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Rita María del Río Chanona
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El año pasado, en el Museo Nacional de Arte, en la ciudad
de México, miles de personas pudieron contemplar la exposición titulada Escher y sus contemporáneos; las obras de este artista han sido aclamadas tanto por el mundo artístico como por el científico, pues en sus dibujos logró una perfecta aleación entre belleza y simetría. Sin embargo, sus obras per se no son lo único interesante de este artista, su vida también nos ilustra cómo el ser humano busca la simetría de manera casi innata, sin tener concretamente definido su significado matemático.
La simetría no sólo es una noción fundamental en el arte, sino que también aparece en la naturaleza en una multitud de ejemplos, basta con ver la concha de un Nautilus, la forma de una flor o en general la simetría bilateral o de espejo que se encuentra en la mayoría de los vertebrados. En palabras de Herbet Read, “la ley más general en la naturaleza son los principios de equidad: balance y simetría, que guía el crecimiento de las formas a lo largo de las líneas de mayor eficiencia estructural”. Quizá sea por esto que la simetría interviene en nuestra idea subjetiva de lo bello, pues finalmente ésta no es más que proporciones adecuadas de las partes de un todo entre sí y con el todo del mismo.
Fue así como, influenciado fuertemente por tal simetría, Maurits Escher encontró su idea de belleza. Mauk, como era comúnmente conocido, nació en 1898 en Leeuwarden, Países Bajos, y desde niño mostró grandes habilidades para el dibujo, en contraste con su desempeño escolar, ya que sus notas eran bajas debido probablemente a que era muy enfermizo. En 1919 decidió estudiar únicamente artes decorativas en la cercana ciudad de Haarlem, en vez de arquitectura, debido a una persistente infección en la piel. Posteriormente viajó a España e Italia, en donde conoció la Alhambra de Granada, cuyos ornamentos le causaron gran impresión y más tarde influirían en varias de sus obras relacionadas con la partición de planos y patrones decorativos. Encantado por los paisajes, se estableció en Italia con su esposa Jetta Umicker.
Años después, debido al régimen de Mussolini, se muda a Suiza. Realiza viajes en barco por el mar Mediterráneo, donde encuentra un ambiente natural y humano que describió como una gran fuente de inspiración. Deleitado con ideas e imágenes de orden y simetría, Escher empezó a estudiar artículos académicos, como el escrito por George Pólya, que trata sobre los diecisiete grupos de simetrías en el plano.
El concepto de simetría no lo aprendió a partir de la geometría, sino fue una idea que se originó tras percibirla y admirarla, y luego buscar su descripción matemática. En otras palabras, no fue la geometría lo que le llevó a descubrir la simetría, sino la simetría la que despertó su interés por las matemáticas. Después de vivir cuatro años en Bélgica y tras volver a los Países Bajos a causa de la Segunda Guerra Mundial, comenzó su periodo de mayor productividad, pues el clima frío y nublado le ayudaba a concentrarse en su trabajo. Por último, en 1970, Escher se muda en ese mismo país a Rosa Spier Huis en Laren, a una casa de retiro en donde le permitían tener su propio estudio. Es allí donde muere, un día de marzo de 1972, a los setenta y tres años.
Grupos de simetría
¿Qué fue lo que impresionó a Escher en la Alhambra? Muchas de las decoraciones de esta construcción característica de la cultura árabe de los siglos XIII y XIV consisten en el recubrimiento de una pared con un cierto patrón que podemos asociar con la idea de un mosaico, es decir, una misma figura que se repite para cubrir una superficie (el plano) sin que queden huecos o se superpongan las figuras. A este recubrimiento se le conoce como “teselación”. Una primera observación es que sólo hay diecisiete maneras de cubrir un plano de esta forma, y a éstas se les conoce como “grupos de simetría del plano”. Para entender estos diecisiete grupos de simetría es importante conocer las transformaciones geométricas que pueden tener las figuras, en especial las isometrías. En matemáticas, una transformación o función es una manera de asociar cada elemento de un conjunto con uno de otro conjunto. Si denotamos un conjunto A como todos los puntos de un círculo y un conjunto B como todos los puntos de una recta, podemos encontrar una transformación (de Möebius, por ejemplo) que mande todos los puntos del círculo a los puntos de la recta. Solemos resumir esta idea bajo la expresión “mandar el círculo a la recta”. Es posible por tanto tener una gran cantidad de transformaciones que pueden hacer múltiples cosas. Surge entonces la pregunta: ¿podemos clasificar las transformaciones en grupos para entenderlas mejor? Uno de estos grupos especiales es el de las isometrías; como su nombre lo dice, éstas son las que transforman un dibujo en otro, guardando la misma proporción de tamaño entre sí y respecto del plano o superficie en la que se encuentra. Desde el punto de vista de las matemáticas, consideramos la isometría como una transformación de un conjunto en sí mismo (puede ser un cuadro de Escher) que preserva la distancia.
Existen cuatro isometrías en el plano: a) la traslación, que es una función que mueve cada punto a una distancia igual, constante y en el mismo sentido; b) la rotación, que consiste en girar alrededor de un punto fijo; c) la reflexión, en la cual se mapean todos los puntos de una figura en otra posición equidistante a una recta o eje pero del lado opuesto; y por último d) la composición de una traslación y una reflexión, conocida también como “paso”, donde la dirección de la traslación es el eje de la reflexión (figura 1). La traslación, así como la rotación, dependen de un parámetro, que es la distancia que todo el conjunto recorre en la traslación y el número de grados que se gira en la rotación. Esto implica que rotar un ángulo 180°es distinto a rotarlo 120°, por ejemplo.
Lo que es realmente impresionante es que Evgraf Fedorov, en 1891, y Georges Pólya, en 1924, demostraron un teorema que establece que cualquier patrón con el que sea posible recubrir el plano puede ser clasificado según el tipo y número de isometrías por medio de las cuales recubra el plano en alguno de los diecisiete grupos de isometrías. Es decir, que cualquier teselación que encontremos logrará que un patrón o una figura dada recubra una superficie en una de estas diecisiete maneras. Es sorprendente pensar que sólo hay diecisiete formas de cubrir una superficie con diferentes isometrías, y que en estos grupos sólo hay rotaciones de 180°, 90°, 120° y 60°, lo que implica que no existe forma de cubrir una superficie con un mismo patrón aplicando las mismas isometrías periódicamente si tales isometrías tienen una rotación básica de 150°, 40°, 126°, por ejemplo. Debido a la perfección con la que se logra cubrir completamente el plano con estos diecisiete grupos de isometrías, se le conoce también como “grupo cristalográfico”.
