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Ana Elisa Peña del Valle Isla
     
               
               

Es necesario estar preparados para el cambio;
y más aún, aprender a vivir con él.


Folke

 
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El cambio visto como la transición de un estado a otro
es un proceso inherente a la vida misma y aun así, ¿cuántos denosotros podríamos indicar, a ciencia cierta, cuándo va a ocurrir un evento que modifique nuestro entorno o la manera exacta en la que va a suceder? Hay cambios que ocurren tan lentamente que apenas y los notamos —como el crecimiento de un árbol—, mientras que otros cambios, —los desastres hidrometeorológicos—, ocurren de manera abrupta, sacándonos de nuestro círculo de confort y desafiando nuestras habilidades para responder ante el cambio y la incertidumbre.

En su interacción con el medio, cambio e incertidumbre han sido parte sustancial de la historia de la humanidad. Podemos imaginar que ambos han funcionado como un “motor” que ha impulsado los sistemas naturales y sociales a desarrollar una gama de estrategias y habilidades como respuesta ante los retos asociados a las modificaciones en el clima, el ambiente y el entorno social y económico. Sin embargo, las circunstancias ambientales, sociales y económicas bajo las cuales vivimos hoy día incrementan la sensación de encontrarnos en una situación un tanto más crítica en cuanto a la rapidez y escala a la cual ocurren las diferentes perturbaciones, ya sean de tipo ambiental o socioeconómico. Dichas perturbaciones incluyen desde lluvias torrenciales e inundaciones, hasta largas sequías y escasez de recursos alimenticios, así como inestabilidades en el mercado laboral y fluctuaciones en el precio de alimentos y de energéticos, entre otras. Además de ello, con mayor frecuencia oímos que las sociedades, en diferentes partes del mundo, están enfrentando ya los efectos combinados del cambio climático y el deterioro de los ecosistemas terrestres y marinos; todo lo cual parece estar orillando a las sociedades y los ecosistemas a su límite.

Ante dicha situación es recomendable estar preparados. Pero, ¿qué podríamos hacer si no sabemos con seguridad ni cuándo ni cómo serán las perturbaciones que posiblemente vayan a ocurrir?, ¿o será simplemente que, como dice el dicho: al mal tiempo, hay que poner buena cara?
 
Lo que no te mata te hace más fuerte
 
La posibilidad de aprender a vivir con el cambio y la incertidumbre se asocia con la capacidad de los sistemas naturales y sociales para incorporar en su estructura y funciones básicas las modificaciones resultantes de los eventos de cambio e incertidumbre. En pocas palabras, la clave ha sido ser resilientes. ¿A qué nos referimos con ser resilientes? ¿Qué significa, en sí, el concepto de resiliencia?

Empecemos notando que la dinámica general de los sistemas naturales y sociales se puede describir, para un cierto tiempo y lugar, mediante diferentes variables bióticas y abióticas, las cuales se delimitan mediante umbrales o estados límite. Cuando los valores que definen dichos umbrales son excedidos por perturbaciones de gran magnitud o muy recurrentes, se desencadenan cambios rápidos y abruptos en la estructura y las funciones que mantienen la identidad del sistema en cuestión. Así, por ejemplo, la diversidad de especies en un ecosistema puede reducirse poco a poco a medida que avanza la degradación del hábitat hasta alcanzar un punto, el umbral, a partir del cual los valores de diversidad caerán drásticamente. En la mayoría de las ocasiones, una vez pasado el valor umbral, el sistema difícilmente podrá volver a su situación inicial, anterior al disturbio, en cuyo caso se considera que el sistema se mueve hacia una configuración (estado de equilibrio) diferente.

