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El difícil amor entre la biología y la matemática

El ensayo que Antonio Lazcano Araujo publica en este número de Ciencias y que leyó en la presentación de Matemáticas para las ciencias naturales1 tiene la chispa, el buen humor y la erudición a los que Toño nos tiene acostumbrados. Los comentarios, las anécdotas elegantes y documentadas que salpican sus cuartillas, dan a los nombres de los estudiosos que él cita y pueblan hoy nuestros más respetados libros técnicos, una dimensión tangiblemente humana y hacen de su gentil presentación —que agradecemos por todo lo que vale— un artículo interesante, educativo y realmente disfrutable.

La forma en la que Lazcano caracteriza la relación entre su disciplina de origen, la ciencia biológica, y la nuestra, la matemática, es muy sugestiva. Al señalar que se trata de un amasiato turbulento o un amor extravagante, asoma las narices una vieja disputa filosófica que Toño toca de soslayo y a la que nosotros queremos referirnos explícitamente: se trata de discernir la existencia de una disciplina que pueda legítimamente llamarse biología matemática o, en forma sucinta, biomatemática.

El debate suscita con frecuencia reacciones encontradas y extremas, exactamente como las que se dan en una disputa conyugal y cómo, en tales episodios, el no llamar al pan, pan, y al vino, vino, encona resentimientos y distancia en los actores.

Por ejemplo, aquellos biólogos que toman el reduccionismo mecanicista (sin matemáticas) como método universal en su disciplina, suelen adoptar una actitud pragmática respecto de las reflexiones filosóficas; olvidan toda la tradición humanista de las ciencias y parecen contentos con ello; si hay algún método matemático que les sirva, lo aprovechan pero pasan de largo cuando alguien les invita a pensar en las implicaciones epistemológicas de ese uso.

Sin duda, el desdén de la filosofía estrecha el horizonte y engendra errores, como el de creer a pie juntillas que todo en biología puede reducirse, por ejemplo, a describir secuencias de adn. Sin embargo, es un hecho que hay enigmas esenciales de la vida —como la biología del desarrollo, i.e. el proceso que lleva del genotipo al fenotipo y que da lugar a la emergencia de patrones, a la diferenciación celular, a la especialización de tejidos, etcétera— inexplicables en términos solamente del código genético, cuya solución exige, de inicio, admitir que la física y la matemática de este fin de siglo han empezado a hacer contribuciones notables a la comprensión de esos enigmas y que, muy probablemente, la respuesta correcta dependa del auxilio de estas dos ciencias.

Otros biólogos, quizá de mayor raigambre naturalista, suelen dejarse llevar por el escepticismo, pues la inmensa variabilidad de la vida, el carácter esencialmente contingente con el que conciben su historia y la abrumadora complejidad —en el sentido de que en ellos actúan multitud de elementos interrelacionados de manera no simple— de sus fenómenos, les hacen creer que los procesos biológicos no pueden ser sometidos a leyes causales porque, como se ve en la física, tales leyes empiezan siempre por idealizar las cosas, y ese procedimiento, aplicado al estudio de la vida, es notoriamente incapaz de lidiar con ella.

Por esto, aunque respeten y aun aplaudan “la mezcla medio explosiva de candor e interés” con la que físicos y matemáticos pretenden extender sus métodos a la biología, no dejan de sonreír compasivamente como parece hacerlo Lazcano al final de su artículo, pues posiblemente piensan que están “empeñados en un intento condenado a fracasar. Pobrecitos”.

Sin embargo, tanto los desdeñosos como los escépticos parecen coincidir en que un buen auxiliar para la investigación en biología es la estadística y, cuando se plantea el tema de la relación entre biología y matemática, suelen decir “ah, sí, claro que no se puede entender la biología contemporánea sin la estadística” y agregan, “por ejemplo, es indispensable en la fundamentación neodarwinista de la teoría de la evolución que inició Galton y culminaron Haldane y Fisher”.

Nuestro primer empeño en esta discusión es dejar establecido que no es esa la relación interdisciplinaria que nos interesa: la estadística se encarga de recolectar y presentar ordenadamente datos experimentales y de hacer inferencias que, por su naturaleza, no pueden trascender el límite del empirismo; es decir, los métodos estadísticos pueden ser muy valiosos en la descripción de lo que ocurre, pero son estériles para explicar cómo o por qué. Esto quiere decir, también, que la búsqueda de relaciones causales, explicativas, no pertenece a su dominio.