Los diecisiete grupos comprenden desde los patrones básicos que recubren el plano trasladando únicamente el patrón conocido como el grupo p1, hasta algunos más complicados en donde el patrón se rota, se refleja y se traslada. En el cuadro 1 se muestran las isometrías que definen a cada uno de los diecisiete grupos, asi como la forma de clasificar una teselación en cada uno de éstos.
Escher en la Alhambra
Aunque la demostración del teorema en el que trabajó Póyla es relativamente reciente, desde la Antigüedad podemos encontrar muestras de estos diecisiete grupos. La Alhambra es ejemplo de ello, sin embargo, lo que la distingue especialmente es que es la única edificación que cuenta con al menos una muestra de cada uno de los grupos de simetría en sus decoraciones. El Palacio de Comares, que se encuentra en su interior, es representativo; en sus decoraciones se destaca la teselación de la figura 2, en la cual aparece la figura básica en el recuadro blanco y los dos ejes de reflexión con las líneas punteadas y una rotación de 180° en el cruce de estas dos líneas que permiten obtener el patrón con el cual se cubre la superficie. Dado que se recubre el plano con dos reflexiones con ejes perpendiculares y una rotación de 180°, este patrón se clasifica, según la información del cuadro 1, en el grupo cmm.
Escher utiliza los mismos principios que se encuentran en las teselaciones de la Alhambra para hacer las propias (figura 3). A partir de la información del cuadro 1 podemos clasificar la teselación de dicha figura en el grupo cm, sin rotación, pero con composición de reflexión y traslación. Si nos fijamos únicamente en una franja de jinetes, ya sean claros u oscuros, observamos que con una simple traslación de la figura se cubre la fila; sin embargo para cubrir el plano es necesario hacer el movimiento llamado “paso”. Observemos la figura oscura de la esquina superior izquierda; reflejémosla sobre el eje (marcado con una línea negra) y trasladémosla como indica la línea punteada. De esta forma obtenemos el jinete blanco, que es la misma figura con la que se decora el plano.
Sin embargo, a pesar de la fuerte influencia de las decoraciones andalusís, sus obras siguen un amplio espectro de temas, entre los cuales hay tres principales: a) la estructura del espacio, en donde resalta paisajes, figuras matemáticas y espacios que se complementan mutuamente, como en Estrellas; b) las estructuras de la superficie, inspiradas por su visita a la Alhambra, en las cuales se aprecian diferentes particiones y plasma varias veces su aproximación al infinito, como en Más y más pequeño; y c) las proyecciones del espacio tridimensional en superficies planas, en las que se encuentran los famosos dibujos imposibles y que siguen las reglas lógicas de la tridimensionalidad, como en Cascada —aunque, bajo la idea de que la imagen es la proyección del espacio en un plano, rompe las bases lógicas de la tridimensionalidad y las leyes de la física.
A fin de poder entender mejor parte del pensamiento de Escher, me gustaría analizar uno de los dibujos expuestos en el Museo Nacional de Arte cuyo título ya mencionamos Más y más pequeño (figura 4). Esta obra cae dentro de la segunda clase de temas que definimos anteriormente, ya que es la división de una superficie que da la impresión de ser infinita.
A primera vista podría parecer que el cuadro tiene varios ejes de simetría, cuando en realidad no tiene ninguno que funcione con una sola reflexión, aunque sí es posible encontrar varias composiciones de rotaciones y reflexiones que resulten en la división del cuadro en dos segmentos por medio de las diagonales (figura 5). Cada segmento rota 180°en sentido contrario alrededor del centro del cuadro (la intersección de las rectas blancas), que en este caso también es el centro de rotación —otra composición de funciones que nos dan como resultado la identidad. Las lagartijas adyacentes a las rectas negras (figuras 6 y 7) están relacionadas con dos isometrías, que corresponden a una reflexión en una recta que pasa por el origen (punteada) y a otra en la recta perpendicular a ésta (negra) también situada en el origen. Finalmente se cambia el color de las lagartijas de blanco a gris y viceversa, aunque para nuestros fines no estamos tomando los colores de los reptiles como diferencia en los patrones. Sin embargo, las lagartijas no adyacentes a las rectas negras no conservan la métrica (figura 7), por lo que no son isometrías. Si tomamos el par de lagartijas adyacentes a las líneas blancas de las figuras 5 y 6 como se muestra en la figura 8, para pasar de una lagartija a otra necesitaremos dos reflexiones por una recta, la cual pasa por el origen o centro del cuadro (negra), así como otra recta perpendicular a ésta, situada fuera del origen (punteada); pero además, la parte inferior de la lagartija (cola) y la superior (cabeza) se expanden o se contraen según el caso.
Resulta entonces que el cuadro, aun cuando parece semejarse a las figuras 2 y 3, que son teselaciones clasificadas dentro de uno de los diecisiete grupos de simetría, no cae en ninguna de tales clasificaciones, lo cual se debe a que las lagartijas cambian de tamaño, por lo que se requieren transformaciones que permitan no conservar del todo las distancias. Para ello introduciremos entonces el concepto de “transformación afín”, la cual nos permiten rotar, reflejar y trasladar al igual que se hace con las isometrías; al utilizarla, podremos así contraer o expandir las distancias por medio de una constante. El hecho de que el factor sea constante es importante, pues gracias a esto se preserva la figura. Considero importante aclarar que esto no constituye una contradicción al teorema mencionado al principio, pues este último tenía como condición que fuese un mismo patrón (del mismo tamaño) que recubriera el plano y no como en este caso, uno que cambiase su escala.