La resiliencia puede definirse en términos amplios como “la capacidad de un sistema (i. e. un ecosistema, una comunidad biológica, una persona o una sociedad entera) para responder a una crisis o disturbio sin perder su estructura, funciones y procesos de retroalimentación característicos”. Un sistema resiliente reacciona ante los disturbios: 1) de manera robusta, es decir, que puede enfrentar diferentes disturbios de gran magnitud antes de cambiar drásticamente su estructura y funciones características, esto es, que sus umbrales son más altos; y 2) de manera propositiva, no necesariamente, debe regresar a la misma situación (o configuración) anterior al disturbio, sino que tiene la habilidad para desarrollar “creativamente” mecanismos de ajuste que le ayuden a mantener su estructura y funciones características y asegurar su continuidad ante disturbios o crisis, operando en un punto diferente de equilibrio, esto es, que sus umbrales son más amplios.

En términos generales, es posible distinguir al menos tres propuestas bajo las cuales se puede examinar la resiliencia de un sistema: 1) la magnitud del disturbio que puede ser absorbido, esto es, mientras más resiliente sea un sistema, mayor será su capacidad de amortiguar los efectos adversos de una crisis o un disturbio de gran magnitud sin que el sistema tenga que cambiar su estructura o funciones características a un estado de funcionamiento diferente; 2) la velocidad de recuperación ante un disturbio, esto es, mientras más resiliente sea un sistema, más rápido se recuperará de los daños y efectos adversos experimentados durante una crisis o disturbio; y 3) la habilidad para absorber perturbaciones, es decir, mientras más resiliente sea un sistema, mayor será su capacidad para atenuar los efectos adversos de un cambio abrupto o de gran magnitud; el sistema resiliente “reacomoda” los componentes de su estructura a fin de mantener las mismas funciones y procesos de retroalimentación característicos.

Sea cual sea la propuesta que parezca la más adecuada para describir la resiliencia, hay que ser cuidadosos de no emplear indiscriminadamente este concepto para uno u otro contexto, ya que la resiliencia actúa con una “efectividad específica” en cada sistema y ante cada tipo de disturbio. Esto significa que la resiliencia difícilmente será una capacidad generalizable a todos los elementos o componentes que conforman un sistema natural o social y ante todo tipo de disturbio. De ahí que, al examinar la resiliencia, es muy importante considerar los objetivos planteados, los tipos de perturbaciones, las medidas de control disponibles, el tiempo y la escala de interés que se vaya a manejar.

En los sistemas costeros, por ejemplo, vemos que los manglares refuerzan la resiliencia de las zonas ribereñas ante el efecto destructivo de las tormentas, ya que, por un lado, proveen de un flujo de recursos y servicios ambientales que sostiene la integridad del hábitat y, por otro lado, son una barrera natural contra las inundaciones, ayudando por tanto a reducir posibles daños tierra adentro. Asimismo, podemos enfocarnos en los “sistemas de manglar”, para los cuales el aumento en el nivel del mar es una de las grandes amenazas a enfrentar a futuro. Se ha visto en los registros geológicos que, ante previas fluctuaciones del nivel del mar, los manglares han tenido la capacidad de sobrevivir o expandirse hacia otros hábitats que les han servido como refugio. Los manglares pueden ser resilientes ante el aumento de nivel del mar, siempre y cuando éste ocurra lentamente y exista espacio adicional suficiente para que el mangle migre tierra adentro, además de cumplirse otras condiciones ambientales.

No obstante la especificidad con la que actúa la resiliencia en un sistema ante los disturbios, la manera en que se desarrollen ciertos atributos y procesos básicos determinará la capacidad de recuperación y amortiguamiento, caracterizando al sistema en cuestión como menor o mayormente resiliente.

Los atributos básicos para la resiliencia de los sistemas naturales y sociales son los siguientes: a) redundancia, que se refiere a la duplicación de componentes y funciones críticas en un sistema, ya sea natural o social. Así, la existencia de un ambiente con alta diversidad biológica y sociocultural permite contar con un mayor número de mecanismos cuya función puede suplirse con mayor facilidad en el caso de que uno de dichos elementos falte o falle durante o después de un disturbio; y b) flexibilidad, que se refiere a la disposición de un sistema para incorporar nuevos elementos en su estructura y funciones. Para los sistemas sociales, en caso de que un paradigma o normatividad cambie o, por el contrario, se vuelva ineficiente ante nuevos requerimientos asociados con el manejo de la incertidumbre, la flexibilidad evita que el sistema se torne rígido y pierda su potencial para aprovechar la heterogeneidad de oportunidades que acompañan un evento de cambio.

