Agua, cosmovisión y salud
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Carlos Zolla
Instituto Nacional Indigenista
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El agua en la cosmovisión y terapéutica
de los pueblos indígenas de México.
Biblioteca de la medicina tradicional mexicana, Vol. 13.
Instituto Nacional Indigenista, México, 1999.
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En sentido estricto, habría que decir que en México no existe una antropología del agua y, menos aún, una antropología médica del agua. Independientemente de que pudiéramos identificar —como sucedió efectivamente— una masa importante de datos relativos a la hidroterapia y un sinnúmero de referencias al agua, no encontramos estudios sistemáticos sobre ella, quizás con la sola excepción de un buen número de trabajos dedicados al temazcalli o temazcal, el conocido baño de vapor indígena. ¿Cuál es la razón fundamental de esta carencia?
Como en toda sociedad en la que la agricultura ocupa el lugar central en la producción de bienes de consumo, en México el agua tuvo (y tiene) una importancia material y simbólica de primer orden.
El mundo prehispánico produjo transformaciones sustanciales en sus formas productivas ligadas a la manera de aprovechar la humedad ambiental y los cursos de agua para los cultivos; por lo demás, la presencia de importantes obras hidráulicas en el pasado precortesiano ha servido a algunos teóricos para inscribir a México entre la antiguas sociedades en las que resultó predominante el llamado "modo de producción asiático". La importancia religiosa, ritual y simbólica del agua es enorme; bastaría un breve repaso de la información relativa al culto a Tláloc para corroborar la importancia del agua en la cosmovisión mesaomericana, y en las "patologías" y terapéutica que de él derivan. Baste el siguiente ejemplo: aunque se ha discutido si el mural de Tepantitla, que forma parte del conjunto monumental de Teotihuacan, representa efectivamente el Paraíso terrenal indígena, hay coincidencia entre los estudiosos acerca de que se trata de una representación del mundo del dios del agua, culto que se encuentra —más allá de los cambios de nombres y formas que siempre se advierte en los ciclos míticos— no sólo en el área del Altiplano Central de México sino en la vastísima extensión de Mesoamérica.
Accedían al Tlalocan, después de la muerte, sólo "aquellos que han sido seleccionados por Tláloc, el Dios de las Aguas, el poderoso Júpiter mexicano, que es al mismo tiempo dueño del mar y de las nubes, Señor de los ríos y de los lagos, del granizo y del rayo", dice Alfonso Caso, y agrega: "Cuando alguien en tiempos aztecas moría fulminado por el rayo o ahogado en la laguna, o adquiría una enfermedad como la hidropesía o la lepra, etc., era palpable la intervención de Tláloc.
Sus parientes se alegraban, pues era señal evidente de que este hombre afortunado había sido elegido por el dios para que los acompañara a gozar de las delicias del Paraíso Terrenal". El propio Caso, citando a Torquemada, ofrece información del conjunto de padecimientos o de "accidentes" (lo accidental o eventual pierde su carácter cuando es resultado del designio de los dioses) que acaecen por mandato divino, y que han pasado a la medicina tradicional actual dentro del gran grupo de las enfermedades de "frío", "húmedas" o "del agua".
Torquemada menciona "a los que morían de rayos o se ahogaban en agua, los leprosos y bubosos, sarnosos, gotosos e hidrópicos. Y muriendo de estas enfermedades incurables, no los quemaban, los enterraban en particulares sepulturas y poníanles unas ramas o tallos de bledos en las mejillas, sobre el rostro, y untábanles las frentes con texutli, que es el color azul que ellos usaban, y en el cerebro les ponían ciertos papeles supersticiosos, y en la mano una vara, porque decían que como el lugar (el Tlalocan) era fresco y ameno, allí había de reverdecer y echar hoja".
El carácter del culto y la clara reprobación que recibió de los representantes de la nueva fe, como Torquemada, sin duda contribuyeron a que en el mundo indígena el sistema de creencias relativo a Tláloc se ocultara, se disimulara o se atenuara. En cualquier caso, ya se trate de un refugio o de una persistencia inconsciente, es claro que gran parte de él sobrevive en las ideas y las prácticas de la medicina tradicional indígena actual.
El Diccionario enciclopédico de la medicina tradicional mexicana, que forma parte de la Biblioteca de la medicina tradicional mexicana, pese a incluir alrededor de dos mil términos de entrada consigna sólo cuatro en los que el agua es mencionada: agua de alimento, en realidad, vitaminas que se administran por vía parenteral; agua de las tres lejías; agua de tiempo y su sinónimo agua normal, y agua sagrada, un sinónimo de "agua bendita". A mi juicio este hecho está lejos de ser casual.
El título mismo del volumen que hoy se edita, al asociar cosmovisión y terapéutica, es indicativo de la amplitud del campo ideológico y técnico que un estudio de esta naturaleza está obligado a considerar. Aquí, quizás más que en otros trabajos de índole semejante, cosmovisión no sólo alude a las concepciones subyacentes a las prácticas médicas, entendida aquélla como el sustrato ideológico de referencias. Más bien al revés: es dentro del gran complejo de la cosmovisión mesoamericana relativa al agua que aparecen las ideas, los rituales, las prácticas y las tecnologías de muy diversos campos de la actividad social, y, dentro de él, la hidroterapia propiamente dicha y el uso del agua en los preparados de la materia médica indígena.
Campos cuya articulación no siempre es evidente. De allí, me parece, la importancia de la discusión sobre las causas de demanda de atención de la medicina tradicional a la que aludí antes. En efecto, la participación activa de los curanderos en el manejo de recursos hidroterapéuticos (temazcales, toritos, baños de tina o de asiento) y, al mismo tiempo, en las ceremonias de petición de lluvia, en la lucha contra el granizo, en la bendición de la milpa o en el culto a los "dueños del agua", nos alerta acerca de las conexiones entre las prácticas propiciatorias del equilibrio corporal individual y las del equilibrio social y cósmico, y, más aún, sobre los sistemas taxonómicos de las medicinas tradicional y académica.
La comprensión de esas conexiones sigue siendo un campo privilegiado de observación de la antropología social o cultural y, sobre todo, de la antropología médica.
Fragmento del prólogo.
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como citar este artículo → Zolla, Carlos. (2001). Agua, cosmovisión y salud. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 142-143. [En línea]
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El ojo y la mentira del tiempo. Narraciones
de cinco siglos
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Xavier Lozoya | |||
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10 de febrero del año de 1598. Entramos al pueblo de Huastepeque cuando clareaba; salía el sol entre las montañas nevadas. La silla de mulas en la que viajo de día y de noche me pareció instrumento de torturas cuando me apié cerca de un corral donde los indios cultivan unas plantas de grandes hojas carnosas y redondas con muchas espinas y algunos frutos en el vértice que los nuestros llaman “higos de Indias”; he colectado de éstas por el camino de Atocpan. En el dialecto de los naturales las llaman nopali y las hay variadas en tamaño y forma. A la legua se comprende que sean frías y húmedas, algo astringentes al gusto y son de propiedad vulneraria. Por eso y no por otra razón las usan para aliviar los golpes y las heridas. Las hojas son amargas y de naturaleza muy húmeda y mucosa; los frutos son fríos y constipan, por lo que son un flaco mantenimiento; de ellos comen los indios como si no hubiera otra cosa con que sostenerse.
Estos naturales son ignorantes de toda medicina y teoría de las causas de las enfermedades. Aunque las yerbas curativas se dan en abundancia en estas tierras, los hechiceros las dan a la gente según la sola práctica, que no considera ni el calor o humedad de las cosas, ni su calidad amarga o picante, ni las clasifican por grados y fuerzas. Así, igual al ictérico que al gotoso dan a beber sus brebajes de hierbas sin que medie un conocimiento de los flujos y de los humores que provocan. Si alguna vez aciertan es por la fuerza de las solas hierbas que en las de este país es mucha, porque donde llueve en verano y no en invierno, como Dios manda, la tierra se hace espesa a tal grado que las raíces de los árboles crecen hacia el aire buscando la liviandad en lugar de la pesada greda.
He encontrado ajenjos, tan amargos como los de Castilla y que los naturales llaman estafiates; los usan sin principio ni norma para embaucar con sus supercherías al que tiene fiebre y no para la flatulencia y el cólico como procede con toda yerba amarga en tercer grado y seca en segundo, según lo indica el propio Dioscórides para los amargos.
Más de una vez y por la voluntad de Dios he salvado la vida de no caer envenenado por estos indios que son reacios a revelar sus secretos y mentirosos y astutos para señalarme las plantas que habrían de matarme de no mediar la gracia infinita de Dios que me protege en estos lejanos páramos a donde los nuestros procuran desde hace tantos años iluminarlos con la Palabra Divina.
He recorrido la huerta de Huastepeque donde los antiguos indios gentiles tenían sus criaderos de plantas y árboles con muchas acequias y cascadas de ríos que hacen del sitio un portento de flores y aves de todos colores. Aquí encontré varias yerbas que clasifiqué de acuerdo a la única y verdadera ciencia, determinando su propiedades y efectos que, en mucho, podrán servir a la medicina de los nuestros en estos lejanos lugares; muchas sirven para curar el morbo gálico, las cámaras que son tan mortales y el dolor de hijada. Vi la yerba escorzonera que bien ministrada provoca fiebres y sudoración, limpia la orina, provoca el flujo y templa el derrame de la bilis. Me trajeron una yerba que los indios llaman cihuapatli o curación de mujer y que dicen dan a la parturienta, con lo que pare sin dolores ni pujos; la clasifiqué como caliente en tercer grado y seca en primero; ayuda en la frialdad de madre y es buena para la retención, mal común de nuestras mujeres cuando llegan a esta tórrida zona.
21 de abril del año de 1698
Vino el señor obispo a conocer nuestro jardín. En el convento de la Santa Cruz todo el día se hicieron los preparativos para la visita. Llegaron los carruajes de Querétaro trayendo a tan distinguidos visitantes que viajaron desde México. Pasaron las horas de una tarde, fresca y luminosa, visitando el huerto de tantos y buenos frutales. No hay otro huerto medicinal que compita en toda la región como el de nuestro convento; sirve de ayuda a los viajeros y a tanta gente enferma que se traslada hacia el norte rumbo a las minas. Las guayabas lucían frondosas; frutas de esta tierra que son del tamaño de un membrillo, del color de un perón y de sabor ácido y agarroso. Los indios gustan de comerlas a puños y de las hojas hacen brebaje para contener las cámaras. Alabaron los zapotes verdes, amarillos y blancos cuyas hojas usan las nodrizas para dormir a los críos; se colocan las hojas húmedas en los pezones para que mientras mama el niño, chupe el jugo y duerma como bendito sin cólico ni retortijones. Les gustaron mis ajos y cebollas que se dan en esta tierra como si fuera la suya y el culantro que cuanta cocinera añora lo encuentra en este lugar para su mejor guiso castizo. Yo mismo he buscado las semejanzas y diferencias de estas hierbas indianas con las que me traen de la península. La albahaca que se da aquí a montones cambia su tamaño y crece en aroma mejor que la española; no así el eneldo que no se acostumbra a la sequedad del sitio y tiene un sabor alimonado que a pocos gusta. He probado los beneficios de los chiquiadores que se hacen con esa yerbita de los indios que nombran quelite y que aplicados con sebo en las sienes quitan el dolor y el frío de la cabeza. Pero más les gusta a los nativos el romero y el tomillo que, traídos desde España, se dan con sorpresa llenando el huerto de olores.
Las naranjas y limones de acá se dan con mucho jugo, mejor que los de Andalucía, siendo más grandes por su cáscara delgada retienen mejor el zumo porque la tierra es ligera y airosa; son muy apreciados por los indios, que no conocían estos árboles, ni los mandarinos, ni las cidras, ni las limas. Toda la Nueva España huele a limón y son árboles tan preciados que no hay casa que no tenga uno ni cocina que no los utilice. Gustan tanto del zumo del limón que hasta en los ojos se lo ponen para aclarar su blancura y mejorar la vista.
Muchas otras cosas los he visto hacer con las yerbas del huerto. Les hablan, las llaman preciositas, les dicen cosas muy dulces en esa lengua de ellos que se mezcla con un poco de castilla. Pero también los he visto hacer cosas de brujería con la yerba que nombran piciete que tanto fuman y mastican en sus ritos diabólicos. Son idólatras eternos, falsos conversos, no obstante el gran esfuerzo de nuestros hermanos misioneros en su catequización. En las lluvias se llevan del huerto una planta maléfica que nombran toloache y de la que el padre Serna me ha instruido a que no la deje crecer porque es veneno del alma de estos infelices. Por más que la siego se las arreglan para conseguir semillas y la guardan y cuidan como joya. Si no me condenara por lo dicho preferiría ignorar lo que sé sobre el uso que los indios hacen de esa otra yerba del Diablo que mentan cihuapatli y que dan a sus mujeres para desparir y eliminar las fecundaciones.
Son muchas las yerbas útiles que en estas tierras crecen pero los indios no las saben usar para buena medicina porque les pesa mucho en el alma las terribles costumbres de su idolatría en que Satán los mantiene. Brujos y hechiceras los dominan con sus sahumerios y brebajes. Sólo cuando se sienten moribundos vienen al convento para que el padre Benito con su saber médico verdadero y sus plantas se los arrebate al demonio y sepan morir en santa y cristiana paz.
11 de septiembre del año de 1798
Ayer por la noche, fue por la ayuda de los antorchas que salieron a recibirme en el camino que pude llegar a Xalapa en medio de la más espesa niebla que jamás haya visto. Mojado de pies a cabeza me confundía con el empapado caballo que llegó casi muerto. No he podido dormir y las fiebres tercianas me han empezado. Traté de guardar calor en esta posada bebiendo tisana de añil, la Indigofera tinctorea del grupo de las Diadelphia según la clasificación de Linneo, que sigo sin desmayo al recorrer esta tierra colectando las plantas de esta inmensa Nueva España. Los efectos del añil son rápidos y seguros; libra de las fiebres y pestes de las que está cargado este aire denso. Entre charcos de agua pútrida, ratas y cerros de basura en sus calles, Xalapa se cubre de miasmas malignos. Recibí noticias del director de la expedición que saliendo de Antequera cruza el istmo para reunirnos en Veracruz. Con él nos embarcaremos hacia La Habana e izaremos velas hacia España para entregar nuestro rico cargamento de plantas y animales en el Jardín Botánico de Madrid. Somos pocos los naturalistas que vamos quedando vivos en esta larga y penosa Real Expedición que ordenó su majestad.
Cuánta humedad para los huesos y los papeles que en vano trato de mantener secos mientras escribo estas notas. Las anotaciones que hice de las últimas colectas se han borrado y voy de nueva cuenta a describir las plantas del género y la especie que corresponden. Las plantas curativas son muchas y poderosas pero es menester que su clasificación sea de acuerdo a la ciencia botánica de Linneo. ¡Cuánta industria podría fincarse en la explotación racional y correcta de estas plantas que los indios no cultivan ni valoran! Los boticarios de la capital reciben de España las plantas y los bálsamos teniendo en México iguales o mejores especies que desconocen y no usan por falta de conocimiento y experiencia médica.
En el Hospital de Mujeres el doctor José Montaña ha estado probando las virtudes de yerbas y brebajes de esta tierra pero ni el Protomedicato ni la Universidad Pontificia aceptan sus estudios, aferrados a sus viejas tradiciones de una medicina escolástica y estéril que sólo purga y practica sangrías con la oración y el rosario como medicamentos. El director del jardín botánico ha dedicado a este cirujano de Puebla el género Montanoa, al que pertenece el cihuapatli que he visto aplicar con éxito a las parturientas como lo hacen comadronas indias para que el parto sea rápido y con menos dolores. Pero estas buenas mujeres no saben de clasificaciones ni efectos, confunden las yerbas o les da igual tomar de aquí o de allá las que creen es la misma especie. A decir del catedrático la Montanoa tomentosa es la planta valiosa. He pedido al dibujante de la expedición que la pinte con sus racimos floridos para que exista el registro de esta compuesta, pero dudo que el embarque de todos estos trabajos llegue salvo a Veracruz.
7 de julio del año de 1898
El director del Instituto me ha pedido que la sección primera se ocupe de la química de las plantas que se han colectado. Llegaron en poca cantidad y ya secas su peso ha sido insignificante. Sin embargo, logré tamizar algunas de ellas para determinar su contenido en alcaloides. Dio positivo el reactivo de Dragendorff pero la coloración de algunos extractos me pareció incompleta. Será necesario intentarlo con extractos más polares pero no cuento con los medios que utilicé con la Montanoa tomentosa que me permitieron la precipitación del ácido montanóico.
Me informó el químico ayudante de la sección tercera que la perra preñada a la que se le introdujo el mencionado ácido parió todos sus cachorros vivos y sin anormalidades. El director y los médicos de la junta estaban entusiasmados. No los dejan, sin embargo, que se experimente en las mujeres, porque como dijo el director en la sesión del jueves, lejos está un brebaje de comadronas de ser un recurso de los académicos a menos que medie un serio y puntual estudio que demuestre si alguna de esas supercherías del vulgo tiene realmente una base científica. Así lo hicieron los ingleses con su hallazgo del elixir de digital, a base de destruir las mentiras de la gente impreparada y de algunas malas brujas que también hay por allá, mostrando a la diáfana luz la verdad científica que la medicina exige. No es el brebaje el que cura sino su contenido en alcaloide, pero eso sólo lo pudieron hacer en Europa porque allá sí cuentan con los aparatos que aquí ni soñamos, como el Soxhlet Doble que llevo pidiendo por años y que el supremo gobierno, a decir del director, no se digna comprarme.
Y qué decir de la pasiflora que según relata el propio director vio durante su visita a París convertida en la tintura de moda que se vende por los farmacéuticos para provocar el sueño de los franceses. Allá sí creen los médicos en las plantas y saben mucho de fitotherapie aunque, como la pasiflora mexicana, no sean de su jardín.
Que decir del herbario del Instituto que con tanta paciencia se ha reunido por años y cuenta ya con una colección considerable de las plantas curativas de México. No hay por donde empezar para poder avanzar en los estudios que se requieren. Las seis secciones del Instituto se ocupan de tantas cosas, todas tan urgentes, que no veo cuando alcancemos a completar la Materia Médica Mexicana. Mientras tanto nos llegan muchos y nuevos medicamentos que los médicos alaban y usan por el solo hecho de venir de afuera aunque no medie el mismo grado de conocimiento que nos exigen para los productos del Instituto.
10 de noviembre del año de 1998
Me llegó la notificación del Conacyt en la que me informan que nuestro proyecto sobre desarrollo de medicamentos a partir de plantas medicinales mexicanas no fue aceptado. Sorprende el rechazo sobre todo porque como lo exigía la convocatoria para obtener el financiamiento, el proyecto fue presentado por varios grupos de científicos pertenecientes a distintas instituciones con experiencia y reconocimiento en sus respectivas disciplinas. La misma convocatoria indicaba, como requisito, que el tema propuesto pertenezca a una área de conocimiento que requiere apoyo no sólo para consolidar lo existente sino para alcanzar metas de vinculación de la ciencia con el sector productivo. Por lo visto, hacer medicamentos nacionales no es una prioridad en los círculos que toman las decisiones sobre cómo utilizar los recursos del erario público destinados a la ciencia.
Paradójicamente, las plantas medicinales han vuelto por sus propios fueros en todo el mundo industrialmente desarrollado. Después de pasar un largo tiempo en el cajón de las antigüedades, las empresas europeas y asiáticas invaden el mercado farmacéutico con los llamados “fitofármacos”, productos desarrollados con plantas medicinales de los más exóticos países. Me informan del Herbario que en México ya tenemos reunidas más de siete mil especies medicinales científicamente clasificadas y que la información popular sobre sus usos y propiedades ha sido recuperada fielmente. En un reciente congreso científico los estadounidenses insistieron en que el desarrollo de nuevos fármacos de plantas debe hacerse con una estrategia etnomédica, que no es otra cosa que creerle a la gente, pero aquí seguimos pensando que el conocimiento es patrimonio de unos cuantos. La farmacología y la química de los productos naturales se desarrolla desarticulada de la medicina y a gotas pero, sobre todo, sin acceso a la clínica. La evaluación de medicamentos de plantas está prácticamente cerrada a todo proyecto que no cumpla con los requisitos que diseñan quienes no trabajan en este campo. Hay áreas que están particularmente vedadas como las que se relacionan con la ginecoobstetricia y la biología reproductiva y en las que plantas como la Montanoa tomentosa, que fue estudiada durante decenios, son ahora consideradas tabú. Plantas que pudieran tener efectos contraceptivos muy útiles en la medicina del futuro han quedado prohibidas en una sociedad que no acaba por salir del medioevo religioso y que sólo se alimenta de mensajes que el clero envía como rayos flamígeros que fascinan a la gran audiencia televisiva.
Por lo demás, y desde el supuesto Estado laico promotor de la ciencia, estamos adquiriendo tecnología y enviando a nuestros jóvenes científicos a prepararse en la investigación de plantas medicinales en el extranjero, pero sigue sin existir un programa que los reúna y les dé trabajo en México con metas específicas en la investigación de nuevos fármacos. La acumulación de puntaje curricular según las modalidades cambiantes de los negociantes de la información y la obtención interminable de grados académicos son las dos vejigas flotadoras que mantienen a la comunidad científica del país en el limbo de la mediocridad. No hay programas nacionales para el desarrollo de nuestros recursos naturales por más que cada noche la caja electrónica anuncie nuestro ingreso a la globalidad para apaciguar las buenas conciencias antes de dormir.
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Xavier Lozoya
Instituto Mexicano del Seguro Social.
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como citar este artículo →
Lozoya Legorreta, Xavier. (2001). El ojo y la mentira del tiempo. Narraciones de cinco siglos. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 20-23. [En línea]
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La mirada médica y la mujer indígena
en el siglo XIX
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Oliva López Sánchez | |||
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La ciencia médica, bajo la forma de un corpus de saber, ha determinado los usos del cuerpo humano en las diferentes épocas y culturas, y también ha homologado los principios del cuerpo humano sano con el cuerpo social. En este sentido, la ciencia médica ha sido una suerte de guardián del orden social. Según Foucault, el ejercicio del poder sobre la vida occidental se centra en dos polos principales: las relaciones demográficas y la disciplina sobre el cuerpo. En el primer caso se impone el control de los nacimientos, la mortalidad, el nivel de salud, la longevidad, la higiene, la delincuencia, los ritos, etcétera. El poder funciona en este ámbito como elemento fundamental en el registro y organización de los individuos; aparece aquí como “la biopolítica de la población”. En el segundo polo contempla a las disciplinas, particularmente la medicina, en tanto que forma de biopoder, el cual se ha encargado de hacer valer la moral cristiana presente en el discurso científico de los siglos xvii, xviii y xix.
La disciplina es una muestra del viejo principio de exacción-violencia porque domina y somete a los cuerpos a través de los regímenes de higiene, de las dietas y de la normativización de la sexualidad, en definitiva, ejerce un control total sobre el cuerpo y la sociedad a través de las prescripciones del uso del cuerpo humano. En este sentido, la disciplina presupone la existencia de un saber ligado al poder. El discurso científico médico ha logrado obtener la autoridad y ha desarrollado el conocimiento, que ha ejercido el poder de clasificar a los individuos para luego excluir a los que se salgan de los principios normales. La medicina se ha constituido en el discurso que diferencia lo normal de lo anormal, lo sano de lo patológico, lo verdadero de lo falso, lo moral de lo inmoral.
En México, los intelectuales criollos de la primera mitad del xix enaltecieron el pasado indígena, al mismo tiempo que despreciaban al indígena vivo. Las tesis de degeneración de la raza indígena sostenidas por Buffon, Cornelius de Paw, Reynal y William Robertson fueron aceptadas de buen grado por la mayoría de estos intelectuales criollos, tales como fray Servando Teresa de Mier, Carlos María de Bustamante, Lucas Alamán, Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora, entre otros. Todos ellos tenían una certeza: los indios constituían uno de los mayores obstáculos para la edificación de la nación y su instalación en el camino del progreso.
La ideología de clasificar a los grupos humanos con un patrón de belleza que clasifica lo moral y lo estético fue un fenómeno general que se dio en Europa y en América; cada lugar establecía un prototipo de ciudadano, para el caso mexicano fue la búsqueda de conversión al mestizo. Los intelectuales mexicanos de la primera mitad del siglo xix conformaron un imaginario acerca de los rasgos morales, intelectuales y físicos del “ciudadano tipo”, a partir de ciertos datos estadísticos. En el caso europeo fue el modelo ario el que constituyó el modelo a igualar. Tal ordenamiento de los individuos, según su origen étnico-racial, pretendía conseguir el mejoramiento de la raza en aras de preservar una condición ideal de individuo puro, según el modelo elegido.