No, nuestra concepción de la biomatemática es semejante a la de la fisicamatemática: así como el ser humano piensa su circunstancia en el lenguaje natural, la física se piensa en matemáticas; y de manera semejante a cómo la gramática, desde la perspectiva chomskiana, con sus reglas de generación y transformación, es el soporte para que los hablantes de una lengua desarrollen pensamientos complicados y sean capaces de expresar razones y sentimientos completamente nuevos. La lógica de la matemática permite constituir, con las representaciones de las cosas físicas, cuerpos de enunciados formales cuyos teoremas describen estructuras, niveles de interrelación, dinámicas, principios generales o leyes. Por ello, no puede ser más grande la diferencia entre lo que nuestra biología matemática pretende y el empirismo estadístico.

Del amasiato turbulento

Pero, entonces, ¿qué relación puede haber entre dos ciencias cuyas metodologías y objetos de estudio son completamente diferentes? La biología estudia desde organismos tan diminutos como los radiolarios o las amibas o, más pequeños aún, como las bacterias, hasta las imponentes sequoias, los seres humanos y los enormes cetáceos; considera todos sus niveles de organización y explora las relaciones intra e interespecíficas a diferentes escalas espaciales y temporales: examina las características macroscópicas de los organismos y escudriña en su intimidad celular y molecular; describe la breve historia de la vida de los individuos y trata de reconstruir la sucesión de las especies en la inmensidad de los tiempos geológicos. El trabajo de un biólogo suele combinar la investigación de campo con la de laboratorio; se enfrenta en su tarea, siempre directamente, con la más maravillosa de las realidades físicas, la de la vida.

En cambio, la matemática es una ciencia formal y deductiva. Como la lógica o la gramática, posee un lenguaje propio. Por medio de sus símbolos establece relaciones, orden y estructuras y, con base en supuestos sencillos y reglas de inferencia claras, obtiene consecuencias ciertas dentro del aparato formal en el que son deducidas. Aunque la visión popular de la matemática suele suponer que sólo tiene que ver con cantidades y figuras geométricas, en su mundo, al que se ha asomado incluso el pato Donald, hay mucho más que aritmética; los niveles de idealización son prácticamente no acotados y se construyen modelos o formalizan teorías cuya relación con los problemas de la realidad física, que frecuentemente los inspiran, es secundaria en tanto su lógica es completamente ajena a lo que puedan representar las ecuaciones. El de los matemáticos, además, es un trabajo de gabinete; si acaso, utilizan la computadora como una herramienta, pero... Volvamos a la pregunta: ¿qué relación puede establecerse entre una ciencia que estudia a los seres vivos y otra que es prototipo de abstracción?

Hasta hoy, prácticamente en todas partes, la escuela dominante en biología tiende sólo a describir, clasificar o narrar pero no explica lo que ocurre con la vida. El problema de explicar, como se entiende en la física o la química, estableciendo relaciones causales para descubrir por qué la realidad de la vida es como es, con base en hipótesis o teorías que puedan ser refutadas, no parece pertinente.

Por ello, al referirse al trabajo de D’Arcy Thompson, a quien llama con justicia y concisión “sombra tutelar” de los biomatemáticos, Toño Lazcano afirma: “... al igual que algunos de sus contemporáneos, Thompson estaba convencido de que las formas geométricas de los organismos representaban soluciones optimizadas con las que la materia viva respondía en forma plástica y polifilética ante la acción directa de las fuerzas físicas. Pocos creen eso hoy en día (el subrayado es nuestro)”.

En efecto, los miembros de la corriente dominante no creen eso porque creen otra cosa. Por ejemplo, posiblemente creen que la distribución espacial de las partes de las plantas o la anatomía de los animales son ininteligibles porque la selección natural es un proceso histórico, esencialmente circunstancial, sujeto de puro azar y, por ello, ajeno a principios explicativos generales.

En cambio, el tipo de afirmación thompsoniana que refiere Toño no es la expresión de un elemento doctrinario sino una hipótesis biofísica; es decir, es un enunciado sujeto a refutabilidad. Dadas las condiciones bajo las cuales se supone válido, pueden confrontarse sus consecuencias con la realidad y, de acuerdo a esta confrontación, corregirse o tomarse como una plataforma para plantear hipótesis de mayor alcance explicativo. Por el contrario, las creencias son irrefutables.

Más adelante, Lazcano cita a Stephen Jay Gould: “los trabajos de David Raup con fósiles de gasterópodos y amonites sugieren que en algunos casos (el subrayado es nuestro) es posible explicar la forma de los organismos y sus partes reconociendo la manera en que están determinadas jerárquicamente por unos cuantos factores mucho más sencillos pero interconectados.”