Al utilizar transformaciones afines podemos recubrir todo el plano con un patrón en diferente escala. En la figura 9, el recuadro de la esquina superior izquierda (ashurada) muestra el patrón principal; observamos que no está compuesto de una sola lagartija sino de tres lagartijas especialmente acomodadas. En el recuadro con línea punteada en la esquina inferior derecha, podemos observar que tenemos el mismo patrón pero rotado 180°, que es una isometría contenida en el grupo de las transformaciones afines. El recuadro blanco muestra una homotesia, que es un cambio de escala de la figura principal (recuadro ashurado), en este caso una contracción. El recuadro negro muestra una rotación de 180° respecto de la principal compuesta con una contracción. Presenta también un cambio en los colores de las lagartijas, pero una vez más para nuestros fines no distinguimos entre ellos. Si observamos un poco más en detalle, podemos ver que hay ocho lagartijas negras del mismo tamaño que parecen formar un círculo, dentro del cual se encuentran otras ocho lagartijas negras más pequeñas pero del mismo tamaño, formando otro círculo. Esto se hace repetidamente, dando así la impresión de una infinidad de lagartijas.
El hecho que esta obra utilice funciones afines junto con una asimetría en las lagartijas del patrón principal es lo que la hace especial. Curiosamente, aunque nuestra lógica parece indicar que toda partición de una superficie debe seguir siendo superficie —es decir, seguirá siendo plana y no curva—, en este cuadro tenemos la noción de profundidad en el centro, pues solemos estar acostumbrados a que, en una imagen, entre más arriba esté el objeto implica que está más al fondo. Entonces, ¿por qué tenemos esa noción de profundidad en el centro? Cuando nos fijamos en cada una de las lagartijas, observamos que son más grandes en el exterior que en el centro del recuadro, es decir, sus patas externas son más grandes que las internas. Lo que implica que la lagartija es asimétrica, lo cual difiere de nuestra forma de percibir la realidad, por lo que nuestra lógica nos lleva a negar tal asimetría y propone la noción de profundidad. Esto indica que nuestra mente niega primero la asimetría de una figura natural, que la conversión de un plano en cuerpo curvo, con simples particiones. Es decir que la idea de la simetría surge antes o es prioritaria a la de la geometría. Ya decía esto Paul Valéry: “el universo está construido sobre un plano cuya simetría es profunda y está presente de algún modo en la estructura interna de nuestro intelecto”.
En términos de transformaciones podemos pensar que en nuestra vida cotidiana estamos acostumbrados a las isometrías y no a las transformaciones afines. Lo cual parece ser bastante lógico, pues es común tomar una flor, rotarla, trasladarla y, con ayuda de un espejo, hasta ver una reflexión en su imagen; sin embargo, rara vez (por no decir ninguna) podemos expandir o contraer la flor.
Una reflexión final
Nuestra idea central es que, si bien las matemáticas estudian la simetría, ésta no es consecuencia de las matemáticas. La simetría es un concepto que surge de la naturaleza y que nosotros hemos buscado describir mediante las matemáticas. Escher encontró la belleza en la simetría de la Alhambra y después se adentró en los conceptos matemáticos; “reconocía que no le interesaba mucho la realidad, ni la humanidad en general, las personas o la psicología, sino sólo las cosas que pasaban por su cabeza”. Es por eso que en sus obras podemos observar imágenes, ideas, juegos visuales y soluciones a los problemas que buscaba plasmar. Temas que nos son naturales, imágenes a las que asociamos simetría cuando matemáticamente su ausencia se puede mostrar como se hizo en este ensayo. Mediante sus dibujos, Escher demuestra que la simetría forma parte de nuestra lógica innata y que precede aun a la lógica que aprendemos posteriormente. Finalmente, si tomamos la definición de Kant de belleza, como aquello que nos produce placer sin causa aparente, y apreciamos la belleza de sus cuadros, sólo podemos concluir que la belleza se puede lograr mediante simetría.
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Referencias bibliográficas
Bracho, Javier. 2009. Introducción analítica a las geometrías. FCE, México. EN LA RED |
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Rita María del Río Chanona
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. Rita María del Río Chanona es estudiante de quinto semestre de la carrera de Física en la Facultad de Ciencias, de la UNAM. El tema que le interesa es el modelaje matemático de sistemas complejos sociales y económicos.
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como citar este artículo →
Del Río Chanona, Rita María. (2014). Simetría en nuestra mente. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 24-31. [En línea].
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José Rafael Martínez Enríquez
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Los historiadores del arte y de la ciencia del Quattrocento
italiano concuerdan en que dicho periodo fue testigo de una mutación tan notoria en la representación pictórica que para varios marca la transición entre Edad Media y Renacimiento. Los cambios ocurrieron como resultado de la adopción de nuevas formas de representar el espacio que posibilitaron la aparición de pinturas, frescos o bajorrelieves que generaran la ilusión de tridimensionalidad en la escena que se ofrecía al observador. Esta innovación, a su vez, propició desarrollos de índole práctica en diferentes ámbitos —geografía, arquitectura, astronomía— y, eventualmente, sus consecuencias alcanzaron las matemáticas, en ocasiones por la gestación de nuevas disciplinas, como la geometría descriptiva, la proyectiva y la analítica. Tampoco quedaron al margen de este impacto la filosofía y las ciencias naturales, como muestran las nuevas ideas de Nicolás de Cusa, la posibilidad de la existencia de mundos infinitos y la descripción del movimiento bajo directrices que condujeron a la instauración de una nueva física, la newtoniana.
Una descripción de lo esencial de este cambio en la cultura pictórica en el siglo XV la ofrece Erwin Panofsky mediante una oposición ya clásica en la historia del arte. Pierre Thuillier la resume señalando que las obras típicas del Medievo presentan imágenes que corresponden a un “espacio agregado”, es decir, “un espacio en el que los objetos se yuxtaponen sin que se tengan en cuenta sus relaciones espaciales”. Por su parte, las escenas generadas bajo las nuevas directrices revelan una indiscutible carga geométrica que gobierna una especie de “espacio sistema” en el “que los objetos [y las personas y demás elementos] ocupan situaciones precisas unos respecto de otros y se organizan de un modo ordenado y unitario”. El espacio adquiere personalidad propia al mostrarse como una especie de receptáculo que posee tridimensionalidad y es homogéneo, anisótropo y, según el nuevo canon interpretativo, es infinito. La imposición de una lectura de la superficie pictórica pasa por el nuevo lenguaje que aporta la geometría y el estudio de las proporciones que expresan las dimensiones aparentes de los elementos que integran la obra del nuevo personaje que irrumpe en la cultura renacentista: el artesano-pintor-geómetra.
