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Las biotecnologías: discusión impostergable |
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César Carrillo Trueba | ||||||||||
Mucho se ha hablado acerca de las biotecnologías. Se ha dicho que gracias a ellas se acabara con el hambre, que será posible conservar el acervo genético de todos los seres vivos e, incluso, manipular y diseñar organismos a nuestro antojo. Este futuro tan promisorio ha dado como resultado la creación de múltiples laboratorios e industrias de investigación y desarrollo en el área. Grandes compañías como Kodak, Dupont y Johnson & Johnson, han invertido millones de dólares. Al mismo tiempo ha hecho su aparición un nuevo personaje: el biólogo-empresario-molecular, repitiendo el mito americano del hombre-emprendedor-inventor. Así como Henry Ford construyó su famoso modelo T en el garaje de su casa y las primeras microcomputadoras salieron de instalaciones semejantes, los biólogos moleculares se reúnen para fundar pequeños industrias que al lograr un producto biotecnológico y patentarlo, tienen que vivir el resto de sus vidas… o invertir en la obtención de otro. Las biotecnologías están actuando a diferentes niveles: en la práctica científica, la concepción y comercialización de productos con alto valor agregado, la caído del uso de derivados de productos naturales —con las consecuencias obvias para los países que viven de la venta de ellos—, el saqueo del acervo genético de los países del tercer mundo —que poseen la mayoría de los especies vegetales y animales del planeta—, una división del trabajo científico —los países tercermundistas conservan y mejoran el germoplasma y las del primer mundo lo modifican, patentan y venden, etcétera. El libro de Daniel Goldstein es de las pocas obras elaboradas por científicos latinoamericanos que analiza y discute estos problemas. Sus puntos de vista son verdaderamente interesantes e incluso llega a proponer soluciones que bien valdría la pena tomar en cuenta, como la de una necesaria integración latinoamericana a nivel de la investigación en este campo, para poder hacer frente a norteamericanos y europeos, rompiendo con la división del trabajo científico ya implantada y por lo tanto con la dependencia científica y comercial, y detener así el saqueo de nuestros recursos. En momentos como el que y vivimos, en el que se menosprecio la actividad científica, de medidas “curita” como el Programa de Estímulos Académicos de la UNAM y demás paliativos a problemas que son mucho más profundos y precisan de otro tipo de soluciones, el trabajo de Goldstein constituye una invitación a la reflexión, a la discusión, impostergable ya, de la situación y perspectivas de las biotecnologías en América Latina, así como del papel de las universidades en el desarrollo de éstas, y de lo imperiosa necesidad de elaborar políticas de desarrollo científico y tecnológico que sean eficaces. Esta obra —se esté o no de acuerdo totalmente con el enfoque— es un excelente acercamiento a esta problemática, proporciona una gran cantidad de información y un buen análisis. Como el mismo autor lo dice a manera de conclusión: “Espero que este pequeño libro pueda estimular la discusión sobre el tema y que, como resultado de ese debate, podamos ir elaborando entre todos una política que nos lleve al protagonismo científico y a la independencia tecnológica”.
EL MARAVILLOSO REINO DE LOS HONGOS Una de las características de la enseñanza de la ciencia en un país dependiente como el nuestro, es el empleo de libros de texto de autores estadunidenses y europeos que, además, nos llegan en traducciones de editoriales españolas que generalmente dejan mucho que desear. El Bold, el Romer, el Alexopolus, son parte del repertorio de libros que requiere todo estudiante de biología. La producción de textos para nivel universitario, en el campo de las ciencias naturales, es realmente escasa. Por tal razón, la publicación de este libro, escrito por dos reconocidos investigadores del Instituto de Biología, profesores de la Facultad de Ciencias preocupados por la docencia —lo cual es cada vez más raro en los investigadores— es un acontecimiento. No sólo por el hecho de que sean dos científicos mexicanos, sino por la calidad de la obra, tanto en su contenido como en la presentación: una edición minuciosamente cuidada, bien ilustrada, impresa en buen papel. Ciertamente no se trata de un libro para un público amplio, no es una obra de divulgación, más la claridad de la exposición, la estructura, el glosario y los múltiples ejemplos, hacen de este trabajo un libro que cualquier persona armada de interés y paciencia podría disfrutar. En El Reino de los Hongos, los estudiantes de biología encontraran una obra a la altura de las mejores, y además, podrán relacionarse más fácilmente con el tema por la familiaridad de los ejemplos. Así, al estudiar el orden Ustilaginales nos encontramos, a manera de ejemplo, perfectamente ilustrada el ciclo de vida del Ustilago maydis, hongo que todos hemos disfrutado en quesadillas y tacos bajo el nombre de huitlacoche y en las refinadas crepas con el de “cuitlacoche”. Los profesores de lo que aún se llama Botánica II en la Facultad de Ciencias, tendrán en esta obra el texto que requerían para sus clases. Un libro que esperemos constituya el inicio de todo una serie de textos que cada vez se vuelven más necesarios para la enseñanza de la ciencia en México. |
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Referencias Bibliográficas Biotecnología, universidad y política, Daniel J. Goldstein, Siglo XXI, 1989, 257 pp. El reino de los hongos, Teófilo Herrera y Miguel Ulloa, Fondo de Cultura Económica, UNAM, 1990, 552 pp. |
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César Carrillo Trueba Facultad de Ciencias, UNAM.
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Los recursos fitogenéticos ¿Patrinomio de la humanidad?
