Metáforas biogeográficas del imperialismo |
En este artículo se revisan las diversas explicaciones sobre los patrones biogeográficos elaboradas entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo xx, enfatizando los cambios en las metáforas empleadas por los evolucionistas para reconstruir la historia de la vida.
|
|
Alfredo Bueno y Carlos Pérez
conoce más del autor
|
||
HTML ↓ | ←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ | |
En la segunda mitad del siglo XIX, los biogeógrafos tuvieron el objetivo común de elaborar una visión integrada del mundo. La fría descripción de los hechos requería ser interpretada. El conocimiento empírico disperso, producto de las travesías patrocinadas por los estados europeos, fue racionalizado por los naturalistas para redistribuirlo a sus contemporáneos en la forma concreta de mapas de regiones biogeográficas, los cuales representaban patrones, que a su vez implican causalidad.
La distribución geográfica de la vida fue una de las líneas clásicas de evidencia en los estudios de evolución. A mediados del siglo XIX, los naturalistas ingleses reconocían que la distribución geográfica de la vida era un factor clave para comprender el mundo natural. En una carta fechada en 1845 dirigida a Hooker, Darwin se refería al estudio de la distribución geográfica como “la piedra angular de las leyes de la creación”. Aunque desde inicios de ese siglo se conocían los principales patrones biogeográficos, faltaban las explicaciones. ¿Por qué había regiones con climas casi idénticos que prácticamente no compartían especies?, ¿por qué algunas áreas con condiciones físicas diferentes tenían biotas muy similares?, ¿por qué existían formas muy parecidas en áreas separadas por grandes distancias? El determinismo ecológico linneano, según el cual cada especie se dispersó desde una isla-montaña primigenia hasta encontrar las áreas que les fueran propicias, se mostraba claramente insuficiente para explicar la regionalización de la biota y las distribuciones disyuntas.
El periodo de explosivo interés que se despertó por la biogeografía entre fines del siglo xix y principios del siglo XX se ha estudiado poco. No obstante, abordar este tema conlleva un riesgo, pues sabemos que los debates sobre los continentes hundidos se volvieron fútiles a mediados del siglo XX, al confirmarse la teoría de la deriva continental. Uno de los primeros naturalistas que adoptó un enfoque histórico en la biogeografía fue Edward Forbes. En la década de 1840 intentó explicar el origen de la flora de las Islas Británicas postulando la existencia de una masa terrestre ubicada en lo que hoy es el océano Atlántico, a través de la cual las plantas migraron desde España hasta Irlanda. Darwin rechazó la existencia de esas hipotéticas uniones, al menos en un pasado geológico reciente. En los capítulos dedicados a la biogeografía de El Origen de las Especies, él defendió la hipótesis monofilética: cada especie se originaba a partir de un par de individuos en una sola localidad, desde donde se expandía hasta alcanzar su distribución actual. Resulta así que el compromiso con el principio monofilético generó la necesidad de la dispersión. Esta idea se remonta al menos a Linneo, además del obvio antecedente bíblico. En sus Fundamenta Botanica, Linneo afirmaba: El único par sexuado, de todas las especies vivientes, fue creado en el inicio de las cosas. El razonamiento era puramente lógico; si se admite que las especies crecen geométricamente, entonces cuanto más se vaya hacia el pasado más decrece el número de individuos de cada especie, hasta llegar al límite de su origen mismo, donde habría un solo par —o un solo individuo en el caso de las especies hermafroditas. Así, para alcanzar su área actual de distribución, la dispersión era indispensable, ya fuera como mera expansión de las poblaciones o bien mediante grandes saltos sobre barreras físicas en el caso de las distribuciones disyuntas, en ese tiempo llamadas anómalas.
