Charles Darwin: el hombre y sus mitos
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Peter J. Bowler
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La teoría de evolución mediante selección natural de Charles Darwin ha sido descrita quizá como la teoría científica más innovadora y más radical jamás propuesta. Para algunos ateos, como Richard Dawkins y Daniel Dennet, es el “ácido universal” que disuelve toda esa fábrica de ideas provenientes de la concepción tradicional de que el mundo fue diseñado por Dios, con los humanos jugando un papel central en el drama cósmico. Quienes desean preservar los valores tradicionales naturalmente reaccionan de manera violenta, de modo que las estridencias de los creacionistas modernos no hacen sino continuar con la misma hostilidad expresada por los pensadores conservadores de tiempos del propio Darwin.
El hombre que propuso esa idea polémica ha adquirido inevitablemente un estatus de ícono para aquellos que han vivido sus consecuencias, considerándolo, en función de sus ideas, como un héroe o un villano. El hecho de que se hayan planeado tantas celebraciones para el bicentenario del nacimiento de Darwin es un indicador del estatus que ha alcanzado como el padre fundador de la ciencia moderna. Me pregunto lo que harán los creacionistas con respecto de este gran acontecimiento. Pero el mero hecho de que Darwin sea uno de los pocos científicos de quien casi todo mundo ha oído hablar significa que el mundo está repleto de historias sobre su vida y sus logros. Todos sabemos de su trabajo en las Islas Galápagos, y muchos creen que allí fue donde sufrió una especie de experiencia “eureka” que lo convirtió en un evolucionista. Hay muchas otras historias que circulan acerca de su vida y su obra, todas con la pretensión de dar una versión verdadera de los hechos, aunque todas diseñadas de una u otra forma para reforzar nuestras ideas sobre la importancia de sus logros. A estas historias se refieren los “mitos” del título de este texto, y me disculpo ante cualquier académico que considere que hago un mal uso del término, pero se ha vuelto un término estándar para los historiadores de la ciencia que abordan el origen de las principales iniciativas teóricas. Entiendo por “mitos” aquellas historias sobre descubrimientos que normalmente se basan en hechos, aunque no sea más que de manera laxa, pero que al examinarse más de cerca resultan ser distorsiones o interpretaciones erróneas de lo que realmente ocurrió. En el caso de Darwin disponemos de una enorme cantidad de material documental, gran parte de la cual ha sido publicada o puesta en línea, lo que permite a los historiadores evaluar la validez de las historias convencionales que se cuentan sobre su vida.Sin embargo, sería más importante dirigir nuestros esfuerzos hacia la comprensión de cómo y por qué fueron creados tales mitos sobre su vida. Algunos provienen de la autorrepresentación que elaboró Darwin en su Autobiografía. Otros intentan esclarecer algún aspecto de su trabajo, frecuentemente haciendo un juicio sobre lo que fue realmente importante. Algunas de estas evaluaciones se hicieron en tiempos del mismo Darwin, mientras que otras se basan en anacronismos, es decir, en una evaluación contemporánea de lo que fue más importante en su obra. Otros cuantos son poco menos que mentiras completas lanzadas para desacreditar la teoría, como la afirmación, repetida por los creacionistas, de que en su lecho de muerte se reconvirtió al cristianismo. Mi argumentación nos llevará por una serie de esas historias, lo que resulta así una biografía basada en los mitos creados a lo largo de la vida de Darwin. Pero, lo más importante es que esbozaré los esfuerzos de los historiadores modernos por desafiar esos mitos. De esta manera, mi intención es brindar una visión general de cómo vivió y qué hizo, pero con un giro que la hará más interesante que una simple exposición de lo que nos cuentan los documentos. Comentaré también cómo y por qué las distorsiones han infectado las historias, para ayudar, espero, a entender las diferentes formas en que la gente ha reaccionado a la teoría de Darwin.
También mostraré cómo trabajan los historiadores de la ciencia, especialmente cuando abordan los “grandes temas”. Buena parte de nuestro trabajo no tiene que ver con la obtención de nueva información sobre el desarrollo de la ciencia —aunque ciertamente hay mucho que hacer al respecto—, sino con una revaloración de lo que pensamos que ya se ha hecho. El interés de la gente, incluidos los científicos en activo, por ciertos logros del pasado, frecuentemente se ha visto influenciado por razones particulares relacionadas con nuestra perspectiva moderna. En algunos casos este enfoque hacia el pasado ha distorsionado la imagen de lo que ha ocurrido en una forma que violenta cualquier evaluación basada en evidencia. Tales distorsiones dan una impresión errónea no solamente de los propios sucesos, sino de cómo se desarrolla la ciencia en sí misma.
Al desafiar estos mitos sobre el pasado, los historiadores de la ciencia buscan promover una reflexión más profunda sobre la naturaleza y el impacto de la ciencia. No pretendemos que las interpretaciones que ofrecemos sean en sí mismas puramente factuales —de hecho seguiremos peleando como perros y gatos sobre algunos puntos— sino que pretendemos alentar a todo mundo a pensar con más cuidado sobre lo que los historiadores nos han estado contando acerca de la historia de la ciencia, y hacer al menos un esfuerzo para estar seguros de que hay una serie de evidencias de lo que se ha asumido como cierto.
Un joven geólogo
El padre de Darwin fue un médico eminente y empresario acaudalado, un miembro de la clase media en ascenso que ganaba influencia a medida que la revolución industrial progresaba. Su familia estaba relacionada con los Wedgwoods, famosos alfareros, y Darwin se casaría con su prima, Emma Wedgwood. El joven Darwin no era muy bueno en la escuela, aunque eventualmente fue enviado a estudiar medicina en Edimburgo con la intención de seguir la carrera de su padre. Aquí encontramos nuestros primeros mitos, que en este caso fueron creados por el propio Darwin en su Autobiografía. Sus estudios médicos le resultaron repugnantes y los abandonó después de un par de años, de modo que en sus reminiscencias posteriores tuvo en baja estima este periodo de su vida en Edimburgo, considerando que tuvo pocas consecuencias. En particular refiere que no se impresionó cuando un compañero estudiante, Robert Edmond Grant, alabó la teoría evolucionista del biólogo francés Jean Baptiste Lamarck. Grant era política y culturalmente radical, y posteriormente fue profesor de zoología en el University College de Londres, aunque quedó marginado de la comunidad científica por sus ideas materialistas. Podemos apreciar fácilmente por qué Darwin, siempre consciente de su propio estatus social, no quiso admitir que había sido impresionado por un pensador de tan mala fama. Sin embargo, Philip Sloan y otros historiadores que han estudiado la correspondencia de Darwin y sus cuadernos de notas de este periodo muestran que trabajó con Grant sobre los invertebrados marinos que había colectado en Firth of Forth (un fiordo del río Forth en la costa occidental de Escocia). Más aún, el interés de Darwin por las criaturas entonces conocidas como zoofitas (corales y organismos similares) parece haber sido inspirado por la idea de Grant de que formaban un puente evolutivo entre los reinos vegetal y animal. De esta forma, el periodo en Edimburgo ha sido revalorado como un episodio importante en la biografía intelectual de Darwin, a pesar de sus propios esfuerzos por minimizar su relevancia.
Al abandonar la medicina, Darwin tuvo que buscar otra carrera y decidió prepararse para convertirse en clérigo de la Iglesia de Inglaterra —hasta este momento parece haber conservado una fe cristiana convencional. Había una larga tradición de vicarios rurales anglicanos que hacían un buen trabajo en historia natural. Después de un corto periodo con un tutor privado, Darwin ingresó al Christ’s College, en Cambridge, a fines de 1827. Se reconoce generalmente que no iba con el propósito de estudiar ciencia, aunque en realidad nadie entonces podía estudiar ciencia como pregraduado ni en Oxford ni en Cambridge. Pero existe la creencia errónea, aunque muy difundida, de que estaba estudiando para obtener un grado en teología, una suposición fácil de hacer dadas sus intenciones. Sin embargo, su propósito era obtener un grado en Artes (lo que llamaríamos Humanidades), que era el preludio normal para estudiar y recibir las órdenes religiosas, el cual obtuvo sin mayor distinción, aunque trabajó mucho más intensamente en estudios extracurriculares con el profesor de geología Adam Sedgwick y el profesor de botánica John Stevens Henslow.
El trabajo que hizo Darwin con Sedgwick lo ayudó a definir la primera parte de su carrera científica. Se olvida con frecuencia que obtuvo su primera reputación como científico en el campo de la geología, no en historia natural. Sólo recientemente hemos visto publicado por Sandra Herbert el primer estudio importante de esta parte de su obra. Hizo una expedición geológica a Gales con Sedgwick, quien le enseño las nuevas técnicas para obtener las secuencias de las formaciones geológicas (Sedgwick fue quien definió la formación conocida como Cámbrico). Darwin hizo un buen uso de estas habilidades tanto en el viaje del Beagle como posteriormente, aunque pronto cambiaría su perspectiva teórica de la geología. Sedgwick era un catastrofista, que si bien aceptaba que la Tierra era mucho más vieja de lo que implicaba el relato bíblico de la creación, veía sin embargo los procesos de levantamientos y erosión como el resultado de las elevaciones repentinas de la corteza terrestre.
En el viaje del Beagle, Darwin leyó los Principios de geología de Charles Lyell y se convirtió al método uniformitarista de éste, quien explicaba todas las formaciones geológicas como el resultado de cambios graduales que se extendían durante vastos periodos de tiempo. Durante el viaje vio los efectos de los terremotos en las montañas de los Andes, así como evidencias de que las cordilleras montañosas fueron elevadas poco a poco a lo largo de una prolongada serie de terremotos de una violencia no mayor a la que observamos actualmente, y a su regreso publicó ampliamente sobre la geología de Sudamérica. También propuso una teoría para explicar la formación de los arrecifes de coral, basada en el supuesto de que el lecho oceánico se está hundiendo a una velocidad lo suficientemente lenta como para permitir que los animales coralinos sigan construyendo en dirección hacia la superficie (los corales sólo pueden sobrevivir en aguas someras, de forma que la subsidencia tiene que ser lenta o la construcción de arrecifes cesará).
Durante las décadas de 1830 y 1840 Darwin se hizo de reputación como geólogo, y se desempeñó durante un tiempo como secretario de la Sociedad Geológica de Londres. Se volvió un entusiasta promotor de la teoría de la Edad glaciar, pero se equivocó y no entendió sus implicaciones, lo que posteriormente describiría como su “gran falla” en ciencia; su explicación de los llamados, en Escocia, “caminos paralelos de Glen Roy” (glen es una palabra que deriva del galés y significa valle, generalmente un valle largo y profundo), que en realidad son restos de playas formadas cuando el glen estaba cubierto por un lago debido a que su boca estaba bloqueada por un glaciar. Darwin trató de extender su teoría de elevación y subsidencia gradual, sosteniendo que Escocia había estado hundida temporalmente bajo el océano, pero posteriormente se vio forzado a conceder que la teoría de la Edad glaciar ofrecía una mejor explicación. Sus intereses geológicos, especialmente los concernientes a la Edad del hielo de la Tierra, seguirán siendo importantes durante su trabajo sobre evolución. Sin embargo, no debemos olvidar que para la mayoría de la gente, en la década de 1840, Darwin era un prospecto de geólogo prometedor, más que alguien de quien se pudiera esperar que dejaría huella en la teoría de la historia natural.
De la geología al evolucionismo Tras haber hecho la aclaración de que Darwin se hizo de nombre primero como geólogo que como naturalista, tengo que hacer un paréntesis en la historia principal que quiero contar. Permítanme regresar a los años de Cambridge y recordar que cuando salió de allí ya había adquirido un buen entrenamiento tanto en geología como en historia natural, aunque lo había hecho fuera del curriculum que se suponía estudiaba. Fue su promotor principal, el profesor de botánica John Stevens Henslow, quien sugirió el nombre de Darwin al capitán Robert Fitzroy, que buscaba un caballero naturalista que lo acompañara a bordo del H. M. S. Beagle durante el segundo viaje de la nave para cartografiar la costa de Sudamérica. Normalmente, se suponía que el cirujano del barco debía proporcionar la pericia científica en un viaje marino de exploración. Pero Fitzroy había llevado de vuelta la nave en su primer viaje, después de que el capitán se había vuelto loco debido al estrés y el aislamiento que implicaban su solitario puesto (el desafortunado Pringle Stokes no sólo se volvió loco, sino que terminó por pegarse un tiro, y además, un tío de Fitzroy, Lord Castlereagh, también se había suicidado. Fatalmente, el propio Fitzroy terminó suicidándose el 20 de abril de 1865), por lo que quería llevar a alguien con quien pudiera hablar pero sin contravenir los rígidos códigos del protocolo naval. De ahí le surgió la idea de llevar a bordo a un naturalista educado. Después de algunos problemas con su padre, Darwin consiguió el puesto y el Beagle partió de Inglaterra en diciembre de 1831, permaneciendo fuera durante unos cinco años, haciendo la circunnavegación del globo terráqueo después de cumplir con sus deberes en las costas de Sudamérica. Darwin siempre dijo que el viaje del Beagle había sido el acontecimiento decisivo de su carrera. Ciertamente lo decidió a convertirse en un naturalista de tiempo completo en vez de un clérigo amateur (vale la pena hacer notar que nunca fue un científico profesional en un sentido moderno; había muy pocos puestos disponibles en ese tiempo y su familia era lo suficientemente rica como para que Darwin pudiera trabajar de manera independiente). Mientras que el Beagle navegaba de arriba a abajo por la costa de Sudamérica, Darwin pasó gran parte de su tiempo en tierra, llevando a cabo extensos viajes de exploración, primero en las pampas argentinas y luego en las montañas de los Andes. Vio a los nativos de Tierra del Fuego, considerados en ese tiempo como uno de los pueblos más “salvajes” que habitaban la Tierra, y fue testigo del fracaso de los esfuerzos de Fitzroy por civilizarlos cuando regresó a tres de ellos que habían sido llevados a Inglaterra en el viaje previo.
Podría proseguir largo tiempo contando la serie de aventuras que Darwin tuvo durante el viaje y narrando los descubrimientos que hizo en geología, historia natural y antropología. Ya he hecho notar la importancia de su trabajo en geología, pero para seguir con el tema principal de los mitos que rodean a Darwin quiero enfocarme en un solo aspecto de su trabajo: sus experiencias relacionadas con la biogeografía, en particular en las Islas Galápagos.
Creo que el trabajo de Darwin sobre la distribución geográfica de las especies fue uno de los fundamentos más importante de su teoría, ya que al dejar al descubierto la debilidad de la teoría convencional de la creación divina de las especies, lo convirtió a lo que actualmente llamaríamos evolucionismo. También moldeó los fundamentos de la teoría que desarrollaría para reemplazar la teoría de la creación, al forzarlo a pensar en la evolución no como una ladera por la cual la vida ascendía hacia la humanidad, sino como un árbol ramificado sin ninguna línea central de desarrollo. En lugares como las Galápagos, Darwin se percató de que la mejor forma de explicar de dónde vienen las nuevas especies es ver cómo las formas representativas de una forma ancestral común pueden ramificarse en múltiples direcciones cuando quedan aisladas en diferentes localidades. No hay una sola meta porque cada población aislada se adapta según su propio modo al nuevo ambiente, y posteriormente puede convertirse ella misma en el ancestro común de otros grupos de especies divergentes, siempre y cuando ocurran nuevas migraciones. Pueden igualmente extinguirse si se enfrenta a desafíos ambientales a los que no pueda adaptarse. La evolución no está preprogramada, es azarosa y oportunista, completamente dependiente de las oportunidades (con frecuencia completamente impredecibles) que se presentan a los organismos al emigrar hacia nuevas localidades. Todo esto le vino a la mente en las Islas Galápagos, donde encontró, en muchas de las islas, series de especies distintas pero relacionadas. Las Galápagos son un grupo de islas volcánicas situadas en el océano Pacífico, a quinientas millas al oeste de las costas de Ecuador. El Beagle pasó allí algún tiempo en septiembre de 1835, hacia finales del viaje. El mejor ejemplo de los descubrimientos que hizo allí fue el que conocemos actualmente como los pinzones de Darwin, aunque en ese tiempo probablemente fueron más importantes los mímidos (en septiembre de 1835 colectó en San Cristóbal, la primera isla de las Galápagos que visitó, un ejemplar del género Mimus, muy parecido a los que había visto en Sudamérica; poco después, en Floreana, una isla vecina, encontró otros mímidos muy semejantes a los de San Cristóbal, aunque consistentemente diferentes). Hay una serie de especies de pinzones en las diferentes islas que difieren especialmente en la forma de sus picos, los cuales están adaptados a diversas formas de forrajeo para obtener alimento. Cuando Darwin se dio cuenta de que eran distintas especies (hecho que confirmó un eminente ornitólogo cuando regresó a Inglaterra), vio que resultaba muy difícil tomarse en serio la explicación por creación divina. ¿Debería uno creer que el Creador había hecho milagros separados en cada una de estas pequeñas islas situadas en medio del océano? Tenía mucho más sentido imaginar pequeñas poblaciones derivadas de una especie ancestral de Sudamérica que se habían establecido en las islas después de haber cruzado el océano arrastradas por tormentas. Cada una se había adaptado de manera propia a su nuevo hogar. Aquí estaba el fundamento de la teoría de la evolución divergente conducida por la migración y la adaptación.
