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Sur sin norte,
la búsqueda
de una simetría electromagnética
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Elisa T Hernández
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¿Qué es lo que realmente nos da la sensación de elegancia
en la solución de una demostración?Es la armonía
de las diversas partes, su simetría, su feliz equilibrio;
en otras palabras: es todo lo que introduce orden,
todo lo que da unidad, que nos permite ver con claridad
y comprender a la vez el conjunto y los detalles.
HENRI POINCARÉ
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Ya lo decía Richard Feymann, “al hombre le fascina la
simetría”. Nos gustan las flores proporcionadas, tenemos atracción por los copos de nieve: equilibrados y armónicos, y mientras más simétrica es una persona, más bella la consideramos, pues la asimetría está asociada con la suceptibilidad a enfermedades y parásitos. Parece que es fácil entender la simetría de un objeto, pero ¿qué significa que una ley, ecuación o teoría posea simetría?
El epígrafe de Poincaré, reflexión que estoy segura que comparten muchísimos científicos y que desata los deseos más íntimos por buscar la simpleza, elegancia, sencillez y simetría a cada teoría confeccionada. ¿Qué significan estos adjetivos?, ¿cómo valoramos una teoría como sencilla? Para algunos estudiosos de la teoría del conocimiento, como Karl Popper, carece de interés si una demostración matemática o si una teoría es más sencilla o elegante que otra, pues sólo indica una preferencia estética o pragmática. Al menos que se iguale este concepto al de falsabilidad, en otras palabras, que digamos que una teoría o demostración es sencilla porque su contenido empírico es mayor y es más contrastable, es decir, que sus enunciados expresen más universalidad que los de la teoría o demostración reemplazada.
En este texto les relataré el planteamiento y la búsqueda de una partícula elemental teórica: el monopolo magnético, del cual, en este año se reportó una primera observación experimental. Comentaré las implicaciones científicas, particularmente para la física, de la simetría y la sencillez existente entre el campo eléctrico y magnético. ¿Búsqueda estética? Sí, porque como bien lo dice el polímata francés “hay un feliz equilibrio” al ver ecuaciones como en espejo; pero también un escudriño epistemológico, porque esta búsqueda de simetría termina de completar la teoría electromagnética.
Empalmar diestra y siniestra Ya los griegos clásicos conocían y estudiaban fenómenos magnéticos y eléctricos, pero se consideraban sucesos inconexos. Las investigaciones que se hicieron en los siglos XVII y XVIII obtuvieron resultados coherentes para cada experimento, pero fue en el siglo XIX que un fenómeno −casi fortuito− facilitó el empalme de estos dos terrenos de la física. Se cuenta que era un día de 1820 en el laboratorio de Hans Christian Ørsted, cuando a manera de serendipia acercó una aguja imantada (una brújula) a un conductor de corriente (un alambre por el que pasaba electricidad), y observó que la manecilla se deflectaba, situándose de manera perpendicular al cable. Con este reordenamiento, quedaba despreciada la influencia del campo magnético terrestre sobre la brújula, pues había cerca de ella un campo magnético más fuerte generado por la corriente de electrones que pasaba por el conductor. Sin abundar más, éste fue el primer vínculo experimental entre la electricidad y el magnetismo: derecha e izquierda se tocaron.
El descubrimiento de Ørsted inspiró la indagación de más fenómenos; se instauró una galería de experimentos, observaciones, ecuaciones, cálculos, leyes y teorías electromagnéticas. La tarea de amalgamiento cualitativo y cuantitativo de estos conceptos físicos lo hizo el británico James Clerk Maxwell en 1873 en Treatiseon Electricity and Magnetism. Salido en el Siglo de las Luces éste resumió los trabajos de Charles Coulomb, André Ampère y Michael Faraday.
¿Qué nos dicen estas leyes electromagnéticas? A vuelo de pájaro mencionaré esta síntesis maxwelliana, que junto con las leyes de Newton y las leyes de la termodinámica conforman la sustancia de la física clásica. Las llamadas ecuaciones de Maxwell (cuadro 1) nos dicen lo siguiente: Ley de Gauss. Relaciona el campo eléctrico con su fuente: la carga eléctrica. Ley de Gauss magnética. Nos dice que no existe el monopolo magnético. Ley de Faraday. También llamada inducción electromagnética, refiere a que se puede generar una corriente eléctrica en un circuito debido a un campo magnético variable. Ley de Ampère. Indica que las cargas en movimiento producen un campo magnético.
De lo anterior se desprende que un campo magnético variable en el tiempo genera un campo eléctrico y si éste cambia en el tiempo produce consecuentemente un campo magnético, y así sucesivamente. Tenemos aquí una hermosa teoría especular (en espejo), cuya única asimetría es que existe una partícula elemental eléctrica, pero no una partícula magnética elemental.
En honor a la simetría, Dirac conjeturó que deberían de existir partículas elementales magnéticas que originaran campos magnéticos y que al moverse produjeran campos eléctricos, tal y como lo hacen las cargas eléctricas (que al moverse producen campos magnéticos). Esta búsqueda de la aguja en el pajar había sido infructuosa por más de ochenta años −salvo falsos positivos−, hasta que en enero de 2014 un equipo de investigadores estadounidenses y finlandeses publicaron un trabajo que describe la observación de un “monopolo magnético de Dirac”.
El monopolo de Dirac Cada imán tiene un polo norte y un polo sur inseparables, ligados, es decir, cada vez que tengamos un magneto en la mano, tendremos intrínsecamente dos extremos en donde las fuerzas de atracción son más intensas: un norte y un sur. Si a éste lo partimos en dos, cada uno tendrá su polo norte y su polo sur. Al quebrarlo de nuevo volvemos a obtener dos imanes con sus respectivos polos. La intuición nos hace pensar que esta operación la podemos repetir un sinúmero de veces y obtener siempre el mismo resultado. Pero también de manera natural surge la pregunta de si existirá un límite para esas particiones y si es el caso, ¿cuál será éste?; ¿quizá el monopolo? Como se dijo párrafos antes, el campo magnético y el campo eléctrico están relacionados, incluso a nivel atómico. Pensemos en el átomo más simple, con un sólo electrón girando alrededor del núcleo. Si pensamos válidas las implicaciones de las ecuaciones de Maxwell, esta partícula eléctrica en movimiento genera un campo magnético, por lo que cada átomo puede verse también como un imán con sus respectivos polos. No hay norte sin sur en el electromagnetismo clásico. En 1931, en un artículo titulado Quantised Singularities in the Electromagnetic Field, Paul Dirac sugiere la existencia del monopolo magnético. El objetivo de ese artículo, lo expresa el físico británico, es demostrar que la mecánica cuántica no excluye la existencia de polos magnéticos aislados, por lo contrario, que cuando se sigue el formalismo de esta teoría cuántica sin restricciones arbitrarias, conduce inevitablemente a las ecuaciones de onda cuya única interpretación física es el movimiento de un electrón en el campo de un solo polo.
Esta sugerencia teórica, cuya reciprocidad apaciguaría de manera profunda la hermandad entre la electricidad y el magnetismo, no fue soslayada por el resto de colegas de Dirac, y desde hace casi un siglo se inauguró la temporada de caza de la huraña partícula.
Norte sin sur
El experimento mental de Dirac, tardó ochenta y tres años en “volverse realidad”. El 29 de enero de 2014, en la revista Nature se publicó un texto en el que se decía que unos investigadores estadounidenses y finlandeses habían encontrado un monopolo magnético. Para ser precisos, se decía que los físicos habían localizado un polo norte aislado en un campo magnético simulado en una nube de átomos de rubidio superfríos. No era la primera vez que los físicos echaban campanas a vuelo anunciando el vislumbramiento monopolar, pero hasta ahora nadie había confirmado una observación experimental directa de esta partícula tan esquiva. El equipo estadounidense del Amherst College en Massachusetts siguió la propuesta de los investigadores finlandeses de la Universidad Aalto: bajaron muchísimo la temperatura (cerca del cero absoluto, 0 K o −273.15 °C ) de un gas de alrededor de un millón de átomos de rubidio, con la finalidad de que este gas atómico se convirtieran en un estado cuántico de la materia llamado condensado Bose-Einstein y así ver el comportamiento de un electrón interactuando allí.
Cada uno de los átomos en el condensado Bose-Einstein posee un giro magnético, como una brújula pequeña o un imán, el cual interactúa con campos magnéticos aplicados desde el exterior. Para crear el monopolo, los investigadores manipula laron estos giros y concibieron un torbellino en el estado cuántico Bose-Eintein en cuyo punto final había un monopolo, figura 1.
La verdad es que si acercáramos una brújula a este monopolo sintético la aguja no se deflectaría hacia él, pues no es un norte magnético convencional, pero sí es lo más cerca que se ha estado de uno real, pues satisface todas las ecuaciones que rigen el monopolo magnético “natural”, en este experimento se reveló que tiene una estructura casi idéntica a la de un monopolo magnético de Dirac.
A pesar de la evidencia fotográfica que el equipo de Hall, Ray, Ruokokoski, Kandel y Möttönen presentó y demostrar que su descubrimiento satisface las ecuaciones esperadas, para algunos físicos este experimento está lejos de confirmar la existencia de los monopolos magnéticos y la llaman “una analogía matemática limpia y hermosa”.
La ciencia se edifica sobre modelos, con frecuencia se construyen realidades con variables acotadas, manipulables y controladas en un laboratorio para obtener resultados que después se contrastarán con realidad. Desde la visión más purista éste no es un monopolo magnético, pero esta simulación cuántica nos sirve para modelar otro sistema que es difícil de estudiar. Quizá entendiendo bien su comportamiento y las condiciones en las que se hallan estás tímidas partículas, sea más fácil redirigir la mirada y encontrarlas de manera natural.
Los investigadores siguen buscando los monopolos naturales, pues parafraseando a Dirac, encontrar esta partícula elemental restauraría la simetría (completaría) entre las ecuaciones para los campos eléctricos y magnéticos, pues la verdadera sorpresa recaería en que la naturaleza no hubiera usado esta idea tan elegante del norte y del sur aislados.
Ecuaciones especulares...
Al iniciar este texto mencionaba que las implicaciones de la simetría en esta teoría electromagnética tenía consecuencias estéticas, pero obviamente también físicas. Si se confirmara la existencia del monopolo magnético natural, las ecuaciones de Maxwell cambiarían y consecuentemente traerían implicaciones. A lo primero que conlleva dicha existencia es a confirmar que la carga eléctrica está cuantizada, es decir, que ésta no se puede dividir indefinidamente, que existe una carga elemental: electrón = 1.602176462 × 10-9 C y que el número de electrones que posee un cuerpo debe estar múltiplos de este valor fundamental. De manera consecuente, la carga magnética también debe estar cuantizada en unidades inversamente proporcionales a la carga eléctrica elemental.
Si el monopolo existe, es muy pesado (tanto como 1016 protones) y no podría haber muchos de ellos. Habría uno por cada 1015 protones, aunque la teoría dice que debería de haber un monopolo por cada protón; quizá el proceso de aniquilación monopolo-antimonopolo es mayor del que se estima y la densidad de carga magnética es mucho menor.
Pero entonces, ¿cómo cambian las ecuaciones de Maxwell con la existencia del monopolo magnético? En el prefacio de su libro The road to reality, Penronse nos invita a seguir su ejemplo y saltarnos las ecuaciones de su libro cuando éstas se ponen un poquitín engorrosas; así que aquí mismo les hago una incitación semejante: si usted tiene dificultad para comprender las ecuaciones del cuadro 1, mírelas de soslayo, no trate de entenderlas, simplemente apelaré a lo que casi es un lenguaje icónico: la simetría de sus términos.
Compare cómo cambian las ecuaciones de una columna a otra, si le es posible, revise término por término para que perciba que cuando se considera la existencia del monopolo magnético, entonces la Ley de Gauss eléctrica y la Ley de Gauss magnética son similares, casi como si una ecuación fuera la imagen especular de la otra. Lo mismo pasa cuando se compara la Ley de Faraday con la Ley de Ampère.
Con la existencia del polo magnético aislado también cambia la llamada fuerza de Lorentz; pues en su forma actual sólo considera la carga eléctrica. De modo que se debe cambiar la ecuación.
Esta simetría que desata la creación y manipulación de un monopolo de Dirac en un ambiente controlado abre una gama de nuevas investigaciones experimentales y teóricas, por ejemplo, las modificaciones a las ecuaciones de Maxwell y a la fuerza de Lorentz y sus consecuencias teóricas clásicas y cuánticas, es decir, sus límites de aplicación. En los años venideros llegarán más ajustes, simetría, armonía y más búsqueda de equilibrios, pues como lo decía Dirac “es más importante que las ecuaciones de una teoría sean bellas, que ajustar los datos experimentales”.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Feynman, Richard. 2000. El carácter de la ley física. Tusquets, Barcelona. Flores Valdés, Jorge. 1997. La gran ilusión I. El monopolo magnético. FCE, México. Gibney, Elizabeth. 2014. “Quantum cloud simulates magnetic monopole”, en Nature News. Halliday, David, Robert Resnick y Kenneth S. Krane. 1999. Física Vol. 2. Compañía Editorial Continental, México. McAllister, James W. 1990. “Dirac and the Aesthetic evaluation of theories”, en Math. Sci., núm. 23, pp. 87-102. Penrose, Roger. 2004. The Road to Reality. Jonathan Cape, Londres. Popper, Karl P. 1997. La lógica de la investigación científica. Tecnos, Madrid. Ray, M. W., E. Ruokokoski, S. Kandel, M. Möttönen y D. S. Hall. 2014. “Observation of Dirac monopoles in a synthetic magnetic field”, en Nature, vol. 505, pp. 657-660. EN LA RED |
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Elisa T Hernández
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. |
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como citar este artículo →
Hernández Acosta, Elisa T. 2014. Sur sin norte: la búsqueda de una simetría electromagnética. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 48-51. [En línea].
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de la geometría | ![]() |
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El caso
de los puntos
al infinito
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Ana Irene Ramírez Galarza
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A mí me gustan las novelas de misterio. Edgar Allan Poe,
Sir Arthur Conan Doyle, Henning Mankell, Agatha Christie y Dashiell Hammett figuran entre mis escritores favoritos porque me han hecho pasar muy buenos ratos. Y así como en las novelas de misterio hay algo que debe ser explicado, algunas partes de la matemática tienen una historia de búsqueda de un objetivo no definido pero cuya existencia se manifiesta en algún hecho observado. Es el caso de los puntos al infinito. Tratándose de puntos que requieren un adjetivo calificativo, como los puntos límite, eso implica que tienen características especiales. Es un concepto no estudiado en los cursos obligatorios pero que se menciona de pasada y resulta difícil ubicarlo adecuadamente.
En Lectures on Analytic and Projective Geometry, Dirk Jan Struik explica en parte esta laguna: “en inglés no suele aceptarse el nombre de los elementos ‘al infinito’, excepto por el término mismo [...] como veremos, no siempre es adecuado”. Parte del problema puede deberse a que la noción original, el punto de fuga, no surgió de los científicos sino de los pintores. Para los matemáticos faltaba mucho por aclarar y, cuando se logró, se rompió la conexión con el origen. Evocar los diferentes momentos y personajes que ayudaron a definir varios conceptos y justificar la afirmación de que “el plano de la perspectiva es un modelo (local) del plano afín”, nos permitirá ilustrar esto.
La historia puede empezar con el tratado fundamental Diez Libros de Arquitectura del romano Marco Vitruvio, por quien Miguel Ángel sentía un profundo respeto. En el Libro Primero, apartado segundo, refiriéndose a los elementos de que consta la arquitectura, menciona la perspectiva (scenaria) y la define así: “la perspectiva es el bosquejo de la fachada y de los lados alejándose y confluyendo en un punto central de todas las líneas”.
Es decir, establece ya la idea de “punto de fuga”, aunque sólo sea uno.
Mucho tiempo después, ya no sólo con un afán utilitario, sino correspondiendo a la filosofía del Renacimiento, puede citarse parte del trabajo de Giorgio Vasari, Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, referida a Paolo di Dono, más conocido como Paolo Ucello, por lo bien que dibujaba las aves. Allí se subraya el esfuerzo para llegar a los conceptos y reglas que permiten lograr en un lienzo la representación fiel de una escena cotidiana: “Paolo Ucello hubiera sido el más delicioso y original ingenio después de Giotto en el arte de la pintura si se hubiera esforzado tanto en las figuras y los animales como se esforzó y perdió tiempo en las cosas de la perspectiva, pues aunque éstas son ingeniosas y bellas, quien se dedica inmoderadamente a ellas derrocha tiempo y más tiempo [...] Además, a menudo se vuelve solitario, extraño, melancólico y conoce la pobreza, como le ocurrió a Paolo Ucello que, dotado por la naturaleza de un ingenio sofístico y sutil, no encontraba placer mayor que el de investigar problemas difíciles e imposibles de la perspectiva [...] Y tanto se empeñó en esos problemas que ideó recurso, modo y regla para poner a las figuras en sus respectivos planos en que están paradas, para establecer los escorzos y para determinar la disminución gradual y proporcional a su tamaño, cosas todas ellas que anteriormente se dejaban al azar [...] Para tales estudios se condenó a la soledad, viviendo como un ermitaño, casi sin contacto alguno, encerrado en su casa durante semanas y meses, sin dejarse ver”.
Sin embargo, pocas pinturas renacentistas utilizan más de un punto de fuga. De hecho, todavía el famoso tratado de Leon Battista Alberti, De la pintura, contiene recetas poco precisas para lograr un dibujo en perspectiva, aunque ya contempla el trazado de diagonales que permiten verificar la corrección del dibujo en el papel de un enmosaicado que en el piso está formado por cuadrados e introduce una “línea céntrica” (figura 1), llamada después “línea del horizonte”.
Alberti hace un comentario importante: “una misma escena puede representarse con distintos puntos de vista”.
¿Exactamente qué nos permite reconocer que es la misma escena? La respuesta matemática debió esperar hasta el siglo XIX.
Leonardo da Vinci, en Tratado de la pintura, después de argumentar la superioridad de la pintura sobre la poesía y la música y consciente del trabajo que había costado obtener el método para pintar con fidelidad una escena real, afirma: “la pintura es un razonamiento mental mayor, de más alto artificio y maravilla que la escultura, pues la necesidad hace que el espíritu del pintor acoja en su espíritu a la naturaleza, transmutándola, haciéndose el intérprete de la naturaleza y el arte, comentando según leyes las causas de sus demostraciones”.
El establecimiento de las reglas de la perspectiva fue tan importante que llevó al grabador alemán Albrecht Dürer (Alberto Durero) a viajar a Venecia con el único fin de aprenderla y escribir un tratado, Instrucciones para medir con regla y compás, para que los estudiantes pudieran aprenderla. La xilografía de la figura 2 es, en sí misma, una receta para lograr el dibujo fiel de un objeto.
Aunque los problemas de la pintura estaban casi resueltos, había varias cuestiones pendientes, como se lo planteó mucho tiempo después Maurits Cornelis Escher, grabador enamorado de las matemáticas sin haberlas estudiado formalmente: las perpendiculares al piso, que suelen dibujarse paralelas entre sí, también lucen convergentes en el cénit si miramos desde el suelo un edificio muy alto o en el nadir si ese mismo edificio lo miramos desde una altura considerable, como en la litografía Arriba y abajo de 1947, y además, ¿deben colocarse esos puntos de fuga en la línea del horizonte? Porque, si es así, se produce un verdadero desorden, como puede verse en la xilografía del mismo año Otro mundo II.
Consentir la existencia de dos puntos de fuga para las perpendiculares al suelo o para dos líneas paralelas en el suelo al girar media vuelta en medio de un sendero, viola el primer postulado de la geometría euclidiana que dice que “dos puntos determinan una [única] recta”. Tal era el problema que detenía la aceptación por los matemáticos de la geometría de la perspectiva. El dilema lo resolvieron, cada uno por su lado, el alemán Johannes Kepler y el francés Gérard Desargues: cada recta debía tener un único “punto al infinito”; con lo cual se creó otro problema: las rectas se cierran con ese punto.
El arquitecto Desargues fue un geómetra autodidacta que publicó el llamado Brouillon Project para exponer los resultados de Apolonio de Perge, usando el método de proyecciones y secciones, y sin usar las coordenadas recientemente creadas por Pierre de Fermat y René Descartes. Desargues propuso conformar con todos los puntos al infinito una “recta al infinito” y que dos planos paralelos debían compartir ssu recta al infinito, es decir, que en el espacio hay una recta al infinito para cada familia de planos parelelos y con todas esas rectas se forma un “plano al infinito”.
Johannes Kepler fue, en cambio, un científico reconocido y fundamentó añadir en el comportamiento de la función tangente sólo un punto al infinito a cada recta: la pendiente de una recta es invariante al cambiar el sentido en que se recorre. Con esa observación ya podían los matemáticos caracterizar los puntos al infinito: en el plano, un punto al infinito es la pendiente de una familia de paralelas. Para que se vea lo atinado de esta caracterización, basta considerar las muy conocidas curvas cónicas (figura 3) y observar el comportamiento de sus rectas tangentes.
En el caso de una elipse, cuando un punto se mueve a lo largo de ella, las tangentes correspondientes no muestran un comportamiento definido a diferencia de las otras dos: para una parábola, la recta tangente tiende a volverse paralela al eje focal cuando el punto se aleja indefinidamente del vértice; y en el caso de una hipérbola, la recta tangente se parece cada vez más a la asíntota a la cual se acerca cuando el punto se aleja indefinidamente del vértice de la rama. El concepto de “asíntota” es verdaderamente bello: para que una recta sea asíntota de una curva suave, ésta debe acercase tanto como se quiera a la recta, sin tocarla y pareciéndosele cada vez más. Decimos entonces que la elipse no tiene puntos al infinito, que la parábola tiene uno: el del eje focal; y que la hipérbola tiene dos, los de las pendientes de sus asíntotas.
El suizo Leonhard Euler fue quien acuñó el término “geometría afín” para aquella que incorpora los puntos al infinito y permite transformaciones que lo preservan. Es importante notar que si le pegamos a una parábola su punto al infinito, obtenemos una curva cerrada, lo mismo que si le pegamos a una hipérbola los dos que le corresponden, sólo que en este caso tendríamos que darle media vuelta al papel (infinito) donde la hubiéramos dibujado. Eso suena a una banda de Möbius… y es verdad.
Ferdinand August Möbius apareció en escena un poco después de Euler, pero su ahora popular banda permitió acabar de entender cuál es el aspecto que tiene un objeto donde viven las rectas de un plano, si a cada una le pegamos su punto al infinito. En la figura 4 se muestra cómo debe construirse tal objeto.
Cualquiera puede intentar formarlo tomando una bolsa del súper, cortando las asas, dividiendo el borde en cuatro y pegando con cinta adhesiva las partes primera y tercera a la manera del dibujo. Al pegar estamos identificando en uno los dos extremos de cada diámetro de un círculo por definir en una única dirección.
Una vez hecha esa identificación no es posible, por ser nuestro espacio tridimensional, pegar las partes segunda y cuarta sin interferir con el pegado anterior. El modelo que resulta es, salvo el problema del último pegado, el llamado “plano proyectivo”, que ciertamente contiene una banda de Möbius.
Cuando se distingue la curva continua donde se hizo el pegado —la llamada recta al infinito porque contiene todos los puntos al infinito—, resulta el “plano afín”. El plano del dibujo en perspectiva nunca muestra la parte problemática del pegado, por eso lo llamamos al principio “modelo local del plano afín”.
Lo maravilloso del caso es que sí es posible meter coordenadas en el plano afín y que hay un grupo de transformaciones que resuelve la pregunta sugerida por Alberti: aquello que permite pasar de un dibujo a otro realizado con un punto de vista distinto, es simplemente la composición de una transformación lineal no singular con una traslación (llamada “transformación afín”) como lo muestra la
figura 5.
Las transformaciones afines no conservan distancias ni ángulos, pero sí la razón doble entre cuatro puntos de una recta; es el invariante mágico bajo proyecciones que permite el reconocimiento de escenas tomadas con distintos puntos de vista. El cerebro aprende a manejar ese tipo de transformaciones sin concientizarlas, en forma similar a cómo se aprenden las estructuras de la lengua materna.
En una plática famosa conocida como Programa de Erlangen, Felix Klein definió la geometría como el estudio de invariantes bajo un grupo de transformaciones; el concepto de grupo se debe al francés Evariste Galois. El libro Introducción a la geometría avanzada se basa en el enfoque de Klein; bajo él podemos decir que la geometría afín es el estudio de los invariantes bajo el grupo de las transformaciones afines. Más aún, como dice Pierre Samuel, la geometría afín resulta de la geometría proyectiva si, del grupo proyectivo (que estudia los invariantes bajo proyectividades), se considera el subgrupo que fija una recta, la que llamamos recta al infinito; y si se considera el subgrupo que fija una cónica, resulta la geometría hiperbólica.
El recorrido para aclarar cómo tratar con los puntos al infinito nos llevó de Vitruvio (siglo I a. C.) hasta Klein (siglo XX), pasando por Galois (principios del siglo XIX) y Möbius (mediados del siglo XIX). Los matemáticos se preguntan “¿qué pasa con esto?”
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Birkhoff, G. y S. Mac Lane. 1963. A survey of modern alge bra. Macmillan, Nueva York.
Escher, Maurits C. 1990. The Graphic Work. Taschen, Singapur.
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Vasari, Giorgio. 1996. Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos. UNAM, México.
Vinci, Leonardo da. 1964. Tratado de la pintura. Espasa, Calpe.
Yaglom, Isaak. 1988. Felix Klein and Sophus Lie: Evolution of the Idea of Symmetry in the Ninteenth Century. Birkhäusser, Boston-Basel.
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Ana Irene Ramírez Galarza
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. |
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como citar este artículo →
Ramírez Galarza, Ana Irene. 2014. El caso de los puntos al infinito. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 32-35. [En línea].
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Voluta levantada
o caracol.
Instituciones de Geometría
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Albrecht Dürer
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Es cierto que cuando queremos construir algo,
ha de establecerse primeramente su fundamento, ya se trate de algún edificio ya de cualquiera otra cosa. Por la misma razón nuestra voluta no se puede alzar sino después de que la misma ha sido puesta en un plano, como fundamento. Por esta razón, traza primero como fundamento la voluta desnuda precedente juntamente con su circunferencia, de la que fue hecha, omitiendo todas las hojas; pero conviene mudar en ella los números en esta forma: una vez que has circuido por el ámbito del 1 hasta el 12, penetras, con los demás puntos, al círculo por la misma voluta, numera ahí nuevamente 1, 2, 3, etcétera; esto se debe cambiar, y en vez de 1 se debe escribir 13, en vez de 2, 14, en vez de 3, 15, etcétera y se debe proceder así en seguida, continuando la numeración hasta 23.