Prueba de calidad de condones |
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César Carrillo Trueba | ||||||||||
A finales del mes de junio de 1990 se llevó a cabo en Costa Rica un seminario organizado por el Grupo Consultivo para la Investigación Agrícola Internacional (CGIAR) y la Agencia IPS: Los recursos genéticos y la alimentación en América Latina. En el participó John Gregory Hawkes, ex jefe del Departamento de Biología de Plantas de la Universidad de Birmingham, Inglaterra, considerado como uno de los mayores especialistas en la materia, quien afirmó que los recursos fitogenéticos se deben considerar como “patrimonio de la humanidad… la libre circulación de germoplasma (material base de la herencia) y de resultados científicos, es un objetivo al cual todos tenemos que aspirar”. Hawkes explicó que “al sustituirse las variedades vegetales tradicionales por variedades uniformes y al irse destruyendo los hábitats donde se encuentran los parientes silvestres de las especies cultivadas, los recursos fitogenéticos que se pierden son irrecuperables”. El CGIAR, a través de sus centros, presta atención a estos recursos, además de la investigación agraria general que realizan, colectándolos en explotaciones agrarias tradicionales en cada región y almacenándolos, bien como semillas en cámaras frigoríficas o bien como tejidos vegetales en bancos de cultivos de tejidos. Al preguntársele sobre las compañías transnacionales que privatizan el germoplasma colectado en países del tercer mundo, al crear variedades mejoradas con esos genes, que luego patentan con derechos exclusivos para su comercialización, Hawkes señaló que “ha habido frecuentes malos entendidos, en este respecto”. En este debate, Hernán Rincón, jefe de la Unidad de Comunicación del Centro Internacional de la Papa (CIP), habló de la interdependencia global y apuntó que los recursos genéticos “se encuentran en los países que no tienen los recursos y conocimientos para preservarlos” y que “hay productos desarrollados por investigadores que sí tienen patente”, en tanto que Miguel Martí, director de Proyectos para América Latina del IPS, comentó que “interdependencia implica simetría”. Moderador del seminario, Martí reconoció que hay transnacionales que cobran royalties (derechos) por el uso de sus patentes. “Comercializan resultados de investigaciones pero no comparten el know-how (cómo hacerlo) científico”, dijo, señalando que en los países donde aún no hay programas de conservación genética el IBPGR (Consejo Internacional de Recursos Fitogenéticos) busca el desarrollo de programas nacionales. Posteriormente la discusión se enfocó hacia el hecho de que aunque existe socialización de los conocimientos, prevalece la privatización de las ganancias, por lo que deben dársele un marco legal a estas actividades. Luis González, coordinador para América del Norte del IBPGR —que es un centro del CGIAR subrayó que el intercambio del germoplasma, debe promoverse en forma irrestricto y que, en esto, la voluntad política y la concientización son factores fundamentales. Para responder a las críticas de que los beneficiarios del sistema del CGIAR “tienden a volver a las naciones industrializadas” y de que “el patrimonio del germoplasma de los países del tercer mundo es expoliado por las naciones del norte, que posteriormente lo cobran cuando es solicitado por el sur”, Hawkes manifestó que “se necesitan varios proyectos de investigación, de una naturaleza técnica, en conexión con el almacenaje del germoplasma”, técnica que “casi sólo se encuentra en los países desarrollados”, y que “todos los recursos fitogenéticos crudos, depositados en los bancos de germoplasma de las naciones industrializados, están totalmente a disposición de todos los científicos de la comunidad internacional”. Definió el concepto recursos fitogenéticos crudos, como el material original que no ha tenido ningún proceso de mejora vegetal y añadió que “de todas maneras, aquellas líneas altamente mejoradas que han ido obteniendo los fitomejoradores, a base de mucho trabajo y dinero, por razones obvias no pueden ser de libre disponibilidad. Si existiera libre acceso a las mismas, otro fitomejorador podría realizar unos cuantos cruzamientos finales y lanzarlas al mercado, obteniendo grandes beneficios sin ningún costo”. Subrayó que, sin embargo, “si un fitomejorador de un país del tercer mundo, quisiera obtener una variedad totalmente mejorada, le sería dada sin costo” dentro del sistema del CGIAR. Menos mal…
PRUEBAS DE CALIDAD DE CONDONES De tres mil 100 condones sometidos a pruebas de calidad por el Instituto Nacional del Consumidor (INCO), sólo 22 presentaciones cumplieron los requisitos, informó hoy el organismo. Señaló que las pruebas se hicieron a condones de tipo liso y texturizado, y que de los que cumplieron con las normas de la Unión Internacional de Organizaciones de Consumidores, 19 son de marcas importadas y tres son nacionales. El Instituto apuntó que se estudiaron 26 marcas, nueve de ellas nacionales y 17 importadas, principalmente de Estados Unidos (15) una de Taiwán y otra de Corea. Las marcas nacionales fueron Frez-Ko, Gelt, Pack, Preventex, Sensitex, Dispakk, Gool, Supermacho (transnacional), Argis y Oropak. Las de importación fueron Prime, Sultan, Life Styles (tres presentaciones) Roughrider, Therso, Flash, Eros, Shake, Selecto-3, Edenmex, Protektor, Profam, Royne, (Taiwán), Rosetex (Corea) y Taití. Las muestras se adquirieron en diferentes zonas del Distrito Federal, y en las mismas condiciones en las que los obtiene el consumidor común. Con tal muestreo se detectaron condones fabricados seis años antes, cuya vida útil había caducado y que sin embargo continúan distribuyéndose al público. “El paso del tiempo, la exposición a la luz y la temperatura afectan la calidad de los condones, provocando su deterioro”, precisó el INCO. Por lo que respecta a la información de la etiqueta, la mayoría no indica la fecha de caducidad y, pocas marcas señalan la fecha de elaboración y en ninguna se incluye una leyenda de “no se use después de…” En la evaluación global de calidad, el INCO reportó que se incluyeron pruebas de empaque, acabados del producto, pruebas mecánicas de envejecimiento, todas ellas en condiciones extremas de uso. (El Nacional, 30 de agosto de 1990). |
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César Carrillo Trueba Facultad de Ciencias, UNAM.