Existe la creencia popular de que Darwin sufrió una especie de experiencia tipo “eureka” en las Islas Galápagos, pero éste es otro de los mitos que han sido rebatidos mediante un estudio cuidadoso de sus cuadernos de notas y cartas. John Van Wyhe, fundador de la página en la red “Darwin-online”, afirmó recientemente que toda esa historia del papel crucial de las Galápagos es un cuento que fabricaron los historiadores de mediados del siglo XX, quienes estaban fascinados por el libro clásico de David Lack de 1947, Los pinzones de Darwin. Señala que en la introducción de El origen de las especies, Darwin se refiere solamente a la biogeografía de Sudamérica como el fundamento de sus ideas, y no a las Galápagos específicamente. Las explicaciones históricas más tempranas de su trabajo no se enfocaron en las islas. Por otra parte, hay una discusión sustancial sobre las Islas Galápagos en el texto de El origen de las especies, y la explicación que da Darwin en su libro El viaje del Beagle destaca que, al estudiarlas, uno es arrastrado hacia ese “misterio de misterios”, es decir, el primer origen de nuevas formas orgánicas. Creo que las Galápagos fueron importantes porque enfatizaron ideas que Darwin ya tenía de estudios más amplios de biogeografía en el continente. Por otra parte, la idea de que Darwin sufrió una experiencia “eureka” cuando estaba en las islas ha sido rebatida por el estudio detallado de los cuadernos y cartas que hizo Frank Sulloway. Parece que Darwin no reconoció la importancia de las diferentes formas hasta que ya casi se iba, así que tuvo que recolectar especímenes sin etiquetarlos y sin saber de cuál isla procedían. Afortunadamente, otros miembros de la tripulación también eran naturalistas aficionados y habían hecho una colecta más cuidadosa, de modo que Darwin fue capaz de armar gradualmente una imagen de cómo estaban distribuidas las diferentes especies sobre las islas. Pero ello ocurrió durante el viaje de regreso, y la historia no estuvo realmente completa hasta que el ornitólogo John Gould confirmó que los pinzones eran especies distintas y no meras variedades locales de una sola forma. Así, las ideas convencionales acerca del trabajo de Darwin en las Galápagos están un tanto distorsionadas en cuanto a lo que en el fondo era una interpretación coherente del significado de las islas. En realidad, yo diría que en este caso el mito sirve para un propósito útil, ya que capta la atención del público hacia la biogeografía como el área clave de la ciencia que condujo a Darwin a su descubrimiento. También, con demasiada frecuencia la gente asocia la evolución con el registro fósil. Es cierto que Darwin descubrió fósiles en tierra firme en Sudamérica que fueron importantes para confirmar que el continente siempre ha tenido una fauna distintiva y propia, y no tanto porque proporcionaran evidencia directa de la evolución. Sin embargo, Darwin siempre mantuvo que el registro fósil era demasiado incompleto para permitir reconstruir el curso detallado de la evolución. Al enfocar la atención de la gente en la biogeografía más que en el registro fósil, la historia de las Galápagos brinda a cualquiera una mejor comprensión sobre la fuente de donde provino su teoría. La formulación de la teoría Poco después de que el Beagle había regresado a Inglaterra en 1836, Darwin se convenció de que la teoría de la creación divina de las especies debería ser reemplazada por alguna forma de evolucionismo —lo que entonces llamaba la teoría de la transmutación. Los cuadernos que escribió en los años siguientes muestran el proceso lento por el cual fue descubriendo el camino hacia la teoría de la selección natural. Éstos han sido estudiados ampliamente por los historiadores y han aclarado mucho el proceso creativo involucrado en la construcción de la teoría. La biogeografía lo condujo rápidamente hacia la idea de una evolución ramificada guiada por la adaptación de las poblaciones expuestas a condiciones nuevas. Pronto cambió su interés hacia el estudio del trabajo que hacían los criadores de animales, lo cual le ayudó a ver el grado de variación dentro de las poblaciones, y lo orientó también, directa o indirectamente, hacia la idea de la selección. En cierto sentido, la pregunta central que surgió fue: ¿hay un proceso natural que pueda reemplazar la selección artificial practicada por los criadores? La respuesta a esta interrogante le vino cuando leía el Ensayo sobre el principio de la población de Thomas Malthus, quien argumentaba que la gente tendía naturalmente a producir más hijos de los que los recursos disponibles podían sustentar. Al menos en el caso de las tribus primitivas, Malthus hacía notar que la presión de la población conduciría hacia una “lucha por la existencia”, cuyo resultado determinaría quién viviría y quién moriría. Allí se encontraba la base del mecanismo de la selección natural. Darwin afirma en su Autobiografía que leyó a Malthus por mero “entretenimiento”, lo que ha permitido a aquellos comentaristas modernos que ven a Darwin como un científico puro afirmar que en realidad la ideología que representaba Malthus tuvo poco influencia en su teoría. Malthus se había pronunciado en contra de que el Estado apoyara a los pobres afirmando que la divina providencia había ordenado la pobreza y la penuria como incentivos para el ahorro y el trabajo duro. Sabemos ahora por los cuadernos de Darwin que su lectura de Malthus fue todo menos accidental, fue parte de un programa más amplio para investigar las consecuencias de incluir la raza humana dentro de un marco evolutivo. Darwin necesitaba claves que le ayudaran a entender cómo había sido moldeada la naturaleza humana por nuestros orígenes animales. Actualmente pocos historiadores dudan que hubo una influencia significativa del entorno cultural de la época sobre las ideas de Darwin acerca de la selección natural. Este punto fue reafirmado hace algunos años por la popular biografía escrita por Adrian Desmond y James Moore, la cual da la imagen de Darwin como la de un pensador angustiado por la amenaza potencial que representaba su teoría hacia los valores morales y religiosos convencionales. Más recientemente, el equipo Desmond-Moore ha hecho una interpretación aún más radical de la aportación de los temas vigentes en su tiempo sobre el pensamiento de Darwin. En su nuevo libro, La causa sagrada de Darwin, argumentan que fue su odio a la esclavitud lo que lo condujo hacia su modelo evolutivo. Sabemos que toda la familia de Darwin tomó parte activa en la campaña contra el comercio de esclavos y que él presenció directamente los terribles efectos de la esclavitud cuando estuvo en Sudamérica. Desmond y Moore destacan que uno de los principales argumentos empleados por quienes apoyaban la esclavitud fue que las razas blanca y negra habían sido creadas por separado. La raza negra no descendía de Adán, por lo que representaba una especie distinta y, desde luego, inferior. Darwin apoyaba la tesis bíblica de que todos los humanos compartían un mismo ancestro y, a partir de allí —según Desmond y Moore— se dio cuenta de que la mejor forma de apoyar esta posición era argumentar que las formas relacionadas en el reino animal también habían divergido de un ancestro común. Este punto de vista revisionista del origen de la teoría ha llamado mucho la atención, especialmente en Norteamérica, donde la afirmación de que el darwinismo ha sido responsable de promover el odio racial es aprovechada por los creacionistas. La referencia a la idea bíblica sobre el origen de la raza humana en esta nueva tesis resulta particularmente irónica, dada la tendencia de la teoría de Darwin a socavar la mayoría de las demás ideas tradicionales sobre la creación divina. El primer libro de Desmond y Moore ciertamente apoyaba la idea popular de que Darwin deliberadamente se abstuvo de publicar su teoría debido a su miedo a la reacción pública. En 1844 había escrito un ensayo sustancial describiendo su teoría, un esbozo de El origen de las especies, mas no publicó nada sobre el tema durante los siguientes quince años. Considerando los sentimientos de su esposa, la posibilidad de una reacción adversa era demasiado obvia. En 1839 se había casado con su prima, Emma Wedgwood, y tres años después se habían establecido en Down House, en Kent. Darwin se había convertido en el escudero no oficial de esta aldea, una posición social de la cual estaba perfectamente consciente y que se vería amenazada por cualquier protesta pública. Emma, que igualmente asumía con toda seriedad su profunda religiosidad, se percataba claramente de que las ideas de su marido amenazaban con socavar sus creencias tradicionales. En un escrito a Hooker, Darwin comentaba que el desafiar la creación divina era como “confesar un asesinato”, una expresión que ha sido interpretada ampliamente como muestra de que se mantenía reacio a publicar su teoría. La suposición de que Darwin retrasó deliberadamente la publicación de su trabajo ha sido desafiada recientemente por John Van Wyhe, quien señala que cuando la cita “cometer un asesinato” se pone en contexto, parece mucho más algo escrito con ironía. Además de ése, hay muy pocos enunciados en las cartas de Darwin que indiquen que tuviera miedo de publicar. Van Wyhe argumenta que Darwin simplemente estaba ocupado en terminar otros trabajos. Para empezar estaban los libros sobre geología, además de que en la década de 1840 había iniciado un estudio importante sobre los percebes, que era entonces un grupo de animales poco conocido. Esta empresa había sido motivada a raíz de algunos especímenes anómalos que había traído de su viaje del Beagle, aunque se había convertido en un proyecto enorme y muy demandante que eventualmente condujo a la publicación de cuatro volúmenes altamente técnicos a principios de la década de 1850. El proyecto ayudó indirectamente a su teoría, ya que arrojó mucha luz sobre el tipo de estructuras que podía producir la selección natural, además de darle a Darwin una reputación como naturalista. Van Wyhe destaca que fue sólo después de que estos volúmenes estuvieron en la imprenta cuando Darwin empezó a pensar en publicar su teoría. Pero los años intermedios de la década de 1850 fueron también un tiempo en que los científicos, e incluso algunos pensadores religiosos, se sintieron más incómodos con la idea de que ocurrieran frecuentes intervenciones divinas en el mundo. Así, permanece aún sin resolverse el asunto de si Darwin realmente se rehusaba a publicar por miedo a las consecuencias. Personalmente creo que había cierta molestia persistente sobre este asunto y que lo motivó a dirigir sus esfuerzos hacia otros trabajos. Otro factor que limitó los esfuerzos de Darwin fue su enfermedad crónica, la cual se desarrolló durante la década de 1850 y lo incapacitó para trabajar adecuadamente gran parte del tiempo. Los médicos que han escrito sobre este asunto todavía discuten una serie de posibles explicaciones sobre la causa de sus náuseas, debilidad y otros síntomas. Las dolencias pueden haber tenido un origen parcialmente nervioso. A Darwin se le había vuelto difícil tolerar el nerviosismo de los encuentros públicos. Actualmente muchos suponen que Darwin se había convertido en una especie de recluso, encerrado en su retiro de Down. Pero esto no es sino otro mito. Down está en realidad muy cerca de Londres, adonde Darwin continuaba viajando regularmente para trabajar en bibliotecas y museos. Aún más importante es que ya había un servicio postal regular y eficiente, que le permitió construir una enorme red de correspondencia por todo el país y por todo el mundo. Tanto amigos como colegas naturalistas lo visitaban en Down, incluido el geólogo Lyell, el botánico Hooker y ocasionalmente el joven Thomas Henry Huxley. A mediados de la década de 1850 Lyell y Hooker habían comentado con Darwin su teoría y le habían insistido que la publicara cuanto antes. Darwin empezó a trabajar en el asunto hasta avanzar un mamotreto de tres volúmenes, pero su trabajo se vio interrumpido en 1858 por la llegada de un escrito de Alfred Russel Wallace que contenía la propuesta de una teoría similar a la suya. Se han escrito muchas tonterías sobre el “codescubrimiento” de la selección natural por Darwin y Wallace. En realidad, éste no fue el caso de un descubrimiento simultáneo porque Darwin había estado trabajando en su teoría durante veinte años. Inicialmente Wallace abordó el problema desde la misma dirección que Darwin, es decir, desde el estudio de la distribución geográfica. Estaba colectando especímenes en lo que actualmente conocemos como Indonesia cuando concibió su idea de la selección natural. Pero había diferencias significativas entre las propuestas. Wallace no hizo estudios sobre la crianza de animales y nunca aceptó la analogía que vio Darwin entre selección artificial y natural. La lectura de su artículo de 1858 (“On the tendency of varieties to depart indefinitely from the original type”, leído junto con el texto de Darwin el 1 de julio de 1858 en una reunión extraordinaria de la Linnean Society of London) me sugiere que en ese entonces tenía solamente un entendimiento superficial de cómo actuaba la selección natural sobre las variantes individuales, lo cual es el núcleo de la teoría de Darwin. Wallace estaba mucho más interesado en la eliminación de las variedades locales menos adaptadas de una especie, es decir, lo que conocemos como subespecies. De cualquier modo, ciertamente había grandes semejanzas con la idea de Darwin, por lo que éste se aterrorizó cuando el artículo de Wallace llegó por correo a las puertas de su casa. Llamó a Lyell y a Hooker, quienes organizaron la lectura conjunta de sus artículos en la Linnean Society, lo que hizo de dicha reunión la primera presentación pública de la teoría. Luego se puso a escribir la versión resumida de su “gran libro”, que resultó en lo que conocemos como El origen de las especies. No es éste el lugar para contar la historia completa de los debates que desató El origen. Muchos pensadores conservadores reaccionaron con horror hacia una teoría que parecía negar no sólo la creación divina, sino cualquier designio o propósito en el mundo natural. Algunas de las confrontaciones han adquirido por sí mismas un estatus mítico. Quizá la mejor conocida sea la confrontación entre el “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley, y el obispo de Oxford, Samuel Wilbeforce, en el encuentro de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. Darwin mismo no asistió —por entonces no podía tolerar la agitación de ese tipo de eventos públicos— pero Wilbeforce atacó su teoría por su tendencia a socavar la religión y a ligar la humanidad con los monos. Según la interpretación clásica de ese encuentro, narrada en los libros de texto, Huxley apabulló al obispo al afirmar que él prefería descender de un mono que de alguien que hacía un mal uso de su posición para atacar una teoría que no entendía. Sin embargo, los historiadores modernos han cotejado las cartas y agendas escritos por personas que realmente estuvieron presentes en el debate, y han demostrado que el discurso de Huxley no se consideró particularmente contundente; de hecho, fue un discurso del botánico Hooker el que dio el mayor apoyo a Darwin. Esta historia del triunfo de Huxley fue manufacturada por una generación posterior de darwinistas para simbolizar la derrota de la teoría sostenida por el oscurantismo religioso. Con el establecimiento del darwinismo moderno a mediados del siglo XX, la historia persistió durante un buen tiempo sin que nadie la desafiara, hasta que la siguiente generación de historiadores comenzó a poner a prueba sus fundamentos. La frágil naturaleza de nuestro entendimiento sobre el encuentro Huxley-Wilbeforce simboliza otro equívoco más extendido acerca de lo que representó la teoría de Darwin para sus contemporáneos. Durante el curso de la década de 1860, el “darwinismo” se convirtió en una teoría ampliamente aceptada, aunque en ese tiempo ello significaba poco más que un apoyo general a la idea de evolución. Sin embargo, persistía la duda, ampliamente extendida, de que la teoría de la selección natural de Darwin brindara una explicación viable acerca de cómo operaba el proceso. Incluso Huxley no creyó que la selección fuera la historia completa, según se deduce de los argumentos que usó en su campaña para socavar la autoridad del establishment religioso. Científicos profundamente religiosos, como el botánico Asa Gray, el principal adherente de Darwin en Estados Unidos, pensaba que la variación entre las poblaciones no era azarosa, sino que se producía principalmente en la dirección benéfica para las especies, lo cual reflejaba un elemento de diseño introducido por el Creador en las leyes de la naturaleza. Al final hubo una clara aceptación general de la evolución, aunque la mayoría de las primeras generaciones de “darwinistas” seguían creyendo que algo con más propósito que la selección natural operaba en la evolución, asegurando así su progreso continuo hacia formas superiores. La imagen de que el fin del siglo XIX estuvo dominado por un darwinismo materialista es en sí misma un mito, promovida por las últimas generaciones de laicos que tenían a Huxley como su héroe. De manera un tanto paradójica, también fue apoyada por sus oponentes. Eminentes figuras literarias como Samuel Butler y posteriormente George Bernard Shaw reaccionaron contra el materialismo de la teoría de la selección natural con un nivel de rechazo tan profundo como el expresado por clérigos como Wilbeforce. Les gustaba proyectarse a sí mismos como víctimas de una ortodoxia darwinista cruda que se había apoderado de la ciencia y la cultura de las postrimerías de la época victoriana. En realidad, Shaw concibió su propia versión de “evolución creativa” como el fundamento de una nueva teoría no materialista que desplazaría al darwinismo. A pesar de todas sus estridencias, el darwinismo que atacó no fue más que un producto de su imaginación. Los biólogos de fines del siglo XIX que aceptaron la selección natural como el mecanismo único de evolución pueden contarse con los dedos de una sola mano. La mayoría de los científicos y figuras literarias le dieron un peso mayor a mecanismos no seleccionistas de evolución, entre los cuales el más obvio es el de la herencia de caracteres adquiridos de la teoría lamarckista. Aquí debo hacer una digresión para explicar este mecanismo alternativo. Mucho antes de Darwin, el biólogo francés Jean Baptiste Lamarck había propuesto la teoría de una evolución guiada por el propio esfuerzo de los animales para enfrentar los cambios en sus ambientes. Era la teoría que Robert Grant había adoptado cuando Darwin estaba en Edimburgo. Los caracteres adquiridos eran aquellos desarrollados por un animal durante el curso de su propia vida por medio de sus propios esfuerzos. El ejemplo más obvio en los humano sería el de los músculos protuberantes de un levantador de pesas. Si caracteres de ese tipo se pudieran transmitir a las siguientes generaciones, las poblaciones serían capaces de adaptarse a las nuevas condiciones cambiando sus hábitos y construyendo las estructuras adecuadas. Habría un propósito en la evolución que surgiría, no de la creación divina, sino de la conducta creativa de los seres vivientes. Esta era la alternativa que preferían Butler y Shaw, y que también fue muy popular entre los científicos. En realidad, lo que llegó a conocerse como “neolamarckismo” era una fuerza poderosa a la que Julian Huxley (el nieto de Thomas Henry) describiría posteriormente como “el eclipse del darwinismo” ocurrido alrededor de 1900. El mismo Darwin aceptó que el lamarckismo jugaba un papel secundario, pero existe una creencia ampliamente extendida de que hacia el final de su vida le dio una mayor importancia, a medida que retrocedía ante los ataques lanzados contra la teoría de la selección. Esto es una exageración, su propia teoría hereditaria siempre había dejado campo libre para el efecto lamarckiano, y las últimas referencias que hizo a la teoría fueron sólo para reafirmar a sus lectores que no sostenía una posición dogmática a favor de la selección natural. Otros comentaristas posteriores pensaron que Darwin se había visto forzado a retraerse porque creyeron que su teoría había sido fatalmente socavada por su incapacidad para valorar el modelo nuevo de herencia propuesto por Gregor Mendel. A principios del siglo XX la nueva ciencia de la genética se había construido tardíamente con base en los famosos experimentos de Mendel con chícharos para crear una teoría de la herencia que destruía el lamarckismo y establecía el fundamento del moderno neodarwinismo. Los hijos de los levantadores de pesas no podían heredar sus músculos protuberantes. Los genetistas finalmente reconocieron que las mutaciones generaban ocasionalmente un nuevo carácter que ayudaría a los organismos a adaptarse a su ambiente, proporcionando de esta manera la materia prima de la selección natural. Así surgió el neodarwinismo, que todavía sigue dominando la biología, lo cual fue celebrado por Julian Huxley en su libro clásico de 1943, Evolución: la síntesis moderna. Resulta fácil, desde la perspectiva del darwinismo moderno, imaginar que la “falla” de Darwin para apreciar la importancia del trabajo de Mendel le impidió colocar su teoría sobre fundamentos más sólidos. Esto es una burda simplificación. Darwin no leyó el artículo de Mendel, como nadie más en ese tiempo, y los pocos partidarios convencidos de la selección natural de fines del siglo XIX fueron capaces de desarrollar la teoría sin la ayuda de la genética. Karl Pearson y W. F. R. Weldom fueron los pioneros del estudio estadístico de la variación en las poblaciones y estudiaron los efectos de la selección natural usando una teoría de herencia que no era la de la genética mendeliana. La verdadera fuente de dificultades que enfrentó Darwin no fue la ausencia de una teoría genética, sino la incapacidad de sus contemporáneos para aceptar que la evolución podía operar solamente por ensayo y error. Este modelo se aceptó ampliamente sólo hasta fines del siglo XX, permitiendo que los darwinistas ateos, como Richard Dawkins, resaltaran con precisión las consecuencias que tanto temían los pensadores religiosos de tiempos de Darwin. Y esto me lleva a mi mito final sobre Darwin. Él mismo había reconocido las implicaciones más amplias de su teoría en una etapa temprana y había ido abandonando gradualmente su fe religiosa. Ya he hecho notar una consecuencia de esto, es decir, la posibilidad de que hubiera retrasado la publicación por miedo a las consecuencias. Darwin nunca fue un ateo, aunque ciertamente se convirtió en un agnóstico, para usar el término acuñado por T. H. Huxley. En las páginas creacionistas en la red, rutinariamente se cuenta la historia de que, en su lecho de muerte, Darwin sufrió una conversión, regresando a su original fe cristiana y, por implicación, repudiando su teoría. El historiador James Moore ha investigado la fuente de esta leyenda. No hay ningún hecho que la avale. Varios miembros de la familia de Darwin estuvieron presentes en su lecho de muerte y ninguno registró ningún indicio de tal conversión. La historia parece haberse originado en los escritos de un evangelista que predicaba en la villa de Down poco antes de que Darwin muriera, quien simplemente dio unas palabras de aliento para el gran hombre. Hay que recordar que Darwin era, en efecto, el escudero del poblado y que se tomaba en serio sus deberes sociales. Muy bien pudo mostrarse renuente a recibir a un evangelista visitante pero, de haberlo hecho, habría mandado un mensaje equivocado, con el riesgo de alterar el orden social. Darwin no fue un darwinista social, y ello hace surgir un tema que ya no hay tiempo de abordar aquí. Darwin murió muy temprano la mañana del 19 de abril de 1882 a la edad de 73 años. Sus familiares querían un funeral privado, pero Huxley y otros científicos destacados los persuadieron de que una figura tan eminente merecía una ceremonia pública que permitiera expresar el respeto de la nación. Así, Darwin fue enterrado en la Abadía de Westminster el 26 de abril, y entre quienes ayudaron a cargar el féretro estaban Huxley y Wallace. Podría parecer extraño que un hombre cuyas ideas han sido consideradas como fatales para todas las creencias religiosas haya sido enterrado en un suelo sagrado con la asistencia de clérigos eminentes. Pero para entender este suceso necesitamos apreciar su simbolismo. Darwin nunca fue un científico profesional, aun cuando para la nueva generación de profesionales como Huxley su teoría representaba el triunfo del pensamiento progresista sobre el viejo dogma. Esto permitía a los nuevos profesionales presentar la comunidad científica como la sucesora natural del clero y como fuente de autoridad moral en las naciones modernas. Además, no debemos olvidar que la primera generación de darwinistas había evitado con éxito los ataques de los conservadores mediante el recurso de minimizar la teoría de la selección natural y presentando la evolución como el desenvolvimiento de un proceso cósmico que tiene un propósito. Ha sido sólo en los tiempo modernos, siguiendo el triunfo de la síntesis del darwinismo y la genética, que nos hemos visto forzados a confrontar las implicaciones de la visión de Darwin de un mundo gobernado solamente por ensayo y error, un mundo, como proclama Richard Dawkins, sin ningún signo de propósito divino inscrito en él. El resultado ha sido el resurgimiento de controversias similares a aquellas que confrontó primero Darwin consigo mismo, y no creo que esta vez amainen tan rápidamente. |
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Peter J. Bowler
Queen’s University, Belfast.