Puesto así el fundamento, tira del punto 6 una línea recta hacia arriba, por el centro a y el signo 12, tan larga como sea necesario, y escribe la letra a en el término superior, de suerte que aquel punto quede directamente sobre el centro. En seguida corta la perpendicular a-a con la línea transversal c-d, abajo, junto al punto b. Hecho lo cual, divide la línea a-b superior mediante 23 puntos en 24 partes iguales. Sin embargo, yo alargaré los espacios superiores en este ejemplo, de la manera que establecí poco antes; por esto repito de nuevo el mismo procedimiento, fuera de que transpongo dos letras, pues pongo la a arriba y la b abajo, y comienzo a numerar en la parte inferior los puntos de las divisiones 1, 2, 3, etcétera.
Ahora, una vez que la línea a-b dividida de este modo con sus puntos y números, queda levantada al centro del fundamento, tiro una línea del punto 1 del fundamento hacia arriba, de suerte que corte la línea oblicua [¿por transversa?] c-d. En seguida, del punto 1 de la línea a-b saco una línea transversal hacia la línea elevada ya trazada; y donde esas dos líneas hacen ángulo, ahí escribo 1, y éste es el primer punto que empieza a subir en la voluta alzada o caracol. Lo mismo hago con todos los puntos y números del fundamento abatido y de la línea elevada a-b, hacia una y otra parte. De este modo, pues, se anotan cada uno de los puntos del caracol, desde el signo más bajo b hasta el más alto a, después continúo la línea sinuosa, de un punto a otro.
Asimismo, cuando sirviéndose de esta línea se hace un caracol hacia el techo de alguna torre, la grada ínfima debe ser mucho más larga que la suprema, y así, en un orden permanente, debe ser la inferior más larga que la superior, que descansa sobre sí. Por semejante razón, cada escalón debe ser más ancho conforme está más alto en el caracol.
Todo esto lo ilustraré aquí cuidadosamente, figura 1; en primer lugar la base del caracol sobre ésta, el caracol mismo con todas sus líneas, mediante las cuales fue dibujado, y en seguida la línea desnuda del caracol conducida hacia arriba sinuosamente. Esta línea puede correr estrechándose sobre sí misma o extenderse súbitamente hacia arriba, dependiendo esto de que la línea a-b sea prolija, y será útil para muchas obras. También dibujé aquí, figura 2, el triángulo a-b-c con su arco b-e, mediante el que alargué las partes superiores de la línea a-b, y con las demás líneas y números necesarios.
Estas líneas de los caracoles pueden hacerse también angulares, si entre dos puntos o números se omite siempre uno, como si en el caracol levantado llevaras una línea recta del punto b hasta el 2, del 2 al 4, del 4 al 6, etcétera, y así en seguida hasta la a.
Todavía se puede hacer otra línea de caracol, partiendo sólo de la circunferencia de la línea, que utilizan también los canteros al construir los caracoles y que, sin embargo, se llama más cómodamente cocliograma; pero llámese como se llamare, esta línea es muy útil, por esto enseñaré también a trazarla y el que la quiera estudiar podrá resolver muchas cosas con ella.
Así, pues, primeramente dibuja un círculo, como se dijo en las líneas anteriores; partiendo del centro a, divídelo por una línea perpendicular que pase por el centro a, en dos partes iguales, y junto a la intersección superior de la circunferencia y de la línea perpendicular escribe 12, y junto a la inferior, 6; en seguida lleva derecho la línea 6 -12 hacia la parte superior cuanto necesario fuere, cuyo término superior será a. Divide después la línea a-a por abajo junto al punto 12, mediante la línea transversal c-d, en ángulos rectos y esa división sea b, figura 3.
Divide ahora la circunferencia del círculo en 12 partes iguales y añade a los puntos de las divisiones sus números, comenzando a numerar 1, 2, 3, etcétera en el punto que está más cerca al 12, hasta que nuevamente regreses al 12. Pero conviene avanzar el número y, hasta donde fuere necesario, poner el uno sobre el otro; caerán, pues, el 13 sobre el 1, el 14 sobre el 2, etcétera. De esta suerte puede un número correr sobre sí mismo tres, cuatro o cinco y tantas veces cuantas las exija la obra, dependientemente de la altura que haya de tener el caracol por construir.
Una vez terminado el fundamento, divide la línea a-b en cuantas partes quieras, ponle a cada una sus números, comenzando a numerar 1, 2, 3, etcétera del punto b a la a, hacia arriba. Hecho esto, lleva una línea del punto 1 de la circunferencia hacia arriba, a través de la línea transversal c-d; en seguida, tira una línea transversal, del punto 1 de la línea a-b hacia la línea levantada antes trazada, y donde esas dos líneas hacen ángulo escribe 1. Haz lo mismo por todos los números de la línea a-b y del fundamento, y también en el número que corre arriba. Una vez que haya sido señalada la línea del caracol por puntos, llévala a mano libre de un punto a otro, de la manera como ves que lo hice yo aquí.
Esta líneas se pueden trazar angulares, de punto en punto. Este caracol se puede hacer doble en su circuito. Primero se hace recta y cilíndrica la columna que se levanta por la mitad del caracol; después se puede hacer también sinuosa, de suerte que desde arriba podamos ver, a través de ella, hasta abajo, lo cual los canteros deben tomar en cuenta sus trazos, y aplicarlo a la ejecución por la moción de las vigas fundamentales. Con la susodicha línea se hacen caracoles de uno, dos, tres o cuatro circuitos, etcétera, con los que se pueden mover moles fuertes y pesadas, como por milagro. Otros modos de hacerla Ahora, por un camino diferente al que seguimos arriba, enseñaré a realizar una voluta simple, de esta manera: escribe el cuadrante a-b-c del círculo y que el centro sea b, el ángulo superior a y c el ángulo y lo ancho, figura 4.
Divide en seguida ese cuarto de circunferencia a-c con once puntos en 12 partes iguales, las cuales debes numerar de a hacia c, y lleva de cada uno de los puntos de las divisiones unas líneas paralelas hacia la línea transversal b-c, ponle a ésta también números, como en el cuarto de la circunferencia, comenzando del punto c próximo de la división, y así tenemos la línea c-b dividida a partir del arco del círculo c-a, que es el primer fundamento. Debajo de éste describe ahora un semicírculo, partiendo del centro c, cuyo semidiámetro sea igual al lado del cuadrante b-c, y ese diámetro sea por arriba a y por abajo b. Divide en seguida el semicírculo a -b en 12 partes iguales, ponles a éstas también sus números, yendo de a a b, y traza unas líneas rectas de los puntos de los números al centro c. Hecho esto, toma el compás y ponlo con un pie en el centro b del cuadrante y con el otro en el punto 1 de la línea transversal c-b, y traslada este intervalo al semicírculo y, puesto un pie del compás en el centro c y el otro debajo de la línea a en la línea a-c, lleva de ésta hasta la línea 1-c un arco, a cuyo final, si puedes, escribe también 1. Ahora toma otra vez el compás y ponlo con un pie en el centro b del cuadrante y el otro en el punto 2 de la línea transversal c-b y, conservando esa abertura, desde el centro c del semicírculo escribe un arco de la línea 1-c hasta la línea 2-c, donde también, si tienes espacio, pon el número 2. Procede igual con todos los semidiámetros del medio círculo. Y al ir tomando todos los susodichos intervalos de la línea c-b del cuadrante, llevándolos a los semidiámetros del medio círculo, y ascribiéndoles a esos puntos sus números, se te va mostrando de qué manera debes llevar el circuito de la voluta del signo a de la circunferencia, a través de los puntos señalados, al centro c. Puedes también, siempre con el pie móvil del compás, continuar el arco de la línea a-c hasta el semidiámetro, y esto representa algo singular, como ves aquí. Asimismo haré también una voluta de este modo. En primer lugar pongo el centro a, desde el cual describo un círculo que, como el anterior, divido en 12 intervalos iguales y de cada una de las divisiones conduzco unas líneas al centro a, a las cuales les pongo también números aritméticos, asignándole a la última división el 12a, a las cuales numero 1, 2, 3, etcétera hasta que de nuevo regreso al 12. Divido después la línea 12 con 35 puntos en 36 partes iguales y comienzo a numerar por arriba, del punto 12, descendiendo hacia el centro a, figura 5. Hecho esto, pongo un pie del compás en el centro a y el otro en la línea 12-a, en el punto uno cerca del grado 16 [¿por 36?] y llevo de ahí un arco hasta el semidiámetro 1-a. Del mismo modo dejo en seguida el compás con un pie en el centro a, y el otro lo contraigo hasta el punto 2, en la línea 12-a, y escribo un arco de la línea 1 hasta la líneas 2-a. Estrecho así siempre el pie móvil del compás por un grado en la línea 1-a y trazo por orden un arco entre todos los semidiámetros hasta que haya dado la vuelta tres veces.
Una vez que he realizado todo esto con el compás, comienzo de nuevo del punto 12 de la circunferencia y llevo la voluta de un punto a otro, hasta que en la tercera revolución haya llegado hasta el centro, lo cual representé aquí con todas las líneas necesarias con las que se describe la voluta, y en seguida también la voluta desnuda.
Todavía haré otra voluta, figura 6, así. Desde el centro a describo un círculo, lo divido con seis puntos en otras tantas partes iguales y pongo números en esos puntos, de suerte que el 6 quede en el punto supremo de la división, y de cada una de las divisiones de la circunferencia llevo unas líneas al centro a.
En seguida divido la línea 6-a en 8 partes iguales y comienzo a proceder como arriba, poniendo un pie del compás en el centro a y el otro en los puntos 1, 2, 3, etcétera de la línea 6-a, transfiriendo siempre esas distancias a los semidiámetros del círculo hasta que se haya llegado el punto 7, como se dijo en el precedente, lo cual he dibujado aquí con todos sus lineamientos necesarios juntamente con la voluta desnuda.
NOTA El texto que aquí aparece se extrajo del libro Instituciones de Geometría de Albrecht Dürer, traducido del latín por Jesús Yhmoff Cabrera publicado por la UNAM en 1979. |
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Albrecht Dürer
Artísta alemán (1471-1528). |
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como citar este artículo →
Dürer Albrecht. 2014. Voluta levantada o caracol. Instituciones de Geometría. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 20-23. [En línea].
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Parsifal Fidelio Islas Morales |
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L’art c’est moi, la science c’est nous.
CLAUDE BERNARD |
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Decía Luis Villoro en su célebre obra Creer, saber, conocer:
“la ciencia es la disciplina que da explicaciones a los hechos del conocimiento”. Sin restarle importancia a su legado, se desprende de la cita el estereotipo que la sociedad posee acerca de la ciencia y los científicos. Se le considera la profesión entregada al descubrimiento de los grandes enigmas de naturaleza y a la creación de inventos con aplicaciones inimaginables. Es la profesión de grandes genios y descubridores que enclaustrados en laboratorios moldean conceptos complejos y ajenos al entendimiento popular. Tan ajena es la ciencia para la sociedad en general como lejana es la definición de Villoro para un lector novato. Desde hace siglos la vox populi ha etiquetado a científicos y sabios como individuos ajenos a la realidad cotidiana. Es precisamente la percepción de la ciencia la que debe cambiar para integrarse e impactar positivamente en la sociedad.
Hasta mediados del siglo XIX la situación no era muy diferente. En las naciones que ahora consideramos líderes en ciencia y tecnología el desarrollo era nimio. Si bien grandes descubrimientos habían coronado los nombres de personajes como Galileo, Harvey, Humboldt, Newton, Helmholtz, Lavoiser y Virchow, las naciones veían sólo con curiosidad y pretensión tan magníficas obras. Muchas eran presumidas y exhibidas por reyes y príncipes como muestra de su interés en las artes y las ciencias para el deleite, muy acorde con los ideales del clasicismo. El colapso de dogmas clásicos como el vitalismo y el me canicismo encausó cambios ideológicos. La razón lógica de la Ilustración y el desarrollo del método científico cimentaron un camino más ancho para la ciencia: la revolución científica. El resultado fue asombroso y todas las ramas de la ciencia se beneficiaron. En física surgieron los postulados sobre electromagnetismo y óptica; en química el desarrollo de la química orgánica, analítica, la termodinámica y la sintética; la medicina atestiguó el nacimiento de la fisiología y con la microbiología revolucionó la práctica de la salud pública. En virtud de esto, en 1840, William Whewell acuñó el término científico para designar al cultivador de la ciencia en general. Independientemente de una visión romántica de la historia de la ciencia, la pregunta obligada es: ¿cómo cambió la noción social de la ciencia? Evidentemente hubo una transformación del imaginario colectivo respecto de los científicos y una mayor atención a su actividad por parte de poderes políticos y económicos. Sorprendentemente, la ciencia básica fue de las más beneficiadas, tomando en cuenta que en la actualidad uno de los principales argumentos de desinterés político es la carencia de justificación práctica en las investigaciones básicas. José Manuel Sánchez Ron, reconocido historiador científico, señala que los científicos europeos adquirieron una conciencia de clase: el reconocimiento del valor social de la investigación. Ellos transitaron del trabajo aislado a la constitución de sociedades científicas dedicadas, no sólo al intercambio de ideas, sino al financiamiento de proyectos, la asignación de salarios y desde luego al cabildeo político y empresarial en sus respectivos países. Nacieron: la Deutsche Physikalische Gesellschaft (Sociedad Alemana de Física), la Deutsche Chemische Gesellschaft (Sociedad Alemana de Química) entre otras. Estos ejemplos retratan el desarrollo astronómico que tuvo la investigación en los estados alemanes. Un factor importante fue la pujante in dustrialización y el imperialismo que acuñaron, en el marco del positivismo filosófico, una política del progreso, de la cual la ciencia ciertamente pasó a formar parte. Me propongo deslindar estas últimas líneas de una posición determinista de la historia. No considero el avance de la ciencia en Europa como un evento inevitable, por la misma razón que no considero el atraso y desinterés por la ciencia en nuestros países como una tendencia fatal. La ciencia, más allá de ser una consecuencia o un accesorio del progreso, es una actividad cognitiva y humana que realizamos los científicos. Su éxito depende tanto de la capacidad intelectual y los recursos económicos, como de habilidades sociales y políticas. Recordando la obra de León Olivé y Ruy Pérez Tamayo, a la ciencia la componen prácticas cognitivas que comprenden desde el intercambio de ideas y la investigación misma, hasta las relaciones de poder entre científicos y otros actores. El caso alemán y la ciencia decimonónica
En la Alemania del siglo XIX —nación que fuera líder industrial y científico del mundo durante la Belle Époque—, las características de la ciencia reafirman la tesis de Olivé y Tamayo. Un claro ejemplo es el de Justus von Liebig, considerado como el padre de la química orgánica por sus aportaciones al desarrollo de técnicas que permitieron el nacimiento de la química analítica. Poco conocida fue su habilidad política que le permitió concretar grandes aportaciones.
Fue en la ciudad de Giessen donde, en 1825, con modesto presupuesto fundó el Instituto Químico Farmacéutico, cuya anexión a la Universidad de Giessen, donde era catedrático, propondría más tarde, misma que fue rechazada bajo el argumento de que la función de la Universidad era formar farmacéuticos, cerveceros y jaboneros (opinión generalizada en todos los estados alemanes a principios del siglo XIX). Resalta el parecido de esta postura con el impulso que hoy se brinda a la educación técnica en menosprecio de la educación universitaria en muchos países de nuestra economía globalizada. Liebig criticó severamente en el Jahrbuch der Chemie und Physik (Anuario de la Química y la Física) a las universidades; señalaba el inminente atraso de los profesionistas al conformarse con conocimientos “de botica” frente al creciente desarrollo de las ciencias naturales y destacaba la necesidad de aumentar la matrícula de estudiantes en ciencias. La demanda de lugares y nuevas disciplinas entre la juventud había aumentado. Nótese que los jóvenes alemanes identificaban a las ciencias con un gran universo de oportunidades laborales y mejoramiento social. No sería exagerado relacionar este joven espíritu reformador con el advenimiento de las ideas liberales en el norte del continente europeo durante aquellos años, situación que cambió la estructura casi medieval de las universidades, las cuales terminaron abriendo sus puertas a la formación de profesionistas como nueva fuerza laboral en la conformación de una nueva clase social instruida: la burguesía. Frente al desarrollo de la Revolución Industrial, el valor social de la ciencia y de los profesionales de la ciencia quedó en evidencia. En 1831, Liebig desarrolla sus famosas técnicas de análisis químico, con las que el avance de la química orgánica adquirió un carácter exponencial. Sus aplicaciones industriales fueron inteligentemente negociadas, de tal forma que el interés de empresarios y gobiernos por la ciencia fue inmediato. Grandes firmas internacionales de tecnología e innovación, persistentes hasta nuestros días, como Siemens y Merck, datan de una riqueza basada en las aportaciones de Liebig, quien consiguió grandes apoyos para su instituto. La química orgánica se institucionalizó y con ella aumentó el número de investigaciones.
La investigación básica se desarrolló extraordinariamente sobre la reciprocidad establecida en la eficiente administración y negociación de los conocimientos aplicados. Sobre la obra de Liebig trabajaron, entre otros: Kekhulé, Gerhardt y Wurtz. Las aportaciones de sus postulados a otras ciencias como lacbioquímica, la fisiología, la medicina y la agricultura son notables, un ejemplo es Die organische Chemie und ihrer Anwendung auf Agrikultur und Physiologie (La química orgánica y su aplicación en la agricultura y la fisiología), publicado en 1840, que trascendió los círculos académicos a la práctica cotidiana, convirtiéndose en texto de consulta de químicos y agrónomos por antonomasia durante muchas décadas. La institucionalización de la ciencia fue punto de inflexión en el desarrollo científico. Destacan en el proceso dos características elementales: la conciencia de clase que adquirieron los científicos y el valor socioeconómico que la sociedad y la política confirieron a la ciencia. El caso de México
Contrario a lo que popularmente se piensa, nuestro país no ha sido completamente ajeno a la dinámica de las revoluciones científicas. Ya Elías Trabulse reconoce antecedentes científicos en la tradición del Real Colegio de Minas y la obra de personajes como Antonio Rivas Cubas, Enrico Martínez y Manuel Tolsá. Ellos son el equivalente en México de la ciencia antes de su institucionalización. Tras el triunfo de los liberales, durante la república restaurada y a lo largo de la Belle Époque porfiriana, la filosofía positivista permeó para bien en la política científica. Personajes de la talla intelectual y política de Justo Sierra, Maximiliano Ruiz Castañeda y Alfonso L. Herrera fundaron las instituciones educativas y de investigación que antecederían a la ciencia moderna en mexicana. Parafraseando a Ana Barahona: la ciencia en México comienza su institucionalización en el porfiriato con la creación del Instituto Médico Nacional, el Observatorio Astronómico Nacional y la Comisión Geográfico Exploradora. El siglo XX posrevolucionario destaca por un acelerado desarrollo institucional de la ciencia en centros de investigación, sociedades y universidades. Loables son los esfuerzos y logros de Isaac Ochoterena, Fernando Ocaranza y Marcos Moschinsky, por mencionar algunos. Ha sido principalmente desde la Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto Politécnico Nacional que México desarrolló su estructura de sociedades científicas, centros de investigación e instituciones como la Academia Mexicana de Ciencias, Academia Mexicana Multidiciplinaria, el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (CINVESTAV), etcétera. En ellas se han cultivado importantes grupos de investigación de alta calidad. El punto clave de este recuento es la magnitud que la ciencia mexicana tiene en el mundo globalizado. Actualmente, ésta es una actividad internacional, por lo que, además de la calidad y cantidad de las investigaciones, las comunidades científicas nacionales demandan una presencia institucional importante a nivel global. Por otro lado, existe en nuestro país un creciente número de jóvenes investigadores. Éste es el efecto del tan mencionado bono demográfico en la ciencia, cuyo potencial frecuentemente se desperdicia ante la falta de oportunidades laborales. La famosa diáspora científica. Similar a la Alemania decimonónica, nos encontramos en un punto en que la comunidad científica debe ser un actor político para cambiar la realidad social de nuestra disciplina. Es necesario el diálogo, la acción comunicativa con el poder político y la sociedad civil en pos de hacer de la ciencia una política de Estado. Ciertamente, los recursos del Estado deben corresponder al interés nacional. Es nuestro menester evidenciar el interés público por el conocimiento, sin caer en el delirio de utopías intelectuales. Sólo resaltando su valor social la ciencia logrará insertarse e impactar ampliamente en la sociedad. La integración de la ciencia y las sociedades científicas en la toma de decisiones debe partir de la toma de conciencia de los gobernantes en cuanto al valor político, práctico, social y económico de la ciencia; pero también de los científicos en lo que se refiere a la política, la economía y la sociedad. Si el investigador aventura su profesión al mundo de la cotidianedad y enfrenta sus aptitudes con los problemas de la sociedad, la ciencia y la nación progresan. Esto no quiere decir que la ciencia aplicada sea la única que deba practicarse, pero sí que puede ser el vehículo para establecer un proceso constructivo de acercamiento con el político y el ciudadano, pues el beneficio es inmediato. La reciprocidad y la confianza depositadas en el científico como actor social le permiten establecer las bases de una estructura de cooperación donde la investigación básica encuentre apoyo y sustento. España y México, realidades encontradas Un ejemplo más familiar de este proceso es la historia de Santiago Ramón y Cajal, quien desarrolló su carrera en la Universidad de Valencia, donde comenzó sus investigaciones con austeros apoyos institucionales. La estructura del sistema nervioso y la fisiología básica de las neuronas fueron sus aportaciones. Rudolf Virchow llegó a nombrarlo como el mayor fisiólogo de todos los tiempos. ¿Cómo logró Cajal ejercer la ciencia básica en un entorno tan adverso? Él mismo relata en sus memorias: la frustración y el tedio que le causaba el entorno provinciano de Valencia. Él decide participar activamente en la resolución de los problemas locales. En agradecimiento por un informe sobre la epidemia de cólera y la vacunación de Ferrán, la municipalidad de Zaragoza le compra un microscopio de la marca Zeiss con el cual descubre la estructura de la neurona. Así, mientras más grande sea el interés y beneficio que representa la aplicación del conocimiento científico a los problemas de actualidad, mayor será la sensibilización y la deuda de la sociedad con la empresa del investigador. Cuando la ciencia contribuye de forma constante a través de su aplicación técnica al mejoramiento de la realidad social, convierte a sus representantes en figuras políticas importantes con relevancia en la toma de decisiones. Es interesante la comparación de la España de Cajal con la realidad que hoy enfrentan los países en vías de desarrollo. Regularmente, los grandes descubrimientos de la ciencia suceden en las naciones líderes; empero, la atención que demandan los problemas sociales en los países subdesarrollados los obligan en cierta medida a buscar soluciones. En términos de política científica esto presenta ciertas ventajas. La formación de Cajal en España no hubiera sido posible sin el apoyo de sus excelentes maestros, reflejo de la preocupación del gobierno español por la salud pública. Las ciencias teóricas pueden muchas veces estar al margen de la realidad, pero las biomédicas siempre serán centrales en tanto el ser humano necesite de la medicina. El valor social de la ciencia hoy día El desarrollo de la humanidad en tiempos de la revolución científica y tecnológica abre nuevos horizontes para nuevas necesidades. El espectro de ciencias relevantes en el futuro comprende: biomedicina, sustentabilidad, ingeniería, genómica, ecología, toxicología y energías renovables por mencionar algunas. Recordando a Villoro, el entendimiento de los hechos de esta nueva realidad es tarea de la ciencia. El reto es su integración como prioridad en la política y la sociedad. En México, la creación de una Agenda Ciudadana en Ciencia y Tecnología emula la dinámica esbozada en la historia de Cajal, con la particularidad de que actúa institucionalmente. Éste es un buen ejemplo del tipo de gestión que los científicos pueden realizar directamente con la sociedad civil y los tomadores de decisiones políticas. Dicho proyecto surgió de la organización académica y el diálogo directo de activos investiga dores con instancias tales como la Comisión de Ciencia y Tecnología del Senado de la República y el Instituto de Ciencia y Tecnología del Distrito Federal, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) y la Academia Mexicana de las Ciencias, entre otras. Se hicieron presentes las voces de académicos de las más diversas áreas de la ciencia (física, astronomía, ingeniería, medicina, ecología, genómica, agronomía y otras más) en torno a la solución de problemas nacionales, los cuales fungirán como los ejes de la propuesta. El solo ejercicio de cabildeo hizo patente el potencial de la comunidad científica y el valor de la investigación aplicada y básica a corto y largo plazo. Fue la nutrida dialéctica entablada entre políticos y científicos lo que dio forma al plan de acciones representativo de la agenda propuesta. Particularmente loable es la participación ciudadana por medio de la consulta pública que, sin duda, aporta respaldo y legitimidad popular a los ejes de la propuesta. La consulta es la forma de involucrar y concientizar al ciudadano sobre una temática que antes ignoraba: la de la ciencia en México. A medida que la iniciativa prospera, es acogida por instituciones educativas, universidades y sociedades científicas, cuyos esfuerzos serán decisivos en el éxito que tenga para su aprobación gubernamental y posterior consolidación. El sano desarrollo de la gestión pública de la ciencia radica por tanto en el diálogo donde, partiendo de la idea original de los académicos, se establece la acción comunicativa de los autores intelectuales con los representantes políticos e institucionales a fin de ejecutar entre ambos las acciones propuestas desde el marco de tal política pública. En esto subyace la importancia de la organización de científicos en redes académicas y sociedades, con actividad política inherente a la empresa científica. Actualmente, la ciencia no es más la actividad individual del genio. La producción de conocimiento es la acción colectiva de investigadores organizados en grupos e instituciones. El quehacer político necesario para sensibilizar a gobiernos, empresas y ciudadanos debe beneficiar a toda la comunidad científica. Es prioritario que las sociedades académicas adquieran importancia política. Algunas sociedades independientes de las universidades, como la Academia Mexicana de las Ciencias, representativa de todo el sector, poseen un gran potencial en virtud de su autonomía y marco legal, ciertamente más libre de los cánones que establecen los planes de gobierno, estatales y nacionales. En estas sociedades recae ahora una gran responsabilidad significativa sobre la magnitud del trabajo de representación y cabildeo en la gestión pública de la ciencia. En el caso de la ciencia básica, la consolidación de un fuerte marco institucional que integre estas nuevas propuestas permitirá la formación de una estructura de solidaridad científica. La ciencia básica será beneficiada a cambio de la constante participación de la ciencia aplicada en la vida nacional. Reinterpretando a Claude Bernard en su célebre frase: L’art c’est moi, la science c’est nous, en la nueva estructura social el conocimiento científico es un bien público. Es en el momento en que aparece un beneficio directo y colectivo cuando los ciudadanos hacemos nuestra la ciencia, porque comprendemos su valor social. La ciencia deja de ser la disciplina inaccesible del científico aislado y ajeno a la realidad cotidiana, y es entonces cuando las sociedades de científicos de todas las áreas pasan a figurar positivamente en el imaginario popular. En el mejor de los casos, los esfuerzos de divulgación científica se convierten en vector por medio del cual, existiendo una disposición por parte de la sociedad, los hombres de ciencia generan una cultura científica en los ciudadanos. La cultura científica se refiere a la disposición de adquirir un pensamiento abierto, crítico, lógico, objetivo e innovador. En todo caso, su práctica en el diario acontecer constituye uno de los mejores avances para la sociedad y la oportunidad de generar un ambiente extraordinario de crecimiento para futuros científicos. Es necesario tomar conciencia de tales ideas como parte de un proyecto de nación, en las políticas educativas, sociales y científicas a largo plazo. En momentos recientes de la vida nacional hemos atestiguado el ímpetu de movimientos que pugnan por la participación ciudadana, por la erradicación del monopolio político. Esto representa un gran paso en la democratización de la sociedad, y en este proceso debe implicarse la democratización del conocimiento y las disciplinas que lo generan. Ciencia, cultura y democracia pueden ser las bases sobre las que se genere el nuevo paradigma de la educación y la ciudadanía en México. En este sentido, la perspectiva de la ciencia mexicana debe estar en la generación de una cultura científica para su consolidación como política de Estado.