Conforme transcurría el siglo xix, el proyecto de acabar con el indígena se iba reforzando con el discurso científico. El evolucionismo biológico sentó las bases del evolucionismo social que imperó durante la segunda mitad del xix, cuyo propósito fue eliminar la condición indígena en aras de mejorar la raza que habría de conformar la población de la nación mexicana. Todos los discursos científicos de la época pasaban por el tamiz de la eugenesia; algunos, como el de Gagern, eran de una violencia abierta franca y directa, mientras que otros, como los de Romero y Riva Palacio, hablaban de una extinción velada, oculta, casi mesiánica.
La doble inferioridad La antropometría tuvo un desarrollo importante; sobresalen los estudios destinados a dar cuenta de las medidas corporales de los indígenas para determinar el grado de evolución de ciertos grupos étnicos, teniendo al hombre de raza blanca como el modelo. El estudio de las medidas antropométricas de los nativos mexicanos llenó las páginas de revistas francesas y mexicanas. Estas investigaciones buscaban reafirmar las diferencias entre las razas según sus características físicas.
La inferioridad de la mujer debido a sus características biológicas, fundamentada en datos científicos, fue parte integral de estas investigaciones. Por ejemplo, en un primer momento se aseguraba que la masa encefálica y la estructura craneal de las mujeres eran menores a las de los varones, en consecuencia, su inteligencia debía de ser inferior. La insensibilidad física de las mujeres fue otro aspecto tratado. César Lombroso, médico italiano, narra en sus reportes la gran cantidad de experimentos que se habían realizado a fin de comprobar científicamente dicha inferioridad. Estos experimentos iban desde la degustación de ciertas sustancias, hasta la práctica de cirugías sin la aplicación de algún tipo de anestesia. En el mismo sentido, Billroth declaró que cuando se tuviera la necesidad de practicar alguna operación nueva sería mejor ensayarla en una mujer, porque siendo ésta menos sensible era más resistente. Lombroso concluía: “La sensibilidad inferior de la mujer ha sido observada no sólo por hombres de ciencia, sino por el pueblo, como lo indican algunos de nuestros viejos proverbios italianos: ‘La mujer tiene siete cueros’. ‘La mujer tiene alma pero muy pequeña’. ‘La mujer nunca muere’”.
Los estudios antropométricos realizados en mujeres durante esta época fueron de muy diversa índole. Dentro de esta gama de estudios que pretendían establecer las tallas particulares de las mujeres de cada una de las razas, llaman la atención la pelvimetría, que si bien en principio puede parecer que es un estudio curioso, resulta ser, como asegura Foucault, la muestra del ejercicio del poder sobre la vida, porque había un propósito final que guió la pelvimetría: controlar los nacimientos a través del conocimiento de la disciplina médica. Varios médicos mexicanos (Juan María Rodríguez, Nicolás San Juan, Rosendo Gutiérrez y Francisco Flores, entre otros) se dedicaron a medir las pelvis de sus pacientes femeninas, y todos coincidieron en que las medidas obtenidas por ellos no se ajustaban a las del viejo mundo, que constituía la pelvis femenina tipo. Las medidas presentaban una variación que oscilaba entre uno y dos centímetros, pero lo más interesante, con relación a las europeas, era que las pelvis de las mujeres mexicanas presentaban una reducción general en todas sus dimensiones, en particular en la altura y en la inclinación de la sínfisis pubiana, y eran más anchas a nivel de las crestas iliacas y muy angostas a la altura de la sínfisis pubiana, lo que, se decía, dificultaba los partos —que era lo que les otorgaba el rasgo verdaderamente distinto con relación a las pelvis de las mujeres europeas. Algunos obstetras mexicanos, como Juan María Rodríguez y Rosendo Gutiérrez, aseguraron que debido a este acorazamiento en el piso pélvico se presentaban las altas tasas de partos distócicos entre las mujeres atendidas en los hospitales de beneficencia. “Por insignificante que parezca teóricamente la diferencia que se observa en la conformación general de la pelvis mexicana respecto de la europea, el conocimiento de ella tiene grande utilidad y adquiere toda su importancia en el terreno de la práctica obstetricial, donde sirve de fundamento para explicar muchas de las anomalías con que se presenta el gran fenómeno del parto”. Sin embargo, después de varios estudios, y al observar la alta frecuencia de pelvis de dimensiones reducidas entre las mujeres mexicanas, otros médicos llegaron a la conclusión de que no se podía afirmar, como lo habían hecho estos primeros, que todas las mujeres presentaban una conformación pélvica anormal. Fue Juan María Rodríguez quien afirmó que aun cuando el estrechamiento del canal pelviano, presente en las pelvis de mexicanas, dificultaba la expulsión del feto, debía asignarse una clasificación diferente, fuera de las coordenadas de la anormalidad, sosteniendo que a las mexicanas les correspondía un tipo de pelvis que debía ser identificada con el nombre de abarrotamiento, “designación puramente convencional, que da una idea metafórica lo más a propósito posible del hecho y sus consecuencias, supuesto que el verbo abarrotar tomado en tal acepción significa oprimir, estrechar con gran fuerza una cosa”. De la misma manera, las pelvis de las mexicanas, por su forma cóncava en dirección al estrecho perineal, oprimían la cabeza del feto. Es revelador conocer las explicaciones que los médicos daban acerca del origen de la constitución pélvica femenina llamada abarrotamiento. En primer lugar, hay una generalización de las mujeres mexicanas, pues los médicos no hacen ninguna diferenciación a partir del grupo étnico-racial, e incluso afirmaron que debido a la mezcla de razas se había conformado una estructura ósea que resultaba ser exclusiva de las mujeres mexicanas. “Creo que más bien que una pelvis viciada, hay en la pelvis mexicana una conformación especial, peculiar sólo a ella y cuya causa principal reside en las modificaciones imprimidas por la mezcla de la raza primitiva con la conquistadora, siéndome muy difícil definir cuál haya sido su modo de obrar”.
La aceptación de una pelvis femenina mexicana constitutivamente abarrotada, como consecuencia de la mezcla racial, o degeneración de la raza, según la apreciación de algunos médicos decimonónicos, ofreció una evidencia empírica que los obstetras mexicanos emplearon para justificar los numerosos partos distócicos atendidos en los hospitales de beneficencia de la época. A la vez que podemos vislumbrar que un hecho irrefutable de la naturaleza ofrecía un reto a los obstetras decimonónicos; es decir, tenían que empeñar todos sus esfuerzos en aplicar las maniobras médicas adecuadas para conseguir que los partos tuvieran un final más halagüeño, lo que justificó casi cualquier tipo de experimentación con tal de superar el obstáculo que la propia naturaleza había impuesto al arte de curar. Es así que el uso de los fórceps se incrementó, pero los resultados de su uso tampoco fueron muy alentadores, pues con frecuencia provocaban la desgarradura del perineo. Ante este hecho, los médicos seguían aduciendo que el desgarramiento se debía a las dimensiones pélvicas de las mujeres mexicanas y que a causa del espacio existente entre la horquilla y la punta del coxis, una longitud de entre cuatro y seis centímetros, el espacio perineal era en consecuencia reducido, impidiendo una dilatación mayor en el momento de la expulsión, por tal razón la desgarradura del perineo era inevitable.
Se podía pensar que este aspecto morfológico igualó a todas las mexicanas, pero detrás de la explicación existía un sustento profundamente discriminatorio en virtud de las jerarquías raciales impuestas por los europeos. La idea antropocéntrica y androcéntrica cuyo modelo era el hombre blanco y europeo conllevó a una descalificación que se amparó en el discurso de la ciencia y que llegó a modificar no sólo la idea del parto, sino la manera de entender el cuerpo de las mujeres y las consideradas razas inferiores. Naturalizar ciertas características corporales es intentar un control sobre el cuerpo que busca instituirse sin ningún adversario. La justificación de la experimentación médica
La construcción de un imaginario alrededor de las complicaciones del parto por la constitución de la pelvis posibilitó en gran medida el inicio de una práctica ginecoobstétrica que en la actualidad tiene un uso irracional: la así llamada operación cesárea.
La poca credibilidad que el sector más acaudalado de la sociedad manifestó hacia los hospitales generales de la ciudad de México, la elevada inmigración indígena a la capital y, aunado a ello, las condiciones económicas tan limitadas condujeron a que los grupos indígenas y los sectores populares asistieran con mayor frecuencia a los hospitales de beneficencia. Particularmente, la población femenina indígena y el cuerpo militar de base, formado por varones indígenas, constituyeron la población cautiva de los médicos para experimentar las técnicas con las que intentarían hacerle frente a los obstáculos de la naturaleza.
Así, en 1884 se reportó en La Gaceta Médica de México la primera cesárea practicada en una mujer viva. Llama nuestra atención los rasgos físicos y las características sociales de la mujer que protagonizó este hecho que fue calificado por los médicos mexicanos como una hazaña nacional de la medicina científica mexicana. Según las descripciones del médico que reportó el caso se trató de una mujer indígena de aproximadamente dieciocho años, sorda, contrahecha y de rasgos fisonómicos que evidenciaban un retraso mental. “Procuraré hacer su retrato: una cara proporcionalmente grande y un cráneo relativamente pequeño componían una cabeza monstruosa, desmesurada para su talla. Cabello hirsuto y desaliñado; piel bronceada picada de viruelas; frente ruin echada atrás; ángulo facial muy agudo; facciones irregulares, antipática; ojos pequeños, hundidos, convergentes como los del japonés; vaga, inexpresiva, estúpida mirada; nariz chata, ancha, con amplias ventanas, enorme boca, de la que sin cesar brota inmunda baba; labios gruesos salientes […] aquella horrible cabeza depresícola, sobre puesta en el tronco, arriba entre dos hombros angulosos, en seguida entre los senos […] senos voluminosos, deformes; pezones grandes, negros, erguidos. Miembros superiores, proporcionalmente cortos, delgados, desviados, y garras más bien que manos”.
Como podemos observar en la descripción física que de esta mujer hace el médico, se trata además de una mujer pobre y sin familia; este dato se confirma cuando el informe médico reporta que fueron dos vecinas quienes la llevaron al hospital al verla que estaba a punto de parir. El embarazo había sido producto de una violación, según informes de las mismas vecinas.
Las características anatómicas de la mujer, en especial las dimensiones pélvicas, que a juicio de los médicos pertenecían a las pelvis acorazadas, fue, en principio, lo que condujo a los médicos a practicar la operación cesárea estando la mujer viva, ya que sería imposible que el feto descendiera por un canal pélvico tan estrecho. La cesárea se llevó a cabo en un contexto poco usual: en un auditorio y con la cooperación de los médicos más prominentes en el campo de la ginecología. La mujer murió a los pocos días, y su pelvis pasó a formar parte del museo de anatomía; el niño, quien resultó tener rasgos físicos totalmente normales, fue trasladado al hospital de niños expósitos. Es evidente que los médicos se atrevieron a experimentar en esta mujer una cirugía que se había practicado siempre post mortem porque se trataba de una mujer que carecía, ante los médicos, de todo rasgo humano, y pertenecía al grupo de los marginales. El hecho de que fuera una mujer indígena, demente y sin familia facilitaba las cosas, pues la narración del hecho denota que a dicha mujer se le consideró un ser infrahumano.
A manera de epílogo
Para cerrar, podríamos retomar uno de los postulados de Mosee con respecto al origen del racismo: las épocas de caos conllevan al racismo para satisfacer necesidades de identificación, y veríamos que para el caso mexicano y para la época que trabajamos esto puede aplicarse perfectamente. Ante el marasmo social en el que se encontraba el país surgieron las acciones de los intelectuales, políticos y militares para conseguir cerrar las diferencias étnico-raciales de aquella época, que, como en la actualidad, siguen siendo de una diversidad amplia.
En este contexto, el racismo practicado en el México decimonónico tuvo varias dimensiones: como una expresión de prejuicios o como una metáfora de la opresión; significó el dominio de una elite para referirse a los indios. Para algunos estos últimos eran gente poco evolucionada simplemente, pero para otros era una raza que había que desaparecer por la vía pacífica, a través del mestizaje, o vía el exterminio, porque impedía el progreso de la nación. El racismo en México también constituyó un sistema de pensamiento y una ideología que, al igual que en Europa, se alimentó del discurso de la biología y de la medicina, justificando así sus acciones violentas. Especialmente, en el caso de la medicina, validó la experimentación y la explotación de los indios, las mujeres y los soldados. Pero sobre todo justificó la aplicación de medidas higienistas entre la población propuestas por la medicina científica, pues se consideró que la práctica de ciertas conductas y la condición de raza, clase social, temperamento y constitución física facilitaba la propensión a ciertas enfermedades, como la tisis, la sífilis, el escorbuto, etcétera. Resulta no sólo interesante sino interminable la labor de revisar y leer desde otro ángulo los cometidos de la ciencia médica y la biología a lo largo de su existencia.
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Oliva López Sánchez
Estudiante de posgrado,
Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.
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como citar este artículo → López Sánchez, Oliva. (2001). La mirada médica y la mujer indígena en el siglo XIX. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 44-49. [En línea]
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Los médicos y la "degeneración de la raza indígena"
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Ana María Carrillo | |||
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El intelectual decimonónico Francisco Pimentel reprodujo en uno de sus trabajos una supuesta carta de indígenas donde éstos decían: “La ruindad de nuestros alimentos, la desnudez que soportamos, las fatigas que tenemos para muy mal alimentarnos, son unas de las principales causas porque nuestro cuerpo es tan flaco y raquítico, nuestra alma tan pobre de ideas, y tan ruin que nos constituye y nos relega a la más despreciable y degenerada raza de simples vivientes”.
Me atrevo a asegurar que este texto jamás fue escrito por indígenas, y que, más que probar la ruindad y pobreza de ideas de éstos, mostraba los prejuicios del conservador Pimentel. Coincidían con él muchos políticos y profesionales, quienes soñaban con un futuro enmarcado en las ideas europeas de progreso, en el que no había cabida para los pueblos indios.
Entre los que aspiraban a tal objetivo destacaban los médicos. En opinión de algunos de ellos, los indios habían sido siempre inferiores; mientras que para otros, habían tenido una época de esplendor pero habían ido degenerando. Dentro de los primeros estaban Bartolache, médico dieciochesco representativo de la Ilustración novohispana, y Porfirio Parra, positivista decimonónico. En el primer número del Mercurio Volante —pionero entre los periódicos médicos del país—, Bartolache catalogaba a los pueblos prehispánicos como bárbaros e ignorantes; casi un siglo después, Parra definía al imperio azteca como rara amalgama de cultura y de barbarie, que presentaba “a la par que destellos de adelanto, feroces prácticas que hacen pensar en los salvajes más ínfimos”.
Si la “raza india” era inferior, automáticamente podía deducirse que su medicina también lo era. Bartolache justificaba el atraso en el que estaban las ciencias en la Nueva España aduciendo esa inferioridad. Afirmaba que las Américas debían todas sus luces a España, y que quizá cuando se contaren veinte o más siglos de conquista podría hacerse una comparación entre los dos orbes. Por su parte, Parra negaba todo valor a la medicina indígena.
Francisco Flores, en cambio, hablaba de glorias pasadas de los pueblos indios. En su monumental obra Historia general de la medicina en México, desde la época de los indios hasta la presente, publicada en 1886, reconocía el valor de los médicos de la universidad colonial y se descubría ante los representantes de la medicina prehispánica, especialmente la azteca. Aseguraba que el día en que los aspirantes de las escuelas médicas nacionales consagraran sus estudios a la clasificación y análisis de tantos vegetales de la flora como habían usado los farmacéuticos y médicos indios, se sacaría del olvido la terapéutica nacional heredada de los antepasados, para gloria de los primitivos progenitores, para provecho de las siguientes generaciones de médicos y para honra de la patria.
Estas ideas hicieron escribir a su maestro Parra en el prólogo de la obra: “Sentimos menos entusiasmo que el autor por el grado de civilización que alcanzó la cultura azteca”. Pero, incluso, Flores calificaba a los indígenas de su tiempo como “ignorantes, abatidos e imbéciles”, y desechaba a su medicina por “irracional y vulgar”.
Por entonces, Francis Galton ya había dado a conocer sus primeros trabajos sobre la “ciencia” de la eugenesia, la cual tenía la función de mejorar las cualidades de las razas por medio de la herencia. Para Galton —quien había recibido las influencias de Malthus y de Darwin—, las características de una raza estaban determinadas por la herencia y la selección, y ésta representaba el motor natural del proceso evolutivo. Este autor tenía prejuicios raciales y de clase, que sin embargo no son comparables con los de algunos de sus seguidores, como Karl Pearson, quien sostenía que la alta natalidad de los pobres era una amenaza para la civilización, y que las razas superiores debían suplantar a las inferiores.
También Herbert Spencer, positivista y darwinista, había publicado sus trabajos en los que aplicaba la teoría de la evolución al desarrollo de las sociedades.
En México, el ministro de finanzas de Porfirio Díaz, José Ives Limantour, afirmaba que la raza y los caracteres predominantes, transmitidos por herencia, ejercían influencia poderosa en el espíritu, en detrimento del libre albedrío. Los pueblos, lo mismo que los individuos, sostenían una lucha en la cual perecían indefectiblemente los que se inmovilizaban y estacionaban, cuando otros marchaban y, para asegurar su engrandecimiento, estudiaban y aplicaban las leyes inmutables de la naturaleza.
“Nuestra nacionalidad —decía el político— deriva de dos civilizaciones: una que fue las más adelantada del continente y a la cual lograron extinguir los aceros conquistadores […] y otra que impera hoy, sin contradicción y por igual, sobre los descendientes de los aborígenes y sobre el nuevo elemento poblador”.
Las causas de la degeneración
En su intento de probar la hipótesis de la degeneración no sólo de la raza indígena sino de todos los desheredados, los médicos del siglo xix recurrieron a la clínica, la historia de la medicina, la antropología médica, la higiene, la psiquiatría y la geografía médica.
Las causas a las que ellos atribuían la degeneración de los trabajadores del campo y la ciudad eran su costumbre de embriagarse, su alimentación deficiente, la miseria en que vivían, el hacinamiento de personas y animales, su ingreso temprano a la sexualidad, el incesto, el descuido de los hijos durante el embarazo, la crianza inadecuada de los recién nacidos y el exceso de trabajo. Sus textos abundan en generalizaciones, y con excepciones carecen casi totalmente de cifras.
Los facultativos Francisco Jiménez, José Lobato, Sebastián Labastida, Nicolás Ramírez de Arellano y Jesús Sánchez relacionaban el consumo excesivo de alcohol con la degeneración de la raza, pues —sostenían— el alcohol quitaba fuerzas al organismo para resistir las múltiples causas que tendían a alterar la salud, y afectaba no sólo a quienes abusaban de él sino también a sus descendientes.
Labastida se dedicó durante cerca de un lustro a estudiar el efecto del consumo excesivo de alcohol en la salud física y mental de los hijos de alcohólicos, y publicó uno de los pocos trabajos mexicanos de la época con datos sobre la herencia en la formación de la personalidad y la susceptibilidad a la enfermedad.
Lobato advertía, en relación con el aumento del alcoholismo en México, que “no será remoto ver dentro de algunas décadas una nueva raza decrépita y sujeta a toda la degradación que trae consigo el alcoholismo”. Y para Ramírez de Arellano, en los descendientes de alcohólicos se presentaban problemas desde las primeras generaciones: borrachera habitual, depravación moral, accesos de manía, reblandecimiento cerebral, hipocondría; hasta llegar a la cuarta generación, con imbecilidad, idiotismo, esterilidad y extinción de la familia. Decía estar de acuerdo con Chatelain en que esta cuarta generación que se extinguía entraba sin duda en el gran plan de la naturaleza, que “por una especie de selección natural elimina[ba] así a los elementos gangrenados y nocivos al bienestar general”.
De acuerdo con el destacado clínico decimonónico Miguel Jiménez, el hábito de beber se daba básicamente entre la “clase ínfima del pueblo […]; por fortuna de la Divina Providencia, es rarísima la ocasión de encontrar en nuestra buena sociedad alguna persona que abuse, o siquiera que use con inmoderada frecuencia de las bebidas fuertes”.
Esta idea era manejada también en el nivel internacional. Los delegados al Primer Congreso Médico Latinoamericano, celebrado en 1900 en Santiago de Chile, propusieron aumentar los impuestos a las bebidas alcohólicas, y bajar los derechos de importación de té, café, cacao y yerba mate, “bebidas higiénicas que contribuyen a disminuir el abuso que de los alcoholes hacen las clases inferiores de la sociedad”.
Al parecer éste era un prejuicio. Muchos otros médicos —como Manuel Pasalagua, Luis E. Ruiz, Secundino Sosa y José de Jesús González— señalaban que el alcoholismo afectaba a todas las clases de la sociedad (cada una de las cuales contaba con sitios donde se reunía a abusar de las bebidas alcohólicas); y eran atrapados por él, políticos, profesionistas (incluidos los médicos), niños y mujeres. Es decir, el alcohol no exentaba sexo, edad ni posición social.
Pero la mayoría de los facultativos pensaba que las bebidas extranjeras que consumían los poderosos —como güisqui, coñac o vino tinto— eran superiores al pulque o “vino nacional” y a la cerveza, que ingerían los trabajadores y aun la clase media. En un texto de higiene dirigido a la escuela primaria, Ruiz llamaba a los niños a rechazar sobre todo “el inmundo pulque”.
En realidad, la peligrosidad de los licores destilados era mayor que la de las bebidas fermentadas, si bien el pueblo bebía también mezcal de maguey, alcohol de caña o refino y tequila (cuyo comercio, por cierto, representaba desde el siglo xix millones de pesos). Indudablemente, variaba la pureza de algunas bebidas alcohólicas consumidas por la población mexicana; los más pobres —entre los que ayer como hoy se encontraban los indígenas— ingerían con frecuencia bebidas de ínfima calidad, como la denominada “perro” o “mata-burro”, que no era más que una maceración de ixtle con una mezcla de agua y alcohol.
Los médicos relacionaban la supuesta degeneración de los indios con su alimentación. Es innegable que ésta era insuficiente en calidad y cantidad, lo cual era causa de enfermedad y muerte, pero en esa discusión también había prejuicios, pues los facultativos menospreciaban los alimentos nacionales y sólo valoraban a los europeos.
Para Flores, la alimentación de los indios era mala pues ingerían sobre todo vegetales y tortillas, y prescindían de las carnes; el historiador de la medicina manifestaba desprecio por otros de sus alimentos, como los gusanos de maguey y los jumiles. En su Ensayo de geografía médica y climatología de la República Mexicana, publicado por la Secretaría de Fomento en 1889, el médico Domingo Orvañanos decía que la gente miserable “sustituía” la carne por los frijoles y la leche por los atoles; y “en vez” de pan de harina de trigo tomaba como “sucedáneo” la tortilla de maíz; el chile sobraba.
Hacía miles de años que los indios del área México-Guatemala se alimentaban básicamente con maíz, frijol y chile. Pero para los médicos decimonónicos, sucedáneo era lo no europeo. Orgullosamente servían sándwiches en sus congresos, al tiempo que en la prensa se levantaban algunas voces contra el hecho de que, por influencia de Estados Unidos, los pobladores de las ciudades mexicanas estuviesen abandonando el pan negro por el blanco.
Jiménez achacaba también la degeneración de los indígenas a su envilecimiento y miseria; a lo mal alojada que se encontraba esa raza en humildes chozas, en las que se hacinaba con sus animales domésticos y con otros seres humanos, y al incesto.
Para Francisco Flores, se debía a lo temprano que se entregaban a ejercer “ciertas funciones”, las indias casándose a una edad muy tierna en que no podían menos que producir seres raquíticos y endebles, y los varones desempeñando desde los diez años los rudos trabajos del campo. La india —decía el historiador de la medicina— no cuidaba para nada durante su embarazo el producto que llevaba en su seno; realizaba al mismo tiempo duras tareas, como moler el maíz y aun ayudar a los hombres en sus labores, y alimentaba luego a su hijo de manera inapropiada. En un país donde el amamantamiento era la regla, la medicina académica había comenzado a promover la lactancia artificial de los recién nacidos con sucedáneos industrializados de leche humana.