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El arca de Noé |
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Juan José Morales | ||||||||||
Las expediciones preliminares, con naves automáticas primero y tripuladas después, habían sido todo un éxito. Ahora, ellos se encontraban ahí, desplazándose a dos mil metros de altitud sobre este mundo cálido y húmedo, poblado por extraños animales y plantas gigantescas. Sabían cómo era, pero aún no podían verlo, oculto como estaba por densas formaciones de nubes y torrenciales aguaceros que no parecían dejar claro alguno para descender. Apenas cuatro años atrás, aquel viaje hubiera sido imposible. Ni siquiera en teoría. Pudo planearse sólo cuando se descubrió que el tiempo, ese tiempo cuya naturaleza habían intentado explicar los físicos y los filósofos durante milenios, es simplemente una forma de energía: la energía de la expansión del Universo. Es una onda que al igual que un resorte al estirarse por efecto de un impulso inicial, se propaga en la inmensidad del espacio provocando a su paso los acontecimientos y perdiendo vigor paulatinamente, haciéndose poco a poco más lenta en el proceso. Y, del mismo modo que el resorte al llegar al máximo de su extensión, la onda del tiempo terminara por detenerse y comenzar a correr hacia atrás hasta retornar al estado inicial de energía comprimido, para luego volver a propagarse una vez más en otro ciclo de su interminable y majestuosa pulsación. Pero aquello —la detención y la inversión del tiempo— no era un problema que preocupara a los tripulantes de la nave. Ocurriría, según los cálculos, 7.6 x 10132 años más adelante de su época. Demasiados cientos de miles de trillones de siglos como para quitarle el sueño a nadie. Una vez descubierta la naturaleza del tiempo, el siguiente paso fue aprovechar su propia energía para viajar hacia el pasado. Exclusivamente hacia el pasado, no al futuro, porque no se puede ir a un sitio que aún no existe, al que no ha llegado todavía la onda del tiempo. Todo fue cuestión —nada fácil, sin embargo— de diseñar y construir inversores de flujo que al concentrar la energía temporal y revertir su sentido permitían a una nave viajar, por así decir, contra la corriente normal del tiempo y a una velocidad incomparablemente mayor que la de ésta. A ellos les había tomado sólo cuatro días y cinco horas retroceder 65 millones de años, hasta los albores de la era terciaria. Cuatro días y cinco horas también necesitarían para volver a las coordenadas espacio-temporales de partida. Los inversores de flujo —al igual que en la compresión del resorte— habían acumulado durante el viaje la energía necesaria para el retorno. O, para ser exactos, casi toda, pues inevitablemente había pérdidas por fricción. Pero sólo haría falta un leve impulso adicional de los reactores transformadores de fusión para compensar esa pérdida y regresar al punto de origen. Sí, al punto preciso de origen, porque a nadie le gustaría quedarse varado años, siglos o milenios atrás. En aquellos tiempos la vida había sido demasiado dura, incómoda, y peligrosa. Por supuesto, existía el riesgo de que ocurriera algo así, de que por cualquier falla —de la cual ningún aparato puede considerarse totalmente a salvo— la energía de retorno fuera insuficiente y no alcanzaron la meta. Pese a ello, sobraron voluntarios para tripular la nave, El arca de Noé, como la había bautizado con muy poca imaginación el presidente del Consejo Mundial de Ciencia y Tecnología. Diseñada para albergar o una docena de animales pequeños, no de más de un metro de alzada, y varios cientos de huevos de ejemplares mayores, que serían incubados en condiciones controladas. El arca de Noé realizaría una de las más grandes misiones científicas de todos los tiempos: llevar dinosaurios al siglo XXII. Así, aquellas fascinantes y descomunales criaturas, que por millones de años dominaron la naturaleza, volverían a vivir. Podrían ser estudiadas en detalle y serían el centro de atracción en los Zoológicos. Aquellas malditas nubes, sin embargo, no dejaban el menor resquicio, como si envolvieran por entero al planeta. No dejaría de ser paradójico, pensó, que ellos, hombres procedentes de una época en que se había logrado gobernar a voluntad el clima y el tiempo, vieran frustrado su propósito por impedimentos meteorológicos. Media hora más tarde, no encontraban todavía un claro para descender. Los había en las altas latitudes y sobre los océanos, pero en las primeras no encontrarían dinosaurios, y un amarizaje quedaba descartado, pues la expedición no estaba preparada para ello ni —mucho menos— para atrapar animales acuáticos o voladores. El inesperado impedimento comenzó a inquietarle. Como capitán de la nave, sentía sobre sus hombros todo el peso de la responsabilidad por el éxito o el fracaso. Trató de tranquilizarse. Necesitaría toda su sangre fría y su habilidad para ejecutar las delicadas operaciones de captura. Para entonces, estarían volando peligrosamente cerca del suelo, casi a la velocidad mínima de sustentación y dentro de muy estrechos límites de maniobrabilidad. Un error en tales condiciones podría hacerlos estrellarse y quedar aislados, sin posibilidad siquiera de informar sobre lo ocurrido, porque las señales de radio no se transmiten en el tiempo, y sólo tendrán una remotísima probabilidad de ser localizados y rescatados, ya que el margen de incertidumbre en la determinación de una posición temporal, aunque muy reducido —de sólo 0.00001 por ciento— significaba que para dar con ellos a esa distancia de 65 millones de años las misiones de salvamento tendrían que explorar un sector de más de 12 siglos. Se recriminó por haber pensado en eso. No había hecho más que agravar su nerviosismo. Se calmó un poco, sin embargo, al recordar que las probabilidades de un accidente eran sólo de una en cien mil, o quizá de una en un millón. Súbitamente olvidó todas sus preocupaciones. Había