bibliofilia |
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Tamoanchan
y Tlalocan
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José Rubén Romero Galván | ||||||||||||||
Michel Tournier, en una de sus Pequeñas prosas escribió
“… el mundo entero no es sino un conjunto de llaves y una colección de cerraduras. Cerraduras, el rostro humano, el libro, la mujer, cada país extranjero, cada obra de arte, las constelaciones del cielo. Llaves: las armas, el dinero, el hombre, los medios de transporte, cada instrumento de música, cada útil en general. La llave, no hay sino saberla usar… La cerradura, no hay sino saberla abrir…”
Traigo a cuento estas líneas porque, a medida que avanzaba en la lectura de Tamoanchan y Tlalocan de mi maestro Alfredo López Austin, la imagen del mundo que Tournier propone venía constantemente a mi recuerdo. Estoy persuadido de que este libro que hoy presentamos contiene en verdad un proceso complejo que se inicia con el reconocimiento de un problema —a saber, definir y situar a los dos sitios que dan nombre al libro, y que desde hace mucho tiempo han sido el origen de no pocas confusiones, de incontables quebraderos de cabeza y de intensas discusiones entre especialistas. Tal problema no es otra cosa que una cerradura, ávida de ser abierta, que se ofrece al ingenio y a la habilidad de quien sepa, no reconocer una en el conjunto de las llaves, sino elaborar, manufacturar la llave, obra de gran precisión, que pueda abrir tan delicada cerradura sin violentar, sin forzar sus interiores mecanismos.
Tamoanchan-Tlalocan, cerradura por abrir, problema por resolver, son lugares que los mexicas definieron como sitios de niebla, y así lo señala el autor del libro que nos ocupa. Lugares de niebla, sí, pero cada cual con características propias que no impidieron que, en no pocas ocasiones, se les confundiera. “Tamoanchan —refiere Alfredo López Austin— es el lugar de la creación. La pareja suprema, Ometecuhtli y Omecíhuatl, envía desde Tamoanchan el germen anímico del niño al vientre de la madre, y fue en Tamoanchan, en el tiempo primordial, donde los dioses pusieron el maíz en los labios del hombre después de haber triturado los granos con sus propias muelas”. Por su lado, Tlalocan —nos lo recuerda el autor— “es el lugar de la muerte. Es una montaña hueca llena de frutos porque en ella hay eterna estación productiva. A su interior van los hombres muertos bajo la protección o por el ataque del dios de la lluvia…”
Estos sitios, que así descritos parecen aludir a los universales conceptos del principio y del fin, encierran en realidad una profunda riqueza que toca la sorprendente idea de eternidad. Son muchos los estudiosos que en sus trabajos se han aplicado, ya de manera lateral, ya con mayor cuidado y precisión, a tratar de dilucidar tan complejas cuestiones; de ellos da cuenta Alfredo López Austin, reconociendo aciertos, señalando desatinos, en aras de cumplir con el propósito de todo humanista: descubrir aquello que es válido, que es digno de ser tomado en cuenta para construir la explicación de una realidad.
Partir de lo conocido para adentrarse en el campo de la creación de nuevos conocimientos, que una vez adquiridos son luz que permite al hombre tener conciencia de al menos algunas de las características de su propio ser y del paisaje del mundo de las ideas en que habita, es la acción que lleva a Alfredo López Austin a caminar por senderos complicados, cuyas señales ha debido reconocer y descifrar recurriendo no sólo a los métodos que la historia tiene por propios. El autor debió acudir, pues, a técnicas de análisis tan específicas como las de la lingüística y la iconografía, así como de aquella que requiere el estudio del simbolismo que encierran los textos poéticos, además de echar mano tanto de elementos conceptuales como de conocimientos salidos de trabajos que algunos antropólogos realizaron entre indígenas de nuestro siglo.
El análisis y la discusión de las versiones de las palabras y las frases nahuas más importantes, vinculadas con Tamoanchan-Tlalocan, comenzando por los severos problemas que plantea el significado del primero de estos términos, es de entrada una labor compleja y delicada, que amerita el manejo de un ámbito determinado de la lengua náhuatl, pienso en aquel específico de la religión, de la cosmovisión, de eso que nos empeñamos en llamar mito, y que alude a ciertas regiones de la producción de las ideas que desde siempre parecen escaparse, huir ante la posibilidad de un análisis que pueda descubrir y esclarecer el secreto que ancestralmente han guardado. Es aquí donde la filología, esa esmerada ciencia que se aplica al estudio de una lengua y de las manifestaciones del espíritu a que tal instrumento sirve de medio de expresión, se hace necesaria, pues no es la simple tarea de buscar equivalencias semánticas de una lengua a otra; es, antes que nada, incursionar en el espacio espiritual donde se gestan los conceptos que la lengua expresa. El trabajo que en este renglón ha realizado mi maestro es encomiable por el grado de sutileza con el que ha bordado sobre la profundidad de los significados.