En los albores del Renacimiento No resulta extraño encontrar textos donde se dice que la aparición de la perspectiva artificial marca el inicio del Renacimiento. Esto es a todas luces incorrecto, pues la época bautizada con tan emblemático calificativo resulta mucho más rica en cuanto a transformaciones culturales que lo que la adopción de una nueva técnica pictórica y su evolución puede significar. Igual o más relevante para este “renacimiento” resulta el auge de los llamados studia humanitatis, término con el que se aludía a las tareas de recuperación, análisis e integración en los ámbitos culturales de los textos clásicos de autores de la talla de Cicerón, Quintiliano y Séneca. Esto iba a la par con una nueva ambición entre las élites culturales, que consistía en intentar escribir y expresar ideas a la manera de como lo hicieron los grandes retóricos u oradores romanos. A ello se añadía la posibilidad de reencontrase con los antiguos textos de los pensadores griegos que empezaban a llegar a Italia gracias al arribo de intelectuales y familias encumbradas, que con sus bibliotecas migraban a Occidente huyendo de la amenaza turca sobre Bizancio. Desde la necesidad o pertinencia de abarcar otras temáticas como fuente de inspiración para la pintura, hasta la reciente disponibilidad de tratados que se creían perdidos para siempre y que tocaban la filosofía natural, así como la difusión de textos neoplatónicos y la recuperación de los mismos diálogos de Platón a mediados del siglo XV, todo esto propició una transformación en las formas y los contenidos de lo representable sobre una superficie, fuera una cortina, los folios de un libro o el lienzo de una pintura. Para apreciar el contraste entre representaciones típicas del Medievo y las que caracterizan el Renacimiento se puede comparar una imagen anónima de La última cena con la visión de san Agustín que nos legó Vittore Carpaccio o la del san Jerónimo de Durero. En el primer caso (figura 1), en una imagen típica del Medievo, Jesucristo aparece de pie a un lado de la mesa mientras que los doce apóstoles siguen el contorno de la mesa. En cuanto a contenido, la imagen no ofrece ningún elemento que enriquezca nuestro conocimiento sobre el pasaje bíblico que ilustra. Sin embargo, si se atiende a las posiciones de los apóstoles, ocurre algo muy curioso, chusco se podría decir; si se pone atención a cómo aparecen quienes están a su izquierda, la escena pareciera ser vista de frente, con el observador colocado en la parte superior, pero si la atención se centra en los que están a su derecha es evidente que el ilustrador se enfrenta al problema de cómo representarlos, pues si bien los primeros tres se muestran de manera coherente con su situación, conforme va uno desplazando la mirada hacia los demás partícipes del convivio, éstos siguen una lógica pictórica en la que, por irse inclinando, aparecen primero horizontalmente y finalmente de cabeza, justo donde se cierra el círculo, ocasionando una paradoja visual que el artista no atina a resolver.
En contraste con lo anterior, si contemplamos la imagen de san Agustín pintada por Carpaccio (figura 2), lo que nos ofrece en cuanto a contexto es deslumbrante, ya que plasma un momento muy concreto: el instante en el que Agustín es sorprendido por una extraña luz y una inefable fragancia que invade la habitación mientras escribía una carta a san Jerónimo. Es justo cuando se cierra el día el momento de las Completas, la hora de retirarse al descanso y en ese instante Agustín le escribe a Jerónimo para solicitar su consejo sobre los gozos de los bienaventurados, los que habían alcanzado la salvación, momento en que, en la lejana Belén, Jerónimo acaba de morir. En una carta, apócrifa con toda seguridad, Agustín narra este evento en el que el anciano padre de la Iglesia acude a responder la pregunta que la sincronía temporal había impedido le fuera entregada y aprovecha para reclamarle por su arrogancia al tratar de razonar acerca de lo que está más allá de su comprensión, “¿con qué vara [le dice Jerónimo] medirás la inmensidad?”
Fallecido, Jerónimo se ubica en una temporalidad extraña a la temporalidad secular, tan ajena a la de la experiencia que le permite estar simultáneamente en dos lugares diferentes. Mientras que el tiempo de Agustín es el de la experiencia, el de los momentos que se suceden, uno igual al que le sigue y al que le antecedió. La temporalidad que percibimos aparece ilustrada en los movimientos suspendidos que se muestran en la pintura, desde la pluma levantada por Agustín, gesto congelado ante la sorpresa de la voz que le sorprende, hasta las páginas de los libros abiertos o semiabiertos en posiciones cuyo balance muestra no un acto sorpresa de equilibrio sino el flujo de tiempo suspendido, o la posición en alerta del perro y las sombras que no deberían estar porque el día había llegado a su fin.
Y si los tiempos ajenos se funden en un instante, hay otros elementos en el cuadro que también reflejan anacronismos o convivencias contradictorias. Agustín era tenido como alguien que rechazaba la parafernalia y, sobretodo, las estatuas y otros objetos de lujo; sin embargo, acompañándolo en la imagen, aparecen pilas de libros en el suelo, en un librero empotrado en la pared y sobre una mesa, detrás de una puerta, en un sostén giratorio. Libros y muebles para acomodarlos, todos ellos objetos de lujo, a los que se añade la silla a la izquierda, cubierta de dorados, un pequeño atril, la mesa en la que trabaja Agustín, la esfera armilar y el reloj de arena, todo lo cual tiene como complemento los pequeños objetos colocados sobre un estante a la izquierda, incluida una pequeña estatua de Venus, algo que un hombre de la iglesia moderno hallaría de buen talante poseer, en tanto que afirmaría su gusto por lo clásico y su cultura, pero que difícilmente alguien como Agustín tendría. Evidentemente, también habría que ofrecer al espectador lo propio del oficio; ahí están el báculo y la mitra, las insignias del obispo.
¿Por qué me extiendo sobre tanto detalle?, por una razón muy sencilla; hoy en día, cuando observamos un cuadro, pocas veces ponemos atención en los detalles, sus significados y su razón de aparecer en las imágenes. Como muestra de ello, existe otro elemento que no se ha mencionado, pero que en el siglo XV provocaba una especie de fascinación y que hoy pasa desapercibido, un componente tan banal que no capta nuestra atención, pero que durante el largo periodo de su gestación y su fijación como parte imprescindible de una representación correcta de la realidad, pasó a ocupar el sitio de honor en el proceso de concepción del cuadro: la construcción del espacio.