Otro médico que a finales del porfiriato sostuvo ideas racistas fue Jesús Sánchez, y lo hizo desde la antropología médica. Afirmaba que en las diferentes razas las enfermedades se modificaban de manera sorprendente. Ciertos pueblos gozaban de inmunidad casi total a enfermedades que para otros eran mortíferas; algunas razas sufrían poco de enfermedades a las que otras tenían gran predisposición; unos pueblos daban poca importancia a enfermedades que en otros lugares mataban a los hombres por millares. Las fiebres eruptivas, la sífilis y la locura presentaban importantes modificaciones, en parte debidas al estado social, pero también a la constitución propia de las razas
Pensaba, con Topinard, que el conocimiento de esa disciplina garantizaba cierta superioridad al médico, quien podía prever “la extinción de las razas inferiores, las que menos bien preparadas para el combate por la vida se extinguen paulatinamente”. Según él, esto había acontecido con los indios del norte del continente americano y también con los de México, aunque más lentamente, no por efecto de una guerra contra ellos o por la carga de trabajo que tenían que soportar, sino por su inferioridad racial.
Otros pronosticaron la desaparición de los indios de México. Para Flores, éstos habían llegado a tal grado de “enervamiento, miseria y abyección”, que en algunos siglos no podrían sino desaparecer.
Aunque la Sociedad Mexicana de Eugenesia no se constituyó hasta los años treintas del siglo xx, muchos políticos y médicos del xix sostuvieron las ideas eugenesistas, y trataron de influir con ellas las políticas públicas.
La práctica de la eugenesia podía ser negativa, consistente en impedir que retrasados mentales, criminales o enfermos, se reprodujeran; y positiva, que favoreciera el mejoramiento de la raza. La primera se lograba impidiendo el matrimonio de los individuos cuyos caracteres se trataba de eliminar o esterilizándolos, así como abandonando la beneficencia; y la segunda, favoreciendo la cruza de las “razas inferiores” con las “superiores”, de modo que aumentara la proporción de personas con cualidades genéticas “superiores”.
Hace más de cien años, a propuesta del médico Gonzalo Castañeda —quien entonces se encontraba en Europa— se discutió en la Academia Nacional de Medicina la posibilidad de emplear aparatos para evitar la concepción cuando hubiese peligro de enfermedades hereditarias, como ceguera, sordomudez, tuberculosis o sífilis. Los facultativos se adjudicaban el derecho exclusivo de decidir en qué casos podría ser empleada la contracepción.
Desde el comienzo de las campañas estatales contra la tuberculosis, en 1907, y la sífilis, en 1908, hubo médicos que plantearon la necesidad de una declaración de salud hecha por un médico en caso de matrimonio, como “útil salvaguardia para el porvenir de las familias”. A los enfermos de tisis o de enfermedades de transmisión sexual debía impedírseles que se casaran.
Tobías Núñez pensaba que cuando alguien se casaba con un tuberculoso, al firmar el acta de matrimonio, estaba signando también su sentencia de muerte. Oponiéndose a estos matrimonios, el médico realizaba una obra científica, humanitaria y hasta patriótica, “porque los matrimonios entre tuberculosos concurren en gran escala a la degeneración de la población y al incremento de las miserias de la vida, que son tantas ya sin este evitable motivo”. Tratando de impedir que los enfermos de sífilis se casaran y tuvieran hijos, los dermatólogos Jesús González Urueña, Francisco Bulman, Aristeo Calderón y Eduardo Lavalle Carvajal defendieron, como medida coercitiva, el certificado sanitario de aptitud para el matrimonio exigido oficialmente o reclamado por las partes contratantes. La Sociedad Mexicana de Profilaxis Sanitaria y Moral, por su parte, recurrió a la persuasión; el médico José Terrés, su primer presidente, llamaba a los enfermos a pensar en el sufrimiento al que expondrían a sus futuros hijos e hijas, quienes, “aun observando una conducta ejemplar”, padecerían dolencias venéreas.
En otro orden de ideas, algunos médicos se opusieron al reglamento de 1880 de la Beneficencia Pública, el cual estipulaba el derecho de los habitantes de la República, cuando eran débiles económicos, a recibir atención médica por parte del Estado, y el deber de la sociedad de contribuir a los gastos que esa atención médica implicara. Estos facultativos argumentaban que la beneficencia contribuía a la degeneración de la raza, pues ayudaba a la supervivencia de seres inferiores, que de otro modo habrían fallecido. Para Manuel Ramos, el económicamente débil no debía recibir ni la menor ayuda del Estado; las medidas gubernamentales que pretendían remediar los padecimientos de los individuos que eran incapaces por sí mismos de luchar contra las dificultades de la existencia favorecían generaciones de ignorantes, perezosos y criminales.
Para lograr el mejoramiento de la raza indígena, el Estado mexicano promovió la inmigración de algunas comunidades extranjeras y la colonización de determinadas regiones del territorio mexicano. “Desgraciadamente —decía Flores— los ensayos han sido poco felices, pues si bien se ha tenido la atingencia de importar para el cruzamiento individuos de la raza latina, tales como italianos, españoles y belgas, se ha descuidado elegir los lugares y los climas que fueran más propicios para establecerse”.
Aunque en general se tuvo cuidado en que los inmigrantes no introdujesen al país enfermedades contagiosas, hubo una mayor discriminación contra los chinos, sirios y asiáticos en general, quienes también eran considerados inferiores. Las autoridades sanitarias mexicanas incluso enviaron un representante a Hong Kong para inspeccionar a los japoneses y chinos que se embarcaban con destino a México.
Durante la epidemia de peste de 1902 y 1903 en Sinaloa, el delegado del Consejo Superior de Salubridad en Mazatlán propuso alojar en barracas a los chinos, a pesar de que hasta ese momento ninguna persona de esa nacionalidad se había enfermado.
Con no poca frecuencia, familias de inmigrantes europeos llegaban enfermas de sarampión u otras enfermedades transmisibles; las autoridades sanitarias mexicanas las aislaban y las trataban hasta su curación, luego de lo cual les permitían establecerse en el país. En cambio, obligaron a reembarcarse a cientos de chinos siempre que éstos llegaron enfermos de tracoma u otras enfermedades transmisibles. La inspección de los ojos de los inmigrantes se hacía de manera especialmente cuidadosa en el puerto de Salina Cruz, por donde los inmigrantes chinos solían llegar, a pesar de que, como afirmaba el oftalmólogo José Ramos, los casos de tracoma se observaban en sujetos de diferentes razas: europeos, americanos o asiáticos, y tanto entre criollos como en indígenas de raza pura.
En 1908 se expidió en México una Ley de Inmigración, que prohibía la entrada de epilépticos, enajenados mentales, ancianos, raquíticos, deformes, cojos, mancos, jorobados, paralíticos, ciegos o de otro modo lisiados o con cualquier defecto físico o mental. Dicha Ley se aplicaba incluso a los extranjeros que visitaban el país de manera temporal.
En el siglo xx, en las sociedades eugenésicas había políticos y científicos, pero sobre todo médicos. Ellos lograron llevar a efecto varias de las ideas planteadas por sus colegas del xix, como el certificado de aptitud para el matrimonio, y siguieron insistiendo en políticas nacionales de inmigración que favorecían a la “raza” blanca a la que consideraban superior.
Puede concluirse que muchos médicos mexicanos desde la época colonial hasta el siglo xx sostuvieron ideas clasistas: para ellos, “la plebe” era sucia, inmoral y viciosa. También eran racistas: defendieron la idea de que había diferencias innatas en la raza blanca y la raza “cobriza”: aquélla era fuerte, hermosa, inteligente, civilizada y moral; ésta era débil, fea, torpe, atrasada y moralmente degenerada, lo cual era causa “natural” de la situación privilegiada de una y la miseria de la otra.
Para el higienista Luis E. Ruiz, por ejemplo, la raza indígena representaba “el sufrimiento y el rudo trabajo material”, mientras que los blancos representaban “la supremacía intelectual y social”. El periódico positivista La Libertad definía a la indígena como una raza de cortos alcances intelectuales, que no podía comprender la razón y la justicia, y con la que, por tanto, debía emplearse la fuerza: “Que comprendan los indígenas que somos los más fuertes”. En diferentes momentos, los médicos aseguraron que la raza blanca era la única que había contribuido al desarrollo de México. Como dice Leopoldo Zea, la idea de nación mexicana de esos intelectuales no incluía a los pueblos indios; éstos eran los conquistados y pertenecían a una raza inferior que degeneraba día con día.
Algunas voces distintas
Pero, como en todos los asuntos, hubo voces disidentes. Menciono aquí sólo algunas: a finales del siglo xix la Academia Mexicana de Legislación y Jurisprudencia organizó los llamados concursos científicos de la capital, en los que profesionales de diversas sociedades científicas trataban temas de su especialidad. En las discusiones acerca del alcoholismo habidas en uno de ellos, el médico legista Secundino Sosa fue ovacionado cuando expuso brillantemente la tesis —contraria a la de la mayoría de sus colegas— de que era notoriamente falso que la raza indígena hubiese degenerado.
Fue un médico, Rodolfo Rafael Ramírez, quien implantó la primera campaña de alfabetización y fundó la Casa del Estudiante Indígena en su natal Guanajuato.
Si bien la beneficencia tuvo detractores entre los médicos, también encontró defensores en ese gremio. Al menos hasta principios del siglo xx muchísimos de ellos dedicaban una parte del día a dar consulta gratuita a los enfermos pobres, e incluso pagaban los medicamentos de su peculio. El médico militar Miguel Otero creó con sus propios recursos el Hospital Infantil de San Luis Potosí y el Instituto Antirrábico Pasteuriano en el mismo estado.
Manuel Septién y Llata propuso, en el siglo xix, que el Estado mexicano proporcionara atención médica a toda la población. Y en su calidad de médico de minas, Gonzalo Castañeda denunció las condiciones en que trabajaban los barreteros del país, e hizo mención especial a la explotación de que eran víctimas los indios y los niños.
Pero llama la atención el que algunos de estos mismos médicos no se vieran libres de la mentalidad dominante en su época. Para Otero, por ejemplo, eran responsabilidades del médico proteger a los débiles y a los vencidos en la lucha social, y buscar su mejoramiento físico, moral e intelectual. Y Castañeda, quien había hecho una defensa vehemente de los mineros, era el mismo que había propuesto la necesidad de evitar la concepción en personas con enfermedades hereditarias, y décadas después sería promotor de las agrupaciones eugenesistas.
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Ana María Carrillo
Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo →
Carrillo, Ana María. (2001). Los médicos y la "degeneración de la raza indígenas". Ciencias 60-61, octubre-marzo, 64-70. [En línea]
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Fray Bernardino de Sahagún frente a los
mitos indígenas
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Alfredo López Austin
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La investigación histórica descansa en la interpretación. Ésta es una verdad sabida por siglos. Verdad sabida, es cierto; pero como todas las verdades viejas, a veces tan relegada en el cajón de lo obvio que termina por pasar inadvertida. La información está aquí y allá, en los expedientes de un archivo, en las páginas de un libro, en la piedra exhumada por el arqueólogo, en la voz grabada en una cinta o en un disco, en las formas y colores de una imagen visual, en las líneas de un periódico… Pero todo esto es apenas material en bruto que debe estimarse tanto en los contextos más inmediatos como en los más distantes; que es necesario relativizar con la crítica más depurada; que ha de articularse, ya elaborado como dato histórico, a muchos otros datos de muy distintas clases de fuentes; que tiene que ser explicado y explicar en una cadena de temporalidades todo, hasta formar parte de ese modelo lógico de lo acontecido que recibe el nombre de hecho histórico. La hoja recién extraída de un archivo, el monolito recién reincorporado a usos y sentidos —otros usos y otros sentidos en otra sociedad diferente a la que le dio origen—, el texto recién releído, deben pasar todos por la interpretación, que es, a su vez, sólo uno de los primeros pasos del proceso de producción historiográfica.
Me refiero a lo anterior porque pudiera suponerse que un texto tan visto y revisado como lo es la Historia general de las cosas de Nueva España ya no requiere de mayores análisis y comentarios, y que fácilmente se puede llegar a él con el propósito de extraerle citas y acomodarlas, como cuadros en la pared de alguna galería, para muestra, ilustración o adorno. No es así, pues cada nuevo uso del texto tendrá que adecuarse por medio de específicas interpretaciones, y éstas no deberán ser arbitrarias ni libremente subjetivas, sino sujetas tanto a las reglas del buen oficio como a las virtudes —y los frenos— de una recta imaginación.
Para quienes estamos interesados en el mito, la interpretación es particularmente necesaria. El mito es, sin duda, una creación humana opaca, de difícil intelección, y mucho más cuando en el proceso de su registro y relectura intervienen los factores fuertemente ideológicos de la relación intercultural. No en vano el término mito se ha cargado de un sentido peyorativo que lo asimila a la fábula y a la ficción, y no en vano muchas religiones se niegan a admitir como mitos sus propias creencias y narraciones míticas. Por todo esto conviene que quien pretenda estudiar los mitos en una fuente documental importante —como lo es la Historia general de las cosas de Nueva España— sea muy preciso, al menos, en tres aspectos de su labor historiográfica: a) su definición de mito desde el enfoque específico de su investigación; b) la interpretación propiamente historiográfica, la que lleva a la evaluación del texto estudiado como material histórico, y c) la interpretación propiamente mítica, o sea en la aprehensión del sentido de los asuntos míticos correspondientes a los distintos grados de abstracción y de su interrelación como componentes de un discurso único. En este trabajo me enfocaré sintéticamente al segundo de estos aspectos, el historiográfico, haciendo breves comentarios relativos a los otros dos ámbitos. Aclaro que en esta ocasión limito el término mito a la narración mítica, esto es, a la producción de los relatos de los procesos incoativos de la creación del mundo; veamos, por tanto, la forma en que fray Bernardino de Sahagún registró en su Historia general las aventuras de los dioses que en el tiempo primigenio produjeron la existencia del ser humano y su habitáculo.
Lo anterior permite que nos concentremos en un número limitado de pasajes, aunque éstos están distribuidos en los distintos libros componentes de la obra. Por una parte tomaremos en cuenta relatos que Sahagún reconoce como mitos, los que el franciscano califica como las fábulas que contaban los indios en la antigüedad; por otra estarán las narraciones que reconocemos como mitos tanto por encontrarlas en otras fuentes documentales en su claro aspecto mítico, como por el análisis que puede hacerse de su contenido en la Historia general, aunque para Sahagún hayan sido historias más o menos verosímiles de hechos reales en su propia apreciación de la realidad histórica. Cabe advertir aquí, de cualquier manera, que en algunas ocasiones la distinción no es tajante.
Empecemos con lo que el franciscano llama fábulas de los antiguos o, en forma más precisa, teología fabulosa de los gentiles. Como puede suponerse, esta teología fabulosa es para fray Bernardino un pensamiento no sólo erróneo, sino diabólico. ¿Por qué, entonces, Sahagún dedica tanta atención a los mitos? Así como Sahagún tomó como modelo a fray Ambrosio Calepino en su proyecto de vocabulario, san Agustín fue su inspirador en el registro de la mitología. San Agustín dedicó el Libro Sexto de La ciudad de Dios a los mitos de los gentiles, con el propósito de que su exposición sirviese para darles a entender que sus dioses no tenían tal carácter ni podían obrar en beneficio de los hombres. Sahagún, desde el prólogo general de su obra, se dirige a los evangelizadores y confesores de indios que creen que los pecados más graves de su grey son las borracheras, los hurtos y la carnalidad. Les advierte que hay otros muchos pecados más graves que tienen gran necesidad de remedio: los de la idolatría, que no pueden ser considerados cosa del pasado. Los predicadores y confesores deben actuar, según las propias metáforas de fray Bernardino, como médicos de las almas para curar las enfermedades espirituales. Sólo con el conocimiento preciso de las creencias, ritos y mitos de los antepasados prehispánicos podrá descubrirse su persistencia en los tiempos actuales: “los pecados de la idolatría y ritos idolátricos, y supersticiones idolátricas y agüeros y abusiones y ceremonias idolátricas no son aún perdidas del todo. Para predicar contra estas cosas, y aun para saber si las hay, menester es de saber cómo las usaban en tiempos de su idolatría, que por falta de no saber esto en nuestra presencia hacen muchas cosas idolátricas sin que lo entendamos. Y dicen algunos, escusándolos, que son boberías o niñerías, por ignorar la raíz de donde salen, que es mera idolatría, y los confesores ni se las preguntan ni piensan que hay tal cosa, ni saben lenguaje para se lo preguntar, ni aun lo entenderían aunque se lo digan”.
Sahagún repetirá la justificación de su proceder en el prólogo al Libro Tercero, advirtiendo que el Diablo está al acecho, esperando la coyuntura para recuperar el terreno perdido con la evangelización de los indios. El franciscano recalca que si no se toman las providencias necesarias, el Demonio despertará las idolatrías que parecen del todo olvidadas en los descendientes de sus antiguos súbditos. Entre dichas providencias necesarias para mantener la fe —insistirá fray Bernardino— está el conocimiento de los registros que él hizo en sus libros Segundo, Tercero, Cuarto y Quinto.
Sahagún sigue fielmente el ejemplo de san Agustín. Parece convencido de que al mostrar a los indios el error de la idolatría, se hará evidente la verdad de la fe cristiana. Es su convicción, generalizada entre los evangelizadores, que sólo la luz del Evangelio aparta a los hombres de la mentira, y que sin ella los pueblos caen en las mayores aberraciones: “Vosotros, los habitadores desta Nueva España, que sois los mexicanos, tlaxcaltecas y los que habitáis en la tierra de Mechuacan, y todos los demás indios destas Indias Occidentales, sabed que todos habéis vivido en grandes tinieblas de infidelidad y idolatría en que os dexaron vuestros antepasados, como está claro por vuestras escripturas y pinturas y ritos idolátricos en que habéis vivido hasta agora […] Y sabed que los errores en que habéis vivido todo el tiempo pasado os tienen ciegos y engañados”.
Su argumentación descansa plenamente en la Escritura, fuente máxima de verdad para los cristianos, que muestra no sólo cuál es el origen de los falsos dioses, sino los grandes males en que incurrieron los hombres por su adoración. En su discurso muestra a los indígenas cómo los antiguos gentiles tuvieron que reconocer sus propios errores, al decir, según la Escritura: “Errado habemos en el camino de la verdad; no nos alumbró la luz de la justicia; no nos salió el sol de la inteligencia; fatigónos y cansónos el camino de la maldad y de la perdición”. Pero el argumento se hace mucho más grave cuando Sahagún lo aplica a los indígenas. Sahagún, más allá de sus virtudes y de su comprensión al mundo indígena, es ya un hombre formado en la relación colonial que rebaja a los colonizados a la calidad de menores de edad. Sahagún descalifica a los indígenas considerándolos un pueblo pueril, en posición de desventaja frente a los antiguos gentiles del Viejo Mundo. Son los indios, a su juicio, primeros entre todos los idólatras del mundo en la reverencia y fidelidad que tienen a sus dioses; pero si los gentiles griegos y latinos —a quienes Sahagún llama “nuestros antecesores” y gente de tanta discreción y presunción— inventaron fábulas “ridiculosas” acerca del Sol, la Luna, las estrellas, el agua, la tierra, el fuego y el aire, no es de maravillarse que lo hagan los indios, “gente tan párvula y tan fácil para ser engañada”. El estigma de la minoría de edad, arma terrible contra la dignidad de los pueblos, se muestra en la incomprensión de las creencias ajenas, siempre posibles de ser condenadas por su irracionalidad. Cuando Sahagún se refiere al culto dado a las mocihuaquetzque, las mujeres muertas en su primer parto, juzga que es “cosa tan de burlar y de reír, que no hay para qué hablar de la confutar por autoridades de la Sagrada Escriptura”, y al hablar del ritual dedicado a los montes, con comunión de sus imágenes fabricadas con semillas, dice: “Esto más parece cosa de niños y sin seso que de hombres de razón”.
En resumen, es la fe cristiana, suprema verdad para los evangelizadores, la fuente de sabiduría. Su desconocimiento hace caer en los errores idolátricos a todos los pueblos apartados de ella. El error, creado e inspirado por el Demonio, se hará más grave y evidente en aquellos hombres que no poseen madurez. El error explica la imaginación fabulosa de los forjadores de mitos; pero, ¿todo es mentira en el mito? ¿Quiénes son —y qué clase de existencia tienen— los personajes del mito, los dioses que aparecen en sus aventuras? Paradójicamente son, a los ojos de los evangelizadores, seres reales, no simples frutos de la imaginación alterada.
En primer término, los dioses de los indígenas son de la misma índole de los dioses de los gentiles del Viejo Mundo. Esto se reafirma con las múltiples comparaciones que aparecen en la Historia general: Huitzilopochtli fue otro Hércules; Tezcatlipoca, otro Júpiter; Chicomecóatl, otra Ceres; Chalhiuhtlicue, otra Juno; Tlazoltéotl, otra Venus; Xiuhtecuhtli, otro Vulcano; Quetzalcóatl (como Huitzilopochtli), otro Hércules, etcétera. Sahagún afirma que los indígenas de la Nueva España, como los gentiles griegos y romanos, adoraron a los seres irracionales, entre ellos el fuego, maravillados por sus efectos de quemar, calentar, asar y cocer, ceguedad que los obligó a atribuir entendimiento a un ser creado para servicio de los hombres. Como dice la Escritura, aplicaron el nombre de dioses a objetos de piedra y de madera, y —hará destacar Sahagún—, como gran locura, lo dieron a hombres, mujeres y animales. Además, según fray Bernardino, los indios extendieron la idea de divinidad a muchos otros seres por su propensión de aplicar el término teutl a todo lo que les parecía extraordinario: “Será también esta obra [el Libro Onceno] muy oportuna par darlos a entender el valor de las criaturas, para que no las atribuyan divinidad; porque a cualquiera criatura que vían ser iminente em bien o en mal, la llamaban teutl; quiere decir ‘dios’. De manera que al Sol le llamaban teutl por su lindeza; al mar también, por su grandeza y ferocidad. Y también a muchos de los animales los llamaban por este nombre por razón de su espantable dispositión y braveza. Donde se infiere que este nombre teutl se toma en buena y en mala parte. Y mucho más se conoce esto cuando está en compositión, como en este nombre, teupiltzintli, ‘niño muy lindo’, teupiltontli, ‘muchacho muy travieso o malo’. Otros muchos vocablos se componen desta misma manera, de la significación de los cuales se puede conjecturar que este vocablo teutl quiere decir ‘cosa extremada en bien o en mal’”.
No debemos considerar este pasaje de Sahagún como un mero exceso de interpretación. Si bien la razón no es lingüística, cabe advertir que otros autores de su siglo y del siguiente se percataron de que en las concepciones indígenas la divinidad se extendía a todas las criaturas y se hacía más notoria en aquellas que mostraban cualidades extraordinarias.
Pero, volviendo a los dioses, tanto los de la gentilidad clásica como los de la gentilidad indígena, ¿podía plantearse que eran sólo criaturas mundanas a las que por el error del Demonio se había atribuido divinidad? Aquí la respuesta de Sahagún, como la de la mayoría de sus contemporáneos evangelizadores, fue doble. Por un lado, descansaba en la Escritura, como lo transcribiría Sahagún: Omnis dii gentium demonia (“Todos los dioses de los gentiles son demonios”). Y los españoles habían caído, en verdad, en un demonismo extremo al enfrentarse a la religión indígena. La demonización de los dioses fue, en efecto, una imagen siempre presente no sólo para explicar la fuente del engaño, sino para dar cuenta de los hechos extraordinarios relatados por los indígenas y aceptados por los españoles, propensos por causa propia a la milagrería. Si los indios narraban casos en que la naturaleza había sido violentada por la acción de los dioses, en que lo maravilloso había invadido la tierra, era más fácil para los españoles atribuir la acción a los demonios que echar mano a un escepticismo peligroso. Incluso las enfermedades que los indios atribuían a sus diosas podían ser interpretadas por los españoles como posesiones demoniacas. Así, Sahagún nos dirá que la parálisis de los niños, explicadas por los indios a partir de los daños causados por las mujeres muertas de primer parto, podía deberse a que entraba en las criaturas algún demonio. Con los demonios, sus engaños y sus revelaciones se explicaba hasta el origen del calendario adivinatorio de doscientos sesenta días, que según fray Bernardino no contenía origen lícito ni natural, pues no se fundaba en ningún ciclo de la naturaleza.