Son urgentes las reformas a los artículos III y XXVI constitucionales a fin de que se transfiera la política de investigación científica de la Secretaría de Educación Pública a un órgano federal autónomo. Las obligaciones del Estado respecto del carácter científico de la educación permanecerían plasmadas en el artículo tercero. La inclusión de la investigación científica en el XXVI constitucional le otorgaría automáticamente prioridad como parte inalienable del Programa Nacional de Desarrollo. Sobre esta base jurídica, la operación de una Secretaría de Ciencia y Tecnología, idea enarbolada recientemente por la izquierda, puede impulsar, con autonomía de gestión, las propuestas académicas, ciudadanas, privadas y gubernamentales en una política nacional de desarrollo científico. Mas allá de los programas actuales de becas y proyectos del CONACYT, su participación sería clave en la creación de centros nacionales de investigación, las cooperaciones públicas y privadas en innovación, el desarrollo de industrias científicas asociadas a universidades, en la generación de empleo en el sector y el apoyo decidido a la investigación básica. En la relación entre ciencia y gobierno es vital la generación de nuevas estructuras institucionales que permitan la participación abierta de los científicos. Don K. Price efectua una interesante comparación del desarrollo de esta relación en Estados Unidos y la Unión Soviética. Independientemente del contexto de la Guerra Fría, destaca las estructuras institucionales desarrolladas y persistentes en la actualidad: en Estados Unidos, un marco de cooperación pública y privada en la in novación tecnológica y un régimen de becas de postgrado en la investigación básica; en el caso soviético, la independencia entre los programas estatales de investigación determinados por la Academia de Ciencias y los de la educación superior encaminados al estudio de temas sociales. En México, la perspectiva habría de tender a un sistema mixto que trascienda el otorgamiento de becas e integre la creación de centros nacionales de investigación y, paralelamente, el fomento a la cooperación entre el sector público y privado, entre el Estado y las universidades. De los procesos históricos en la relación ciencia-sociedad y las convergencias actuales de la vida nacional se concluye la urgencia de generar una plataforma institucional en donde los científicos participen en la toma de decisiones nacionales, nutriendo la política y a la sociedad con una verdadera cultura científica. |
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Referencias bibliográficas
Gratzer, Walter. 2004. Eurekas y euforias: cómo entender la ciencia a través de sus anécdotas. Crítica, Barcelona.
Herrera, Teófilo, et al. 1998. Breve historia de la botánica en México. FCE, México. Olivé, León y Ruy Pérez Tamayo. 2011. Temas de ética y epistemología de la ciencia. Diálogos entre un filósofo y un científico FCE, México. Pérez Tamayo, R. 2009. La estructura de la Ciencia. FCE, México. Sánchez Ron, José Manuel. 2001. El jardín de Newton: La ciencia a través de su historia. Crítica, Barcelona. EN LA RED |
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Parsifal Fidelio Islas Morales Parsifal Islas es estudiante asociado del laboratorio de micotoxinas del Instituto de Biología y del Laboratorio de nanobiología celular de la Facultad de Ciencias. Fue Premio Nacional de la Juventud en Ciencia y Tecnología en 2009. Actualmente es presidente del Ateneo Universitario de Ciencias y Artes A. C. y conduce el programa de radio “Pa’ciencia la de México” en el IMER. |
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cómo citar este artículo → Islas Morales, Parsifal Fidelio. 2014. Perspectivas de la ciencia como política de Estado: paralelismos entre México, España y Alemania . Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, 136-147. [En línea]. |
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Alfredo de la Lama García |
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El hombre creativo juega, ésta es al menos la idea
que la psicología tiene de la actividad humana más abstracta que la sociedad ha desarrollado para la satisfacción personal, más allá de las gratificaciones materiales, de autoestima o de cualquier otra índole que como sustitutivo se hubiera podido desarrollar. El juego del adulto, no obstante, es cualitativamente diferente al del niño, como Erikson lo señala: “el juego infantil no constituye el equivalente del juego adulto, [ya] que no se trata de una recreación. El adulto que juega pasa a otra realidad; el niño que juega avanza hacia nuevas etapas de dominio”.
Johan Huizinga, destacado historiador interesado en el papel del juego (el ludens) en la cultura humana, a su vez afirmaba: “resumiendo, podemos decir, por lo tanto, que el juego, en su aspecto formal, es una acción libremente ejecutada ‘como si’ y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual”. Si aceptamos que el juego adulto existe, entonces tiene un orden y se somete a sus propias reglas, sin ellas el “como si” no tendría sentido y, en consecuencia, la realidad nos abrumaría y quitaría el significado de las cosas. Un jugador de ajedrez que no respetará las reglas del movimiento de las piezas arruinaría el juego. Un miembro de una familia que no respetara las reglas del juego acabaría segregándose y en última instancia desmembraría el núcleo familiar. Dentro de la comunidad científica también hay reglas de juego. Éstas, como muchas en otros ámbitos, no siempre son claras ni explícitas. En particular, en la ciencia pocos son los que perciben con claridad tales circunstancias, pero existen porque gracias a éstas se desarrolla la capacidad humana para manejar la experiencia mediante la creación de situaciones modelo y para dominar la realidad mediante la planeación y el experimento. Al reflexionar sobre su labor, algunos científicos han señalado la existencia de ellas. Pérez Tamayo coincide con Feyerabend en que en la investigación científica no hay método, es decir, “todo se vale”, porque la heterogeneidad de las ciencias así lo demanda. Sin embargo, reconoce que lo que sí hay son reglas generales del juego y enumera seis de ellas, agregando que “las anteriores reglas del juego son las que, de hecho, seguimos la mayor parte del tiempo la mayor parte de los investigadores”. A pesar de tal afirmación tan concluyente y amplia, el autor termina su idea con una afirmación ambigua: “si se examinan las reglas del juego señaladas arriba, es obvio que no son exclusivas de la ciencia, sino que se siguen en forma más o menos rigurosa cuando en la vida cotidiana se quiere averiguar algo que se desconoce e informar sobre ello a otras personas”. El autor de estas palabras, sin embargo, no cae en cuenta que al reconocer que sus reglas de juego se aplican a muchas otras actividades se invalidan automáticamente, dado que las normas de un juego deberían ser privativas de dicha actividad para que efectivamente fueran representativas del juego que dice jugar —esto a pesar de que el científico mencionado es un eminente patólogo e inmunólogo, con muchísimas publicaciones internacionales y con más de cuarenta años de trabajo en el laboratorio. Esta primera aproximación a las reglas del juego de la ciencia tiene por objeto invitar al lector a reflexionar sobre la dificultad para identificarlas, lo cual se debe a que por lo general esta clase de juegos no tienen reglas explícitas. En las comunidades científicas, como en muchas otras, se aprende por imitación y muchas veces su significado no se aclara, sólo se espera que el indiciado cumpla con ellas. Esta paradoja ha sido objeto de muchas reflexiones, por parte de numerosos científicos. El físico Spirin lo reseña así: “[en] la juventud, los estudiantes distinguen con toda nitidez quién es quién [entre sus profesores]. Más aún, creo que la personalidad, las (cualidades humanas) del dirigente influyen sobre los alumnos y colaboradores siempre más que los problemas científicos a que se dedica”.
Por nuestra parte, creemos que es necesario —como dice el sociólogo de la ciencia Gerald Holton— esforzarnos por adquirir una noción más clara de cómo [los científicos] han logrado aplicar esas facultades [ya que] podemos esperar que tal conocimiento sea de uso práctico en un tiempo en que nuestra especie parece depender de aprovechar todos los recursos de la razón para generar nuevas ideas que sean, a la vez, imaginativas y eficaces”. El propósito del presente trabajo es la búsqueda de un enfoque que, sin renunciar al aspecto racional, muestre los procesos informales que dan sentido a la práctica de la investigación científica. Por tales motivos trataré de explicar lo que, según los propios científicos, constituyen las normas generales de su propio trabajo; dicho de una manera más lúdica, se trata de descubrir cuáles son las reglas del juego de la investigación científica. Para poder generalizar las opiniones individuales de los científicos sobre cuáles son las reglas del juego del trabajo científico, formularemos dos ideas que consideramos facilitan el entender cómo estos hombres efectúan sus descubrimientos científicos: la primera plantea que un investigador exitoso desarrolla previamente un compromiso existencial con la materia investigada. Este pacto emocional, muchas veces lúdico, es el mecanismo psicológico que le permite involucrarse de manera auténtica y profunda en los procesos investigados, es decir, en el juego. La segunda conjetura sostiene que existe un conjunto de acuerdos sociales (los cuales tienen su origen en actitudes y conductas individuales que se generalizan en el resto de la sociedad mientras sean eficaces para resolver problemas que enfrenta la misma comunidad), es decir, de reglas de juego generadas de manera informal por la comunidad científica que, si son interiorizadas por el practicante —“como si”— le permiten acoplar el interés personal por la materia investigada a las exigencias de la investigación científica y, por tanto, aumentan las posibilidades de que su búsqueda existencial desemboque en una investigación fructífera que arranque los secretos a la naturaleza y entonces sean incorporados a una ciencia en particular. Intrigado por los resortes creativos en la ciencia, Goldberg estimó, como nosotros, que el acto creador es imposible de reproducirse, pero que conocer los elementos personales, los procesos mentales y el ambiente social que lo rodean ayuda al intelecto a formarse una idea de cómo se genera un pensamiento creativo. Por tal motivo mostró algunas características biográficas de Albert Einstein: el hecho de que sea fútil tratar de descubrir cómo piensa un genio creador como Einstein no quiere decir que no consigamos afirmar nada en absoluto acerca del proceso creador en términos de los hábitos observables de los individuos o en términos de la relación con su credo epistemológico con lo que producen. Sin embargo, es necesario reconocer que tratar el tema desde esta inusual perspectiva no es tarea fácil, pues los científicos por lo común ofrecen reiteradas excusas para no explicar cómo hacen lo que hacen. Decía el propio Einstein: “si quieren ustedes averiguar algo de los físicos teóricos, acerca de los métodos que emplean, les recomiendo adherirse estrechamente a un principio: no creer en sus palabras sino fijar su atención en sus actos”. El déficit de reflexión sobre los elementos lúdicos del sistema que permite validar los resultados de la ciencia quizá se deba, en parte, a los prejuicios generados por la propia ciencia. Eiduson, por ejemplo, al hacer un estudio de la literatura sobre la materia concluyó que: “los científicos como grupo parecen atrapados en los mismos estereotipos que el público sostiene acerca de ellos y, en realidad, los investigadores parecen haber sido atraídos a las ciencias por algunas de las mismas fantasías y estereotipos”. Entre dichos mitos suele minimizarse, por ejemplo, la relevancia del trabajo manual, como Rabí, premio nobel de física, advertía: “no enseñamos a nuestros alumnos lo suficiente del contenido intelectual de los experimentos, acerca de su novedad y de su posibilidad de abrir nuevos campos”. Afortunadamente, existen científicos que se involucran con su trabajo con mayor realismo y humildad y por ello han sido capaces de difundir algunos secretos de su profesión. De ahí han surgido comentarios inesperados sobre la forma en cómo efectivamente hacen investigación científica. Un pionero de esta forma de proceder es Brezinski, ingeniero en operaciones, quien escribió el libro El oficio de investigador y señalaba lo siguiente:“[deseo ofrecer] muestras del camino que han seguido sus pensamientos hasta llegar al descubrimiento. Del mismo modo es posible describir el método científico (o su ausencia). Así podemos llegar poco a poco, si no a comprender todo, al menos a entender cómo se construye el pensamiento científico, cómo se elabora lo que François Jacob llama ciencia nocturna en contraposición de la ciencia diurna, que figura en los manuales y artículos”. Continuando el camino trazado por Brezinski y otros, hemos recogido variados testimonios de científicos naturales con el objeto de entender su trabajo. Decidimos crear nuestros supuestos con el objeto de ordenar, clasificar, y analizar críticamente dichas experiencias y así establecer si, además de los aspectos personales irreproducibles del acto creador, hay indicios de la existencia de procesos psicosociales que hayan sido subestimados cuando se intenta explicar cómo se elaboran las investigaciones científicas. Consideramos que para los jóvenes investigadores conocer la cara oculta de la ciencia —como dice Jacob— o las reglas del juego, como aquí decimos, es importante porque permitirá difundir y quizás practicar una de las actividades más vitales para esta época, la era del conocimiento. La relevancia del compromiso auténtico Aunque existe una gran reticencia por parte de los científicos a manifestar lo que realmente sucede en el proceso de confeccionar las investigaciones, muchos están convencidos de que las buenas ideas no se deben al azar, ni a un chispazo irracional, ni a una necesidad histórica, ni a una mente superior. Curtis, por ejemplo, al reflexionar sobre este asunto, se preguntaba si no era necesario explorar las íntimas preferencias de los investigadores para entender el proceso de la creación científica: “¿Dónde deben iniciar el relato retrospectivo —si no introspectivo— de su labor y sus suposiciones profesionales durante los últimos años? ¿Cuánto o cuán poco debe contar?”. Que el arranque de una vida dedicada a la investigación científica sea tan variada, original, inesperada y personal, como cualquier biografía, no parece ser específica de una disciplina en particular. En realidad, este tipo de inspiración es el motor elemental del conocimiento incluso para las ciencias más desarrolladas, como podrían ser las naturales. Así lo descubrió Bernstein, físico y divulgador de la ciencia, quien cuenta: “ingresé a Harvard en 1947, a la edad de diecisiete años, sin tener una idea clara de lo que pretendía hacer en mi vida. Sabía o creía saber que escribir era una de las cosas que hacía bien y, por tanto, pensé en periodismo. Llegar a ser científico era el último de mis pensamientos”. En cambio Rabí, destacado físico, famoso por la excelencia de sus experimentos relacionados con la estructura magnética del núcleo atómico, tuvo el convencimiento de que sería científico desde niño, cuando descubrió la astronomía, a pesar de que su familia judía era fundamentalista. Entre ambos extremos —no saber qué estudiar al ingresar a la universidad o saberlo desde que se es niño— se encuentran multitud de experiencias diferentes, producto de las vivencias, inclinaciones, gustos, preferencias e intereses personales, resumida esta convicción por Reichenbach, físico y filósofo de la ciencia, en la sencilla frase: “es que lo deseamos así”, y por Levy en un contraejemplo: “no se realiza un buen trabajo intentando forzar la mente”. El estudio de estas particularidades nos lleva a un mismo resultado: la producción científica no nace ni mecánica ni lógicamente. Lo que debemos entender es que el arranque o el origen del deseo de hacer investigación científica y efectuar descubrimientos se encuentra dentro de las inquietudes personales de quienes lo hacen. Esta conclusión nos lleva por un camino diferente al tradicional, mucho más personal e intuitivo y por tanto nos sumerge en el universo de lo psicosocial. El hecho es que, independientemente de las circunstancias y los incidentes específicos que rodean las buenas ideas, quizás sea la capacidad del hombre para involucrarse de manera auténtica en una problemática lo que permite vislumbrar, así sea mediante aproximaciones poco ortodoxas, las intuiciones geniales que producen los mejores resultados, como lo explica Manuhhim: “no se puede alcanzar la perfección más que si la investigación llega a ser forma de vida”; o como lo dice de manera más específica Brezinski: “sólo se hará una buena investigación en la medida que guste el tema, que debe convertirse en el objeto, la propiedad del investigador [y agrega sabiamente] es difícil que pueda imponerse un tema de investigación a alguien”. En otras palabras, el interés por trabajar intensamente una problemática específica nace del compromiso genuino, auténtico, entre el científico y el problema que desea resolver, o sea, es el deseo de una persona por jugar un juego particular, por el mero placer de hacerlo, sin esperar ninguna ganancia personal. Mas si el compromiso individual por la materia investigada une a los científicos, ¿qué los distingue entre sí? La respuesta a esta interrogante radica en el tipo de problemas que el investigador prefiere explicar mediante los procesos de investigación. Los problemas que la ciencia aborda son totalmente variados, heterogéneos y diferentes para cada individuo. Así pues, el objeto se minimiza frente al compromiso existencial desarrollado por el individuo, como lo expresa el profesor Hadamard al estudiante que comienza a hacer su tesis: “espero hacerle comprender que existe un gusto científico, como hay un gusto literario o artístico”. Cabe añadir que los problemas científicos pueden abarcar casi cualquier cuestión que involucre procesos naturales y sociales. Sólo si el científico se involucra de manera auténtica en el problema escogido podrá, además de incentivar poderosamente la imaginación, perseverar en uno de los procesos más complejos, tardos, inciertos y angustiosos de la actividad humana; como lo reconoce Brezinski: “en la investigación los periodos donde no se encuentra nada son mucho más numerosos que los periodos de excitación donde las ideas fluyen. El joven investigador deberá aprender a no desanimarse. La investigación es una escuela de perseverancia”. De otro modo nos lo recuerda el célebre físico Boltzmann: “la simplicidad y la evidencia de todos los resultados son increíbles una vez que se han encontrado; lo mismo son increíbles las dificultades para resolverlo”; y Bufón rememora: “la invención depende de la paciencia; es preciso ver, mirar durante un tiempo un tema: entonces se aclara y se avanza un poco”. Hasta que en un momento dado, quizás de un chispazo, se percibe con toda claridad el descubrimiento. Como lo describe con acierto el físico y premio Nobel, Louis de Broglie: “después, de repente, generalmente con una gran brusquedad, se produce una clase de cristalización: el espíritu del investigador percibe en un instante, con una gran nitidez y de una manera desde entonces perfectamente consciente, las grandes líneas de las nuevas concepciones que se habían formado oscuramente en él”. Potencial para el descubrimiento y capacidad para la perseverancia académica son las riquezas que aguardan a aquellos que logran establecer un compromiso existencial, personal, intransferible y auténtico con la materia escogida. Este compromiso será la condición que abrirá la posibilidad de desentrañar los secretos de la naturaleza y de la sociedad. El profesor que desee que sus alumnos realicen investigación científica debe convencerlos de la importancia de este compromiso existencial. Jugar el juego de la ciencia Si aceptamos que la investigación suele originarse en los momentos más inesperados y bajo las inspiraciones más disímiles y originales, entonces ¿qué es lo que distingue al científico del artista genuino? Porque podrá afirmarse, y con razón, que casi todos ellos tienen ideas geniales de vez en cuando y en las situaciones más sorpresivas y singulares. Paul Valéry corrobora esta sensación de semejanza: “mi convicción, desde mi juventud, fue que en la fase más viva de la investigación intelectual no hay otra diferencia que la del nombre entre las maniobras interiores de un artista o un poeta y las de un sabio”. Igualmente lo percibe Isaac Rabí: “uno debe sentir la cosa en sí mismo, sentir que eso podría cambiar tu perspectiva y tu manera de vivir, uno debe volver a la condición humana, a la expresión humana, mucho más cercana a aquello que se supone siente el artista”. Henri Poincaré, excepcional matemático, se une a esta clase de opiniones cuando dice: “el sabio digno de ese nombre, el geómetra sobre todo, experimenta con su obra la misma impresión que el artista; su goce es tan grande y de la misma naturaleza”. Si es cierto que no podemos distinguir el sentimiento de autenticidad, ni el compromiso que existe en el científico y el artista, debemos entonces interrogarnos: ¿cuál es la diferencia entre ellos? Para responder, debemos suponer que la diferencia entre el científico y otro individuo creativo se basa en el tipo de predisposición que se tiene para utilizar las intuiciones geniales. Por tanto, parece lícito afirmar que la diferencia entre un individuo dedicado a cualquier actividad creativa y otro que se dedica a la investigación científica es la forma como materializa su intuición. La comunicación de la idea genial del individuo que no se dedica a la investigación puede ser extraordinariamente variada, intuitiva e individual, como ya se apuntó, y la forma de manifestarse podría adoptar cualquier medio de expresión, como un poema, una obra de teatro o una pintura; también podría mostrarse como producto de una revelación y entonces hablaríamos de misticismo, de charlatanería y hasta de dogmatismo. Todas estas interpretaciones son válidas, pero tienen algo que las hace personales y no científicas: son productos subjetivos que no necesariamente coinciden con la realidad. Por contraparte, el científico tiene ante sí el reto o desafío de ejecutar el paso entre lo que es una valiosa captación subjetiva de algún proceso real, a su concreción objetiva, verificable y generalizable. Martín Bonfil explica esta diferencia: “el de la expresión de una idea o un sentimiento, en el caso del artista; el de la formulación o confirmación de una hipótesis que dé sentido a los datos, en el del científico”. La investigación científica, aunque parte del mismo origen que cualquier otro acto creativo, no recorre los mismos caminos, es decir, el investigador se introduce en un juego particular y se diferencia por seguir una vía que lo posibilita para establecer un sistema, inferido en buena parte de hechos particulares, y lo faculta para poder generalizar el conocimiento de la realidad. Descubrimos pues un acuerdo generalizado en los científicos, es la primera regla del juego de la ciencia, la cual revela la opción de dedicarse a comprender —el mundo tal como es— mediante la observación cuidadosa. Ésta es la actualidad fundamental de la ciencia hasta la actualidad, como lo expresa Pérez Tamayo: “desde luego todos [se refiere a los miembros de su laboratorio] creíamos en la existencia de un mundo real, cuyas características estábamos estudiando de la manera más objetiva posible, con el propósito de que nuestros resultados fueran el reflejo más cercano de la realidad”. Esta creencia o actitud, creada por la escuela griega de los jonios, a veces se olvida u obvia, como advierte de manera aguda, el físico, también premio Nobel, Schrödinger: “actitud que para nosotros [los científicos] se ha convertido en actitud común, hasta el punto de olvidar que alguien tuvo que plantearla, hacer de ella un programa y embarcarse en él”. Desde el siglo XVII, las comunidades científicas críticas sostienen, creen y difunden esta actitud o creencia básica —la inteligibilidad del mundo— pero, como dice Schrödinger, les parece tan obvia que pierden de vista que se trata de un programa de trabajo, aunque éste no se enseñe de manera formal. Empero, sin ella, la ciencia no existiría como tal. Por tanto, el creer que existe un mundo tal como es y que observarlo cuidadosamente permite conocer sus regularidades puede ser considerado el primer acuerdo social o la primera regla del juego de la ciencia; y así deberíamos de enseñarlo a nuestros estudiantes. Sin embargo, para que sea efectiva, esta primera regla de juego se enfrenta a la dificultad de llevarla a la práctica. Durante cientos de años, quizás más de un millar, sólo fue una aspiración. Únicamente cuando se desarrollaron otras tres reglas fue posible llevarla a la práctica, de adecuarla a un proceso denominado investigación científica, que es un sistema de verificación o prueba de conjeturas mediante el cual, si los resultados explican la realidad y se aceptan, tienen la posibilidad de ser incorporados al caudal de conocimientos de una disciplina en particular. Denominamos actitud crítica a la disposición personal que tiene el científico para aceptar que los descubrimientos que realizó se sometan a rigurosos ensayos y experimentos. Esta actitud es la segunda regla del juego. Su aceptación va más allá del mero asentimiento pasivo. Medawar, premio Nobel en fisiología, explica cómo opera la relación entre el compromiso existencial —la imaginación— y la actitud crítica, y que sea así efectiva esta segunda regla del juego de la ciencia: “el razonamiento científico es un diálogo explicativo que siempre puede resolverse en dos voces o episodios de pensamiento, imaginativo y crítico, que alternan e interactúan”.