Mientras que los procesos clave para la resiliencia de los sistemas naturales y sociales son: a) autoorganización, que se refiere a la reorganización autónoma de componentes, funciones y relaciones en un sistema, principalmente un ecosistema, con el fin de absorber los efectos de una crisis o disturbio. En un sistema resiliente, cada trayectoria de recuperación ante una situación de disturbio se considera única en cuanto a los elementos que intervienen en la respuesta del sistema; y b) aprendizaje, que significa que un sistema social es capaz de mantener una “memoria” de respuestas adaptativas previas. Para los sistemas ecológicos el aprendizaje se da en forma de adaptaciones, mientras que para los sistemas sociales el proceso se da por medio de la experiencia y la imaginación. Estos procesos benefician al sistema al poder identificar situaciones de riesgo y prevenir posibles daños a futuro.
 
Tan bueno el pinto como el colorado
 
Como hemos visto, la resiliencia se ha abordado desde diferentes propuestas, las cuales se vinculan con enfoques más generales sobre cómo conceptualizar la resiliencia. Aquí ahondaremos en cada enfoque, de acuerdo a su aplicabilidad en los diferentes campos de la ciencia.
En el estudio de las perturbaciones y el cambio, la resiliencia es un término con un uso relativamente reciente, poco más de treinta años. Las primeras menciones sobre la resiliencia se encuentran en publicaciones de los años cincuentas en el campo de la física, donde el término resiliencia fue definido como el valor que caracteriza la resistencia de los materiales al impacto, en referencia a qué tanta energía puede absorber un material cuando es deformado elásticamente. Este concepto es muy sencillo de ilustrar, sólo hay que pensar en un resorte que es jalado por ambos lados; al soltarlo el resorte tenderá a regresar a su forma inicial, eso ¡sí no es deformado demasiado!

A finales de los sesentas y principios de los setentas, el concepto de resiliencia empezó a ser usado en el área de la ecología. Su inicial precursor fue el investigador canadiense C. S. Holling quien, en 1973, escribió una revisión sobre la depredación en relación con la teoría de estabilidad ecológica. En dicho trabajo el autor sugirió la existencia de diferentes estados de evolución o desarrollo, cada uno con múltiples estabilidades, así como la no linealidad en el comportamiento de las poblaciones ecológicas. La idea de un comportamiento alejado del equilibrio y de la estabilidad se oponía a la Teoría de la estabilidad ecológica, aún predominante en aquella época.

A la fecha, el uso del término resiliencia ha traspasado las fronteras de la ecología y ha sido adoptado por diversas disciplinas, incluyendo psicología, antropología, geografía, economía ecológica y urbanismo, entre muchas otras. A partir de entonces, la resiliencia se ha usado como enfoque de investigación para incorporar la noción de que los sistemas, tanto naturales como sociales, poseen múltiples mecanismos de retroalimentación que les permite desarrollar continuamente diversas trayectorias de desarrollo (y de recuperación) dependiendo de las características de sus propios atributos y procesos, así como también del ambiente que los rodea. Más recientemente, el desarrollo de nuevas líneas de investigación asociadas con el cambio climático y el desarrollo sustentable, la vulnerabilidad, la adaptación y la capacidad adaptativa se ha beneficiado de la perspectiva que provee la resiliencia para comprender el comportamiento de los diversos sistemas naturales y sociales ante los impactos asociados con los posibles cambios en el ambiente y el clima. El enfoque (o contexto) dentro del cual se ha estudiado la resiliencia puede distinguirse en las siguientes tres opciones: ecológica, social y socioambiental.
 
Resiliencia ecológica
 
En el área de las ciencias naturales, y más específicamente en la ecología, la resiliencia alude a la habilidad y capacidad que tienen los ecosistemas de absorber, amortiguar y resistir los cambios abióticos y bióticos que ocurren después de una perturbación de origen natural como sería un incendio, una tormenta o un huracán; o bien, por efecto de las actividades humanas sobre los ecosistemas, entre ellos la contaminación, el sobrepastoreo, y la deforestación.