Los extensionistas como Forbes no aceptaban que las dispersiones a gran distancia pudieran explicar las distribuciones disyuntas. Creían que las especies se habían extendido a través de puentes terrestres y continentes antiguos actualmente sumergidos. Por su parte, Darwin sostenía una postura permanentista, es decir, que los principales rasgos de la superficie terrestre habían pemanecido invariables en el pasado geológico reciente. A pesar de la férrea oposición de Darwin, el enfoque extensionista se sostuvo como una influyente corriente en las últimas décadas del siglo XIX. Joseph Dalton Hooker, amigo y admirador de Darwin, fue uno de sus principales proponentes. Sustentado en una amplia experiencia de campo, Hooker concluyó que las dispersiones a gran distancia no eran una causa suficiente para explicar los patrones biogeográficos de las floras sureñas. Con base en la evidencia florística propuso la hipótesis de que todos los componentes de las floras del hemisferio sur habían estado una vez unidos en un gran continente austral. Un destacado ornitólogo inglés, Philip Lutley Sclater, le respondió. En su célebre trabajo On the general distribution of the members of the class Aves, presentado en 1857 ante la Linnean Society of London y publicado el año siguiente, propuso “las divisiones ontológicas más fundamentales y naturales de la superficie terrestre”. Cada una de sus seis regiones representaba un área de creación particular. Su sistema fue la base del esquema que propondría Alfred Russel Wallace en 1876, en su clásica obra The Geographical Distribution of Animals. Sin embargo, Wallace no aceptó la explicación teista de Sclater. Rectificando sus primeras ideas extensionistas, terminó explicando la composición de cada región biogeográfica mediante migración y divergencia, añadiendo la idea de que los nuevos grupos se originaban en un centro norteño de evolución progresiva. En 1886, Andrew Murray negó explícitamente que las poblaciones tuvieran cualquier tendencia automática hacia la expansión. Creía que las provincias biogeográficas se mantenían por cierto instinto individual que hacía que cada criatura se mantuviera en el mismo lugar donde se había originado. Los animales sólo se movían forzados por los cambios geológicos. El rechazo a este concepto de inercia de Murray, así como la aceptación de la presión malthusiana, algo que ha sido señalado por Bowler fueron en parte el éxito de la visión darwiniana del mundo. Al final del siglo XIX, la idea de que la población de cualquier especie tendía a crecer era aceptada incluso por naturalistas que rechazaban la teoría de la selección natural como mecanismo evolutivo. La literatura biogeográfica estuvo dominada por metáforas propias de una era en la cual los estados occidentales buscaban deliberadamente dominar el resto del mundo. Las especies surgían y se extinguían guiadas por la urgencia de conquistar y dominar nuevos territorios. Entendida la dispersión en un sentido laxo, no sólo como dispersión por saltos sino también como expansión, tanto los biogeógrafos extensionistas como sus rivales antipuentistas eran dispersionistas. Ambos compartían la idea de que las especies se originaban en una sola localidad y tenían una tendencia natural a expandirse. Por ello, el centro de la discusión fue determinar cuáles eran las áreas donde aparecían las innovaciones evolutivas. Los antidarwinistas cuestionaron la tesis monofilética. La expresión más clara del enfoque de evolución independiente provino de Angelo Heilprin, quien sostenía que la misma especie podía evolucionar no sólo en distintas áreas, sino también en diferentes épocas geológicas. El renombrado mastozoólogo Richard Lydekker aceptaba que los caballos habían evolucionado en ambos lados del Atlántico. Karl von Zittel arguyó que las similitudes entre las faunas del Eoceno de Norteamérica y de Europa se explicaban por una evolución paralela y no por migración. Es significativo que Croizat, fundador de la escuela moderna antidispersionista, también recurrió al paralelismo para crear un modelo antidarwinista de la historia de la vida, el cual rechaza la búsqueda de centros de origen. Pero la implicación era grave para el darwinismo, si las especies no se originaban sólo en un área