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Mixcoac a principios de los 50
Ricardo Garibay
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"La avenida Revolución corría desde Tacubaya hasta San Ángel.
Kilómetros y kilómetros de vientos y verdura, un interminable rumor de ramazones. Tenía cincuenta metros de ancho, acaso un poco más, a los lados casas con jardines fronteros, que raleaban desde Berlín hacia Mixcoac y desaparecían a partir de la Barranca del Muerto. San Ángel era pueblo, geografía misteriosa y lejanísima." (...)
"Lo que sí aparece como un estallido de claridad o en un estallido de sol y nubes, es el río y las lavanderas. Lo que hoy es avenida San Antonio, que pasa debajo del periférico y sube como cuesta al occidente, y al oriente cruza la avenida Revolución y la Patriotismo y sigue hacia Insurgentes, era un río de no sé dónde a no sé dónde, de aguas sonoras y bajas y rocas enormes y lavanderas gritadoras y cantadoras. Rocas blancas, espumosas aguas color chocolate. Yo simulaba buscar ajolotes para oírlas y mirarles los pechos." (...) "Temprano por la tarde llegaban las lavanderas. El sol alto todavía. Nubes de filo incandesente. Y culebreaba el sol, retozaba torciendo el paso por el prieto seno de las aguas. Cuchillería de sol, platería hecha pedazos de peña en peña, de peña en peña, entre millares de peñas serpenteando entre chismes a grito herido y albures y mentadas. Junto al río, donde hoy es Gigante y los automóviles, se elevaban cerrados y sombríos los pinos del invernadero. Allá sus hondas calzadas hojosas donde viví los años de estudiante. Los que teníamos veinte años hablábamos de amor en el invernadero. Allí pasábamos los días, con los malditos libros abiertos sobre las bancas de ladrillo.(...) Era como una droga aquella arboleda. Caminábamos las calzadas, soñando siempre. Cada uno en el corazón tenía la espina de una pasión... enteramente inútil, hacia el vacío.(...)" " ...pero la magia del invernadero era lo siguiente: calzadas largas y anchas, de grava roja; medían hasta cuatrocientos pasos, y veinte pasos de anchura; pinos de ramas espesas desde el suelo hasta la punta, altos de veinte y treinta metros y de un metro o más de diámetro los troncos, y entre avenida y avenida toda suerte de follajes de árboles copudos y de mediano tamaño. Podía caminarse una avenida durante toda la mañana sin ver ni oír a nadie; si acaso, de pronto, allá lejos un jardinero con su carretilla. Las encrucijadas eran como naves de catedrales altísimas y oscuras. "Grabados del medievo —decía—. Oye ese batir de alas." "El Chipe ya empezó con sus jaladas—decía Fierre—." En tardes de mucho viento las ramazones llegaban a ensordecer, se mecían como si fueran a desplomarse; muchas veces comprobamos que afuera, en las calles, soplaba apenas el aire, la gente iba y venía tranquila, y adentro los vastos rumores, los abanicos gigantes y el ronco crujir de troncos anunciaban cataclismos. Se escuchaba la grava fría y pausada de los propios pasos, la menuda y relampagueante grava de las ratas de monte. Alguna mañana, un leve traquidazo, y sola, porque sí, sin tormenta de por medio, mañana azul, sol de cristal que nunca volvió a verse, porque sí, digo, a solas, se desprendía de la altura de una rama enorme y bajaba poco a poco, flotando, volando, se diría, y en total silencio se estrellaba blandamente en la calzada y alzaba una nube roja, millones de puntos rojos girando desesperados, brillando al sol durante muchas horas. Y el sol, que helado encanecía las puntas de los pinos; que parecía sonar a mediodía, cuando bullían los insectos de los almacigos; que de oro en los atardeceres lanzaba contra los troncos, entre los troncos, hacia las calzadas centenares de rayos nunca quietos, de modo que, con las primeras aguas, el invernadero todo parecía un arcoiris ondulante, un lugar de líquidos aires de siete colores, una transparente aglomeración de ríos fantasmas casi a ras de tierra y que desaparecían simplemente desaparecían hacia las frondas. Por los años cincuenta el gobierno de la ciudad vendió todo eso a comerciantes, que construyeron las tiendas de ropa y los estacionamientos de cemento. Seguro los vastagos de aquel canalla, jefe del Departamento del Distrito Federal, no acabarán nunca de gastarse el producto de su peculado." |
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Fragmentos de Fiera infancia y otros años.
OCÉANO Mécico, 1982.
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