La genetista Gloria León describe con toda claridad la importancia de tener esta clase de actitud: “indudablemente la mejor forma de confirmar o refutar una teoría es la empírica [y agrega] con un profundo sentido crítico y autocrítico”. Para interiorizar esta segunda regla del juego, el científico precisa asumir una disposición similar a la de un deportista amateur, es decir, alguien que desea practicar una actividad por gusto, por placer, por voluntad propia. Una libre elección, muchas veces lúdica, que tendrá que amoldarse y respetar ésta. No obstante, sólo un espectador reconoce la virtud de la regla sin practicarla. Mientras que un científico en activo, además de tener una actitud crítica, debe obrar, es decir, pasar a la acción, a la ejecución, ya sea en el archivo, en el trabajo de campo o en el laboratorio. En suma, debe llevar su actitud crítica a la práctica, con el objeto de probar la validez de sus conjeturas. Pérez Tamayo lo expresa con claridad: “naturalmente [aunque lo natural, en este caso, es ajeno para los que no están dentro del juego] también [hay] que dominar los aspectos técnicos del trabajo [científico], el uso correcto de los aparatos de registro, la calibración basal para cada experimento, el diseño de controles adecuados, y otros cientos de detalles más que dependían directamente de nuestras habilidades”. Todas estas habilidades se desarrollan con la única finalidad de probar las conjeturas hechas en la compleja realidad. A esta clase de habilidades y competencias la llamaremos poseer aptitud científica o metodológica, y representa la tercera regla del juego de la ciencia. Practicar las habilidades científicas con maestría y entrega, es decir, interiorizarlas, permite la forja de un auténtico científico, dado que en este punto es donde indefectible y disciplinadamente entra la cuestión de los procedimientos, los instrumentos, las técnicas y la metodología. Como reflexiona Gloria Leónrespecto de su mentor: “para el Doctor Berka la observación y participación personal, (con nuestros propios ojos y nuestras propias manos) en forma acuciosa y analítica en cada parte del proceso de un experimento, es el material más importante e invaluable para un investigador científico”. Aquella persona que desee hacer investigación científica deberá estar bien provista y entrenada para hacer uso de los elementos técnicos e instrumentales de su propia disciplina y aun de otras; y si es necesario, ser capaz de diseñar nuevos, si el tipo de problemas que aborda tienen un carácter interdisciplinario o inédito. Un profesor que enseñe metodología de la ciencia deberá tener presente el interactuar que se produce entre el compromiso existencial, la actitud crítica y la aptitud metodológica. El biólogo Francisco Ayala dice que: “las conjeturas imaginativas y las observaciones empíricas son procesos mutuamente interdependientes”; en el mismo sentido, Reichenbach apunta: “la explicación científica exige amplia observación y pensamiento crítico. Mientras más amplia sea la generalidad a que se aspire, mayor debe ser la cantidad de material por observar y más agudo el pensamiento crítico”. El científico habrá de tener presente la interacción que se produce entre la imaginación, la actitud crítica y la aptitud científica, porque cuando una de ellas se separa de las otras es posible esperar cualquier cosa, desde una novela de ficción hasta una charlatanería pseudocientífica. Es necesario destacar una cuarta y última regla de juego, que la comunidad científica ha impuesto a cualquier resultado científico, que por ser menos espectacular, y a veces obviada, no es menos relevante y esencial. Se trata de la capacidad para comunicar de manera abierta los resultados encontrados. Esta regla del juego tiene la cualidad de exponer públicamente la actitud crítica y la aptitud metodológica del investigador, como Reichenbach lo recuerda: “el mismo científico que descubrió su teoría por medio de conjeturas las comunica a los demás sólo después de que ha visto que su conjetura se halla justificada por los hechos”. Debe advertirse que algunas investigaciones científicas no necesariamente son públicas, sino que buscan el registro de una patente o mejorar un proceso tecnológico. En estos casos, aunque sea la publicación abierta, en el sentido de que puede reproducirse, se limita a una revisión crítica para determinar si el descubrimiento es válido. En caso de ser positiva la respuesta, se confiere un periodo de gracia para ser explotada exclusivamente por aquel laboratorio o persona que realizó la investigación. El requisito esencial para cumplir el acuerdo de comunicar de manera abierta los resultados de una investigación es mostrarlos mediante un informe escrito, en el cual priva el orden, la claridad y la precisión en el uso del lenguaje. Nada delata tanto una postura pseudocientífica como el desorden, el lenguaje de imágenes, el uso de analogías y oraciones oscuras e intrincadas y la imprecisión de las observaciones, así como los desarrollos matemáticos no explicados cabalmente y el ocultamiento de datos o procedimientos, que son las formas más comunes de cometer fraude en la ciencia, aunque no las únicas. Los profesores de metodología deberán hacer hincapié en la importancia del manejo adecuado del lenguaje castellano, orientado de la manera que hemos descrito. A lo antes dicho, cabe añadir que comunicar los resultados de forma idónea es tan importante como las otras tres reglas de la investigación científica antes mencionadas, por dos importantes consideraciones: si un científico no ha publicado o patentado su investigación, entonces esa investigación no existe para la comunidad científica; en consecuencia, este nuevo conocimiento se pierde o no se reconoce. La otra consideración es que los resultados de una investigación no formarán parte del conocimiento científico hasta que la comunidad científica quede convencida, de manera objetiva, racional y a veces verificable, es decir, críticamente, de que los resultados son confiables hasta cierto punto. Como advierte el editor de temas científicos, Carlos Vizcaíno: “investigar es crear, descubrir conocimiento nuevos (publicar correctamente) estos descubrimientos permite a los demás investigadores de un área en particular, de hoy y del mañana, entender, reproducirlos y utilizarlos para nuevos propósitos de investigación […] si esto no fuera así […] las revistas de investigación no tendrían razón de ser”. Por la razón anterior, el astrófísico Lyttleton recomienda que al escribir el informe: “no se debe dejar bocabajo ninguna de las cartas, ofreciendo garantías (o excusas) de que tal o cual paso es (completamente correcto) y que debe aceptarse sin más [y agrega] muchos artículos, sin embargo, son deficientes en ese respecto”. Pérez Tamayo es todavía más incisivo: “cuando se oculta parte de los datos que han permitido alcanzar un resultado no se está mintiendo pero sí se está impidiendo que la ciencia ejerza sus funciones críticas sobre las nuevas proposiciones”, lo que podría invalidar los resultados encontrados por violar una de las reglas fundamentales del juego de la ciencia. En resumen, aquél que se acerque a la indagación de cualquier problema bajo la forma a la que hacemos referencia, deberá sentir un gran gusto por dicha problemática; pero, además, estará dispuesto a sujetarla y a explicarla, interiorizando las reglas del juego desarrolladas por las comunidades científicas críticas. Tales reglas se respetan porque los que juegan han encontrado que son útiles en el desempeño del juego que consideran más vital e importante: la ciencia. Conclusiones Hemos señalado, al inicio de este texto, que el hombre creativo juega y al hacerlo se entrega a un proceso capaz de aislarlo y abstraerlo de la realidad cotidiana, con el mero fin de encontrar satisfacción y gusto. En el caso del investigador, cuando logra darle a la materia que desea investigar un significado tal que le permita considerarla como algo mediante lo cual se realiza como ser humano, entonces se acrecienta la probabilidad de que, gracias a la perseverancia académica y la imaginación, le sean entregados los secretos más celosamente guardados por la naturaleza. A alcanzar este logro le hemos llamado poseer un compromiso existencial. Por otra parte, para que dichos secretos revelados puedan ser comunicados y aceptados por otros colegas es necesario que se sujeten previamente a cuatro reglas del juego, llamadas también acuerdos sociales, que son: 1) aceptar la inteligibilidad del mundo; 2) poseer actitud crítica; 3) tener aptitud metodológica; y 4) comunicar de forma abierta los resultados encontrados. Creemos que estas son las efectivas reglas del juego de la investigación científica por la sencilla razón de que no existe ninguna otra actividad humana, léase juego, que tenga dichas reglas y porque jugarlo permite arrancarle los secretos más recónditos e interesantes al mundo que nos rodea. Las reglas del juego para hacer investigaciones científicas son complejas, creativas e interdependientes, y cada investigador las mezcla y combina en función de sus propias necesidades imaginación y habilidades, para producir los mejores resultados. Además, muchas de estas reglas no son explícitas ni se enseñan formalmente, pero están íntimamente ligadas a aspectos humanos esenciales que se mezclan e interactúan creativamente. Como Pérez Tamayo lo expresó: “otras partes, a veces tan importantes como la lógica y otras veces todavía de mayor importancia, son la imaginación, la intuición, la experiencia y el análisis crítico de los hechos”. Estas reglas del juego son la plataforma de lanzamiento que permite al científico llevar a cabo la investigación científica, es decir, resolver los complicados procesos de descubrimiento, prueba y comunicación, que son el único medio por el cual la ciencia acepta que el nuevo conocimiento se convierta en parte de ella misma. En la actualidad, dichas reglas no se enseñan de manera formal, pero son, por así decirlo, la argamasa que da cohesión a lo enseñado formalmente; como el físico Budker lo expresa, en los establecimientos destacados académicamente, los conocimientos y las técnicas de cada disciplina científica son fundamentales, ya que: “sin poseer una buena escuela es imposible dominar los misterios del arte de la investigación. No es por casualidad que los buenos científicos nacen ahí donde existe una buena escuela, a pesar de que toda la literatura científica existente en los países civilizados está prácticamente al alcance de todos”. Hacerlos explícitos en las prácticas de laboratorio, de metodología, de trabajo de campo, de matemáticas, o sea, a lo largo de la carrera profesional, permite al alumno entender las causas por las cuales los científicos obran de la manera en que lo hacen y tal vez reproducirlas con mayor facilidad.
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Referencias Bibliográficas
Bernstein, Jeremy. 1982. La experiencia de la ciencia. Fondo de Cultura Económica, México. Brezinski, Claude. 1993. El oficio del investigador. Siglo XXI, Madrid. De la Lama García, Alfredo. 2011. “¿Existen reglas implícitas dentro de la investigación científica?”, en Revista de la educación superior, vol. XL 4, núm. 160. Duncan, Roland y Miranda Weston-Smith (comps.). 1985. La enciclopedia de la ignorancia. Fondo de Cultura Económica, México. Holton, Gerald. 1988. La imaginación científica. Fondo de Cultura económica, México. Pérez Tamayo, Ruy. 2008 La estructura de la ciencia. México, Fondo de Cultura Económica. Reichenbach, Hans. 1975. La filosofía científica. Fondo de Cultura Económica, México. Rutherford Aris, et al (comp.). 1995. Resortes de la creatividad científica. Fondo de Cultura Económica, México. Schrödinger, Edwin. 1977. La naturaleza y los griegos. Tusquets, Barcelona. Vizcaíno Sahagún, Carlos. 2002. Las revistas de investigación y cómo publicar en ellas. Universidad de Colima Alianza del Texto Universitario, Colima. |
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Alfredo de la Lama García
Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa.
Alfredo de la Lama García es Doctor en Sociología por la UNAM. Escribió el libro Estrategias para elaborar investigaciones científicas. Fue acreedor del segundo lugar del Premio Internacional de Investigación en Ciencias Sociales: Argumentos. Estudios críticos de la sociedad, convocado por la UAM. Actualmente es profesor investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, campus Iztapalapa.
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cómo citar este artículo → De la Lama García, Alfredo. 2014. La investigación científica y sus reglas de juego. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 118-131. [En línea].
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Jose Luis Álvarez García y Damián Flores Sánchez | |||||||||||
Yo puedo agregar que si, como ahora me inclino a creer, la música fue el padre de la ciencia física moderna y las matemáticas su madre, nosotros estamos cerca de presenciar la arrolladora culminación de un monumental complejo de Edipo. STILLMAN DRAKE |
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En la historia del pensamiento científico hay una relación muy
estrecha entre la física y las matemáticas, que ha sido enormemente fructífera para ambas disciplinas y se ha hecho todavía más profunda en nuestros días, al grado de que no es posible concebir la física sin las matemáticas. Esta situación y la fe que muestran los físicos al respecto se puede resumir en las palabras de Eugene P. Wigner, refiriéndose a la no razonable efectividad de las matemáticas: el milagro de lo apropiado del lenguaje de las matemáticas para la formulación de las leyes de la física es un maravilloso regalo que nosotros ni entendemos ni merecemos. Nosotros deberíamos estar agradecidos por ello y esperar que permanezca válido en futuras investigaciones y que se extienda, para mejorar o empeorar nuestro placer, aunque quizá también nuestro desconcierto, hacia amplias ramas del aprendizaje”.
Sin embargo, no siempre fue así. La forma en que actual mente concebimos esta relación y que nos parece tan natural, no existía antes de Galileo. Fue a partir de su obra cuando se inició la construcción de dicho vínculo tal y como hoy lo conocemos; en el sentido de poner a prueba una regla preconcebida matemáticamente, planteada además como una hipótesis general válida respecto del mundo físico. La concepción actual no surgió espontáneamente, tiene sus antecedentes en la larga lista de pensadores que precedieron a la física galileana, pero a partir de la obra de Galileo la interrelación de las dos disciplinas se tornó compleja y la física una disciplina altamente matematizada. En esta primera entrega nos restringiremos al periodo que va de Pitágoras en el siglo VI a. C. a la época alejandrina. En los episodios de la historia aquí considerados, cada una de las disciplinas ha estado definida de manera específica y eso, además de tomar en cuenta el contexto histórico en general, ha determinado su interrelación. Es justo éste el primer punto que surge al abordar el tema: el origen de las dos disciplinas. La impresión de que ambas surgen de primeros principios bien establecidos y bien definidos es común, pero no es así. El origen de ambas se encuentra en el ámbito de la experiencia; los números surgieron de la vivencia cotidiana de contar con los dedos de las manos y de la apreciación de la forma de los objetos manan las figuras geométricas. Asimismo, de la experiencia y el enfrentamiento del ser humano con los fenómenos naturales surge la física, necesariamente con las primeras explicaciones para la comprensión de la naturaleza. En las civilizaciones antiguas, previas a la civilización griega clásica, las respuestas a las interrogantes sobre la diversidad, las causas y las explicaciones sobre los fenómenos naturales fueron dadas por las religiones. Es generalmente aceptado que los primeros intentos por dar explicaciones a los fenómenos de la naturaleza utilizando la razón, combinada de alguna manera con lo que perciben los sentidos, aparecieron en las costas del mar Mediterráneo en el siglo VI a. C. Estos intentos su pusieron un orden y una armonía detrás del incesante cambio y aparente caos en la naturaleza. Quedaron muy atrás las explicaciones basadas en la superstición y los designios de los dioses sobre el Universo y lo que en él acontecía. Fueron los filósofos jónicos del siglo VI a. C. quienes hicieron el primer intento por obtener una explicación racional de los fenómenos de la naturaleza y del funcionamiento y la estructura del Universo. La filosofía natural o física de los jónicos fue un conjunto de audaces especulaciones, atrevidas conjeturas, así como brillantes intuiciones, más que el resultado de extensas y cuidadosas investigaciones que hoy llamaríamos científicas. Aquellos pensadores estaban, tal vez, demasiado ávidos por encontrar un panorama completo y general, por lo tanto, de esta forma llegaron a conclusiones excesivas en su afán totalizador por medio de sus teorías. Pero desecharon las antiguas y en buena parte míticas explicaciones y las sustituyeron por otras, objetivas y materialistas, sobre la estructura y el funcionamiento del Universo. El paso decisivo para el desvanecimiento del misterio, del misticismo y del caos aparente en los acontecimientos de la naturaleza y para su sustitución por un modelo comprensible fue la aplicación de las matemáticas. Hay que señalar que con anterioridad al periodo de la Grecia clásica, existieron las contribuciones de muchas civilizaciones pasadas, entre las cuales la egipcia y la babilonia son las más importantes. Pero en todas ellas, esos rudimentos matemáticos no constituían una disciplina independiente y diferenciada: no tenían una metodología propia ni eran de interés para otras cosas que no fueran fines inmediatos y prácticos. Eran una herramienta, una serie de reglas simples y desconectadas que permitían a la gente resolver problemas de la vida diaria: calendarios, agricultura, metalurgia, construcción y comercio. Los babilonios, por ejemplo, conocían que la relación entre los lados de triángulos rectángulos semejantes era constante. Se llegaba a estas reglas mediante el tanteo, la experiencia y la simple observación, y muchas sólo eran aproximadamente correctas. Lo más que se puede decir de las matemáticas de estas civilizaciones es que mostraban un enorme vigor y perseverancia en su actitud más que rigor de pensamiento. El adjetivo “empíricas” podría muy bien caracterizarlas, las matemáticas empíricas de babilonios y egipcios sirvieron también como preludio al trabajo de los griegos. La cultura griega no estuvo libre de influencias externas –de hecho, muchos de los pensadores griegos viajaron a Egipto y Babilonia– y las matemáticas debieron pasar por un periodo de gestación en la favorable atmósfera intelectual de Grecia. Tal y como señala Morris Kline, “al final, lo que los griegos crearon difiere tanto de lo que aprendieron de los demás como el oro difiere de la hojalata”. El siglo VI a. C. fue el periodo de la historia en que la física y las matemáticas ya aparecen como actividades intelectuales formales, completamente diferenciadas y al margen de actividades prácticas. Este proceso tiene su origen en las colonias jónicas de Asia Menor: Mileto, Samos, Éfeso, Clazomene, etcétera; muy al principio las dos disciplinas aparecen por separado en los primeros pensadores jónicos, pero muy pronto serán unidas por Pitágoras. Física y matemática de Pitágoras
Se atribuye a Tales de Mileto (639-545 a. C.) el establecer por primera vez proposiciones geométricas abstractas, es decir, independientes de cualquier aplicación práctica a la que pudieran destinarse. Éstas son cinco proposiciones sencillas en las cuales se postula advertir el intento consciente de establecer los fundamentos matemáticos sobre bases que fueran indudables e inamovibles: a) todo círculo es bisectado por su diámetro; b) en un triángulo isósceles los dos ángulos opuestos a los dos lados iguales son iguales; c) al cortarse dos líneas rectas se obtienen cuatro ángulos, de éstos, los que son opuestos son iguales; d) todo ángulo inscrito en un semicírculo es un ángulo recto; y e) dos triángulos son congruentes si tienen iguales un lado y dos ángulos. Así, para los pensadores de esta escuela, llamada milesia (Tales, Anaximandro y Anaxímenes), la fí sica consistía en dar explicaciones sobre cómo estaba construido el Universo y cuál era su origen, radicaba en la existencia de una materia primigenia (monismo materialista) a partir de la cual se había formado el mundo tal y como lo conocemos.
A diferencia de éstos, para la escuela fundada poco después por Pitágoras de Samos (580-496 a. C.), un discípulo de Tales que estableció un sistema filosófico de gran generalidad en donde las matemáticas son la piedra angular, lo importante era la forma y la estructura, pues son éstas las que pueden explicar la infinita variedad de objetos y fenómenos presentes en la naturaleza, mientras que la materia sola no puede dar tal explicación. Fue así como los pitagóricos plantearon que la forma y estructura esencial de la naturaleza eran los números y sus proporciones. Los pitagóricos encontraron dichas pro porciones entre números en la música cuando descubrieron dos hechos: primero, que el sonido producido al pulsar una cuerda depende de la longitud de la misma y, segundo, que los sonidos armoniosos son emitidos por cuerdas igualmente tensas cuyas longitudes son entre sí como las razones de números enteros. Los pitagóricos también extendieron su teoría a la astronomía; redujeron los movimientos planetarios a relaciones entre números. Pensaban que los cuerpos que se mueven en el espacio producen sonidos y que un cuerpo cuando se mueve rápidamente produce un sonido o una nota más alta que cuando lo hace más lentamente. Así que, de acuerdo con esto y su astronomía, mientras mayor distancia había del planeta en cuestión a la Tierra, con mayor rapidez se movía aquél. Por lo tanto, los sonidos producidos por los planetas varían con su distancia a nuestro planeta y están armonizados, esta “música de las esferas” se reduce –según los pitagóricos– a meras relaciones numéricas y lo mismo sucede, en consecuencia, con los movimientos planetarios. No escuchamos esta música, decían, porque estamos acostumbrados a ella desde que nacemos. Había otros aspectos de la naturaleza que eran reducidos a números. Por ejemplo, los números 1, 2, 3 y 4, llamados el tetraktys, tenían una importancia especial para los pitagóricos. Se dice que el juramento de la hermandad pitagórica era: “juro en el nombre del tetraktys que ha sido conferido a nuestra alma. La fuente y las raíces de la naturaleza eternamente fluyente están contenidas en él”. Para ellos, la naturaleza está compuesta de tétradas, por ejemplo, la tétrada de los elementos geométricos: el punto, la línea, el plano y el sólido, así como por los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Los cuatro números del tetraktys suman diez, por lo tanto éste es un número perfecto y simboliza el Universo. Así, los pitagóricos tenían una cosmología en la cual en el centro está un Fuego, luego los cinco planetas conocidos, la Tierra, la Luna y el Sol. Pero como 9 era un número imperfecto, agregaron una antitierra para tener diez cuerpos en el Universo. Tanto la antitierra como el Fuego central no pueden ser vistos. De esta manera, los pitagóricos construyeron una astronomía basada en relaciones numéricas. Como reducían la astronomía y la música a números, esas disciplinas se podían relacionar con la aritmética y la geometría, y los cuatro temas constituían las matemáticas y formaban el plan de estudios llamado quadrivium que siguió enseñándose así hasta el Medievo. La física, dentro de la doctrina pitagórica, no era un cuerpo de conocimientos separado formalmente; el estudio de los fenómenos de la naturaleza (incluida la astronomía) estaba subsumido en las matemáticas. Para los pitagóricos, los números enteros y las proporciones entre ellos son inmanentes a la naturaleza. Esta idea y la poderosa capacidad deductiva que caracterizaba a los pensadores jónicos, paradójicamente fueron las causas de un fracaso en su doctrina, que estuvo a punto de provocar su desaparición como fraternidad. El revés tiene que ver con el descubrimiento de los números irracionales. Ellos hallaron que la longitud de la diagonal de cualquier cuadrado en proporción con la longitud de uno de sus lados no se puede expresar como una proporción (cociente) entre dos números enteros; resulta un número inconmensurable. Por ejemplo, si se tiene un cuadrado cuyos lados tienen una longitud igual a una unidad, la longitud de la diagonal está dada por el número √2, que es un número irracional. Encontraron que hay una multitud de tales números, a los que llamaron arrhetos, que significa impronunciables y, viendo el peligro que eso representaba para su organización, decidieron guardar celosamente el secreto. Hi paso, uno de los discípulos, reveló el misterio y fue condenado a muerte. Para entender mejor la relación que había entre la física y las matemáticas en la escuela pitagórica hay que pensar que existía una síntesis entre religión y ciencia, pues en su doctrina se mezclaban la inmortalidad del alma, la magia y la numerología. En la fraternidad pitagórica aparece la unidad indistinguible del místico y del sabio, que se apartan uno del otro, aunque en ocasiones vuelven a unirse, pero finalmente acaban en la “casa dividida de la fe y la razón” de nuestros días donde –como señala Arthur Koestler– “los símbolos de ambas partes se petrifican en dogmas y la fuente común de inspiración se ha perdido de vista”. Así, al cabo de unos pocos siglos, la conciencia de lo unitario se desvaneció y el filosofar religioso y el racional se separaron. La fraternidad pitagórica era una orden religiosa, una academia de ciencia y también un instrumento de poder en la política, lo cual contribuyó a su desaparición como fraternidad religiosa y política, pues sus seguidores fueron perseguidos y expulsados de los lugares donde exponían sus enseñanzas. No obstante, debido a su generalidad y capacidad unificadora para la explicación de la naturaleza, las enseñanzas pitagóricas no desaparecieron en lo esencial y se convirtieron en una de las fuentes del platonismo y entraron así en la corriente principal del pensamiento europeo. La influencia pitagórica de relacionar números y figuras geométricas en el estudio de la naturaleza se transmitió a pensadores posteriores, pero ya no continuó el carácter unificador que se suscitó en el saber original.
Física y matemática de Platón A finales del siglo VI a. C. aparecen las figuras de Jenófanes y Parménides quienes, con una herencia pitagórica, plantean la preeminencia de las figuras circular y esférica en la naturaleza. Esta misma idea fue adoptada por Platón (428-347 a. C.) y la obsesión por el círculo y la esfera dominará el pensamiento en Occidente hasta principios del siglo XVII. Para Platón, el mundo visible y sensible no es más que una vaga, imperfecta y opaca materialización del mundo de los arquetipos, un mundo en el que estaban las verdades absolutas, eternas e inalterables, y esa realidad absoluta sólo podía ser aprehendida por medio de las matemáticas, en particular por la geometría. Mientras que con los pitagóricos los números y las formas geométricas eran inmanentes a las cosas, con Platón las trascendían. Plutarco relata en Vida de Marcelo que Eudoxo y Arquitas, discípulos de la Academia, utilizaban argumentos físicos para demostrar resultados matemáticos, provocando la indignación del maestro por lo que consideraba una corrupción de la geometría, puesto que utilizaban hechos sensibles en vez de razonamiento puro. Platón insistía en que la realidad y la inteligibilidad del mundo físico sólo pueden ser aprehendidas por medio de las matemáticas. No había duda para él de que este mundo estaba matemáticamente estructurado. Plutarco nos vuelve a referir la famosa frase de este filósofo griego: “dios geometriza eternamente”. En la República, Platón señala: “[la geometría] tiene por objeto el conocimiento de lo que existe siempre, y no de lo que nace y perece”. La actitud de Platón hacia la astronomía ilustra su posición respecto del conocimiento que se debía perseguir. La disposición de las estrellas y los cuerpos celestes y sus movimientos aparentes son hermosos y maravillosos al percibirlos, pero las meras observaciones y explicaciones de los movimientos de los cuerpos celestes están muy lejos de ser la verdadera astronomía. Antes de que podamos alcanzar la verdadera ciencia “debemos dejar solos a los cielos”, ya que la verdadera astronomía trata de las leyes del movimiento de las verdaderas estrellas en un cielo matemático del que el cielo visible es solamente una imperfecta expresión. Animaba a sus discípulos a que se dedicaran a una astronomía teórica cuyos problemas, decía, deleitan la mente y no la vista. Los usos de la astronomía en navegación, elaboración del calendario y la medición del tiempo carecían por completo de interés para el filósofo ateniense. Platón pensaba que los cuerpos celestes deben moverse en círculos perfectos y a velocidad uniforme. Los movimientos observados de los planetas parecían contradecir esta hipótesis, y planteó entonces este problema a los miembros de la Academia para explicar las irregularidades de tales movimientos. El astrónomo y matemático Eudoxo (390-337 a. C.) dio la respuesta requerida y la astronomía de éste se convirtió en la verdadera astronomía . Para Eudoxo, cada planeta se halla situado en la esfera interior de un grupo de dos o más esferas interconectadas y concéntricas, cuya rotación simultánea en torno a diferentes ejes reproduce el movimiento observado del planeta. Ni a Eudoxo ni a Calipo, otro discípulo de Platón, les interesaba construir un modelo que fuera físicamente posible, no tenían interés en el mecanismo real de los cielos; construyeron un dispositivo puramente geométrico que, como ellos sabían muy bien, sólo existía en el papel.
Con Platón, las matemáticas —específicamente la geometría— se entronizan como la ciencia por excelencia y el único medio para acceder a la realidad profunda de la naturaleza. La física, entendiéndola como el estudio de los fenómenos que captan nuestros sentidos, carece de importancia para el filósofo a teniense. De esta posición filosófica proviene el instrumentalismo que caracterizará a la astronomía que será desarrollada más tarde por Apolonio e Hiparco, para alcanzar su mayor desarrollo con Ptolomeo en el siglo II. Física no matematizable Aristóteles (384-322 a. C.) realiza una gran síntesis del conocimiento tomando algunos elementos de los pensadores anteriores, rechazando otros y aportando los propios. De hecho, y contrariamente a la filosofía unificadora que había enseñado Pitágoras, de Aristóteles proviene la primera división entre las distintas áreas del conocimiento (física, biología, lógica, meteorología, etcétera), y divide el Universo en dos regiones: por un lado, atendiendo a la filosofía de Heráclito, el mundo que está por debajo de la esfera de la Luna, que es la sede del cambio y lo imperfecto; y por otro, atendiendo a la filosofía de Parménides y de Platón, la región supralunar, la sede de lo inmutable y lo perfecto. Aristóteles añade más esferas homocéntricas, cincuenta y cinco en total, a la astronomía desarrollada por Eudoxo y Calipo, pero en lo que se refiere al mundo sublunar, no presenta ninguna referencia matemática.