Sin embargo, en forma paralela, un antiguo pensamiento racionalista acompañaba a los evangelizadores llegados a la Nueva España. La tesis procedía de la antigüedad clásica. El autor era un historiador, filósofo y viajero griego que había vivido en los siglos iv y iii a. C.: Evémero de Mesina. Evémero, que había recibido como influencia el escepticismo religioso de la escuela de Cirene, recogió las historias de los dioses y aplicó especial atención al registro de los sitios que se suponían los lugares de su nacimiento y su sepulcro. En su obra, Escrito sagrado, quiso demostrar que los llamados dioses habían sido en su tiempo seres humanos, y que la memoria de las generaciones posteriores los había exaltado hasta hacerlos merecedores de culto. Sus enseñanzas tuvieron un relativo éxito entre los filósofos, como explicaciones de la naturaleza de los dioses; pero sin duda quienes las aceptaron siglos más tarde con mayor pasión fueron los escritores judíos y cristianos que vieron en el evemerismo un argumento de peso contra las concepciones paganas. Las viejas enseñanzas de Evémero continuaron vigentes a través del tiempo, y no sólo vinieron con los conquistadores al Nuevo Mundo, sino que fueron reafirmadas en el siglo xix y, aún hoy, no es del todo extraño encontrarlas repetidas por algunos estudiosos de la religión.
Sahagún afirmó la existencia humana de muchos de los dioses indígenas. Huitzilopochtli, por ejemplo, había sido un “nigromántico o embaidor que se transformaba en figura de diversas aves y bestias”, y fueron tales su fortaleza y su destreza en la guerra que los mexicanos lo habían honrado como a un dios. Según fray Bernardino, habían sido seres humanos Páinal, Quetzalcóatl, Chicomecóatl, Tzapotlatenan, Opuchtli, Yacatecuhtli y otros más. Como se ha dicho, es una afirmación nada extraña entre los evangelizadores, pues se encuentran otras muchas menciones semejantes en las obras del siglo xvi, entre ellas, para dar un solo ejemplo, la de fray Diego de Landa, quien, al referirse a Kukulcán, dice: “Queda dicha la ida de Cuculcán, de Yucatán, después de la cual hubo entre los indios algunos que dijeron que se había ido al cielo con los dioses, y por eso le tuvieron por dios y le señalaron templo en que como a tal le celebrasen su fiesta…”
Como en el caso de la divinidad de las criaturas, no debemos buscar el fundamento de estas interpretaciones sólo a partir de la tradición europea. Las creencias mesoamericanas, mal entendidas por los españoles, dieron pie a que el evemerismo se fortaleciera en la Nueva España. Entre estas concepciones indígenas mal interpretadas pueden mencionarse la creencia en los hombres-dioses, las particularidades de los dioses patronos y la deificación de algunos seres humanos por la especificidad de su muerte.
De hecho, la creencia en los hombres-dioses era diametralmente opuesta al evemerismo: la fuerza de los dioses descendía y tomaba posesión de los cuerpos de personas con características especiales, de manera que las convertía en vasos mundanos a través de los cuales los dioses actuaban entre los hombres; pero esta confusión de lo humano y lo divino, comprendido a medias por los cristianos, favoreció la preconcepción europea. Más aún, cuando la vida de los hombres-dioses se refuerza con un arquetipo legendario cuajado de milagros, la tradición piadosa indígena llena el escenario natural de supuestos testimonios del paso maravilloso. Así aparecen las huellas de los portentos en la leyenda de la destrucción de Tollan y la huida de Quetzalcóatl. El sacerdote tolteca apedrea un árbol en Huehuecuauhtitlan y quedan, para la posteridad, las piedras incrustadas en el tronco; en Temacpalco se sienta y llora, dejando en las rocas las marcas de sus manos, nalgas y lágrimas, y en Tepanoaya construye un puente de piedra para pasar el ancho río del lugar.
En el caso de los dioses patronos, dos fueron las bases de interpretación evemerista: una, la relación de los dioses con sus pueblos protegidos. Cuando los españoles oían que una divinidad era de Tzapotlan, por señalar un caso, entendían que era Tzapotlan el lugar del nacimiento del patrono. La otra base, muy importante, era la creencia indígena de que los dioses habían inventado y heredado a sus pueblos protegidos los oficios y sus instrumentos específicos. Por ello aparecen en la obra de Sahagún justificaciones como las siguientes: de Chicomecóatl, “debió esta mujer ser la primera mujer que comenzó a hacer pan y otros manjares guisados”; de Tzapotlatenan, “fue la primera que inventó la resina que se llama úxitl […] Y como esta mujer debió ser la primera que halló este aceite, contáronla entre los dioses y hacían fiesta y sacrificios aquellos que venden y hacen este aceite que se llama úxitl”; de Opuchtli, le atribuían “la invención de las redes para pescar peces, y también un instrumento para matar peces que le llaman minacachalli [y] los lazos para matar las aves y los remos para remar”; de Yacatecuhtli, “hay conjectura que comenzó los tratos y mercaderías entre esta gente, y ansí los mercaderes le tomaron por dios y le honraron de diversas maneras”, etcétera. En cuanto a los seres humanos divinizados, entre ellos las mujeres muertas en el primer parto, las mocihuaquetzque, hay una proximidad mayor —aunque no por ello considerable— a las ideas de Evémero.
Tal vez ni Sahagún ni sus contemporáneos fueron conscientes de la oposición entre la concepción demonista de la Escritura y la racionalista de Evémero. La conciliación de ambas explicaciones se expresa en Sahagún en una forma tan espontánea que parece revelar la inexistencia de un conflicto. ¿Acaso los hombres malvados no se transforman en demonios después de su muerte? Por ello Sahagún nos dice del dios Olmécatl Huixtotli que era el caudillo de los olmecas huixtotin, “señor que tenía pacto con el Demonio”; de Quetzalcóatl, que fue “hombre mortal y corruptible, que aunque tuvo alguna apariencia de virtud […] fue gran nigromántico, amigo de los diablos, y por tanto amigo y muy familiar dellos, digno de gran confusión y de eterno tormento” y agrega que “su cuerpo está hecho de tierra y a su ánima nuestro señor Dios la echó en los infiernos [donde] está en perpetuos tormentos”, y de Huitzilopochtli, que fue “nigromántico, amigo de los diablos, enemigo de los hombres, feo, espantable, cruel, revoltoso, inventor de guerras y de enemistades, causador de muchas muertes y alborotos y desasosiegos”.
Por lo que toca al registro del relato mítico en la Historia general, es necesario hacer hincapié en algunas peculiaridades. Por una parte, es muy apreciable el valor de los textos registrados. El mito del nacimiento del Sol y la Luna en Teotihuacan, el del nacimiento de Huitzilopochtli y el de la ruina de Tollan y la huida del sacerdote-gobernante Quetzalcóatl son piezas narrativas que ocupan lugares de primer orden entre los registros míticos en las fuentes documentales. Por otra parte, el mito de la invención del pulque y la embriaguez del dios Cuextécatl aporta muy buena información acerca de los dioses patronos, y la historia de los mexicas constituye una pieza única como intento de desmitificación colonial de los relatos mítico-históricos prehispánicos. Por último, si bien no existe en la Historia general ninguno de los mitos de Tamoanchan, los escasos datos relativos a su búsqueda sobre la tierra sirven para complementar la información que aparece más sistemática y detallada en otras fuentes.
En relación con las noticias de Tamoanchan, Sahagún deseaba desmitificarlas, por lo que trata de convertir las míticas siete cuevas de origen de los pueblos —Chicomóztoc— en una metáfora de siete embarcaciones en que supuestamente habían llegado los primeros habitantes. Es notable que la desmitificación tiene como propósito identificar Tamoanchan con el Paraíso Terrenal bíblico, al que también ubica en una geografía real: “Del origen desta gente, la relación que dan los viejos es que por la mar vinieron de hacia el norte, y cierto es que vinieron en algunos vasos, de manera no se sabe cómo eran labrados, sino que se conjectura que una fama que hay entre todos estos naturales, que salieron de siete cuevas, que estas siete cuevas son los siete navíos o galeras en que vinieron los primeros pobladores desta tierra. Según se colige por conjecturas verisímiles, la gente que primero vino a poblar esta tierra, de hacia la Florida vino, y costeando vino, y desembarcó en el puerto de Pánuco, que ellos llaman Panco, que quiere decir ‘lugar donde llegaron los que pasaron por agua’. Esta gente venía en demanda del Paraíso Terrenal, y traían por apellido Tamoanchan, que quiere decir ‘buscamos nuestra casa’. Y poblaban cerca de los más altos montes que hallaban. En venir hacia el mediodía a buscar el Paraíso Terrenal no erraban, porque opinión es de los que escriben que está debaxo de la línea equinoxial; y en pensar que es algún altísimo monte tampoco yerran, porque así lo dicen los escritores quel Paraíso Terrenal está debaxo de la línea equinoctial y que es un monte altísimo que llega su cumbre cerca de la Luna. Parece que ellos o sus antepasados tuvieron algún oráculo cerca de esta materia, o de Dios o del Demonio, o tradición de los antiguos que vino de mano en mano hasta ellos. Ellos buscaban lo que por vía humana no se puede hallar, y nuestro señor Dios pretendía que la tierra despoblada se poblase para que algunos de sus descendientes fuesen a poblar el Paraíso Celestial, como agora vemos por esperiencia. Mas, ¿para qué me detengo en contar adevinanzas?”
Pese al valor de los relatos míticos anteriormente mencionados, su simple enunciado permite apreciar, de golpe, que su número es sumamente escaso en una obra tan importante como la Historia general de fray Bernardino de Sahagún. No solamente son muy pocos los relatos míticos, sino que se encuentran agrupados de manera desordenada y asistemática.
Las formas de presentación son muy variadas: a) el relato del nacimiento del Sol y la Luna en Teotihuacan se ofrece como mito en el sentido más pleno: una aventura de los dioses en el tiempo primigenio que desemboca en la creación de los astros más importantes y en el establecimiento de su curso; b) tiene una presentación semejante, sin llegar a tal precisión de forma mítica, el relato del nacimiento de Huitzilopochtli en el Coatépec. En efecto, su final no conduce de manera indubitable a la incoación mítica, y su carácter solar vendrá a ser descubierto siglos después por Eduard Seler. Es más, existen hoy investigadores que cuestionan dicho carácter solar; c) el mito de la ruina de Tollan y la huida de Quetzalcóatl se presenta más como un conjunto de leyendas que como un conjunto mítico. En este caso la complejísima figura de Quetzalcóatl, en la que tal vez desde la época prehispánica se confundieron la personalidad del dios, la del sacerdote-gobernante arquetípico y la de diversas figuras históricas de hombres-dioses, se presta para acentuar un relato que cuadra a la concepción evemerista. Existe información complementaria, muy útil desde el punto de vista mítico, en la historia de los tulanos o tultecas del Libro Décimo; d) la historia de los mexicas del mencionado Libro Décimo pasa, precisamente, por una historia real, en la cual se pretende limpiar el resabio mítico con explicaciones de tipo racionalista, aunque en ella quede inserto el relato del invento del pulque y la embriaguez de Cuextécatl, de carácter fácilmente reconocible, y e) por último, es muy interesante un pequeño pasaje de la historia de Quetzalcóatl de Tollan que se registró no como mito ni como historia, sino como explicación del sentido de un refrán. Volveré a este tema al final del trabajo.
La agrupación de estos textos es, como se dijo, desordenada y asistemática. Estas características son difíciles de explicar si se toman en cuenta el orden que campea en la obra de fray Bernadino y su expresión clara de la importancia del tema y de la ubicación de su tratamiento. El lugar indicado, por lógica y por intención expresa, era el Libro Tercero, cuyo título no deja lugar a dudas: “Del principio que tuvieron los dioses”. En el prólogo de este libro Sahagún dice: “A este propósito en este Tercero Libro se ponen las fábulas y ficciones que estos naturales tenían cerca de sus dioses, porque entendidas las vanidades que ellos tenían por fe cerca de sus mentirosos dioses, vengan más fácilmente por la doctrina evangélica a conocer el verdadero Dios, y que aquellos que ellos tenían por dioses no eran dioses, sino diablos mentirosos y engañadores”.
Sin embargo, buena parte del material de este capítulo no es mítico, y falta en él el mito más importante de la Historia general, precisamente el del nacimiento del Sol y de la Luna en Teotihuacan. No son míticos los pasajes referentes al culto a Huizilopochtli, la parte relativa a Tezcatlipoca y los capítulos correspondientes al destino de los muertos, la educación en el telpochcalli y el calmécac, y la elección de los dos sumos sacerdotes. Por lo que toca al mito del nacimiento del Sol y la Luna, Sahagún le da entrada claramente en el lugar más apropiado, al escribir: “Del principio de los dioses no hay clara ni verdadera relación, ni aun se sabe nada; mas lo que dicen es que hay un lugar que se dice Teutihuacan, y allí, de tiempo inmemorial, todos los dioses se juntaron y se hablaron” Pero después de anunciar el mito, Sahagún da un giro inexplicable: “Y todo esto ya es platicado en otra parte. Y al tiempo que nació y salió el Sol, todos los dioses murieron y ninguno quedó dellos, como adelante se dirá en el Libro Séptimo, en el capítulo segundo”.
Y en efecto, el mito más importante quedó en el libro más desafortunado de la Historia general, libro del que puede sospecharse que ni Sahagún supo interrogar a sus informantes ni éstos entendieron al franciscano. Pese a que algunos de sus capítulos son de valor —y el del origen del Sol y la Luna puede considerarse entre los mejores de toda la obra— la parte nuclear del Libro Séptimo es un fracaso, y a ella parece dirigirse el francis ano cuando escribe en las primeras páginas: “Razón tendrá el lector de desgustarse en la lectión deste Séptimo Libro, y mucho mayor la tendrá si entiende la lengua indiana juntamente con la lengua española, porque en lo español el lenguaje va muy baxo, y la materia de la que se trata en este Séptimo Libro va tratada muy baxamente. Esto es porque los mismos naturales dieron la relación de las cosas que en este libro se tratan muy baxamente, según que ellos las entienden, y en baxo lenguaje. Y así se traduxo en la lengua española, en baxo estilo y en baxo quilate de entendimiento, pretendiendo solamente saber y escrebir lo que ellos entendían en esta materia de astrología y filosofía natural, que es muy poco y muy baxo”.
Ni siquiera el enunciado del mito alcanza en el Libro Séptimo la altura del que hubiese tenido en el Tercero. No está en el capítulo dedicado al Sol, sino en el de la Luna, y su título es “La fábula del conejo que está en la Luna”, lo que corresponde a uno de sus episodios secundarios.
Entre las creencias míticas mesoamericanas hay dos tipos de creación del hombre: el primero da origen a la humanidad; el segundo, específico, da origen a los diversos grupos humanos, que surgen al mundo con sus peculiaridades. Sabemos por estudios comparativos con otras fuentes documentales, entre ellas las de los pueblos mayas de Guatemala —en primer término el Popol Vuh— que la historia de la ruina de Tollan y la huida de Quetzalcóatl es en realidad un mito en el cual se habla de la segunda creación de los seres humanos. El mito se refiere a Tollan, la capital regida por Quetzalcóatl, ciudad mítica donde viven todos los pueblos antes de la salida prístina del Sol, antes de que los grupos humanos adquieran sus características específicas: todos hablan una sola lengua y aún no tienen dioses patronos específicos. En las versiones mayas se alude a un pecado que motiva la expulsión de todos los pueblos. En el momento de su salida, los pueblos obtienen los dones que marcan su particularidad: sus dioses patronos, sus formas rituales, sus lenguas, sus profesiones, sus bultos sagrados, todo bajo el auspicio del propio Quetzalcóatl, reconocido bajo su nombre de Nacxit. La versión de la Historia general puede dividirse en dos grupos de narraciones. El grupo más importante se refiere, en sentido estricto, al relato de la vida de Quetzalcóatl: su gobierno, su pecado, su huida, su desaparición; el otro grupo es una serie de narraciones, en apariencia inconexas, en que el dios Titlacahuan, destructor de Tollan, se transforma en diversos personajes encargados de llevar la desgracia a la ciudad y sus habitantes por distintos medios sobrenaturales. Este grupo ocupa la parte intermedia, entre el pecado de Quetzalcóatl y la huida del sacerdote-gobernante hasta su desaparición.
Quetzalcóatl es un personaje en quien Sahagún cree descubrir una naturaleza francamente legendaria. En efecto, en otras partes de su obra el franciscano dirá del sacerdote tolteca que es como el rey Artús entre los ingleses, y afirmará de los toltecas que son como los troyanos. El carácter legendario se verá reforzado tanto por las re cferencias constantes a una geografía real —o con visos de realidad— que pueden corresponder a la actual Tula del estado de Hidalgo y sus alrededores, como por una continua mención de la naturaleza humana de Quetzalcóatl. Se trata, de acuerdo con esta presentación, de una historia de seres humanos en el mundo que, pese a las exageraciones propias de la leyenda, mantienen su carácter histórico. El resultado es tan convincente que un buen número de especialistas conserva hoy día la opinión de que ese Quetzalcóatl milagroso y esa Tollan maravillosa fueron reales, aunque adornados, sin duda, a partir de la exaltación de su propio prestigio.
Discrepo de esta opinión, basado, como antes dije, en una lectura comparativa de las versiones del mito procedentes de diversas fuentes; pero aun de la lectura interna de la Historia general podrán obtenerse suficientes indicios del carácter mítico de los relatos sobre Quetzalcóatl, Tollan, e incluso de algunos pasajes que hablan de los toltecas. Menciono brevemente algunos de estos indicios.
a) Varios de los personajes mencionados en los relatos, incluyendo a Huémac, tienen nombres de dioses: Titlacahuan, Huitzilopochtli, Tlacahuepan, Oxomoco, Cipactónal, etcétera.
b) Varios de los lugares mencionados tienen nombres míticos, sospechosamente repetidos en estas narraciones y presentes en mitos francos: Coatépec, Zacatépec, Tzatzitépec, Xochitla, Anáhuac.
c) Una de las características del nacimiento de los grupos humanos en la mitología mesoamericana es que en el momento de abandonar su lugar de origen para surgir al mundo se encuentran trastornados de sus facultades mentales, como si estuvieran ebrios. En los diversos relatos de la ruina de Tollan que aparecen en el Libro Tercero de la Historia general, el motivo es recurrente: “Y todo esto que hacía el nigromántico no sentían ni miraban los dichos tultecas, porque estaban como borrachos, sin seso”; en otro relato: “Y los que volvieron no sentían aquello que les había acaecido, porque estaban como borrachos”; y en otro más: “Y estaban como locos”.
d) En la mitología mesoamericana, como antes se dijo, los dioses patronos se caracterizan por ser los inventores de los diversos oficios, y su función es heredar a sus protegidos la profesión y los instrumentos por ellos creados. Este reparto se hace en los momentos en que cada uno de los pueblos, diferenciados, abandona la Tollan mítica para salir al mundo. Esto explicaría que Tollan fuese definida como la ciudad de todos los artífices, lo que significa que de ella saldrían todas las profesiones. En la Historia general los toltecas son presentados no sólo como los primeros habitantes de esta tierra, sino como los inventores de las diversas artes y ciencias.
e) En el Libro Tercero, el final de la historia de Quetzalcóatl tiene todas las características de un mito odográfico, en el cual el sacerdote tolteca fue caracterizando los lugares por los que pasaba.
f) Su paso no sólo fue milagroso, sino incoador mítico, creador de un símbolo fundamental de la religión mesoamericana: la cruz del árbol cósmico, que en el relato se dice que fue hecha con dos troncos de ceiba: “Y en otro lugar [Quetzalcóatl] tiró con una saeta a un árbol grande que se llama póchutl. Y la saeta era también un árbol que se llama póchutl, y atravesóle con la dicha saeta, y así está hecha una cruz”.
Quiero terminar con un relato que, derivado de un mito, acabó dando origen a un refrán. Lo menciono porque se trata de un ejemplo de un fenómeno común: el paso de motivos de un género popular a otro. Sahagún registró en la Historia general la explicación del refrán Moxoxolotitlani: “Este refrán se dice del que es enviado a alguna mensajería o con algún recaudo, y no vuelve con la respuesta. Tomó principio este refrán, según se dice, porque Quetzalcóatl, rey de Tulla, vio desde su casa dos mujeres que se estaban lavando en el baño o fuente donde él se bañaba, y luego envió a uno de sus corgobados para que mirase quién eran las que se bañaban, y aquél no volvió con la respuesta. Envió otro paxe suyo con la misma mensajería, y tampoco volvió con la respuesta. Envió el tercero, y todos ellos estaban mirando a las mujeres que se lavaban, y ninguno se acordaba de volver con la respuesta. Y daquí se comenzó a decir moxoxolotitlani, que quiere decir ‘fue, no volvió más’”.
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Nota
Este texto fue presentado en el ciclo de conferencias “Bernardino de Sahagún, Quinientos años de presencia”, que tuvo lugar en el Museo Nacional de Antropología del 13 de abril al 20 de julio de 1999. Los trabajos allí expuestos serán publicados en un volumen compilado por Miguel León Portilla, que aparecerá próximamente bajo el sello del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam.
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Referencias bibliográficas
Landa, Diego de, fray. 1982. Relación de las cosas de Yucatán. Porrúa, México.
López Austin, Alfredo. 1976. “Estudio acerca del método de investigación de fray Bernardino de Sahagún”, en La investigación social de campo en México, comp. de Jorge Martínez Ríos. unam, Instituto de Investigaciones Sociales, México.
López Austin, Alfredo. 1996. Los mitos del tlacuache. 3a. ed. unam, Instituto de Investigaciones Antropológicas, México.
Sahagún, fray Bernardino de. Historia general de las cosas de la Nueva España. cnca, México, 1988 (Col. Los noventa).
Alfredo López Austin
Instituto de Investigaciones Antropológicas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo →
López Austin, Alfredo. (2001). Fray Bernandino de Sahagún frente a los mitos indígenas. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 4-12. [En línea] |
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Cómo ser indígena, humano y cristiano: dilema del siglo xvi
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Federico Navarrete | |||
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A lo largo del siglo xvi uno de los problemas religiosos, éticos y políticos más candentes en la Nueva España y en Europa fue la discusión sobre la naturaleza de los pobladores indígenas de América. Este problema, que hoy llamaríamos antropológico, sólo podía abordarse en esa época desde una perspectiva religiosa, a partir de las siguientes preguntas: ¿eran los hombres americanos descendientes de Adán como todos los miembros del género humano?, ¿cómo habían llegado desde la cuna de la humanidad en el Medio Oriente hasta las lejanas y desconocidas tierras que ocupaban? y ¿habían recibido en ellas la predicación de la religión cristiana?
Estas preguntas eran de difícil solución para los pensadores religiosos y políticos que debatieron sobre ellas, entre los que se contaban fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. Una vez reconocida la humanidad de los indios, que quedó establecida por bula papal más allá de cualquier discusión, entonces se seguía que todos los pobladores de América eran descendientes de Adán y de Eva. Sin embargo, esta premisa sólo despertaba nuevas interrogantes, pues resultaba difícil entender cómo una familia tan amplia de humanos se había separado del resto de sus congéneres y cómo ese resto había perdido noticia de sus parientes remotos. Quedaba por determinar, también, en qué momento de la historia del pueblo elegido fue que éstos hombres se separaron de los demás: ¿precedió su partida a la división de la humanidad en tres grandes grupos, los descendientes de Cam, Sem y Jafet, los tres hijos de Noé? ¿Coincidió acaso con la destrucción de la arrogante torre de Babel y con la multiplicación de las lenguas? El destino de estos parientes remotos en sus nuevas tierras era igualmente problemático. Poco antes de ser sacrificado, Cristo había ordenado a sus apóstoles predicar el evangelio a todos los hombres, y siendo como era hijo de Dios, seguramente incluyó en esa frase a los americanos, cuya existencia no podía ignorar. Como Cristo era además infalible, entonces había que dar por sentado que la predicación cristiana había alcanzado a tan lejanos hombres. Sin embargo, si se aceptaba esto, entonces quedaba por explicar ¿por qué los españoles habían encontrado a los indígenas sumidos en la más atroz idolatría, entregados a los más sangrientos sacrificios y aficionados al sabor de la carne de sus semejantes? ¿Dónde quedaron los rastros de la predicación cristiana en estas lejanas tierras? Quizá su desaparición, o, lo que es peor, su sustitución por rituales que parecían burlarse del cristianismo, se debía a que el Demonio había hecho de las suyas con estas criaturas del Señor. Esta posibilidad, sin embargo, planteaba un dilema igualmente inquietante para los creyentes, ¿cómo pudo ser que Dios, en su infinita bondad, hubiera permitido que estos hombres, hechos a su imagen y semejanza, fueran pasto por tanto tiempo de los engaños y maldades de su Enemigo? Estas preguntas, y otras semejantes, fueron discutidas incesantemente por los españoles, y otros europeos, desde el siglo xvi hasta el xviii, cuando el problema de la humanidad, y de la inferioridad o superioridad de los indios, fue planteado en nuevos términos, acordes con las ideas ilustradas sobre la naturaleza humana. Muchos autores contemporáneos han examinado y discutido estos apasionados, y apasionantes, debates. Mi propósito en este ensayo es analizar brevemente la respuesta que los propios indígenas de Mesoamérica dieron a estas interrogantes europeas que les concernían directamente.
