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R012B06
 
Los tres electropaladines
Stanislaw Lern
   
   
     
                     
Una vea vivía un gran constructor-inventor que ideaba incesantemente instalaciones extraordinarias y creaba los aparatos más asombrosos. Había construido una máquina diminuta que cantaba muy bien y a la que bautizó con el nombre de pajarón. Sellaba sus obras con un corazón atrevido y cada átomo que salía de sus manos llevaba esta señal, que después asombraba a los sabios al concentrar corazoncitos oscilantes en los espectros atómicos. Construyó muchas máquinas útiles, grandes y pequeñas, hasta que un día se le ocurrió la idea insólita de unir en un todo la vida con la muerte y así lograr lo imposible.
 
Decidió construir seres dotadas de razón, a base de agua, pero no del modo horrible en el que pensarán al instante. No, la idea de cuerpos blandos y húmedos le era ajena, le repugnaba como a cada uno de nosotros. Se proponía construir con agua seres auténticamente bellos e inteligentes, esto es, cristalinos. Escogió entonces un planeta muy distante de todos los soles, de su océano helado cortó montañas de hielo y en ellas, como en cristal de roca, talló a los crionidas. Se llamaban así porque podían existir solamente en un frío espantoso y un desierto sin sol. No tardaron en construirse ciudades y palacios de hielo y, como cualquier clase de calor podía causar su pérdida, capturaron las auroras polares en grandes recipientes transparentes que les servían para alumbrar sus residencias.
 
Cuanto más poderoso era uno de ellos, tantas más auroras polares color de limón y de plata poseía. Vivían felices y, como además de la luz amaban las piedras preciosas, eran famosos por sus joyas. Estas eran de gases helados, cortados y cincelados. Daban colorido a su noche eterna en la que, cual espíritus aprisionadas, ardían las tenues auroras polares, parecidas a nebulosas encantadas en bloques de cristal. Más de un conquistador cósmico ambicionaba apoderarse de estas riquezas, pues toda la Crionia era visible desde las mayores distancias, centelleante como una joya que gira paulatinamente sobre un fondo de terciopelo negro. Volaban, pues, aventureros a Crionia para probar su suerte en la guerra. Llegó allí el electropaladín de Cobre que marchaba haciendo un ruido de campana, pero, apenas puso el pie en los hielos, éstos se derritieran y se hundió en el abismo del océano helado. Las aguas se cerraron sobre él y, como un insecto en el ámbar, descansa hasta el día del juicio, cubierto por una montaña de hielo en el fondo de las océanos crionianos.
 
La suerte del electropaladín de Cobre no desalentó a otros audaces. Tras él llegó el de Hierro, que había tragado helio líquido hasta que éste borbolleara en su interior de acero y la escarcha que se formaba en su coraza le asemejara a un muñeco de nieve. Pero al volar hacia la superficie del planeta se calentó con la fricción atmosférica, el helio liquido se evaporó silbando, y él, brillante y enrojecido, cayó en las montañas de hielo, que se abrieron en el acto. Emergió despidiendo vapor, parecido a un géiser humeante, pero todo lo que tocaba se convertía en una nube blanca de la que caía nieve. Se sentó, pues, y esperó a enfriarse. Y cuando las estrellitas de nieve dejaron de derretirse en sus hombreras blindadas, quiso levantarse e ir al combate, pero el lubricante se habla cuajado en sus articulaciones y no pudo ni enderezar la espalda. Hasta el día de hoy sigue sentado así y la nieve que cae ha hecho de él un monte blanco del que sale sólo la punta de su casco. Lo llaman el monte de Hierro y en sus órbitas brilla una mirada vítrea.
 
El tercer electropaladín, de Cuarzo, que de día no era visto más que como una lente pulida, y de noche como un reflejo de las estrellas, había oído hablar de la suerte de sus predecesores. No temía que el aceite se cuajara en sus miembros porque no lo tenía, ni que los hielos se abrieran bajo sus pies, ya que podía quedarse frío a voluntad. Tan sólo tenía que evitar una cosa: pensar obstinadamente, pues entonces se calentaba su cerebro de cuarzo y ello podía perderlo. Pero decidió salvar la vida con su irreflexión y alcanzar la victoria sobre los crionidas. Llegó al planeta y estaba tan heladlo por su largo viaje a través de la eterna noche galáctica, que los meteoritos que rozaban su pecho durante el vuelo saltaban hechos trizas, sonando como el vidrio.
 
