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Cómo ser indígena, humano y cristiano: dilema del siglo xvi
 
 
Federico Navarrete

 
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A lo largo del siglo xvi uno de los problemas religiosos, éticos y políticos más candentes en la Nueva España y en Europa fue la discusión sobre la naturaleza de los pobladores indígenas de América. Este problema, que hoy llamaríamos antropológico, sólo podía abordarse en esa época desde una perspectiva religiosa, a partir de las siguientes preguntas: ¿eran los hombres americanos descendientes de Adán como todos los miembros del género humano?, ¿cómo habían llegado desde la cuna de la humanidad en el Medio Oriente hasta las lejanas y desconocidas tierras que ocupaban? y ¿habían recibido en ellas la predicación de la religión cristiana?

Estas preguntas eran de difícil solución para los pensadores religiosos y políticos que debatieron sobre ellas, entre los que se contaban fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. Una vez reconocida la humanidad de los indios, que quedó establecida por bula papal más allá de cualquier discusión, entonces se seguía que todos los pobladores de América eran descendientes de Adán y de Eva. Sin embargo, esta premisa sólo despertaba nuevas interrogantes, pues resultaba difícil entender cómo una familia tan amplia de humanos se había separado del resto de sus congéneres y cómo ese resto había perdido noticia de sus parientes remotos. Quedaba por determinar, también, en qué momento de la historia del pueblo elegido fue que éstos hombres se separaron de los demás: ¿precedió su partida a la división de la humanidad en tres grandes grupos, los descendientes de Cam, Sem y Jafet, los tres hijos de Noé? ¿Coincidió acaso con la destrucción de la arrogante torre de Babel y con la multiplicación de las lenguas? El destino de estos parientes remotos en sus nuevas tierras era igualmente problemático. Poco antes de ser sacrificado, Cristo había ordenado a sus apóstoles predicar el evangelio a todos los hombres, y siendo como era hijo de Dios, seguramente incluyó en esa frase a los americanos, cuya existencia no podía ignorar. Como Cristo era además infalible, entonces había que dar por sentado que la predicación cristiana había alcanzado a tan lejanos hombres. Sin embargo, si se aceptaba esto, entonces quedaba por explicar ¿por qué los españoles habían encontrado a los indígenas sumidos en la más atroz idolatría, entregados a los más sangrientos sacrificios y aficionados al sabor de la carne de sus semejantes? ¿Dónde quedaron los rastros de la predicación cristiana en estas lejanas tierras? Quizá su desaparición, o, lo que es peor, su sustitución por rituales que parecían burlarse del cristianismo, se debía a que el Demonio había hecho de las suyas con estas criaturas del Señor. Esta posibilidad, sin embargo, planteaba un dilema igualmente inquietante para los creyentes, ¿cómo pudo ser que Dios, en su infinita bondad, hubiera permitido que estos hombres, hechos a su imagen y semejanza, fueran pasto por tanto tiempo de los engaños y maldades de su Enemigo?

Estas preguntas, y otras semejantes, fueron discutidas incesantemente por los españoles, y otros europeos, desde el siglo xvi hasta el xviii, cuando el problema de la humanidad, y de la inferioridad o superioridad de los indios, fue planteado en nuevos términos, acordes con las ideas ilustradas sobre la naturaleza humana. Muchos autores contemporáneos han examinado y discutido estos apasionados, y apasionantes, debates. Mi propósito en este ensayo es analizar brevemente la respuesta que los propios indígenas de Mesoamérica dieron a estas interrogantes europeas que les concernían directamente.

En primera instancia hay que señalar que si bien pareciera que este debate cristiano sobre la naturaleza y origen de los pobladores de América preocupaba únicamente a los pensadores occidentales, pues estaba basado en las premisas y dogmas de la visión del mundo de los europeos, el hecho es que igualmente involucró a los indígenas cuya participación en esta polémica no fue sólo como objetos, sino también como sujetos de la discusión.

Para los indígenas era importante demostrar su humanidad dentro del marco del cristianismo por varias razones. En primer lugar, para aquellos que se habían convertido sinceramente a esta religión, encontrar un lugar para sí mismos, y para sus antepasados, dentro de su nueva fe, era un imperativo intelectual y existencial de primera importancia, pues de su demostrada pertenencia a la familia de Adán dependía la posibilidad misma de su salvación. Por otro lado, más allá de esta búsqueda personal, había razones políticas de peso para preocuparse por este tema. De la demostración de la humanidad de los indígenas dependía la definición del régimen al que debían ser sometidos y los derechos que tenían bajo las leyes naturales, españolas y divinas. Por ello, para defender sus posiciones y privilegios ante las autoridades españolas, a los indígenas les convenía partir de la premisa de que eran tan hombres como los conquistadores y que por lo tanto tenían las mismas atribuciones, capacidades y derechos. Finalmente, siendo aún más pragmáticos, independientemente de sus convicciones personales los indígenas sabían que sería contraproducente negar, o ignorar, las concepciones cristianas sobre su propia naturaleza humana, pues tal negación podría provocar desde abiertas persecuciones y castigos por contrariar la “única y verdadera fe” hasta el simple rechazo de cualquier argumentación que presentaran ante la Corona o las autoridades eclesiásticas.