En primera instancia hay que señalar que si bien pareciera que este debate cristiano sobre la naturaleza y origen de los pobladores de América preocupaba únicamente a los pensadores occidentales, pues estaba basado en las premisas y dogmas de la visión del mundo de los europeos, el hecho es que igualmente involucró a los indígenas cuya participación en esta polémica no fue sólo como objetos, sino también como sujetos de la discusión.
Para los indígenas era importante demostrar su humanidad dentro del marco del cristianismo por varias razones. En primer lugar, para aquellos que se habían convertido sinceramente a esta religión, encontrar un lugar para sí mismos, y para sus antepasados, dentro de su nueva fe, era un imperativo intelectual y existencial de primera importancia, pues de su demostrada pertenencia a la familia de Adán dependía la posibilidad misma de su salvación. Por otro lado, más allá de esta búsqueda personal, había razones políticas de peso para preocuparse por este tema. De la demostración de la humanidad de los indígenas dependía la definición del régimen al que debían ser sometidos y los derechos que tenían bajo las leyes naturales, españolas y divinas. Por ello, para defender sus posiciones y privilegios ante las autoridades españolas, a los indígenas les convenía partir de la premisa de que eran tan hombres como los conquistadores y que por lo tanto tenían las mismas atribuciones, capacidades y derechos. Finalmente, siendo aún más pragmáticos, independientemente de sus convicciones personales los indígenas sabían que sería contraproducente negar, o ignorar, las concepciones cristianas sobre su propia naturaleza humana, pues tal negación podría provocar desde abiertas persecuciones y castigos por contrariar la “única y verdadera fe” hasta el simple rechazo de cualquier argumentación que presentaran ante la Corona o las autoridades eclesiásticas.
Por estas distintas razones, que son siempre difíciles de distinguir en la práctica, los historiadores indígenas nahuas y mayas adoptaron lo que hoy llamaríamos el “mito cristiano” del origen del hombre y de la historia de la salvación cristiana y procuraron adaptar a él las historias de sus pueblos. Estas adaptaciones tomaron formas distintas y siguió estrategias diversas según el autor o el pueblo. También tomaron en cuenta las reacciones que provocaba entre sus públicos cristianos, afinando algunos argumentos, desechando otros que resultaban ineficaces o contraproducentes, y adoptando nuevas ideas y argumentos de otros autores indígenas o europeos. En fin, se trató de un proceso dialógico en que los indígenas supieron escuchar a los españoles, y en que éstos también supieron atender las razones de los primeros.
El primer problema que enfrentaron los historiadores indígenas fue el de la súbita y absoluta obsolescencia de sus antiguos relatos sobre el origen de los hombres. Por ejemplo, los acolhuas de Tetzcoco afirmaban haber sido creados por los dioses en el mismo valle de México. Según la Histoyre du Mechique decían que un dios había arrojado una flecha desde el cielo en un lugar llamado Texcalco y que de ella habían nacido un hombre, llamado Tzontecómatl, y una mujer, quienes sólo tenían cabeza y hombros. Esta pareja primigenia se reprodujo por medio de un beso y engendró a los tetzcocanos. Sobra decir que tal historia era inaceptable en el contexto colonial, en primer lugar porque todos los cristianos sabían por dogma de fe que Adán había sido creado por Dios en el paraíso terrenal y Eva de su costilla, y en segundo lugar porque la idea de parejas primigenias sin tronco ni piernas que se reproducían por medio de la lengua repugnaba el decoro y la lógica occidentales. Por ello, los tetzcocanos no podían repetir esta versión de su origen, a menos que quisieran provocar el escarnio de los españoles y, lo que es peor, el rechazo a toda la historia de su pueblo, desautorizada por tan inverosímil origen.
La solución que encontraron los historiadores tetzcocanos a este problema fue suprimir cualquier mención a una creación o nacimiento sobrenatural de su pueblo en territorio novohispano y dar un renovado énfasis en la idea de que habían venido de lejanas tierras. Maniobras similares tuvieron que realizar varios siglos después los isleños de Polinesia, que afirmaban haber nacido en sus respectivas islas, pero que tuvieron que inventarse largos y azarosos viajes desde distantes patrias originales para satisfacer a los misioneros cristianos que les contaban el “mito adánico”. El resto de los pueblos mesoamericanos contaban, para su fortuna, añejas y complejas historias de migración y sólo tuvieron que enfatizar que su patria original no era, de ninguna manera, la Nueva España.
Este señalamiento, sin embargo, no resolvía todo el problema, pues quedaba por resolver la incógnita de la localización de la patria original de la que habían venido los indígenas y de su relación con los lugares de la historia bíblica. La solución más radical a este dilema fue adoptada por los mayas quichés, de lo que hoy es Guatemala, en la bellísima historia del Título de Totonicapan, que cuenta el origen de los pobladores de esa importante ciudad. Los autores de este libro, escrito en quiché pero en alfabeto latino, aprovecharon que un fraile dominico había traducido recientemente a su lengua una doctrina cristiana, que narraba con detalle la creación del hombre y la historia del pueblo elegido de Israel, y la copiaron casi literalmente, para afirmar así que ellos eran miembros de las siete tribus de Israel y que al derrumbarse la torre de Babel cruzaron el océano y llegaron a Tulán, desde donde partieron hasta sus tierras actuales. De esta manera se apropiaron del mito cristiano de la creación y lo utilizaron como fundamento y origen de su propia historia.
Si a nosotros este recurso nos parece un plagio, o cuando menos una ingenuidad, para los quichés resultaba altamente conveniente, pues les confería la legitimidad de ser miembros del pueblo elegido de Dios. Además, tal afirmación no podía ser rechazada como falsa por los cristianos, pues se correspondía a la letra con su dogma. Por ello, si bien nosotros podemos pensar que los quichés estaban mintiendo, eso era algo de lo que no podían acusarlos los mismos frailes que les habían contado la versión cristiana del origen del hombre.
En el centro de México, el chalca San Antón Muñón Chimalpain, uno de los más grandes historiadores que han nacido en estas tierras, optó por una solución más erudita y sutil. Para empezar, este autor nos cuenta en un florido náhuatl una versión detallada de la historia bíblica de la creación del mundo y del hombre, citando a santo Tomás y a otras autoridades cristianas. Aborda entonces el tema del origen de los teochichimecas, los antepasados de los pueblos indígenas del centro de México y concluye: “no puede saberse con certeza dónde está esa tierra de la que partieron los mencionados antiguos que vinieron a desembarcar en Aztlan. Y no obstante esto, podemos creer, y nuestro corazón estará tranquilo, que fue de una de las tres tierras, de uno de los tres lugares que están separados, de una de las tres partes que están cada una en su lugar —el primer lugar en tierra llamada Asia, el segundo en la tierra llamada África, el tercero en la tierra llamada Europa”.
Chimalpain era demasiado riguroso como historiador para afirmar algo que no fuera demostrado por las tradiciones históricas en que se basaba, pero de todas maneras quería creer, quería hacernos creer, que él y todos los habitantes de la Nueva España se originaron en lo que hoy llamamos el Viejo Mundo, y que por lo tanto eran descendientes de Adán. Para sustentar esta creencia procedió inmediatamente después a relatar que un cosmógrafo alemán avecindado en la Nueva España, Enrico Martínez, le contó que en los países bálticos, en una región llamada Curtland, había pobladores cuyo aspecto físico se parecía mucho al de los indígenas nahuas.
Si bien la actitud de Chimalpain puede parecernos mucho más escéptica, científica y moderna que la de los autores quichés, el hecho es que tuvo mucho menos fortuna histórica en su momento. Tan exitosa fue la adaptación del “mito bíblico” entre los mayas, que otras historias quichés escritas posteriormente se limitaban a afirmar, como un hecho comprobado e indudable, que ellos eran miembros del pueblo de Israel y que habían venido desde la Tierra Prometida. Chimalpain y sus argumentos en cambio quedaron relegados al olvido, y es apenas hasta este siglo que podemos apreciar su sutileza.
Más exitosa fue la obra de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, un historiador tetzcocano que escribió en español poco después que Chimalpain. Este autor reprodujo sin más las antiguas historias indígenas sobre la creación del mundo y su destrucción en cuatro ocasiones sucesivas, equiparando la destrucción del llamado Sol de agua por una inundación con el Diluvio Universal. Después de establecer esta analogía, que podríamos atribuir a un comparatismo anticipado, el autor castizo se enfrentó al mismo dilema de sus colegas y antecesores: ¿cómo insertar a sus descendientes en la antropología cristiana? A lo largo de más de treinta años de trabajo, y en cinco sucesivas obras, ensayó diversas respuestas. La primera y más obvia fue asegurar que un rey llamado Chichimécatl había venido a estas tierras desde la Gran Tartaria, es decir desde Asia, y que en cuanto a la predicación cristiana, sus antepasados la habían recibido junto con todos los demás hombres. Sin embargo, esta última afirmación tenía consecuencias negativas que nuestro autor pronto descubrió: si afirmaba que los indígenas habían sido cristianos, entonces su religión prehispánica se convertía en una apostasía, producto del rechazo consciente de la verdadera fe, y no en una simple idolatría, producto de la ignorancia de la palabra del Señor. Como en términos teológicos, y hasta legales, era mucho más grave ser apóstata que pagano, Alva Ixtlilxóchitl pronto desecho la idea de la predicación prehispánica y optó por una original solución: afirmar por un lado que sus antepasados toltecas eran hombres blancos y barbudos, con lo que los asimilaba racialmente a los europeos, y por el otro demostrar que los reyes tetzcocanos, si bien nunca habían recibido la predicación del evangelio, llegaron a barruntar, gracias a su sabiduría, algunos preceptos del cristianismo, como el monoteísmo y el rechazo al sacrificio humano. Esta doble argumentación fue sorprendentemente exitosa y ha sido sustento de uno de las figuras más caras de nuestro nacionalismo, la del rey sabio Nezahualcóyotl que abjuró privadamente de los sacrificios e idolatrías de sus contemporáneos y predijo, gracias a su gran sabiduría y racionalidad natural, las superiores verdades de la fe cristiana.
Fue así como los historiadores indígenas intentaron resolver, para sí mismos y para nosotros, el dilema de la humanidad de los nativos de estas tierras, dentro del marco de la cosmología cristiana.
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Federico Navarrete
Instituto de Investigaciones Históricas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Navarrete, Federico. (2001). Cómo ser indígena, humano y cristiano: el dilema del siglo XVI. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 13-17. [En línea]
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Medir y civilizar | |||
Beatriz Urías Horcasitas
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En 1853 fue publicada en Francia la obra de Joseph Arthur de Gobineau Essai sur l’inégalité des races humaines. Este libro contenía apreciaciones acerca de la pureza y la superioridad de las razas que influyeron a muchos de sus contemporáneos. La orientación del trabajo de Gobineau era pesimista al plantear que la pérdida de la pureza racial por la mezcla de sangres incidía directamente sobre la decadencia de los pueblos. En ocasiones en reacción a los planteamientos de Gobineau, pero atraídos por una preocupación muy similar, durante la segunda mitad del siglo xix médicos, naturalistas y antropólogos reflexionaron en torno a las mismas cuestiones dentro y fuera de Europa.
En México, el pensamiento sobre las razas había existido desde el inicio de la época colonial, pero a lo largo del siglo xix cobró una nueva significación. Para los intelectuales y hombres de ciencia de la época moderna, los estudios sobre las razas aparecieron como un instrumento neutro y objetivo para evaluar el atraso de los grupos indígenas y encontrar posibles vías para integrarlos o dejarlos fuera del espacio nacional. Hacia fines de siglo, el historiador Vicente Riva Palacio fue uno de los primeros en hacer explícito que el nuevo enfoque que se daría al estudio sobre las razas estaría definido por una nueva disciplina separada de la historia por su método, objetivos y orientaciones: la antropología. La novedad de la propuesta de Riva Palacio en el segundo volumen de México a través de los siglos radicó en el intento de considerar la realidad histórica y social de la raza desde una perspectiva fisiológica. Con el propósito de adentrarse en el análisis de la formación de la nacionalidad, Riva Palacio vinculó el estudio antropológico de las razas a “los fríos y descarnados axiomas de la filosofía zoológica”. Su planteamiento fue que el “cuerpo” de la nación sólo podría constituirse a partir de la homogeneización de los “cuerpos” de los individuos que la integraban, pues “las naciones, al igual que los individuos, deben tener un espíritu, un alma nacional, pero también un cuerpo, un organismo material igualmente nacional”.
Existen varias explicaciones para dar cuenta del interés suscitado por la nueva orientación de los estudios sobre las razas. En primer lugar, a partir de la Reforma la reflexión sobre la cuestión indígena se hizo más urgente debido a que el triunfo definitivo de los liberales hizo patente la necesidad de unificar a toda la población dentro de un proyecto común. Si bien desde la independencia las elites intelectuales y políticas habían considerado que la realidad indígena era un obstáculo para el progreso y la modernización del país que debía desaparecer o ser objeto de una transformación profunda, durante la República Restaurada se buscó activamente resolver el atraso de una parte mayoritaria de la sociedad. La idea que guió esta iniciativa fue la de uniformar a todos los grupos sociales dentro de un esquema de sociedad y de nación basado en la concepción del individuo autónomo y libre de ataduras corporativas. El desarrollo de una reflexión antropológica, etnológica y lingüística sobre las razas mexicanas parece haber sido una de las respuestas al imperativo de uniformar desde el punto de vista racial, cultural y educativo a los grupos heterogéneos que deberían ser integrados a la nación moderna.
Los orígenes de la craneometría
Medir cráneos humanos para estudiar las diferencias existentes entre las razas fue una práctica que existió en Europa desde fines del siglo xviii. En Alemania y Holanda las razas fueron analizadas a través de un conjunto de técnicas de anatomía comparada por autores como Samuel von Sömmering, Peter Camper, Charles White y, principalmente, por Johann Friedrich Blumenbach. Este último fue el primero en establecer una clasificación de la humanidad en cinco grandes grupos raciales definidos a partir de datos obtenidos en mediciones craneanas.
El debate acerca del origen único o múltiple del género humano que se desarrolló a lo largo del siglo xix entre monogenistas y poligenistas, se insertó en el contexto anterior. De acuerdo con los monogenistas todas las razas se habían formado a partir de una sola pareja que correspondía a la imagen bíblica de Adán y Eva. Esta interpretación privilegiaba la influencia de la herencia y abría la posibilidad de identificar valores universales en las diferentes razas puesto que todas ellas tenían un mismo origen. En oposición, los poligenistas sustentaban la hipótesis del origen múltiple de las razas humanas de acuerdo con la cual la adaptación de las razas a diferentes medios geográficos había generado tipos físicos que no eran homogéneos. Los poligenistas, reunidos en la Société d’Anthropologie en París, consideraban que las capacidades de las razas variaban debido a su origen diverso, y a que la influencia del medio (en vez de la herencia) había contribuido a su diferenciación. Para examinar las diferencias fisiológicas entre las razas y determinar los “tipos” que habían existido en el inicio de la humanidad, los poligenistas utilizaron de manera sistemática las mediciones craneométricas. Una de las razones que explican que la interpretación poligenista de un autor como Topinard tuviera éxito en México es que permitía demostrar que el hombre americano era originario de este continente y no una derivación del europeo. Las ideas acerca de la desigualdad racial que habían sido planteadas por los poligenistas fueron reforzadas por los raciólogos de la última parte del siglo xix a través de algunos elementos extraídos del darwinismo. Esta corriente permitió considerar a las razas como producto de un desarrollo en el tiempo, lo cual permitió establecer vínculos genéticos entre una raza y sus manifestaciones precedentes. La idea de que existía una escala evolutiva en el contexto de la cual las razas ocupaban lugares jerárquicos también fue bien recibida en México. Antropología y craneometría en México
El conocimiento antropológico, etnológico y lingüístico sobre las etnias mexicanas pudo desarrollarse gracias a la introducción de influencias intelectuales extranjeras. Además del pensamiento monogenético y poligenético, estas influencias fueron la teoría lamarckiana, el evolucionismo, el organicismo, el darwinismo social y las teorías sobre la degeneración social. A pesar de haber sido asimiladas con niveles muy variables de rigor y de coherencia, la llegada de estas corrientes fue un elemento clave para que comenzaran a desarrollarse estudios sobre las razas que pretendían tener un carácter científico.
En 1864 la invasión francesa llegó acompañada de una Comisión Científica integrada por individuos que utilizaban las técnicas craneométricas en sus investigaciones. Entre ellos se encontraba Armand de Quatrefages, naturalista afiliado al Museo de Historia Natural de París. Durante su estancia en México examinó los caracteres somatológicos de diversos grupos étnicos. A través de esta investigación apuntaló la tesis de que las razas eran desiguales en su esencia a pesar de que puestas en condiciones favorables aquellas que eran consideradas inferiores podían llegar a alcanzar un estado evolutivo más avanzado. Otro de los integrantes de la Comisión Científica fue Ernest Théodore Hamy, que en ese momento realizaba estudios de antropología física con una orientación anatómica ortodoxa y que posteriormente fue uno de los principales promotores de la exhibición de las antigüedades mexicanas en el Museo Etnológico del Trocadero en París.
En forma casi paralela llegaron diversas expediciones estadounidenses encabezadas por individuos como Frederick Starr y Ales Hrdlricka. Ambos utilizaron las técnicas de medición craneana en el estudio antropológico de los grupos indígenas mexicanos; es importante advertir que desde la primera mitad del siglo xix Louis Agassiz y Samuel Morton habían dado gran difusión a estas técnicas en Estados Unidos. Durante sus viajes de estudio a México, Frederick Starr, investigador adscrito al departamento de antropología de la Universidad de Chicago, buscó determinar los tipos raciales existentes mediante la elaboración de mediciones craneométricas, fotografías de identificación (de frente y de perfil), así como modelos de yeso de la cabeza de los individuos que le parecieron más representativos del tipo racial que predominaba en las comunidades que estudió. En lo que concierne a Ales Hrdlicka, médico checoslovaco adscrito al Instituto Smithsoniano y amigo de Nicolás León, ha sido considerado el individuo que mayor influencia ejerció sobre las primeras formulaciones de la antropología física mexicana. Los estudios de Hrdlicka estuvieron muy influidos por el enfoque anatómico y la orientación taxonómica que caracterizaron la corriente de antropología física practicada por los médicos europeos en la última parte del siglo xix. Durante sus cuatro viajes de estudio a México trabajó en la identificación de “tipos” raciales, buscando evaluar el grado de inferioridad de las razas por medio de la realización de minuciosas mediciones osteométricas, en particular de cráneos indígenas.
En los años sesentas y setentas del siglo xix, los nuevos enfoques comenzaron a ser puestos en práctica por médicos interesados en el análisis anatómico de las diferencias raciales. La medicina legal fue uno de los espacios en donde comenzó a experimentarse con las técnicas de medición antropométrica y craneométrica. En su Historia de la medicina en México, Francisco Flores advertía que hacia 1860 los médicos Hidalgo Carpio y Agustín Andrade habían iniciado investigaciones sobre restos óseos de grupos indígenas. Pocos años después el doctor Jesús Sánchez, que en 1887 se convirtió en el primer director del departamento de antropología física del Museo Nacional, impulsó el desarrollo de los exámenes somatométricos y osteométricos. Además, Jesús Sánchez se interesó en el análisis de las anomalías físicas y de los fenómenos teratológicos que era posible identificar en las razas mexicanas. En este contexto, trató de identificar individuos bimanos y cuadrumanos en algunas localidades del estado de Oaxaca, manifestaciones de gigantismo y enanismo en los constructores de Teotihuacán y Cholula, así como fenómenos relacionados con el albinismo, la transposición de vísceras y el hermafroditismo.
A partir de 1880 el pequeño grupo de médicos y naturalistas interesados en los estudios sobre las razas mexicanas fue convirtiéndose en un número creciente de individuos encuadrados dentro de instituciones en donde se profesionalizaron nuevas disciplinas que comenzaron a ser reconocidas como científicas; entre ellas, la antropología física, la etnología y la lingüística. Tanto en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística como en el Museo Nacional se iniciaron estudios que enfatizaron la importancia de examinar las diferencias fisiológicas y morales del género humano partiendo de la consideración de que existía una jerarquía racial de acuerdo con la cual las razas superiores eran la encarnación del progreso y de la civilización. Se consideraba que estas últimas tenían la obligación moral de encauzar hacia el progreso a las razas que la naturaleza había hecho naturalmente inferiores.
El Museo Nacional fue el espacio donde los llamados “antropologistas” iniciaron estudios para definir el vínculo entre los caracteres de las primeras razas que poblaron el continente americano y aquellos que podían ser identificados en los grupos indígenas vivos. Los “antropologistas” fueron en su mayor parte médicos de formación que posteriormente se convirtieron en antropólogos interesados en el análisis fisiológico de las razas a través de la valoración de la forma del cuerpo y del cráneo de los diferentes grupos étnicos. Vale la pena insistir en el carácter científico que en aquel momento se dio el trabajo de los llamados “antropologistas”. De acuerdo con la definición de Paul Topinard, el “antropologista” era “un hombre de laboratorio, un anatomista, que partió del estudio del cráneo, del esqueleto y de todo tipo de caracteres físicos para acceder a la comprensión de las razas humanas y, a un nivel todavía más alto, del género humano”.
En 1895 fue publicado el Catálogo de la Colección de Antropología del Museo Nacional, en el que pueden ser claramente identificadas las orientaciones y las influencias que marcaron las primeras investigaciones de los antropólogos vinculados al Museo. Los temas y problemas enumerados en el Catálogo fueron básicamente tres: los estudios científicos sobre las razas y la determinación de los “tipos étnicos” que poblaban el territorio nacional, las técnicas de medición de cráneos y restos esqueléticos indígenas y de grupos indígenas vivos para definir su grado evolutivo y, finalmente, los estudios de antropología criminal susceptibles de mostrar la reaparición de rasgos “atávicos” en determinados individuos o razas. En la sección correspondiente a los avances realizados en el terreno de las mediciones antropométricas y craneométricas, los autores del Catálogo expusieron las técnicas de medición que estaban siendo utilizadas por los investigadores del Museo. Éstos trabajaban tanto sobre poblaciones indígenas vivas como sobre las colecciones osteológicas de Martínez Baca y Vergara, así como la colección “Protasio Tagle”. En la sección de cerebroscopía, Herrera y Cicero interpretaron el bajo peso de los cerebros de la colección osteológica de la Penitenciaría de Puebla como consecuencia de que provenían “en su mayor parte de individuos de raza indígena bastante degenerada, sujetos a una alimentación deficiente, un trabajo material excesivo y una economía casi absoluta de trabajo intelectual”.
Entre 1900 y 1907 el célebre Nicolás León ocupó la dirección del departamento de antropología física del Museo Nacional. Médico y bibliófilo, Nicolás León fue también historiador y erudito en el conocimiento de las antigüedades mexicanas. Como director del departamento de antropología física impulsó investigaciones, expediciones, exhibiciones y cursos que dieron mucha difusión a técnicas de medición antropométrica y craneométrica. Interrogándose acerca de los orígenes del hombre americano, León señalaba que en el debate en torno a esta cuestión pugnaban “entre sí el monogenismo con el poligenismo y el transformismo”, admitiendo adherirse personalmente al monogenismo. Vinculaba el análisis de los caracteres raciales de los primeros pobladores de América al estudio de los grupos étnicos vivos, y desde esta perspectiva identificaba nexos importantes entre la antropología física y la antropología criminal que trabajaba sobre la reaparición de los caracteres de las razas primitivas en la población criminal.