Se sentó en las blancas nieves de Crionida; bajo su cielo negro como un jarro lleno de estrellas y parecido a un espejo transparente, quiso reflexionar sobre lo que debía hacer; pero la nieve ennegreció en torno suyo y empezó a evaporarse.
 
—¡Oh!— se dijo el electropaladín de Cuarzo— ¡Malo! Nada de eso, no hay que pensar en absoluto y todo irá bien.
 
Y decidió repetir esta frase, pasara lo que pasara, pues no precisaba esfuerzo mental y, gracias a ello, no se calentaba. El electropaladín de Cuarzo se puso, pues, en marcha a través del desierto blanco sin pensar en lo que fuera, con tal de conservar el frío. Y así fue hasta llegar a Frígida, la capital de los crionidas. Tomó impulso, golpeó con la cabeza en las murallas, pero nada consiguió.
 
¡Probemos de otro modo! —pensó, y se puso a reflexionar cuánto sería dos por dos. Pero cuando estaba cavilando sobre esto, su cabeza se calentó un poco. Atacó, pues, por segunda vez las murallas centelleantes, pero hizo sólo un pequeño agujero.
 
—Era poco— se dijo—. Probemos algo más difícil. Tres por cinco.
 
Esto vez rodeó su cabeza una nube silbante ya que, al contacto con un pensamiento tan impetuoso, la nieve se ponía a hervir al instante. El electropaladín de Cuarzo dio unos pasos atrás; tomó impulso, embistió, atravesó la muralla y tras ella dos palacios y tres casas de señores glaciales menos importantes, llegó a una gran escalinata y se asió a la balaustrada de estalactitas; pero los escalones eran ya un patiñero. Se alzó rápidamente, pues todo se derretía en torno suyo y de este modo podía atravesar en profundidad toda la ciudad y desplomarse en el abismo helado, donde habría de congelarse para siempre.
 
—¡Nada de eso! No hay que pensar en absoluto y todo irá bien— se dijo, y en efecto, inmediatamente se enfrió.
 
Salió del túnel de hielo que había cavado y se encontró en una gran plaza alumbrada desde todos los lados por auroras polares que centelleaban como esmeraldas y plata en las columnas cristalinas.
 
Salió a su encuentro un enorme caballero que brillaba como las estrellas. Era Boreal, el jefe de los crionidas. El electropaladín de Cuarzo hizo acopio de fuerzas y se lanzó al ataque. Chocaron y se produjo el mismo estruendo que si hubieran chocado dos icebergs en medio del océano glacial ártico. Se partió la brillante mano derecha de Boreal, cortada en su base, pero el valiente no se intimidó sino que se volvió para presentar su pecho, ancho como un velero, al que era su enemigo, éste tomó impulso por segunda vez y volvió a embestirlo terriblemente. El cuarzo era más duro y consistente que el hielo. Boreal se partió, pues, con estrépito, como si un alud hubiera descendido por las vertientes rocosas, y se quedó estrellado a la luz de las auroras polares que contemplaban su derrota. —Las cosas van bien. ¡Sigamos¡ dijo el electropaladín de Cuarzo. Y despojó al vencido de joyas de una belleza maravillosa: sortijas, con hidrógeno engarzado, bordados y botones parecidos a diamantes, pero tallados en tres gases nobles: argón, criptón y xenón. Pero cuando estaba admirándolo todo, se calentó de emoción y los diamantes y zafiros se evaporaron silbando al tocarlos, quedándose sólo unas gotas de rocío que también se volatizaron en seguida.
 