divisado una amplia oquedad entre las nubes, una zona despejada que se ensanchaba como si las fuerzas de la atmósfera dieran la bienvenida a los primeros cazadores intertemporales. De inmediato enfiló la nave hacia allí y pudo, por fin, contemplar el imponente paisaje de árboles colosales, gigantescos helechos y vastos pantanos de oscuras aguas sobre los que flotaban tenues y móviles vapores blanquecinos. Por alguna razón, esperaba encontrar miríadas de dinosaurios. Por ello se sorprendió un tanto al no ver ninguno. Sólo cuando maniobraba ya a poco mas de cien metros sobre una somera laguneta, percibió los primeros, grises y verdosos, que corrían chapoteanedo y agitando la vegetación, espantados por el zumbido de los motores. Ya los había visto en la películas holográficas tomadas por las expediciones precedentes. Ya había ensayado repetidamente, en los simuladores tridimensionales, las maniobras de acoso, persecución y captura. Pero se dio cuenta de que en la practica las cosas no serían tan fáciles. Contra lo que mucha gente pensaba, aquellos animales no tenían nada de torpes ni lentos. Por lo contrario, se movían con gran agilidad y rapidez entre la maraña de troncos, ramas, juncos y arbustos. Saltaban, cambiaban súbitamente de dirección, se escurrían bajo el follaje y se deslizaban al abrigo de las rocas. Cada vez que creía tener uno en la mira, se interponía algo que impedía atraparlo. Y fuera de la laguneta, “no había a la vista ningún otro sitio libre de obstáculos sobre el cual se pudiera arrojar las redes. Torció el rumbo y comenzó a describir un amplio arco para cortar el paso a la estampida de dinosaurios, amedrentarlos y hacerlos volver al terreno despejado, pero los perdió de vista cuando penetraron en un tupido bosque cuyos árboles erguían sus copas a mayor altura que la nave. Movió la palanca de mando para cambiar de dirección, tratando de adivinar qué rumbo seguirían los animales, a la vez que escudriñaba las inmediaciones en busca de otra posible presa. En ese momento escuchó un penetrante zumbido y en la periferia de su campo visual aparecieron unas líneas negras claramente marcadas sobre un fondo rojo. Volvió la mirada y quedó helado de espanto al contemplar en el tablero de instrumentos tres indicadores cuyas agujas habían llegado casi al tope de la zona de peligro. Lo remotamente, remotísimamente probable, aquello que sólo tenían una probabilidad en cien mil o en un millón de suceder, había ocurrido. Es sorprendente la velocidad con que puede razonar la mente humana. Durante los tres segundos que transcurrieron entre ese vistazo y el desastre, se dio cuenta de que nada podía hacerse para evitarlo, que no había ya tiempo de alertar a sus compañeros, que sería inútil por lo demás decirles nada, que los tres acumuladores de flujo habían fallado simultáneamente, que ya nunca volverían al punto de partida, que la energía acumulada a lo largo del trayecto de 65 millones de años estaba a punto de liberarse súbitamente y que la nave iba a estallar sin remedio con una violencia comparable a la de varios millones de superbombas de hidrógeno de cien megatones. Es sorprendente también de qué extrañas maneras puede reaccionar un ser humano ante la inminencia de la muerte. En ese instante lo embargó una sensación de euforia, el júbilo rayano con el éxtasis, apenas empañada por el hecho de que no podía compartir su hallazgo con nadie, ni siquiera con el resto de la tripulación: había descubierto por qué se extinguieron los dinosaurios. |
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Juan José Morales Cuento ganador del V Certamen Regional de Literatura de Bacalar, Quintana Roo realizado en 1990.
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Salarios, estimulo y burocracia
¿Un amparo más? |
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César Carrillo Trueba Ruán Almeida |
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SALARIOS, ESTIMULO Y BUROCRACIA Para cuando esta nota aparezca ya se habrán producido múltiples discusiones en torno al polémico Programa de Estímulos a la Productividad y Rendimiento del Personal Académico, pues seguramente al no recibirlos, quienes creen tener derecho a ello protestaron. Pensado como una manera de acordar incentivos con base en una evaluación del trabajo desempeñado, este programa pretende paliar en una manera selectica el problema de los bajos sueldos del personal académico de la UNAM. La convocatoria para ingresar al Programa fue emitida en abril de 1990. Se recibieron siete mil solicitudes, pero se calcula que de éstas sólo 3500 serán aceptadas, aunque se rumora que la cifra es todavía mas baja. El monto de los estímulos va de un salario mínimo a dos y medio mensuales. Se calcula que el costo del proyecto para el primer año será de seis mil millones de pesos. Las reacciones al interior de la comunidad universitaria varían, como siempre, entre quienes lo ven con buenos ojos, los que creen en la necesidad de realizar evaluaciones en el desempeño de las labores, pero no aprueban la forma del proyecto, y aquellos que se oponen por completo. Aunque, a decir verdad, el silencio ha prevalecido sobre todas ellas. A continuación reproducimos los puntos de vista de dos distinguidos académicos, que contienen críticas interesantes a esta clase de medidas —cada vez más comunes— empleadas con el fin de resolver problemas que requieren de otro tipo de soluciones más profundas. SALARIO DEL MIEDO, ESTÍMULO DE PAVOR Independientemente de quién creó el Programa de estímulos a la productividad y rendimiento del personal académico de la UNAM y de su intención, éste ha sido entendido por un amplio grupo de académicos como un esfuerzo de las autoridades, que al ser planteado en términos utilitarios deforma al trabajo académico y le orienta equivocadamente. En el sector de investigación se escuchan voces que señalan cómo este tipo de propuestas tienden a detener