Bajo este enfoque, la resiliencia se mide por medio de la permanencia o mantenimiento de las “funciones ecológicas” (como purificación de aire y agua, generación y preservación de suelos fértiles, polinización de cultivos y vegetación silvestre, dispersión de semillas, reciclaje de nutrimentos, etcétera) que son esenciales para el mantenimiento y organización del sistema durante un periodo de perturbación o estrés. En un ecosistema terrestre, la capacidad de recuperación o amortiguamiento se determina por variables específicas asociadas con la regeneración como son la composición de plantas, la productividad, la biomasa, la acumulación de nutrimentos en el suelo y la diversidad ecológica.
 
Resiliencia social
 
El estudio de la resiliencia desde el punto de vista de las ciencias sociales es uno de los enfoques de más reciente desarrollo dentro del campo de estudio de la sustentabilidad y la adaptación. Desde este enfoque, la resiliencia se define como la capacidad de un sistema social para involucrar múltiples niveles de gobierno, comunidades y usuarios en la construcción de conocimiento y del entendimiento de la dinámica del uso de los recursos y los ecosistemas a fin de amortiguar la incertidumbre y el cambio asociados con disturbios de naturaleza, ya sea política, social o naturaleza económica. Así, la atención se centra en ciertos determinantes como son el capital social, las instituciones locales, las redes sociales y la gobernanza, dado que ellos constituyen, en gran medida, la estructura del sistema social. A su vez, contar con dicha estructura es clave para el mantenimiento de los mecanismos y funciones necesarias para enfrentar, colectivamente, tanto disturbios como periodos de incertidumbre. Entre dichas funciones se incluyen la experiencia, el aprendizaje, la innovación y la preparación, así como también la toma de decisiones para internalizar el cambio en las actividades cotidianas de la gente, todo ello al interior de un ambiente cambiante e incierto.

Resiliencia socioambiental
 
Se puede considerar que la resiliencia en sistemas socioambientales es un enfoque híbrido en donde las interacciones humanas con el medio natural, y viceversa, se encuentran en retroalimentación constante. Por un lado, la diversidad de los ecosistemas y del paisaje productivo mantiene una amplia gama de bienes y servicios ambientales, los cuales son de provecho para el desarrollo material de estrategias de adaptación en las diferentes sociedades. Por el otro lado, la heterogeneidad de elementos culturales y sociales asociados con las prácticas de manejo y de conservación de los recursos naturales mantiene en buen estado el funcionamiento de los ecosistemas y la producción de bienes y servicios ambientales, favoreciendo con ello la resiliencia del sistema socioambiental en su conjunto. Las posibilidades de los sistemas socioambientales para enfrentar periodos de crisis o disturbios se asocia con la existencia de múltiples “nichos” de índole económica y social y de manejo de bienes y servicios ecosistémicos, como es el caso de los sistemas de policultivo tradicionales. La riqueza de elementos e interacciones de ambos sistemas influye en la capacidad del sistema en su conjunto para reorganizarse en un estado diferente de equilibrio, así como también para aminorar el grado de dependencia hacia una cierta y limitada cantidad de recursos.
 
Si del cielo te caen limones...
 
La resiliencia, como cualquier otra habilidad, se puede perder o ganar de acuerdo con el desempeño del propio sistema en relación con las condiciones del medio que le rodea. Por ejemplo, se ha visto que aun en los ecosistemas mediterráneos, con un reconocido potencial de recuperación después de un incendio gracias a la capacidad de germinación y rebrote de la mayoría de las especies que los componen (en particular Quercus spp.), el recubrimiento vegetal disminuye significativamente cuando las perturbaciones tienen lugar en intervalos cortos de tiempo (menos de once años). Incluso para los bosques de pino, cuando una situación similar se mantiene por varios años, el bosque de pino tiende a convertirse en un matorral bajo o en un pastizal, ya que el fuego impide a los pinos jóvenes alcanzar el estado reproductivo y al ecosistema permanecer como tipo de vegetación predominante.