puntual, sino que podían evolucionar independientemente en más de una localidad, el fundamento de todo el programa darwinista se derrumbaba. Perdía todo sentido trazar las migraciones y se volvía imposible distinguir entre los efectos de la evolución paralela y la dispersión. Así, enfatizar el poder de la dispersión se convirtió en una necesidad urgente para Darwin. Los evolucionistas de fines del siglo XIX y principios del xx concluyeron que el debate sólo podía zanjarse con una mejor taxonomía y con correlaciones estratigráficas más precisas. Para trazar las migraciones pasadas se requería establecer con certeza cuáles estratos se habían depositado al mismo tiempo en Europa y en América, tarea a la cual se abocaron coordinadamente una serie de paleontólogos europeos y norteamericanos durante los últimos años del siglo XIX. En la segunda década del siglo XX, la idea popularizada por Wallace fue revivida por William D. Matthew. Los grandes continentes norteños, Eurasia y Norteamérica, constituían las áreas de evolución progresiva. Sin embargo, permanecía latente la hipótesis rival de Hooker sobre la existencia de un gran continente sureño, la cual implicaba que el sur también habría sido un importante centro de evolución. El debate sobre la importancia relativa del norte y el sur como centros evolutivos estuvo ligado a la discusión sobre la existencia de continentes desaparecidos. Darwin y Wallace primero, y Matthew después, afirmaron que, al menos en el Terciario, los rasgos de los continentes y océanos no habían sufrido cambios importantes y negaron la posibilidad de que el lecho profundo del océano hubiera quedado expuesto. La escuela rival de geología, encabezada por Eduard Suess, sostenía que había ocurrido una subsidencia constante en ciertas áreas de la corteza de la Tierra a lo largo de su historia y por tanto, podían haber existido grandes continentes en donde actualmente hay océanos profundos. Quienes apoyaban la permanencia de continentes y océanos sólo podían explicar las distribuciones disyuntas mediante dispersiones accidentales a grandes saltos. En cambio, los extensionistas creían que todos esos casos anómalos podían explicarse por expansión a través de tierra emergida. Cada parte podía acusar a su rival de soñar hipótesis acomodaticias. Siempre era posible postular conexiones hipotéticas o migraciones accidentales entre dos áreas cualesquiera de la superficie terrestre. En 1882, Angelo Heilprin propuso que Norteamérica y Eurasia debían unirse en una sola región a la que denominó Holártica. Aunque Wallace se opuso, finalmente el concepto de región holártica fue la base sobre la que Matthew propuso su modelo dispersionista. Los mundos perdidos La creencia popular de que en ciertas áreas del mundo se habían preservado formas características de etapas anteriores de la historia de la vida fue otro ingrediente del modelo dispersionista. Las formas evolutivamente inferiores eran desplazadas hacia el sur por los nuevos grupos. Australia era el caso paradigmático. Muchos científicos creían que los organismos de este continente —incluidos sus habitantes humanos— eran primitivos y por tanto incapaces de competir con los invasores europeos. Sin embargo, los hechos pronto desvanecieron las esperanzas. Desde 1862, el naturalista australiano Frederick M’Coy había protestado contra la creencia casi universal del carácter primitivo de la biota de Australia. Los datos geológicos revelaban que Australia había estado bajo el mar durante gran parte del Terciario. Cualesquiera que hubieran sido sus habitantes antiguos, habrían sido destruidos, y el continente tendría que haber sido repoblado en tiempos relativamente modernos. A pesar de los argumentos de M’Coy, la expedición pionera de Murray en 1866 reforzó la mayoría de los prejuicios tradicionales. Murray creía en el enfriamiento gradual de la Tierra y en la existencia de grandes masas terrestres sureñas desde el Mesozoico. Australia había preservado formas de vida del Eoceno hasta la actualidad. Esta idea de refugios que protegían a sus habitantes de la invasión de formas más avanzadas fue parte importante de la teoría que desarrollaría Matthew. Los orígenes norteños La teoría de las invasiones norteñas apareció en las discusiones