En efecto, el conjunto de líneas y el uso de colorido que permiten al espectador situar los objetos del cuadro en posiciones bien establecidas, con los tamaños proporcionales adecuados a su posición y dimensiones reales, fue una elaboración del siglo XV. Antes de esta época, las imágenes, como se planteó al inicio de este texto, no se gobernaban por las reglas geométricas de lo que se llama construcción en perspectiva. Tan importante y novedosa resultaba ésta, que ya entrado el siglo XVI seguía siendo un instrumento para impactar al espectador. Basta con mirar la representación de san Jerónimo en su estudio, producto de la habilidad de Alberto Durero (figura 3) para convencernos de que en última instancia lo más admirable —si bien algunos prefieren quedarse contemplando el león que le acompaña—, lo más atractivo en este grabado, es la geometría que, señorial, arrastra nuestra mirada desde la parte “frontal” hasta el rincón donde el intelecto de Jerónimo plasma los textos que iluminarán a la humanidad. Éste era el genio de Durero, la banca-librero, el portal de la ventana y las vigas sobre el techo, sin dejar de significar lo que son, muestran la fuerza de la geometría.
El primer paso: el piso ajedrezado Mucho se ha escrito sobre los orígenes de la perspectiva, desde los primeros intentos interpretativos de Erwin Panofsky en La perspectiva como forma simbólica, hasta el estudio panorámico de Kirsty Andersen titulado The Geometry of an Art, pasando por los excelentes libros de J. V. Field, The Invention of Infinity, Piero della Francesca, A Mathematician’s Art, y de Samuel Edgerton, The Renaissance Rediscovery of Linear Perspective y The Heritage of Giotto’s Geometry, sin olvidar el maravilloso libro The Science of Art: Optical Themes in Western Art from Brunelleschi to Seurat de Martin Kemp. La bibliografía sobre el tema es abundante; por razones de espacio y de disponibilidad para los lectores —y la cuestión del idioma—, por asuntos meramente pragmáticos, me he limitado a la escrita en inglés, dejando de lado la producción en otras lenguas. Mi propósito es el de enfatizar el uso de la geometría en la evolución de las técnicas pictóricas renacentistas, en particular en la escuela italiana, gestora de los acontecimientos que vendrían a cambiar no sólo los procedimientos artísticos sino también la cultura que les vio nacer. El primer esbozo registrado de que algo nuevo ocurría en la manera de concebir una imagen, se puede ver en La Anunciación de Ambrogio Lorenzetti, de 1344, cuando la típica imagen con la Virgen y el ángel Gabriel, en parlamento sobre la futura maternidad de la primera, muestra por primera vez un piso cuadriculado, en el que las líneas que se alejan —las llamadas ortogonales— del observador coincidían todas en un solo punto (figura 4). También se puede apreciar que las líneas horizontales que determinan la manera como se vería el piso cuadriculado, según esta imagen, han sido trazadas disminuyendo los espacios entre ellas conforme se aproximan al punto donde convergen las ortogonales. La ilusión de estar mirando un piso con baldosas cuadriculadas, ajedrezado, es inmediata, si bien una revisión rigurosa haría ver que no son esas las medidas correctas que tendría un piso observado bajo las condiciones a las que la pintura remite. Sin embargo esta obra exhibe la intención de establecer un sistema de referencia que, además de lo que el mismo marco o los bordes de la pintura, ayuda a nuestro aparato de percepción a situar objetos en un espacio de representación. Esto lo logra utilizando el piso ajedrezado como un símil de lo que sería un mapa o un plano cartesiano, en donde la posición de los objetos se puede determinar y comunicar recurriendo a tamaños y posiciones relativos.
Una vez planteado el potencial que posee un piso cuadriculado para denotar, aunque fuera de manera limitada, posiciones de objetos en el espacio, el siguiente paso fue determinar cómo construir sobre una superficie la imagen en perspectiva de dicho piso. El primero que, históricamente, da cuenta de esta problemática es Leon Battista Alberti quien, en 1435, en su libro De la pintura esboza un procedimiento geométrico para llevar a cabo dicha construcción. Basándose en la óptica y en la geometría propia de Euclides, en particular apelando a resultados sobre similitud de triángulos, Alberti supone rayos visuales —rectas— que salen del ojo y se extienden sobre la escena que se pretende reproducir sobre un lienzo o cualquier superficie plana (figura 5). Estos rayos dan lugar a una pirámide, cuya intersección con un plano establece la superficie que recogerá, como pintura, la escena frente al observador. Este método consiste básicamente en instrucciones para construir las líneas ortogonales y las transversales que definen el pavimento o piso ajedrezado.
El vértice de la pirámide se localiza en donde se encuentra el ojo del observador o el artista que está construyendo la imagen en la pintura. Con base en esto, la recta que se origina en el ojo-vértice de la pirámide determina, al incidir perpendicularmente sobre el lienzo-corte de la pirámide, un punto al que se denomina punto céntrico —que será eventualmente llamado punto de fuga— y corresponde a la altura a la que se encuentra el horizonte del observador, la línea donde se intersectan el cielo y la tierra a la distancia. El punto de fuga será el que organice el espacio al coordinar la representación de la escena dada y gracias a él se establece la composición y distribución de objetos —según ese observador— y sus proporciones. Esto se logra en la medida que el artesano-pintor siga los siguientes pasos, que constituyen una interpretación de lo dicho por Alberti en De la pintura y que deviene en práctica usual entre los pintores: 1) establece, la intersección de la pirámide visual con una superficie plana y dicha intersección constituye la superficie de la pintura, su perímetro, es lo que se conoce como “ventana de Alberti”; 2) tomando en cuenta la imagen que se ofrece en la figura 6, que procede de una edición del siglo XVI del libro de Alberti, se interpreta la línea de base del cuadrado que constituye la intersección mencionada en el inciso anterior como la arista más cercana al observador del piso ajedrezado que se desea representar. Para hacerlo, se parte llevando a cabo una división en segmentos que establecen las dimensiones de cada uno de los pequeños cuadros, según lo aprecia el observador, de lo que constituye el piso ajedrezado.