Es profesor de la Queen’s University, Belfast, miembro de la American for the Advancement of Science y de la Académie Internationale d'Histoire des Sciences. Fue presidente de la Sociedad Británica de Historia de la Ciencia de 2004 a 2006.
Traducción: Alfredo Bueno
Facultad de Estudios Superiores-Zaragoza, Universidad Nacional Autónoma de México
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Bowler, Peter J. (2010). Charles Darwin: el hombre y sus mitos. Ciencias 97, enero-marzo, 4-17. [En línea]
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Dos siglos explicando la evolución
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Ricardo Noguera Solano y Rosaura Ruiz Gutiérrez
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El pensamiento evolutivo como explicación de la
transformación de las especies es relativamente joven, no tiene más de 200 años. En 2009 la idea de la evolución ha sido el centro de conmemoraciones académicas en diversas partes del mundo, por un lado para conmemorar 150 años de la publicación de uno de los libros más famosos de Charles Darwin, El origen de las especies, publicado en 1859, y por otro, para festejar el bicentenario de dos eventos históricos que casualmente coinciden en el tiempo, aunque no así en el espacio: el nacimiento de Darwin, que tuvo lugar el 12 de febrero de 1809 en Inglaterra, y la publicación en Francia de la Filosofía zoológica de Jean Baptiste Lamarck en 1809, obra en la cual se expone la primera argumentación extensa sobre la transformación de las especies.
El estudio de la evolución biológica ha transformado no sólo nuestra concepción acerca de la vida en la Tierra, sino que ha impactado todos los ámbitos de la vida humana, ya que, además de brindar una explicación científica de la biodiversidad, la adaptación, el origen común de todos los seres vivos, la extinción y otros fenómenos biológicos, cambió la visión estática y predeterminada del mundo. El reconocimiento de que todo lo vivo se transforma, que hay una explicación plausible a este cambio, dejando fuera toda posibilidad de explicaciones sobrenaturales, sin dejar de lado el origen de la misma especie humana, ha transformado nuestra mirada del mundo natural y ha generado una gran riqueza conceptual.
De los infusorios a la humanidad
Jean B. Lamarck, naturalista francés, publicó en 1809 la primera argumentación coherente acerca de la transformación de las especies. Desde 1802 ya había plasmado, en materiales que preparaba para sus clases, su preocupación por la integración de una ciencia que abarcara el estudio de todas las formas vivas, por definir un conjunto de principios relativos a lo vivo, un cuerpo de preceptos, objetivos y propuestas que publicó en uno de sus libros más importantes, la Filosofía zoológica, preparada con los materiales que tenía destinados para una obra sobre los seres vivos, cuyo título sería Biología, y que debía contar con un conjunto de principios filosóficos que dieran cuenta del hecho más significativo de la vida: su transformación. Así, en su Filosofía zoológica, de 1809, Lamarck plantea que los fenómenos biológicos pueden explicarse en términos de causas naturales, y que las características de los seres permiten su clasificación. Sin embargo, no quería limitarse exclusivamente a describir los seres ni a explicar los procesos vitales, buscaba dar cuenta del origen y su relación con la anatomía, la fisiología, el comportamiento, las estrategias de reproducción, con el medio, entre otras cosas; quería explicar las causas de la organización de los seres tal y como se observa, y del desarrollo de las facultades que presentan.
En su argumentación sostenía que la vida se origina por generación espontánea, la cual ocurre cada vez que factores como el calor, la humedad, la temperatura, los nutrimentos, los campos magnéticos y eléctricos coincide y hacen posible el surgimiento de formas simples, de infusorios, cuyas características, en términos de Lamarck, son “cuerpos amorfos, gelatinosos, transparentes, contráctiles y microscópicos”. A partir de dichas formas simples se inicia una serie de transformaciones que tienden hacia la formación de seres cada vez más complejos, ya que la vida tiene una tendencia interna a desarrollarse, a partir de lo más simple hacia lo más complejo, por medio de una serie ordenada de eventos, un proceso que interactúa con las influencias ambientales, provocando cambios en los hábitos, considerados caracteres adquiridos, que son heredados de una generación a otra, produciendo a la larga la transformación de las especies y una tendencia a la complejidad.
En el esquema evolutivo de Lamarck, el linaje más antiguo es aquél del cual descienden los seres humanos, y es considerado como el más avanzado, mientras que los linajes de los organismos más simples son mucho más jóvenes por ser formas menos complejas. El punto inicial de cada linaje es un evento de generación espontánea distinto; así, por ejemplo, los seres humanos y los invertebrados no comparten un ancestro común. En este sentido y en lo que respecta a las causas de la transformación de las especies, la propuesta de Darwin es radicalmente diferente.
Sin embargo, la profunda diferencia epistémica y el indudable éxito de la propuesta darwiniana no implica desconocer o negar los grandes méritos de la primera propuesta que puso en entredicho el mito de la creación. Como puede constatarse al final del primer tomo de la Filosofía zoológica, Lamarck no acepta que el creador haya “previsto todas las clases posibles de circunstancias y […] dado a cada especie una organización constante, así como una forma determinada e invariable en sus partes”. Con tales ideas no sólo pretendía terminar con las creencias generalizadas sobre el mundo natural, intentaba explicar la naturaleza del ser humano, ya que la especie humana forma parte de la transformación general de la vida, y sus atributos, como la inteligencia y la razón, son propiedades naturales que resultan de la organización del sistema nervioso y pueden ser investigadas en términos de causas naturales.
Personaje de su tiempo, fue partidario de la revolución francesa y estaba convencido de que la transformación no sólo era un asunto que concierne el ámbito biológico sino también el social, ya que la naturaleza le había dado a cada individuo “un amor ardiente por la libertad y la soberanía”.
Con la obra de Lamarck, la idea de evolución, que hasta ese momento era empleada para referirse a los procesos del desarrollo embrionario, principalmente por los biólogos alemanes, adquirió su significado actual de transformación de las especies y, con ese sentido, fue utilizada por sus críticos, como Charles Lyell, y por los que simpatizaban con la idea de transformación, como Herbert Spencer, a quien se le atribuye, no sin razones, haber divulgado el término de “evolución” en Inglaterra con un sentido de “progreso biológico”.
Ancestro común y diversidad biológica Cincuenta años después de las propuestas de Lamarck, Charles Darwin publicó su teoría de la evolución por medio de selección natural. En su libro El origen de las especies, de 1859, establece las ideas que revolucionarían el estudio de la vida: su origen, transformación, historia y diversidad en el planeta. En la explicación darwinista, todas las especies, pasadas y presentes, comparten un ancestro común. Darwin rechazó la idea de que hubiera en la vida una tendencia inherente en la evolución, en su lugar propuso la explicación causal de evolución por variación y selección natural, con lo cual explica por qué los linajes cambian de manera sucesiva y por qué divergen unas formas de otras, dando origen a nuevas especies a partir de un juego entre la variación que surge de manera aleatoria (en el sentido de que su origen no tiene ninguna relación con el proceso adaptativo) y las diferentes presiones ambientales.
La propuesta de Lamarck tuvo poco impacto en su tiempo, Darwin la conoció en Edimburgo por su maestro Robert Grant, pero en la sociedad británica de entonces prevalecía la creencia de que cada especie había sido creada directamente por Dios. Es por esto que su explicación natural sobre el origen de las especies se convirtió un siglo y medio después en el ícono de las ideas de la transformación de las especies.
La historia de las revolucionarias ideas de Darwin comenzó básicamente en el viaje que realizó entre 1831 y 1836 alrededor del mundo abordo del Beagle, un navío inglés en el que viajó casi cinco años, lo que le permitió tomar notas y datos, así como hacer reflexiones sobre diversos aspectos del mundo natural. Cuando regresó del viaje preparó sus notas para publicarlas, pero al hacerlo encontró información que lo llevó a transformar sus ideas sobre el origen de las especies. Algunos de los datos más importantes fueron la existencia de fósiles de organismos extintos muy parecidos a las especies actuales como, por ejemplo, fósiles de armadillos similares en forma pero diferentes en tamaño a los armadillos actuales, o de Macrauchenia, un gran mamífero parecido a una llama actual pero de mucho mayor tamaño, y que Richard Owen consideró como un camélido. Darwin se preguntaba si no había acaso alguna relación de parentesco entre aquellas formas extintas y las actuales. Asimismo, encontró importante información con respecto de la distribución geográfica de los organismos, como la referente a los sinsontes del género Nesomimus, que en realidad fue lo que motivó a Darwin para la construcción de su teoría (y no los pinzones como se ha popularizado), ya que encontró que las diversas islas tenían una o dos especies diferentes, por lo que se preguntaba si podrían acaso todas estas especies descender de un ancestro común.
Ante la abrumadora cantidad de información, Darwin terminó por convencerse de que las especies del planeta tenían una relación de parentesco y que no se requerían explicaciones sobrenaturales para explicar cómo y por qué se transforman las especies. Él mismo comenta en su autobiografía que en 1837 encontró las respuestas que le permitían comprender dichas causas naturales de lo que en ese momento se llamaba “el misterio de los misterios”. La respuesta estaba en la variación hereditaria y la selección natural. El argumento de su explicación, acompañado de una gran cantidad de evidencias, fue publicado en 1859, después de que, en 1858, recibiera una carta de un joven naturalista que estaba investigando las causas de la transformación de las especies, y cuya teoría era muy cercana a la que él había trabajado durante cerca de veinte años. Ese joven naturalista era Alfred Russel Wallace, quien años más tarde se convertiría en el más entusiasta defensor del darwinismo y la evolución.
La explicación de Darwin está elaborada a partir de las siguientes ideas centrales: 1) todas las especies producen una gran cantidad de descendencia, 2) los recursos naturales para sostener a las poblaciones naturales son limitados, 3) todas las poblaciones tienen individuos con diferencias heredables, y 4) no todos los individuos pueden sobrevivir y dejar descendencia. De aquí concluye que las variaciones provocan diferencias en la capacidad individual de supervivencia y reproducción.
De estos elementos, la variación hereditaria, las diferencias individuales entre un organismo y otro, es primordial para que las poblaciones naturales evolucionen. En su vida cotidiana cada especie necesita un espacio y recursos —alimentos, nutrimentos, agua— para vivir, y al mismo tiempo cada organismo interacciona con los diferentes factores ambientales —clima, condiciones del terreno, depredadores, enfermedades, desastres naturales, entre otros. Si la descendencia de cada especie lograra vivir hasta la edad reproductiva y dejara descendencia, en pocos años poblarían la superficie de la Tierra; sin embargo, vemos que eso no ocurre, pocos individuos de las diferentes especies son los que logran vivir y reproducirse, y lo hacen porque tienen variaciones hereditarias, ventajas adaptativas que les permiten vivir y reproducirse, heredando a su descendencia tales características adaptativas. A este proceso de conservación de características adaptativas y la eliminación de las desfavorables, Darwin lo llamó selección natural o reproducción diferencial, proceso que ha ocurrido a lo largo de la historia de la vida y ha sido la causa de la transformación gradual de las poblaciones naturales, y que en periodos más largos vemos como transformación de las especies.
Dicho proceso de reproducción diferencial, en el que los individuos con características ventajosas logran dejar descendencia y aumentar su número en la población, es el punto de partida para explicar el origen de nuevas especies por medio de la acumulación lenta de variaciones favorables; es así como dos poblaciones aisladas reproductivamente siguen procesos evolutivos distintos y en millones de años serán dos especies diferentes. La explicación de variación y selección natural también explica la adaptación de los organismos, los “diseños adaptativos”: alas para el vuelo en las aves, aletas en los peces, cuerpos lisos en las serpientes, picos alargados con los que extraen el néctar los colibríes, etcétera. Cada diseño natural es resultado de ese dinámico proceso evolutivo.
Hoy sabemos que estas variaciones hereditarias se generan por mutaciones al azar, cambios en el ADN, que ocurren sin tener ninguna relación adaptativa con el ambiente, es decir, pueden ser útiles, neutras o perjudiciales, dependiendo de las condiciones ambientales. Como ejemplos de variación tenemos las características morfológicas de los organismos —los pinzones o lo sinsontes de las Galápagos tienen diferentes tipos de picos que les permiten alimentarse de varios tipos de semillas—, las diferencias en velocidad para escapar de un depredador o en capacidad para soportar largos periodos de sequías en algunas especies vegetales. Esas diferencias individuales en las poblaciones naturales son fundamentales.
Después de la publicación de El Origen, la historia de la biología cambió radicalmente, las ideas de Darwin se convirtieron en uno de los paradigmas de las investigaciones; la teoría de la evolución, prácticamente en términos darwinistas, se convirtió en la idea articuladora de las diversas disciplinas biológicas. En 1973, Theodosius Dobzhansky sintetizaba todo ese movimiento en una de las frases más famosas: “nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución”. Pero, como señalamos al inicio, la idea de evolución también es una idea dinámica, que sigue siendo enriquecida por todas y cada una de las investigaciones realizadas en distintos campos de la biología.
La evolución en el siglo XXI A lo largo de la historia del pensamiento evolutivo se han debatido, aclarado y precisado muchos de los conceptos darwinistas y se ha investigado la operabilidad y eficacia del paradigma fundamental en los más diversos campos de la biología. Sin embargo, la naturaleza de la ciencia no es dogmática, y ello significa que las investigaciones siempre rebasan las fronteras del conocimiento. En las últimas décadas se han desarrollado avances impresionantes en los terrenos de la biología molecular, paleobiología, genómica y en investigaciones relacionadas con el desarrollo embrionario; toda una gama de nuevos conocimientos que, sin duda, enriquecerán y modificarán la visión darwinista, sintetizada en la idea pictográfica del árbol de la vida que se ramifica suavemente (gradualidad) a partir de un tronco común mediante el proceso de variación y selección natural. La idea original de diversificación a partir de un ancestro común formulada por Darwin ha sido fortalecida a lo largo de más de 150 años de investigación biológica; la máxima expresión de la sencillez de esta idea es la propuesta de la biología moderna que ha sugerido como ancestro primordial a LUCA (por sus siglas del inglés Last Universal Common Ancestor), que denominamos como el ancestro común universal a partir del cual, mediante la variación y la selección natural, la vida se ha diversificado a veces gradualmente pero en otras ocasiones a pasos agigantados.