—¡Ah! Entonces tampoco se puede admirar. Está bien. No hay que pensar en absoluto —se dijo, y se adentró en la ciudad conquistada. Distinguió en la lejanía una enorme silueta que se acercaba. Era Albucido el Blanco, general mineral, cuyo ancho pecho estaba cubierto de hileras de condecoraciones y la gran estrella de La Escarcha con cinta glacial. Este guardián del tesoro real cerraba el paso al electropaladín de Cuarzo, que se abalanzó sobre él como un huracán y lo estrelló en medio de un estruendo horrible. En auxilio de Albucido acudió el duque Astronor, señor de los hielos negros; esta vez el electropaladín no pudo derribarlo, por tener el duque una preciosa coraza de nitrógeno templado en helio. Se desprendía de ella tanto frío que quitó ímpetu al electropaladín y sus movimientos se debilitaron. Las auroras polares palidecieron por el soplo del Cero Absoluto, que se extendía en torno suyo. El electropaladín de Cuarzo se asombró —¡Hola! ¿Qué pasa aquí? —y, debido a su gran extrañeza, el cerebro se calentó. El Cero Absoluto devino templado ante sus ojos Astronor se empezó a desintegrar con estrépito de campanas que hacía eco a su agonía, hasta quedar reducido a un montón de hielo negro, bañado de agua como si fueran lágrimas que formaban un charco en el campo de batalla.
 
—¡Está bien!— se dijo el electropaladín de Cuarzo—. No hay que pensar en absoluto y si hace falta, entonces pensaré. De uno u otro modo, tengo que vencer.
 
Y siguió su carrera. Sus pasos resonaban como si alguien golpeara los cristales con un martillo. Retumbaba corriendo por las calles de Frígia y los habitantes lo miraban desde sus cobertizos blancos con desesperanza en sus corazones. Siguió su carrera como un meteoro en la Vía Láctea hasta que vislumbró una silueta solitaria y pequeña en la lejanía. Era Barión, llamado Boca del Pueblo, el mayor sabio de las crionidas. El electropaladín de Cuarzo se abalanzó sobre él para aplastarlo, pero se hizo a un lado y le mostró dos dedos levantados. El electropaladín no sabía lo que esto quería decir. Se volvió y se arrojó de nuevo sobre su adversario; pero Barión se apartó otra vez un paso y le mostró un dedo. El electropaladín de Cuarzo se asombró un poco y aflojó la marcha, aunque acababa de volverse y se aprestaba de nuevo a tomar impulso. Se quedó pensativo y el agua empezó a fluir de las casas vecinas, pero él no lo veía, al mostrarle Barión un anillo formado con sus dedos, dentro del cual movía rápidamente el pulgar de su otra mano. El electropaladín de Cuarzo pensaba y pensaba qué podían significar aquellos gestos mudos y el vacío se abrió debajo de sus pies; brotó de él agua negra y el electropaladín se hundió en el abismo como una piedra. Antes de que tuviera tiempo de decir: “Nada de eso. No hay que pensar en absoluto”, había dejado de existir. Los crionidas, salvados, preguntaron después a Barión, llenos de agradecimiento por su socorro, qué quería decir con los signas que había mostrado al terrible electropaladín errante.
 
—Es muy sencillo— contestó el sabio. Las dos dedos significaban que éramos dos, él y yo. Uno, que en seguida quedaría yo sólo. Después mostré el anillo en signo de que el abismo se abriría en torno suyo y el abismo negro del océano lo tragaría para siempre. No entendió lo primero, ni tampoco lo segundo, ni lo tercero.
 
—¡Qué gran sabio!— exclamaron los crionidas asombrados— ¿Cómo podías hacer tales signos al terrible agresor? Piensa en lo que habría pasado si te hubiera comprendido y dejado de extrañarse. Entonces no se le habría calentado el cerebro, ni caído en el abismo sin fin…
 
—¡Ah! Eso no lo temía en absoluto— dijo con fría sonrisa Barión, Boca del Pueblo—. Sabía de antemano que no comprendería nada. Si hubiera tenido una pizca de inteligencia, no habría venido aquí. ¿Qué provecho pueden tener para un ser que habita bajo el sol las joyas de gas y de estrellas plateadas de hielo?
 
Volvieron a asombrarse de la gran sabiduría del sabio y se marcharon tranquilizados a sus casas, donde les esperaba un agradable frío. Desde entonces nadie intentó agredir a Crionida, ya que faltaron necios en todo el cosmos, aunque algunos dicen que hay todavía bastantes, pero no conocen el camino. * Tomado de Misterio y Galaxia, Edición Gente Nueva, La Habana, 1982.
 
 
 
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Stanislaw Lern
Autor polaco contemporáneo de Ciencia Ficción, conocido por su obra Solaris
     
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