En franca oposición con Platón, para Aristóteles el mundo verdadero es el que nos muestran los sentidos. No hay ninguna relación esencial entre matemáticas y el mundo físico, pues son géneros diferentes y no deben ni pueden, según él, mezclarse. Por esta razón –continúa– no debe confundirse la geometría con la física: el físico razona sobre lo real (cualitativo); el geómetra sólo se ocupa de abstracciones. La física de Aristóteles es una física de “cualidades”; así lo expresa en su obra: “la exactitud matemática del lenguaje no debe ser exigida en todo, sino tan sólo en las cosas que no tienen materia. Por eso el método matemático no es apto para la física; pues probablemente toda la naturaleza tiene materia. Por consiguiente, hay que investigar primero qué es la naturaleza”. Es importante señalar aquí a qué nos referimos con el término “física de Aristóteles”, pues tiene tres significados diferentes. Uno de ellos es el contenido de su obra, que ha llegado hasta nosotros bajo el título de Física y que Andrónico de Rodas reunió bajo el título original griego de Physiké akróasis (Curso de física). Ésta trata sobre el movimiento y el cambio como fenómenos básicos de la naturaleza —entendiendo el movimiento como cambio en general. Aquí se distinguen cambios sustanciales, cuantitativos, cualitativos y locales. Un segundo significado es el que consideraba él mismo; Aristóteles tenía un programa de investigación amplísimo que incluía desde la metafísica hasta la ética, la política y la crítica literaria. El programa que enuncia en Los meteorológicos incluye temas que actualmente estarían en los campos de la astronomía, la física, la química, la geología, la biología y, en buena medida, la psicología.
Un tercer y último sentido es el de la teoría del movimiento local. Como ya se mencionó, Aristóteles desarrolló su teoría del movimiento como cambio en general; para él había cuatro tipos de cambio: sustanciales, cuantitativos, cualitativos y locales. Al explicar el movimiento local, desarrolla su explicación de la caída de los graves y del movimiento de proyectiles. Divide los movimientos en naturales y violentos. Entre los primeros se encuentra la caída de los cuerpos, y en los segundos está el lanzamiento de proyectiles. Los cuerpos graves caen hacia el centro del Universo (ocupado por el centro de la Tierra) porque están dotados de la cualidad de gravedad y al hacerlo se están dirigiendo al lugar que por su naturaleza –physis– les corresponde en el Universo. Mientras mayor sea su peso (cualidad de gravedad), mayor será la rapidez con la que se dirigirán al centro de la Tierra. De aquí se deriva la aseveración de que, en la física aristotélica, los cuerpos caen con una velocidad proporcional a su peso. Afirmación que constituye un serio anacronismo, pues la noción de peso, como fuerza gravitacional, y la de velocidad, tal y como se concibe en la actualidad, no existían para Aristóteles. Entonces, los cuerpos graves (constituidos fundamentalmente de los elementos agua y tierra) se moverán hacia el centro de manera natural; los cuerpos leves (constituidos esencialmente de los elementos aire y fuego) se moverán, también de manera natural, hacia la periferia del mundo sublunar, pues están dotados de la cualidad de levedad.
Los movimientos violentos, a diferencia de los naturales, necesitan de un motor. Un ejemplo es el lanzamiento de proyectiles, donde el motor (el brazo o la honda) transmite al móvil la cualidad del movimiento; sin embargo, surgía la pregunta: ¿cómo continúa moviéndose el móvil una vez que el motor ha dejado de estar en contacto con el primero? Aristóteles expone la teoría de la “antiperístasis”, que consiste en que, al avanzar, el proyectil va dejando tras de sí un vacío y como la naturaleza no permite la formación de éste (horror vacui), el aire se dirige inmediatamente a llenarlo y, al hacerlo, empuja el móvil. Esta teoría nunca convenció a los especialistas que criticaban las explicaciones aristotélicas del movimiento, y como consecuencia surgieron teorías alternas. Este sentido de la “física de Aristóteles , como teoría del movimiento local, fue la que desarrollaron los críticos de Aristóteles, así como los eruditos medievales y la que llegó hasta Galileo y Newton.
Durante el siglo II a.C., Hiparco planteó la teoría del ímpetu como una explicación alterna a los fenómenos del movimiento que la física aristotélica no resolvía satisfactoriamente. Más tarde, en el siglo VI, esta teoría fue desarrollada por Juan Filopón y sería la base de todos los desarrollos posteriores en la física del movimiento hasta principios del siglo XVII. Todos estos desarrollos fueron hechos desde el estricto marco de la doctrina aristotélica. El ímpetu seguía siendo una cualidad” que se transmitía a los cuerpos para su movimiento y nunca se planteó como un concepto cuantitativo y mate matizable, debido a la premisa aristotélica de no mezclar los géneros de la física y las matemáticas; esta posición epistemológica se mantuvo en la obra de los eruditos medievales, quienes realizaron más que nada ejercicios lógicos en sus estudios del fenómeno del movimiento. No fue sino hasta la obra de Galileo que cambió la física de cualidades por una física cuantitativa, lo que permitió escapar del callejón sin salida al que la física no matematizable de Aristóteles había conducido el conocimiento.
En Alejandría, tres vertientes
Al terminar la preeminencia intelectual y cultural de Atenas, el desarrollo se traslada a Alejandría. Allí se da el segundo gran periodo de la cultura griega: helenístico o alejandrino. El término helenístico sugiere lo helénico y algo más: lo egipcio y lo oriental, pues en este lugar se dio uno de los más afortunados encuentros de la historia entre diversas culturas. Este periodo empieza poco después del año 334 a. C. cuando Alejandro Magno comienza sus conquistas. En el año 304 a. C., Ptolemaios I Soter se convierte en rey de Egipto y lo sucede su hijo, Ptolemaios II Filadelfo, quien reina hasta el año 246 a. C. Ésta es la época de oro del periodo alejandrino, del Museo y la Biblioteca. En el año 391, Teófilo (obispo de Alejandría de 385 a 412), deseando terminar con el paganismo, destruye el Serapeum (a nexo de la Biblioteca). Finalmente, los musulmanes acaban con lo poco que quedaba de la Biblioteca al saquear Alejandría en el año 646.
En esta etapa aparecen figuras como Euclides, Apolonio, Arquímedes, Hiparco y Ptolomeo. Aun cuando todos estos personajes incursionaron en variadas ramas del conocimiento como son las matemáticas puras, la mecánica, la óptica, la astronomía y la hidrostática, es posible dividir la obra de los pensadores alejandrinos en tres grandes vertientes en lo que respecta a la relación entre física y matemáticas: la geometría, el álgebra y la astronomía. La académica de las matemáticas, directamente derivada de las enseñanzas de Platón, se concentró en una de sus ramas: la geometría. Aquí los máximos exponentes fueron Euclides y Apolonio, sobre todo el primero con sus Elementos, en donde expone la geometría con el método axiomático-deductivo, tan importante para las matemáticas y la ciencia. Apolonio contribuyó de manera también muy importante a la geometría con su tratado de las Secciones cónicas. Euclides era de Atenas y es probable que haya conocido la Academia; vivió en Alejandría durante los reinados de Ptolemaios I y Ptolemaios II. Su obra los Elementos consta de trece libros, de los cuales del I al VI tratan de geometría plana; los libros del VII al X son sobre aritmética y teoría de números; mientras que los libros del XI al XIII hablan de la geometría de los sólidos. Si bien es cierto que no todo el contenido de la obra es original de Euclides, sí lo es en la mayoría de sus partes y también en lo que respecta a su método de exposición.
Una relación fundamental entre la física y las matemáticas, que se desarrolló a partir del postulado número 5 de los Elementos, el cual desempeña un papel de primerísima importancia en la historia de estas dos disciplinas, dice: si una recta al incidir sobre dos rectas hace los ángulos internos del mismo lado menores que dos rectos, las dos rectas prolongadas indefinidamente se encontrarán en el lado en el que están los [ángulos] menores que dos rectos”. Ninguna proposición de los Elementos ha tenido una vida tan agitada como la de este célebre postulado. Aparecieron muchas proposiciones, lógicamente equivalentes, que se fueron haciendo explícitas a lo largo del proceso para reducirlo. Tal vez la más conocida es la afirmación de Ptolomeo: “por un punto exterior a una recta sólo se puede trazar una paralela . Los múltiples intentos fallidos para reducirlo conducen a la creación de las geometrías no euclidianas. Muchos matemáticos talentosos creyeron que podían prescindir de este postulado y lo consiguieron, pero a expensas de introducir otro equivalente. El genio de Euclides radica en haber visto la necesidad de tal proposición y, por intuición, haberla escogido. La importancia de las geometrías no euclidianas es patente y fundamental en el desarrollo de la física contemporánea, concretamente en la relatividad general. Euclides también elaboró otros dos tratados relacionados con la física: Óptica y Catóptrica, obras menores cuyas exposiciones ya fueron superadas. Dejó también textos sobre astronomía y música, aunque insignificante ante la importancia que ha tenido Elementos en el desarrollo del pensamiento científico. En algún momento se llegó a pensar que Euclides desconocía las demostraciones de los teoremas que aparecen en Elementos, pues hasta el siglo XII se conocían en Occidente muchas versiones de la obra en las que sólo aparecían teoremas sin demostraciones, y que éstas habían sido realizadas por Teón de Alejandría en el siglo IV. Esto resultaba insostenible, pues en caso de que Euclides no hubiera conocido las demostraciones no le hubiera dado a su obra el estricto orden lógico que presenta, orden que constituye la esencia y la grandeza de Elementos. Algunos historiadores consideran a Euclides un auténtico seguidor de Platón, no obstante su estudio de la geometría se circunscribe a las matemáticas puras, poniendo énfasis en el aspecto lógico-deductivo, es decir, su concepción de las matemáticas estaba muy lejos de la adoptada por el filósofo ateniense basta recordar que tuvo intereses en óptica y astronomía utilizando la geometría que desarrolló como herramienta. Fue una posición muy diferente a la sostenida por Platón, que despreciaba todo aquel conocimiento que tuviera que ver con aplicaciones prácticas. Otra rama de las matemáticas que se desarrolló durante el periodo alejandrino y paulatinamente fue adquiriendo importancia a lo largo de la historia fue el álgebra, aunque dentro de esta misma vertiente tuvo diferencias metodológicas sustanciales con la geometría de Euclides. En suma, los griegos legaron dos ramas de las matemáticas: la geometría deductiva y sistemática, y la aritmética con su extensión al álgebra. No obstante, el documento más antiguo que se conoce en el que aparece un desarrollo algebraico es el Papiro Rhind, en Egipto, fechado en el año 1700 a. C. Durante el siglo III, en Alejandría, Herón y Diofanto trataron problemas aritméticos y algebraicos en un sentido totalmente diferente a los tratados por Euclides en geometría, esto es, sin buscar ni motivación ni fundamentación lógica. Herón formuló y resolvió problemas algebraicos por procedimientos puramente aritméticos, de hecho podemos afirmar que el álgebra apareció como una extensión de la aritmética. En esta época, los problemas que llevaban a plantear ecuaciones tenían comúnmente la forma de un enigma. El punto más alto del álgebra griega alejandrina fue alcanzado por Diofanto, de quien se sabe vivió entre el año 100 y el 400 y se conoce con certeza que vivió ochenta y cuatro años, pues uno de sus seguidores describió su vida en términos de un acertijo algebraico. Introdujo algún tipo de simbolismo en el álgebra y aceptaba solamente raíces racionales positivas, ignorando todas las demás; no recurrió a la geometría en su método. Dado que los griegos clásicos exigían que los resultados matemáticos se derivaran deductivamente de una base axiomática explícita, el surgimiento de una aritmética y un álgebra independientes sin estructura lógica propia era contraria al concepto que éstos tenían del pensamiento matemático en el sentido axiomático-deductivo. La segunda vertiente que se desarrolló en Alejandría respecto de la relación entre física y matemáticas fue en un sentido eminentemente práctico, y aquí la figura principal es Arquímedes (287-212 a. C.), quien aunque era de Siracusa estudió en Alejandría. Escribió Sobre la esfera y el cilindro, Sobre los conoides y esferoides y La cuadratura de la parábola, en las que trata del cálculo de áreas y volúmenes complejos utilizando un procedimiento introducido por Eudoxo y conocido como método de exhaución o de agotamiento, que es la base del cálculo integral. Sus trabajos sobre los centros de gravedad de los cuerpos y su teoría de la palanca constituyen grandes aportaciones a la teoría física y al mismo tiempo a la ingeniería. Lo que se deja entrever en su trabajo es la utilización de las matemáticas y la física para resolver problemas enteramente prácticos. En su obra no aparecen preocupaciones de carácter metodológico ni de fundamentación matemática, así como tampoco se ocupa de construir cosmología alguna. Después de la astronomía y la mecánica, la óptica fue un tema de interés para los pensadores de la Grecia clásica. Se escribieron en la época helenística o alejandrina diversos trabajos sobre la reflexión de la luz en espejos de formas variadas. Arquímedes escribió la Catróptica y conocía muy bien las propiedades reflectoras de los espejos. Según se cuenta, estas propiedades fueron las que aprovechó para concentrar los rayos del Sol en las naves romanas que asediaban la ciudad de Siracusa y, de esta manera, incendiarlas. Arquímedes es considerado como el fundador de la hidrostática y es famoso por su tratado de los cuerpos flotantes y en particular por su principio sobre el empuje que experimentan los cuerpos sumergidos en un fluido. Además inventó numerosos aparatos de utilidad práctica e incluso realizó importantes cálculos numéricos, como el del número π hasta cinco decimales. Es famoso también su libro El contador de arena, donde aborda el problema de la representación de los números grandes. Por todo esto es considerado el más grande ingeniero e inventor de la Antigüedad. Otro personaje importante del periodo alejandrino es Eratóstenes de Cirene, quien fue director del Museo de Alejandría, que incluía su famosa biblioteca. Calculó con notable precisión la circunferencia de la Tierra y puede ser considerado en la misma vertiente que Arquímedes. La astronomía fue la tercera disciplina que se desarrolló en Alejandría, la cual relacionaba la física y las matemáticas; los movimientos celestes eran explicados a partir del dogma de la preeminencia de las figuras circular y esférica en la naturaleza. Sobresalen aquí Hiparco y Ptolomeo. El primero es considerado el más grande astrónomo observacional de la Antigüedad, quien inventó la mayoría de los instrumentos utilizados por los astrónomos hasta el siglo XVI, compiló el primer catálogo de estrellas y realizó muchísimos estudios sobre la Luna. Introdujo, junto con Apolonio, los epiciclos y deferentes, reemplazando la teoría de las esferas homocéntricas desarrollada por Eudoxo. El epiciclo es un pequeño círculo que gira con movimiento uniforme alrededor de un punto situado sobre la circunferencia de un segundo círculo en rotación, el deferente; en esta teoría el planeta está situado alrededor sobre el epiciclo, y el centro del deferente coincide con el centro de la Tierra. Posteriormente se elaboraron técnicas más complicadas, agregándose excéntricas y ecuantes (la excéntrica es un dispositivo que corresponde a un deferente cuyo centro se encuentra desplazado respecto del centro de la Tierra; el ecuante es un punto, desplazado del centro del deferente, con respecto del cual la velocidad de rotación del planeta es constante). La obra original de Hiparco no se conserva, pero se conoce bastante de ella pues es frecuentemente citada por Ptolomeo en su Almagesto, el cual fue publicado alrededor del año 150. En el sistema de Hiparco desaparece toda posibilidad de plausibilidad y con ello se continúa con la tradición instrumenta lista en la astronomía; bastaba con agregar epiciclos para incrementar la precisión del modelo sin importar qué tan real lo fuera; bastaba con “salvar los fenómenos”. Es notable la versatilidad y el poder del sistema epiciclodeferente como método para ordenar y predecir los movimientos planetarios. No obstante, es sólo el primer paso para dar cuenta de las irregularidades más notorias de tales movimientos. Durante el tiempo que separa a Hiparco de Copérnico, todos los astrónomos técnicos más creativos se esforzaron por inventar nuevos dispositivos geométricos menores que convirtieran el modelo original de epiciclo-deferente en una base que se pudiera amoldar a los movimientos planetarios. En esta tradición, la contribución más importante fue realizada por Ptolomeo, quien recopiló la parte esencial de la astronomía griega y de su obra en el Almagesto, el primer tratado matemático elaborado de forma sistemática que daba una explicación completa, detallada y cuantitativa de todos los movimientos celestes. No obstante, tenía serias anomalías para la explicación de los movimientos planetarios y esto fue una de las razones que originaron la revolución copernicana. El Almagesto, que hasta el siglo XVII siguió siendo la biblia de la astronomía, consta de trece libros: los libros I y II son una introducción en la que se explican las proposiciones astronómicas y los métodos matemáticos, demuestra la esfericidad de la Tierra y postula la de los cielos girando en torno a la misma, que está inmóvil en el centro. En el libro III trata de la duración del año y de los movimientos del Sol; el libro IV de la duración del mes y de los movimientos de la Luna; el libro V de la construcción del astrolabio y continúa con los estudios sobre el Sol; el libro VI se habla sobre los eclipses de Luna y de Sol; en los libros VII y VIII tratan de las estrellas; finalmente en los libros IX al XIII se abordan los movimientos de los planetas. El Almagesto está inscrito en la tradición instrumentalista de sólo “salvar los fenómenos”, la cual deriva de la doctrina platónica que consideraba el mundo visible como una copia imperfecta del mundo de los arquetipos. Así que para dar cuenta de los movimientos planetarios no debía basarse uno en lo que indican los sentidos, sino que éstos tienen que ser resultado del razonamiento puro, guiado por las matemáticas (la geometría), concretamente por el dogma de la preeminencia del círculo y la esfera. Fue así como se estableció primero el modelo de las esferas homocéntricas de Eudoxo y después se reemplazó por el modelo de Hiparco de epiciclos y deferentes. Un astrónomo “salvaba los fenómenos” si lograba inventar una hipótesis que resolviese los movimientos irregulares de los planetas en movimientos regulares según órbitas circulares, “sin atender al hecho de que la hipótesis fuese verdadera o no”, esto es, si es físicamente posible o no. La astronomía se convierte así en una abstracta geometría celeste, divorciada de la realidad física, cuya principal misión consiste en explicar y eliminar el escándalo de los movimientos no circulares del cielo; sirve, para efectos prácticos, como método para elaborar tablas de cálculo de los movimientos del Sol, la Luna y los planetas, pero nada dice sobre la naturaleza real del Universo. El propio Ptolomeo establece claramente este punto: “creemos que el objeto que el astrónomo debe esforzarse por alcanzar es éste: demostrar que todos los fenómenos del cielo se producen por movimientos circulares y uniformes”. En otra parte escribe: “nos hemos impuesto la tarea de demostrar que las irregularidades aparentes de los cinco planetas, del Sol y de la Luna pueden representarse todas mediante movimientos circulares y uniformes, porque sólo tales movimientos son apropiados a su naturaleza divina [...] nos asisten razones para considerar el cumplimiento de esta misión como la finalidad última de la ciencia matemática basada en la filosofía”. Ptolomeo también aclara que la astronomía debe renunciar a toda tentativa de explicar la realidad física, dado que los cuerpos celestes, en virtud de su naturaleza divina, obedecen a leyes diferentes de las que se dan en la Tierra. En esta vertiente alejandrina de la relación entre matemáticas y física, la primera, la geometría, vuelve a adquirir una total preeminencia sobre la segunda, la astronomía. La astronomía matemática plasmada en el Almagesto era de una reconocida inexactitud y una asombrosa falta de economía. No obstante, gozó de una muy considerable longevidad. Las obras de Ptolomeo, así como las de Aristóteles, se tradujeron simultáneamente hacia finales del siglo XII, y hasta mediados del siglo XV los europeos no produjeron una tradición propia capaz de rivalizar con éstas. Por su flexibilidad, complejidad y potencia, la técnica del epiciclo-deferente no ha tenido parangón posible dentro de la historia de las ciencias. En su forma más elaborada, el sistema de las combinaciones de círculos era un logro asombroso. Sin embargo, jamás funcionó demasiado bien. |
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Referencias Bibliográficas
Aristóteles. 1980. Metafísica. Porrúa, México.
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José Luis Álvarez García
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. José Luis Álvarez García es físico y Maestro en Ciencias por la Facultad de Ciencias de la UNAM; es doctor en Filosofía de la Ciencia por la Facultad de Filosofía y Letras y el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Actualmente es Profesor Titular del Departamento de Física de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Sus áreas de trabajo son la enseñanza de la física y las matemáticas, así como la historia y la filosofía de la física.
Damián Flores Sánchez
Colegio de Ciencias y Humanidades, Universidad Nacional Autónoma de México.
Damián Flores Sánchez es físico por la Facultad de Ciencias de la UNAM. Sus áreas de trabajo son la enseñanza de la física y las matemáticas. Actualmente trabaja en el Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM.
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cómo citar este artículo → Álvarez García, Jose Luis; Flores Sánchez, Damián. 2014. La relación entre física y matemáticas a lo largo de la historia de Pitágoras a Galileo (parte I). Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 98-113. [En línea]. |
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Miroslava Mosso Rojas |
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Zenón de Elea fue un filósofo griego, que perteneció
a la escuela de Elea y, según Aristóteles, fundó la dialéctica, lo que él llamaba “el arte de refutar”. Nacido en 490 a. C., fue discípulo de Parménides, se hizo famoso por sus aporías, como la de Aquiles y la tortuga, la paradoja de la flecha y la del estadio, cuya solución es básicamente la misma. Con ellas, Zenón pretendía demostrar la unidad del ser, entendido como su indivisibilidad en el espacio, ya que las fracciones del ser que ha sido dividido a su vez son divisibles, y estas nuevas fracciones también lo serán, así en una serie que se sigue de manera infinita; es por esto que el ser puede ser infinitamente grande e infinitamente pequeño a la vez, lo cual va en contra de lo que ya se conoce, en contra de la intuición del ser humano. Sin embargo, la intuición poco demuestra en cuanto a rigor, mientras que las matemáticas han demostrado un orden usando el rigor de la lógica de las formas y principios del pensamiento humano, por ello no es de extrañarnos que la solución a dichas paradojas resida en el dominio de las matemáticas.
Aquiles y la tortuga Consideramos una paradoja aquél evento extraordinario que se opone a la razón común y a la intuición, que parece ser inverosímil, una aserción absurda, pretenciosa por el acto mismo de presentarse bajo la apariencia de ser verídica, de una formulación aparentemente lógica y substancial; pero la cual, con el uso de la razón y de un lenguaje ordenado puede ser refutada con argumentos sólidos. En la paradoja de la famosa carrera entre Aquiles, el corredor más rápido, y una tortuga, un animal extremadamente lento, Aquiles decide competir contra la tortuga en una carrera, e incluso, fehacientemente convencido de que ganará la carrera, al momento de la salida le da una ventaja inicial. Unos cuantos segundos después de que la tortuga sale, Aquiles corre detrás de ella hacia la meta, entonces se da cuenta de que al llegar al punto en el que el reptil estuvo hace unos instantes, éste ya se ha adelantado hasta otro punto delante del anterior y por lo tanto aventajándolo; Aquiles, avanza hasta el segundo punto en el que estuvo la tortuga y nuevamente se percata de que ésta ya se encuentra en un punto posterior. Si seguimos este razonamiento, Aquiles jamás alcanzará la tortuga puesto que ella siempre estará delante de él. He aquí la cuestión a resolver; lo que nos dice la intuición y la experiencia cotidiana es que Aquiles ganará la carrera, pero al seguir las especulaciones anteriores, parece que ocurre justamente lo contrario. Las paradojas de Zenón referidas al movimiento sostienen que este acto consiste en viajar de un punto a otro en el espacio. El planteamiento base de Zenón es el siguiente: el movimiento es imposible porque para que un objeto en movimiento avance una determinada distancia, antes debe avanzar la mitad de ésta y antes la mitad de ésta, así hasta el infinito, de modo que en realidad Aquiles no avanza en lo absoluto. Cabe destacar que estos célebres argumentos se encuentran basados en la concepción del espacio como un espacio que no es continuo, que es entendido como una sucesión discontinua de puntos. La paradoja de la flecha, también propuesta por Zenón, está basada en el mismo argumento, pero en este caso, la discontinuidad no es espacial sino referida al tiempo. La concepción del tiempo Antes de abordar un problema hay que identificar sus elementos. El tiempo es uno de los componentes esenciales de éste. Irónicamente, los conceptos substanciales son siempre los más confusos, los menos diáfanos, son cuestiones que llegan a ser incluso concepciones mal definidas o en vías de ser precisadas. Hans Reichenbach, físico y filósofo alemán de la primera mitad del siglo XX, examina con detenimiento la concepción del tiempo contenida en los antiguos sistemas filosóficos ya que, según él, nuestra experiencia con el tiempo influye notablemente en la formulación de las paradojas, las cuales parecen ser lógicas con base en nuestras vivencias y en nuestras reacciones emotivas ante el tiempo y su transcurso. Para nosotros, el control del flujo del tiempo se encuentra fuera de nuestro alcance y muy lejos de nuestras capacidades, de tal modo que nuestra respuesta emotiva a él está determinada por su irresistible transcurso. En el intento por aprehender su volátil estadía, descansan conceptos como el de eternidad que, como lo escribió Borges: “¿cómo pude no sentir que la eternidad, anhelada con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido que nos libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo?”. Sin embargo, podemos conocer el pasado, mas no el futuro, y podemos regular nuestras acciones hacia un porvenir mas no cambiar nuestras acciones pasadas. No podemos detener ni abrupta ni paulatinamente el tiempo, no podemos adelantarlo, acelerarlo o invertirlo. Ante nuestra identificación emocional con el flujo del tiempo, Reichenbach sostiene que las paradojas intentan desacreditar a las leyes físicas que han despertado un antagonismo emotivo profundamente arraigado. A manera de ejemplo de la invención de una realidad atemporal como conducto de escape al tránsito del tiempo aparece Parménides, quien creyó arraigadamente que la vía del conocimiento se compone de atributos tales como la inmutabilidad y, por ende, la eternidad, la indivisibilidad, la homogeneidad y la inmovilidad. Todo ello le hizo concebir al ser como una esfera compacta y rígida. Para él, la realidad superior del ente no llega a ser y no deja de ser, i.e. “es ingénito y es imperecedero, de la raza de los ‘todo y sólo’, imperturbable e infinito; ni fue ni será que de vez es ahora todo, uno y continuo”. Los acontecimientos en el tiempo representan una forma inferior de realidad, y para Parménides no son reales sino únicamente ilusiones, “todo fluye, el ser es devenir”. Aquí llega Zenón, el sucesor de la escuela eleática, estableciendo sus paradojas, insistiendo en demostrar la imposibilidad del movimiento para concluir en la verdad de la concepción de Parménides del ser atemporal. No es de extrañarnos que tales postulados conduzcan a las famosas paradojas, ya que no cuentan con una formulación lógica consistente. Reichenbach cree que semejantes filosofías son testimonios de un descontento emotivo que, haciendo uso de metáforas, tiene como propósito el de aquietar el deseo de escapar al flujo del tiempo y mitigar, de alguna manera, el temor a la muerte. La solución de Borges Aficionado siempre a las cuestiones irresolubles, a los infinitos, al tiempo y a la filosofía, Borges cuenta que de niño su padre le enseñó las paradojas de Zenón con un tablero de ajedrez, lo que quizá le inspiró el poema Ajedrez (ver recuadro) y los ensayos Los avatares de la tortuga y La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga, los cuales son muestra de su interés por dichas paradojas.