Veinticinco años más tarde, Nicolás León seguía sustentando ideas similares. En 1922 elaboró el Catálogo de la colección del departamento de antropología física del Museo Nacional, en donde enfatizaba la necesidad de realizar estudios sobre grupos étnicos vivos y desaparecidos que estuvieran basados en técnicas de medición antropométrica y craneométrica. Asimismo, seguía estableciendo una estrecha vinculación entre la antropología física y los estudios de antropología criminal. Advertía que a pesar de que durante el movimiento revolucionario de 1910 muchas piezas osteológicas que pertenecían a las colecciones del Museo se habían perdido, en la segunda década del siglo xx los investigadores seguían trabajando en la colección “Tagle” que contenía un sinnúmero de esqueletos y de cráneos indígenas claramente identificados por sexo, pertenencia étnica y antigüedad, así como la colección Martínez Baca y Vergara que había sido ordenada por medio de fichas en donde aparecían datos específicos como el número del reo, nombre, lugar y fecha de nacimiento, estado civil, ocupación, edad, religión, raza, grado de alfabetización, delito, duración de la condena, fecha y causa de defunción. Juan Comas planteó que los trabajos de antropología física publicados en México hasta los años veintes o treintas del siglo xx fueron hechos por extranjeros o por aficionados mexicanos “con buenas intenciones pero con escasos conocimientos y experiencia en el tema”. De acuerdo con él, antes de 1922 predominó una concepción errónea de la disciplina, escaso acceso a la información y ausencia de estímulos para avanzar en las investigaciones. Añade que estas deficiencias persistieron hasta el periodo que abarca entre 1940 y 1968. Sin embargo, poco se ha especulado acerca del papel que entre 1880 y 1920 tuvo la antropología física en la configuración de una idea moderna de nación al ofrecer una visión específica, singular e inédita acerca de los grupos indígenas. De acuerdo con esta visión el factor racial ejercía una influencia preponderante en el comportamiento social de los individuos. Sería importante interrogarse acerca de la manera en que esta función inicial de la antropología física fue objeto de reflexión y de crítica en la segunda parte del siglo xx.
Tendencias criminógenas y craneometría
En 1892 se publicó en Puebla la obra Estudios de antropología criminal, escrita por los médicos penitenciarios Francisco Martínez Baca y Manuel Vergara. Estos dos autores buscaron examinar los determinantes fisiológicos de la criminalidad a través de una metodología científica basada en la aplicación de las técnicas de medición craneana. Debido a que los huesos del cráneo y los cerebros estudiados por Martínez Baca y Vergara pertenecieron a indígenas que habían muerto en prisión, llegaron a la conclusión de que “estas razas, bastante degeneradas en razón de su cruzamiento, del medio social en que viven y de muchas otras circunstancias […], han determinado cierta confusión en sus caracteres fisognómicos-anatómicos, que casi han perdido el sello de la raza pura y conservado ciertos caracteres atávicos, que permiten clasificarlos y colocarlos como miembros de las razas primitivas prontas a extinguirse”. En efecto, según estos autores, las conformaciones asimétricas de los cráneos de criminales indígenas demostraban “un atavismo que los aproxima a los primeros pobladores de este continente y los aleja del hombre más civilizado y más perfecto de la época presente”. Martínez Baca y Vergara plantearon que algunos rasgos de los primeros pobladores del continente americano habían reaparecido en los indígenas orientados hacia la desviación social.
Este planteamiento estaba fundamentado tanto en una versión empobrecida del darwinismo, pues los autores hacen referencia a la obra de Darwing (sic), como en los planteamientos de Lombroso. En un libro escrito en 1899 sobre los tatuajes en criminales y soldados, el doctor Martínez Baca entrelazó las concepciones evolucionista y criminológica de la noción de atavismo, proponiendo que el tatuaje era un indicio de criminalidad porque era un elemento que había estado presente en las sociedades primitivas. Su reaparición en una cultura más avanzada significaba un retroceso hacia el estado de civilización de las primeras sociedades. Afirmaba, desde esta perspectiva, que “entre el criminal y el salvaje, psicológicamente considerados, no es grande la diferencia; el atavismo los une”. Debido a que la mayor parte de los presos estudiados eran indígenas, no era difícil comprobar en ellos una tendencia regresiva hacia el estado salvaje, así como una tendencia hacia la criminalidad provocada por esta regresión. El autor consideraba que este fenómeno afectaba sólo a un grupo minoritario —calificado como la “hez de la sociedad”— de una población más amplia que en términos generales se orientaba hacia el progreso.
Durante la misma época el abogado Julio Guerrero, que no realizó mediciones craneanas o cerebroscópicas, sustentó desde una perspectiva más “sociológica” ideas similares a las de Martínez Baca y Vergara. La tesis de Guerrero en La génesis del crimen en México fue que la crueldad de los pueblos mexicanos que antecedieron a la época de la conquista había reaparecido en la ferocidad de las sublevaciones indígenas del siglo xix. “El sentimiento de ferocidad sanguinario, la piromanía, las danzas fúnebres y la alegría salvaje de ver desaparecer a la víctima entre los humos ácreos de sus carnes quemadas, que constituyeron los elementos psíquicos del regocijo popular en la siniestra civilización de los nahoas y zapotecas, reapareció […] Habían dormido durante tres siglos en el ascetismo y maceraciones de la época virreinal, pero no se extirparon, y todavía suelen agitar el alma, a pesar de ese mutismo y cavilaciones solitarios de los indios, que envueltos en su tilma y sentados en cuclillas contra el adobe de sus jacales ven a lo lejos pasar al caminante. Sufren allí una cerebración atávica e inconsciente de sangre y exterminio; y ésa es la que ha pervertido y dispara sus voluntades cuando los episodios políticos les han dado un papel activo y espontáneo en la gran tragedia mexicana”. Por medio de esta forma de atavismo, Guerrero explicaba también el resurgimiento de “tipos sanguinarios” en la vida política de la época independiente, que veía encarnados en jefes militares, gobernadores, caciques, pronunciados e indios bárbaros. Desde esta perspectiva, Guerrero estableció un paralelismo entre la ferocidad de la naturaleza y aquella de los caudillos e indios sublevados. En palabras del autor, “nacieron pues en ese medio (social) de odios, como pueden desarrollarse la pantera en las selvas tropicales o el cocodrilo en los pantanos, tipos regresivos de épocas vandálicas […] como Calleja, Cruz, Concha, Bustamante, Lozada, Márquez, Rojas, Miramón, Santa Anna, Cobos, Jarauta, etc., que en nada se diferenciaban de los jefes bárbaros como el Indio Rafaelillo, que por su propia mano y con el deleite de un chacal inmoló más de mil víctimas en las haciendas y misiones de Nueva Extremadura (Coahuila)”.
A diferencia de los “antropologistas” congregados en el Museo Nacional que se apegaron a los planteamientos de los antropólogos poligenistas, autores como Martínez Baca y Julio Guerrero asimilaron también las teorías de Lombroso. El positivismo criminológico italiano no fue la influencia predominante en las formulaciones de la disciplina antropológica que se desarrolló en México a fines del siglo xix y principios del xx. Lombroso sustentó que el “criminal nato” era producto de la reaparición de rasgos atávicos en determinados individuos, y por ello tiende a pensarse que el término de atavismo se encuentra remitido de manera predominante a la teoría que él formuló. Sin embargo, antes que el pensamiento criminológico, la antropología influida por la concepción biológica evolucionista utilizó la noción de atavismo para explicar el atraso o las desviaciones en determinadas razas en términos de la reaparición de caracteres que habían estado presentes en el hombre primitivo. El concepto antropológico de atavismo daba cuenta de fenómenos sociales que tenían un desarrollo en el tiempo, en tanto que a través de la misma noción las teorías lombrosianas pretendían esclarecer procesos de tipo individual ligados a la definición del “hombre delincuente”.
Finalmente, hay que señalar que algunas de las técnicas craneométricas fueron utilizadas en la práctica del método de identificación judicial de Bertillon, implantado en la cárcel de Belén de la ciudad de México por el médico Ignacio Fernández de Ortigosa. Este último vinculó las tendencias criminógenas a la raza, considerando que “el crimen recluta la inmensa mayoría de sus corifeos en las clases bajas de nuestro pueblo, que pertenecen a la raza indígena [y] se compone de individuos que tienen los signos característicos de un tipo siempre uniforme y muy poco variado”. Desde esta perspectiva, la aplicación del método de Bertillon en México enfrentaba el problema de identificar rasgos que denotaran tendencias hacia la criminalidad en un tipo racial muy uniforme. Vale la pena aclarar que las técnicas de medición corporal y craneana que fueron aplicadas al estudio de la criminalidad indígena fueron impulsadas en un primer momento por médicos que realizaban estudios anatómicos más que por criminólogos. Estas técnicas fueron desarrolladas primero en el ámbito de la antropología, que en sus inicios fue parte integrante de la medicina, y posteriormente alimentaron la llamada “antropología judicial”, cuyos métodos de identificación fueron popularizados por Bertillon.
Tanto los antropologistas como los médicos penitenciarios y los promotores de las técnicas de identificación judicial compartieron un interés por el estudio de las razas a través de las técnicas craneométricas, y una fascinación por la imagen que puede ser apreciada en las colecciones de fotografías de indígenas que datan de esta época. En el terreno de la antropología, la profundización de una concepción teórica y visual acerca de la diferencia racial estuvo influida por autores como Frederick Starr, quien consideraba que la aplicación del análisis craneométrico y antropométrico requería que la identificación de los sujetos pertenecientes a una raza se realizara no sólo a través de mediciones sino también de fotografías, y de la elaboración de modelos de yeso de los tipos raciales más significativos. En forma simultánea, en el terreno del positivismo jurídico y criminológico, se estaba dando también amplia difusión a la fotografía de identificación judicial al considerarse que los rasgos físicos de los individuos eran indicadores de conductas antisociales. Para los juristas influidos por el positivismo criminológico la utilización de los archivos fotográficos de criminales en los procesos judiciales era un elemento que permitiría imponer límites a la reincidencia. El entusiasmo por la fotografía de los tipos raciales y por la fotografía de los tipos criminales fue uno de los puntos de encuentro más significativos, y menos explorados, entre el discurso visual antropológico y judicial de fines del siglo xix y principios del xx en México.
Conclusión
En la última parte del siglo xix las teorías antropológicas sobre las razas mexicanas que estuvieron sustentadas en las técnicas de medición craneométrica dieron fundamentos científicos a planteamientos políticos clave. Uno de ellos fue que el mundo indígena debía transformarse o desaparecer para poder integrarse dentro de un proyecto de Estado y de nación centrado en el principio de uniformidad cultural, racial, económica y social. Aun cuando los individuos que desarrollaron esta reflexión no hubieran tenido conciencia de los alcances políticos de las ideas por ellos formuladas, las teorías raciológicas incidieron sobre la manera de concebir la diferencia racial después de la Revolución de 1910. En otras palabras, aun cuando las técnicas craneométricas hubieran perdido vigencia como expresión de un pensamiento científico, es posible identificar una línea de continuidad entre las concepciones de las razas de fines del siglo xix y la propuesta indigenista de la primera parte del siglo xx.
Un primer elemento de continuidad es el énfasis puesto en la idea de que la nación mexicana debía ser racialmente uniforme. Esto puede deberse al hecho de que el indigenismo asimiló elementos de las teorías sobre las razas al discurso que glorificó el mestizaje como la esencia de la nación. Entre los elementos que fueron asimilados por el discurso indigenista se encuentran las concepciones acerca del “carácter moral” del pueblo mexicano, el sentido de las nociones de progreso y atraso y, finalmente, la idea de que la nación debía estar integrada por una raza homogénea que fuera la síntesis de todos los grupos étnicos que habían contribuido a forjarla. Un segundo elemento de continuidad es que la propuesta integradora del discurso indigenista no rompió con el estrecho vínculo que las concepciones decimonónicas acerca de las razas mexicanas había entretejido con el poder establecido. La permanencia de este vínculo no favoreció la realización de una crítica de fondo al evolucionismo, en la medida en que el objetivo de los estudios antropológicos de corte indigenista fue ofrecer soluciones a problemas inmediatos erradicando cualquier preocupación de carácter teórico o conceptual.
En suma, si bien durante la primera mitad del siglo xx los planteamientos en torno a la cuestión indígena hicieron más amplia la disyuntiva decimonónica de medir y civilizar, los nuevos intelectuales y hombres políticos siguieron pensando que la producción de un conocimiento científico de carácter empírico sentaría las bases para integrar a los grupos indígenas a la vida política moderna. Los términos bajo los cuales se planteó esta integración conllevaron la imposición de un modelo de sociedad y de nación basado en la uniformidad dentro del cual debía quedar reducido un complejo mosaico de culturas, razas e identidades.
A partir de la independencia los indígenas fueron reconocidos como ciudadanos con iguales derechos que el resto de la población. No obstante, a lo largo del siglo xix el doble imperativo de “civilizar” a los indígenas para hacerlos salir de la barbarie y de uniformar sus diferencias raciales por medio del mestizaje no pudo resolver la marcada desigualdad que dividía a la sociedad mexicana. En el segundo libro del Ensayo político sobre Nueva España, Alejandro de Humboldt hizo una observación acerca de la desigualdad que prevalecía en México en los últimos años del periodo colonial que puede ser aplicada a la época en que las teorías raciológicas popularizaron las técnicas de medición craneométrica: “Mejico es el país de la desigualdad. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de caudales, civilización, cultivo de tierra y población”. Para describir la posición de inferioridad de los indígenas, algunos párrafos más adelante Humboldt cita al obispo michoacano fray Antonio de San Miguel: “Efectivamente los indios y las castas están en la mayor humillación. El color de los indígenas, su ignorancia y más que todo su miseria los ponen a una distancia infinita de los blancos que son los que ocupan el primer lugar en la población de Nueva España”. La craneometría puede ser considerada como una de las vías para explicitar y tratar de comprender esta situación desde una perspectiva que en aquel momento se consideró científica.
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Nota
Las ideas que aparecen en este ensayo fueron desarrolladas en el libro Indígena y criminal. Interpretaciones del derecho y la antropología en México, 1871-1921. Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, México, 2000.
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Referencias bibliográficas
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Beatriz Urías Horcasitas
Instituto de Investigaciones Sociales,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Urías Horcasitas, Beatriz. (2001). Medir y civilizar. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 28- 36. [En línea]
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La fisioantropometría de la respiración en
las alturas, un debate por la patria
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Laura Cházaro | |||
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A principios de los sesentas decimonónicos, el doctor Denis Jourdanet, con el apoyo del doctor Leon Coindet —miembro del ejército francés que llegó a México en ese entonces—, planteó la tesis de que, dada la baja cantidad de oxígeno de las regiones altas de la tierra, los mexicanos del valle del Anáhuac, a cada respiración, pierden los beneficios del oxígeno. De ahí, decía, la “torpeza intelectual” e “incapacidad para toda clase de progreso moral” de los habitantes del valle. El tema, por supuesto, suscitó una larga serie de trabajos entre los médicos mexicanos. Daniel Vergara Lope, miembro del Instituto Médico Nacional y de la Academia Nacional de Medicina, fue quizás el principal oponente. Indagando en la fisiología y morfología del mexicano buscó derrotar a “los fisiologistas (distinguidos con el gran premio bienal de la Academia de Ciencias de París) que son tan perniciosos para la especie humana, como los conquistadores más sanguinarios”.
Esta disputa tuvo lugar en una época que hizo de la diferencia corporal, también llamada variación, el signo de las patologías. La clínica decimonónica abandonó la idea de lo patológico como una entidad azarosa que se apodera del cuerpo, y lo concibió como un estado regido por leyes, diferencia cuantitativa con lo normal. Por eso, las variaciones fisiológicas y antropométricas exhibidas por la raza mexicana se volvieron sospechosas de ser patológicas.
Fue en 1861 cuando Jourdanet, también miembro de la Academia Nacional de Medicina, publicó Les altitudes de l’Amerique Tropicale. Ahí concluyó que una de las más importantes causas de mortalidad entre los mexicanos era la anoxihemia, un tipo de anemia. Estaba convencido de que la baja presión atmosférica provocaba entre los habitantes del Anáhuac un severo empobrecimiento de la sangre, condenándolos a ser una raza predispuesta a las patologías, a “un sistema nervioso cuyas funciones se ejercitan sin energía”, al “abatimiento moral”, al “carácter agrio o blando” y propensos a “juicios injustos”. A esa disfuncionalidad respiratoria, según él, le correspondía una anatomía desproporcionada. Así, los indios, los más viejos habitantes del territorio, mostraban un pecho ensanchado y asimétrico en relación a su talla y una acelerada respiración para compensar la falta de oxígeno: desde todos los puntos de vista una deformidad.
Antes de Vergara ni la clínica ni la higiene habían podido negar lo dicho por Jourdanet. No habían podido mostrar cómo el mexicano con una fisiología tan modificada de la francesa podía ser normal. Él esperaba mostrar, con la verdad de las mediciones antropométricas y fisiológicas, la magia de aquella región montañosa.
Como parte de sus trabajos en el Instituto Médico Nacional, Vergara montó el primer laboratorio de fisiología experimental del país. Para refutar las tesis fisiológicas francesas, entre 1890 y 1909 realizó múltiples experiencias y ensayó diversas respuestas: teorías, imágenes y medidas fisioantropométricas. Preguntándose por los límites de lo normal y lo patológico de la raza mexicana, midió funciones y manufacturó, en el laboratorio y con instrumentos de precisión, gráficas fisiológicas y representaciones antropométricas de esos cuerpos. Unas revelaron las funciones respiratorias y otras la morfología y el diseño corporal; unas fueron creadas por medio de la experimentación, las otras con instrumentos antropométricos. Así, aunque distintos, ambos tipos de representaciones se forjaron bajo la pretensión de la precisión del laboratorio. Dada su objetividad, fueron creadas con la intención de borrar las diferencias como signos de anormalidad y ofrecer para la raza mexicana sus estándares de normalidad.
La normalidad de la raza mexicana
Para Vergara la variación biológica se explica por el medio ecológico. Independientemente de la raza, los individuos modifican sus funciones para aclimatarse a la diversidad geográfica. La aclimatación es entonces el mecanismo productor de las variaciones que hacen viable la vida en las alturas. Pretendiendo eludir la discusión sobre el poligenismo y el monogenismo, Vergara rechazó las clasificaciones raciales para determinar la normalidad de un grupo de individuos. No era posible hablar de una normalidad mexicana y otra francesa. Todos muestran una sola normalidad, como hay una única manera de aseverar las patologías. Así, para adaptarse fisiológicamente al medio, los mexicanos respiran más veces por minuto y poseen una sangre más densa. En ese sentido, el “visible y muy notable aumento de la amplitud del pecho que aquí en México se encuentra” es directamente proporcional a la altitud. Esas modificaciones no eran exactamente raciales, sino adaptativas. Cualquier individuo sometido a las alturas, tarde o temprano, modificaba sus funciones respiratorias para adaptarse al medio.
Pero la prueba definitiva de que los mexicanos son tan normales como los franceses es que los fenómenos respiratorios están sujetos al universal mecanismo de la compensación de los excesos y las carencias para mantener el equilibrio. La naturaleza, dice Vergara, busca un punto medio: “avara de gastar sus fuerzas inútilmente, procura siempre de no poner de más sino cuando éste le es indispensable a la conservación de su equilibrio”. Así, la respiración en las alturas es un fenómeno proporcional al que sucede en las llanura. Si el aparato respiratorio sufre modificaciones siempre serán proporcionales a la conservación del equilibrio. Midiendo se podía mostrar que la proporcionalidad respiratoria entre París y México es casi matemática. A mayor altura mayor número de glóbulos rojos y menor tensión sanguínea. Lo que quedaba por probar era que, a pesar de la diferencia, mexicanos y europeos son iguales en proporción, y que, por lo tanto, la respiración en México no es patológica. Para responder esas cuestiones Vergara echó mano de las imágenes experimentales y antropométricas, ambas diseñadas en el laboratorio.
La producción de lo real
Tenemos ante nosotros una imagen de laboratorio, lugar donde el cuerpo se interroga a plenitud. Ahí se le sujeta a la teoría y a sus instrumentos y, en condiciones artificiales, se le exige mostrar con exactitud sus medidas.
La ciencia del siglo xix se fincó en la visión. La clínica y la experimentación dependen de la observación: “un médico sólo debe creer lo que ve”, dice el doctor Adrián Segura, colega de Vergara en la Academia Nacional de Medicina. Y en el laboratorio la mirada se hace virtuosa: deja de ser pasiva como la clínica y se hace activa e interventora. Ahí se observa para comprobar lo observado una vez y modifica lo ya visto. Esas características hacían de la mirada un acto mecánico, pues para ver las leyes se requiere una mirada repetitiva, constante, infatigablemente acechante. Lo real no es lo que se tiene a simple vista, es lo que el médico crea con la obsesiva repetición del experimento. Hay que repetir mecánicamente para hallar lo homogéneo en lo diferente.
Este tipo de mirada requiere de instrumentos. Los métodos de laboratorio incluían, como una extensión del ojo médico, aparatos para lograr ese juego infinito de interrogar causas seguidas de efectos. Sólo con esos artefactos el médico confiaba ser preciso. Así, más allá de los falibles sentidos, el médico usó instrumentos para penetrar en las imperceptibles funciones humanas. El laboratorio de fisiología que dirigió Vergara en 1895 contaba con más de cien aparatos. Eran múltiples, como múltiples son las miradas sobre el cuerpo. Entre ellos estaban los inscriptores o productores de gráficas, como el esfigmógrafo de Marey, que registraba los movimientos del corazón y la tensión cardiaca. Los inscriptores estaban diseñados para reproducir, en una hoja ahumada, cada impulsión y movimiento de los órganos, en este caso el corazón. Hacían posible visualizar a la naturaleza y reproducirla cuantas veces se deseara: “con la invención del esfigmógrafo, decía un animado médico inglés, ‘el pulso […] escribe su propio diagrama y registra sus propios caracteres’”. La fisiología manufactura representaciones tan fieles que la gráfica es el objeto mismo de estudio. Para dilucidar sus leyes fisiológicas no es necesario ningún otro artificio que su propia existencia. Así, decía Vergara, cuando se usan medios mecánicos “los fenómenos se nos revelan autografiados de tal manera que las conclusiones se imponen sin que sea necesario de inferencias ni de ninguna otra representación difícil de raciocinio”. Decididamente, el “ver” asegura el “creer”.
Pero la posibilidad de realismo pronto se desvanece. Esta gráfica escrita por el corazón en las hojas ahumadas del esfigmógrafo, a la hora de terminarse, ya no es el órgano. Ahora la imagen, dato exacto, sólo mantiene con él relaciones impresionistas. El trazo es sólo un eco lejano del cuerpo, huellas de su presencia. Esa representación gráfica es ya otra existencia: el corazón se convirtió en gráfica. De la repetición infinita de experiencias, lo real se transforma: ahora equivale al lenguaje del gráfico y sus formas. Desaparece lo tangible del órgano; su sensación y color se desdibujan en trazos. Paradójicamente, para asegurar el dominio de la mirada y la observación, el cuerpo desaparece detrás de esas líneas arrojadas por los instrumentos, se vuelve medida y cuadro simétrico.
Entonces, ante esta otra existencia, el discurso requiere lo subjetivo para afirmarse. Estas líneas que tenemos ante nosotros es el corazón hablando a través del esfigmógrafo. Pero, para saberlo, el médico necesita intervenir. Frente a esa imagen confusa el médico requiere la palabra: “ahí está dibujada la tensión sanguínea a diferentes altitudes”. Irónicamente, esas imágenes, inicialmente espejos de la naturaleza, necesitan ser aclaradas “a la altitud de 2 250 metros, con 80 pulsaciones por minuto se representa la tensión normal del mexicano”. El discurso, no la imagen, requiere entrar al espacio inscrito y señalar al que ve lo que debe ver: leyes de la fisiología respiratoria normal. Pues, ¿cómo saber que esa imagen que devuelve la observación mecánica representa la función normal? ¿Acaso niegan al texto médico que busca en ellas la proporcionalidad fisiológica entre mexicanos y franceses?
Entre más gráficas y mediciones se sucedían, más eran evidentes las diferencias entre ellas; ni siquiera las gráficas de los mexicanos coincidían. Las imágenes parecían negarse a reproducir esa idea de que lo normal y lo patológico eran una única naturaleza: de la repetición sólo resultaba la diferencia. Con los instrumentos en general sucedía un artificio. Si el médico utilizaba los aparatos para hacer hablar de forma imparcial al órgano y su función, lo que obtenía era un lenguaje manufacturado que requería ser sometido con sus juicios. Pues a cada instante parecían precipitarse a una libre interpretación, a una voluntad propia. Para domesticarlas y otorgarles la calidad de reales y creíbles, el médico interviene y con sus juicios calibra al aparato. Entonces, el efecto de una realidad estándar se desvanece. Pues si sólo lo diferente es aquí lo predominante, ¿cómo mostrar que el mexicano no es un ser patológico?, ¿cómo afirmar que las gráficas producidas en el laboratorio mexicano eran tan normales como las producidas en un laboratorio francés?
Pero quizás la verdad sería mostrada con las medidas antropométricas de los mexicanos. Para Vergara, el análisis del ser vivo, en pleno cambio, requiere medidas de la función y de la forma anatómica. De su combinación debía resultar la verdad.