Por tal motivo, el manejo de la resiliencia busca, por un lado, evitar que los sistemas naturales y sociales se muevan hacia configuraciones no deseadas en respuesta a periodos de estrés o a disturbios de gran magnitud y, por otro lado, busca robustecer las condiciones que permiten a los sistemas reorganizarse y renovarse, tras un cambio masivo.
En la práctica, el manejo de la resiliencia se retroalimenta continuamente con la capacidad de adaptación y viceversa: un gran número de adaptaciones se sustentan en la existencia de elementos y condiciones resilientes en el ambiente. En un ecosistema sería la existencia de un paisaje heterogéneo y poco fragmentado o la presencia de bancos de semillas, diversidad de estrategias reproductivas y de colonización, mientras que en un sistema social la diversificación de sistemas productivos y actividades de manejo de recursos naturales en áreas sujetas a disturbios con el fin de regular el riesgo y asegurar el aprovisionamiento de alimentos y otros bienes en caso de eventualidad.
A su vez, la resiliencia incrementa las posibilidades de éxito en las respuestas adaptativas que se desarrollen, así como también ayuda a mitigar la magnitud de los posibles impactos relacionados con la variabilidad climática y otros disturbios ambientales. Por lo tanto, las sociedades se vuelven menos vulnerables al poder responder ante un disturbio cuyos efectos no hubieran podido ser absorbidos en una condición previa.

En particular, los sistemas socioambientales y sociales tienen la capacidad de reconocer patrones y variaciones en sus ambientes y responder al cambio o a la incertidumbre con intencionalidad, es decir, debido al componente humano dichos sistemas pueden distinguir entre diferentes configuraciones del sistema que son viables y elegir el tipo de respuesta a seguir ante un disturbio. Así, el sistema podría moverse “hacia atrás”, es decir optar por regresar a su situación inicial o a una configuración similar, que es cuando el sistema se recupera de un disturbio y garantiza la permanencia de las condiciones originales (por ejemplo, en la recuperación ante un desastre) o también podría optar por moverse “hacia delante”, que es cuando las sociedades o los ecosistemas se orientan hacia un nuevo estado de desarrollo como estrategia para hacer frente a un disturbio repetitivo. En tal caso los componentes del sistema pueden aprovechar las variaciones introducidas en el ambiente para así sobrepasar limitaciones previas e innovar respuestas. En el caso de los ecosistemas, esto se traduce en la evolución de los procesos de reorganización de las funciones ecológicas y de las sociedades humanas en los procesos de innovación y aprendizaje colectivo. En ambos es necesario fortalecer aquellas condiciones que sean adecuadas para que tanto los ecosistemas, como las sociedades y los individuos, puedan seguir aprovechando sus atributos y capacidades a fin de desarrollar estrategias autónomas como respuesta ante el cambio y la incertidumbre. A continuación se proponen cinco condiciones para fortalecer la resiliencia de las sociedades y su medio (o sistemas socioambientales).

Mantener la diversidad. La existencia de un contexto socioambiental diverso y heterogéneo en sus elementos y funciones es la base para el desarrollo de diferentes opciones de manejo de recursos naturales por individuos y sociedades. Por un lado, la diversidad biológica es esencial para asegurar el mantenimiento de las funciones ecológicas básicas y la provisión de bienes y servicios ecosistémicos; por el otro, la diversidad en las prácticas productivas y el manejo de los recursos permite a las comunidades e individuos beneficiarse de la diversidad biológica existente e implementar un mayor número de estrategias familiares y medios de vida más flexibles y heterogéneos, en donde se puedan amortiguar los cambios y los disturbios más fácilmente.

Fortalecer el desarrollo de capacidades.Las sociedades y los individuos necesitan desarrollar continuamente su capacidad para responder a los disturbios, al cambio y a la incertidumbre, haciendo uso de los elementos que tienen a la mano. Fortalecer las capacidades para el manejo adaptativo de los recursos naturales, aunado a la concientización social y la educación ambiental, permite un aprovechamiento más adecuado del medio, así como también diversificar las actividades productivas e incorporar esquemas adaptativos de manejo en estructuras domésticas, al mismo tiempo que se fortalecen y conservan las relaciones ecosistémicas del medio.