paleontológicas y después se popularizó hasta convertirse en una poderosa aunque controversial herramienta explicativa. Es obvia su afinidad con la ideología de que los europeos estaban destinados a gobernar el mundo. En 1865, Oswald Herr, paleobotánico de Zurich, notó que las plantas del Mioceno de Europa eran equivalentes a las de los trópicos modernos. A finales de ese siglo, la evidencia de que había habido climas fríos desde el Paleozoico puso en entredicho la teoría de Suess sobre el enfriamiento continuo. Más que un enfriamiento progresivo, ocurrieron fluctuaciones cíclicas entre climas templados y severos. Entonces se volvió popular asociar los episodios de evolución progresiva con los periodos de climas severos. La mejor versión de las oleadas sucesivas de migración que barrían a sus predecesores hasta los márgenes meridionales terrestres fue articulada por Matthew en su Climate and Evolution de 1915, quien fue tanto el paleontólogo de vertebrados más importante como el zoogeógrafo teórico más influyente de su tiempo. Con base en la evidencia paleontológica disponible, sostuvo que los vertebrados se habían originado en los climas rigurosos de las áreas del norte y después se dispersaron en oleadas sucesivas para llenar los nichos de las tierras sureñas. A través de George Gaylor Simpson, las ideas de Matthew sobre la evolución y el clima se mantuvieron como la explicación estándar en biogeografía, hasta que ocurrió la revolución de la tectónica de placas en la década de 1960. Matthew hizo una sólida defensa de la permanencia de los continentes con base en la diferente naturaleza de las rocas continentales y las del lecho marino. Al igual que Darwin y Wallace, recurrió al transporte accidental para explicar anomalías ocasionales. La suposición común de que el área actual de distribución de un grupo fue alguna vez su hogar ancestral era exactamente lo opuesto a la verdad, según Matthew. Como muchos de sus contemporáneos, creía que Asia central era la cuna evolutiva de la humanidad y que la raza blanca era el último y el más alto producto de la evolución. La alternativa más simple a la tesis de los orígenes norteños fue la teoría bipolar, la cual proponía que los continentes sureños también fueron centros de evolución importantes. El descubrimiento de reptiles semejantes a mamíferos sugirió que habían ocurrido episodios evolutivos relevantes en el sur de África durante el Paleozoico. En 1876, W. T. Blanford sostuvo que la fauna de la India tenía un origen africano más que asiático. Se propuso que África había sido un gran centro de evolución independiente desde el cual derivaron antílopes, jirafas, elefantes e hipopótamos. Sudamérica era el hogar de una fauna única de edentados que surgieron durante su aislamiento en el Terciario. Después de su reconexión con Norteamérica a través del istmo de Panamá ocurrió un intercambio en ambos sentidos y algunos de los tipos sureños se dispersaron exitosamente hacia el norte. La radiación desde Sudamérica no fue de ningún modo un fracaso evolutivo. A principios del siglo XX, los paleobotánicos disponían de una evidencia más sólida de la que tenía Hooker sobre la existencia de una flora continua en el hemisferio sur a fines del Paleozoico. Se habían hallado semillas fósiles del helecho Glossopteris en Sudamérica, África, Australia e incluso en la misma Antártida. Muchos aceptaban que estas uniones habían existido hasta el Mesozoico, pero la pregunta crucial era si habían perdurado hasta principios del Terciario. Alfred Lothar Wegener rechazó la idea de que la tierra emergida y las cuencas oceánicas profundas fueran intercambiables. Reintepretó la evidencia de las relaciones intercontinentales en términos de su propia teoría, concluyendo que la unión fue directa y no mediante puentes. La deriva continental proporcionaba la mejor explicación para la distribución disyunta de la flora de Glossoopteris y de Mesosauridae en Sudamérica y África. La escuela de los puentes terrestres se defendió vigorosamente de los ataques tanto de Matthew como de Wegener. En América, uno de los líderes puentistas, opositores a Wegener, era Charles Schuchert, quien extendió las hipótesis puentistas hasta el Cenozoico, entrando en conflicto directo con