Esa imagen de la evolución y algunas implicaciones que se derivan de ella como la gradualidad y el papel central de la selección natural han sido duramente cuestionadas desde el siglo XX. El árbol de la vida que se ramifica gradualmente fue discutido por Niles Eldredge y Stephen Jay Gould desde la década de 1970, quienes sugirieron cambiar la suavidad de los trazos por una imagen de rasgos asimétricos que reflejan distintas velocidades evolutivas, una propuesta que ha sido conocida como la teoría del equilibrio puntuado; sin embargo, más que ser contraria al darwinismo se considera hoy una teoría complementaria del proceso evolutivo. Algo similar ocurrió con las propuestas de Motoo Kimura, cuya teoría neutral de la evolución desplazó del nivel molecular el papel protagónico de la selección natural, colocando en su lugar la mutación y la deriva génica como actores centrales de la evolución molecular.
La imagen de la historia de la vida fue remodelada también por las aportaciones de Lynn Margulis, mostrando un cuadro donde en algunos puntos de la historia ocurren relaciones que corrompen los linajes (ramas) de la historia de la vida, alterando la imagen de la gradualidad y dando soporte a otro tipo de procesos evolutivos, como la simbiogénesis, en donde la simbiosis o la adquisición de genomas completos han remodelado la historia de la vida.
En los últimos años, el cuestionamiento del “árbol de la vida” ha sido mayor y el papel de otro tipo de interacciones en la historia evolutiva se ha hecho evidente, pasando así a la propuesta de la “red de la vida”. Se trata de una idea sugerida por W. F. Doolittle y apoyada por autores como John Dupré, quien ha señalado que “sí hay un árbol de la vida, éste es una pequeña estructura irregular que se ha desarrollado en la red de la vida”, que contraría la idea de un árbol que se ramifica, aceptada como un elemento de validez evolutiva y que sostiene la idea del ancestro común a partir del cual se ha diversificado la vida. La aceptación de “la red de la vida”, en donde la historia de la vida es una red de relaciones evolutivas, se explica por un fenómeno que cada vez ha cobrado mayor importancia: la transferencia horizontal de genes, un fenómeno común en el universo bacteriano y viral, además de ser más común de lo que se suponía podría ser en los niveles de la vida pluricelular, y que no contradice la idea de existencia de patrones de ramificación.
El conocimiento de los genes y los fenómenos genéticos abrió otros campos de discusión sobre el fenómeno evolutivo. Uno de ellos es la relación entre el desarrollo y la evolución, propuesta conocida como biología evolutiva del desarrollo, campo que busca explicar la evolución de los organismos a partir de lo que algunos autores consideran como el rescate de los procesos del desarrollo embrionario para explicar y determinar las relaciones filogenéticas entre los organismos. Otro espacio de discusión que será significativo en los próximos años gira en torno a los procesos de regulación genética y el papel del ambiente en los fenómenos evolutivos.Eva Jablonka y Marion Lamb han sugerido adoptar una actitud pluralista en las explicaciones de la evolución y la herencia, ya que consideran importante resaltar aquellos factores no genéticos y redimensionar el papel del ambiente en el proceso evolutivo.
La biología del siglo XXI se ha convertido en una ciencia madura, con una multiplicidad de métodos, instrumentos y teorías de investigación que le permiten profundizar sobre el fenómeno evolutivo, incluso con una capacidad predictiva para explorar sobre bases firmes cómo ha sido la historia de la vida en el planeta. Un caso muy significativo en cuanto a los alcances de la biología evolutiva es el descubrimiento de un organismo conocido como Tiktaalik, un fósil del periodo Devoniano tardío que vivió aproximadamente hace 375 millones de años, encontrado en 2004 en la Isla de Ellesmere, Canadá. El hallazgo se logró gracias a que, a partir de información geológica, biológica, ecológica, etcétera, se determinó cuál sería el sitio más adecuado para localizar fósiles de la transición de la vida acuática a la vida terrestre en la historia evolutiva de los vertebrados. Además se estableció que tales organismos deberían tener, como los peces, escamas y branquias, y las características de tetrápodos, que les facilitaron conquistar la tierra —pulmones, articulación en las costillas y cuello móvil. El descubrimiento efectuado tras la elaboración de hipótesis tanto del fósil como del sitio representa la gran capacidad predictiva del evolucionismo.
Reflexión final La explicación de Lamarck en 1809 inició las discusiones sobre la transformación de las especies. Ese mismo año de la publicación de la Filosofía zoológica nacía el naturalista que transformaría la visión sobre la dinámica del mundo natural. En 1859, Darwin estableció que todas las especies del planeta, la gran diversidad de vida que vemos sobre la superficie de la Tierra, son resultado del proceso de variación hereditaria y selección natural, y que todas ellas, con sus diferentes maravillas adaptativas, descienden del mismo ancestro común. En ambas explicaciones, aunque radicalmente diferentes, se establecía que el ser humano no es un ser creado por alguna instancia superior, sino simplemente, al igual que todas las especies, es parte y producto de la misma naturaleza. En los próximos años probablemente se reescribirá la historia de la vida pero desde una pluralidad explicativa, basada en la conjunción de diversos fenómenos y procesos evolutivos que van desde la simbiogénesis, la transferencia horizontal de genes, la deriva génica, las hibridaciones, la plasticidad fenotípica, la epigénesis, los fenómenos del desarrollo embrionario y, desde luego, la variación y la selección natural o reproducción diferencial. Será una conjunción de explicaciones que ampliará nuestra visión de la gran diversidad de los fenómenos de la vida, entre ellos, como ya lo sugería Lamarck hace 200 años, el más significativo seguirá siendo la transformación de las especies.
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Referencias bibliográficas
Carrol, Sean. 2005. Endless forms most beautiful: The New Science of Evo Devo and the making of the Animal Kingdom. W. Norton & Company, Nueva York. Daeschler, E., N. Shubin y F. Jenkins. 2006. “A Devonian tetrapod-like fish and the evolution of the tetrapod body plan”, en Nature, vol. 440, pp. 757-763. Darwin, Charles. 1859. On the Origin the Species. John Murray, Londres (se puede consultar también http://darwin-online.org.uk). Dobzhansky, Theodosius. 1973. “Nothing in biology makes sense except in the light of evolution”, en The American Biology Teacher, Washington, DC. Doolittle, W. F. 2000. “Uprooting the Tree of Life”, en Scientific American, núm. 282, p. 90. Dupré, J., 2009. “Charles Darwin’s tree of life is ‘wrong and misleading’, claim scientists”, en Telegraph, núm. 22. Eldredge, Niles y Stephen Jay Gould. 1972. “Punctuated equilibria: An alternative to phyletic gradualism”, en Models in Paleobiology, Thomas J. M. Schopf (ed.). Freeman, Cooper, San Francisco, pp. 82-115. Gouy, M. y Chaussidon, M. 2008. “Evolutionary biology: Ancient bacteria liked it hot”, en Nature, vol. 451, pp. 635-636. Jablonka, E. y M. Lamb. 2005. Evolution in four dimension. The MIT Press. Kimura, M. 1983. The neutral theory of molecular evolution. Cambridge University Press. Cambridge, Mass. Lamarck, J. B. 1809. Philosophie Zoologique. Dentu, París (se puede consultar también www.lamarck.cnrs.fr). Lamarck, J. B. 1820. Système analytique des connaissances positives de l’homme. Chez l’Auteur et Belin, París. Margulis, L. 1970. Origin of Eukaryotic Cells. Yale University Press. |
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Ricardo Noguera Solano Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. Es doctor en ciencias biológicas, actualmente es profesor de la Facutad de Ciencias de la UNAM.
Rosaura Ruiz Gutiérrez
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es bióloga y doctora en ciencias biológicas por la UNAM. Actualmente es presidenta de la Academia Mexicana de Ciencia y de manera simultánea Secretaria de Desarrollo Institucional de la UNAM.
como citar este artículo →
Noguera Solano, Ricardo y Ruiz Gutiérrez, Rosaura. (2010). Dos siglos explicando la evolución. Ciencias 97, enero-marzo, 22-30. [En línea]
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El regreso del caballo: lo macro y lo micro en la evolución
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Héctor T. Arita
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La vida solo puede entenderse
viendo hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante. Soren Kierkegaard
La Rabona vaciló al sentir el suave piso de los arenales de
Centla. El confinamiento y la falta de ejercicio habían hecho mella en aquella yegua rucia y el resto de los caballos que venían en la nave. Después de todo, el viaje por mar desde Cuba había sido largo, especialmente para esos nerviosos animales de guerra. Finalmente, luego de acostumbrarse de nuevo al terreno firme, la Rabona y sus compañeros corrían ágilmente por las extensas planicies de la desembocadura del río Grijalva. Era la tarde del 24 de marzo de 1519 y por primera vez en más de 10 000 años la tierra mexicana se cubría de huellas de caballo.
Al día siguiente, los dieciseis caballos que formaban parte del ejército de Hernán Cortés desempeñaron un papel central en la batalla de Centla, la primera escaramuza que el extremeño tuvo en su extraordinaria aventura militar que culminó un par de años después con la caída del imperio mexica. Las huestes de Cortés, en número de unos 500, enfrentaron a un contingente de más de 10 000 mayas chontales. Cuando la batalla parecía perdida apareció la caballería “y aquí —relata Bernal Díaz del Castillo— creyeron los indios que el caballo y el caballero eran todo uno, como jamás habían visto caballos”. El efecto fue espectacular y dramático. Los dieciseis jinetes causaron tal daño al ejército local que algunos soldados juraron haber visto al propio Apóstol Santiago comandando la caballería. “Lo que yo entonces vi y conocí”, escribe en cambio el realista Díaz del Castillo, “fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, y venía juntamente con Cortés.” En poco tiempo, los guerreros indios huyeron despavoridos y Cortés había ganado la primera de muchas batallas en las que los caballos fueron protagonistas. Los primeros corceles españoles llegaron al Nuevo Mundo en el segundo viaje de Cristóbal Colón y todavía en el momento de la expedición de Cortés estaban confinados a La Española y Cuba y se contaban entre los bienes más caros en las incipientes colonias españolas. “En aquella sazón […] no se podía hallar caballos ni negros si no era a peso de oro”, explica Díaz del Castillo. En la Probanza de Villa Segura se asienta que Cortés había comprado una yegua por 70 pesos de oro y 150 puercos a un peso y dos reales cada uno. Otras partes del documento afirman que Cortés había desembolsado entre 450 y 500 pesos por cada uno del resto de los caballos, pero sólo había gastado 600 pesos para el sueldo de todos los marineros y 200 para el del piloto mayor, Antón de Alaminos. ¿Por qué eran los caballos tan apreciados? Para contestar la pregunta basta leer las narraciones de la conquista de América. En cualquier batalla en terreno abierto la presencia de unos pocos soldados a caballo era suficiente para derrotar contingentes de miles de guerreros nativos. En México, Cortés y sus 500 españoles lograron vencer a un ejército de 20 000 tlaxcaltecas, quienes posteriormente resultaron invaluables aliados del conquistador. En Perú, Pizarro logró la captura de Atahualpa en Cajamarca con un puñado de españoles y en contra de 30 000 elementos de la crema y nata del ejército inca. Sin duda los españoles tuvieron una ventaja tecnológica con sus espadas y armaduras de hierro y con sus primitivas armas de fuego, pero es innegable el papel protagónico del caballo en la conquista de América. Gracias a la meticulosidad de Bernal Díaz del Castillo sabemos que además de la Rabona venían con Cortés otros quince caballos, desde el corcel de Cristóbal de Olid, castaño oscuro y “harto bueno”, hasta el de Baena, un ejemplar overo que “no salió bueno para cosa alguna”, y el de Cortés, un castaño zaino que posteriormente murió en San Juan de Ulúa. Esta variedad en las complexiones, la llamada “capa” —el color del pelaje— y el temperamento de los caballos es un reflejo de la diversidad de formas comprendidas dentro de la categoría genérica de “caballo ibérico”, que incluye una gran variedad de formas, entre las que se encuentran las famosas razas lusitana y andaluza. Tanto entre las especies silvestres como entre las domesticadas, la única manera de comprender la diversidad presente es estudiando el pasado. La combinación de especies de mamíferos nativos de México, por ejemplo, sólo puede explicarse entendiendo tanto el contexto temporal y geográfico de la evolución de la clase Mammalia en el Nuevo Mundo como el escenario ambiental contemporáneo. La presencia conjunta de tlacuaches, que son marsupiales de origen sudamericano, con coyotes, que son carnívoros de origen norteamericano, únicamente puede explicarse por medio del estudio de la historia evolutiva de los dos grupos. Sabemos que Norteamérica y Sudamérica fueron continentes separados por millones de años y que la evolución de sus faunas de mamíferos siguió derroteros diferentes. Hace casi tres millones de años, sin embargo, se cerró el istmo de Panamá, creando un puente terrestre que permitió lo que se conoce como el “gran intercambio biótico americano”. Así es como actualmente en los Andes podemos encontrar llamas, pecaríes, jaguares y zorros, todos ellos formas norteamericanas, y monos, tlacuaches, ratas espinosas y armadillos, de origen sudamericano, en algunas partes de México.
En el caso de las especies domesticadas, es necesario además incorporar la historia humana. Las diferentes razas de perros, que varían enormemente en tamaño, forma y comportamiento, son el resultado de la selección artificial ejercida por seres humanos deseosos de poseer perros cada vez más aptos para la cacería, para cuidar los hogares, para acompañar y divertir, o en algunos casos hasta para servir como alimento. De todas maneras, el origen último de la diversidad genética que ha permitido esa diversificación de formas perrunas se encuentra en la historia evolutiva de los cánidos, particularmente en la de los lobos, especie a partir de la cual, con toda seguridad, evolucionó el perro moderno. La historia evolutiva de los caballos, incluyendo la de los dieciseis corceles de Cortés comienza, irónicamente, en Norteamérica hace 55 millones de años. El origen de los caballos
La Tierra era un planeta muy diferente a principios del Eoceno, hace unos 55 millones de años. El clima en las zonas ecuatoriales era tal vez semejante al actual, pero el planeta en su totalidad era mucho menos frío de lo que es ahora. Como lo ha señalado Christopher Scotese, en aquella época había cocodrilos en los pantanos cercanos al Polo Norte y palmeras en el sur de Alaska. En los bosques cálidos de Norteamérica y Eurasia surgieron los ancestros de los caballos. Se trataba de unos mamíferos pequeños que tradicionalmente han sido comparados en tamaño con un fox terrier, por razones históricas que Stephen Jay Gould examinó con lujo de detalle en uno de sus famosos ensayos. También por razones históricas, y siguiendo las estrictas reglas de la nomenclatura taxonómica, estos caballos ancestrales han perdido su bello nombre de Eohippus (algo así como caballo del amanecer) y son oficialmente conocidos como Hyracotherium (bestia parecida a un hyrax, que es el nombre científico de los damanes, unos pequeños mamíferos del norte de África). Si pudiéramos toparnos con un ejemplar vivo de Hyracotherium, difícilmente lo asociaríamos con un caballo. Medían unos 60 centímetros de largo y 20 de altura, tenían cuatro dedos en las patas delanteras y tres en las traseras y poseían dientes pequeños y planos que sugieren que la dieta consistía en hojas suaves. Hay que recordar que los caballos actuales son mucho más grandes, tienen un solo dedo en cada pata, que terminan en la pezuña, y poseen grandes y complejos dientes especializados que les permiten procesar pastos duros. La transición de los primitivos Hyracotherium a los caballos modernos ha sido empleada desde principios del siglo XX como un ejemplo de macroevolución direccional. Macroevolución es el proceso evolutivo que tiene lugar en las especies y en categorías superiores (géneros, familias, etcétera), y que generalmente ocurre en intervalos de tiempo de cientos de miles o millones de años. Una famosa ilustración de Thomas Huxley, basada en datos del paleontólogo O. C. Marsh, que presenta “la evolución del caballo” desde Hyracotherium hasta el caballo moderno ha sido reproducida en incontables libros de texto. La figura muestra los cambios en tamaño (desde el pequeño Hyracotherium hasta los caballos actuales), en el número y largo de las patas (desde tres y cuatro dedos hasta un solo dedo en cada pata) y en la dentadura (desde dientes pequeños y planos hasta grandes dientes con complejos patrones). La figura implica un tipo de evolución lineal, con una dirección determinada, como si el proceso tuviera un destino final definido desde el principio. En este esquema, el caballo actual representa algo así como la cúspide de la evolución de la estirpe.
La interpretación actual de “la evolución del caballo” es muy distinta. El registro fósil, uno de los más completos entre todos los mamíferos, muestra un proceso mucho más complicado y errático que el de la figura de Huxley. A lo largo de 55 millones de años de macroevolución de los équidos han aparecido muchísimas ramas diferentes, la gran mayoría de las cuales se ha extinguido. En total, Bruce MacFadden calcula que se conoce algo así como 36 géneros y unos pocos centenares de especies en el registro fósil de los équidos. Esta diversidad pasada contrasta con la presente. En la actualidad existe solamente un género (Equus), representado por ocho especies (el caballo y varias especies de cebras y asnos). El caballo no es la cúspide de la evolución de su grupo sino simplemente uno de los últimos sobrevivientes de una estirpe que otrora fue mucho más diversa.
Gran parte de la evolución de los équidos se dio en Norteamérica, y alcanzó su pico de diversidad en el Mioceno tardío, hace unos 10 millones de años. En esos tiempos, Norteamérica estaba cubierta de extensas sabanas muy parecidas a las que ahora existen en África Oriental. La variedad de mamíferos de talla grande en esas sabanas rivalizaba también con la fauna del África actual, aunque el reparto de personajes era muy diferente: en lugar de elefantes había mastodontes y existían diversas especies de rinocerontes de diferentes tamaños, incluyendo formas semiacuáticas muy parecidas a los hipopótamos actuales; el papel de las jirafas era representado por camellos gigantes de largo cuello y con alturas de hasta seis metros; los pecaríes realizaban la función de los jabalíes africanos y el papel de los grandes depredadores era desempeñado por osos, comadrejas de gran tamaño y unos carnívoros llamados borofaginos, semejantes a las hienas actuales. Una de las diferencias más significativas, empero, era la ausencia de antílopes, muy característicos de las sabanas africanas contemporáneas y, en su lugar, la Norteamérica del Mioceno era el hogar de una gran diversidad de camélidos (llamas y camellos), berrendos y caballos, de los que se sabe que coexistían hasta doce especies en el mismo sitio al mismo tiempo.