Por estas distintas razones, que son siempre difíciles de distinguir en la práctica, los historiadores indígenas nahuas y mayas adoptaron lo que hoy llamaríamos el “mito cristiano” del origen del hombre y de la historia de la salvación cristiana y procuraron adaptar a él las historias de sus pueblos. Estas adaptaciones tomaron formas distintas y siguió estrategias diversas según el autor o el pueblo. También tomaron en cuenta las reacciones que provocaba entre sus públicos cristianos, afinando algunos argumentos, desechando otros que resultaban ineficaces o contraproducentes, y adoptando nuevas ideas y argumentos de otros autores indígenas o europeos. En fin, se trató de un proceso dialógico en que los indígenas supieron escuchar a los españoles, y en que éstos también supieron atender las razones de los primeros.

El primer problema que enfrentaron los historiadores indígenas fue el de la súbita y absoluta obsolescencia de sus antiguos relatos sobre el origen de los hombres. Por ejemplo, los acolhuas de Tetzcoco afirmaban haber sido creados por los dioses en el mismo valle de México. Según la Histoyre du Mechique decían que un dios había arrojado una flecha desde el cielo en un lugar llamado Texcalco y que de ella habían nacido un hombre, llamado Tzontecómatl, y una mujer, quienes sólo tenían cabeza y hombros. Esta pareja primigenia se reprodujo por medio de un beso y engendró a los tetzcocanos. Sobra decir que tal historia era inaceptable en el contexto colonial, en primer lugar porque todos los cristianos sabían por dogma de fe que Adán había sido creado por Dios en el paraíso terrenal y Eva de su costilla, y en segundo lugar porque la idea de parejas primigenias sin tronco ni piernas que se reproducían por medio de la lengua repugnaba el decoro y la lógica occidentales. Por ello, los tetzcocanos no podían repetir esta versión de su origen, a menos que quisieran provocar el escarnio de los españoles y, lo que es peor, el rechazo a toda la historia de su pueblo, desautorizada por tan inverosímil origen.

La solución que encontraron los historiadores tetzcocanos a este problema fue suprimir cualquier mención a una creación o nacimiento sobrenatural de su pueblo en territorio novohispano y dar un renovado énfasis en la idea de que habían venido de lejanas tierras. Maniobras similares tuvieron que realizar varios siglos después los isleños de Polinesia, que afirmaban haber nacido en sus respectivas islas, pero que tuvieron que inventarse largos y azarosos viajes desde distantes patrias originales para satisfacer a los misioneros cristianos que les contaban el “mito adánico”. El resto de los pueblos mesoamericanos contaban, para su fortuna, añejas y complejas historias de migración y sólo tuvieron que enfatizar que su patria original no era, de ninguna manera, la Nueva España.

Este señalamiento, sin embargo, no resolvía todo el problema, pues quedaba por resolver la incógnita de la localización de la patria original de la que habían venido los indígenas y de su relación con los lugares de la historia bíblica. La solución más radical a este dilema fue adoptada por los mayas quichés, de lo que hoy es Guatemala, en la bellísima historia del Título de Totonicapan, que cuenta el origen de los pobladores de esa importante ciudad. Los autores de este libro, escrito en quiché pero en alfabeto latino, aprovecharon que un fraile dominico había traducido recientemente a su lengua una doctrina cristiana, que narraba con detalle la creación del hombre y la historia del pueblo elegido de Israel, y la copiaron casi literalmente, para afirmar así que ellos eran miembros de las siete tribus de Israel y que al derrumbarse la torre de Babel cruzaron el océano y llegaron a Tulán, desde donde partieron hasta sus tierras actuales. De esta manera se apropiaron del mito cristiano de la creación y lo utilizaron como fundamento y origen de su propia historia.

Si a nosotros este recurso nos parece un plagio, o cuando menos una ingenuidad, para los quichés resultaba altamente conveniente, pues les confería la legitimidad de ser miembros del pueblo elegido de Dios. Además, tal afirmación no podía ser rechazada como falsa por los cristianos, pues se correspondía a la letra con su dogma. Por ello, si bien nosotros podemos pensar que los quichés estaban mintiendo, eso era algo de lo que no podían acusarlos los mismos frailes que les habían contado la versión cristiana del origen del hombre.