un proceso evolutivo que debiera ser fluido y culminar en la jubilación. Es decir, la situación actual obliga a los investigadores que están en condiciones de jubilarse, a posponer esa decisión debido a que su ingreso está dividido en el mejor de los casos en tres fracciones: un 25 por ciento para la compensación o estímulo que por antigüedad se acumula de cinco en cinco años, un 50 por ciento del estímulo aportado por el Sistema Nacional de Investigación, y el 25 por ciento restante corresponde al salario que será lo único con lo que contará el académico al jubilarse. Así las casas, resulta razonable posponer la jubilación. Quienes han deseado hacer una carrera académica en condiciones económicas decorosas han tenido que aceptar evaluaciones extrauniversitarias que difieren de lo establecido por el Estatuto de Personal Académico, obligándose a poner mas atención a la acumulación de puntos al cumplir con labores y tiempos que no necesariamente robustecen su formación y la calidad de su trabajo. Si la mayor parte de los profesores no investigan se debe a razones que están directamente relacionadas con la falta de condiciones adecuadas, que corresponde a la administración resolver. Y si la mitad de los investigadores no dan clase, se debe en buena medida a que la misma administración no lo ha facilitado. Las escuelas y facultades no tienen la capacidad económica, administrativa y aun física para admitir a todos los investigadores que deberían dar clase. Además es sabido que los investigadores inscritos en el SNI se han ido alejando de la enseñanza debido a que al ser evaluados se aprecia más la publicación incesante, valorando más la cantidad de publicaciones que su calidad, actitud que fomenta una creciente deserción del aula. El lema parece ser “El que no publica deja de existir”. Es cierto, sin embargo, que ha habido una relativa aceptación de parte de los académicos para concursar en el Programa de Estímulos que puede atribuirse a la necesidad imperiosa de mejorar su economía. El Programa no parece estar encaminado para contribuir a una solución de fondo que mejore las condiciones del trabajo académico facilitándolo; y sí atenta con presiones contra la libertad de investigación, pues induce a buscar resultados inmediatos sacrificando la reflexión. Se busca una productividad entendida como la capacidad de obtener resultados a corto plazo. Se ignora a quien únicamente produce ideas, parece desconocerse el proceso intelectual de maduración de las ideas, que no es posible controlar en términos temporales. Se excluye a los investigadores y profesores especializados en investigar y enseñar, también se excluye a los académicos contratados por medio tiempo, a los profesores de asignatura, y parece no haber sido pensado para incluir a los técnicos académicos, pues les resulta casi imposible llenar los requisitos para ser estimulados. Entre académicos se asegura que el Programa se diseñó sin tomar en cuenta la opinión de los propios académicos. La convocatoria estableció que todo académico con méritos podría ser estimulado. Sin embargo, circulares posteriores aclararon que “no todos, solamente algunos”, académicos serían estimulados. Es decir, de una promesa de sana competencia consigo mismo, se ha pasado a provocar divisiones dentro de las dependencias, estimulando la competencia entre compañeros. Porque es evidente que si no hay dinero para todos y uno lo obtiene, otro más será desplazado. Han surgido algunas dudas razonables pensando en la evaluación del año próximo. ¿La administración central será capaz de crear las condiciones para que todos los académicos estimulados puedan cumplir cabalmente? o ¿los evaluadores estarán obligados a hacerse de la vista gorda y calificar con “amplitud de criterio”? ¿interpretando el reglamento, quizá violentando, o deformando, o exagerando, o aun ignorando los términos académicos? José Ruiz de la Esparza, La Jornada 3 de octubre de 1990.
EN TORNO AL PROGRAMA DE ESTÍMULOS Quisiera expresar algunas consideraciones adicionales sobre ese programa que tanta irritación ha producido en la comunidad universitaria. Hace apenas diez años, el sueldo de un universitario de tiempo completo dependía únicamente de la UNAM. Es difícil comparar el salario de aquella época con el actual, pero se puede afirmar con toda certeza que en esos tiempos no tan lejanos un investigador de alto nivel ganaba lo suficiente para vivir sin preocupaciones económicas; por ejemplo, un departamento nuevo, típico de clase media, equivalía a unos veinte meses de salario. Ahora las cosas han cambiado. El mismo investigador, haciendo el mismo trabajo que antes, ganará, con todo y becas del Sistema Nacional de Investigadores y del nuevo Programa de Estímulos, sensiblemente menos que hace diez años; para volver al ejemplo anterior: necesitara unos cincuenta o más meses de salario para comprar un departamento modesto. Pero ahora el sueldo mermado dependerá de tres instancias burocráticas, en lugar de una sola. Esto implica que deberá presentar tres informes anuales de actividades: dos a la UNAM y uno al SNI, lo cual equivale, en promedio, a dos o tres semanas al año en que la actividad de investigación se paraliza en aras de la burocracia. Lo anterior es una excelente confirmación de la Ley de Parkinson, según la cual la burocracia aumenta a medida que disminuyen los recursos. Parkinson notó que, a principios de este siglo, cuando Inglaterra era la primera potencia naval, el Ministerio de Marina en Londres estaba instalado en un viejo y pequeño edificio, donde trabajaban unos cuantos funcionarios. Después de la Segunda Guerra, el mismo ministerio contaba con una planta impresionante de “marineros de oficina”, instalados en un lujoso edificio, a pesar de que el poderío naval inglés había pasado ya a la historia. Un estudio similar sobre la UNAM sería sumamente ilustrativo. Dr. Shahen Hacyan, Instituto de Astronomía, UNAM.