¿Qué fue de esa impresionante diversidad de caballos norteamericanos? Los grandes cambios climáticos que acompañaron el final del Mioceno y el comienzo del Plioceno, hace unos cinco millones de años, marcaron el final de las grandes sabanas americanas y fueron el preámbulo a la desaparición del linaje de los caballos en el continente Americano. En un postrer destello, algunas especies de équidos lograron invadir Sudamérica, pero se extinguieron al poco tiempo. Otra rama emigró a Eurasia y de ahí a África y dio origen a los caballos, cebras y asnos actuales. Mientras tanto, en Norteamérica, unas pocas especies se aferraron a la existencia, hasta que finalmente se extinguieron al final del Pleistoceno, hace unos 11 000 años. Existe evidencia clara de que los primeros habitantes humanos de Norteamérica conocieron los caballos. De hecho, una de las teorías que existen para explicar la extinción de los grandes mamíferos pleistocénicos es la cacería desmedida por grupos humanos, aunque seguramente los cambios climáticos jugaron también un papel preponderante. En la gruta de Loltún, las investigaciones pioneras de Ticul Álvarez y los trabajos más recientes de Joaquín Arroyo han mostrado que apenas hace unos cuantos miles de años la península de Yucatán contaba entre su fauna no sólo con caballos pleistocénicos, sino con perezosos gigantes y mastodontes. De cualquier manera, para cuando los conquistadores españoles desembarcaron en Cozumel, los cascos de los caballos nativos habían dejado de hollar la tierra americana desde hacía miles de años. Por ello, los indios de lo que ahora es México desconocían por completo a “aquellos ‘ciervos’ que traen en su lomo a los hombres”, como los describieron los indígenas informantes de Sahagún. De hecho, en Mesoamérica los únicos animales domesticados fueron el perro y el pavo, ambos criados primordialmente como fuente de alimento. No existían ni bestias de tiro ni mucho menos animales entrenados para la guerra, como los 16 corceles que llegaron con los conquistadores y que sembraron el terror entre los indios. Orígenes del caballo moderno Mientras en Norteamérica el linaje de los caballos estaba en franco declive, el grupo que invadió Eurasia experimento la última gran radiación evolutiva hace unos tres millones de años, de acuerdo con datos del reloj molecular. La radiación dio origen a dos clados principales: el del caballo moderno y varias especies silvestres pleistocénicas, y otro que incluye todas las cebras y asnos silvestres. No está muy claro el contexto geográfico de esta radiación, ya que la mayor parte de las especies silvestres están actualmente restringidas a África, pero seguramente las formas ancestrales habitaron principalmente las llanuras de Asia Central. En Eurasia, el caballo fue ampliamente conocido por los seres humanos, al menos desde hace unos 30 000 años. Como evidencia de esa interacción existen preciosas representaciones de caballos al galope en muchos de los sitios con pinturas rupestres. También hay, por supuesto, huesos fosilizados de estos animales, mezclados con herramientas humanas, algunos mostrando marcas de tales instrumentos. A pesar de la cercana interacción de los humanos y los équidos es muy poco probable que haya habido intentos por domesticar el caballo en el Paleolítico, es decir, hace más de 11 000 años. La evidencia arqueológica ha apuntado siempre a que la domesticación del caballo debió suceder hace unos 4 000 o 5 000 años en la región central de Asia. Sin embargo, es muy difícil establecer los detalles usando las herramientas tradicionales de la arqueología, por lo que, recientemente, varios estudios han empleado métodos moleculares para rastrear atributos particulares de los animales y establecer el tiempo de origen de variedades claramente domesticadas. En un estudio publicado en 2002 en los Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, Thomas Jansen y sus colaboradores examinaron el adn mitocondrial de 652 caballos provenientes de poblaciones de todo el mundo para rastrear las relaciones de parentesco entre ellas. Los investigadores llegaron a la conclusión de que los caballos actuales descienden de varias líneas diferentes, lo que sugiere que la domesticación de los équidos sucedió en diferentes ocasiones y lugares. Otros trabajos han utilizado la morfología para detectar diferencias entre poblaciones naturales y domesticadas. Los perros domésticos, por ejemplo, tienen cráneos menos robustos que los lobos, con mandíbulas más cortas y dientes menos fuertes. Estas características, que permiten a los arqueólogos y arqueozoólogos detectar la presencia de perros domésticos en los sitios ocupados por humanos, son resultado de la selección artificial, es decir, del proceso por medio del cual los humanos escogen para la crianza ciertos individuos con caracteres morfológicos y conductuales adecuados para sus propósitos. En el caso de los perros, es lógico suponer que los humanos hayan preferido siempre la compañía de cánidos con mandíbulas fuertes, pero no tan robustas y poderosas como las de los lobos. También resulta sensato pensar que la selección artificial haya producido que los perros modernos agiten la cola para mostrar un estado de ánimo, comportamiento que en los lobos sólo se da en los juveniles. Más razonable aún es imaginar que la selección artificial haya eliminado de las poblaciones de perros modernos el instinto de regurgitar alimento semidigerido, comportamiento totalmente normal en los lobos, pero que resultaría sumamente inconveniente en un perro doméstico. En marzo de 2009 apareció en Science un estudio encabezado por Alan Outram, de la Universidad de Exeter en el Reino Unido, donde se emplean ingeniosos métodos indirectos para establecer la existencia de caballos domesticados en Kazajistán, hace unos 5 500 años, con los cuales analizaron huesos de caballos asociados con restos arqueológicos de la cultura Botai, que prosperó en esa región hacia el año 3 500 a.C. Encontraron que la morfología ósea de estos caballos es más semejante a la del caballo doméstico que a la del caballo pleistocénico. Más aún, un análisis patológico mostró en los huesos metacarpianos las modificaciones típicas de animales que han sido montados o al menos sometidos con riendas. Además, el grupo de investigación documentó, usando isótopos de carbono, la presencia de restos de leche de yegua en sedimentos en el interior de piezas de cerámica provenientes del sitio. Una vez que se logró la domesticación del caballo, seguramente se dio un rápido proceso de selección artificial que moldeó la fisonomía de los caballos modernos. Aquellos individuos más dóciles, con mayor resistencia y con mejor porte tuvieron probabilidades más altas de reproducirse, y en pocas generaciones estas características llegaron a ser las más frecuentes en las poblaciones asociadas a los seres humanos. Otro atributo importante para los criadores de caballos es la capa, es decir, la coloración del pelaje; es una característica que no deja rastro en los depósitos arqueológicos, pero las técnicas moleculares modernas han permitido recrear su microevolución, es decir, sus cambios en las poblaciones durante los primeros cientos de años después de la domesticación del caballo. El color del pelaje está determinado en los caballos por ocho mutaciones en seis genes. Algunos de los alelos determinan el color predominante, mientras que otros producen diferentes tonalidades (“diluciones”) o diferentes patrones (rayas, manchas). Un equipo multinacional encabezado por Arne Ludwig analizó la variación en estos genes para recrear la posible coloración de los caballos antes y después de la domesticación. El equipo de investigación reportó en Science en abril de 2009 que en muestras de adn de huesos pleistocénicos provenientes de Siberia, Europa Central y España no se encontró polimorfismo (variación) en los genes involucrados, lo que sugiere que todos los individuos eran castaños o bayos y probablemente con algunas rayas parecidas a las de las cebras. Sólo en algunas muestras de principios del Holoceno de España (aproximadamente de 10 000 años) se encontró un gen que sugiere la existencia de algunos individuos negros. En contraste con estos patrones tan sencillos, las muestras más recientes, a partir de aproximadamente 5 000 años, muestran un polimorfismo mucho más elevado, que refleja la gran variedad de capas que existe en los caballos actuales. Entre las variantes que probablemente surgieron en un breve lapso en ese entonces se encuentra la dilución plata y una capa semejante al color palomino moderno. Este repentino incremento en la diversidad de coloraciones refleja sin duda el efecto de la selección artificial. El color de un caballo, que en general no está relacionado con la capacidad física del animal o su probabilidad de supervivencia, es empero una característica muy importante para los criadores de caballos. Es fácil imaginar que los primeros seres humanos que domesticaron caballos se hayan interesado en producir coloraciones pocos comunes, y que a través de cruzas dirigidas se hayan desarrollado las modernas capas. El caballo español En diversos sitios de España hay evidencias de la interacción del ser humano con los caballos. En la cueva de Altamira, por ejemplo, se encuentra el famoso Caballo ocre, una representación realizada con la meticulosidad y realismo característicos del estilo rupestre franco-cantábrico. Se calcula que el caballo de Altamira tiene una antigüedad de unos 12 000 años. Hace tiempo surgieron hipótesis acerca de la posibilidad de que la moderna raza española pudiera ser descendiente directa de los caballos pleistocénicos como los representados en Altamira. No faltó quien se atrevió a señalar semejanzas entre los dibujos de las cuevas y los caballos ibéricos modernos. Estas teorías, sin embargo, nunca tuvieron mucho apoyo y las investigaciones modernas han demostrado sin sombra de dudas su falsedad. El consenso actual es que los caballos desaparecieron de la península Ibérica en algún momento del Mesolítico, entre 11 000 y 5 000 años atrás. Parece ser que el caballo fue reintroducido a España por grupos celtas hacia el siglo viii antes de Cristo. Todavía hay en el norte de España poblaciones, algunas de ellas parcialmente silvestres (o más bien, cimarrones), que se consideran descendientes de estos antiguos caballos celtas. Son animales relativamente pequeños, con capas simples, generalmente oscuras, que ponen en evidencia su origen primitivo. Ya que hay evidencia de intercambios comerciales entre los celtas de España con los de Inglaterra e Irlanda, es muy probable que durante varios siglos se haya introducido en diferentes ocasiones caballos provenientes de otros lugares de Europa y Asia. Estos animales no son, sin embargo, los típicos “caballos ibéricos”. En el estudio de Jansen y sus colaboradores sobre el adn mitocondrial de los équidos, se encontró que los caballos ibéricos forman un cluster muy claro junto con los caballos bereberes del norte de África, una raza adaptada a las condiciones del desierto. Para entender por qué los caballos de España están más emparentados con las razas africanas que con las de Europa es necesario nuevamente apelar a la historia. Los caballos africanos probablemente comenzaron a llegar a España el 30 de abril del año 711. Ese día, Tarik, un general berebere, cruzó el estrecho de Gibraltar desde el norte de África y comenzó la conquista árabe de la Hispania de Rodrigo el Visigodo. Como lo hizo Cortés en Veracruz 808 años después, al desembarcar Tarik arengó a sus guerreros y ordenó quemar las naves. “Oh, mis guerreros, ¿a dónde podrían huir? Atrás no hay sino la mar, enfrente, el enemigo”, se dice que exclamó para motivar a su ejército. En pocos meses los “moros” dominaban ya gran parte de la península ibérica, que adquirió el nombre de Al-Andalus. No se retirarían sino hasta la caída de Granada en 1492. Hoy día, el lugar del desembarco de Tarik lleva el nombre del guerrero berebere: Gibraltar, Geb-El-Tarik. Durante los casi 800 años de dominación árabe llegaron a Iberia no sólo la algarabía, el álgebra y la alquimia, también los caballos andaluces alazanes y las albardas. La huella del influjo morisco, tan clara en la composición genética de los caballos españoles actuales, se refleja en innumerables facetas de la historia y cultura españolas. Incluso el encuentro final de Cristóbal Colón con la reina Isabel tuvo lugar a mediados de 1492 en el Alcázar de Córdoba, una joya arquitectónica del orgulloso imperio árabe recién derrotado. Para 1493, los caballos que Colón llevó en su segundo viaje al Nuevo Mundo traían consigo los genes que originalmente habían llegado desde el norte de África. Esos mismos genes serían los que se esparcirán por todas las colonias españolas en las Américas. El regreso Los caballos fueron acompañantes inseparables de los conquistadores en sus expediciones para expandir el imperio español en América. El propio Cortés llevó más de 100 caballos a su expedición a las Hibueras (Honduras) en busca del sublevado Cristóbal de Olid. De hecho, Puerto Cortés, en Honduras, se llamó originalmente Puerto de Caballos porque varios de estos animales se ahogaron allí a la llegada del contingente español. También durante esta expedición Cortés y su ejército pasaron por el lago Petén en Guatemala, en donde visitaron la población indígena de Tayasal. Uno de los caballos favoritos de Cortés, un morcillo según Bernal Díaz del Castillo, había salido lastimado de una pata. El conquistador decidió dejar su querido caballo al cuidado del Canek (cacique local) y continuó su ruta rumbo a Honduras. Cortés nunca supo más de aquel morcillo, pero los cronistas posteriores han recogido una historia increíble. En 1616 Bartolomé de Fuensalida y Juan de Orbita, misioneros franciscanos, partieron de Mérida rumbo a Tayasal para intentar convertir a los habitantes de la región al cristianismo, pues era ése uno de los últimos reductos de resistencia de los indios mayas a la conquista española, encabezada en el siglo anterior por Montejo. Los misioneros encontraron un extraño ídolo tallado en roca en forma de caballo al que llamaban Tzimin Chac (tzimin es el nombre maya para el tapir, aplicado por extensión al caballo, y tzimin chac significa algo así como caballo del trueno). Según la historia, narrada en diferentes versiones entre otros por Sylvanus Morley y Alfonso Herrera, el caballo que Cortés había dejado encargado había muerto al poco tiempo de la partida del conquistador. Los indios, aterrorizados por su responsabilidad en la muerte de un dios, habían decidido crear y adorar al nuevo ídolo para expiar su culpa. La historia termina con un enfurecido Orbita destruyendo con su propias manos el abominable ídolo pagano. Los caballos también fueron protagonistas en la expedición de Francisco Vázquez de Coronado a los confines norteños del dominio español. En su obsesiva búsqueda de la mítica ciudad de Quivira, Coronado cruzó el territorio de lo que actualmente es Nuevo México, fue el primer europeo en contemplar el cañón del Colorado y llegó hasta Kansas. Allí no se encontró con la añorada Quivira sino con los indios Wichita, con los cuales tuvo algunas escaramuzas militares. En esta y otras expediciones españolas a las planicies del centro de los Estados Unidos, varios animales lograron huir y tarde o temprano formaron poblaciones de caballos cimarrones (ferales). Estos caballos se conocen en inglés como mustangs, una palabra supuestamente derivada del español mesteño, que significa caballo sin dueño. El hecho de que los mustangs descienden de los animales llevados ahí por los españoles quedó demostrado en el estudio de Jansen y colaboradores sobre el adn mitocondrial de los caballos. Casi una tercera parte de los individuos mustangs analizados en el estudio quedaron clasificados en el cluster formado por los caballos ibéricos y bereberes. Los caballos finalmente reconquistaron Norteamérica, siguiendo la ruta de los conquistadores, primero la de Tarik y el resto de los moros y luego la de Cortés, Coronado y los demás españoles. Los mustangs también jugaron un papel importante durante la expansión de los europeos hacia el oeste norteamericano en el siglo XIX. Algunos pueblos indígenas aprendieron a capturar y domar caballos cimarrones y se convirtieron en hábiles jinetes. Por supuesto, muchos de los caballos que los pueblos indios poseían eran animales robados a los propios colonizadores europeos e incluso adquiridos a través de los traficantes de armas, de manera que los caballos indios constituían mezclas de variedades provenientes de diferentes partes de Europa. Esta riqueza genética permitió incluso al pueblo de los Nez Percé, del noroeste de los Estados Unidos, desarrollar una variedad de caballo nueva, la única auténticamente americana: los appaloosas. Se estima que a finales del siglo XIX llegó a haber más de un millón y medio de caballos cimarrones en los Estados Unidos. En la actualidad, y sólo gracias a la protección federal, existen unos 35 000 de estos animales. Su supervivencia depende de las políticas que se establecen respecto a su identidad. En 1971, el Congreso de los Estados Unidos declaró los mustangs “símbolos vivientes del espíritu histórico y pionero del Oeste” y promulgó leyes para su protección. No obstante, para algunos rancheros los caballos no son más que una peste que compite por el terreno y el alimento con el ganado. Más recientemente, un movimiento encabezado por un grupo de reconocidos científicos ha dado una perspectiva adicional al problema. Para ellos, los caballos cimarrones no deben considerarse como peste, ni siquiera como una especie introducida con valor histórico y folclórico. Los caballos son, con todo derecho, según esta perspectiva, una especie nativa del continente. La propuesta concreta de este grupo, que dio a conocer su idea en un artículo publicado en 2006 en la revista American Naturalist, es la de restaurar la diversidad de los ecosistemas pleistocénicos en América del Norte. Para ello sería preciso introducir especies que pudieran desempeñar el papel ecológico de los elementos de la megafauna que se extinguió hace 11 000 años. En un primer momento se estimularía el establecimiento de poblaciones de caballos para restaurar las poblaciones existentes hace miles de años. Posteriormente, se analizaría la posibilidad de introducir animales como los elefantes asiáticos, cheetas, leones y camellos para sustituir las especies correspondientes que desaparecieron de Norteamérica a finales del Pleistoceno. Al final, podríamos ver en algunas zonas de América del Norte paisajes semejantes a los de hace 12 000 años: ecosistemas cuyas funciones estarían determinadas por animales de gran talla y no, como sucede actualmente, por unas pocas especies invasoras y resistentes a la perturbación. Tal vez los movimientos vacilantes de La Rabona y sus compañeros en los arenales de Centla hace casi 500 años fueron los primeros pasos hacia la realización del sueño de recrear los ambientes silvestres del Pleistoceno. Seguramente Cortés nunca pensó en ello, pero el conquistador extremeño pudo haber sido, sin proponérselo, el primer restaurador ecológico del Nuevo Mundo.
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Referencias bibliográficas
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Prothero, D. R. 2006. After the dinosaurs: The age of mammals. Indiana University Press
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Héctor T. Arita
Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es biólogo por la Facultad de Ciencias de la unam y doctor en ecología por la Universidad de Florida, Gainesville. Actualmente es investigador en el Centro de Investigaciones en Ecosistemas (cieco) de la unam.
como citar este artículo →
Arita, Héctor T. (2010). El regreso del caballo: lo macro y lo micro en la evolución. Ciencias 97, enero-marzo, 46-55. [En línea]
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Genealogías y filogenias
¿Se está modificando la visión darwiniana?