“Si el movimiento es la ocupación de sitios distintos en instantes distintos, es inconcebible sin tiempo”, dice el escritor; asimismo lo es la inmovilidad, la ocupación de un mismo lugar en distintos puntos del tiempo no tiene sentido sin la existencia del tiempo. También hay que recalcar la importancia en conjunto de estos conceptos con el movimiento; es decir, que no se puede concebir la significación de tiempo sin tener algo con qué compararlo, algo a qué apelar para tomarlo como referencia. De esta biunívoca relación, de un si y sólo si, surge la comprensión del movimiento como la posición de un cuerpo en el espacio cambiando con respecto del tiempo; nace entonces el concepto físico de velocidad, lo que va a dar lugar a una letanía de leyes y teorías físicas que descansan sobre una sola palabra: movimiento —pero eso es otra historia. Así, dice Borges: “por una parte, atribuimos al movimiento la divisibilidad misma del espacio que recorre, olvidando que puede dividirse bien un objeto, pero no un acto; por otra, nos habituamos a proyectar este acto mismo en el espacio, a aplicarlo a la línea que recorre el móvil, a solidificarlo, en una palabra”. Y continúa explicando que tales paradojas se basan en propiedades imposibles de adjudicar al espacio, por lo que cree que la escuela de Elea nace de la confusión de los conceptos referentes al movimiento y al espacio recorrido, ya que si el movimiento se compusiera de partes infinitamente divisibles, como lo es nuestro intervalo en el espacio, dicho intervalo nunca podría ser recorrido, que es lo que nos consterna en esta célebre paradoja. Borges sostiene que cada paso de Aquiles es un acto indivisible, la perplejidad de los eleatas deriva de la equiparación de esta serie de actos indivisibles en el espacio homogéneo que los subtiende, pues, como nos dice Henri Bergson, Zenón ha especializado el tiempo y ha aplicado tanto al tiempo como al movimiento los conceptos de objeto y ser. Como, según los eleatas, este espacio puede ser dividido varias veces y a su vez reconstruido tantas veces como haya sido dividido, creyeron falsamente que no pasaría nada al reconstruir cada uno de los movimientos de Aquiles, pues cada uno de los pasos que dio ya no eran los suyos, fueron reconstruidos con los pasos de la tortuga. Es decir, como si en la historia tuviésemos dos tortugas en lugar de un Aquiles y una tortuga, y ambas tortugas puestas de acuerdo en dar la misma clase de pasos o de actos sincrónicos para no alcanzarse jamás.
La solución de Russell Contemporáneo de Reichenbach, Bertrand Russell nos dice, en primer lugar, que una colección infinita es una colección cuyos miembros pueden desdoblarse a su vez en series infinitas. En cuanto al argumento de los puntos infinitos, dice lo siguiente: “la cantidad precisa de puntos que hay en el Universo es la que hay en un metro de Universo o en una unidad arbitraria, o en el más profundo y largo viaje espacial” (recordemos las clases de cálculo, la cardinalidad de un intervalo sobre la recta real es igual a la cardinalidad de toda la recta real). Russell mostró que los argumentos de Zenón, de alguna manera, sentaron las bases de casi todas las teorías del espacio, del tiempo y del infinito, construidas desde su tiempo hasta ahora. Demostró que la serie de puntos de una línea es un continuo matemático, por ello es que son inexistentes los momentos consecutivos o el número de momentos que interfieran ad infinitum en los momentos dados, y que la paradoja de Zenón tiene solución si se incluye el tiempo como una variable que Zenón no tomó en cuenta para su resolución. El problema de Aquiles cabe dentro de los argumentos dados por Russell. Cada sitio ocupado por la tortuga guarda proporción con otro ocupado por Aquiles, y la diligente correspondencia de ambas series simétricas y conformes, punto por punto, es suficiente para promulgarlas como iguales. No queda ningún indicio o remanente periódico de la ventaja inicial dada a la tortuga, el punto final en su trayecto, así como el último en el trayecto de Aquiles y el último en el tiempo de la carrera, son términos que coinciden matemáticamente. Infinitos y continuidad
La respuesta más aceptada descansa sobre una teoría del infinito y de los procesos en el tiempo, la cual fue elaborada en el siglo XIX. Hay diferentes tipos de infinitos, unos más grandes que otros, pero al final siguen siendo infinitos. ¿Cómo puede concebirse esta idea? La clave está en el tratamiento lógicamente consistente de que la infinitud de puntos en una recta real es diferente a la infinitud de números enteros. Vamos a tratar brevemente el concepto matemático de infinitud. Supongamos el conjunto de los números enteros positivos: 1, 2, 3, 4 …; si vemos lo anterior como una sucesión, ésta no tiene fin, puesto que siempre podemos formar un siguiente número (n+1) con respecto de n, donde n es un número entero positivo. Veamos ahora la teoría de conjuntos de Georg Cantor, la cual ha llegado a ser de notable importancia en el campo de las matemáticas e incluso es fundamental en las bases de la lógica y la filosofía de la matemática, ya que a partir de Cantor se admite en la teoría de conjuntos, como un axioma, que existen conjuntos que pueden ponerse en correspondencia biunívoca con uno de sus subconjuntos estrictos. En tales conjuntos infinitos ya no es cierto que el todo es mayor que sus partes. Así, dados más de un conjunto, podemos comparar la magnitud de dos conjuntos diferentes, por ejemplo, si A y B son apareados de tal manera que a todo elemento de A le corresponda un único elemento de B y viceversa, se dice que entre ellos existe una correspondencia biunívoca y dichos conjuntos se dice son equivalentes. Cantor extendió la equivalencia de conjuntos finitos a conjuntos infinitos, lo cual resulta en primera instancia difícil de comprender, ya que se requiere una aritmética no ya de números finitos, sino de los infinitos. Cantor definió un conjunto infinito como aquel que se puede poner en correspondencia uno a uno con alguna de sus partes, lo cual no se aplica para un conjunto finito por razones evidentes. Esta idea no pudo haber sido concebida tiempo atrás, ya que los más importantes e influyentes axiomas matemáticos se encuentran en los Elementos de Euclides, como aquél que postula que “el todo es mayor que sus partes”, el cual no permite establecer una correspondencia entre un conjunto más grande y un subconjunto de éste, ya que las bases de este razonamiento se encuentran en el territorio de los finitos, lejos de las regiones del infinito. Lo anterior nos recuerda, grosso modo y de una manera poética y enternecedora, las palabras del escritor Aldous Huxley: “sin embargo, no importa que esté totalmente en pedazos. Todo está desorganizado. Pero cada fragmento individual está en orden, es un representante de un orden superior. El orden superior prevalece hasta en la desintegración. La totalidad está presente hasta en los pedazos rotos”. Podríamos pensar que de acuerdo con la forma como se ordenen los elementos del conjunto de los números enteros y el de los racionales, los resultados se pueden entónces extrapolar a todo conjunto infinito; no obstante, se encontró que el conjunto de los números reales y los irracionales es no numerable. Podemos decir que el conjunto de los números reales presenta un tipo de infinitud que es superior al de los números enteros o los racionales. Si volvemos al razonamiento de conjuntos finitos, es fácil visualizar que el número de elementos de un conjunto (finito) A no puede ser igual al número de elementos de un conjunto (finito) B, si A contiene más elementos que B. No obstante si ahora pasamos al ámbito de los conjuntos infinitos diríamos que un conjunto (infinito) C no puede ser equivalente a un conjunto (infinito) D que contenga menos elementos que C. Mas, si bien lo anterior es válido para conjuntos finitos no lo es para los infinitos, ya que el conjunto de los números enteros contiene más elementos que el conjunto de los números pares y el conjunto de los números racionales contiene más elementos que el conjunto de los números enteros y, a pesar de ello, los tres conjuntos son equivalentes. Esto, a primera instancia nos podría hacer pensar o al menos sospechar que todos los conjuntos infinitos son equivalentes. Pero hemos visto en los resultados de Cantor que el conjunto de los números reales no puede ser numerable, es decir, que existe al menos un conjunto que no es equivalente a ningún conjunto numerable; este conjunto es un continuo numérico real. Un resultado realmente hermoso y elegante es el que haya dos tipos diferentes de infinitud: por una parte el infinito numerable de los enteros y, por otra, el infinito no numerable del continuo real. Entonces, dado que el conjunto de los números enteros es un subconjunto de los números reales, se cumple que el continuo de los números reales tiene un número cardinal mayor que el conjunto de los números enteros. Así nace también la representación para un cardinal transfinito, por medio de la primera letra del alfabeto hebreo: aleph. Un número transfinito es aquel que se refiere a un representante de un conjunto bien ordenado infinito. Tras definir la cardinalidad de las cantidades infinitas, Cantor enunció (y nosotros ya podemos concluir) que: 1) el número cardinal de todos los enteros positivos es el cardinal transfinito más pequeño que existe; y 2) para todo cardinal transfinito existe otro cardinal transfinito próximo mayor. Otro elemento notable es la totalidad ordenada de puntos en un continuo; así como el concepto intuitivo significa que no haya huecos ni interrupciones, los continuos son divisibles sin límite, infinitamente divisibles, de aquí que la unidad de un continuo lleve inherentemente la pluralidad y complejidad infinita. El continuo numérico, o el sistema continuo de números reales, es la totalidad de los infinitos (considerando los decimales finitos como un caso particular de los infinitos). Desde tiempos remotos, el concepto de infinito se ha extendido al igual que su significado. Esta palabra causó muchas confusiones, como sucedió entre los griegos con aquella acerca de lo que es infinito y lo indefinido, ya que incluso se entendía el infinito como dos partes: un infinito positivo y otro negativo. Platón habla de dos géneros de infinitos, el de la materia y el de lo inteligible. En física, esta idea llegó a aplicarse marcadamente al Universo, pues desde que Copérnico coloca el Sol dentro del cosmos, el Universo se entiende como infinito. Antes de ello, la teoría geocéntrica concebía un Universo finito y centrado en el hombre, no sólo adjudicando una finitud al espacio, sino al tiempo también, pensando que el Universo debía de tener un fin. Actualmente, de acuerdo con Einstein, comprendemos un Universo en expansión. La infinitud sigue siendo una idea clara y distinta en la mente humana que no hemos terminado de definir ni de conocer; la razón tal vez esté en su mismo nombre, en la extensión de un presente inasible, de un ser finito en un tiempo y espacio continuos, infinitos expandiéndose indefinidamente, tal vez infinitamente, no se sabe aún. Irónicamente, aceptar el infinito es como aceptar una serie de paradojas ulteriores. Convergencia de esta serie Según Zenón, si consideramos que la carrera ocurre en un movimiento finito y hay un número infinito de puntos para las posiciones, esto lleva al absurdo de que pueden tocarse un número infinito de puntos en un tiempo finito. Es como decir que el conjunto (infinito) de los números reales es equivalente a un conjunto finito, lo cual no es posible, puesto que Aquiles necesitaría entonces de un tiempo infinito para cubrir una distancia infinita. La solución está en que Aquiles sí puede alcanzar a la tortuga porque un número infinito de distancias no se desvanece; éstas convergen en un número finito, en una suma finita, y pueden ser recorridas en un tiempo finito. Borges definió esta paradoja como una joya: “no sé de mejor calificación para la paradoja de Aquiles, tan indiferente a las decisivas refutaciones que desde más de veintitrés siglos la derogan, que ya podemos saludarla inmortal”. Como lo dice él mismo, vale por tanto recordarla, visitarla nuevamente, y preguntarse junto con el célebre escritor: “¿Tocar a nuestro concepto del universo, por ese pedacito de tiniebla griega?”. |
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Referencias Bibliográficas
Borges, Jorge Luis. 1932. “La carrera perpetua de Aquiles y la tortuga”, en Discusión. M. Gleizaer, Buenos Aires. Pp. 47-49.
______________. 1936. Historia de la eternidad. Viau y Zona, Buenos Aires.
______________. 1960. “Ajedrez”, en El hacedor. Alianza Editorial, Barcelona. 1998.
Heidegger, Martin. 2001. Introducción a la metafísica. Gedisa, Barcelona.
Reichenbach, Hans. 1988. El sentido del tiempo. UNAMPlaza y Janés, México.
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Miroslava Mosso Rojas
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Miroslava Mosso es estudiante de la carrera de Física en la Facultad de Ciencias, UNAM.
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cómo citar este artículo →
Mosso Rojas, Miroslava. 2014. Las paradojas de Zenón, Parménides, Reichenbach, Borges, Russell y los conjuntos infinitos. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 83-91. [En línea].
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Alejandro Cheirif Wolosky |
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Cuando Alexander von Humboldt, el célebre naturista
prusiano, volvió de su viaje por la Indias occidentales en 1804, el escenario científico e intelectual de Europa se encontraba en medio de una querella científica con un transfondo político evidente, ya que la Ilustración y el Romanticismo habían tomado posición en un campo científico defindo: el materialismo científico de la historia natural francesa, la primera, y el del romanticismo de la Naturphilosophie alemana, el segundo. Si la ciencia francesa encarnaba los éxitos de la Ilustración, la poesía y la Naturphilosophie evocaban cada vez más la imagen de un romanticismo reaccionario. Se trataba entonces de la edificación de una filosofía natural que aspiraba a reagrupar lo general y lo particular, la ciencia y la poesía en una misma ciencia universal.
Situado entre la cristiandad y la modernidad, entre la Ilustración y el Romanticismo, entre la historia natural y la Naturphilosophie, Alexander von Humboldt evoca la imagen de un hombre de frontera. Por un lado, como lo ha mostrado Hanno Beck, Humboldt comparte las contradicciones del siglo de la Ilustración: fue testigo de las tensiones entre la utilidad prosaica y la filosofía kantiana, entre la burguesía y la nobleza, entre la fe y la razón, entre la tiranía exterior y la libertad interior. Por el otro, se trata de una cuestión más estrictamente biográfica. Su padre fue comandante del ejército prusiano durante la guerra de los siete años y chambelán del príncipe imperial; su madre pertenecía a una familia francesa hugonota radicada en Prusia desde la revocación del edicto de Nantes. Alexander von Humboldt nació en Berlín veinte años antes de la Revolución Francesa, en 1769 en el corazón de los acontecimientos políticos de finales del siglo XVIII. Entre la Ilustración y el idealismo alemán, Humboldt se sitúa al interior de los conflictos sociales de los principados alemanes de fin de siglo: entre la civilité francesa y la Kultur alemana. Como lo muestra Norbert Elias, el círculo literario frecuentado por Humboldt —los poetas del Sturm und Drang, los idealistas alemanes y los Naturphilosphen— representaba un ideal estético y social que se encontraba en las antípodas de las aspiraciones de la Aufklärung de la corte de Federico el Grande y de sus sucesores. Al ideal nacionalista de una vida “natural”, aquella de la unidad alemana, se oponía el carácter artificial de una corte afrancesada. Esto es, la corte de Federico era percibida como una especie de espejo de las maneras de la corte francesa, como una aristocracia que hablaba francés y cuya civilidad no hacía sino evocar la frivolidad de aquella, y a la cual se oponía una intelligentsia alemana de orígenes burgueses, cuya educación y cultura (Bildung y Kultur) evocaba las virtudes de la ciencia y la filosofía. A la civilidad frívola de la corte, la intelligentsia alemana oponía la Kultur de la universidad. Cuando Humboldt regresó de la América española, la Universidad de Jena había pasado a ser el centro científico e intelectual de los principados alemanes. Bajo el mecenazgo del duque Karl August de Sachsen-Weimar-Eisenach, la universidad reagrupaba a los grandes hombres de letras de la época, quienes a su vez representaban las principales corrientes filosóficas y literarias: la Naturphilosophie de Schelling, el idealismo de Fichte y Hegel, el Sturm und Drang de Schiller y Goethe y el romanticismo de Schlegel y Novalis. En Berlín, la cultura alemana estaba representada, hacia 1800, por toda una esfera pública en la que cristianos y judíos, hombres y mujeres, nobles y burgueses se reagrupaban alrededor de dos publicaciones: la Berlinische Monatsschrift en torno a la Mittwochgesellschaft (la Sociedad del miércoles) y la Allgemeine Deutsche Bibliothek en torno al Montagsclub (Club de lunes). La filosofía de la Ilustración reemplazó la teología y la dogmática cristianas por un deísmo que hizo del dios cristiano el garante de las leyes de la naturaleza, tanto de las leyes jurídicas y las de la economía, como las de la física, la historia y la cosmología. Los hombres de la Ilustración hicieron de dios la justificación última de la armonía natural del Universo. A pesar de su profundo escepticismo, Humboldt no deja de ser un heredero de esta tradición. Cierto, despreciaba a la vez el dogmatismo religioso y el de un deísmo intolerante. Entre el escepticismo y el ateísmo, entre la filosofía de la historia y la armonía de las leyes de la naturaleza, nuestro explorador prusiano era ante todo un empirista. Como lo muestra Hanno Beck, en el centro de la doctrina humboldtiana se encontraba la investigación empírica como conditio sine qua non, condición sin la cual no es posible edificar las leyes generales de la naturaleza: el ojo derecho observaba lo particular, el ojo izquierdo edificaba lo general. Más cerca del espíritu científico que del pensamiento filosófico, Humboldt hizo del empirismo y de la observación rigurosa la justificación irrevocable de las leyes de la naturaleza. En este sentido, el escepticismo del explorador prusiano rompe de manera radical con el deísmo de la Ilustración, cuyo dios es reemplazado por la observación científica de fenómenos particulares. Así, a pesar de la permanencia discursiva de las leyes de la naturaleza y la filosofía de la historia, el pensamiento de Humboldt consuma la ruptura definitiva con el dios de la Ilustración; de allí el carácter particularmente severo con respecto de aquella “teología mística”: el romanticismo. La ambigüedad de Humboldt ante la “teología mística” de sus colegas románticos evoca el carácter incierto y en ocasiones contradictorio de sus convicciones intelectuales y religiosas. Sin dejar de ser un crítico férreo de la Iglesia y del dogmatismo religioso, Humboldt compartía la curiosidad estética de sus amigos y colegas, tanto los Naturphilosophen como los poetas románticos. Así, en tanto su curiosidad estética adoptaba una convicción filosófica o científica real, él se mantenía fiel a su “republicanismo de corte” y a sus férreas convicciones antirreligiosas. Humboldt compartía con los Naturphilosophen su interés por la edificación de una teoría de las fuerzas vitales (Theorie der Lebenskraft) en términos de una definición de la vida, basada en la afinidad química de los elementos de la materia. Sin embargo, independientemente de sus simpatías científicas, en 1799 comparte el nacionalismo romántico y revolucionario de los Naturphilosophen. La idea de una nueva filosofía de la naturaleza evocaba en la imaginación del explorador prusiano la imagen mítica de la revolución. No nada más una revolución científica, sino una revolución espiritual y nacional, una revolución del espíritu nacional alemán. Al igual que Schelling, Humboldt indagó el mundo de lo mítico a manera de una geografía. No obstante, su aproximación a este campo se opone radicalmente a las investigaciones de los Naturphilosophen y, en particular, a las investigaciones de Schelling. Por un lado, la geografía mítica expone la relación de Humboldt con el “otro”: el pasado, los salvajes, el Oriente, etcétera, pero por otro lado, la geografía mítica es un síntoma de aquel mundo primitivo y rudimentario de los hombres del pasado, de un pasado de imaginación lúdica y poética, un pasado que no distingue las palabras de las cosas, la ciencia de la ficción, la verdad de la mentira. Así, para Humboldt, en contraposición al mundo primitivo y rudimentario de los salvajes, se encuentra el mundo de la ciencia y de la razón, un mundo que hizo de la razón el garante irrevocable del discernimiento de ideas claras y distintas, por lo que el pensamiento científico y racional se opone al dogmático y mítico de los pueblos antiguos. Dicha geografía revela también el carácter eminentemente histórico de la figura del explorador prusiano. El mundo de las civilizaciones antiguas, en su imaginación, pasa a ser una etapa anterior e inferior en la historia del progreso de las ciencias cosmográficas y geográficas. De esta manera, situado al interior de una diacronía ascendente del progreso de las facultades humanas, el mundo de Humboldt se atribuye el monopolio de un parteaguas más o menos inédito en la historia europea: la distinción entre la historia y la fábula, entre la ciencia y la religión, entre la mitología y la cosmografía. Heredero de las conquistas filosóficas del siglo de la Ilustración, paladín victorioso de la ciencia y del progreso de la civilización occidental, éste pasa a ser el tribunal del pensamiento racional y científico. Si el mundo de los salvajes hizo de la religión y el mito la justificación irrevocable de su monopolio de la verdad, el mundo de Humboldt hizo de la razón la última instancia del triunfo de la civilización. Cuando, en 1799, el explorador prusiano se embarcó hacia el Nuevo Mundo, dejó detrás el Antiguo Régimen. Se embarcó hacia un nuevo horizonte de expectativas: el de las revoluciones científicas y políticas del siglo XIX. Unos años más tarde, Humboldt abandonará también aquel romanticismo reaccionario que había intentado resucitar el brumoso mundo de la poesía medieval, la Naturphilosophie. Las curiosidades filosóficas y poéticas de Schelling no tenían para Humboldt más que una legitimidad fetichista. Se trataba de la presencia de una alteridad exótica, rara y maravillosa. Sin embargo, cuando se trata de la “verdadera ciencia”, la filosofía romántica de la naturaleza —como diría Saint-Just en 1793— debía ser colocada en el panteón de la historia de la ciencia. Ahora bien, tenemos toda una tradición humboldtiana que vincula el Essai sur la géographie des plantes y las Ansichten der Natur de Humboldt con el idealismo romántico alemán. Es cierto que, como lo dice Michael Dettelbach, las recientes investigaciones permiten romper con la ingenua dicotomía Romanticismo-Ilustración y situar la obra de Humboldt dentro de un emplazamiento que vincula el enciclopedismo empírico de los naturalistas franceses con los esfuerzos de los primeros románticos. También es cierto que, al regreso de su viaje por el Nuevo Mundo, Humboldt estaba genuinamente interesado por la Naturphilosophie de Schelling. No obstante, desde 1826, cuando Humboldt comenzó su serie de conferencias en torno a una descripción física del mundo, publicadas más tarde bajo el título de Kosmos: Entwurf einer physischen Weltbeschreibung (Cosmos: Esbozo de una descripción física del mundo), manifestaría públicamente su desprecio por la filosofía de la naturaleza y haría una férrea apología de una ciencia genuinamente empírica y racional. En Kosmos, Humboldt distingue dos géneros de goce de la naturaleza. El primero se refiere a la adivinación del orden que anuncia la “apacible sucesión” de los cuerpos celestes, es el del hombre primitivo, el de la inmediatez de los seres humanos y la naturaleza, el goce de la naturaleza del hombre que hizo del cosmos el espacio natural de su imaginación poética y religiosa. Mas, este primer grado del goce de la naturaleza no se encuentra presente únicamente en las estimaciones dogmáticas de los siglos anteriores, está también, bajo la forma de la simultaneidad de lo no simultáneo, en los prejuicios de los pueblos y las clases que se aproximan al pueblo por su “falta de ilustración”. Ahora bien, ¿cuáles son estas clases que, según Humboldt, se aproximan al pueblo por su primitivismo? Se trata de ciertos pensadores cuya insuficiencia en rigor científico está disfrazada por un velo místico. Sus expresiones figuradas y su pequeño número de símbolos son, para Humboldt, una evocación de los tiempos primitivos; su primitivismo está todavía presente en su lenguaje científico. ¿Quiénes son pues estos primitivistas y cuáles son estas doctrinas a las que se refiere Humboldt? Se trata, evidentemente, de una referencia a Schelling y a los Naturphilosophen, cuyo primitivismo, desde la perspectiva de Humboldt, estaba todavía presente hacia 1826. En contraposición a este primer grado de goce de la naturaleza, Humboldt presenta un segundo: aquel del conocimiento preciso de los fenómenos. No se trata únicamente de observar la naturaleza, sino de aprehender sus fenómenos en condiciones determinadas, de compilar y registrar los hechos. Sin embargo, es necesario situar los fenómenos al interior de una filosofía natural que despierte en el observador la conciencia de su historicidad. El carácter poético y sagrado de la naturaleza, aquel del primer grado de goce estético, es remplazado por una observación objetiva en la cual la intuición y la adivinación primitiva son remplazadas por la combinación y el razonamiento que proceden de la observación científica y racional: una observación sometida al yugo de la razón. Entonces, ¿cómo funciona esta racionalización de la naturaleza? Por un lado, la investigación empírica permite edificar las leyes generales de la naturaleza y, por el otro, las leyes de la naturaleza permiten conducir la observación empírica a manera de hipótesis. En pocas palabras, el ojo derecho observa lo particular, el ojo izquierdo edifica lo general. Esta objetivación y racionalización de la naturaleza permite encontrar, por un lado, la unidad en la diversidad y, por el otro, la armonía entre los seres de la naturaleza: el todo impregnado de un soplo de vida. Se trata pues de aprehender la unidad y la armonía dentro de la inmensa diversidad de un ensamblaje infinito de fuerzas y fenómenos naturales; pero también de una actualización de la historicidad de los descubrimientos científicos a lo largo del tiempo. No pretende trazar las discontinuidades entre paradigmas científicos incompatibles, por el contrario, más bien actualizar y totalizar las discontinuidades en nombre de la continuidad de los progresos científicos a lo largo de la historia de la filosofía de la naturaleza. Tal continuidad histórica revela, desde este enfoque, las leyes que rigen las fuerzas del Universo. Desde una perspectiva histórica, las leyes de la naturaleza revelan el pasaje del estado salvaje de las regiones tórridas del mundo al estado civilizado de las regiones templadas. Ahora bien, ¿cuáles fueron las condiciones del surgimiento de este segundo grado de goce del cual dependen tanto el discernimiento de las leyes de la naturaleza como la conciencia del encadenamiento de los fenómenos terrestres y celestes? Al comienzo, dice Humboldt, la naturaleza no generaba en la imaginación de los hombres más que una vaga inspiración. El hombre vivía entonces al interior de la eterna fluctuación de una naturaleza contingente. Las fuerzas de la naturaleza no inspiraban en el espíritu de los pueblos salvajes más que un sentimiento confuso y temeroso. Tales fuerzas despertaron el sentimiento religioso y la creencia más o menos primitiva en una esencia espiritual que se manifestaba en los fenómenos físicos. Este vínculo con el mundo visible tuvo como consecuencia, en el caso de los pueblos salvajes, una predilección por el mundo simbólico y las creaciones fantásticas. En contraposición a la observación y al análisis de las etapas ulteriores, la imaginación salvaje no hacía sino adivinar y dogmatizar lo que no había sido observado empíricamente. Así aparecieron los primeros rituales, los primeros cultos, al igual que la imaginación mística y la santificación de las fuerzas azarosas y destructivas de la naturaleza. Con el tiempo y el desarrollo de las facultades intelectuales, el hombre llegó a dominar el “poder regulador de sus reflexiones”. Éste dio progresivamente lugar a las verdades positivas. El sentimiento vago y moroso de las fuerzas destructivas de la naturaleza fue entonces progresivamente remplazado por la observación empírica y la investigación racional de las leyes inmutables del cosmos, de una observación empírica desprovista del “poder mágico” ejercido por las fuerzas de la naturaleza, al igual que de aquella imaginación movida por los misterios y las tinieblas del cosmos, de una observación laboriosa y minuciosa que tendría como consecuencia el desciframiento definitivo e irrevocable de las leyes del Universo. El carácter contingente y azaroso de la naturaleza fue progresivamente remplazado por la expansión del imperio de la razón y de la ciencia. ¿En qué consiste la expansión histórica y progresiva de la ciencia del cosmos de Alexander von Humboldt? En rigor, de aprehender el mundo de los fenómenos y de las fuerzas físicas en sus vínculos e influencias mutuas. Su objeto de estudio son pues las interrelaciones de los fenómenos y las fuerzas físicas de la totalidad de la naturaleza. No obstante, aquel carácter totalizante, aquella tentativa de comprender las leyes que componen la física del mundo no es exclusivo de la ciencia del cosmos. Éste refiere también a las ciencias que conforman, por un lado, las ciencias naturales, tales como la botánica, la geología, la química, la astronomía y el magnetismo terrestre y, por el otro, una especie de filosofía de la naturaleza en la cual la animada pintura de las imponentes escenas de la creación evocan el acercamiento de Humboldt al romanticismo alemán y a los Naturphilosophen. Tenemos pues, en el centro de la ciencia del cosmos, nuevamente la tensión entre el materialismo francés de la Ilustración tardía y el Romanticismo de la Naturphilosophie alemana. Ahora bien, la ciencia del cosmos no está limitada a las investigaciones de las ciencias francesas de la naturaleza o a las reflexiones filosóficas y poéticas de la Naturphilosophie alemana, se sitúa también dentro de una conciencia de la historicidad de sus objetos de estudio, de los conceptos y métodos utilizados. El carácter ineludiblemente histórico de las ciencias refiere, para Humboldt, a cuatro elementos: el progreso de la experiencia, las revoluciones en las teorías físicas, el perfeccionamiento de los instrumentos y la expansión del campo de observación. El carácter histórico de las ciencias no es entonces una imperfección o una anomalía de la investigación científica; muy por el contrario, refiere a la naturaleza misma de la ciencia, al progreso. Es por eso que aquellos que se encuentran en comercio íntimo con la naturaleza, que comparten el sentimiento de su grandeza, no se afligen ante la obsolescencia de las antiguas teorías científicas y la incesante expansión del horizonte de las ideas. Finalmente, en contraposición a la conciencia de la historicidad de las ciencias, al perfeccionamiento de los instrumentos científicos y el engrandecimiento del campo de observación, Humboldt evoca, a manera de conclusión en su presentación de Kosmos, el interés de inscribir parte de lo que el hombre percibe como general, constante y eterno, al interior del carácter aparentemente contingente de los fenómenos del Universo. Esta ambigüedad entre el carácter objetivamente histórico de la ciencia y la aspiración antropológica o universalista de la inmortalidad del espíritu del hombre evoca, una vez más, la tensión típicamente humboldtiana entre el materialismo francés y el romanticismo alemán; una tensión presente a lo largo de la vida y obra del explorador prusiano. Ya en sus “observaciones introductorias” a Kosmos, Humboldt hace de la “conectividad de las fuerzas de la naturaleza” y de su “mutua dependencia” el centro de sus investigaciones científicas. La expansión del campo de observación es una consecuencia de la observación de la naturaleza misma y de la intuición de las correlaciones de fuerza en la naturaleza, mas la observación de la naturaleza y la intuición de sus correlaciones de fuerza se sitúan al interior del espíritu de la historia. Así, en las capas de los siglos anteriores, a lo largo de un extenso período que ha durado miles de años, tuvo lugar el desarrollo progresivo de las leyes de la naturaleza, y fueron el género humano y la fuerza de la inteligencia los que, durante decenas de siglos, consumaron progresivamente la conquista definitiva e irrevocable del cosmos. Conclusión A lo largo de la biografía científica y política de Alexander von Humboldt, tanto sus convicciones políticas como sus curiosidades científicas, no hacen sino evocar, según la fórmula de François Hartog, el régimen de historicidad moderno, es decir, lo profano por encima de lo sagrado, la república por encima de la monarquía, la historia natural por encima de la Naturphilosophie, la Ilustración francesa por encima del romanticismo alemán, el futuro por encima del pasado. He aquí el orden temporal de las aspiraciones políticas y las convicciones científicas de Humboldt. La tensión hacia el pasado, la de su resurrección romántica, fue reinvertida por el explorador prusiano. La primacía del futuro, la de la escala cronométrica de los progresos de la razón, fue traducida por Humboldt en el orden de un nuevo horizonte de expectativas: la era moderna.