¿UN AMPARO MÁS? El proyecto de la nucleoeléctrica de Laguna Verde, Veracruz se inició en 1966 con los estudios de prospección del sitio y de factibilidad económica. Desde esa época, el proyecto fue cuestionado por muchos de los técnicos calificados que trabajaban en la Comisión Federal de Electricidad, como el Ingeniero Jorge Young Larrañaga, que era el gerente general de planeación. La construcción de la unidad número 1 de la planta se llevó a cabo durante cinco cambios de gobierno y en la propia administración de la CFE, de manera que diversas compañías a lo largo de todo este tiempo se han hecho cargo de la construcción. El resultado ha sido la inexistencia de un seguimiento sistemático de la calidad de los materiales que se han utilizado, y de las normas de calidad con que se debía haber construido la planta. La protesta pública para que se suspendiera su construcción tomó auge después del accidente de Chernóbil, el veintiséis de abril de 1986; se formaron muchos grupos antinucleares, tanto en el estado de Veracruz, como en otros estados de la República. En 1988 se inició la campaña para recolectar un millón de firmas en contra de que se terminara la planta, además de otras acciones como manifestaciones, mítines, debates públicos y en las Cámaras; foros de discusión nacional sobre la nucleoelectricidad, etc., quince mil amparos a los cuales no se les dio curso legal. Sin embargo el veintisiete de septiembre de 1990 acudieron a la Suprema Corte de Justicia de la Nación el grupo de los Cien representados por Feliciano Béjar, Ofelia Medina, Rosalinda Huerta (la diputada por Córdoba) y Efraín Romero (un representante de los grupos antinucleares de Jalapa, Banderillas, y alrededores) además de otras personas del D.F., para ampararse en contra del funcionamiento de la nucleoeléctrica. El presidente de la Suprema Corte, el abogado Carlos del Río, dio entrada al recurso de amparo, lo turnó a la juez del quinto distrito que esta ubicado en Río Churubusco y Avenida Universidad. El día ocho de octubre se anunció oficialmente que este recurso de amparo procedía, la primera audiencia tendría lugar el treinta de octubre. Existen distintas interpretaciones del significado político de que se le haya dado entrada al recurso de amparo en contra de la nucleoeléctrica: una podría ser el aligerar la presión que están ejerciendo los distintos grupos que luchan porque sea cerrada la nucleoeléctrica, en virtud de que la gente que vive en los alrededores de la planta ha pasado a la acción directa (como tratar de bloquear la cañería de la planta, pues según los pescadores cinco lagunas han sido afectadas por la contaminación que genera la planta). Sin embargo, la represión no ha cesado. Por ejemplo el nueve de octubre Pedro Lizárraga de Jalapa, que es una persona muy activa en la lucha contra la nucleoeléctrica, encontró sobre su escritorio un sobre con fotografías que mostraban hasta el detalle más mínimo lo que había hecho durante un día específico de su vida, desde la mañana hasta la noche, con un anónimo que decía ”Como dice el refrán: no juegues (sic) con lumbre, te puedes quemar” (Fernández Panes E., Diario de Xalapa, 11-X-90). No es la primera vez que se amenaza a la gente que esta en contra de la nucleoeléctrica. Otra de las posibles interpretaciones, es que con la entrada de México al GATT, y el tratado de libre comercio con E.U., el gobierno tiene que presentar un panorama de estabilidad para que los inversionistas extranjeros puedan traer sus capitales al país. Sin embargo, esto no se puede dar en un país con un régimen presidencialista como el nuestro, con una concentración tan intensa del poder, por lo que el gobierno le ha dado entrada al recurso de amparo para aparentar hacia el exterior que los poderes, particularmente el judicial, son soberanos. Otra explicación es que al darle entrada al recurso de amparo, después se le declare improcedente y de esta manera se cierre este camino, pero legalmente. Esto es totalmente factible si se analiza cómo se lleva a cabo un juicio de amparo: la juez reúne a peritos tanto del lado que acusa como de lado que se defiende, en este caso la Comisión Federal de Electricidad y otras dependencias de gobierno, y al mismo tiempo nombra un perito para su apoyo. Éste resuelve el peritaje final, pero quien toma la última decisión es la juez basada en este último peritaje. Hay otra versión: que la planta ha sido tan costosa y ha producido tan poco, que finalmente el gobierno ya se cansó y la quiere parar, y al mismo tiempo lograr un poco de legitimidad clausurándola. Hay una cierta evidencia de esta situación: la salida del ingeniero Eibenshutz, de la subdirección de la CFE encargada de la nucleoeléctrica, quien ahora está en la jefatura de asesores de la SEMIP. Es lamentable que no existan grupos de investigadores, ya sea de universidades locales, asociaciones civiles nacionales o extranjeras que se dediquen a evaluar los daños que se han generado por la actividad de la nucleoeléctrica. Los datos que se tienen de la contaminación, por ejemplo de estroncio 90 en la parte comestible del camarón, o del yodo radiactivo en la leche, o de otros elementos radiactivos, manganeso y cobalto en el sargazo y en otras algas marinas, son del laboratorio de dosimetría e impacto ambiental de la misma planta, que fueron dadas a conocer a la opinión pública por el físico Miguel Ángel Valdovinos, quien en ese momento era director del laboratorio y por esta causa fue despedido. La UNAM y algunas otras universidades cuentan con el equipo y el personal capacitado para medir con exactitud los daños que la planta esta generando por su funcionamiento. ¿Tomará alguien este trabajo?
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César Carrillo Trueba Facultad de Ciencias, UNAM.