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Daniel Piñero Dalmau
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Darwin nos ha dejado un legado que modificó la manera como
concebimos la naturaleza. Este cambio se llevó a cabo gracias a la introducción de diversos conceptos. Uno de los más importantes es la visión de que las especies comparten ancestros comunes. Es un hecho curioso y poco explorado que el Origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida sólo incluye una figura y se refiere a este punto (ver figura 1).
A través de una filogenia, Darwin nos trató de transmitir este concepto fundamental de su teoría. Incluso ya desde agosto de 1837 Darwin había hecho un dibujo que describía claramente los rasgos básicos de una filogenia (ver figura 2), los cuales incluyen el que haya una temporalidad, es decir, se reconoce el aspecto histórico de la vida, el que existen conexiones con ancestros comunes, eventos de divergencia —bifurcaciones—, y que cuando los datos de reconstrucción no son suficientemente precisos, las bifurcaciones no pueden recuperarse.
Aunque la primera filogenia de Darwin carece de un rasgo central, que son las reticulaciones —por hibridación o por homoplasia—, aun así esta visión de la evolución, muy sencilla, no ha dejado de generar numerosos enfoques que ponen a prueba diferentes hipótesis. Actualmente dichas hipótesis provienen de la sistemática filogenética, la biogeografía y la ecología evolutiva, entre otras áreas.
Hipótesis sistemáticas. Las filogenias ofrecen una visión jerárquica de la evolución de las especies y, como consecuencia, con ellas se puede poner a prueba la definición de géneros, familias y otras entidades taxonómicas de nivel superior. Esta herramienta ha sido usada en algunos grupos difíciles de caracterizar fenotípicamente, como las bacterias, y más recientemente se ha establecido un sistema de nomenclatura basado en las filogenias, que incluso se puede consultar en la red. Sin duda, estas hipótesis producen relaciones entre los taxa, las cuales los colocan en un contexto temporal, de manera que se pueden contrastar hipótesis acerca de la monofilia o no de los taxa involucrados, lo que produce evidencias que pueden ser usadas en el establecimiento de clasificaciones.
Hipótesis biogeográficas. La generación de hipótesis filogenéticas ha sido también muy usada para contrastar hipótesis biogeográficas. De esta manera se analiza si el origen de las especies o taxa tiene una asociación con la historia de los procesos geológicos. Por ejemplo, si un grupo de organismos tiene una distribución en las zonas templadas del hemisferio norte, esto generaría una hipótesis filogenética que apoyaría el que los diferentes grupos se hubiesen formado a la par de la separación de Eurasia y América. La correlación entre la geografía y la filogenia es la parte medular del análisis como se aprecia en el caso de polillas del grupo de los esfíngidos, aunque hay algunos casos de dispersión que contradicen a veces la hipótesis vicariante. De particular interés en esta área han sido los estudios en el hemisferio sur, como es el caso del género de helechos Platycerium. Asimismo, estos enfoques han sostenido modelos de especiación alopátrica, y eventualmente pueden coexistir con los de simpatría, como en el caso de los pinzones de las islas Galápagos.
Hipótesis adaptativas. Sin duda una de las aplicaciones más importantes de las filogenias es el análisis de la evolución de rasgos que se supone son adaptativos. Son estudios que utilizan el método comparado tomando como referencia la filogenia reconstruida normalmente por medio de caracteres moleculares que se suponen neutros. Este enfoque ha sido muy exitoso en muchas ramas, como la evolución de la conducta, la de caracteres morfológicos, la del ciclo de vida, pero aún no ha sido aplicada de forma plena a estudios comparados de rasgos fisiológicos, celulares o moleculares.
Redes, genealogías y evolución de taxa
Una genealogía o red de genes es una representación de la historia de los ancestros de distintos genes, que puede generar un camino que lleva al ancestro de éstos. Hasta aquí no hay una asociación entre la genealogía y las mutaciones que aparecen en ella, de hecho, la genealogía definida así es entonces independiente de las mutaciones potenciales. Para hacer una reconstrucción de la genealogía asociada a las mutaciones existentes en la muestra se requieren datos genéticos. Como las mutaciones producen alelos (estados alternativos de un gene o sitio de nucleótidos) y haplotipos (combinaciones de mutaciones en diferentes loci), éstos se emplean entonces para formar los nodos de una genealogía o red (ver figura 3), y por ser combinaciones de variantes en diferentes lugares del genoma se generan muchos caminos para la constitución de las redes.
La pregunta entonces es: ¿se pueden inferir procesos usando genealogías de mejor manera que usando filogenias? Si retomamos los puntos fundamentales de la evolución, a saber la especiación, la adaptación y la extinción, podemos tratar de responder esta pregunta en forma adecuada.
La adaptación y las redes. Las redes expresan una relación genealógica basada en datos genéticos, pero es posible añadir a esa información datos geográficos, morfológicos, metabólicos y fisiológicos, los cuales se pueden presentar adicionalmente en forma gráfica, como un análisis estadístico. Por ejemplo, Posada y sus colaboradores han usado este enfoque para comparar la estructura genética de individuos que padecen o no cierta enfermedad; si en el resultado todos los enfermos se agrupan en un clado o grupo que asocia haplotipos particulares, se puede decir que hay una asociación genética de la enfermedad, pero si los clados que incluyen a los enfermos están repartidos a lo largo de toda la red, entonces la base genética es menos importante. Asimismo, se puede explorar la asociación con otros rasgos de los enfermos, como el lugar en donde viven, la comida que consumen, el ambiente que los rodea y otros que se decidan. Así, para la adaptación, los componentes genético y ambiental se pueden desentrañar en forma gráfica. Esta versión caricaturesca del estudio de la adaptación se puede formalizar haciendo análisis estadísticos de la posible asociación que hay entre los datos genéticos asociados con la genealogía y los datos morfológicos, ambientales o fisiológicos asociados con la enfermedad por medio de pruebas tan sencillas como una Chi cuadrada.
El análisis filogeográfico de clados anidados. El análisis filogeográfico de clados anidados (NCPA, por sus siglas en inglés) es una manera de explorar el método de uso de redes, el cual intenta establecer un esquema de análisis de hipótesis nulas, ya sea para rechazarlas o para fracasar en el intento. Es un enfoque que ha estado sujeto a críticas muy fuertes por parte de los que apoyan más bien el uso de métodos de análisis de hipótesis que exploran la mayor parte del universo posible de hipótesis por medio de simulaciones o con base en la probabilidad de los datos obtenidos a partir de ciertos supuestos estipulados en modelos específicos de filogeografía.
Este análisis está basado en dos parámetros básicos: el primero, llamado Dc, mide la distancia promedio que hay entre un individuo que tiene el haplotipo de un clado particular y el centro geográfico de todos los individuos del mismo clado, sin importar de qué haplotipo son. El segundo es Dn, es la distancia promedio entre un individuo que tiene el haplotipo del clado particular y el centro geográfico de todos los individuos del clado del siguiente nivel jerárquico, el cual contiene el clado de interés, y sin importar qué haplotipos tiene.
Así, por ejemplo, si el centro geográfico de un clado es muy distante de la posición geográfica del clado que lo contiene se puede inferir que hubo una colonización a larga distancia, o si, por ejemplo, en un clado se halla el centro geográfico de los clados derivados que contiene (es decir, que éstos están en las puntas) en un área más amplia que los clados ancestrales que contiene (que están en posiciones centrales de la red), inferiríamos que hay una ampliación del rango geográfico. Así, comparando los centros geográficos, y si los clados son derivados (puntas) o ancestrales (interiores), se pueden hacer diferentes tipos de inferencia. Además de la colonización a larga distancia y la ampliación del rango ya mencionadas, se puede inferir fragmentaciones y aislamiento por distancia.
Extrapolar para estudiar la adaptación. Es una forma de comparar datos geográficos y genéticos cuando se trata de datos morfológicos asociados a una genealogía o red construida con base en datos genéticos que procede por medio de la extrapolación. Por ejemplo, si definimos un centro morfológico de un clado por la abundancia de los diferentes haplotipos de un rasgo morfológico, y dicho centro (análogo a Dc) es mayor o menor a la distancia que hay al centro morfológico del clado que contiene al clado anterior (análogo de Dn), es posible inferir una adaptación a condiciones diferentes. Podríamos así hacer una extrapolación de los procesos y, por ejemplo, la inferencia paralela al aislamiento por distancia sería entonces una selección direccional gradual; mientras que la fragmentación, dependiendo de la distancia genética que haya entre los haplotipos involucrados, correspondería a una adaptación súbita o una donde los intermedios no sobrevivieron. La colonización a larga distancia podría inferirse en el caso morfológico como un cambio de nicho (es decir no habría conservación del nicho) y, finalmente, la expansión del intervalo podría interpretarse como una ampliación del nicho.
Extrapolar para estudiar la especiación. Sin duda, las genealogías y redes de genes son herramientas útiles para explorar los procesos de especiación en linajes que están en un proceso de diversificación. Si bien es cierto que las filogenias nos ayudan a explorar las relaciones sistemáticas y evolutivas de especies bien definidas, existen muchos grupos de plantas y animales que no pueden ser estudiados desde el punto de vista filogenético porque la diferenciación no se ha completado y entonces los sublinajes comparten haplotipos, lo que tiene como consecuencia un sorteo incompleto de linajes (en México tenemos varios de estos grupos debido a razones históricas y biogeográficas). Tal es el caso de grupos de especies, clados específicos, en las salamandras, los peces godeidos, los agaves, los algodones y probablemente muchos otros que hasta la fecha no han sido estudiados en el nivel poblacional.
Es en grupos como éstos donde la aplicación de un enfoque de redes que integre las evidencias ecológicas y morfológicas puede ser particularmente importante. Incluso en casos que parecían resueltos, como el de los elefantes de África, que se pensaba que eran una sola especie, al emplear un enfoque genealógico y el concepto de especie cohesiva se encontró la existencia de dos especies distintas.
Este tipo de inferencia fue propuesto por Templeton en 2001, quien elaboró un marco conceptual basado en genealogías, el cual puede ser utilizado para rechazar dos hipótesis nulas: 1) que se trata de un linaje evolutivo; 2) que todos los linajes son ecológica y genéticamente intercambiables. Si se rechaza la primera hipótesis, se puede explorar la existencia de dos o más linajes, mientras que si se rechaza la segunda, se puede elevar el linaje a la categoría de especie cohesiva. Sin duda, este marco de referencia puede ayudarnos a analizar con mucho mayor detalle el estatuto de especies que de otra manera no podrían ser exploradas. Asimismo, es importante recordar que considerando la velocidad a la que se generan datos moleculares y ecológicos en la actualidad, en poco tiempo podríamos resolver problemas sistemáticos que, en muchos casos, llevan décadas etiquetados como problemas irresolubles.
Distribución geográfica y características climáticas. El estudio de la evolución es un área ávida de información que incorpore nuevos enfoques y datos que ayuden a responder preguntas que tengan que ver con la adaptación, la especiación y la extinción. A veces estos enfoques vienen en paquetes moleculares, biogeográficos, ecológicos, morfológicos e incluso de disciplinas externas a la biología, como la geografía, la geología, la física y las matemáticas. Uno de estos enfoques que, forma parte de lo que se puede llamar biogeografía ecológica, es la teoría del nicho ecológico, que puede unirse a la información generada por medio de la reconstrucción de genealogías usando un enfoque similar al análisis filogeográfico de clados anidados, para estar en posibilidad de hacer inferencias acerca de la evolución del nicho en especies donde existe información tanto de distribución como de filogeografía.
Enredarse o no enredarse
La investigación en biología está pasando por una edad de oro en todo el mundo. La existencia de metodologías de análisis mucho más globales y que usan una enorme cantidad de información permite poner a prueba hipótesis que antes parecía imposible concebir. Es el momento de echar a andar la imaginación para generar hipótesis no contempladas, pero también de retomar las preguntas que no hemos podido responder hasta ahora. En este contexto, el enfoque de redes o genealogías permite atender esas preguntas nuevas y no tan nuevas, cuya respuesta nos permitirá entender mejor los procesos de adaptación, especiación, y quizá hasta de extinción.
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Referencias bibliográficas
Brandley, M. C., Huelsenbeck, J. P. y J. J. Weins. 2008. “Rates and patterns in the evolution of snake-like body form in squamate reptiles: Evidence for repeated re-evolution of lost digits and long-term persistence of intermediate body forms” en Evolution, núm. 62, pp. 2042-2064.
Martínez-Meyer, E. y A. T. Peterson. 2006. “Conservatism of ecological niche characteristics in North American plant species over the Pleistocene-to-Recent transition” en Journal of Biogeography, núm. 33, pp. 1779-1789.
Richards, C. L., Carstens, B. C., y L. Lacey Knowles. 2007. “Distribution modelling and statistical phylogeography: An integrative framework for generating and testing alternative biogeographical hypotheses”, en Journal of Biogeography, núm. 34, pp. 1833-1845.
Templeton, A. R. 1998. “Nested clade analyses of phylogeographic data: Testing hypotheses about gene flow and population history” en Molecular Ecology, núm. 7, pp. 381-397.
Templeton, A. R., Maxwell, T., Posada, D., Stengård, J. H., Boerwinkle, E. y C. F. Sing. 2005. “Tree scanning: A method for using haplotype trees in phenotype/genotype association studies” en Genetics1 núm. 69, pp. 441-453.
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Daniel Piñero Dalmau
Instituto de Ecología, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es biólogo por la Facultad de Ciencias de la unam y doctor en Ciencias por la
Universidad de California, Davis. Actualmente trabaja en aspectos de evolución
y genética de poblaciones en especies de pinos mexicanos.
como citar este artículo →
Piñero, Daniel. (2010). Genealogías y filogenias ¿Se está modificando la visión darwiniana? Ciencias 97, enero-marzo, 36-41. [En línea]
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Registro fósil y evolución de homínidos
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Francisco Sour Tovar y Sara Alicia Quiroz Barroso
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Desde el punto de vista de la biología moderna, los seres
humanos somos la única especie viviente (Homo sapiens) de la subfamilia Homininae, al interior de la cual también se reconocen dos géneros más, Ardipithecus y Australopithecus, ambos con varias especies que, al igual que las especies extintas del género Homo, existieron y desaparecieron en el transcurso de los últimos cuatro millones de años. Todas las especies de estos tres géneros son llamadas homínidos de manera informal por la subfamilia a la que se asignan. Como grupo biológico y desde un punto de vista filogenético, nuestros parientes vivos más cercanos son las dos especies de chimpancés que se conocen, luego los gorilas, seguidos de los orangutanes, todos ellos simios que constituyen la familia Pongidae. Las clasificaciones que se basan en análisis cladísticos cuestionan este esquema y postulan que la familia Hominidae está constituida por humanos, gorilas y chimpancés, dejando solos a los orangutanes en la familia Pongidae. En cualquiera de los dos casos, homínidos y póngidos se unen con los gibones (familia Hylobatidae) para formar la superfamilia Hominoidea y, junto con otras veinte familias de simios y prosimios, integran el orden Primates.
El término primates fue propuesto por Linneo en el siglo XVIII, cuando los naturalistas consideraban que los humanos y sus parientes más cercanos representábamos a los “primeros” en la escala zoológica por ser los “más desarrollados” o “complejos” del mundo animal. Con el mismo criterio, los mamíferos no primates se integraron en el grupo llamado Secundates y el resto de los animales vertebrados en los Terciates. Actualmente, el nombre de primates en su sentido original nos queda grande, ya que se ha demostrado que poseemos rasgos que se pueden considerar primitivos dado que son idénticos a los que presentan, o presentaban, los grupos de mamíferos más antiguos. También sabemos que otros tipos de mamíferos, como los mamíferos marinos, han sufrido muchas más modificaciones evolutivas a pesar de que su origen es más reciente.
Como monos que somos, los humanos compartimos con los otros primates el mismo patrón anatómico, la misma fisiología, muchos rasgos en nuestra conducta y el mismo tipo de desarrollo, entre otras características. Incluso sabemos que por lo menos 99% de nuestros genes son idénticos a los del chimpancé. Nuestro tipo de vida conserva características que fueron adaptaciones a la vida arborícola y que en la mayoría de los primates son las que han provocado el desarrollo de las principales características de este orden. Así, las modificaciones en el cráneo a expensas del olfato y el oído favorecen la visión estereoscópica, mientras que las largas extremidades anteriores, los cinco dedos en cada mano y pie, una clavícula grande, la disposición de los músculos pectorales y las articulaciones que hay entre el radio, la ulna y el húmero, son adaptaciones que permiten una amplia variedad de movimientos de los brazos y que facilitaron la vida en los árboles.
Las características propias de nuestra especie nos han permitido alimentarnos de casi cualquier cosa, establecer el lenguaje como medio de comunicación, desarrollar una vida social muy compleja, alcanzar un gran tamaño poblacional y colonizar prácticamente todas las regiones de la Tierra. Para ello algunos de los rasgos de la especie humana se han modificado a lo largo de su evolución a tal grado, que actualmente todavía nos llegamos a jactar, como lo hicieron Linneo y sus contemporáneos, y casi todos nuestros predecesores —y aún lo hacen nuestros contemporáneos—, de ser la especie más perfecta, compleja y evolucionada que existe sobre la Tierra. Por estas razones, entre otras más, los procesos que provocaron el origen y la evolución del linaje del hombre han representado desde siglos pasados uno de los temas científicos y filosóficos más estudiados y discutidos.
Para analizar la evolución humana se han utilizado diferentes fuentes de información aportada por el registro fósil, la anatomía comparada, la biología molecular, la genética, la biología del desarrollo, el estudio de la conducta animal y otras áreas de la biología moderna y de la antropología. Esa información se enriquece con los avances científicos y, por ejemplo, ahora contamos con técnicas moleculares que permiten analizar las diferencias y similitudes genéticas o cromosómicas que presentamos con respecto de los demás primates y otros animales no tan cercanos y así inferir la velocidad a la que se han alcanzado estas diferencias e incluso postular teorías sobre el origen geográfico de nuestra especie.
La información sobre homínidos que proviene del registro fósil es, de todas, la fuente más confiable y rica en datos para conocer con detalle los eventos que han marcado la historia evolutiva de nuestra especie, no solo por los restos fosilizados sino también porque permite comprender los escenarios paleoecológicos y paleoambientales en que ocurrió su evolución.