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Referencias Bibliográficas
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Alejandro Cheirif Wolosky
Universidad Iberoamericana. Alejandro Cheirif Wolosky es Doctor en historia por la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. Redactó su tesis sobre Alexander von Humboldt bajo la dirección de François Hartog. Es ahora investigador en el Musée national d’histoire naturelle de Luxemburgo.
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cómo citar este artículo → Cheirif Wolosky, Alejandro . 2014. Alexander von Humboldt entre la historia natural francesa y la filosofía natural alemana. Ciencias núm, 113-114, abril-septiembre. pp. 68-76. [En línea]. |
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Juan Carlos Martínez García |
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La palabra ciencia proviene del vocablo latino scientia
y se refiere a lo que se sabe por haberlo aprendido y que se tiene por verdadero. Esta noción define conocimientos y estudios caracterizados por un objeto inherente y un método de adquisición determinado, fundamentado sobre relaciones objetivas. En cuanto al arte, lo caracteriza la indefinición en lo que respecta a su significado y valía social y cultural. Por otro lado, arte deriva del latín ars, equivalente filosófico del término griego techne, que refiere tanto a la técnica como al oficio asociado. Así, toda noción de arte habla a la vez de la creación de objetos y de la habilidad de quien los crea.
Maurice Blondel recuerda que en la tradición escolástica el artifex define a quien, encarnando una idea, crea con habilidad un ser no provisto por la naturaleza, un artificiatum, que se subordina a fines prácticos o bien a ideales de la cultura. La hibridación de estos términos explica por qué en los albores de la humanidad lo artístico poseía un aspecto mágico, manifestado en las pinturas de la gruta Chauvet, por dar un ejemplo, que vehiculan la potestad chamánica del artista. La devoción a su obra por parte del artista se gesta en la hibridación que confunde al creador con lo creado, lo que lleva a considerarlo como médium de su cultura, como canal de expresión del inconsciente colectivo postulado por Carl Gustav Jung. La adoración entregada a los productos del arte por quienes se distinguen a sí mismos como los más civilizados, en el sentido de Norbert Elias, se explica por la intención mística de lo artístico. La rendición ante el culto no es ajena a la voluntad de dominio que, sirviéndose de la imposición de cánones estéticos, caracterizó a los privilegiados del Ancien Régime y sigue caracterizando a quienes hacen de los templos del arte vitrinas para el lucimiento de sus riquezas y la promoción de sus privilegios de casta. La ciencia existe en el territorio de la razón y el arte está donde la razón no es bienvenida, sin que a este rechazo le sean ajenas conveniencias de quienes detentan el control de las estructuras sociales, aun sin el acuerdo del artista. Esta diferencia conlleva costos para la ciencia y el arte, más para éste que para aquella. La importancia de la ciencia radica en su legitimidad epistémica como proveedora de conocimiento cierto, mientras que del arte se dice que es importante, aunque no sea fácil decir por qué. La fortaleza de la ciencia reposa en sus límites epistémicos; en cuanto al arte: la tensión mística complica el afirmar en qué sentido el arte es legítimo o para quién o para qué lo es. La historia del arte es la de su búsqueda de legitimidad y el estudio de su significado se ha servido de la comparación con lo científico. Así, se ha analizado en qué sentido el arte gozaría de la legitimidad epistémica de la ciencia, expresada al proveer conocimiento proposicional, definido por la gnoseología como fundamento. Al arte no se le reconoce tal virtud, ya que lo que comunica de lo real se obtiene de manera más eficiente por otros medios, la ciencia, por ejemplo. Pensadores contemporáneos argumentan que provee “conocimiento modal”, conocimiento sobre lo concebible. El arte sería entonces un medio de delimitar no lo que es, sino lo que puede ser, lo que lleva de nuevo a la consideración del artista como médium de los alcances de su cultura. No es fácil delimitar hasta qué punto esta búsqueda se encuentra condicionada por motivos de utilidad social. ¿Puede auxiliar la ciencia a este respecto? Es obvio que la interacción de artistas y científicos no es ajena al conflicto que se da por la búsqueda interesada de legitimidad. Un análisis somero llevaría a concluir que la ciencia ha triunfado y que el arte no abandona su extravío y que no le es útil al cuerpo social. No obstante, esta conclusión es precipitada, ya que la plasticidad social posibilita nuevas relaciones entre el arte y la ciencia, virtuosas inclusive. Los términos del debate
La discusión sobre la interacción del arte y la ciencia está presente en el debate cultural contemporáneo, sin que esto sea novedoso. La institucionalización de la ciencia en la Europa del siglo XIX llevó a Víctor Hugo a reflexionar a este respecto desde la perspectiva epistémica. En tal visión romántica, el arte y la ciencia se relacionan con el conocimiento de forma dicotómica y es la potestad creativa del arte lo que establece una barrera infranqueable con respecto de la ciencia. A ésta se le adjudicó la indagación de lo verdadero y al arte el rol de vehicular principios a los que la sociedad debe subordinarse, confiriéndole así un estatus de superioridad cultural sobre la ciencia, priorizando la expresión de los sentimientos por encima de la razón. Sin embargo las hecatombes bélicas de la primera mitad del siglo XX colapsaron el romanticismo, modificando el sentido social del arte y la ciencia, privilegiándose en el debate la praxis sobre lo epistémico.
La ciencia y el arte abandonaron el terreno filosófico y devinieron un conjunto de herramientas de la ingeniería social. La era de los conflictos mundiales gestó la llamada “Gran ciencia”, la que depende de recursos inmensos bajo la promesa de potenciar el control de la naturaleza, e hizo del arte propaganda política, vehículo de postulados ideológicos de agentes sociales que reclamaron para sí la representatividad de la voluntad social. La pregunta ¿qué es el arte? dejó de tener sentido y se formuló un nuevo cuestionamiento en torno a su potencialidad para el control social. Esto alcanzó su extremo en las naciones industrializadas confrontadas militarmente durante la Segunda Guerra Mundial, y fue en las sometidas a regímenes totalitarios, específicamente en la Alemania nazi y la Unión Soviética bajo Stalin, donde la ciencia y el arte se plegaron a requerimientos ideológicos y pragmáticos, anulándose la autonomía y la soberanía de artistas y científicos. Se justificó entonces su utilidad social por su contribución al destino de la raza que domina mediante la fuerza, en el caso nazi-alemán, y como auxiliares en la construcción de la realidad social determinada por “necesidades intrínsecas de la historia”, en el caso soviético. Sin alcanzar tales extremos, en el mundo anglosajón de las democracias promotoras del libre mercado, la ciencia y el arte también se supeditaron a la clase dominante. Aunque este proceso de sumisión se exacerbó en las naciones industrializadas, también afectó a las periféricas. En México esto se vio reflejado en la creación, desde el Estado bonapartista, de las instituciones educativas y científicas nacionales y en la promoción del “Gran arte” de corte nacionalista. Éste dio lugar a elaboraciones artísticas ambiciosas, tales como la música sinfónica y el muralismo pictórico, inspirados por decreto en un pasado prehispánico idealizado. Se le asignó así al arte la tarea de educar a las masas en la visión del destino nacional, emanada del contrato social que dio fin a la etapa armada de la Revolución Mexicana de 1910. Este proceso tuvo triunfos culturales de resonancia universal, aun a costa de coartar la libertad de quienes se resistieron a obedecer los dictados del poder. La Guerra Fría ocurrió en el contexto del conflicto geopolítico que siguió a la Segunda Guerra Mundial, consolidándose la tecnociencia y la vertiente propagandística del arte. Para ambos bandos, la ciencia valía como herramienta para el desarrollo y el arte funcionaba como escaparate de sus visiones de la existencia humana. Cabe mencionar que uno de los debates más álgidos en el ámbito de la crítica del arte concierne la influencia de actores de Estado en el desarrollo de estilos pictóricos dominantes en la segunda mitad del siglo XX. La consolidación de Estados Unidos como potencia máxima se vio acompañada por la promoción desde la Agencia Central de Inteligencia (CIA) del expresionismo abstracto, llevándolo a dominar el arte mundial, en oposición al surrealismo europeo occidental y al realismo soviético. La gestación del Museo de Arte Moderno de Nueva York se debe a la interacción de los servicios de inteligencia estadounidenses y la oligarquía neoyorquina encabezada por Nelson Rockefeller quien, en 1934, ordenó la destrucción del mural de Diego Rivera ubicado en el Centro Rockefeller de Nueva York (en respuesta a la inclusión del retrato de Lenin) y solía referirse al expresionismo abstracto como “pintura de la libre empresa”. El estatus adquirido por Nueva York, a costa de París, de capital de la vanguardia artística mundial constituye la victoria cultural más importante de la oligarquía estadounidense.
Si bien las formas contemporáneas del arte y la ciencia fueron moldeadas por el conflicto geopolítico terminado en 1991 con el fin de la Unión Soviética, esto no significó que la resistencia a patrones de homogeneización y de dependencia del entorno ideológico haya estado ausente. Aun bajo el autoritarismo más brutal, sobrevivieron resquicios de libertad fincados en la defensa de la praxis de la ciencia y el arte sin retenciones, lo cual también sucedió en presencia del libre mercado. La rebeldía le es consustancial al arte y a la ciencia. Así como en la Unión Soviética Nikólai Vavilov resistió el absurdo lisenquista y Anna Ajmátova se negó a dejar de expresar su soledad por medio de la poesía, en Francia, Alexander Grothendiek expandió el conocimiento matemático, resistiendo el mandarinato científico auspiciado por el estamento militar promotor de la visión productivista de la ciencia. La genialidad de Andréi Tarkovski, escultor de la luz, brilló aún en la grisura soviética. De la misma manera, Jackson Pollock, habitante del imperio estadounidense, promotor de lo banal, de lo desechable, exploró las posibilidades del automatismo en lo pictórico. Abundan los ejemplos de libertad creativa en la ciencia y el arte. El fin de la Guerra Fría debilitó la confianza en el potencial de la ciencia como agente del desarrollo y los efectos perniciosos de la tecnociencia mellaron su prestigio, poniendo en duda su neutralidad ética. Esta desilusión se manifiesta en la crítica ecologista ante la irresponsabilidad criminal de la tecnociencia motivada por el lucro, que ha dado lugar a la degradación de la biósfera. El uso descontrolado de animales en la investigación biomédica y el debilitamiento del anonimato asociado a la proliferación de las tecnologías de la información son otros ejemplos de los males provocados por aplicaciones nocivas del conocimiento científico. En cuanto al arte, se ha debilitado su fortaleza ideológica y su papel como vehículo de ideales culturales. Se ha fortalecido la visión que lo considera desde la óptica del libre mercado, la cual es acompañada por la visión de la ciencia como mera generadora de mercancías. La ciencia y el arte han sido gangrenados por la corrupción. Se impone así la necesidad de reformular la interacción del arte y la ciencia desde la lógica de la resistencia a la disolución del tejido social. Por ello, nuestra intención se encamina a establecer nuevas relaciones entre arte y ciencia, privilegiando la autonomía del artista y del científico como medio para combatir las relaciones sociales de desigualdad. Modos sistematizados
La ciencia, sistematización de la curiosidad, y el arte, como sistematización de la creación, son modos de la praxis del conocimiento, reflexión convertida en experiencia decidida. La ciencia indaga lo absoluto en lo real, lo cuantificable, y como producto de la reflexión ontológica elucida lo verdadero en el sentido postulado por el materialismo filosófico, el cual ha concluido la inaccesibilidad desde la razón a lo verdadero que no requiere definiciones para serlo. Por ello toda verdad científica en torno a lo axiomáticamente aceptado como real es perfectible. El arte, también praxis, no indaga lo que en lo real es absoluto, lo crea bajo la forma de experiencias sentidas. Es ésta la esencia del arte. En términos ontológicos, el arte es conocimiento que no pregunta, sino que afirma. Las obras de la ciencia son reportes preliminares de lo aprendido. En contraste, para quien se reconoce en el arte, cada obra artística legítima es absoluta y perfecta, porque así se le siente. El romanticismo contemporáneo asiente que la ciencia acumula conocimiento sobre lo que define como real, mientras que el arte le da nuevas formas de existencia. El arte, a diferencia de la ciencia, no acepta limitantes impuestas por la materialidad del mundo, lo que explica su papel en la construcción occidental de la visión espiritual de la existencia. Esto a su vez le ha dado las formas del pensamiento que privilegian los sentimientos, la vida interior de la persona, por encima del racionalismo centrado en la exterioridad de lo humano. La praxis artística evidencia entonces los límites de la razón en la comprensión de la totalidad de lo que es la existencia, robusteciendo el tejido de creencias que interpreta lo experimentado en la búsqueda de sentido para la existencia. La perspectiva sociológica materialista La sociología reconoce a la ciencia y al arte como campos sociales, situaciones que se dan al presentarse el individuo ante ellos. Al considerar la realidad social en términos de una economía de bienes materiales y culturales, todo individuo, en función de los capitales económicos y simbólicos que lo componen, es influenciado por lo social y lo influye. Lo artístico y lo científico resultan de las interacciones de los individuos con los campos sociales respectivos. Toda obra de arte, producto de la praxis del artista, es un producto individual y un proceso social, y lo mismo acontece con lo científico, resultado de la praxis del científico. La interacción que se da entre un individuo específico y un campo social es regida por un juego moldeado por procesos de dominación. Ni lo científico ni lo artístico pueden darse fuera del incierto conflicto social y las interacciones sociales toman la forma de luchas por la distribución del poder, la capacidad de fijar las reglas del juego social. La ciencia sociológica nos informa que arte es lo que las clases dominantes reconocen como tal en función de lo que les conviene y artista es aquel al que se le ha asignado el papel, legitimado desde el poder, de crear obras de arte, lo cual les proporciona a éstas el estatus de símbolos de legitimidad de los que dominan y que por ello poseen lo creado por el arte. Esto ha sido así en el pasado y lo es hoy en día. Algo similar le acontece a la ciencia: sus resultados requieren, para ser socialmente aceptados, de la legitimación institucional, construida en torno a la cuantificación de su utilidad social. A este respecto los códigos de legitimación de lo artístico y de lo científico son distintos, aunque de naturaleza similar. Si científico es lo que se reporta en revistas regidas por reglas aceptadas del el universo social de la ciencia, tales como la aceptación condicionada por un comité de pares a la reproducibilidad de lo reportado, artístico es lo que se presenta a individuos que comparten un código de apreciación interiorizado socialmente construido, para ser reconocido como tal en un sitio legitimado por especialistas reconocidos como tales. En ambos casos, algunas de las interacciones toman la forma de rituales que regulan las transferencias de capitales —aceptación del científico en una sociedad científica, inclusión de obra del artista en una colección renombrada, por ejemplo. El artista y el científico son sacerdotes de sus respectivos cultos, cuya liturgia está sujeta a equilibrios sociales que marcan el ritmo del flujo de las relaciones de sujeción y dominación. Campos de batalla Es importante resaltar una diferencia fundamental entre el arte y la ciencia: en términos de la transparencia con la que se presentan ante la reflexión los mecanismos de regulación que legitiman el conocimiento, ésta es mayor para la ciencia que para el arte. La construcción de la visión científica está ligada a las luchas sociales que configuraron Occidente tras el fin del Ancien Régime. El racionalismo científico es parte del andamiaje que tomó forma al ser rechazados los supuestos estamentos de origen divino. La ciencia, al privilegiar la descripción cuantitativa y explicativa de procesos que le son propios, reviste lo científico con objetividad institucionalmente certificada, rechazando todo principio de autoridad. Esto se quiere transparente y en esencia lo es, aunque la presencia innegable del científico suele orientar el quehacer en este campo, en función de intereses de individuos concretos. En el caso del arte, la transparencia brilla por su ausencia, ocultando su papel legitimador de mecanismos de dominación social por medio de construcciones axiomáticas en las que se da por real y no negociable la existencia de criterios de apreciación absolutos de lo artístico. Estos se suponen propios de privilegiados poseedores de propiedades abstractas no definibles ni discutibles, como el buen gusto, un neto producto educativo. El arte es un bastión de agentes dominantes que prescriben lo sentido como un mecanismo de control social. En el arte prevalece la interiorización extrema de lo social bajo la forma de valores estéticos e incluso éticos, postulados como ajenos al juego social y, por ello, no cuantificables, asignándoles un envolvente de creencias que tienen mucho de común con lo religioso. En el campo social del arte, la subjetividad es impuesta por la comunidad de agentes dominantes como una objetividad obvia para el que domina, pero inaccesible a quienes participan en el juego social desde la sumisión. El “Gran arte” pertenece al ropaje privilegiado de la aristocracia del espíritu, defensora de sus privilegios de clase, que lo concibe como marca de distinción glorificadora de su vida interior, como una presunción de una calidad superior a la de los que no pueden sentir porque no les es propia la espiritualidad del elegido. En los campos sociales del arte y la ciencia, campos de batalla, se proyecta el conflicto social, el cual ha aceptado como norma la vigencia de la honestidad en tanto que proceso regulador del quehacer científico. Ésta sigue siendo una ley de la guerra social y es una gran victoria libertaria nacida desde la resistencia a los privilegios de clase. Sin embargo, la fragilidad no le es ajena a esta ley social, como testimonian los abusos de la tecnociencia. En el campo del arte se dan grandes luchas durante la construcción de la nueva realidad social que ha surgido con el proceso de debilitamiento catastrófico de los regímenes occidentales basados en el estado de bienestar. Esto condiciona la negociación de las leyes de la guerra social. En el contexto de México, el debilitamiento del Estado nacional y el proceso de aniquilamiento de su papel atenuador de la desigualdad se traduce en el menosprecio y temor con el que se trata la ciencia y la promoción de la lógica de libre mercado en todos los aspectos de la dinámica social. Lo exterior y lo interior en la existencia humana se supeditan así a procesos de oferta y demanda. Hoy, las últimas trincheras del nacionalismo revolucionario mexicano se encuentran bajo la ofensiva de las élites oligárquicas corrompidas y envilecidas por el debilitamiento del Estado. Esto es particularmente trágico en el caso de los museos de arte públicos, en proceso de convertirse en galerías comerciales privadas sostenidas con recursos del erario, mediocres aparadores de supuestas obras de arte concebidas al interior del discurso estético promovido desde las metrópolis dominantes, banales muestrarios de lo que la riqueza económica puede comprar. El arte adquiere entonces un rol propagandístico que legitima el status quo, fortaleciéndose el andamiaje interior que en las mayorías celebra la sumisión al poderoso y a sus símbolos de poder. Esto hace del artista un vulgar y domesticado fabricante de mercancías que adquieren su valor como resultado de combates rituales entre los dueños del capital. Nuevas relaciones desde la honestidad La construcción de nuevas interacciones de los campos sociales de la ciencia y el arte exige tomar partido. La reflexión aquí expuesta nace desde la ciudadanía de la ciencia, que no acepta privilegios de clase y por ello los combate explorando los territorios del arte, para debilitar el dominio de los poderosos a todo lo largo y ancho del mundo social en alianza íntima con los artistas. Esta lucha se orienta a extender los dominios de la libertad, la cual necesita de la autonomía del artista y del científico al interior de sus respectivos campos sociales. Es un posicionamiento político. La construcción de la libertad exige que el artista y el científico se constituyan en agentes dominantes de sus juegos sociales como condición necesaria para construir relaciones sociales libertarias que permeen la totalidad de lo social. La forma concreta de todo proyecto arte-ciencia desde la perspectiva expuesta sólo puede moldearse alrededor de la honestidad, ley máxima del conflicto social arduamente ganada. La defensa de la honestidad como deber ético se impone como línea directiva de todo proyecto orientado al rediseño de la interacción arte-ciencia, en oposición frontal a la banalización del arte y la ciencia promovida por el estamento oligárquico. La noción de honestidad, con toda la carga moral que la acompaña, denomina aquello que dota al individuo de la capacidad de valorarse a sí mismo en función del respeto de su integridad y la de los otros. La integridad es requerimiento básico del quehacer artístico y científico. Tanto para quien explora como para quien crea, el ser honesto significa anteponer la dignidad propia en el trato con los otros, respetándolos a su vez en su dignidad. Bajo la guía de la probidad, el científico y el artista son honestos cuando lo que resulta de sus respectivas praxis es ajeno a la impostura. La exigencia de la honestidad en la interacción arte-ciencia ha de tomar la forma del respeto a códigos, reglas y normas de relación resultantes del consenso entre quienes colaboran en el territorio asignado para armonizar la creación y el descubrimiento. De la misma manera que la deshonestidad científica debilita la legitimidad socio-cultural de la ciencia, prohijando su mal uso, la falta de honestidad en el artista da lugar a discursos estéticos artificiales y degradados, mercadotécnicos, carentes de espontaneidad y de pasión. Al implantarse la impostura, dichos discursos suelen servirse con desparpajo de conceptos acuñados por la ciencia, —caos, complejidad, emergencia, por dar algunos ejemplos—, sacados del contexto que les es propio y utilizados como un barniz conceptual obtuso que oculta la vacuidad ofensiva de las piezas que se ofrecen al público, ya no como arte, sino como mero entretenimiento banal y acrítico, alimento predigerido para sentidos domesticados. En cuanto a qué agenda seguir para la interacción virtuosa de la ciencia y el arte, sería pretencioso listar en este espacio proyectos específicos y metas concretas. Cabe sin embargo argumentar que toda respuesta a este cuestionamiento no tendrá sentido sin abordar el rediseño de los modos sociales de producción, de difusión, de reproducción y de disfrute de las obras de la ciencia y del arte. Quizás convendría estructurar la agenda en torno al desarrollo de medios de permeabilización de la frontera que separa a la persona, en su ser emocional, de su ser social. De esta manera la interacción tomaría la forma de un proceso civilizador. En resumen, la línea de lo aquí delineado se centra en el incremento de los niveles de autonomía de científicos y de artistas, bajo el condicionamiento de debilitar relaciones sociales promotoras de la desigualdad. Esto implica la defensa radical de los territorios del arte y de la ciencia y la integración de la visión libertaria hegemónica en las instituciones a las que la sociedad ha asignado el rol de formadores de artistas y científicos. El proyecto arte-ciencia aquí intuido se concibe como catalizador del intercambio y acrecentamiento de autonomías en el marco de compromisos libertarios, pensados como frenos urgentes de los procesos descivilizatorios en curso, so pena de ver la ciencia y el arte hermanados por la impostura. |
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Referencias Bibliográficas
Bourdieu, Pierre. 1998. La Distinción: criterio y bases sociales del gusto. Taurus Ediciones, Madrid.