Matthew. En una nota póstuma de la edición de 1939 de Climate and Evolution, Matthew admitió que si se encontrara un mecanismo geofísicamente plausible para la hipótesis de Wegener, se resolverían los casos de distribuciones anómalas en el Paleozoico y Mesozoico. La progresión lineal encubierta Las metáforas que emplearon los naturalistas de fines del siglo XIX y principios del XX para describir la historia de la vida reflejaron sus sentimientos sobre la naturaleza humana y la sociedad. Particularmente, en la discusión biogeográfica se usó un lenguaje que mostraba las aspiraciones colonialistas de los estados europeos. Aunque es común que los científicos no admitan que sus ideas están influidas por conceptos derivados de otras áreas de la cultura humana, es evidente que muchos biólogos emplearon metáforas provenientes de asuntos humanos. Tal prurito parece excesivo, pues de hecho se han usado metáforas no sólo en la biología, sino en todas las áreas del conocimiento humano. Lo extraordinario sería que las hipótesis biogeográficas de esa época fueran ajenas a la ideología imperialista prevaleciente. Si las metáforas resultan heurísticas, su uso se justifica. Lo lamentable sería que se retuvieran modelos malos por razones ideológicas; aunque, como señala Bowler, siempre es polémico decidir cuáles son los modelos malos. Es innegable que los debates biogeográficos efectuados alrededor de 1900 estuvieron influídos por factores externos, aunque no habría que caer en la burda simplificación de creer que toda la empresa no fue más que una pura imposición de metáforas sociales a la naturaleza. Bowler ha hecho notar que en los debates sobre la historia de la vida participaron naturalistas que no estaban comprometidos con un mecanismo evolutivo particular. Sin embargo, compartían el uso de conceptos tales como progreso, lucha y conquista. Varios de los científicos que empleaban este lenguaje no creían que la selección natural fuera el mecanismo del cambio evolutivo e incluso algunos eran oponentes activos del seleccionismo. Así, en esa misma época, muy pocos evolucionistas podían tolerar la idea de que la especie humana no fuera superior a todas las demás en varios sentidos importantes, a pesar de que el modelo de evolución progresiva lineal estaba ya desacreditado. De cualquier forma, el antropocentrismo resurgió en una versión más sutil, si bien varias ramas principales del árbol de la vida habían progresado hacia niveles superiores de complejidad, la nuestra avanzó más que cualquier otra. En su versión simplificada, esta idea se representó mediante un árbol de la vida con un tronco principal que conducía a la especie humana, mientras que todas las demás formas de vida se ubicaban en ramas laterales que al separarse del tronco principal cesaban de progresar. Los evolucionistas modernos rechazan frontalmente la idea de que existan ramas que hayan cambiado tan lentamente que puedan emplearse para ilustrar estadios tempranos de la evolución. Sin embargo, desde Haeckel hasta principios del siglo XX, la tentación de usar formas vivientes como representantes de los estadios tempranos de la evolución fue muy grande, especialmente en el caso de la evolución humana. El gran énfasis que los paleontólogos del siglo XX, como Matthew y Henry F. Osborn, proporcionaron a las especializaciones divergentes representó un rompimiento importante con la tradición establecida en tiempos de Haeckel. En lugar de tratar la evolución en secuencia lineal, los biólogos resaltaron deliberadamente la diversidad de la vida en cada periodo geológico. El enfoque de Osborn sobre la divergencia fue el fundamento para concebir a las razas humanas como especies distintas, lo cual resultaba particularmente adecuado para establecer el carácter único de la raza blanca. A las condiciones ambientales se les asignó un papel fundamental en la evolución. El ambiente físico era esencialmente cambiante y las poblaciones luchaban contra los desafíos que éste les imponía. Según la intensidad de los cambios, las migraciones ocurrían lentamente o con celeridad. De ahí que el progreso fuera más rápido en un ambiente severo y sujeto a rápidas fluctuaciones. Los habitantes de ambientes más estimulantes tendrían mayores probabilidades de progresar. Por