Con el propósito de rescatar lo esencial se presenta esta construcción (figura 7) en una versión extraída de la figura 6 y en la que se ha suprimido lo superfluo; 3) desde cada una de las marcas se lanzan rectas hacia el punto de fuga, formándose así un triángulo con base AB, la línea inferior del marco, y como vértice el punto de fuga F; 4) se traza una recta vertical en un extremo de la línea de base, sea BN en este caso; y 5) pasando por F se extiende una recta horizontal —es decir, paralela a AB— que corta a BN y se extiende hasta un punto O tal que ON sea igual a la distancia que media entre el cuadro y el observador (quien estaría fuera del cuadro, en la dirección perpendicular a éste, y cuya línea de visión formaría un ángulo recto con FO).
Este procedimiento conduce a responder la pregunta más complicada a la que se enfrentaban los artistas en los inicios del siglo XV, ¿cómo espaciar las líneas horizontales, transversales, de manera que los trapecios que se forman al cruzarse con las ortogonales representen adecuadamente las figuras y las proporciones del piso ajedrezado mirado en perspectiva? La respuesta fue la siguiente: 6) desde O, trazar rectas hacia las divisiones en la base AB; y 7) por los puntos donde estas líneas cruzarán BN trazar rectas horizontales. Éstas serían las líneas transversales que se buscaban. Como lo comprueban la experiencia, las leyes de la óptica y más tarde la demostración geométrica que aportara Piero della Francesca en efecto, dichos trazos recogían —en cierta medida— nuestra percepción de la geometría de un piso ajedrezado.
Cabe aquí mencionar un hecho un tanto curioso, Alberti no justifica de manera alguna, ni en términos geométricos ni recurriendo a la óptica, que esta construcción ofrezca en efecto un resultado que concuerde con lo que recoge nuestra visión. La validez del método descansa, para Alberti, exclusivamente en la concordancia entre el propósito y el resultado. Claro está, y como ya se mencionó anteriormente, algo se perdía en el uso de este método, ya que responde a lo que observa un solo ojo y con un campo visual un tanto restringido, puesto que de otra manera los trazos ofrecen un producto claramente distorsionado y, por ende, muy alejado de lo que percibe la vista. Pero Alberti ofrece un recurso para revisar si el piso ajedrezado se trazó correctamente —tomando en cuenta las limitantes mencionadas—, el cual consiste en trazar las diagonales de los cuadrados en perspectiva. Si al hacerlo y prolongarlas, éstas siguen siendo diagonales de los cuadrados que van atravesando, entonces la cuadrícula, los rombos, fue construida correctamente. Tampoco ofrece justificación alguna de esta afirmación, la plantea como una regla del oficio. Pero para sorpresa de quienes no han estudiado las prácticas pictóricas del Renacimiento, esta regla puede ser trastocada en regla de construcción del mismo piso ajedrezado, como se verá más adelante al revisar algunas de las aportaciones de Piero della Francesca a la “ciencia de la pintura”, término con el que la califica Martin Kemp en su ya mencionada obra.
La geometría detrás de la pintura El título de esta sección ofrece al menos dos lecturas: una material, aludiendo al hecho de que por debajo de las capas de pintura de una obra puede haber una serie de trazos geométricos que guiaron al pintor al momento de colorear y contrastar los límites de los objetos representados, y otra que enfatiza el uso de la geometría para construir una especie de esqueleto que sirve de matriz para la llamada composición de la escena, es decir, la asignación de posiciones y tamaños relativos a los elementos que, integrados, constituyen lo que uno percibe como “la pintura”. Nos ocuparemos de esta segunda acepción. Con plena consciencia de que los afanes de la representación “fiel” de la realidad eran inalcanzables sin la participación de la matemática, en especial de la geometría, en su De prospettiva pingendi Piero señala: “me parece que debería exhibir qué tan necesaria es esta ciencia para la pintura. Afirmo que perspectiva significa, literalmente, cosas vistas a la distancia, representadas como si estuvieran confinadas entre ciertos límites —el marco de la pintura, la ‘ventana’ albertiana— y sujetas a la[s] [leyes de la] proporción, según las medidas de las distancias, sin las cuales nada puede ser degradado [correctamente]... Afirmo que es necesario utilizar la perspectiva, por ser ella la que distingue proporcionalmente a todas las magnitudes, como ciencia verdadera, demostrando la degradación y magnificación de todas las magnitudes por medio de líneas”.
Pero Piero no sólo entiende, justifica y divulga las bondades miméticas de la representación en perspectiva, también demuestra geométricamente que, en efecto, los trazos descritos en el referido como método de Alberti representan correctamente nuestra manera de percibir el piso cuadriculado. Pero además presenta otra construcción geométrica, equivalente a la de Alberti, que resulta más manejable en términos prácticos. Piero recurre a la diagonal, a la que Alberti apelaba para comprobar si el resultado de sus trazos era correcto, como ya se mencionó. A la manera de Piero, la diagonal sirve para localizar las alturas a las que se trazan las rectas transversales, tal y como se presenta a continuación: a) se repiten los pasos 1 al 3 del método de Alberti; b) se traza también una recta paralela a AB que pase por F y sobre ésta, y se elige un punto O cuya distancia a F sea la misma que la que separa al cuadro del observador; c) se une A con O y se marcan los puntos de intersección de la recta AO con las ortogonales que unen los puntos de la base AB con F; y d) por los puntos de intersección se trazan rectas paralelas a AB y son éstas las que constituyen las transversales (figura 8).
Este procedimiento, llamado método de la diagonal o del punto de distancia, poseía una notoria ventaja de índole práctica sobre el de Alberti, que consistía en situar el punto O en una posición más cercana a F, con lo que la superficie requerida para ejecutar trazos en el lienzo o el mural o lo que fuera a albergar la pintura era de dimensiones menores a la requerida por el otro método.