Impulsar el manejo sustentable de los recursos. Mejorar el estado de los recursos naturales y mantener sanas las funciones ecológicas, así como la producción de bienes y servicios ecosistémicos, son la base material para el desarrollo de mejores esquemas de manejo de recursos. Al mismo tiempo, provee de elementos para cubrir las necesidades de la gente de acuerdo con las diferentes situaciones de disturbio y estrés.

Estimular la inclusión de las sociedades y comunidades. Contar con el compromiso de las sociedades y comunidades en la búsqueda y desarrollo de estrategias para el bien común ha sido señalado con uno de los mayores impulsores de la resiliencia. El compartir responsabilidades colectivas refuerza el sentido de responsabilidad y el compromiso entre los miembros de un determinado grupo social. El aprendizaje colectivo es visto como una manera de sobrepasar barreras técnicas y otras limitantes para un adecuado manejo de los recursos.

Fortalecer la gobernanza y la flexibilidad en las instituciones. Al robustecer las condiciones y procesos sociales que determinan las responsabilidades individuales y colectivas se mejoran los procesos de toma de decisiones en cuanto al manejo del ambiente y se incrementan las posibilidades de la gente para desarrollar estrategias de adaptación y respuesta temprana ante disturbios e incertidumbre. Por medio de redes sociales e instituciones locales sólidas, más abiertas a incorporar la opinión de diversos actores, se promueve la creación de normas y reglas de comportamiento dirigidas a preservar el bien colectivo, lo cual incrementa la confianza y disposición de los individuos, así como un mayor acceso a diversos recursos y conexiones con otros actores.
 
El que no oye consejo, no llega a viejo...
 
Ante tiempos de cambio e incertidumbre, aunque ser optimista es importante, también es aconsejable tener buena resiliencia. Pero ¡cuidado!, si bien la resiliencia es un término con una connotación generalmente positiva que se asocia con la idea de permanencia, su uso indiscriminado al examinar las respuestas de un sistema natural o social puede inducir a errores de manejo o toma de decisiones y, por tanto, conducir un sistema a una condición de desventaja, ya sea porque no se cuenta con las condiciones necesarias para desarrollar nuevas estrategias y respuestas o porque se guía el sistema a una situación de dependencia hacia ciertos recursos o tecnologías (como sería el caso del uso de ciertas semillas mejoradas genéticamente), lo cual incrementa su vulnerabilidad.
A fin de aprovechar el potencial asociado con la resiliencia como marco de acción para ayudar a las sociedades y sus ecosistemas a responder de mejor manera a las situaciones de cambio y estrés es necesario que tanto investigadores, como “tomadores” de decisión y profesionales puedan identificar y fortalecer los elementos ecológicos y sociales que posibilitan a los sistemas socioambientales desarrollar diversas estrategias y respuestas tempranas durante la evolución por múltiples trayectorias de adaptación. Para ello es necesario que dichos actores tengan en mente la incertidumbre de los cambios y, por ende, que no es posible predecir completamente dichas trayectorias de adaptación. Dado el tipo de amenazas y riesgos climáticos y sus efectos sobre las poblaciones, es muy arriesgado emplear la práctica de “una medida se aplica a todos los casos”; por el contrario, los cambios y disturbios, así como las respuestas, deberán ser reconocidos dentro del contexto histórico y ambiental de cada sistema.
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Ana Elisa Peña del Valle Isla
Programa de Investigación en Cambio Climático,
Universidad Nacional Autónoma de México.

Es doctora en geografía por el King’s College London University de Inglaterra. Tiene un posdoctorado en el Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM y trabaja como investigadora asociada en el Programa de Investigación en Cambio Climático de la misma casa de estudios. Actualmente investiga sobre adaptación al cambio climático, la resiliencia y el enfoque adaptativo.
     
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como citar este artículo
Del Valle Isla, Ana Elisa. (2014). Al mal tiempo, buena resiliencia. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 4-11. [En línea]
     

 

 

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