Ruán Almeida
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Antonio Lazcano Araujo |
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A la memoria de Tomás Brody Al referirse en un poema a 1968, Rosario Castellanos escribió un verso que resume de manera magistral la vocación de olvido voluntarioso del Estado mexicano “…no busques en los archivos, que nada consta en actas…”. Como las únicas actas que existían eran las del poder judicial que los mandaderos de Díaz Ordaz habrán levantado en contra de un sinnúmero de profesores y alumnos que hablan participado en el movimiento de 1968, el llegar a la Facultad de Ciencias en 1969 significaba entrar a un espacio académico que miraba entre dolorido y confuso los cambios que se operaban en el país luego de 1968 intentando mantener algo de sus ímpetus políticos del año anterior. Era difícil olvidar que la Facultad tenia estudiantes y profesores presos en Lecumberri, así fuera porque el recordatorio lo constituyera un lócker en biología de Gilberto Guevara, que tenía escrito con letras de plumón negro la palabra “Kremlin” en su puerta, o por la presencia de un local obscuro y maloliente, el del Comité de Lucha, que hervía en militantes apasionados, aromas de thínner y pintura y una dosis nada desdeñable de vituperios políticos, ensayos tímidos de estigmatización ideológica y torturantes discusiones. Fueron tan vastas las consecuencias del 68 que resulta imposible definir en unas cuantas palabras todos los cambios políticos y sociales que ocurrieron en el país, luego de la noche de Tlatelolco, pero fue justamente entre los jóvenes donde se comenzaron a dar, de manera notoria, una serie de cambios que habrían de modificar la estructura de todo el país incluyendo la de las escuelas y universidades. Me remito a unos pocos ejemplos: el rock —que a mi sigue sin gustarme—, cobró su carta de naturalización y alcanzó uno de sus momentos culminantes en el Festival de Avándaro. Los pelos crecieron y como atestiguarán gustosas Paty Moreno, Rosaura Ruiz y muchas más, las faldas se acortaron, y habrían de permanecer en esas alturas inconmensurables hasta que los dobladillos comenzaron a descender de manera paulatina pero inexorable diez años mas tarde. Eran los signos de una nueva época: de repente, toda autoridad, lo mismo política que académica, familiar o sexual se vio cuestionada abiertamente. Junto con la incorporación del Diario del Ché a la cultura de los jóvenes se dio la de la onda, qué buena onda, qué ondón, hijo, y desde luego, la de la revolución sexual, posible en aquellas épocas anteriores al SIDA en las que no era necesario pensar en el amor con barreras de látex. Las excentricidades comenzaron a ser, si no bien vistas, cuando menos toleradas; junto con aquel estudiante de física que alternaba el uso de una cubeta como sombrero con el de la pantalla de una lámpara, comenzaron a surgir de manera esporádica algunos hippies en la Facultad de Ciencias (de los cuales Manuel López Mateos se convirtió en uno de los principales representantes, con sus camisas de manta, sus gafas redondas, sus huaraches y sus festines semiclandestinos de comida china). Ningún sitio era tan importante como la cafetería de la antigua Facultad. Gracias a los espantosos murales que Mario Falcón había pintado allí en un arrebato revolucionario, los estudiantes de otras escuelas apenas si se atrevían a ir a comer en ese local, en donde Santiago López de Medrano, en muda contemplación, meditaba profundamente sobre el significado topológico de las donas, mientras que Pepe Chacón nos dejaba a todos boquiabiertos con su capacidad para reprobar materias y jugar diez partidas simultáneas de ajedrez. Cada sábado descendían hasta la cafetería, olímpicos y majestuosos, envueltos en refulgentes ropajes curriculares, Tomás Brody, Marcos Moshinsky y Jorge Flores para organizar discusiones sobre ciencia y política, sin saber que en el piso de abajo el Milamores, convertido ahora en un respetable historiador de la ciencia, lloraba sus desventuras románticas en el silencio del cubículo del Cine Club en donde el Moi planeaba sus funciones privadas de películas pornográficas. Esas épocas marcaron el adiós de una derecha estudiantil ponzoñosa y antisemita que usaba calzones de bombero, se peinaba con Glostora y resumía sus propuestas ideológicas en una sola frase: “Cristianismo sí, comunismo no”. Eran los militantes del MURO, el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación, cuya agonía política me tocó presenciar, y que solían combinar las golpizas ocasionales a los militantes de izquierda con los misas de inicio de semestre y las sesiones de meditación y recogimiento, al final de las cuales siempre se rezaba: Virgencita de Guadalupe, Claro que después de ver lo que ha ocurrido en China y en Cuba uno no puede menos que agradecer al cielo la eficacia de tales jaculatorias. Ante el flujo de cambios que se daban no sólo en la Universidad sino en todo el país, los del MURO no tardaron en convertirse en una especie en extinción. ¿Cómo podrán competir estas inocentes almas de Dios, por ejemplo, con los mejores momentos de oratoria política de Salvador Martínez della Roca, “el Pino”, que calzando botas de cuero labrado se ponía rojo como jitomate norteño en las Asambleas, mientras inauguraba un nuevo lenguaje político marcando el ritmo de sus palabras: “Miren compañeritos, a ustedes nos los vamos a chingar, pero no a golpes, sino po-lí-ti-ca-mente”. Muchos ni nos dimos cuenta, pero también por esas épocas comenzó a caducar la vieja izquierda, autoritaria y dogmática, que lo mismo cantaba La Internacional en las manifestaciones de apoyo a la Revolución Cubana, que se reventaba en las fiestas aquello de que yo soy el “icuiricui”, “yo soy el matalacachimba” del mambo universitario (evocación imperiosa de Pérez Prado) en las fiestas en donde dicen que las militantes de aquel remoto entonces, como Annie Pardo usaban calcetines y crinolinas con cascabeles, y colectaban fondos para las planillas de izquierda —y de perdida progresistas— de las sociedades de alumnos. Eran otras épocas, no cabe duda, porque muchos de los mejores espíritus de esas generaciones estaban convencidos de que todo lo que se decía de Cuba, Rusia y China no eran sino rumores del Selecciones del Readers Digest. Lo que siguió a los estertores políticos del régimen de Díaz Ordaz fueron las promesas de Echeverría de borrón y cuenta nueva, su convicción entre positivista y demagógica de la importancia de la ciencia, y la certeza de muchos de que ora sí ya la hicimos con el CONACyT, la transformación repentina de científicos en funcionarios y las invitaciones a transformar desde dentro el sistema, lo que provocó que más de un científico declarado de izquierda se incorporara, con el alma henchida de impulsos populistas, a la administración pública o, de perdida, se subiera al avión de redilas y se fuera con el Presidente a Japón. No está por