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  de flujos y reflujos
 
     
Los átomos, ¿una ingeniosa hipótesis?
 
 
 
Ramón Peralta y Fabi
   
         
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En su momento, los anagramas fueron parte de la diversión de los científicos. Tomar las letras de una oración, trasponerlas y formar otra era una forma de “publicar” resultados. Así, ocasionalmente, quien deseaba entender lo que un colega había descubierto tenía que resolver el anagrama —aunque actualmente, dicen, los trabajos se explican claramente. Más de un anagrama se quedó sin resolver. Uno de los más famosos es el que dejó en el siglo xviii Iacopo Francesco, Conde Riccati de Venecia, que trata sobre la solución de una ecuación diferencial, probablemente incorrecta, aunque nunca lo sabremos. Un siglo antes, Robert Hooke, quien sin la sombra de Isaac Newton hubiera brillado más que el resto de sus contemporáneos, publicó el anagrama ceiiinosssttuu como solución al problema de la deformación de un material bajo la influencia de una fuerza. Al cabo de dos años, sin que se hubiera presentado alguna solución, publicó su resultado, hoy conocido como la Ley de Hooke (la “ley” de los resortes, las placas y las barras): Ut tensio sic vis, que traducido alegremente del latín, significa que la deformación y la fuerza son proporcionales.
 
Es claro que conocer las partes no es suficiente para entender el todo. Conocer cuáles son los símbolos que representan los sonidos, el alfabeto, no implica saber combinarlos para formar palabras, y menos aún el acomodarlas para escribir el Quijote.
 
Lo mismo sucede con los átomos, que son pocos en variedad, muchos en número, y forman toda la literatura visual que nos rodea.
 
Develar los secretos últimos de la constitución de la materia, las partículas elementales y los átomos en que se organizan, es semejante a contar con las letras y saber las reglas que permiten combinarlas en palabras; nada aprendemos del sentido que tienen, ni de cómo hilvanarlas para llenarlas de luz en un soneto de Shakespeare.
 
En la opinión de Richard Feynman, si sólo pudiéramos heredar una frase de todo el conocimiento científico que tenemos, ésta sería la hipótesis atómica: “Todas las cosas están hechas de átomos —pequeñas partículas en movimiento perpetuo, que se atraen cuando están cerca unas de otras y se repelen cuando se acercan demasiado”. Basta con la hipótesis de que estos elementos básicos existen para iniciar la construcción de nuestro modelo actual de la naturaleza.
 
No hemos visto a los átomos ni los vamos a ver o a fotografiar. Las llamadas fotos (sic) son el equivalente a lo siguiente: irse a más de seis mil millones de kilómetros del Sol (para asegurar la inclusión de Plutón), a 1011 km, digamos, abrir el obturador de una cámara el tiempo en que transcurren cien mil millones de revoluciones (cinco veces la edad estimada del Universo) y exhibir la “lenteja” resultante como réplica del sistema solar.
 
¿Qué sería de las ciencias naturales, como la física, la química y la biología, sin la suposición de que allí están los átomos? Sería inconcebible interpretar todo lo que hacemos, medimos y predecimos sin este maravilloso ingrediente. No requerimos los átomos para estudiar la estabilidad de la órbita de Saturno ni para preparar un galón de amoniaco o para comprender los vínculos entre los reptiles y las aves. En cambio, sí nos son indispensables para establecer la composición de Júpiter, calcular la energía que se libera al formarse agua a partir de oxígeno e hidrógeno, para impulsar un cohete al espacio interplanetario o para siquiera proponer el proyecto del genoma humano.
 
Si con el alfabeto podemos acompañar a Jorge Luis Borges a través de la biblioteca que imaginó y que contiene todos los libros posibles, con los átomos podemos reinventar todos los mundos de Isaac Asimov y más. También el mundo que tenemos, desde el cosmos, remoto en tiempo y en espacio, al ámbito microscópico de las bacterias y las formas simétricas de los copos de nieve. Salvo por la aparente finitud del número de átomos, las posibilidades son infinitas.
 
¿Qué es un átomo? Un alumno de secundaria pronto respondería que es la parte más pequeña con la que están hechas las cosas, todas, y tendría razón. La imagen que tenemos es desde luego pictórica, con un dejo pintoresco. Pero la descripción matemática es más precisa y sencilla que la conceptual, compleja y difusa, especialmente porque la hacemos en términos de un lenguaje inventado para describir piedras, bichos y antojos, con los que parecen compartir poco más que nada. Un átomo típico es un objeto formado por los electrones y los nucleones, las partículas aglomeradas en el núcleo, que son los protones, de carga positiva, y los neutrones, ingeniosamente llamados así por ser neutros. El tamaño típico del átomo es cercano a la diez mil millonésima parte de un metro (10-10 m), un ángstrom; el núcleo es unas diez mil veces más pequeño y contiene la mayor parte de la masa, en una proporción como de 16 000 a 1 para el oxígeno, o 300 000 a 1 para el plomo.
 