Homínidos y otros hominoideos
Como ya se mencionó, en tiempos no muy lejanos se consideraba que, dentro de los primates, la familia Hominidae agrupaba chimpancés, gorilas, orangutanes y al ser humano, al cual separaba en la subfamilia Homininae, mientras los otros monos quedaban en la subfamilia Pongidae, clasificación que habrá de cambiar ahora que sabemos, gracias a la genética molecular, que los humanos y el chimpancé (género Pan) compartimos un ancestro común e independiente del resto de los hominoideos. Este hecho también establece que los homínidos (subfamilia Homininae) son todas aquellas especies que conforman el linaje evolutivo que diverge del chimpancé a partir de un posible ancestro común y que culmina con la aparición de nuestra especie. Tal divergencia se reconoce principalmente en la evolución de varios rasgos morfológicos a lo largo de la historia de nuestro linaje, entre los que sobresalen aquellos en la pelvis y las extremidades inferiores ligados al bipedalismo, la pérdida de adaptaciones para la vida arbórea en extremidades anteriores y manos, y el engrosamiento del esmalte dental. Los cambios en el tamaño corporal y el cerebro en sus proporciones relativas, así como la reducción en el tamaño de los caninos, son también caracteres morfológicos que permiten determinar o identificar a los diferentes géneros y especies que componen nuestro linaje.
Los primeros homínidos
Ardipithecus ramidus. Encontrado en rocas del Plioceno de una edad de 4.39 millones de años, representa hasta el momento el género y el registro fósil más antiguo de un homínido. El hallazgo ocurrió entre 1992 y 1993 a lo largo de varias expediciones dirigidas principalmente por Tim White, en la región de Middle Wash, Etiopía. En fechas más recientes se han encontrado, en diversas localidades del Este de África, los restos parciales de por lo menos 36 individuos. El primer hallazgo consistió en una serie de piezas dentales asociadas a un fragmento mandibular, una pelvis, los huesos de manos y pies y la parte basal de dos cráneos. La forma en v de la mandíbula y los caninos semejantes en sus dimensiones a la de los incisivos, y poco desarrollados en comparación con los de monos no homínidos como chimpancés y gorilas, que son grandes y triangulares, fue la base para que de inmediato fueran asignados a homínidos.
Ardipithecus se distingue de otros homínidos por presentar unos caninos relativamente grandes con respecto de los premolares y molares (en los humanos modernos, nuestros caninos son casi de la misma altura que nuestros incisivos y demás piezas dentales), y una cubierta de esmalte relativamente delgada, similar a la de los chimpancés. El tamaño de estos organismos se ha comparado con el de un chimpancé hembra y, por el corto tamaño y la forma de las bases del cráneo encontradas, se ha inferido que la inserción del foramen magnun debió de estar en una región anterior. Este rasgo, y la forma de los huesos de piernas y brazos, indican sin duda que los individuos de esta especie eran capaces de mantenerse erguidos y caminar sobre sus piernas sin ayuda de las manos, característica distintiva en el linaje del género Homo y por la cual Ardipithecus ramidus se postuló como un representante del linaje humano.
Ardipithecus ramidus se considera la especie más antigua en el linaje humano, por lo que representa una fuente de información muy valiosa para la interpretación de varios de los procesos o eventos evolutivos relacionados con los rasgos del grupo y permite establecer cuáles de estos son ancestrales y cuáles son derivados. Uno de los ejemplos más importantes se refiere al desarrollo del bipedalismo y de la posición erecta, cuyas adaptaciones correspondientes fueron consideradas durante mucho tiempo como resultado de un seguimiento adaptativo de los homínidos al cambio climático y ambiental que se ha dado desde el Plioceno hasta el Reciente y que ha provocado un desarrollo paulatino de los pastizales y sabanas africanas a expensas de una disminución en la extensión de los bosques tropicales. Bajo este esquema se planteó que la disminución de los bosques forzó paulatinamente a los homínidos a dejar el hábito arbóreo y favoreció el desarrollo de las características propias para el desplazamiento terrestre.
Actualmente no se ha rechazado en su totalidad tales ideas, pero con la interpretación y reconstrucción de las condiciones ambientales en que se desarrollaron y existieron las poblaciones de cada una de las especies de homínidos conocidas han surgido teorías alternativas.
Resulta importante saber que las poblaciones de Ardipithecus ramidus vivían en ambientes de sabana similares a los existentes en diversas regiones del África actual, en donde se desarrollan pequeños manchones de árboles tropicales caducifolios acompañados de higueras y palmas con tamaños de alrededor de veinte metros. En estos ambientes las lluvias no son abundantes y las pequeñas selvas subsisten principalmente gracias a la presencia de acuíferos. Allí, Ardipithecus, que se cree fue más omnívoro de lo que son chimpancés y gorilas, desarrolló una dieta basada en frutas, nueces y tubérculos, y la complementó con insectos, huevos y animales pequeños; para ello se desplazaba de un manchón de bosque tropical hacia otro cruzando, con su caminar bípedo, las sabanas que los separaban. Las adaptaciones a este tipo de locomoción se presentan en todos los individuos que se han encontrado y cuyo registro fósil se acumuló en un periodo de no más de 100 000 años; este dato señala que no fue forzosamente un cambio ambiental paulatino la fuerza de selección que moldeó el bipedalismo; la capacidad en ciertos individuos de poder desplazarse erectos y andar por espacios abiertos para poder visitar los pequeños bosques y conseguir alimento pudo ser el carácter que la selección natural favoreció y fijó en la población en un periodo de tiempo relativamente corto.
Es importante mencionar que en la misma región etíope en donde se han encontrado los restos de Ardipithecus se han colectado piezas dentales y huesos largos de seis millones de años de otro primate que ha sido llamado Orrorin tugenensis. Podría representar el registro más antiguo de un homínido y algunos investigadores lo han asignado a el género Ardipithecus. Orrorin se caracterizó principalmente por presentar una capa de esmalte muy fina en su dentadura, parecida a la de primates frugívoros; su tamaño era similar al de Ardiphitecus y se ha inferido, por la forma de su fémur, que tenía una posición bípeda. Esta interpretación no es del todo confiable y persiste la discusión sobre la posición taxonómica de esta especie, ya que para algunos investigadores que defienden la denominación original de Orrorin tugenensis, bien podría representar la forma ancestral que da origen a los linajes de Homo y Pan. La idea de un ancestro común para los linajes del hombre y el chimpancé, a pesar de ser antigua y estar apoyada en estudios moleculares y genéticos recientes, no ha sido documentada por el registro fósil. Aquí, Orrorin tugenensis podría representar la prueba de ello e indicaría que tal ancestro tuvo una apariencia más similar a la del chimpancé moderno que a la de un humano, pero diferenciándose del primero sobre todo en la posición erecta del cuerpo.
El género Australopithecus
El registro fósil indica que hace poco más de cuatro millones de años aparece en África un nuevo grupo de homínidos conocidos como australopitecinos. Poseen rasgos que denotan claramente su bipedalismo, pero con proporciones en su pelvis y en sus extremidades que les dan una apariencia todavía simiesca. Por ejemplo, sus piernas aún son cortas con relación al tamaño de sus brazos, rasgo que aunado a la forma del torso señala que aún tenían algunos hábitos arborícolas. Al interior de este grupo existen diferentes especies, cada una con rasgos morfológicos propios y una distribución espacial y temporal determinada. Las especies más importantes del grupo que forman parte del linaje directo del hombre son Australopithecus anamensis, A. afarensis y A. africanus. Otras especies que representan ramificaciones independientes de la línea filética que lleva a Homo son A. boisei y A. robustus.
Australopithecus anamensis. Los primeros restos de individuos de esta especie se encontraron en 1995 en dos estratos diferentes de una secuencia que se hallan en la costa oeste del lago Turkana, en Kenia. El estrato inferior fue datado radiométricamente en 4.17-4.12 millones de años y el superior en 4.1-3.9 millones años. Meave Leakey (segunda esposa del reconocido paleoantropólogo Louis Leakey) y su equipo, analizaron el material y propusieron la especie diferenciándola de otros australopitécidos, principalmente de A. afarensis, con quien guarda mucha similitud por el tamaño y peso corporal, la raíz de los caninos superiores —de mayor tamaño— y que están inclinados posteriormente, los molares superiores, inclinados hacia la región lingual, y los inferiores, inclinados hacia la región bucal y con sínfisis mandibular retraída. Para muchos paleoantropólogos, sólo la diferencia de tamaños es un rasgo significativo, ya que las características dentarias y mandibulares de Australopithecus anamensis pueden representar grados de variabilidad que es posible encontrar en especímenes de A. afarensis. Independientemente de las discusiones, el material referido a A. anamensis representa a homínidos completamente bípedos, lo que se infiere por el tipo de tibia y halux (hueso del primer dedo del pie) encontrados.
Australopithecus afarensis. Es la especie más famosa de los australopitécidos. Los primeros hallazgos los hizo en 1967 el francés Maurice Taieb en la región de El Afar, en el noreste de Etiopía. Posteriormente, entre 1973 y 1975, varias expediciones colectaron en diversas localidades de la misma región más de 250 restos con edades de alrededor de tres millones de años, que se cree pertenecieron al menos a 35 individuos y que, en aquél tiempo, simplemente fueron descritos como pertenecientes a homínidos. Entre esos restos destaca la presencia de un grupo de individuos de diferentes edades llamado “la familia”, ejemplo de la abundancia de restos fósiles del grupo y en parte la causa de la fama de la especie. Sin embargo, gran parte de esta fama se debe al hallazgo del esqueleto casi completo del especimen conocido como Lucy, encontrado en 1985 por el equipo de Donald Johanson en Etiopía, en rocas con una edad de 3.18 millones de años y que fue considerado, principalmente por la morfología de la cintura pélvica y la posición del foramen occipital, como uno de los primeros fósiles que demuestran que en nuestro linaje el desarrollo del bipedalismo fue un evento previo al desarrollo de los grandes cerebros. El bipedalismo de la especie se comprobó también con el hallazgo de la famosa secuencia de huellas de Laetoli, dejadas sobre una ceniza volcánica datada radiométricamente en 3.6 millones de años que, en aquél tiempo, era un suelo suave y ahora está litificada. En ella se observa el caminar bípedo de dos individuos, un adulto acompañado de otro juvenil, que primero se desplaza en paralelo y después empieza a caminar sobre las huellas del mayor. Varias localidades contemporáneas al sustrato de la secuencia poseen restos de A. afarensis.
Los ejemplares de A. afarensis sólo se han encontrado en el este de África, en sedimentos con edades de 4 a 2.5 millones de años. A partir de ellos se infiere que la altura de los individuos adultos variaba entre 1 y 1.5 metros, el volumen cerebral entre 400 y 500 centímetros cúbicos, la frente era baja y plana, la cara pronunciada, los arcos supraciliares prominentes, los incisivos y caninos relativamente grandes, con un espacio claro entre incisivos y caninos superiores y los molares de tamaño moderado. A pesar de su apariencia, todavía similar a la de un chimpancé, sobre todo en la forma de la mandíbula, el delgado grosor del esmalte dental y un cerebro apenas ligeramente mayor, la proporción en el tamaño de las extremidades ya es más parecida a la humana.
Australopithecus africanus. El primer resto fósil de esta especie —y también del género— es el famoso cráneo conocido como “el niño de Taung”, encontrado en 1925 por Raymond Dart en una cantera de rocas calcáreas que eran explotadas para la obtención de cemento y cal en Sudáfrica. Dart acuñó el nombre genérico de Australopithecus, que significa “simio o mono austral”, y lo empleó para describir su hallazgo en una publicación que desató más controversias que festejos, sobre todo porque en ese momento se discutían y aceptaban gustosamente las implicaciones que los hallazgos del falsificado “Hombre de Piltdown” y del hombre de Pekín tenían sobre el origen del hombre —recibidos como la gran noticia y sobrevalorados porque apoyaban las ideas reinantes acerca del origen humano en el hemisferio norte. Pese a lo anterior, la búsqueda de más restos en Sudafrica se amplió y dio muchos resultados, entre ellos los de Sterkfontein, varios cráneos y moldes endocraneales que reproducen la morfología externa del cerebro, y una pelvis articulada en parte a la columna vertebral, lo que es una evidencia del bipedalismo y la posición erecta del australopitécido.
El registro fósil de A. africanus indica que sus poblaciones se distribuyeron principalmente en el sur de África. Los ejemplares que se han encontrado van de 3 a 2.3 millones de años, sus características indican que la talla de los individuos era entre 1.10 y 1.40 metros, y que poseían una capacidad craneal de 400 a 500 centímetros cúbicos, dimensiones similares a las de Australophitecus afarensis, de quien se diferencia por poseer una frente alta, cara relativamente corta, arcos supraciliares menos prominentes, incisivos y caninos pequeños, por carecer de un espacio entre incisivos y caninos superiores y presentar molares grandes. En A. africanus el cráneo es más redondeado y las extremidades anteriores son relativamente más largas, lo que da una apariencia menos simiesca que la de A. afarensis. Para varios autores estas dos especies son variedades de una sola, y sus diferencias se deben a la distribución geográfica —aunque existe controversia sobre el tema. Algo notable es que ambos grupos llegan a coexistir durante cerca de 500 000 años, y no es claro si una da origen a otra por un proceso gradualista o por eventos de especiación geográfica en periodos muy cortos de tiempo.
Australopithecus boisei y Australopithecus robustus son dos especies que no se incluyen en la línea filética que lleva a Homo, pero son formas que permiten inferir y demostrar que a lo largo de la historia de los homínidos han ocurrido diversos eventos de especiación y con ellos la existencia de especies que ocuparon nichos o ambientes alternos, áreas geográficas determinadas o que existieron en periodos de tiempo diferentes a los de la existencia de especies con las que pudieron competir. Por ejemplo, A. boisei vivió en el este de África entre 2.6 y 1.2 millones de años atrás, llegando a coexistir con A. afarensis por cerca de 300 000 años, con Homo habilis alrededor de 900 000 años y con Homo erectus por cerca de 100 000 años. Esta coexistencia temporal fue posible debido a las diferencias que tuvieron en el hábitat que ocuparon, ambientes posiblemente boscosos para A. boisei y zonas de estepas o de bosques menos densos para A. afarensis, Homo habilis y H. erectus.
Australopithecus boisei alcanzó tallas de cerca de 1.5 metros, tenía una capacidad craneal de 410 a 530 centímetros cúbicos, una cresta sagital muy prominente, la cara ancha, algo plana y muy larga; las mandíbulas eran muy gruesas y pesadas, sus incisivos y caninos pequeños y los molares y premolares muy grandes. En las poblaciones de este homínido es notable la existencia de un marcado dimorfismo sexual, ya que los machos llegan a ser hasta 1.3 veces más grandes que las hembras.
Australopithecus robustus medía entre 1.1 y 1.3 metros y tenía una capacidad craneal promedio de 530 centímetros cúbicos. Era ligeramente similar a A. boisei, pero su cresta sagital era más pequeña, la cara más ancha, algo plana y muy larga. Presentaba mandíbulas muy gruesas y pesadas, incisivos y caninos pequeños y molares y premolares muy grandes. Estos rasgos implican que la capacidad masticatoria de los individuos de esta especie fue extraordinaria, pudiendo comer prácticamente todo tipo de alimentos pero principalmente granos, tallos y otras partes vegetales a semejanza de como lo hacen los gorilas. Sus poblaciones ocuparon el sur de África entre hace 2 y 1 millón de años, y su desaparición se asocia al paulatino aumento en las poblaciones de Homo habilis y Homo erectus, con quienes llegó a coexistir.
El género Homo
Homo habilis. Los hallazgos fósiles más antiguos de individuos del género Homo ocurrieron en 1960, en un yacimiento de la región de Olduvai, en Tanzania, con la participación protagónica de Mary Leakey, esposa de Richard Leakey, y consistieron en diversos fragmentos esqueléticos de al menos tres individuos que se hallaron asociados a diversas herramientas líticas y a restos fragmentados de varias especies de vertebrados. Se dedujo que las herramientas encontradas poseían características que sólo se podían atribuir a un homínido con la “habilidad” de manipular dos objetos al mismo tiempo, en este caso dos fragmentos de roca, golpeándolos con una técnica muy precisa, razón por la cual Louis S. R. Leakey, Phillip V. Tobias y John R. Naiper nombraron a la especie Homo habilis. Posteriormente, con la localización de varios yacimientos en otras regiones africanas, algunos más antiguos y otros más recientes, y dada la gran similitud entre los conjuntos de herramientas, se planteó que la técnica de elaboración seguramente fue enseñada de un individuo a otro y transmitida de una población a otra.
Se reconocen dos tipos de poblaciones de Homo habilis: una de individuos de talla pequeña, que se extendió a lo largo del este y sur de África entre 2 y 1.6 millones de años atrás; poseían una altura de alrededor de un metro, capacidad craneal promedio de 575 centímetros cúbicos, cara corta, nariz prominente y delgada y, en comparación con australopitecinos, sus molares eran estrechos y pequeños. El segundo tipo de H. habilis se diferencia por su mayor talla, de hasta metro y medio de altura, mandíbulas muy fuertes y molares muy altos; vivió hace 2.5 y 1.6 millones de años antes del presente, es decir, aparece y se desarrolla 500 000 años antes que la variedad pequeña, pero restringen su distribución al este de África. Debido a que el registro fósil de sus primeros 500 000 años para el conjunto de la especie es muy escaso, y después es abundante hasta su extinción, se deduce que la radiación —poblacional y geográfica— de la especie fue un proceso lento y gradual; las diferencias morfológicas entre la población de individuos pequeños y la de grandes indican ambientes y hábitos alimentarios distintos.
Homo erectus. El hallazgo de los primeros fósiles de esta especie se envuelve en una serie de historias y anécdotas en las que diversos y reconocidos paleoantropólogos están involucrados.
En 1895, diez años después de que Darwin publicara La descendencia del hombre, Eugene Dubois, tras tortuosos trámites para conseguir fondos económicos y llevar a cabo largas temporadas de excavación y búsqueda de restos fósiles en el sureste asiático y en Indonesia, presentó al mundo científico de la época el Pithecantropus erectus, el hombre-mono erguido, especie cuya descripción se basó en un diente, una bóveda craneal y un fémur que encontró en la isla de Java. A pesar de no encontrarse asociados los tres restos, Dubois postuló que la morfología observada correspondía a un individuo de rasgos de simio y humano, y por ello lo considero un ser intermedio, un eslabón evolutivo.