Elias, Norbert. 2009. El proceso de la civilización: Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. FCE, México. Flannery, Kent y Joyce Marcus. 2012. The Creation of Inequality: How Our Prehistoric Ancestors Set the Stage for Monarchy, Slavery, and Empire. Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts. Groys, Boris. 2013. Art Power. The MIT Press, Cambridge, Massachusetts. Lalande, André et al. 1993. Vocabulaire technique et critique de la philosophie, Vol. I. A-M. Presses Universitaires de France, París. Stokes, Dustin. 2004. ”Charley’s World: Narratives of Aesthetic Experience”, en Kieran, Matthew y Dominic McIver Lopes (eds.), Knowing Art: Essays in Aesthetics and Epistemology. Springer, Países Bajos. Pp. 83-94. Stonor Saunders, Frances. 1995. “Modern art was Cia ‘weapon’: Revealed: how the spy agency used unwitting artists such as Pollock and de Kooning in a cultural Cold War”, en The Independent, 22 de octubre, Londres. EN LA RED goo.gl/SzOBf5 |
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Juan Carlos Martínez García
Departamento de Control Automático,
CINVESTAV-IPN.
Juan Carlos Martínez García es ingeniero mecánico electricista, obtuvo su maestría en Ingeniería Eléctrica en el CINVESTAV-IPN y es doctor en Teoría Matemática del Control Automático por la Escuela Central de Nantes, en Francia. Sus intereses en la investigación incluyen el control de los sistemas dinámicos, así como la elucidación de los automatismos que rigen a los sistemas biológicos naturales y a los sistemas artificiales, incluyendo los sistemas socioculturales.
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cómo citar este artículo → Martíez García, Juan Carlos. 2014. Nuevas relaciones entre el arte y la ciencia. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 52-62. [En línea]. |
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Nicolás Gaudenzi Fernández |
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El universo está construido sobre un plan, la profunda simetría que está de alguna manera presente en la estructura interna de nuestro intelecto. Paul Valéry |
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La simetría se encuentra hoy en el corazón mismo de la física
teórica. El lenguaje cotidiano de sus practicantes se ha plagado de expresiones extravagantes como “partícula supersimétrica”, “rompimiento espontáneo de la simetría” o “simetría asociada a la conservación” y, en un sentido muy general, la física teórica se puede concebir ahora como el estudio matemático de las simetrías del mundo empírico o, en su defecto, la explicación de la ausencia de una simetría particular. El papel central que dicho concepto juega en la red argumentativa de las teorías físicas actuales no es accidental y, de hecho, la preocupación por encontrar descripciones de los datos en las que sea posible estudiar claramente las propiedades de simetría es uno de los rasgos distintivos de modernidad en esta disciplina. Es decir, desde el momento mismo en que aparecen las teorías que reformaron las concepciones físicas clásicas, la simetría está presente como faro en el horizonte, como principio regente, como aspiración teórica. Un estudio de caso —la historia de las transformaciones de Lorentz— centrado en el papel heurístico que desempeñó la simetría, nos permitirá aclarar algunos puntos sobre la forma en que aparecieron teorías que originalmente sonaban descabelladas (como lo fueron la relatividad y la cuántica en su momento) pero que se convirtieron en las ideas que dominan, desde hace ya casi un siglo, esa práctica, y en cuya concepción la simetría constituyó un aspecto central.
Cuando revisamos el estado de la física en los albores del siglo XX, encontramos una disciplina dinámica y activa: un conjunto de tradiciones que, a pesar de los doscientos años que llevaba produciendo resultados “positivos”, parecía no detenerse sino, por el contrario, acelerarse. Cuando llegamos a 1900, los frutos de ese esfuerzo continuo son visibles en tres grandes teorías matemáticas que, por su sofisticación y detalle, pueden ser consideradas como “imágenes del mundo” (Weltbild) de los físicos. Así, podemos hablar de una “imagen mecánica del mundo”, como el conjunto de compromisos, prácticas y resultados que se desprenden de explicar la evidencia empírica en términos de las ecuaciones de Newton. Por otra parte, las ecuaciones que Maxwell presentó en 1865 describiendo el campo electromagnético, junto con las evidencias experimentales que aportó Hertz sobre las ondas electromagnéticas entre 1885 y 1889 y J. J. Thompson acerca de los electrones en 1897, constituyeron la “imagen electromagnética del mundo”.
Finalmente, el conjunto de principios que sugirieron Carnot, Clausius y William Thomson (entre muchos otros) basados en el estudio de la energía y la entropía, junto con la enorme gama de aplicaciones exitosas que dichos principios habían conseguido durante todo el siglo XIX, formaron la “imagen termodinámica del mundo”. Si bien en 1900 nada hacía dudar que estas tres imágenes eran todas versiones provisionales de una única imagen integrada (¿la “imagen física” o incluso “científica del mundo”?), la mayoría de los retos apremiantes de la física del periodo giraban en torno a cómo resolver las relaciones y tender los puentes entre estas tres aproximaciones.
La física estadística que se desprende de los trabajos de Ludwig Boltzmann (a partir de 1866), por ejemplo, se puede entender como un intento por reducir las leyes de la termodinámica al comportamiento estadístico de unas partículas microscópicas que están sujetas a las reglas mecánicas conocidas (en particular, sin éxito, intentó probar la segunda ley de la termodinámica a partir de argumentos puramente mecánicos). Así, la introducción a la física de las herramientas matemáticas de la probabilidad, que años después se volverían un sello distintivo de la interpretación más conocida de la cuántica (la de Copenhague) apareció originalmente como parte de un argumento sobre la prioridad teórica de la mecánica sobre la termodinámica, usando para ello una teoría de la materia particular que no era vista con mucho agrado por sus colegas físicos: la teoría cinética, cuya idea se basaba en que las propiedades termodinámicas macroscópicas de la materia se pueden explicar en términos de interacciones simples de átomos o moléculas microscópicas.
Una motivación similar tenía James Clerk Maxwell al interpretar las ondas electromagnéticas que predecían sus ecuaciones como la oscilación de un medio material que permeaba todo el espacio; además de explicar la propagación de la luz en términos mecánicos (es decir, en términos de interacciones locales entre los componentes análogos a los de la teoría cinética), coincidentemente éste se convertía en el marco de referencia privilegiado respecto del cual la velocidad de la luz debía medirse. La existencia de esta sustancia, conocida como éter, electromagnético, era consistente con las hipótesis razonables de la época —como la creencia de que las ondas sólo pueden propagarse en un medio material y la existencia de un espacio absoluto en la mecánica a partir del cual es posible medir el resto de las velocidades— y permitía preservar el papel hege mónico de la mecánica al reducir las interacciones electromagnéticas a la dinámica de este caprichoso fluido. Si bien los deta lles de la propagación dependían de encontrar la constitución del éter (un problema que resultaba experimentalmente elusivo), las predicciones teóricas coincidían tan exactamente con los experimentos —por ejemplo, los de Hertz— que la descripción oscilatoria de la luz se convirtió rápidamente en un rival genuino de la vieja y establecida idea (formulada por Newton, entre otros) de que la luz está compuesta de partículas. Lejos del debate entre estas dos posibles descripciones, onda o partícula, en el proyecto de integración de Maxwell surgía una pregunta empírica ineludible, la de medir la velocidad de la Tierra respecto del éter.
La sensibilidad necesaria de un dispositivo para medir dicha velocidad se esperaba tan delicada, que el trabajo de la pa reja de físicos que diseñó el experimento capaz de realizar esa medición pasó a la historia como uno de los esfuerzos experimentales más notables. Efectivamente, el interferómetro de Michelson y Morley no sólo superó las cotas de sensibilidad de los detectores que se conocían, sino que arrojó resultados francamente inesperados, a saber que, incluso con esos niveles de detalle, no era posible medir ninguna velocidad apreciable entre la Tierra y el éter.
Entre las múltiples posibles soluciones propuestas a este resultado aparentemente negativo (en el sentido de que la reducción intuitiva del electromagnetismo a la mecánica que Maxwell tenía en mente era incapaz de explicar) sólo abordaremos tres, dejando fuera, por motivos de espacio, a participantes tan importantes como Poincaré y Fitzgerald. La primera alternativa interesante es la propuesta por Lorentz, quien introdujo, en su propia opinión, un poco a la fuerza y de modo ad hoc, la idea de que si el fluido en el que la luz y la Tierra viajan se comprime en la dirección del movimiento una cantidad que está en función de la velocidad relativa entre ellos entonces ningún detector en la superficie del planeta sería capaz de notar ese movimiento. De hecho, calculó la función explícita de cuánto se debe comprimir el éter, así como cuánto se deben modificar las medidas del tiempo, que desde entonces se conocen como transformaciones de Lorentz o Lorentz Fitzgerald. Si bien es cierto que Lorentz mismo no estaba del todo convencido de la solidez de esta solución, un tanto par chada y hecha a la medida, desde el punto de vista matemático las transformaciones explicaban perfectamente el resultado del experimento de Michelson y Morley.
La segunda alternativa proviene de Joseph Larmor, un heredero de la tradición de Maxwell, pero que a diferencia de éste, estaba dispuesto a renunciar al papel que tradicionalmente se le otorgaba a la mecánica y a alterar el balance de prioridades en favor de la imagen electromagnética del mundo. En su visión, la masa que la mecánica usa en sus descripciones es de origen electromagnético, con lo que una teoría completa de la materia se podría obtener de la interacción de cargas positivas, cargas negativas y éter, todas descritas por las ecuaciones de campo de Maxwell. En esta versión aparecen exactamente las mismas transformaciones de Lorentz, pero ya no como un parche ad hoc sino como una consecuencia natural de la interacción de materia (constituida por elementos que interactúan electromagnéticamente) y el éter (el medio el que dicha interacción se propaga). Desde el punto de vista matemático, esta alternativa usa exactamente las mismas transformaciones que la solución de Lorentz, pero a diferencia de aquella, la hipótesis de que toda la materia se puede explicar con electromagnetismo hace que en ésta se vea como un rasgo deseable de la descripción.
Una solución moderna La tercera solución a los resultados negativos de Michelson y Morley se encuentra en un famosísimo artículo de 1905 titulado Sobre la electrodi námica de los cuerpos en movimiento y, por la forma en que he contado la historia hasta aquí, es natural suponer que su autor, un tal Albert Einstein, tenía en mente dicho experimento cuando la propuso. La lectura de la aparición de la relatividad como una forma de explicar el célebre experimento es una confusión historiográfica con enorme difusión, en parte porque se adecua con facilidad a la narrativa del empirismo ingenuo según la cual la ciencia progresa porque determina las teorías verdaderas partiendo únicamente de los datos, Hypotheses non fingo, y esas cosas. Así, a pesar de que algunos libros de texto anglosajones muy populares sugieren que los principios de la relatividad especial están “probados experimentalmente” por Michelson y Morley, esto es falso en el sentido histórico y, peor aún, es una presentación simplista que pierde los elementos más interesantes e innovadores del proyecto del joven Einstein. No quiero entrar aquí en los detalles del debate historiográfico, basta decir que la lectura de los artículos originales, sumados a los comentarios que el propio Einstein hizo retrospectivamente sobre su trabajo y los estudios que los historiadores han realizado acerca del mismo, es concluyente sobre este punto: los argumentos originales a favor de la relatividad no dependían de los resultados de Michelson y Morley. Es decir, aunque formalmente son una solución a los problemas que ellos presentaron, las ideas contenidas en el artículo de 1905 se desarrollaron bajo una motivación independiente de dicho experimento, expresada explícitamente en el párrafo inicial de dicho trabajo, que dice: “es sabido que la electrodinámica de Maxwell —como la entendemos actualmente— cuando se aplica a cuerpos en movimiento, conduce a asimetrías que no parecen inherentes a los fenómenos”.
Recordemos que Einstein creció en el contexto de la Einstein & Cie., la compañía de ingeniería eléctrica que su padre y su tío fundaron en 1880 y en la que trabajaba como agente de patentes en Berna, por lo que no era en absoluto ajeno a la práctica experimental y el desarrollo de aplicaciones concretas del electromagnetismo, pero aun así, el documento en el que se inaugura la teoría de la relatividad especial no parte de fenómenos empíricos concretos, sino de un comentario respecto de las propiedades matemáticas de las ecuaciones de Maxwell. Lo que a Einstein le preocupaba era restablecer la simetría.
Cuando a continuación menciona los intentos fallidos por medir la velocidad entre la Tierra y el “medio luminoso” —que yo aquí llamé éter electromagnético— se refiere a una serie de pruebas experimentales (como el experimento de Frizeau o el fenómeno de aberración de la luz) que se hicieron en el siglo XIX en el contexto de un debate sobre la dinámica. Quiero insistir en que lo importante es que Einstein nunca argumenta que los principios de su teoría están experimentalmente probados.
¿Cuál es entonces la propuesta de la relatividad especial? Curiosamente, desde el punto de vista del contenido, nada sustancialmente nuevo. Sus grandes innovaciones provienen, en realidad, de la forma de estructurar resultados que ya se conocían y en su forma de interpretarlos.
En la introducción de su artículo, Einstein parte del hecho de que la descripción electromagnética de lo que ocurre cuando un imán se mueve hacia un conductor resulta, en ese momento, distinta de aquella que supone el imán quieto y al conductor en movimiento: una situación claramente asimétrica. Notemos que esta interpretación de las ecuaciones de Maxwell parece capaz de determinar qué objetos se mueven y qué objetos están absolutamente quietos. Esto implicaría que existe un marco de referencia privilegiado respecto del cual podemos decir si algo se mueve o no (ubicación con la cual quedarían identificados en la mayoría de las discusiones), esto es, un espacio absoluto respecto del cual el éter está inmóvil. Por ello, la estrategia del artículo de 1905 es partir de una descripción del movimiento (cinemática), en la que se omite la noción de espacio absoluto, y mostrar que las descripciones electrodinámicas resultantes no violan esa simetría; es decir, en el balance de fuerzas entre imágenes del mundo, Einstein prefiere dejar las ecuaciones de Maxwell sin modificación y atacar frontalmente uno de los aspectos de la mecánica que más criticas había recibido en aquellos años. Desde los trabajos de Newton, hasta los populares comentarios de Ernst Mach, existía una creciente preocupación por realizar una limpia de todas las creencias injustificadas o metafísicas, entre las cuales el espacio absoluto aparecía como principal sospechoso. Es ésta la forma en que Einstein realiza tal limpia, en la que, por cierto, se deshace al mismo tiempo del éter, juzgándolo como irrelevante, lo que implica la innovación que justifica que se lea dicho artículo como el origen de la relatividad especial.
En este sentido, lo primero que hace Einstein es definir qué significa que dos eventos sean simultáneos. Es imposible aquí entrar en los detalles técnicos de la definición, pero baste con decir que los párrafos dedicados a ese propósito cumplen la tarea de proporcionar una serie de operaciones que se puede realizar con pulsos de luz para sincronizar dos relojes. Esta forma de definición operativa, en la cual el significado de un término teórico como “tiempo” se equipara al conjunto de reglas que hay que satisfacer para medirlo, es similar a una propuesta previa de Poincaré y, por su uso de haces de luz, liga de manera inextricable los conceptos de tiempo, espacio y la velocidad de la luz.
Con la definición de simultaneidad, Einstein explica qué significa un intervalo de tiempo y, a continuación, postula dos principios a partir de los cuales construye deductivamente las reglas para describir la electrodinámica de objetos en movimiento. Los postulados son: 1) las leyes de acuerdo con las cuales cambian los estados de los sistemas físicos no dependen de si estos cambios de estado se refieren a uno u otro de los dos sistemas de coordenadas que se encuentran en movimiento relativo de traslación uniforme (como el imán y el conductor); 2) cualquier rayo de luz se propaga en un sistema de coordenadas en reposo con cierta velocidad V independientemente de si este rayo de luz ha sido emitido por un cuerpo en reposo o en movimiento. En este caso: velocidad = trayectoria de la luz/intervalo de tiempo, donde el concepto de intervalo de tiempo se debe entender en el contexto de la definición presentada en 1).
Con estos tres ingredientes —definición operativa de intervalo de tiempo, principio de relatividad y principio de constancia de la velocidad de la luz—, Einstein deduce que la forma en la que se transforman las ecuaciones de Maxwell cuando cambiamos de un observador a otro son exactamente las transformaciones de Lorentz, pero que ahora son interpretadas de la siguiente forma: cómo la cantidad de tiempo que transcurre y la longitud de los objetos dependen de la velocidad de quien las mide. En este nuevo lenguaje, el problema original del imán y el conductor tiene descripciones simétricas sin importar a cuál de los dos se describa (notoriamente, éste es un postulado de la teoría) y, por satisfacer las transformaciones de Lorentz, constituye una solución al experimento de Michelson y Morley (aunque esto no haya sido su objetivo). Es éste el punto importante: a diferencia de las explicaciones mecánicas de la propagación de la luz, que requerían la construcción de modelos específicos de la constitución del éter y la materia (y suponían fenómenos como la contracción de éter debido al paso de objetos por él), el tratamiento puramente “axiomático” de la formulación de Einstein le permite explicar los mismos fenómenos pero con menos hipótesis, como la existencia del éter, y sobre todo, con una mayor simetría. Misión cumplida.
Resulta interesante que el ingrediente secreto de la receta de Einstein, el tratamiento axiomático de la teoría, tenga como principal inspiración la otra gran imagen del mundo, que hasta este momento parecía desconectada de esta discusión: la termodinámica. La característica más fértil de dicha teoría es que, partiendo de unas leyes sobre la dinámica de objetos muy abstractos, la energía y la entropía es capaz de establecer relaciones entre variables medibles sin construir ningún modelo de los detalles de la interacción. Esto se debe, precisamente, a que el Einstein de principios del siglo XX estaba convencido de que tal debía de ser el proceder de todas las teorías físicas y, en gran medida, a que la influencia de sus estudios en termodinámica, que llevaban al origen de la relatividad, tiene un peso comparable a la crítica positivista de Mach que mencionaba previamente.
El ejemplo más importante en ese sentido es el modelo de construcción de las teorías que Einstein defiende. Mi insistencia inicial en cuanto a la independencia de los argumentos relativistas de los resultados de Michelson y Morley es justamente el hecho de que él está convencido de que no es posible deducir los principios de una teoría a partir de los datos exclusiva mente. Puesto que no hay una conexión directa entre las inferencias que uno puede extraer de los datos y las leyes, las ecuaciones fundamentales o los axiomas de una teoría, tenemos libertad total para postularlos sin necesidad de citar evidencia empírica en su favor, siempre y cuando mostremos que las consecuencias observables que se siguen de esos postulados coinciden con la evidencia que tenemos. En particular, no es necesario que dichas consecuencias se deduzcan del uso de modelos mecánicos (del tipo “este engrane da vuelta y empuja la canica que cae y le pega al resorte”), es suficiente con que se pueda establecer un argumento matemático entre lo postulado y lo observable.
¿Cuál es el mejor ejemplo de una teoría así?: la termodinámica. Hablemos entonces de dos “tipos de teorías”: aquellas en las que se construyen los principios y aquellas en las que se postulan. El problema inmediato de concebir que los principios no provienen de manera directa de los datos y que uno los puede postular, es la posibilidad de que, frente a la misma evidencia, exista más de una teoría que en sus propios términos explique tales datos. De hecho, la situación en la que aparece la relatividad es una clara muestra de ello: la teoría de la materia electromagnética de Larmor, la teoría del electrón de Lorentz y la teoría de la relatividad de Einstein (entre otras) son equivalentes empíricos en lo que respecta a la medición de la velocidad de la luz (porque las tres concluyen que se debe usar la estructura matemática de las transformaciones de Lorentz). De hecho, un físico inglés de la época podría leer el artículo de su colega alemán como irrelevante, puesto que, en la tradición en la que se hallaba inscrito, la teoría de Larmor explicaba además propiedades de la constitución de la materia. La historia de cómo, entre tales rivales, la teoría menos intuitiva (la relatividad) se convirtió, muchos años después, en la que se enseña en todas las universidades del mundo, es materia para un estudio completamente distinto y por ahora sólo quiero centrarme en los argumentos que su autor esgrimía para defenderla.
Nos encontramos así frente a un problema clásico en la filosofía de la ciencia, conocido en el lenguaje contemporáneo como la subdeterminación de las teorías por la evidencia empírica: si es posible que más de una teoría explique satisfactoriamente los datos, ¿cómo elegimos entre ellas? Un estudio de Gerald Holton sobre la construcción de teorías, y que aborda en detalle el caso de Einstein, sugiere que los saltos existentes entre la evidencia que explican y los principios de los que parte la explicación son llenados con consideraciones temáticas que no son necesariamente lógicas; son guías heurísticas que responden al sentido de la estética específica de un autor o a una cultura científica, incluso a la metafísica aceptable en un contexto particular. En el caso que nos ocupa, podemos citar tres de estas consideraciones temáticas.
La unidad. El mejor ejemplo se encuentra en la ecuaciones de Maxwell, que describen los fenómenos eléctricos y magnéticos en términos de una sola entidad (el campo electromagnético). La renuncia al éter que propone Einstein hace que esa misma entidad explique además los fenómenos ópticos.
La simplicidad. Si bien siempre se requieren suposiciones para llenar el salto entre los datos y las ecuaciones, debemos preferir las teorías que tengan la menor cantidad de éstas, por supuesto, sin comprometer su poder explicativo. Si podemos prescindir del éter sin dejar de explicar fenómenos, debemos hacerlo.
La simetría. Por razones que podemos considerar puramente estéticas, Einstein estaba convencido de que las descripciones matemáticas más simétricas tienen mayor valor epistémico. En este sentido parece compartir la opinión del poeta Paul Valéry citado al inicio de este texto, y encuentra en la simetría la guía e innovación de su propuesta.
No sólo en la relatividad especial, sino a lo largo de todo su proyecto científico podemos encontrar la simetría como la cereza del pastel del “proyecto Einstein”, como el elemento que, en su opinión, caracteriza las explicaciones con mayor valor científico.
Conclusiones: el lenguaje y la modernidad Recopilando entonces los elementos más importantes de la discusión anterior, encontramos que, a diferencia de algunas reconstrucciones históricas que enarbolan como el elemento que motivó la aparición de la relatividad a la evidencia empírica, el experimento de Michelson y Morley, y la insatisfacción ante la solución ad hoc de interpretar las transformaciones de Lorentz como contracciones del éter, en el recuento aquí expuesto, las ideas de Einstein compiten con teorías rivales genuinas (como la de Larmor). Para un físico teórico de aquél momento, la elección entre ellas no era, en ningún sentido trivial, es decir, la relatividad no aparece sola y no era posible apelar a la “verdad” para distinguir entre ella y otras teorías. Así, puesto que las distintas alternativas explicaban la misma evidencia y llegaban a las mismas conclusiones matemáticas —esto es, las transformaciones de Lorentz—, la diferencia entre ellas radicaba en la forma de presentar e interpretar los resultados (construcción vs. postulación de los principios) en cuanto al tipo de entidades teóricas que supone (éter o un tiempo y un espacio relativos) lo que se entendía por explicación (modelo mecánico de interacciones vs. descripción matemática abstracta). Finalmente, estaban los criterios para elegir entre las distintas teorías, en particular, la preferencia de Einstein por la simetría. En lo que se refiere a la motivación original de aclarar las características de la práctica de la física teórica moderna, quiero subrayar el hecho de que las diferencias epistemológicas que suscitaba la relatividad son comentarios metacientíficos, filosóficos si se quiere, sobre los criterios que debe de usar la ciencia para evaluar el mérito de teorías rivales. En este sentido, el ascenso del poder explicativo que la relatividad de 1905 le concede al lenguaje matemático —según el cual, para explicar un fenómeno basta con tener conexiones deductivas abstractas que parten de los postulados— se convierte en la puerta de entrada de teorías muy generales, muy poco intuitivas y muy exitosas empíricamente, características claras de nuestras teorías contemporáneas. En tanto que este ascenso semántico devalúa los modelos mecánicos como los mejores representantes de la explicación física, las teorías que lo suscriben pueden entonces deshacerse de entidades que servían para cumplir ese papel, como el éter. El precio que hay que pagar por la restructuración de lo que significa una teoría es la pérdida de aquella conexión inferencial sólida que existía entre la descripción matemática y la ontología que implica, por lo que a partir de ese momento la conexión entre modelos matemáticos y datos requiere una interpretación, por ejemplo ¿qué significan las transformaciones de Lorentz? Es ahí donde Einstein sugiere que un criterio para elegir entre interpretaciones alternativas, es buscar aquella con mayor simetría.
Todas las consideraciones mencionadas en el párrafo anterior están presentes en la teoría de la relatividad especial (espero que, después de todo lo dicho, esto sea claro), pero además las encontramos de manera muy similar en la física cuántica, en la relatividad general, en las teorías físicas contemporáneas, en los programas de fundamentación de la matemática que surgen también a principios del siglo XX y en los de filosofía de la ciencia de esa misma época. Estos metacomentarios sobre la normativa de las disciplinas, el reconocimiento del papel central del lenguaje en nuestra comprensión del mundo y el reconocimiento de la necesidad de incluir elementos metaempíricos (como la simetría) para elegir entre alternativas rivales, son todos rasgos de la modernidad en la física teórica. Sólo en esa modernidad un poeta puede apreciar la belleza que expresa Valéry, sólo en esa modernidad puede la simetría jugar un
papel tan relevante para la física. |
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Referencias Bibliográficas
Crelinsten, Jeffrey. 2006. Einstein’s Jury: the Race to Test Relativity. Princeton University Press, Princeton. |
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Nicolás Gaudenzi Fernández
Posgrado en Filosofía de la Ciencia,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo → Gaudenzi Fernández, Nicolás. 2014. La noción de simetría en la conformación de las teorías físicas modernas. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 6-46. [En línea]. |