Y nosotros llamamos la atención sobre el subrayado precautorio: si es posible la explicación en algunos casos ¿qué invalida la posibilidad de que sean factores sencillos interconectados los que gobiernen, en general, la arquitectura de todos los seres vivos? Nuevamente, sólo la creencia de que eso no puede ser porque es de otra manera y una vez montados en la fe, lo de menos es ver ventajas adaptativas por todos lados.

A despecho de la reconvención airada del mismo Darwin que en la edición de 1872 de El origen de las especies advirtió que él no sostenía tal cosa,2 los neodarwinistas afirman que todos los rasgos que están presentes en la morfología de una especie tienen que verse como el resultado de la combinación de un cambio en el medio ambiente, que habría reducido la probabilidad de sobrevivencia de unos ancestros e incrementado la de otros, convirtiéndolos en los más aptos y en los únicos capaces de dejar descendientes.

En esta visión no caben las limitaciones estructurales, físicas y químicas naturalmente impuestas sobre cualquier dinámica evolutiva. El mismo Stephen Jay Gould ha dicho que las historias adaptativas podrían llevar a decir —como el famoso doctor Pangloss de la novela volteriana— que “las narices de los seres humanos están hechas no para respirar, sino para portar los anteojos sobre ellas”.

Desde luego, las regularidades fibonaccianas, las centenas de ejemplos de patrones que se encuentran en la obra de Thompson, la multitud de semejanzas morfológicas que se observan entre los seres vivos y la materia inanimada son sorprendentes. Pero si nos limitamos a registrarlas maravillados, como lo han hecho tantos naturalistas hasta el día de hoy, nos dejaremos dominar por el pasmo y estaremos muy lejos de una explicación, ya que hará falta complementar el asombro con el escepticismo, ingredientes indispensables de la ciencia, según Carl Sagan, y en la búsqueda consiguiente de inteligibilidad.

D’Arcy Thompson encontró el por qué de las espirales que se forman por acumulación de material calcáreo; durante los últimos veinte años, con avances y retrocesos, se ha buscado explicar por qué la coloración de los animales obedece a procesos de reacción-difusión de las sustancias que dan el color sobre la piel y, recientemente, los físicos franceses Yves Couder y Adrien Douady han dado con los por qués del predominio de los números de Fibonacci en la arquitectura de las plantas.

Estos procesos son, entonces, una consecuencia inevitable de las leyes naturales y no dejan lugar a accidentes históricos modulados por la selección natural. Por ejemplo, tal vez para la forma de los pétalos o el aroma de las flores sea importante el relato adaptacionista, pero el trabajo de Couder y Douady parece haber establecido que la arquitectura esencial de las plantas nada tiene que ver con ventajas selectivas.

Pero, ¿existen leyes que gobiernan al mundo biológico en el mismo sentido que las leyes de la física mandan sobre la materia inanimada? O, acaso, ¿es la materia viva diferente a la que compone el agua, las rocas, los mares, los planetas y las galaxias, de manera que la vida y sus manifestaciones son incomprensibles, porque son el producto de designios divinos o de una ciega y azarosa variación seguida de un retorno a cierto orden, impuesto por la todopoderosa selección natural?

Si la primera pregunta se responde afirmativamente y se renuncia de una vez y para siempre a cualquier tipo de vitalismo, las leyes de la biología podrán expresarse, como las de la física, en el lenguaje preciso y claro de la matemática. En este caso, como dice Ian Stewart3, en una de esas afirmaciones de talante pitagórico que llevan a los biólogos a ver a físicos y matemáticos del modo como los famas ven a los cronopios en la mitología cortazariana, con ternura reprobatoria:“el siglo venidero presenciará una explosión de nuevos conceptos matemáticos, de nuevos tipos de matemática creados por la necesidad de entender los patrones del mundo viviente. Esas nuevas ideas interactuarán con las ciencias biológicas y físicas por caminos completamente nuevos. Proveerán —si son exitosas— una comprensión profunda de ese extraño fenómeno que llamamos “vida” en la cual sus sorprendentes capacidades sean vistas como algo que fluye inevitablemente desde la riqueza subyacente y la elegancia matemática de nuestro universo. Chivi52

Referencias bibliográficas
georgia 12
nombre autor
georgia 10 negrita
curriculum
georgia 10 negrita

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como citar este artículo

Sánchez Garduño, Faustino y Gutiérrez Sánchez, José Luis. (1998). El difícil amor entre la biología y las matemáticas. Ciencias 52, octubre-diciembre, 12-17. [En línea]
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