La economía del método: construcciones en diagonal La construcción en diagonal, que para Alberti constituía un medio que permitía certificar el grado de precisión de la rejilla trazada según su método, para Piero della Francesca pasa a ser un método de construcción de la rejilla cuadriculada representada en perspectiva. Pero Piero no sólo hizo ver la equivalencia entre ambas construcciones, sino que además elaboró un esquema de representación mediante el cual era posible ver simultáneamente el piso representado tanto desde el punto de vista de un observador que lo contempla frontalmente como el de otro que lo observa en perspectiva, es decir, desde una posición oblicua. Esto lo logra pagando un precio por ello como veremos a continuación, al describir cómo representar un cuadrilátero en perspectiva. Supongamos que se tiene el cuadrado ABCD, mismo que corresponde al plano horizontal, es decir, al piso. Tómese AB como la parte frontal del piso, el lado más cercano al observador, y CD como el lado más alejado. El trapecio ABC’D’, dibujado en el plano pictórico ABEF encima del cuadrado ABCD, sería la representación perspectiva del cuadrado ABCD, con C’D’ correspondiendo al lado CD. La línea AB forma parte tanto del cuadrado original como de su representación tal y como sería visto por un observador de pie sobre el plano horizontal y contemplando el piso cuadriculado ABCD sobre el mismo plano. Tomemos ahora la diagonal CB y la que supondremos su representación BC’ en el trapecio superior. Nótese que esto significaría que el supuesto observador vería como ABC’D’ y diagonal BC’ a la cuadrícula original, pero con la diagonal invertida simétricamente respecto de la orientación derecha-izquierda. Bajo esta convención se plantea la pregunta de cómo representar un cuadrilátero situado dentro del cuadrado ABCD.
Para responder a ello lo primero que hay que establecer es cómo localizar en el plano pictórico un punto P cualquiera situado en ABCD. Una vez determinada la construcción geométrica que permite transferir un punto en el cuadrado original a un punto P’ que lo represente en el plano en perspectiva, la cuestión queda resuelta pues basta con determinar los cuatro vértices del rectángulo original y seguir el método geométrico para su localización en su imagen en perspectiva. Para ello se hace lo siguiente: sea P el punto en ABCD que se desea trasladar a su posición en la representación en perspectiva (figura 9). Desde dicho punto, trácense dos líneas, una vertical que toca a AB en G y otra horizontal que corta a la diagonal en H. Desde H se levanta una vertical y donde interseca AB se marca con I; desde ahí se extiende una recta hasta el punto V o punto céntrico. Donde corta la diagonal BC’, tómese como H’. Igualmente, desde G trácese una recta hacia V. Ahora se extiende una horizontal que pasa por D’ y donde esta recta interseca a GV, allí es donde se debe situar al punto P’, imagen de P en el plano pictórico.
Si ahora se desea trazar un cuadrilátero como el que aparece en la figura 10, lo único que se necesita hacer es ubicar los cuatro vértices en el plano pictórico correspondiente, tal y como se hizo para un punto, y luego unir los cuatro vértices proyectados para recuperar el cuadrilátero, pero ahora representado en perspectiva (figura 11).
El siguiente paso sería determinar las alturas que en el espacio pictórico corresponderían a los tamaños de objetos situados en el espacio real. Este problema, el determinar la llamada elevación, es un tanto más complejo, aunque no demasiado para figuras rectilíneas, para las cuales se puede seguir un procedimiento semejante al ya presentado.
Supóngase que ya se cuenta con la representación en perspectiva de la base de un poliedro, en este caso con base rectangular y alturas en ángulos rectos con la base. Se elige, sobre la línea AE, cuál será la medida de la altura del poliedro (figura 12). Supóngase que J señala la altura, medida desde A. Trácese una recta que una J con V. Esta línea, junto con la recta AV delimitarían una especie de pared que servirá de referencia. Desde una esquina de la base del poliedro en perspectiva, 3’ por ejemplo, se traza una horizontal hacia la pared, y donde incide en AV se levanta una vertical hasta que toque JV. De este punto de incidencia trácese una horizontal hasta intersecar la vertical desde 3’. Este punto marca la altura de la arista del cubo asentada sobre 3’ y al que podremos denotar como 3’’. El procedimiento se repite para 1’, 2’ y 4’, se unen los puntos correspondientes y con ello se genera la imagen perspectiva de un poliedro (figura 13).
Mediante este método gráfico se pueden construir figuras en perspectiva como las dos siguientes, las cuales se presentan para contrastar la riqueza de elementos que subyacen a lo que a simple vista parecerían dos ejemplos, uno más sofisticado que el otro, de la aplicación de las técnicas de construcción de imágenes en perspectiva: el primero luce como una aplicación directa de lo ya mostrado, y el segundo corresponde a una de las figuras más complejas y al mismo tiempo más conocidas de los inicios del Renacimiento, casi un ícono de la historia de la perspectiva (figuras 14 y 15).
El primero es simplemente la representación en perspectiva de un poliedro con base y tapa octagonal. Se puede apreciar que para determinar los vértices y las alturas se siguieron los pasos descritos líneas más arriba. El segundo es la representación de un cáliz, un objeto que típicamente se encontraría en un altar y, en particular, en las representaciones de la escena de La última cena, ocasión en la que Jesucristo, además de dirigirse a sus discípulos para señalar que uno de los presentes lo traicionará, oficia la ceremonia en la que transforma el vino, vertido en su copa o cáliz, en su sangre, el milagro conocido como la transubstanciación. Por lo anterior, y por ser un tema tan frecuente en las imágenes comisionadas para ser pintadas en los siglos XV y XVI, se hace patente la importancia que tendría poseer un método para representar correctamente, desde distintos puntos de vista, la copa que en momento tan trascendente tuvo en su interior la sangre del Mesías.
El enigma del cáliz La imagen que se muestra en la figura 15 es un cáliz, una copa, que ha sido atribuido tanto a Paolo Uccello como a Piero della Francesca, y se piensa data de antes de 1460. Dada la complejidad aparente de los trazos que lo componen y que es evidente fueron realizados siguiendo un procedimiento muy preciso y coordinado, la primera impresión al contemplarlo y preguntarse cómo fue dibujado, es de asombro. Su forma responde a la de los cálices de su época, con bases hexagonales u octogonales, con múltiples caras distribuidas en torno de un eje y que en ocasiones albergaban piedras preciosas o elementos resaltados. Tal y como aparece, con sus treinta y dos facetas, podría representar un cáliz transparente o simplemente la copa al desnudo, un objeto que despliega su estructura geométrica, algo que podríamos describir como su arquitectura, y que se ilustra como si estuviera construida con alambres que siguen las aristas donde se insertarán las placas que darán cuerpo a la vasija. Si se analiza con cierto cuidado y se contrasta con lo que pudieran ser sus antecedentes, lo que surge es que parece estar constituido por una serie de mazzocchi, es decir, de marcos semirrígidos, que en la Italia de mediados del siglo XV servían como estructuras forradas de telas finas para elaborar una especie de cubierta ornamental para las cabezas de personajes importantes, como la de Niccolò Mauruzi da Tolentino en la pintura de La Batalla de San Romano (obra de Uccello que se exhibe en la National Gallery de Londres).