La restitución de la imagen humana
Vergara tuvo poco tiempo para dedicarse a la antropometría. Entre 1908 y 1909 transformó su laboratorio de fisiología del imn en uno de antropometría. En el más riguroso método antropométrico tomó y sistematizó mediciones de cerca de cien niños de un hospicio de la ciudad de México. Pero en 1909 fue trasladado a la Inspección de Higiene Escolar de la Secretaría de Educación Pública. Aunque esta decisión le permitió profundizar su interés en la antropometría, en 1911 fue sustituido por el doctor Nicolás León en el Servicio de Antropometría Escolar de aquella Secretaría. Pocos años más tarde, Vergara también tuvo que abandonar sus labores de la Escuela Nacional de Medicina, acabándose su labor experimental.
Inspirado en los estudios de Paul Broca, decía que la antropometría provee con mayor precisión que la fisiología el conocimiento del hombre en el “estado vivo”. Su poder estaba en la capacidad de “traducir en números las variaciones de dimensión y forma del cuerpo humano”. Considerando que “el hombre medio de México no es aún conocido”, invitó a sus colegas a “definir exactamente los promedios anatomofisiológicos correspondientes a todas sus variantes, sexos, y edades”. Una vez más, acumulando medidas pretendía definir la proporcionalidad del mexicano al francés. Como en el caso de la fisiología, usó instrumentos para mirar de forma precisa la estructura anatómica. Vergara usó los aparatos de moda en Europa: la toise vertical y la cinta métrica para determinar las tallas; para las mediciones craneométricas (índices cefálicos), el compás de espesor y el goniómetro. Pero también creó los suyos, como es el caso del toracógrafo, diseñado para medir la amplitud del tórax. Fiel al aforismo de que “las imágenes no mienten”, fue muy afecto a visualizar siluetas corporales completas. Para ello usaba un estesiómetro, una suerte de mesa que sujetaba al cuerpo para copiar todo su contorno. Con esas siluetas y cifras esperaba resaltar con exactitud matemática el orden y desorden corporal.
Una vez calculados los promedios anatomofisiológicos los vertía en una ficha. Pero, como naipes, cada ficha es una superficie accidentada de números donde una fotografía de perfil y de frente del niño medido son el único testigo de la posible unidad de aquellos datos. Una vez más, el cuerpo parece negarse a mostrar su normalidad a través de los índices. Como antropómetra, Vergara sólo sacó algunas tímidas conclusiones. Habló de la media de índices cefálicos y dolicocéfalos de los niños. Más adelante aventuró que “lo que llama más vivamente la atención” es la “semejanza que guardan entre sí” los datos de las tallas de los niños mexicanos y los franceses. Pero, ¿no había más conclusión que sacar?, ¿no podían sumarse todos los demás índices? Los números parecían haberle robado la palabra, eludían la sanción teórica de lo normal y lo patológico. Otro médico y colega de Vergara en la Secretaría de Educación Pública, Máximo Silva, dijo: “si dispusiéramos de una substancia modelable, podríamos, sirviéndonos de los datos anotados en la boleta antropométrica, obtener un modelo que fuese una representación del organismo”. El problema era que las cifras obtenidas parecían no hallar tal modelo estándar que unificara al cuerpo ni imagen tangible que lo definiera.
Quizás los límites del discurso médico para ofrecer una definición empírica de la normalidad mexicana fue lo que incentivó que la imagen se desviara hacia las intenciones. Entonces, por fin, dieron sustancia a lo medido. A la pregunta ¿quién es el mexicano normal? las imágenes respondieron. Y en lugar de afirmar las diferencias empíricas modelaron a un hombre medio mexicano según el deseo. Los índices abstractos volvieron al modelo inicial, como si fuera el único modelo posible: el tipo europeo, imagen de perfección y equilibrio. La proporcionalidad entre el francés y el mexicano sólo podía darse con relación al ideal. La solución numérica lleva a un artificio y ahí el esquema de Vergara se afirmará. Esas fichas-naipes serán liadas no como documentos precisos, sino como ilustraciones de una conclusión previa. La creación de una efigie normal
Por cada ficha antropométrica había un perfil para ilustrar el deseo y restituir al cuerpo fisiológico en una figura humana. Esos perfiles no eran función de las mediciones antropométricas, eran copias, a escala, de cada cuerpo infantil. Resultaban en una serie compleja de reproducciones. Primero se colocaba al sujeto en una mesa, el estesiómetro, luego, recostado, se le fijaba a “clavijas dispuestas alrededor del tronco y miembros”. Una vez que el paciente se encontraba inmovilizado, el antropómetra trazaba, con la ayuda de un estilete fijo a la mesa en ángulo recto, “el perímetro [del cuerpo] con absoluta fidelidad”. El trazo original se hacía sobre una hoja de papel, previamente cuadriculado en decímetros. Después, con la ayuda de un pantógrafo (regla para copiar, ampliar o reducir un dibujo), la imagen era reducida a un quinto de su tamaño, obteniéndose las pruebas heliográficas finales. Esas imágenes no tenían profundidad, daban una perspectiva ortogonal del cuerpo entero. La intención era ilustrar, con exactitud, el orden corporal, aunque no resultaran de los disparejos promedios fisioantropológicos ordenados en las fichas de índices.
La silueta antropométrica parece romper los silencios impuestos por los números, rebelarse contra esa condena. Lejos del lenguaje numérico aparece una mónada que se muestra para anular las diferencias individuales, donde sólo queda la esencia. Recurrentemente, la huella del cuerpo es una evocación de la variabilidad de la ficha antropométrica que rechaza la precisión aritmética. Esa imagen es el resultado final de una investigación pero también el principio del discurso.
Esta imagen es un símbolo. Ya no pertenece a la obra del médico mexicano, ella adquiere valor por sí misma y se llena de los significados de su tiempo. Es un testigo de su época de lo que debía ser un hombre normal: un abstracto, ideal. En ella ya no existe ni lo preciso ni la medida. La forma prevalece, el fondo se niega. El tiempo y el espacio ya no son los de aquel cuerpo que dejó su huella. Lejos del propósito inicial, carece de características empíricas: no posee nombre, nacionalidad, tampoco historia. Niega el pecho dilatado y la fisiología aclimatada para respirar en las alturas. Es figura perfecta, donde reinan las simetrías: tronco y extremidades, cabeza y columna, manos y pies. Aquí ya no hay proporción sino geometría. Ese hombre, evocación del hombre promedio estadístico, niega la pluralidad de razas, niega al mexicano y afirma lo normal como una imagen perfecta e intemporal, como una representación masculina que echa fuera lo femenino y los accidentes: sólo queda un vacío normal, pura forma sin fondo, puro trazo, sin piel.
El camino que el discurso médico quiso imponerles se interrumpe, a veces se invierte. La imagen fisiológica no parece continuarse en la antropométrica. Esta última rechaza la variabilidad empírica que la fisiología encontró y la troca por un mundo ideal. Si la imagen fisiológica pretendía probar la igualdad funcional a costa de hacer evidente la diferencia, la antropométrica borra la particularidad proporcional del mexicano, para afirmar su normalidad como un ideal.
Pero en este espacio que se abre entre ellas, ambas se conjugan para afirmar lo que el discurso nunca terminó por decir: negar al sujeto de las alturas. Con su dominio de abstracción gráfica y numérica, la primera imagen lo cubre con líneas y números fisiológicos, la segunda lo encubre con un ente, tan abstracto e ideal como el anterior. A pesar de sus diferencias, ambas imágenes parecen resolverse en el deseo y prejuicio médico por definir lo normal. Por más precisión y exactitud matemática se vuelven el deber ser que borra los rasgos de los indios, débiles y de baja estatura; desproporcionados por el pecho ensanchado. Es posible entonces pensar que esta última imagen, en realidad, fue la primera: lo normal, como ideal, guió el trabajo. Y es que ninguna medida, gráfica o estadística parece poder consignar lo patológico como cuantitativamente diferente de lo normal. La medida, eso que compara al hombre con el número se recrea como un estándar ideal. Esta vuelta al juicio, sin embargo, no es ficticia: se afirma con el poder de realidad que adquiere la imagen. Decididamente, en la medicina el ver es lo único que hace creer.
Finalmente, habría que preguntarse si ese estándar hecho del deseo médico de afirmar su raza dentro de los parámetros de lo normal, no es hoy nuestra definición corriente. Finalmente, habrá que preguntarse si ese deseo del médico por verse a sí mismo como parte de una raza normal no es también nuestro deseo de vernos, de encontrarnos ahí, con formas y contornos ideales, plenos de una modernidad abstracta, hecha de números.
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Laura Cházaro
El Colegio de Michoacán.
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como citar este artículo → Cházaro, Laura. (2001). La fisioantropometría de la respiración en las alturas, un debate por la patria. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 37-43. [En línea]
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Indígenas y criminalidad en el porfiriato.
El caso Puebla
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Nydia E. Cruz Barrera
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La historia del sistema penitenciario en México se encuentra estrechamente relacionada con las más avanzadas discusiones en el ámbito científico y con los propósitos políticos de paz, tranquilidad y modernización que proclamaba el régimen porfirista. La prisión, como establecimiento social, por sus propias funciones se especializó en la enseñanza del orden, la obediencia y la disciplina. Sus tareas desbordaban sus muros, y los destinatarios de sus trabajos no sólo eran los prisioneros, sino la población en general, especialmente los sectores que corrían mayores probabilidades de fracturar el orden social. En el país hubo pequeñas comunidades locales y regionales vinculadas con sus pares, tanto en Estados Unidos como en Europa; médicos, abogados, maestros y hasta químicos se comprometieron con la concepción y realización del proyecto penitenciario, considerando fundamental para su funcionamiento la investigación científica y la aplicación de sus resultados.
El caso de Puebla es relevante, pues la planeación de la penitenciaría, desde lo político y lo científico, estaba dirigida a la reclusión de individuos y al control y modificación de conductas de una mayoría de hombres provenientes de pueblos y pequeñas ciudades de este estado. La gran población de penitenciados estuvo constituida por indígenas, es decir, campesinos, jornaleros, tejedores, albañiles, cargadores, etcétera. En su confinamiento, estos hombres también cumplieron socialmente el papel de sujetos experimentales destinados a mostrar, verificar o refutar las teorías científicas en boga acerca de la etiología del crimen. El desarrollo de las ciencias penales en México (criminología, criminalística, psiquiatría, psicología criminal y penología, entre otras) se fortaleció con el desarrollo de estos modelos penitenciarios.
Anteriormente la prisión sólo era un sitio de espera, mientras se hacía efectiva la condena, horca, azotes, etcétera, y los cambios sociohistóricos transformaron a la prisión en el castigo mismo. Esta transformación tuvo lugar durante el lento cambio social hacia un régimen económico capitalista. La privación de la libertad se ha asociado a los cambios socioeconómicos. Sucintamente diremos que el tiempo de condena era el tiempo en que una persona era suspendida del mercado de trabajo para enmendar y corregir su comportamiento; al mismo tiempo se suspendían sus derechos jurídicos, a la circulación y a la libre asociación, entre otros.
Las aplicaciones del sistema penitenciario en la población decimonónica se relacionan con el ejercicio del poder que el Estado ejercía sobre los individuos, transgresores de sus normas. El caso de los indígenas resulta muy ilustrativo, puesto que se trata de personas con un cierto modo de vida, que al ser aprisionadas y obligadas a modificar su comportamiento posibilitaron, como grupo, la enseñanza y el aprendizaje de nuevos modos de interacción social, diferentes a los usos y costumbres de sus lugares de origen, arraigados en la tradición. Los presos, campesinos y personas provenientes del área rural, al capacitarse como operarios en los distintos talleres, debían salir de la prisión con una calificación laboral básica; pero tan importante como eso era la internalización de nuevas formas de relación social, susceptibles de difundirse en sus lugares de origen. La modernización también pasaba por la transformación de los comportamientos de los ciudadanos, con mayor énfasis en los más resistentes.
En el derecho penal los cambios más notables se dieron en torno al castigo. La abolición de la pena de muerte no era cosa nueva, pues desde 1857 se había decretado constitucionalmente que esta pena se suprimía en el territorio mexicano, condicionándola a ser sustituida por la aplicación de un régimen penitenciario. Felizmente para las autoridades poblanas, el 1 de abril de 1891 se leyó el decreto de abolición de la pena de muerte. Al día siguiente, 2 de abril, la población delincuente comenzó oficialmente un nuevo periodo de vida con la inauguración de la penitenciaría del estado y el establecimiento del régimen penitenciario. Rosendo Márquez, en la gubernatura, y Porfirio Díaz avalaron el acontecimiento.
La prisión contaba con celdas individuales sin comunicación entre ellas y de vigilancia fácil, con capacidad para quinientos prisioneros. En ese contexto penitenciario había departamento para escuela, salones para talleres, lugar para comercializar la producción de los diferentes talleres, salón de conferencias religiosas, locutorios, departamentos de baños y lavado de ropa, proveduría, refectorio, enfermería, depósito de cadáveres, departamento de antropología criminal, gabinete de antropometría y departamento de fotografía. La biblioteca se especializó en asuntos jurídicos y de antropología criminal. Asimismo, se organizó un museo con las colecciones de cráneos y cerebros de criminales notables, así como pertenencias y objetos diversos relacionados con los delitos, armas de diversa índole, fotografías y tatuajes, oficinas y habitaciones del director, empleados y sirvientes. También existían cuadras para la guardia especial, el Batallón Zaragoza, que además de vigilar la prisión se ocupaba de la persecución de bandidos y forajidos en las zonas rurales del estado. La sección de estadística criminal concentraba la información necesaria para formar la estadística del resto del estado en materia criminal. Ésta se componía con los informes y reportes enviados por los médicos expertos foráneos, y los testimonios gráficos que aportaron nos confirman la raza de su población y su pertenencia a los grupos indígenas.
El ordenamiento y clasificación de los presos se convirtió en una de las tareas iniciales de la nueva prisión, muy acorde con los principios positivistas. Para el conocimiento y control de los reclusos se impusieron varios registros recabados en distintos libros: de entradas, de órdenes de ingreso y ejecutorias, de retratos, de celdas, de conducta, de salida y de autopsias. La regla del silencio se impuso y los maestros vigilaban el trabajo, realizado en riguroso silencio y sin dirigir la palabra a los presos, excepto por la enseñanza o el trabajo mismo. De esta manera se promovía la laboriosidad y la obediencia. Las medidas disciplinarias fueron reglamentadas con prolijidad. También se reguló el uso del tiempo destinado a la limpieza, la alimentación, el trabajo y la educación escolar, moral y religiosa. La ociosidad fue duramente combatida.
Desde la dirección central se vigilaba la reclusión y los servicios educativos, de instrucción laboral y los servicios destinados a promover una disciplina institucional y el arraigo al cumplimiento de normas reguladoras de la vida cotidiana. Por derecho, los presos tenían alimentos por cuenta del estado, pago sabatino por trabajo, asistencia médica y comunicación verbal con las personas autorizadas, en los días y horas establecidas o bien por escrito en correspondencia abierta por conducto del director. Práctica científica penitenciaria
Los criterios positivistas extendidos a la práctica de la medicina favorecieron el despliegue del pensamiento criminológico italiano, como sucedió en la penitenciaría poblana. La medicina legal vinculaba los aspectos sociales y naturales de la ciencia. La observación, el registro, la medición, la clasificación y la comparación de las características físicas y psíquicas de los penitenciados prometía tanto a científicos como a políticos explicarse la causalidad del crimen sin considerar situaciones externas al comportamiento criminal. De manera separada, los nuevos conocimientos de la antropología criminal favorecieron la evaluación del delito y del delincuente a fin de estudiarlos como entidades independientes, con esto se abría una nueva época para los estudios científicos acerca del comportamiento criminal desde el punto de vista del derecho penal.
La herencia biológica, la identificación antropométrica, tallas, pesos, medidas craneanas, raza, etcétera, y el estudio psicológico, la disposición a la obediencia, los buenos hábitos, el desarrollo de cualidades psíquicas y la voluntad, entre otros, se consideraron aspectos fundamentales en el estudio criminológico, psicológico y social de los indígenas presos. La criminología positivista explicaba la criminalidad fundamentándose en diferencias y semejanzas somáticas; distintas conformaciones del cráneo o del cerebro, así como subordinaciones biológicas manifestadas en la inferioridad o superioridad de la raza, eran consideradas también como factores causales de retraso y degeneración mental y social que derivaban en epilepsia, alcoholismo o la combinación de varias condiciones; a pesar de esto la explicación etiológica del crimen tuvo un enfoque predominantemente biológico.
Los científicos porfirianos recurrían a temas como la evolución, la degeneración, lo normal y lo patológico, entre otros, para explicar lo social. Entre esos personajes podemos mencionar a Gabino Barreda, introductor de la filosofía positivista en México, y a Justo Sierra, promotor de un proyecto educativo y cultural. Este último decía: “La sociedad es un ser vivo, por tanto crece, se desenvuelve y se transforma; esta transformación perpetua es más intensa al compás de la energía interior con que el organismo social reacciona sobre los elementos exteriores para asimilárselos y hacerlos servir a su progresión. La ciencia, convertida en un instrumento prodigiosamente complejo y eficaz de trabajo, ha acelerado por centuplicaciones sucesivas la evolución de ciertos grupos humanos; los otros, o se subordinan incondicionalmente a los principales o pierden la conciencia de sí mismos y su personalidad”.
En un ambiente propicio para equiparar a la sociedad y sus miembros como componentes de un organismo en evolución y con funciones semejantes a las de un cuerpo orgánico, encontramos las explicaciones dadas para visualizar de modo biologicista a los delincuentes y criminales, considerándolos elementos en descomposición de ese cuerpo social, capaces de corromper y contagiar a otros, confrontando de esta manera las posturas favorables a la corrección y enmienda por la vía de la moralización y el trabajo. Al delincuente se le consideró un cáncer de la sociedad que debía ser extirpado. Ante tal conclusión poco quedaba por hacer; al criminal se le veía sin esperanza de regeneración.
Particularmente, el caso poblano testifica la fuerza de la escuela lombrosiana. La obra Estudios de antropología criminal fue producto de un año de investigaciones sobre la población de penitenciados poblanos, elaboradas por los médicos Francisco Martínez Baca y Manuel Vergara. Dicha obra detalla las actividades científicas realizadas durante el año siguiente a la apertura de la prisión. Además, Martínez Baca y Vergara participaron con ella en la Exposición Internacional de Chicago en 1892, obteniendo un premio y el reconocimiento público, pues a poco tiempo de publicada recibieron las felicitaciones del médico italiano César Lombroso, principal representante de la escuela criminológica positivista, quien les solicitó los clichés para reproducir el trabajo en Italia. Esta carta de felicitación fue publicada en el Periódico Oficial de Puebla; el redactor del periódico, licenciado Atenedoro Monroy, entusiasta de las teorías criminológicas, presentaba a Lombroso como “el grande y admirable autor de El hombre delincuente, la biblia de la antropología criminal”, y escribía: “Mucho nos complace ver que hombres de tan alta autoridad científica como Lombroso, hagan justicia a los méritos de nuestros compatriotas y no se desdeñen de enviarles desde la cumbre gloriosa en que brillan, una palabra de sinceridad y entusiasmo, que tan hermosamente obliga nuestra gratitud y nos abre las puertas de la más generosa y fecunda emulación”.
En Estudios de antropología criminal, Martínez Baca y Vergara aseveran que lo primordial consiste en “estudiar íntimamente la persona del criminal, por esto se deben tener en cuenta, al juzgar una acción de esta clase, tres órdenes de factores: antropológicos, físicos y sociales, cada uno de los que ejerce determinada influencia en el sujeto de la acción”. Considerando la importancia del delincuente, tanto como del delito y de la pena, estos estudios tomaban una postura formada con los más avanzados criterios penales.
En el prólogo preparado por el abogado Rafael D. Saldaña, con una acendrada vehemencia y defensa de las teorías lombrosianas, éste decía: “sabemos ya que el criminal es un tipo que se constituye como una familia en la especie humana, y que se diferencia de los demás hombres por ciertas anomalías de conformación fácilmente reconocibles; que es de todo punto falsa la aserción de que el libre albedrío es el fundamento de la responsabilidad criminal, y que lejos de esto el crimen no es más que el resultado de una anomalía cerebral, congénita o adquirida que arrastra e impulsa fatalmente al hombre a obrar en un sentido determinado. Han quedado pues completamente destruidos los fundamentos del sistema del derecho penal en vigor y era preciso dedicarse a sustituirlo”.
Apegándose a la tradición científica y con un propósito de profilaxis social, Martínez Baca y Vergara aseguraban que “la perfección de los medios empleados para la corrección del delincuente está en razón directa del conocimiento psicológico que de él se tenga. Por eso, un establecimiento penal en el cual se aplique a los detenidos un severo régimen penitenciario, pero en el que se carezca de los medios necesarios para el estudio psicofisiológico de los criminales, tendrá que ser siempre incompleto. El hospital es el gabinete del clínico, el manicomio lo es del alienista, el de los que estudian el derecho penal y la medicina legal, deberá ser la prisión; allí donde están confinados, amontonados, todos los elementos de la fermentación y de la descomposición social. Ningún lugar más a propósito que éste para la observación”. También afirmaban que no se trataba sólo de corregir al delincuente colocándolo en condiciones especiales y de impedirle causar mayores perjuicios a la sociedad, sino que “trátase también, y es lo primero y más noble, de evitar que el hombre se convierta en delincuente, corrigiendo y modificando las malas tendencias de que pudiera estar dotado, por medios susceptibles de aplicación fácil en todos los momentos de la vida social”.
Los fines profilácticos aparecen con pureza: evitar que el hombre causara perjuicios a la sociedad, a costa de aplicarle en todos los momentos de su vida social las correcciones necesarias, trascendiendo los reducidos espacios de la prisión con la intención de introducir en toda la vida social medidas preventivas. La proyección y aplicación de medidas preventivas de seguridad pública en la población se legitimaba en nombre de la ciencia. La población estudiada, se presumía, representaba a la gran mayoría de la población indígena, en términos de correspondencia de constitución física, desarrollo mental y psicológico.
El área de Antropología Criminal
La Dirección del Departamento de Antropología Criminal estuvo bajo la responsabilidad del doctor Francisco Martínez Baca. Dicho Departamento, donde se estudiaba el comportamiento criminal buscando establecer la etiología del crimen, fue considerado no sólo como un moderno instituto de investigación criminológica, sino como el primero que se estableció en América Latina (el segundo fue creado en Argentina, en 1908, a instancias de José Ingenieros).
En él se estudió a la población total de la prisión y a los fallecidos durante el primer año de actividades. De veintiséis cerebros de criminales notables fallecidos en la prisión, se describieron: a) la cerebroscopía: hiperhemias, isquemias, hemorragias, esclerosis, anomalías, variedades de forma en el desarrollo de las circunvoluciones, derrames cefalorraquídeos y lesiones anatomo-patológicas; b) la craneometría: diámetros, circunferencias, cubicación y peso, y c) la craneoscopía de las diversas regiones: frontal, occipital, etcétera.
La tecnología apoyó la antropometría. En el laboratorio, también llamado gabinete antropométrico, y en el anfiteatro, se usaba instrumental y menaje especializado importado de Francia y posteriormente de Estados Unidos. Pero también se incursionaba en la innovación técnica, ya que para la medición antropométrica exacta se diseñó un instrumento llamado metopogoniómetro y otro denominado cefalómetro vertical. De esta manera, se registraron tallas, pesos, longitudes de manos, pies y dedos para resaltar asimetrías y anomalías, datos de identificación general del preso, biografía con antecedentes familiares especialmente delictuosos, estados patológicos o afecciones del sistema nervioso y neuropatía, y medidas craneanas. El examen antropométrico se realizaba según el sistema de Bertillón. El estudio fisiognómico asentaba la expresión facial, color del pelo y barba, frecuencia gesticular y otros detalles para determinar el estado general del individuo y su desarrollo muscular. La organoscopía estudiaba la sensibilidad general por medio del estesiómetro y la electricidad. También se medía el desarrollo de los sentidos y los reflejos cutáneos y tendinosos, y mediante el estudio psicológico se investigaba el desarrollo de la inteligencia y la memoria, la imaginación, el género de sentimientos, las afecciones o pasiones dominantes, el estado de la voluntad clasificada como valor civil, personal, brutal, razonada, etcétera. El caló, forma de escritura, firma o jeroglífico utilizada por los presos, devenía en los tatuajes, los cuales eran fotografiados, copiados y clasificados; a la muerte del prisionero, la piel tatuada se cortaba, preparaba y enviaba al museo de la penitenciaría.