Los pueblos prehispánicos dejaron plasmado un sinnúmero de conceptos, a no dudar muy complejos, en los glifos que aparecen en los códices, en las piedras, en los muros de sus edificios. Estas representaciones, desde los primeros tiempos coloniales, toda vez que se manifestaban como misterios a los ojos de los extraños, constituían verdaderos retos para sus intelectos. Esas calidades, que vuelven misterios, que tornan en retos, en retos misteriosos, tales manifestaciones, perduran hasta nuestros días, y son origen de no pocas discusiones entre especialistas. El estudio de esta iconografía, siempre a la luz de los testimonios que dejaron los antiguos cronistas, es otro de los materiales que integran los caminos de la explicación que Alfredo López Austin se ha empeñado en recorrer, a fin de acceder al conocimiento de los míticos lugares, objeto de su libro. Las representaciones de dioses, de ritos con los que los hombres de otros tiempos los honraban, así como de diversos elementos vinculados con la cosmovisión, son objeto de un análisis cuidadoso, cuyos resultados se reflejan en la validez de la explicación.
La poesía náhuatl —que ha estado sujeta a incontables aproximaciones, muchas de ellas dignas de admiración— viene a ser en Tamoanchan-Tlalocan una fuente de incalculable valor para enriquecer con más elementos las argumentaciones que dan lugar a la explicación. Los textos poéticos analizados se muestran a fin de cuentas bondadosos, pues denotan una correspondencia que sorprende con todo aquello que el autor encontró tanto en las imágenes como en los términos y las frases que analizó en su recorrido por las otras vías.
Es un hecho que en las culturas de los indígenas con quienes compartimos este tan quebrantado fin de siglo, existen componentes que provienen de la antigua cultura mesoamericana. Descubrirlos y valorarlos con certidumbre no es tarea fácil, no es trabajo para la mente del neófito aún poco diestra. Sólo el hombre maduro, el experimentado, puede realizar tan pesada labor. Alfredo López Austin logra, inquiriendo los textos producidos por antropólogos contemporáneos con base en cuidadosas pesquisas, encontrar aquellos elementos que resuman antigüedad, para con ellos construir un modelo explicativo que le permite introducirse e introducirnos en el Tlalocan y enfrentar allí, a través de análisis filológicos, iconográficos y poéticos, los misterios de la región de Tláloc.
Así, usando los instrumentos que esas varias disciplinas ponen al alcance del humanista, Alfredo López Austin logra manufacturar, con la maestría de un artífice, la llave que corresponde a la cerradura —misteriosa y problemática— que impedía nuestro acceso a la comprensión de Tamoanchan, de Tlalocan, de Tamoanchan-Tlalocan. La puerta está abierta. La propuesta está expresada: “Tamoanchan es el gran árbol cósmico que hunde sus raíces en el inframundo y extiende su follaje en el cielo. Las nieblas cubren su base. Las flores coronan sus ramas. Sus dos troncos torcidos uno sobre otro, son las dos corrientes de fuerzas opuestas que en su lucha producen el tiempo… Tlalocan es la mitad del árbol cósmico. Es su raíz hundida para formar el mundo de los muertos, del cual surge la fuerza de la regeneración… La otra mitad del árbol es Tonátiuh-Ichan. Forma las ramas de luz y fuego en las que se posan las aves. Son estas las almas de los distinguidos por los dioses celestes… Tamoanchan, en conjunto, es la guerra, el sexo, el tiempo, la cancha del juego de pelota”.
El libro de Alfredo López Austin es una valiosa contribución al conocimiento de la parte ideal de la realidad de los mesoamericanos. Que sea elemento de conciencia de algo que desde el siglo XVI viene negándose de facto: la humanidad de los descendientes de quienes fueron capaces de pensar el universo como un todo ordenado alrededor de Tamoanchan-Tlalocan. Que sea respuesta afirmativa a la pregunta “¿Estos, no son hombres?” que en el Adviento de 1511 lanzó fray Antón de Montecinos, y que hoy, según nos damos cuenta, sigue tan clara y lamentablemente fresca en nuestros días. Que sea el trabajo de López Austin elemento importante en las búsquedas de lo que el hombre ha sido, para que algún día podamos decir con Rimbaud: “Está reencontrada. /Qué… la Eternidad”.
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José Rubén Romero Galván
Instituto de Investigaciones Históricas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Romero Galván, José Rubén. 1995. Tamoanchan y Tlalocan. Ciencias, núm. 38, abril-junio, pp. 58-59. [En línea].
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