La historia del segundo hallazgo de fósiles de Homo erectus inicia con el encuentro de un molar semejante al de los primates, entre muchas otras de las piezas que el naturalista alemán K. A. Haberes había comprado en una farmacia de algún puerto de China. Esto era posible, y lo es aún, porque en las droguerías tradicionales de Asia es común encontrar restos fósiles, en su mayoría piezas dentales de diversos vertebrados que son vendidos como dientes de dragón, por lo que se les atribuyen propiedades curativas y mágicas. El molar en cuestión, junto con muchas otras piezas, fueron estudiadas en 1903 por Max Schlosser, otro naturalista alemán, quién remarcó en la descripción que el famoso molar poseía características de simio y humano, y que ello implicaba que Asia era el lugar más adecuado para la búsqueda de los restos del antepasado del hombre.
Esta idea y muchos eventos paralelos propiciaron que se dieran diversas expediciones y trabajos de búsqueda de yacimientos fósiles en localidades chinas. Una de ellas, auspiciada por el Comité sueco de investigación en China, creado ex profeso, fue dirigida en 1921 por el sueco Johan G. Andersson y el austriaco Otto Zdansky; este último inició la búsqueda en la región de Chou K’ou Tien, muy cercana a Pekín. A la labor se unieron Andersson y Walter Granger, del Museo americano de historia natural. En pocos días, con mucha ayuda de la gente del lugar, colectaron una amplia variedad de restos de vertebrados fósiles. Entre el material sobresalió el hallazgo de piezas de pedernal con evidentes rasgos de haber sido trabajadas. Esto alentó la búsqueda y generó el hallazgo de un molar con rasgos indudablemente humanos; posteriormente, en otras expediciones y temporadas de campo, se encontraron varias piezas dentales y fragmentos de una mandíbula y de un cráneo, que fueron descritos con el nombre de Sinanthropus pekinensis.
Actualmente, Pithecantropus erectus y Sinanthropus pekinensis son asignados a Homo erectus, especie de la que se conocen poblaciones fósiles en África, Asia, Indonesia y seguramente Europa, con una antigüedad máxima de 1.8 millones y una mínima de posiblemente 100 000 años. Los individuos poseían una altura promedio de 1.40 metros pero llegaron a medir hasta 1.80 metros, y su capacidad craneal fue muy variable, de 750 a 1 250 centímetros cúbicos; en general su cara era achatada, sus huesos largos y gruesos, el occipital grande y los arcos supraciliares prominentes. Esta descripción implica que en ciertas poblaciones de Homo erectus los individuos desarrollaron características muy similares a la del hombre moderno. También es notable que H. erectus es la primera especie de nuestro linaje que sale de África y llega a todas aquellas regiones en donde se ha encontrado.
Homo neanderthalensis. El campo moderno de la paleoantropología comenzó a principios del siglo xix con los descubrimientos del hombre de Neandertal. Los primeros fósiles fueron encontrados en Engis, Bélgica, en 1829 y en Forbes Quarry, Gibraltar, en 1848. Sin embargo no se reconoció el significado de estos dos descubrimientos hasta después de que se diera a conocer el esqueleto casi completo del famoso Neandertal 1, hallado en 1856 en una cueva cerca del valle del río Neander en la región de Düsseldorf, Alemania —de ahí que se bautizaran los restos como el “hombre de Neandertal”.
La abundancia de fósiles de esta especie en toda Europa continental, sus rasgos “primitivos”, la antigüedad que se infirió que tenían y su ausencia en las islas británicas, hicieron sentir orgullos a los europeos continentales de finales del siglo xix, ya que con ello “probaban” —en un ambiente intelectual exaltado por la teoría de la evolución recién propuesta por Charles Darwin— que el origen del hombre había ocurrido en el continente.
Desde aquellos tiempos, y hasta el presente, los hallazgos de restos de neandertales son comunes y se tienen registros que indican que la especie surgió hace aproximadamente 120 000 años y se extinguió hace 30 000, un periodo caracterizado por una serie de glaciaciones, en donde los hielos del Ártico llegaban hasta el norte de España y cubrían gran parte de Norteamérica. A partir de todos los hallazgos se han hecho reconstrucciones de los individuos de la especie, por lo que se sabe que tenían una pelvis ancha, extremidades cortas, tórax amplio, cráneo alargado y amplio —con una capacidad craneal promedio de 1 500 centímetros cúbicos, grande en comparación con la del hombre moderno—, los arcos supraciliares prominentes, la frente baja e inclinada, la cara prominente y las mandíbulas sin mentón. Al igual que los pobladores actuales del Ártico, eran de estatura baja, complexión robusta y nariz amplia con aletas prominentes, seguramente con muchos vasos sanguíneos que permitían calentar el aire antes de que llegara a los pulmones. En El Sidrón, yacimiento de 43 000 años de antigüedad ubicado en Asturias, España, se han tomado muestras que permiten reconocer el gen mcr1 de la pigmentación, cuya presencia indica que en vida el individuo debió ser rubio o pelirrojo, al igual que el gen foxp2, asociado con el habla y el lenguaje, por lo que es posible pensar que los neandertales eran capaces de hablar tan bien como el humano moderno, con una estructura sintáctica y gramatical, utilizando un número limitado de palabras combinadas para crear un número ilimitado de frases. Sin embargo, existen muchos otros genes involucrados en el habla y el lenguaje no detectados aún en el genoma neandertal, por lo que todavía no puede concluirse nada al respecto.
Otro rasgo del grupo son las herramientas que utilizó y que fueron producidas usando piedras y martillos de percusión como huesos o madera. Estas herramientas provienen del Paleolítico medio, de las culturas musteriense y chatelperroniense, esta última de carácter autóctono. Con una tecnología muy simple, pero efectiva, lograron elaborar cuchillos, raspadores y puntas de proyectil con un acabado muy fino. Estos logros, aunados a un mayor conocimiento de su registro fósil, han erradicado la idea errónea que se tuvo de ellos desde finales del siglo xix hasta mediados del xx, cuando se les consideraba torpes y deformes. Ahora se afirma que los neandertales vivían en grupos organizados, de más de treinta miembros, que fueron cazadores hábiles, de gran inventiva ante situaciones adversas, especializados en la caza de renos y caballos. Sus grandes campamentos hacen suponer que los ocupaban durante varios meses, posiblemente para soportar las inclemencias del clima, por lo que eran semisedentarios, y desarrollaban actividades sociales complejas.
Así, por ejemplo, en los yacimientos de El Sidrón y Atapuerca en España, en Moula-Guercy y Combe Grenal, Francia, en Vindija y Kaprina, Croacia, y en la cueva de Guattari, en Italia, se han encontrado restos óseos con marcas de corte realizadas con herramientas de piedra, que han sido interpretados como evidencias de un canibalismo ritual. También se tiene evidencias de que enterraban a sus muertos en actos ceremoniales, ya que los acostaban sobre lechos de piedras apoyando la cabeza en su antebrazo, y en sus manos colocaban un artefacto lítico, además de que los adornaban con flores y, debido a los restos de antorchas en las tumbas, se cree que usaban el fuego en sus ceremonias.
Las causas de la extinción de los neandertales es aún un enigma, pero las explicaciones que existen señalan, en general, que el cambo climático pudo ser determinante, al igual que la expansión de las poblaciones de Homo sapiens, cuyas técnicas de caza y adaptaciones a las nuevas condiciones ambientales, desarrolladas durante su evolución en Asia y África, pudieron ser los factores que provocaron el desplazamiento paulatino y la desaparición de los neandertales. Otra hipótesis se basa en la expansión de los cromañones, una variedad de Homo sapiens exclusiva de Europa, con la que convivieron en los últimos milenios de su vida como especie. Sin embargo persiste la duda, ya que numerosas pruebas arqueológicas demuestran que Homo sapiens y Homo neanderthalensis habitaron los mismos territorios en muchas regiones de Europa y Oriente Medio durante miles de años, e inclusive se cree que pudieron haberse dado hibridaciones entre las dos especies y que pudieron coexistir pacíficamente.
Homo sapiens. Como ya se mencionó, los primeros hallazgos de fósiles considerados como representantes del hombre moderno ocurrieron en Europa a lo largo del siglo xix. Entre ellos, el de la cueva de Cro-Magnon en Francia, en 1868, provocó que tal nombre se hiciera extensivo a todos los Homo sapiens de esas poblaciones. Como ya se conocía parte del registro fósil de los neandertales, a los cromañones se les distinguió por presentar arcos supraciliares mucho menos prominentes, cráneos más altos, cortos y redondeados, mandíbulas inferiores más cortas, un mentón más desarrollado, y un esqueleto menos robusto con huesos púbicos en sus caderas, las cuales son idénticas a las del humano moderno. Además de las diferencias morfológicas, uno de los rasgos más característicos de los cromañones es la producción de grabados y esculturas que constituyeron parte de una expresión artística que comenzó a desarrollarse en Europa, cuyo esplendor se halla en techos y paredes de cuevas como las de Lascaux, en Francia, y Altamira, en España.
Del siglo XIX al presente, los descubrimientos de yacimientos con fósiles de Homo sapiens han sido muy abundantes y entre ellos sobresale el que se dio en 1997 en Herto, Etiopía, y que consta de tres cráneos y numerosas herramientas de piedra de hace casi 160 000 años. Es el registro más antiguo que se ha descubierto, y establece en África el lugar de origen de nuestra especie así como su ubicación en el tiempo. El origen del hombre moderno en el continente africano también es apoyado por el hallazgo de fósiles de otras localidades, como las cuevas Border y las de la desembocadura del río Klasies, en Sudáfrica, con edades de entre 100 000 y 70 000, y la Omo-Kibish, en Etiopía, que tiene depósitos fluviales de 130 000 años. Fuera de África, otros sitios que sobresalen por su antigüedad son los de Qafzeh y Skhul, en Israel, cuya datación ha sido estimada en 100 000 años, y los hallazgos en China y Australia de fósiles de por lo menos 30 000 y 50 000 años, respectivamente, y que han sido utilizados para inferir las edades más antiguas en que Homo sapiens pudo llegar a esas regiones.
La información que han dado todos los hallazgos ha sido interpretada de distintas maneras, tratando de explicar cómo nuestra especie, a partir de su origen, llegó a diversificarse en las razas conocidas y a alcanzar su distribución actual. Dos teorías han sobresalido en esta discusión: la hipótesis multirregional, que plantea que los humanos modernos surgieron en varias partes del planeta a lo largo de los últimos 180 000 años, proceso en donde cada raza se deriva de un ancestro diferente; y la que sostiene que África es la cuna de la humanidad, y que Homo sapiens, ya como especie, se dispersa a partir de allí, coloniza la mayor parte del planeta, y en cada región evoluciona hacia las razas modernas como resultado de la influencia ambiental. La diferencia básica entre estas dos teorías reside en aceptar o no si cada raza humana deriva de una especie de homínidos diferentes o si todas derivan de una sola.
El hallazgo de Herto ofrece argumentos que respaldan totalmente la segunda hipótesis y, además, por ser esos fósiles contemporáneos de los de poblaciones de Homo erectus que vivieron en la misma región, se confirma la idea de que esta especie es el ancestro inmediato de Homo sapiens. Siguiendo esta teoría, se puede decir que la dispersión del hombre moderno, desde África hacia el resto del mundo, ocurrió en un marco geográfico muy similar al presente, pero con una desaparición de conexiones terrestres a causa de las glaciaciones pleistocénicas. Se estima que los ancestros de las poblaciones europeas, asiáticas, americanas y australianas llegaron a sus respectivas regiones hace aproximadamente 60 000 años —aun cuando el registro fósil de humanos no es más antiguo de 50 000 años en Australia y de 30 000 en América—, tras lo cual el cambio ambiental y el posterior aislamiento geográfico fueron los responsables de la evolución de las llamadas razas humanas.
La historia evolutiva de los homínidos
Cuando se publicó El origen de las especies, llamó la atención de paleontólogos y otros naturalistas de la época el que Darwin dedicara dos capítulos de su libro para tratar de explicar el por qué el registro fósil se observaba tan sesgado e incompleto. Darwin lo hizo tratando de justificar que los datos de la historia de la vida que brindaba el registro no era acorde con el modelo evolutivo gradualista que proponía en su teoría. Desde entonces se han desarrollado muchas discusiones sobre cuáles son los principales patrones que caracterizan la evolución orgánica y cómo enmarcarlos en el tiempo. En la actualidad la discusión persiste, pero se ha enriquecido por el hecho de conocer con más detalle y tener muchísimos más registros fósiles de prácticamente todos los grupos biológicos. La lista de los géneros y especies de homínidos que brevemente se han descrito es una prueba de lo anterior, ya que en tiempos de Darwin lo único que se conocía eran registros de algunos neandertales. Ahora sabemos que las diferentes especies no se sucedieron paulatinamente unas a otras en el tiempo, y que a pesar de que aun cuando no se han encontrado dos o más especies de homínidos en un mismo yacimiento, es un hecho que varias de ellas coexistieron a lo largo de extensos periodos de tiempo y que en algunos casos lo hicieron también en el espacio geográfico. Por ejemplo, Australopithecus afarensis fue contemporáneo a A. africanus por cerca de 700 000 años; a su vez A. africanus coexistió con Homo habilis por lo menos durante 200 000 años, mismo lapso en que vivieron conjuntamente H. habilis y H. erectus. Esta coexistencia temporal, que podría implicar competencia entre especies ecológicamente equivalentes, se explica en varios casos por la distribución geográfica particular de cada especie, como es el caso de A. afarensis, exclusiva del este de África, y A. africanus, casi exclusivo del sur del mismo continente. Sin embargo hay varios casos que llaman la atención; por ejemplo, el que se encuentren poblaciones de formas robustas de Homo habilis en la misma región del sur de África donde se halla A. Africanus, el encontrar poblaciones de formas pequeñas de H. habilis en el este de África, en donde son comunes las localidades con Homo erectus, o bien en la distribución geográfica de Homo erectus, que se traslapa en el tiempo con la de H. neanderthalensis en Europa oriental y con la de Homo sapiens en el este de África. Considerando estos patrones de distribución espacio-temporal y analizando los cambios morfológicos que se presentan en las especies del linaje humano, se obtienen varias deducciones sobre los procesos evolutivos que dan origen a cada especie de la línea filética Ardipithecus ramidus → A. afarensis → A. Africanus → Homo habilis → H. erectus-H. sapiens. Es necesario recalcar que no existe un consenso entre todos los estudiosos de la evolución humana en cuanto a dicha línea evolutiva pero, entre las deducciones posibles, y a manera de conclusiones, se puede mencionar lo siguiente: 1) hace cuatro millones de años, en el este de África, en particular en la región de Afar, Ardipithecus ramidus evoluciona hacia A. afarensis con cambios de una morfología asociada a una vida arbórea hacia una de mayor actividad terrestre. Como se mencionó, este cambio se pudo dar en un periodo relativamente corto y no implica forzosamente que el cambio climático haya sido el factor determinante; 2) la evolución de A. afarensis hacia A. africanus ocurre aproximadamente hace tres millones de años y se puede interpretar como un proceso de especiación geográfica en el cual algunas poblaciones de A. afarensis lograron llegar y establecerse en el sur de África, y desarrollaron las características de A. africanus. Las poblaciones originales de A. afarensis permanecieron prácticamente sin cambio hasta su extinción en el Este de África. 3) Alrededor de 2.4 millones de años atrás, en el sur de África, alguna o algunas poblaciones de A. africanus evolucionaron hacia Homo habilis; este evento se relaciona sobre todo con el desarrollo de la capacidad de elaborar herramientas líticas y con un aislamiento reproductivo posiblemente conductual, dada la no existencia de asilamiento geográfico claro entre ambas especies; 4) algunas poblaciones de la forma pequeña de Homo habilis evolucionan hacia H. erectus; este proceso de especiación es favorecido a finales de la existencia de H. habilis como especie, dada la amplia distribución geográfica que había alcanzado. El este de África es señalado como el área de origen de H. Erectus, dado que ahí se encuentran los registros más antiguos de la especie, de cerca de 1.8 millones de años; y 5) por su existencia de cerca de un millón y medio de años, sin sufrir cambios morfológicos notables, Homo erectus es visto como una especie sumamente exitosa. Es el primer homínido que logra dispersarse hacia la mayor parte de África e incluso hacia Europa, Asia y Oceanía. Una de sus poblaciones, registrada en la península Ibérica y nombrada por algunos especialistas como Homo heidelbergensis, es considerada como el ancestro que da origen a los neandertales hace cerca de 120 000 años; otra población, que conservó su residencia en el este de África, alrededor de 160 000 años antes del presente, evolucionó y dio origen a nuestra especie: Homo sapiens.
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Agradecimientos
Los dibujos de los cráneos que ilustran la evolución de homínidos fueron elaborados por Talía Mendoza Pachuca, a excepción del correspondiente a Ardipithecus ramidus, realizado por Oscar Hernández Monzón. Los autores agradecen a ambos su colaboración, al igual que a Daniel Navarro Santillán por sus observaciones al manuscrito original.
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Referencias bibliográficas
Reader, J. 1982. “Eslabones perdidos”. Fondo Educativo Interamericano, México.
Gibbons, A. 2009. “rdipithecus ramidus”, en Science, vol. 326. núm. 5960, pp. 1598-1599. Este número especial de la revista publica una serie de artículos que describen los hallazgos de Ardipithecus ramidus, la especie más antigua conocida de un homínido, su morfología, ecología y sus implicaciones en la interpretación de la historia evolutiva del linaje del hombre.
Eldredge, N. y Tattersall, I. “Mitos de la Evolución Humana”.1986. fce, México. “Mitos de la Evolución Humana”. En este libro se analizan ciertos mitos creados alrededor del origen y naturaleza de Homo sapiens como especie biológica y se discute qué procesos son los responsables de la evolución de nuestro linaje.
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Francisco Sour Tovar
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es investigador del Departamento de Biología Evolutiva y coordinador del Museo de Paleontología de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
Sara Alicia Quiroz Barroso
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es invesigadora titular del Departamento de Biología Evolutiva de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
como citar este artículo →
Sour Tovar, Francisco y Quiroz Barroso, Sara Alicia. (2010). Registro fósil y evolución de homínidos. Ciencias 97, enero-marzo, 58-71. [En línea]
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