que una explicación científica apela a leyes universales, sería impensable sin la interacción entre la teología cristiana y las necesidades legislativas del moderno Estado-Nación, y su inserción en una concepción del Universo creado por un Supremo Legislador.
 
Una vez asumido que la ciencia es un ente histórico, el siguiente paso es aceptar que los factores que intervienen en la construcción de conocimiento científico son más variados de lo que tradicionalmente estábamos dispuestos a admitir. Ello ha generado, entre otras cosas, un creciente interés por lo que se llama la “cultura material” de la ciencia, es decir, la historia de los objetos (materiales, instrumentos, máquinas), que los científicos utilizan en su trabajo experimental o de campo. Este tipo de investigación se ha ligado con frecuencia al estudio de la transmisión de las “prácticas” científicas, reconociéndose a las tradiciones —concepto sociológico aparentemente opuesto a la visión de una ciencia “progresiva”— como los contextos en que se lleva a cabo tanto la reproducción de la cultura, incluida la material, como de las prácticas científicas. Asimismo, se ha reconocido la enorme variedad de recursos explicativos de la ciencia, y la naturaleza pragmática de la construcción de teorías, modelos y analogías. El estudio de todos estos factores sociológicos, etnológicos y psicológicos ha tenido profundas y muy diversas repercusiones en la filosofía de la ciencia de los últimos 15 años, como lo muestra la colección “Problemas científicos y filosóficos”.
 
El pasado 3 de febrero se presentó en la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM la colección “Problemas científicos y filosóficos”. Inicialmente ya se han publicado cinco volúmenes: la traducción de los ya clásicos libros de Ian Hacking, Representar e intervenir, y de Bas Van Fraassen La imagen científica; el libro de Sergio Martínez De los efectos a las causas, y las antologías sobre Epistemología evolucionista (editada por Sergio F. Martínez y León Olivé) y Racionalidad y cambio científico (editada por Ambrosio Velasco).
 
Esta colección constituye un impulso importante para todos aquellos que se interesan en el tema de la naturaleza de la ciencia. Paradójicamente, ilustra no sólo la gran diversidad de posturas que conviven en torno a la ciencia, sino la convicción de que eso que llamamos “ciencia” no tiene precisamente una “naturaleza”.
 
El libro de Ian Hacking que inicia esta colección, no es sólo un excelente ejemplo de las mencionadas tendencias, sino un catalizador de las mismas. Cuando lo leí por primera vez me hizo recordar apasionadamente las ideas marxistas sobre el conocimiento y la relación de la persona con la naturaleza. Desde su aparición en 1983, este libro ha sido referencia obligada en el área de los estudios de la ciencia. Hacking nos recuerda que, si bien una parte importante del quehacer científico consiste en la representación del mundo mediante modelos, analogías y teorías de diferente rango, no podemos perder de vista el papel que cumple nuestra intervención en el mundo. Existe una actividad sumamente importante en la ciencia, para la que ni siquiera tenemos un nombre, nos dice Hacking. A esta actividad podemos llamarla creación de fenómenos, la cual ocurre en contextos tecnológicos producidos por la gente, y requiere el desarrollo de habilidades y prácticas científicas. A ella dedica Hacking sus páginas más originales.
 
Bas Van Fraassen, por su parte, es otro de los grandes filósofos de la ciencia contemporánea. Su libro La imagen científica es un clásico que proporciona un excelente tratamiento del tema de la explicación científica. Para Van Fraassen, la aceptación de una teoría científica no implica que sea necesariamente verdadera, sólo que es empíricamente adecuada. Pero el poder explicativo de una teoría no se limita a su contenido empírico, sino que tiene una dimensión pragmática. Para Van Fraassen ello significa que una teoría incorpora en sus explicaciones importantes elementos del contexto en el cual se hacen las preguntas y se formulan las respuestas.
 
El libro de Sergio Martínez, De los efectos a las causas, también trata de la explicación científica. En este caso el autor defiende —mediante reconstrucciones históricas detalladas— la idea de que en la ciencia conviven diferentes patrones de explicación científica, como el patrón de explicación por leyes de la mecánica clásica y el patrón de explicación seleccionista, inaugurado con la teoría de la evolución de Darwin. El libro de Martínez es un largo argumento a favor de la relevancia —para la filosofía de la ciencia— de los estudios de historiadores y sociólogos. Los científicos construyen explicaciones mediante los recursos y decisiones que son accesibles en un determinado contexto. Y es inútil indagar por la “naturaleza” de las explicaciones científicas: éstas se construyen de manera local, y no existe un solo tipo de ellas, sino varios, que tienen su origen en distintas coyunturas históricas de la ciencia.
 
Las dos antologías de esta colección, Epistemología evolucionista y Racionalidad y cambio científico, presentan una muy amplia gama de artículos en torno a dos temas cruciales de la filosofía de la ciencia contemporánea. La primera reúne trabajos que intentan aplicar la teoría de la evolución, y en particular la idea de selección natural, para clarificar diferentes aspectos de la construcción del conocimiento y del desarrollo de la ciencia. Este enfoque evolucionista ha tenido un gran impulso a partir del reconocimiento de que cosas tales como la ciencia o la racionalidad no tienen una “esencia”, sino que son entes históricos. Algunas epistemologías evolucionistas intentan, por ejemplo, clarificar hasta qué punto nuestras capacidades biológicas, construidas por la acción de la selección natural, pueden explicar nuestra manera de conocer y de hacer ciencia (Campbell). Otras, en cambio, buscan desarrollar explicaciones seleccionistas para dar cuenta de la elección entre teorías (Popper), o el desarrollo de diversas formas de conocimiento y la evolución de las comunidades científicas (Hull, Richards, Martínez). Asimismo, se incluyen artículos que cuestionan el alcance de dichas epistemologías (Cordero, Thagard).
 
Finalmente, los artículos incluidos en Racionalidad y cambio científico enfrentan el problema más debatido en la filosofía post-kuhniana: el tema de la racionalidad científica y el debate en torno al relativismo. El problema surge del reconocimiento de la historicidad del conocimiento científico. ¿Cómo debe reaccionar la filosofía de la ciencia ante este hecho? Muchos autores han defendido que las normas y características de la ciencia deben estudiarse empíricamente, con ayuda de la sociología, la psicología o la historia de la ciencia. Para otros, en cambio, la filosofía de la ciencia no puede dejar de ser una disciplina normativa, siempre y cuando entienda que las ideas de progreso y racionalidad (que son ellas mismas ideas normativas) tienen un fuerte componente histórico y social; es aquí, por cierto, donde se ha discutido la relevancia del concepto de tradición (abordado en algunos artículos). Ahora bien, si la labor de la filosofía es todavía prescribir normas, ello implica que es posible hacer comparaciones entre diversos productos históricos. ¿Pero es posible o no?
 
Ante el caudal de estudios de los últimos años, que se enfocan a los aspectos estrictamente locales y contingentes de la ciencia, la reflexión filosófica de cuestiones de carácter general se hace necesaria. Más aún; ante las enormes implicaciones de la ciencia en la vida moderna, resulta indispensable el diálogo entre las ciencias y las humanidades. La colección coeditada por el Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos, el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM y editorial Paidós, es un excelente comienzo, una revitalización de la literatura disponible de estos temas en idioma español, cuyas publicaciones —al menos en nuestro país— parecían haberse detenido hacía 30 años.Chivi51
Edna Suárez
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo
Suárez, Edna. (1998). Ciencia y filosofía: la renovación de las preguntas. Ciencias 51, julio-septiembre, 60-63. [En línea]
 
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