¿Cuál fue el propósito del autor al realizar este estudio de la geometría de un cáliz? ¿Es un dibujo previo a su traslado a una pintura? Sus dimensiones, 34 x 24 centímetros aproximadamente, sugieren que sería para una pintura o mural de grandes dimensiones, y lo laborioso y puntilloso de su construcción apunta a que sería una pintura ubicada muy cerca de la vista de sus posibles observadores. Y sin embargo, no hay elementos que permitan asegurar que haya sido utilizada como elemento preparatorio de algo más formal: no hay ninguna marca de orificios que indicaran fue utilizada para señalar en otro material los puntos clave, ni como plantilla o como primera etapa en la preparación de un grabado. Queda entonces la posibilidad de que sea un mero ejercicio donde el virtuosismo y la paciencia de su autor nos han dejado una muestra de las posibilidades expresivas que se pueden plasmar sobre una base puramente teórica, como una estructura cristalina que surge de las reglas ópticas que encuentran su concreción a través de un ejercicio geométrico.
Integrado por varias estructuras surgidas de bases octagonales o hexagonales, repitiéndose algunas en los diferentes niveles, incluye elementos extraños que han desafiado los intentos de interpretación en cuanto a su propósito o destino, aun dejando de lado la intrusión de algunos detalles trazados a ojo, ajenos a la sistematización geométrica a la que está sometida casi toda la estructura: ¿por qué algunas etapas —definidas por las estructuras que semejan mazzocchi— parecen sólidas mientras otras lucen como si fueran transparentes, como si su acabado no incluyera paredes o como combinaciones de sólido y trasparente? Mientras que todos los polígonos con igual diámetro, por exhibir treinta y dos caras los más importantes, deberían quedar alineados unos con otros, el de hasta abajo no lo está. ¿Por qué no?, ¿por qué la estructura en la parte superior parece no estar ligada físicamente con la inmediata inferior, aparentemente desafiando las leyes de la pesantez?, ¿es sólo porque es un dibujo “inacabado”?, ¿lo es? Muchas preguntas dirigidas hacia un objeto cuya razón de ser tal vez sólo fuera el afán exploratorio de un Uccello que, nos dice Giorgio Vasari en su biografía del pintor, se desvelaba y respondía a los ruegos de su esposa de acompañarla en el lecho con un: Oh che dolce cosa é questa prospettiva!
Consideraciones previas a una clausura La representación del espacio inició en el seno de la cultura griega, según una leyenda, con el trazo de los bordes de una sombra. Luego vinieron las necesidades escenográficas de un teatro que requería algo más que imaginación para dotar a sus situaciones y personajes de un entorno que concretara una realidad que cobijara incluso a los espectadores. En la época medieval, sobretodo con el auge de las catedrales, la acumulación de riqueza y la necesidad de transmitir las enseñanzas religiosas y dotar de prestigio a los nobles y a los eclesiásticos en la cúspide del poder terrenal, las imágenes proliferaron con contenidos que atendían más a lo inmediato, pero descansando en la representación conceptual, ideográfica o simbólica, en la que las magnitudes de los objetos representados poseían otros significados ajenos a la interpretación de la experiencia según el sentido de la vista. Pero conforme se acercaba el siglo XV, este espacio fue siendo organizado por los pintores-artesanos, y llegado el siglo que marca el inicio del Renacimiento, la representación fue sometida a principios ópticos traducidos al lenguaje y la potestad de la geometría. Los supuestos que organizaban dichos principios limitaban la validez de los resultados y, sin embargo, en el marco para el que fueron propuestos, los frutos fueron sorprendentes. De ellos nos quedan múltiples testimonios: La Santísima Trinidad de Masaccio, La flagelación de Cristo de Piero della Francesca, La Academia de Atenas y Los desposorios de la Virgen de Rafael Sanzio, La Anunciación de Carlo Crivelli, La ciudad ideal atribuida a Fra Carnevale y tantas otras obras que impactan por la sensación de percibir la geometría como sustento inevitable de la composición de la obra. Para entonces los escritos teóricos y con altas dosis de geometría de Alberti, della Francesca y de Jean Pèlerin, Viator, ya habían dejado su estampa. Hemos presentado aquí, sin aportar justificación teórica —los artesanos-pintores por lo general no la requerían— una de las vetas que enriquecieron la búsqueda de la representación realista tal y como la practicaron los pintores en el Renacimiento. Sus consecuencias fueron tan ricas que alcanzaron la cartografía, la astronomía y la anatomía, y contribuyeron a logros tan apartados culturalmente como el llamado descubrimiento de América, las representaciones realistas del cuerpo humano —ya no más el templo donde lo divino hace su morada temporal— y el vuelo de la imaginación que, apoyada en la experiencia pictórica, hizo de la Luna un cuerpo del mismo calibre y materia que la Tierra en la que habitamos.
Agradecimientos
El autor agradece el apoyo en el manejo de imágenes por parte de Santiago Robles Bonfil y Rafael Reyes Sánchez. |
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Referencias bibliográficas
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José Rafael Martínez Enríquez
Facultad de Ciencias,Universidad Nacional Autónoma de México. José Rafael Martínez Enríquez obtuvo la licenciatura en física en la Facultad de Ciencias, en la UNAM, hizo un master en filosofía en The Open University, en Inglaterra. Actualmente es profesor de tiempo completo en la Facultad de Ciencias, UNAM. Ha publicado artículos de investigación, de difusión e historia de la ciencia. Sus áreas de interés son la historia de las matemáticas, la filosofía natural y las relaciones entre las ciencias y las artes desde la época antigua hasta el Renacimiento. |
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como citar este artículo →
Martínez Enríquez, José Rafael. (2014). Al mal tiempo, buena resiliencia. Ciencias, núm. 111-112, abril-septiembre, pp. 4-19. [En línea].
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