Todos los átomos de una misma especie, como el oro o el nitrógeno, tienen el mismo número de electrones que de protones, lo cual los hace eléctricamente neutros; así, el oro tiene 79, la plata 47 y el nitrógeno sólo 7. Los isótopos son átomos de un mismo elemento, pero difieren en el número de neutrones en el núcleo. Por ejemplo, el helio (He) viene en dos presentaciones, el He3 y el He4, y se les conoce como isótopos. Difieren en masa pero poseen las mismas propiedades químicas, y sus características nucleares y físicas son muy diferentes.
 
Podemos imaginar al átomo como un pequeño sistema solar en el que bolitas verdes, los electrones, giran en torno al núcleo, café rojizo; los colores dependerán de cada quien, por supuesto. Otros, más sofisticados, suponen a los electrones como ondas congeladas alrededor del núcleo, formando los orbitales, que me gusta suponer amarillos. A esas escalas, la intuición salta por la ventana. Nada en el átomo está particularmente quieto. Estas concepciones —desde luego— impiden entender porqué, a temperatura y presión ambiente, los gases nobles, como el argón y el neón, son incoloros, el cobalto es duro y azuloso, y el mercurio es un líquido plateado.
 
El alfabeto natural consta de 92 átomos distintos, de acuerdo con su número atómico, Z, que corresponde al número de protones en el núcleo. Así, van del hidrógeno (Z = 1), el más ligero, al uranio (Z = 92), el más pesado que parece existir en la naturaleza. Los que siguen han sido inventados, como el neptunio y el plutonio, con Z = 93 y 94, que fueron creados por primera vez en 1940. Para fines del año 2001 se habían creado hasta el Z = 114, por lo cual hubo una controversia sobre la reciente aparición del Z = 118. A partir del 110, en espera para ser bautizados la vida media —que es el tiempo promedio en que la mitad de los átomos de una muestra decae espontáneamente, es decir, que se descomponen en otros más ligeros—, es de fracciones de segundo. De hecho, el último átomo que posee algún isótopo estable es el bismuto, con Z = 83; a partir de éste, todos decaen con vidas medias que van de los millones de años a los nanosegundos. El primero de los átomos radiactivos, el polonio, fue descubierto por los esposos Pierre y Marie Curie en 1898. La forma cuantitativa que hoy se tiene para datar está basada en la presencia de los diversos isótopos resultantes de procesos radiactivos. Se conoce, por ejemplo, la naturaleza y el papel de las fuerzas en el núcleo, llamadas electrodébiles y fuertes, al igual que los mecanismos que llevan al decaimiento; la precisión de las predicciones cuantitativas no tiene precedentes en toda la física.
 
Curiosamente, entendemos mejor al átomo y su interior que al chorro de agua en nuestro lavabo favorito.
 
La historia del desarrollo de la hipótesis atómica, de una posición filosófica a una teoría abstracta con una exquisita capacidad predictiva, abarca un lapso de más de dos mil quinientos años y corre paralelamente al desarrollo de la civilización occidental. De los rígidos, indivisibles e inmutables objetos de Leucipo de Mileto y su discípulo Demócrito de Abdera, a los difusos compuestos que se trasmutan y vibran constituyéndolo todo, concebidos el siglo pasado, nos separa la diferencia de las costumbres y percepciones. La clave, claro está, radica en la base experimental que la soporta y justifica. Con quinientos años de ciencia, actividad relativamente novedosa, la sociedad se transformó más que en los veinte siglos previos.
 
Nuestros átomos, reales o supuestos, nos permiten conocer la composición del Sol, explorar y explotar fuentes (casi) inagotables de energía y anticipar la conductividad eléctrica de un sólido. También iluminan la mecánica detallada de la genética y de la evolución de las especies, el origen de múltiples enfermedades y las bases de la reactividad, esencia de la química. Indirectamente, han influido para modificar nuestra imagen y concepción del universo, y de nosotros mismos.Chivi67
 
Ramón Peralta y Fabi
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Peralta y Fabi, Ramón. (2002). Los átomos ¿una ingeniosa hipótesis? Ciencias 67, julio-septiembre, 52-55. [En línea]

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