el contrario, los ambientes constantes podían conducir a la degeneración —los parásitos eran el caso paradigmático. El estímulo ambiental resultaba un arma de dos filos. El prominente darwiniano de Oxford, E. Ray Lankester creía firmemente que la civilización humana comenzó a degenerar cuando dejó de enfrentarse a nuevos desafíos. E. William MacBride, destacado lamarckista y discípulo de Sedwick, propuso la teoría de que los invertebrados eran vertebrados que habían degenerado por su poco estimulante hábito de arrastrarse sobre el lecho marino. Convencido eugenecista, MacBride también planteó limitar la reproducción de los irlandeses, porque los consideraba inferiores en virtud de haber evolucionado en ambientes menos estimulantes. En los inicios del siglo XX, los paleontólogos enfatizaron la idea de que el poder activo de los ambientes cambiantes constituyen el verdadero detonador de los cambios en la vida animal. La historia de la vida ya no se entendía en términos de fuerzas progresivas que surgían del interior de los organismos. Creció la convicción de que el carácter episódico de la evolución reflejaba el de la historia física de la Tierra. Esta idea concordaba con el rechazo de Darwin a cualquier noción de una tendencia interna de los organismos hacia la perfección y con su idea de que la evolución era esencialmente una respuesta al ambiente, que incluía a otras especies en el mismo proceso. Los lamarckistas también consideraron al estímulo ambiental como el factor clave del progreso. Los evolucionistas, darwinianos o no, terminaron por aceptar que a las principales innovaciones le seguían un proceso de perfeccionamiento y refinación que generaba las diversas especializaciones dentro de cada clase. Un corolario de esta idea era la impredecibilidad de la evolución, pues si estaba condicionada por cambios ambientales azarosos entonces era impredecible. Si bien para la mayoría de los darwinistas modernos el azar es parte integral de su visión del mundo, al principio esta idea encontró una gran resistencia. El reemplazo de las civilizaciones Para explicar la historia de la vida, otra imagen a la que se recurrió con frecuencia fue la del surgimiento y la caída de los grandes imperios de la historia humana. El modelo cíclico de la historia, con su sucesión de razas y civilizaciones dominantes, fue un elemento central de la historiografía conservadora del siglo XIX. Algunas de las versiones del darwinismo se adaptaron para responder a las demandas de un imperialismo nuevo y más materialista, que requería mantener las divisiones y rivalidades entre los grupos humanos. Muchos científicos británicos sabían que su trabajo era parte de la empresa imperial. Jugaron su papel en la apropiación de las áreas vírgenes del mundo por parte de los estados europeos. Los grandes museos de historia natural, las universidades, los zoológicos y los jardines botánicos de las principales ciudades del mundo occidental, simbolizaron la participación de la ciencia en el uso y el control del mundo natural. Esta política imperialista también permitió adquirir una precisión sin precedente en los datos biogeográficos y geológicos de áreas remotas. Así, las metáforas del imperialismo no surgieron simplemente de modelos transplantados de la historia humana hacia la biología, sino también de nueva evidencia empírica. Con el ciclo de juventud, madurez y muerte de los individuos se hizo la analogía entre el surgimiento y la caída de los grupos biológicos, tornándose común la noción de que cada era geológica se caracterizaba por la dominancia de ciertos grupos, como la famosa edad de los reptiles. La historia de la vida podía dividirse en varias épocas discretas, concepción que estaba en consonancia con una filosofía más general que afirmaba el carácter cíclico y discontinuo de la naturaleza. El interés por conocer las causas del origen, declinación y extinción de los principales grupos promovió un modelo de la historia de la vida análogo al usado para describir el surgimiento y la caída de los grandes imperios de la civilización humana. Apareció la propuesta de que cada nuevo grupo estaba dotado de cierta cantidad de energía evolutiva, la cual iba gastando gradualmente hasta finalmente agotarla, idea que