demás recordar la manera en que en estos veinte años el destino de nuestra Facultad, la principal escuela de científicos que existe en el país, se ha visto afectada por la inconstancia sexenal del Estado mexicano respecto a la ciencia. Baste recordar, por ejemplo, el Plan Nacional de Ciencia, preparado durante el gobierno de Echeverría, y en el que participaron un sinnúmero de científicos ilusos al lado de los representantes de los sectores tecnológicos, educativos y productivos del país, y que con la devaluación del peso mexicano en 1976 y el cambio de gobierno se vio abandonado al disminuir el interés oficial por apoyar el desarrollo científico y tecnológico nacional. Sin embargo, al inaugurarse los momentos estelares del sueño panorámico de la prosperidad petrolera que anunciaba López Portillo, el auge y la ostentación se convirtieron en un recurso político a los que se sumó la Universidad. Era la época en la que parecía haber un oleoducto que comunicaba los pozos petroleros del Golfo de México con las arcas del Estado mexicano. Se abrieron nuevos centros e institutos de investigación, se aumentó de manera considerable el número de becarios y se inició el milagro de la multiplicación de los doctorados. Se financiaron barcos oceanográficos, telescopios, dinamitrones y bancos de información. Eran los años de las vacas gordas y había dinero en abundancia; bastaba con presentar proyectos de investigación, entregar tres copias del currículum vitae y llenar un sinnúmero de solicitudes para obtener becas y subsidios, viáticos para viajes académicos, y dinero para surtir las bibliotecas y comprar toneladas de aparatos científicos. Apareció y se multiplicó con rapidez por los pasillos de las oficinas universitarias una especie nueva de burócratas jóvenes que hablaban con un lenguaje solemne y arrogante de la ciencia, como si esta fuese una empresa de ideas modernas capaz de ofrecer todo un universo de posibilidades al investigador o al becario que quisiera invertir en ella sus neuronas. No nos fue tan mal en la Facultad. Conseguimos un edificio nuevo —al que faltan salidas de emergencia, enfermería y muchas cosas más—, pero como nos gustaban las asambleas, hasta logramos que nos construyeran un auditorio, y en una muestra de la nostalgia por los símbolos, pudimos arrancar la estatua del Prometeo de su fuente original para venir a dar con ella hasta acá, en donde nadie le hace caso. Pero no hay auge petrolero que dure cien años, ni pueblo que lo resista. Como resultado de ese pavoroso desastre económico que eufemísticamente designamos con el nombre de crisis, hoy asistimos a la transformación múltiple de la actividad científica en nuestro país, y desde luego, a cambios radicales en el modus vivendi de la Facultad. La UNAM se separaba en dos grandes sectores: uno formado por las escuelas y facultades en donde las posibilidades de realizar la investigación son cada vez más reducidas, y otro por un número creciente de Centros e Institutos que son privilegiados con recursos materiales y humanos considerables. En estos veinte años de historia de la Facultad nos ha tocado la desgracia de perder muchos compañeros y maestros. Se han muerto Don Juan de Oyarzábal y su esposa Graciela, y también Alejandra Jaidar, Chela Salicrup, la Dra. Kurtz y la maestra López de la Rosa, Alfredo Barrera, Guillermo Haro y nuestro insustituible Tomás Brody. Dicen que veinte años no es nada, pero en este tiempo a la Pepita Larralde la dejaron de conmover las películas de Bambi y ahora vive aterrada por el plan de estudios de biología. Víctima de los deslices económicos, que no morales, del peso, asistimos en el doble papel de espectadores y victimas a la transformación constante de la actividad científica del país: la supervivencia mínima de la investigación y la docencia en ciencias, la pauperización de nuestras bibliotecas, los fracasos constantes de los planes de descentralización de la ciencia, la crisis del marxismo, el final de la izquierda tradicional y la transformación de la ecología en una actividad, si no de oposición, cuando menos contestaria. La Facultad ha visto sustituida la Fuente de Prometeo por el imán gastronómico que significan las escaleras del estacionamiento de Biología, desde donde se contempla un espectáculo de sopes y quesadillas capaces de hacer estremecer al gastroenterólogo más templado. A pesar de que no han faltado quienes han soñado con verse directores de una Facultad de Biología, hemos mantenido una unidad más o menos esquizofrénica de tres departamentos, cuatro carreras y una sola Facultad verdadera. Pero aunque convivimos actuarios, biólogos, físicos y matemáticos, no hemos aprovechado la oportunidad que ello significa para enriquecer las interacciones científicas. Vivimos las paradojas más absolutas. Hemos multiplicado las opciones académicas pero no hemos sido capaces, en 23 largos años, de transformar los planes de estudio. Nunca habíamos tenido tantos laboratorios, tantos profesores y ayudantes, y sin embargo, nunca habíamos sido tan pobres y desesperanzados, porque la crisis no parece abrirnos muchas perspectivas más allá de la supervivencia mínima de un aparato científico profundamente debilitado. Algunos hemos abandonado temporalmente la Facultad, pero terminamos regresando a ella tarde o temprano, porque el criminal siempre retorna al lugar donde cometió sus delitos más graves, aunque sea para recibir su castigo. Y es que a pesar de todos nuestros defectos y carencias, aquí la gente es anárquica, voluntariosa, obsesivamente perfeccionista y hasta carismática, y ello se ha traducido no sólo en actos de profunda devoción académica, rebeldía intelectual, sino también en hechos conmovedores como los protagonizados por las brigadas de estudiantes, maestros y trabajadores que trabajaron día y noche cuando el temblor de 1985. Somos intensamente individualistas, pero aquí se ha logrado mantener y desarrollar una solidaridad profunda, lo mismo se manifiesta con la edición de libros pirata que con las donaciones de sangre. Yo, que en el sentido más estricto soy un ejemplo vivo de lo que esa solidaridad significa, quisiera permanecer por siempre en esta Facultad a condición, eso sí, de nunca tener que cargar con la maldición de ser su director, porque como decían los griegos: “aquellos a quienes los dioses quieren destruir, les dan el poder”, y si no que lo digan Juan Manuel Lozano y Juan Luis Cifuentes, que apenas si se están recuperando de semejante trauma. Pero como dice Elena Poniatowska, Dios no cumple antojos, no endereza jorobados, ni les da alas a los alacranes, así que me conformaré con seguir siendo un profesor más en esta Facultad, viendo qué me depara el destino, hasta que se me doble el espinazo, se me endurezcan las corvas y se me nuble para siempre el entendimiento. |
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Antonio Lazcano Araujo
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