Por otro lado, hubo colecciones fotográficas con los retratos de los presos de la penitenciaría y de otros criminales notables como parte importante del material para el estudio científico del delincuente. Desde su ingreso, en el servicio fotográfico los reos eran fotografiados e identificados en el Libro de Registro con tomas de los órganos y tatuajes que el médico señalaba de interés por ciertas características comunes o por la anomalía que presentaban. Los tatuajes se asociaban con la proclividad al deterioro moral. Posteriormente, esta técnica fue desarrollada por Martínez Baca en un estudio psicológico y médico-legal sobre los tatuajes existentes entre delincuentes recluidos, soldados de un batallón y de la prisión militar de la misma ciudad de Puebla. En este trabajo sobresale la clasificación y descripción de los símbolos tatuados, y las teorías psicológicas y atávicas para explicar el tatuaje, que abordan un conocimiento universal, para luego concluir con lo regional.
En dicho estudio Martínez Baca decía: “El principio sentado por Lombroso, de que el hombre criminal es un salvaje nacido en medio de una sociedad civilizada, con las ideas y el gusto estético del hombre de las primeras edades, es en nuestro concepto el más justo que por la observación se ha podido inducir. En efecto: entre el criminal y el salvaje, psicológicamente considerados, no es grande la diferencia; el atavismo los une”. Encontramos aquí un punto de concordancia mayor en el concepto atavismo (de atavus, antepasado) que en el del delincuente nato, manejado en la primera obra publicada por Martínez Baca con base en la población indígena presa. Como razón etiológica asegura: “Las causas son de dos órdenes: principales y accesorias […] Las primeras se refieren a la fuente de donde procede la tendencia a adornarse, que no es otra cosa que el atavismo […] Las segundas o accesorias son las que accidentalmente intervienen para la verificación del fenómeno, y las que no pueden invocarse sino en pequeña parte, a favor de los delincuentes”.
En el Libro de Autopsias se anotaron las lesiones anatomopatológicas encontradas, especialmente aquellas referidas en la obra de Lombroso. Hubo también Libros de Conducta con los registros sobre obediencia y laboriosidad, escritos por los vigilantes. La ociosidad, la holganza y la vanidad son elementos de gran consideración. Ante ello resalta el gran valor del trabajo, es decir, “el principio filosófico y positivo de que el trabajo regenera al hombre […] impidiendo la ociosidad fecunda y nociva”. La asociación entre crimen, delito y rebeldía e indolencia se fortalecía con estas anotaciones. La fortaleza de los prejuicios también puede cimentarse en proyectos aparentemente neutrales, como los que pueden desarrollarse bajo el patrocinio de la ciencia.
Con toda esta información, Martínez Baca y Vergara se dedicaron a establecer los tipos de criminales según el delito cometido, y sus características físicas, aunque también consideraron el lugar de origen y los niveles educativos, incluyendo factores sociales, como lo hacían también algunos antropólogos italianos en desacuerdo con Lombroso. Su atención a lo social como factor causal los sitúa a una cierta distancia de la radical postura de Lombroso de su primera época.
Muchos años más tarde, Alfonso L. Herrera y Ricardo E. Cicero señalaron el aporte de estos científicos mexicanos a la antropología general: “ellos estudian hechos singularísimos del atavismo, caracteres y hechos de importancia capital para la antropología especulativa, que intenta descubrir los orígenes del hombre y determinar el grado de superioridad relativa de cada raza. En México […] han sido numerosos y bien conducidos los estudios de la antropología criminal, que los muy deficientes de la antropología general; ésta, aunque no debía ser así, según un método lógico y riguroso, aprovecha ciertas investigaciones de los criminalistas, especialmente las que se refieren a los caracteres del desarrollo atávico observados en algunos de nuestros indios”. La presencia del concepto atavismo vinculado a los indígenas nuevamente se valida.
Consideraciones finales
La política penitenciaria poblana incrementó las posibilidades de diseñar una investigación científica realizada por reconocidos miembros de la sociedad mexicana, profesionales de las ciencias penales y de las ciencias médicas encaminadas a explicar y combatir los comportamientos delictuosos y criminales. Las obras materiales y los proyectos arquitectónicos y jurídicos respondían a nuevas inquietudes: la superación de una legislación punitiva y vengativa y su transformación en una práctica correctiva destinada a propiciar la reforma de las prisiones, la mejora y corrección de los delincuentes por medio del trabajo, la instrucción y la moralización. Sin embargo, las explicaciones organicistas que se asociaron a la criminalidad, como la teoría impulsada por el italiano César Lombroso, parecían entrar en conflicto con estos propósitos de rehabilitación.
La contradicción más evidente era llegar a la comprobación de los supuestos organicistas, es decir, atribuir la causa del crimen a un componente intrínsecamente biológico, hereditario, ya que de haberse logrado hubiesen resultado improcedentes todas las tentativas gubernamentales para impulsar el cambio social a partir de la regeneración de la condición criminal, mediante la educación y la mejora de las circunstancias económicas. La imposibilidad de reeducar asentada en la convicción del daño orgánico y moral del delincuente implicaría la eliminación o al menos la segregación definitiva del delincuente del resto de la sociedad humana. Y más dramático aún, salvo por la sentencia condenatoria que lo recluía por un largo periodo en la prisión, en los más diversos aspectos (orgánicos, anatómicos, sociales, etcétera), el delincuente pertenecía al común de la sociedad mexicana, por lo que se hacía posible la ampliación de las evidencias físicas y mentales características de los criminales, según las teorías lombrosianas, a una gran parte de la población, esto es, a los indígenas.
Los estudios de Martínez Baca y Vergara sobre delincuentes prisioneros se sitúan en la búsqueda del conocimiento básico del comportamiento humano orgánico y emocional, sin embargo, su apego a los postulados lombrosianos, aun con sus matices, los revela como hombres de su circunstancia, fortalecidos dentro de una dictadura, por lo que era inevitable que compartieran los prejuicios que se tenían en la época, y resultaba difícil dejarlos de lado al realizar su trabajo. El prólogo a Estudios de antropología criminal, escrito por el licenciado Saldaña, es nuevamente ilustrativo: “Para los antropologistas europeos es una regla general que el robo predomina en los climas fríos, y los delitos contra las personas, en los calientes. Entre nosotros se puede sentar como principio que los indios todos son ladrones, cualquiera que sea el clima del lugar en que habiten”. Así, en la prisión, indígenas y científicos protagonizaron una larga jornada, como actores esenciales de un proceso que aún resuena.
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Nydia E. Cruz Barrera
Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades,
Universidad Autónoma de Puebla.
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como citar este artículo → Cruz Barrera, Nydia E. (2001). Indígenas y criminalidad en el porfiriato. El caso de Puebla. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 50-56. [En línea]
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Los indios del Museo Nacional: la polémica teratológica de la patria
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Frida Gorbach | |||
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A finales del siglo xix, y por muy corto tiempo, el Museo Nacional de México dio a conocer el mapa completo de la nación. Antes de que la historia natural saliera de la Casa de Moneda para formar el Museo del Chopo y de que Porfirio Díaz, durante los festejos del Centenario de la Independencia, inaugurara un espacio consagrado exclusivamente a la arqueología, la historia y la antropología nacionales, en el Museo Nacional convivían casi todas las materias. Allí se exhibían las colecciones de arqueología con la Coatlicue y el Calendario Azteca, las colecciones de plantas y animales recolectadas por Maximiliano y los fragmentos de la historia patria recogidos a lo largo de la vida independiente.
El Museo Nacional de ese entonces parecía la evidencia visible de un sueño, pues además de preservar “los restos de la antigüedad de nuestra patria”, como soñara el jesuita criollo Francisco Xavier Clavijero, ese espacio detenía en la nostalgia un sueño que en el siglo xx se había desvanecido: Jesús Galindo y Villa, un profesor que entregó su vida al Museo, disertó en 1921 sobre un museo ideal: quería que fuera único, completo, total, es decir, que abarcara “todos los dominios de los conocimientos humanos”. Galindo y Villa soñaba con un museo de síntesis interesado en “la vida, una en su pluralidad”. Seguramente, mientras el profesor forjaba con su idea el futuro no podía dejar de sentir nostalgia por el museo que a finales del siglo xix escenificó, bajo el cobijo de la ciencia, una concepción total del país, de sus habitantes y de su historia.
Además de las colecciones de arqueología, historia natural e historia patria, el Museo inauguró en 1895 tres secciones más: anatomía comparada, teratología y antropología. La primera sala presentaba en el entresuelo “76 ejemplares de esqueletos, 33 cráneos, 40 cerebros y 38 piezas diversas que, en su mayor parte, son de mamíferos y aves, y algunas otras piezas disecadas, como dos corazones, laringe y brazo humanos, y ocho fetos de diversas edades”. En el primer piso la sala de antropología exponía fotografías de las distintas razas del país, piezas de esqueletos humanos provenientes de diversas excavaciones, un buen número de cráneos y cuadros de observaciones referentes a la antropología criminal. Por último, el salón dedicado a la ciencia de los monstruos, la teratología.
Esas tres nuevas colecciones traían consigo la modernidad científica. Al darlas a conocer, el Museo se separaba del naturalismo del siglo xviii y su interés en describir la forma de las especies, e imponía sobre una taxonomía fija de piedras, plantas y animales la temporalidad de los recientes estudios biológicos. Así, los esqueletos anónimos de la sección de antropología abandonaban el culto a la fijeza de los monumentos para convivir con los cráneos anónimos de la sección de antropología y acoplarse al devenir de la historia; los órganos de diferentes especies de la sección de anatomía dejaban la superficie y se adentraban en las profundidades del cuerpo mientras los monstruos del salón de teratología recordaban la presencia de un universo siempre cambiante.
Desde la mirada de esas tres nuevas secciones el espacio museístico cobraba otra forma. Allí, la arqueología, la historia natural y la historia patria se entretejían con la anatomía, la teratología y la antropología para dibujar una trama inesperada del discurso sobre el ser nacional, pues después de todo, ¿por qué exhibir órganos, cráneos y ejemplares monstruosos en un espacio dedicado a mostrar la grandeza natural y cultural de la patria?
II
Muchos años después de que Europa fuera recorrida por Máximo y Bartola, dos enanos microcéfalos, supuestos descendientes de la nobleza azteca, el Museo Nacional inauguraba la sección de teratología. En un pequeño salón, en el entresuelo, arriba de la Coatlicue, debajo de la pila bautismal del cura Hidalgo y muy cerca del Herbario Nacional, se exhibían setenta y cinco especímenes monstruosos, entre ellos, un gigante, varios borregos de dos cabezas, cerdos de seis patas, siameses y hermafroditas, unos conservados en alcohol, otros disecados y otros más representados por fotografías.
Ocupando un salón pequeño, perdido en las inmensas salas del Museo, estaban los monstruos, expuestos a la mirada del público. Y no era el azar el que los había llevado a ese sitio. Jesús Sánchez, médico naturalista, consideraba que la teratología daba “la clave para la solución de los problemas muy oscuros relativos a la organización de los animales y las plantas”. Sabía que los monstruos podían ofrecer algo más que la diversión efímera de los circos, y sus personajes, asombrosamente desfigurados, algo distinto al asombro momentáneo de los gabinetes de curiosidades y su exhibición infinita de maravillas naturales. Creía que un museo público debía invitar a la reflexión racional. Lo mismo opinaba José Ramírez, considerado por algunos de sus biógrafos como uno de los primeros autores mexicanos que aceptan la teoría de Darwin: “Desde el momento en que se encontró la explicación o mecanismo de las anomalías de la organización de los animales y vegetales, [las monstruosidades] adquirieron un valor inmenso, en proporción del que perdían como simples curiosidades, dignas sólo del asombro momentáneo de los visitantes de los museos, que las encontraban en algún rincón de los escaparates”. El salón de teratología mostraría al visitante cómo los monstruos se producían en la naturaleza. Por lo menos así lo anuncia el Catálogo de anomalías coleccionadas en el Museo Nacional que se vendía a un módico precio en las puertas del Museo. Esa guía contenía la explicación racional: una anomalía se producía cuando el embrión se detenía en uno de los niveles por los que transita el desarrollo normal, y esos niveles no hacían más que reproducir las fases de una serie evolutiva normal que va de los animales inferiores a los superiores. Esta teoría, conocida como teoría del detenimiento embrionario, esbozada por Etiénne Geoffroy Saint Hilaire y llevada hasta sus últimas consecuencias en la teoría de la recapitulación de Ernst Haeckel, constituía el marco desde dónde mirar una exposición compuesta exclusivamente de monstruos. Esa colección no sólo abría las formas de la historia natural a los mecanismos ocultos de la naturaleza, sino que además definía el modo como el cambio evolutivo operaba. De acuerdo con la teoría del detenimiento, los cambios en las condiciones del medio inducían cambios en el organismo durante el estado embrionario similares a la formación de monstruos, y, a través de su propagación por herencia, esos cambios traían la transformación de las especies. En otras palabras, una fijación embrionaria producía un monstruo y cuando esa alteración se propagaba, una nueva raza surgía.
A la vez que introducía la noción de cambio en un museo hasta entonces taxonómico, el salón de teratología ofrecía así una vía para entender cómo nuevas razas surgían en la naturaleza. Ésa era su función; si no de qué otra forma explicar que justo cuando las obras de Darwin empezaban a difundirse en México, cuando los monstruos dejaban de ser un paradigma en la explicación del origen, Jesús Sánchez inauguraba en el Museo una sección dedicada a exhibir monstruos biológicos.
III
Un centro ordenaba la totalidad de los contenidos en el Museo Nacional; por una única pregunta ellos adquirían sentido: ¿cuál es el origen de la raza mexicana? La arqueología, la historia natural, la historia patria y también la teratología, la antropología y la anatomía comparada, se enlazaban en un intento por resolver esa cuestión que en el Congreso Internacional de Americanistas alguien le puso todas sus palabras: se trata de “definir nuestras razas, antropológicamente hablando, para darles su lugar, tantos años vacío, en las clasificaciones de pueblos que la científica Europa se ha encargado de formar”.
Y la teratología tenía mucho que decir cuando se trataba de definir el origen. De hecho, podría decirse, las dos respuestas dadas por la ciencia mexicana a la cuestión de la raza guardaban en sus profundidades una duda teratológica. De un lado estaban los monogenistas, que admitían la unidad de la especie humana, y del otro los poligenistas, que creían que la humanidad se componía de razas distintas: o las razas americanas eran producto de un tronco común cuyo origen estaba en Europa, o los hombres del Nuevo Mundo eran razas autóctonas de la América. La primera postura, fundada sobre una línea evolutiva, gradual y progresiva de transformaciones, requería eslabones intermedios para explicar el paso de una especie a otra; en cambio, la postura del origen autóctono se desligaba de esa línea progresiva y negaba la posibilidad de que los indios americanos constituyeran razas intermediarias, eslabones teratológicos.
De un lado, Jesús Sánchez, el promotor de la exposición de teratología, sostenía que las “desviaciones del estado fisiológico producen alteraciones funcionales cuyo estudio es muy importante para la comparación del estado mental del hombre y los animales, y tal vez en el problema del origen de aquél”. También José Ramírez retomaba la teoría de la recapitulación para explicar el origen de las especies: “si se sigue el desarrollo individual del hombre, del mono o de un mamífero superior en el útero materno, se encontrará que el embrión recorre una serie de formas muy diversas que reproducen de una manera general [las] formas ofrecidas por la serie prehistórica de los mamíferos superiores”; creía así que “si se estudiaban con cuidado todas las anomalías de la organización se encontraría el origen de un grande número de razas”.
Del otro lado, Vicente Riva Palacio, abogado, político y versátil escritor, no aceptaba el origen teratológico de las razas americanas. En México a través de los siglos, primer compendio de historia mexicana, argumentaba que los indios diferían de las razas hasta entonces estudiadas y que su carácter era “verdaderamente excepcional”. El hecho de que carecieran de vello o de que el molar sustituyera al colmillo, era indicativo de que esa raza estaba en “un periodo de perfección y progreso corporal superior al de todas las otras razas conocidas”. Veinte años después, el mismo José Ramírez aseguraba que en América los reinos vegetal y animal se habían desarrollado en su escala ascendente sin faltar ninguno de sus eslabones, y que no existían seres intermediarios sino hombres que habían alcanzado las “formas más perfectas”. Su padre llegó a la misma conclusión en 1872: “lo que se ha encontrado en América por los españoles es exclusivamente americano”.
Los argumentos en favor del tronco común delineaban una estrategia para escapar a la idea de la singularidad excepcional de la raza mexicana sostenida por la postura del origen autóctono; ésta, la del origen autóctono, constituía un argumento para no ver el vínculo que desde el siglo xvi silenciosamente asociaba a los indios con animales, híbridos y monstruos. Una postura acepta el vínculo como posibilidad mientras que la otra se define en función de su negación rotunda. Sin embargo, en esa huida, las dos respuestas dadas por la ciencia mexicana a la pregunta por el origen llegan a un callejón sin salida: el tronco común confunde el concepto de variación con el de anomalía y toca entonces la inmovilidad idílica de la adaptación perfecta, y la del origen autóctono consigue evitar la idea de que Dios creó directamente a cada una de las criaturas del universo pero sostiene, en una convicción más política que teórica, que las razas americanas conforman una singularidad cuya explicación aún no puede ser aclarada por la ciencia.
IV
Arriba, en el primer piso, se exhibía la colección de antropología. Mapas lingüísticos, fotografías de tipos de las diversas razas del país, cráneos y piezas de esqueletos humanos, y una colección de cráneos anómalos, la formaban. Alfonso L. Herrera y Ricardo E. Cícero, interesados en “dar más brillo a nuestra Exposición ante los sabios americanistas”, escribieron el catálogo correspondiente. Ligando fragmentos de los estudios lingüísticos de García Cubas, postulados de antropología fisiológica del doctor Daniel Vergara y Lope y datos de antropología criminal tomados de Martínez Vaca, todos ellos “autoridades de renombre”, fueron construyendo el marco explicativo de la exposición.
De alguna manera, la exposición constituyó un argumento más en favor de la postura del origen único de las razas, sólo que en este caso la raza mexicana había conseguido adaptarse perfectamente al medio: “el hombre está aclimatado a las altitudes de México por mecanismos diversos, no habiendo caracteres de degeneración que puedan atribuirse a influencias climatéricas contrarias”. Sin embargo, aún separándose tanto de la idea de la singularidad excepcional como del origen teratológico, a la hora de definir el origen, la pregunta por “el grado de superioridad relativa a cada raza” no puede evadirse.
Una extensa cita de la Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para combatirla de Luis García Pimentel da inicio al Catálogo: actualmente los indios “están degenerados: nada conservan de sus pasadas grandezas y apenas si se parecen a aquellos hombres contemporáneos de Moctezuma”. Si esa cita abre el texto, los resultados obtenidos por Martínez Vaca en el gabinete antropométrico de la penitenciaria de Puebla lo cierran: las mediciones craneométricas hechas a indígenas muestran que la media total “es inferior a las medidas totales obtenidas en Europa”; de ahí que “estas razas, bastante degeneradas en razón de su cruzamiento, del medio social en que viven y de muchas otras circunstancias, han determinado cierta confusión en sus caracteres fisonómicos-anatómicos, que casi han perdido el sello de la raza pura, y conservando ciertos caracteres atávicos, que permiten clasificarlas y colocarlas como miembros de las razas primitivas próximas a extinguirse”.
Por caminos distintos las salas de antropología y teratología llegan al mismo punto: si los monstruos refieren al origen teratológico de la raza, los cráneos y esqueletos definen al indio desde la noción de degeneración. Si la sección de teratología parte del concepto de anomalía para explicar el surgimiento de nuevas razas en la naturaleza, la de antropología toma como punto de partida el medio social, detecta los caracteres de degeneración y “los hechos singularísimos de atavismo observados en algunos de nuestros indios”, para llegar a las anomalías corporales. Si la primera encuentra la explicación del origen en las anomalías, la segunda se organiza alrededor de la noción de degeneración social. Después de todo, eran en México los tiempos de la frenología, la pelvimetría, la antropometría y también de la teratología, disciplinas interesadas en detectar anomalías, vicios de conformación y variaciones patológicas en las razas.
V
Con una única convicción, las grandes salas del Museo Nacional delineaban la imagen de una nación ideal. La colección de historia natural desplegaba la riqueza de la naturaleza mexicana; la historia patria recogía fragmentos del pasado y con ellos construía una secuencia hacia la libertad y el progreso; la antropología entretejía la naturaleza y la cultura y demostraba entonces que en este país sí hay aclimatación perfecta del hombre a la naturaleza; y, para cerrar, la colección de arqueología recordaba que todo era resultado de una particularidad casi sublime.
Así, una imagen diseñada bajo el supuesto de la armonía perfecta de una nación también perfecta hilaba fósiles, rocas, aves, reptiles, mamíferos, cráneos y monumentos arqueológicos. Cada ejemplar, cada objeto, constituía un argumento más en el esfuerzo por mostrar la perfección de la naturaleza del Nuevo Mundo y la perfecta adaptación de las razas americanas a ella. De una sola vez el espacio museístico parecía cumplir con los sueños de Clavijero, de Riva Palacio y también de Galindo y Villa: la naturaleza del Nuevo Mundo es perfecta, los reinos vegetal y animal se han desarrollado en su escala ascendente sin faltar ninguno de sus eslabones; la adaptación de las razas americanas es tan perfecta que éstas han alcanzado un “progreso corporal superior al de todas las otras razas conocidas”. De ese modo el Museo proporcionaba la respuesta a la pregunta por el origen: éste no estaba en Europa sino en América, una entidad singular y desde siempre perfecta.
Pero en esa ficción museística un pequeño salón rompía la inmovilidad idílica de la adaptación perfecta. Los monstruos introducían el concepto de cambio y establecían los mecanismos mediante los cuales una especie daba lugar a otra. Como un punto de fuga que todo lo distorsiona, ese pequeño salón le recordaba a la sala de anatomía que no todo puede ser explicado desde el ámbito de lo normal; a la de antropología le advertía el regreso de formas atávicas, mientras que, desde esa mirada, los monumentos arqueológicos emitían un aire extraño, irrespirable.
La colección de teratología recordaba así que en la evolución no es posible escapar al problema de los eslabones intermedios. Si un cuerpo anómalo era resultado de un detenimiento embrionario, y si como dice Haeckel, la ontogenia recapitula la filogenia, entonces las razas americanas podían explicarse de la misma manera como se explicaba el nacimiento de un monstruo: algo en la geografía detuvo el desarrollo del embrión en una fase anterior a su conformación final, la anomalía se adaptó a la naturaleza americana y nació entonces una raza intermedia, ubicada a medio camino entre los animales y el hombre.
Como una falla que insiste, como un rumor que se desplaza por cada rincón del espacio adhiriéndose a cada objeto, la colección de monstruos rompía el idilio de la perfección, dudaba sobre la condición del indio y desarticulaba al final el discurso sobre el ser nacional. Por ese sesgo el Museo que quiso incrustarse en el mundo desde la convicción de la adaptación perfecta, que se organizó como se quería organizar a la nación misma, no podía escapar a la pregunta por la normalidad de la raza mexicana. Sin proponérselo, la medicina, la biología, la antropología y también la arqueología abrían un espacio ya no teológico sino científico para considerar a los monstruos en su existencia empírica, darle al indio el estatuto de anomalía y definir la particularidad nacional en el límite entre la perfección y la degeneración, dentro del ámbito de lo patológico.
Desde ese sesgo los contenidos del Museo se definían en función de detenimientos embrionarios, atavismos que retornan, marcas de degeneración, pues en el momento en que los monstruos miran a los órganos de la sección de anatomía, dialogan con los cráneos deformes de la sección de antropología y tocan las ruinas arqueológicas, la pregunta original se desvirtúa: sobre la adaptación perfecta se impone la necesidad de saber si la raza mexicana es normal tal como la europea o si constituye una variación patológica de esa especie. En un giro aparecía la tradición medieval que veía monstruosas a las razas no europeas, o el siglo xvi debatiendo sobre la naturaleza bestial del indio americano, o Paracelso cuando reconocía en los hombres salvajes la presencia de un eslabón intermedio entre la bestia y el hombre: la gente encontrada en las “islas remotas” puede descender “de otro Adán, ya que nadie probará fácilmente que tienen parentesco carnal o sanguíneo con nosotros”.
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Frida Gorbach
Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.
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como citar este artículo → Gorbach, Frida. (2001). Los indios del Museo Nacional: la polémica teratológica de la patria. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 57-63. [En línea]
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