adoptaron los paleontólogos alemanes durante la era nazi. Entre ellos, Othenio Abel pensaba que el periodo de declinación estaba marcado por un aumento en el número de individuos degenerados. La adaptabilidad se volvía eventualmente tan rígida que producía resultados dañinos. Había una causa interna de declinamiento inserta en cada grupo desde su origen y ninguno podía escapar a sus consecuencias. Aunque la teoría del sobredesarrollo como resultado de la ortogénesis mantuvo cierta popularidad, los evolucionistas se fueron apartando de esta interpretación, adoptando un enfoque cada vez más darwiniano. La causa del ascenso y la caída era la competencia que ejercían los nuevos grupos incesantemente generados por la evolución. La declinación de un grupo estaba íntimamente ligado al surgimiento de otro. La historia de la vida podía explicarse como una permanente lucha por la supremacía, con especies exitosas que tendían de manera natural a expandirse en un área cada vez mayor, y con consecuencias a menudo desastrosas para los habitantes de las áreas invadidas. El éxito inicial conducía inevitablemente a la sobreespecialización y finalmente a la extinción. La metáfora de la invasión se volvió un lugar común en las descripciones paleontológicas y biogeográficas de alrededor de 1900. En su discusión sobre Sudamérica, Matthew narraba cómo la gran invasión de los animales norteños había barrido todos los grupos de animales de pezuña y todos los carnívoros marsupiales. La expansión de los blancos europeos en América y Australia, con el subsiguiente exterminio de los pueblos aborígenes quedaba así explicada no por la codicia de los estados europeos, sino como consecuencia de una ley natural. Conclusiones Bowler sostiene que hubo un cambio en las metáforas usadas para ilustrar la historia de la vida. La declinación de la morfología condujo al desuso del modelo lineal de evolución, mientras que el desarrollo de la paleontología y de la biogeografía histórica promovió la articulación de nuevas metáforas imperialistas. Al inicio del siglo XX, los evolucionistas percibieron la historia de la evolución de una forma claramente diferente de como la concebían los de la primera generación. Según la historiografía darwinista tradicional, la teoría sintética surgió a partir de la asimilación de la genética de poblaciones a la teoría darwinista. En su clásico Tempo and Mode in Evolution de 1944, Simpson afirmó que el nuevo desarrollo de la teoría genética de la selección natural sirvió para quitar toda la paja de las explicaciones evolucionistas. Sin embargo, el análisis de Bowler apunta hacia una opinión muy diferente. La interpretación convencional de la teoría sintética ignora una serie de desarrollos en la investigación filogenética que sentaron las bases para una forma de pensamiento darwiniano más moderna. Los filogenetistas de inicios del siglo xx desarrollaron la importante idea de que la selección natural podía ser, después de todo, la explicación más efectiva sobre cómo operaba la evolución. Su influencia es innegable, pese a que no se involucraron en la síntesis de la genética y el darwinismo. Pero la conclusión más importante de Bowler es la afirmación de que el darwinismo incluye algo más que una simple lealtad a la teoría de la selección. El darwinismo moderno mantiene ciertas ideas claves que fueron desarrolladas explícita o implícitamente por el mismo Darwin y luego ignoradas por muchos biólogos de la generación posterior. La investigación filogenética contribuyó a la articulación de estas concepciones generales en forma completamente independiente del surgimiento de la nueva teoría genética de la selección, y en ella participaron incluso evolucionistas no seleccionistas. Esta revaloración de la historia muestra que gran parte del evolucionismo de fines del siglo xix tomó un rumbo más desarrollista que darwiniano. Los primeros evolucionistas adoptaron un enfoque que presentaba la vida como un proceso, en buena medida, predeterminado y dirigido casi inevitablemente hacia el surgimiento de la humanidad. Sin embargo, este enfoque pasó por alto una de las ideas cruciales de Darwin, según la cual la evolución era guiada por las respuestas de los organismos a los cambios perennes del ambiente, lo