En el centro de México, el chalca San Antón Muñón Chimalpain, uno de los más grandes historiadores que han nacido en estas tierras, optó por una solución más erudita y sutil. Para empezar, este autor nos cuenta en un florido náhuatl una versión detallada de la historia bíblica de la creación del mundo y del hombre, citando a santo Tomás y a otras autoridades cristianas. Aborda entonces el tema del origen de los teochichimecas, los antepasados de los pueblos indígenas del centro de México y concluye: “no puede saberse con certeza dónde está esa tierra de la que partieron los mencionados antiguos que vinieron a desembarcar en Aztlan. Y no obstante esto, podemos creer, y nuestro corazón estará tranquilo, que fue de una de las tres tierras, de uno de los tres lugares que están separados, de una de las tres partes que están cada una en su lugar —el primer lugar en tierra llamada Asia, el segundo en la tierra llamada África, el tercero en la tierra llamada Europa”.

Chimalpain era demasiado riguroso como historiador para afirmar algo que no fuera demostrado por las tradiciones históricas en que se basaba, pero de todas maneras quería creer, quería hacernos creer, que él y todos los habitantes de la Nueva España se originaron en lo que hoy llamamos el Viejo Mundo, y que por lo tanto eran descendientes de Adán. Para sustentar esta creencia procedió inmediatamente después a relatar que un cosmógrafo alemán avecindado en la Nueva España, Enrico Martínez, le contó que en los países bálticos, en una región llamada Curtland, había pobladores cuyo aspecto físico se parecía mucho al de los indígenas nahuas.

Si bien la actitud de Chimalpain puede parecernos mucho más escéptica, científica y moderna que la de los autores quichés, el hecho es que tuvo mucho menos fortuna histórica en su momento. Tan exitosa fue la adaptación del “mito bíblico” entre los mayas, que otras historias quichés escritas posteriormente se limitaban a afirmar, como un hecho comprobado e indudable, que ellos eran miembros del pueblo de Israel y que habían venido desde la Tierra Prometida. Chimalpain y sus argumentos en cambio quedaron relegados al olvido, y es apenas hasta este siglo que podemos apreciar su sutileza.

Más exitosa fue la obra de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, un historiador tetzcocano que escribió en español poco después que Chimalpain. Este autor reprodujo sin más las antiguas historias indígenas sobre la creación del mundo y su destrucción en cuatro ocasiones sucesivas, equiparando la destrucción del llamado Sol de agua por una inundación con el Diluvio Universal. Después de establecer esta analogía, que podríamos atribuir a un comparatismo anticipado, el autor castizo se enfrentó al mismo dilema de sus colegas y antecesores: ¿cómo insertar a sus descendientes en la antropología cristiana? A lo largo de más de treinta años de trabajo, y en cinco sucesivas obras, ensayó diversas respuestas. La primera y más obvia fue asegurar que un rey llamado Chichimécatl había venido a estas tierras desde la Gran Tartaria, es decir desde Asia, y que en cuanto a la predicación cristiana, sus antepasados la habían recibido junto con todos los demás hombres. Sin embargo, esta última afirmación tenía consecuencias negativas que nuestro autor pronto descubrió: si afirmaba que los indígenas habían sido cristianos, entonces su religión prehispánica se convertía en una apostasía, producto del rechazo consciente de la verdadera fe, y no en una simple idolatría, producto de la ignorancia de la palabra del Señor. Como en términos teológicos, y hasta legales, era mucho más grave ser apóstata que pagano, Alva Ixtlilxóchitl pronto desecho la idea de la predicación prehispánica y optó por una original solución: afirmar por un lado que sus antepasados toltecas eran hombres blancos y barbudos, con lo que los asimilaba racialmente a los europeos, y por el otro demostrar que los reyes tetzcocanos, si bien nunca habían recibido la predicación del evangelio, llegaron a barruntar, gracias a su sabiduría, algunos preceptos del cristianismo, como el monoteísmo y el rechazo al sacrificio humano. Esta doble argumentación fue sorprendentemente exitosa y ha sido sustento de uno de las figuras más caras de nuestro nacionalismo, la del rey sabio Nezahualcóyotl que abjuró privadamente de los sacrificios e idolatrías de sus contemporáneos y predijo, gracias a su gran sabiduría y racionalidad natural, las superiores verdades de la fe cristiana.

Fue así como los historiadores indígenas intentaron resolver, para sí mismos y para nosotros, el dilema de la humanidad de los nativos de estas tierras, dentro del marco de la cosmología cristiana.
Federico Navarrete
Instituto de Investigaciones Históricas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Navarrete, Federico. (2001). Cómo ser indígena, humano y cristiano: el dilema del siglo XVI. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 13-17. [En línea]
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