que la hace un proceso divergente y esencialmente impredecible. Los filogenetistas de principios del siglo xx reincorporaron este aspecto, contribuyendo así a la articulación de la visión darwiniana moderna del mundo. Las metáforas cambiaron según esta nueva concepción, proporcionando imágenes de conquista geográfica y de eliminación de tipos inferiores. Se despertó un creciente interés por conocer posibles detonantes ambientales de novedades evolutivas. Sin embargo, permanecieron viejas ideas arropadas sutilmente. La aceptación, por parte de la mayoría de los evolucionistas del siglo xx, de que los mamíferos no pudieron dominar la Tierra hasta la eliminación de los reptiles, denota el aprecio por el viejo y simple progresionismo, aun cuando se admite que la evolución tenía un curso imprevisible. En Estados Unidos, una nueva generación de paleontólogos encabezados por Matthew se deshizo de los grilletes del viejo enfoque no darwiniano, y contribuyeron, en buena medida, a la derrota de gran parte de la vieja concepción antiseleccionista. Bowler señala que la visión darwiniana de la naturaleza, más allá de su apego a la selección natural, representa un desafío mucho más básico al viejo pensamiento desarrollista del mundo, pues niega metas predeterminadas y fuerzas internas que dirijan la evolución. Si bien es claro que la principal fuente de la síntesis moderna no provino de la investigación filogenética, ello no invalida el argumento de Bowler, a saber, que el camino hacia una aceptación más amplia de la síntesis fue pavimentado por desarrollos que ocurrieron en la paleontología y la biogeografía durante las primeras décadas del siglo XX, cuando se concibió la historia de la vida de una forma significativamente diferente a la que tuvieron los evolucionistas de las décadas de 1870 y 1880. Las nuevas preguntas fueron importantes para crear un clima de opinión propicio que desmantelara los últimos vestigios de las teorías lamarckistas y ortogenetistas. Así, el desarrollo continuo de la investigación filogenética, entendida en su sentido amplio como la reconstrucción del espléndido drama de la vida, desde 1860 hasta 1940, representó un factor significativo en la consolidación de la revolución darwiniana. |
||
Antonio Alfredo Bueno Hernández
Carlos Pérez Malváez Facultad de Estudios Superiores Zaragoza, Universidad Nacional Autónoma de México. |
||
Referencias bibliográficas
Bowler, P. J. 1985. El eclipse del darwinismo. Teorías evolucionistas antidarwinistas en las décadas en torno a 1900. Editorial Labor, Barcelona.
Bowler, P. J. 1990. The invention of progress: The Victorians and the past. Blackwell. Oxford.
Bowler, P. J. 1996. Life’s splendid drama. The University of Chicago Press. Chicago y Londres.
Browne, J. 1995. Charles Darwin. Voyaging. Volume i of a biography. Pimilco, Londres.
Browne, J. 2002. Charles Darwin. The power of place. Volume II of a biography. Princenton University Press, Princenton y Oxford.
Camerini, J. R. 1993. “Evolution, biogeography, and maps. An early history of Wallace’s line”, en Isis, núm. 84, pp. 700-727.
Fichman, M. 1977. “Wallace: Zoogeography and the problem of land bridges”, en Journal of the History of Biology, vol. 10, núm. 1, pp. 45-63.
Richardson, R. A. 1981. “Biogeography and the genesis of Darwin’s ideas on transmutation”, en Journal of the History of Biology, vol. 14, núm. 1, pp. 1-41.
|
||
Antonio Alfredo Bueno Hernández obtuvo el doctorado en la Facultad de Ciencias de la unam. Actualmente es profesor de carrera titular del Museo de Zoología de la fes Zaragoza y responsable de un proyecto sobre los modelos de biogeografía histórica que se desarrollaron en torno al darwinismo.
Carlos Pérez Malváez obtuvo la Maestría en Ciencias en la Facultad de Ciencias de la unam. Actualmente es profesor de carrera Asociado C de tiempo completo en la fes Zaragoza. Recibió el premio José Antonio Alzate 2004 en la categoría mejor artículo de divulgación.
_______________________________________________________________
como citar este artículo → Bueno Hernández, Alfredo y Pérez Malváez, Carlos. (2006). Metáforas biogeográficas del imperialismo. Ciencias 84, octubre-diciembre, 14-24. [En línea]
|
||
←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ |