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Miguel León-Portilla      
               
               
Rico en símbolos fue lo que pensaron los mayas, las gentes
de idioma náhuatl, los mixtecas y otros pueblos acerca del agua en relación con los orígenes cósmicos. De modo paralelo —aunque con grandes diferencias— si se compara con formulaciones como la del griego Tales de Mileto que hacía del agua principio último de cuanto existe, los mesoamericanos atribuían al agua haber sido elemento primordial en una de las cuatro edades cósmicas anteriores a aquélla en que vivían.
 
Según algunos relatos indígenas, la segunda edad fue la que se llamó Atl-tonatiuh que significa la del Sol y tiempo del agua. En cambio, en otros testimonios, como los aportados por los Anales de Cuauhtlitlán, y por las pinturas y signos jeroglíficos de un códice conservado en la Biblioteca Vaticana,1 el primer gran periodo cósmico fue precisamente el del agua. He aquí la antigua palabra traducida del náhuatl:
 
Decían que a los primeros hombres
Su dios los hizo, los forjó de ceniza.
Esto lo atribuían a Quetzalcóatl,
cuyo signo calendárico es 7-Viento.
Él los hizo, los inventó.
El primer Sol, la primera edad,
que fueron establecidos
tuvo por signo y destino el de 4-Agua;
se llamó Sol de Agua: Atl-tonatiuh.
En él sucedió que, al fin,
todo se lo llevó el agua.
Las gentes se convirtieron en peces…2
 
De este modo, “el prólogo en el cielo”, de los tiempos y edades primigenias en Mesoamérica, da principio con un gran periodo cósmico en el que la fuente de la vida se asocia con el agua.
 
El mundo que entonces existió prefiguró ya al nuestro que —para el pensamiento indígena— es restauración del primero y primordial. Tal mundo se llama Cem-a-nahuac, vocablo que literalmente significa “lo que está unitariamente circundado por el agua”. El mundo consiste en una gran superficie de tierras con un perfil circular, rodeado todo por las teo-atl, ilhuica-atl, “aguas divinas, inmensas y celestes”. En el horizonte es precisamente donde las aguas inmensas se unen con las celestes que, cual bóveda cristalina, envuelven al mundo.
 
Atl, palabra de una sola sílaba, es la que significa “agua”. Su representación pictográfica en los antiguos códices o libros indígenas consistía en unas rayitas curvas y azules con pequeños círculos adheridos a ellas, representación de las gotas del agua. De esa antigua pictografía, que aparece ya en algunas pinturas murales en Teotihuacán, de hacia el siglo V de la era cristiana, se derivó luego un signo o grafema, representación de un fonema, es decir, de un sonido propio de la lengua náhuatl. El signo jeroglífico adquirió entonces un valor fonético, precisamente el equivalente al de “a”. A modo de curiosidad podemos recordar que, cuando los fenicios inventaron su alfabeto, se valieron de una figura estilizada de la cabeza del buey, a-leph, para representar la misma vocal “a”. En Mesoamérica fue la estilización del signo de atl, el agua, que como la edad cósmica primera, se antojan comienzos, en el enigma del tiempo y de la invención de la escritura.
 
El atl-agua en los cómputos calendáricos y astrológicos
 
Del universo de las significaciones míticas y mágicas que tuvo el agua en Mesoamérica son en verdad muchas las referencias que podrían aducirse. Atl-cahualo, “el agua es dejada”, o sea que ha dejado de llover, es el nombre de un mes —mejor una veintena de días— en el calendario prehispánico. Con base en lo que los sabios nahuas informaron a fray Bernardino de Sahagún, podemos decir que atl-cahualo, “agua es dejada”, era el primero de los dieciocho meses o veintena de días de que consta el año y que daba comienzo en una fecha equivalente al 2 de febrero. Entonces se hacían invocaciones y sacrificios a Tláloc, dios del agua, y a los dioses acompañantes del mismo.
 
A-temoztli, “descenso del agua”, era a su vez el nombre de la decimosexta veintena del año. Además de estos meses o veintenas de días, cuyos nombres conllevan mención expresa del agua, en todos los otros hay por lo menos alusión implícita al ciclo agrícola. Así el año se cenaba con la esperanza y afirmación de la veintena Izcalli, que significa “crecimiento y desarrollo”. La preocupación por el agua nunca desapareció como lo muestran también las fiestas a lo largo del calendario solar. Integraban ellas un ciclo que puede describirse como de la liturgia agrícola. Falto de agua nada nace, ni echa brotes, crece o da frutos. Sin el agua el hombre no puede existir. Por ello en una de las fiestas se invocaba así a la deidad que concede el agua:
 
Mi dios lleva a cuestas esmeraldas de agua,
en un acueducto en su descenso.
Sabino de plumas de quetzal,
verde serpiente de jades,
me ha hecho mercedes.
Que yo me alegre, no perezca,
yo, la tierna mata de maíz.
Un jade es mi corazón:
¡veré el oro del agua!
mi vida se refrescará,
el hombre se vivifica…3
 
Y también en el calendario de sentido astrológico, el agua está presente. Atl, agua, es el nombre del día, signo y destino que ocupa el lugar decimoséptimo en el orden de las veintenas. Como lo recuerda Sahagún:
 
En este signo decían que reinaba la diosa Chalchiuhtlicue [la Señora de las aguas terrestres]… Y decían por ser este signo de agua indiferente, que cuál o cuál de los que nacían en él tenía buena ventura…4
 
 Y como otros podían tenerla mala, necesario era propiciar a la Señora de las aguas terrestres, es decir del mar, los lagos, las fuentes y los ríos. Los ritos y sacrificios a lo largo de las veintenas de días eran el camino para merecer de los dioses todo lo bueno en el propio destino.
 
Tláloc y el paraíso del Tlalocan
 
El dios de la lluvia, Tláloc, recibía adoración por los cuatro rumbos de Mesoamérica. Entre los mayas se le conocía como Chac y hasta hoy día en Yucatán se baila en su honor la danza del Chac-Chac. Su nombre entre los mixtecas era Cocijo, y Tajín entre los totonacas.
 
Tláloc, el dios de la lluvia, como lo expresa la palabra indígena:
 
Nos da nuestro sustento, todo cuanto se bebe y se come, lo que conserva la vida, el maíz, el frijol, los bledos, la chía [Salvia sp.] Él y los otros dioses son a quienes pedimos agua, lluvia, por las que se producen las cosas en la tierra.
 
Tláloc y sus servidores son ricos, son felices, poseen todas las cosas, de manera que, siempre y por siempre, ellas están germinando y verdean en su casa, allá donde se existe, en Tlalocan (Lugar, paraíso de Tláloc). Nunca hay allí hambre, no hay enfermedad ni pobreza…5
 
Quienes hoy día quieran asomarse a ese Tlalocan, jardín de deleites cruzado por muchos ríos, uno de los posibles destinos del hombre en el más allá, pueden hacerlo yendo a contemplar en los muros del palacio de Tepantitla, en la gran ciudad de Teotihuacán, una extraordinaria pintura que lo representa. Aquí, y en el más allá, el agua es vida, fuente de alegría, manantial que renueva todo lo que existe.
 
El agua y la morada del hombre en la tierra
 
Impensable era para los mesoamericanos poder existir alejados del agua. En el concepto mismo de pueblo o ciudad —hoy diríamos de asentamiento humano— se hace referencia expresa al agua. Así pueblo o ciudad se dice en náhuatl in atl in tepetl, “agua monte”. Hurgando un poco más en el sentido de este difrasismo o designación pareada, encontramos que, además de la referencia directa al agua, también en lo que concierne al monte, implícitamente se reitera la alusión al líquido que mantiene la vida en el mundo. En la mitología mesoamericana los montes son los grandes depósitos de agua que, como en reserva, mantienen los dioses de la lluvia. Los tlaloque, acompañantes de Tláloc, se toman presentes, y ejercen su acción en los montes, como se refiere en el Códice florentino:
 
Todos los montes altos, donde se juntan las nubes para llover, son dioses. A cada uno de ellos se le hace su imagen…
 
Como la del volcán que se llamó Popocatépetl, (Monte que humea) o de aquella cuyo nombre es Iztaccihuatl (Mujer blanca), o la imagen del monte Poyauhtecatl (El de la región de la niebla: “Pico de Orizaba”).6
 
En estrecha relación con esta creencia que así divinizaba a los montes, se hallaban las peregrinaciones que a ellos se hacían en varias fiestas a lo largo del calendario solar. En la principal, que caía en la primera veintena de días, los sacerdotes seguidos por el pueblo ascendían a varios montes del Valle de México. Allí se hacían sacrificios, entre ellos los de seres humanos, para propiciar el don de las aguas. Los dioses de la lluvia, antes de convertirlas en nubes, o de hacer que en las laderas de las montañas brotaran las fuentes y los ríos, las conservaban allí, ocultas en el interior de los montes. El hecho de la existencia de lagunas precisamente en los cráteres en algunos volcanes como el del Xinantecatl —conocido hoy como Nevado de Toluca— y en los de otros ya extintos en el Valle de México, robustecía la creencia que correlacionaba al agua y el monte.
 
Los asentamientos humanos, pueblos y ciudades, debían ser esto: in atl in tepetl, “agua, monte”. Los que en ellos habitaban se llamaban altepehuaqueh, “los que tienen el agua, el monte”. Sin el agua y el monte la vida humana y el florecer de los pueblos era impensable. Sin agua, el maíz, nuestro sustento, el tomate, la calabaza, el frijol, el chile, las verduras todas no podrían germinar. La vida del hombre, como la de las plantas y animales, sin agua se secaría.
 
Por esto mismo, cuando un pueblo o asentamiento de hombres prosperaba en verdad y llegaba a convertirse en metrópoli, recibía el nombre de Tollan, que literalmente significa “Entre los tulares o espadañas”, lugar próspero donde abundan las aguas. Las grandes metrópolis que sucesivamente existieron en el México prehispánico se llamaron así Tollan Teotihuacán, Tollan Cholollan, Tollan Xicocotitlan, Tollan México-Tenochtitlan. En ellas, según lo veremos, los mesoamericanos se habían ingeniado para aprovechar lo mejor posible sus aguas.
 
Como obsesión inescapable, el agua, y sobre todo su ausencia o escasez en periodos de sequía, es tema recurrente en el pensamiento indígena de Mesoamérica. En él —como lo proclama el ya citado himno sacro impetración de la lluvia son los dioses, en especial Tláloc y sus acompañantes, y asimismo Chalchiuhtlicue, “La Señora de la falda de jade”, los que han de darla en la requerida abundancia. Los dioses han enseñado al hombre cómo hacer suya el agua. Debe ésta conservarse al igual que se guarda en las entrañas del monte. Y cual si los dioses fueran maestros de ese arte de encauzar y distribuir las aguas —en el portento de una mítica hidráulica— el himno sacro proclama que “el dios que lleva a cuestas los jades del agua”, ordena “por medio de un acueducto”, su descenso. Acueducto se dice en náhuatl aohtli, “camino del agua”.
 
Cuando en el relato mítico de la peregrinación de los mexicas o aztecas, se habla de su estancia en Coatepec “en el monte de la Serpiente”, se evoca lo que allí ocurrió. Entre otras cosas, prefigurando la tierra que les tenía anunciada su dios, en el centro de los lagos, rodeada de montañas y bosques, estando aún en Coatepec, los mexicas represaron allí las aguas:
 
Cierran el barranco —nos dice la crónica indígena— la cuesta empinada. Allí se junta, se represa el agua, se hizo por disposición de Huitzilopochtli, y [éste] luego les dijo a sus padres, a ellos, los mexicanos: ¡oh mis padres! pues ya se represó el agua, plantad, sembrad sauce, ahuehuete, caña, tule, flor de atlacuezonalli, y ya echan simiente los peces, las ranas, los ajolotes, los camaroncillos… los pájaros, el pato, el ánade… y luego allá [el dios] entonó el canto cuyo, cantaba y también bailaba…7
 
Prefiguración del lugar prometido fue este en Coatepec, “Monte de la Serpiente”. Tan maravilloso se tomó ese lugar a los ojos de los mexicas que éstos quisieron quedarse allí. Más su dios Huitzilopochtli les hizo saber que la marcha debía continuarse. La prefiguración se desvaneció entonces: el agua represada, las verdes arboledas, las flores, los peces y las aves, todo, como había surgido por la acción portentosa, así se desvaneció. En la conciencia de los mexicas quedó el recuerdo y la persuasión. Tenían ellos que merecer una gran Tollan, una metrópoli, en medio de las aguas y en la cercanía de los montes.
 
Las aguas divinas que purifican al hombre
 
Así como la vida de la comunidad es impensable sin el don de las aguas, tampoco el ser humano como persona, puede existir ni física ni moralmente, privado del agua. Al nacer el hombre, Tonantzin, “Nuestra Madrecita”, la Señora de la falda de jade, lo envía, y a la vez lo recibe en la tierra. Y ya en ésta, la mujer partera que ha facilitado el nacer, acercando la criatura al agua, hace primordial purificación. Oigamos las palabras que entonces pronunciaba y que en náhuatl nos conserva el Códice florentino. Tomando en sus brazos al recién nacido le decía:
       
Has venido a la tierra. Te ha enviado tu Madre, tu Padre, el Señor y la Señora de la Dualidad. Has sido forjado, perfeccionado en su casa, en el Omeyocan, Lugar de la Dualidad, el que está por encima de los nueve pisos celestes.
 
Te hizo donación el Dueño del Cerco y del Junto, Quetzalcóatl. Acércate ahora a la Madrecita, la Señora de la falda de jade, y a El que Brilla con resplandores de jade.
 
Luego ella [la partera] hacía gustar el agua [al recién nacido], le decía: Toma, recibe, he aquí con lo que vivirás, te mantendrás vivo en la tierra. Con el agua reverdecerás, crecerás. He aquí lo que nos ha sido merecido, esto es con lo que vivimos, nos mantenemos en la tierra.
 
Luego tocaba a la criatura con los dedos sobre su pecho y le decía: He aquí el agua verde azulada, el agua amarilla, la que lava, hace resplandecer a tu corazón…8
 
El agua, como regalo y merecimiento de los dioses, se concede a los humanos desde que nacen. Con ella habrán de vivir y fortalecerse. El agua además es la que limpia y hace resplandecer al corazón en la gente.
 
El ciclo de la vida humana, es decir, el de quienes la comenzaron recibiendo el don divino del agua, y se afanaron luego durante los años que pasaron en la tierra, siempre atentos al servicio de los dioses en su liturgia, propiciación de la agricultura y de merecer el sustento, concluía acompañada también de los ritos del agua. Cuando alguien moría, se envolvía su cuerpo con tiras largas de papel de amate. Colocado el cuerpo mortuorio en posición vertical, se decían delante de él las palabras rituales. Sobre su cabeza se derramaba un poco de agua y se le decía:
 
Esta es el agua que te dio alegría en la tierra. Tomaban enseguida un jarro pequeño, lleno de agua, y se lo ponían a un lado y decían:

He aquí el agua con que habrás de caminar. Y colocábanle entonces el jarrito entre las tiras de papel que envolvían al cadáver…9
 
El universo de significaciones propias del agua en Mesoamérica es en verdad rico y complejo. Se abre con la edad cósmica del Atl-tonatiuh, el Sol de Agua. Se toma presente en los ciclos calendáricos del año solar y la cuenta de los destinos. Penetra en el mundo de los dioses y, en cuanto paraíso de Tláloc, el dios de la lluvia, es lugar de delicias. Para los hombres, el pueblo, la ciudad y la metrópoli son inconcebibles alejadas del agua. Sin ésta no prospera todo lo que es nuestro sustento. Finalmente, del nacimiento hasta la muerte, el agua como raíz de purificación, sustento y apoyo, acompaña al hombre.
 
El comportamiento de los humanos ante el agua sigue fundamentalmente dos distintos caminos. Por una parte, busca a través de los ritos, imprecaciones y sacrificios, merecer de los dioses tal don. Por otra, con su propio ingenio, el hombre de Mesoamérica ha de colaborar con sus dioses: aprende a almacenar el agua, a conducirla y aprovecharla al máximo. De lo que los mesoamericanos pensaron e imploraron en torno al don divino del agua, hemos tratado al recordar algunas de sus actuaciones a lo largo del calendario, cuando hacían sacrificios, incluso de seres humanos, y ascendían a las montañas, desde donde los dioses enviaban sus aguas. La segunda manera de actuar frente al apremio del agua implicó, como ya lo insinué, imitar a los dioses realizando obras dirigidas a cuidar del agua y servirse de ella del mejor modo posible. De esta segunda forma de actuar, que hizo de los mesoamericanos creadores de obras hidráulicas, algunas de ellas únicas en el mundo, hablaré a continuación.
                      
Las más antiguas obras hidráulicas en Mesoamérica
 
Tomaré como punto de partida lo revelado por excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en la zona donde comenzó a desarrollarse la que se considera cultura madre de la civilización mesoamericana, es decir la región habitada por los llamados olmecas. Desde, por lo menos 1200 a. C., los olmecas, gentes de Olmam, “lugar de hule o del caucho”, dieron principio a su florecimiento en varios centros cercanos al golfo de México, en el sur de Veracruz y zona limítrofe de Tabasco. Entre los varios asentamientos olmecas sobresalen los de los sitios llamados hoy La Venta y San Lorenzo. En tanto que el primero de estos podía satisfacer sus requerimientos de agua por estar situado cerca del rio Tonalá, a unos diecisiete kilómetros de su desembocadura en el golfo de México, en San Lorenzo se nos muestran los restos más antiguos en el Nuevo Mundo de obras hidráulicas considerablemente desarrolladas.
 
Consistían ellas en una serie de fosas a modo de lagunetas, horadadas artificialmente en lugares algo elevados y en forma simétrica. En ellas se recogía el agua de las frecuentes lluvias. Para mantener luego adecuados niveles del agua y efectuar su distribución, los olmecas diseñaron un sistema de canales perfectamente trazados y construidos con bloques de basalto. Dichos canales hacían llegar el agua a los diversos puntos de ese asentamiento que sobresale como muestra extraordinaria del protourbanismo en Mesoamérica.10
 
Teotihuacán y una nueva forma de artificio hidráulico único en el mundo
 
Investigaciones geológicas y arqueológicas llevadas a cabo en la zona de Teotihuacán han revelado dos hechos de particular interés. Uno es que las aguas de los lagos de la cuenca de México, a principios de la era cristiana, llegaban hasta las inmediaciones del lugar donde estaba en proceso de desarrollo Teotihuacán. En las montañas cercanas proliferaba entonces la vegetación que incluía algunos bosques. Ello propiciaba un clima mucho más favorable a la agricultura.
 
El asentamiento teotihuacano fue creciendo con el paso del tiempo hasta convertirse, hacia el siglo V d. C., en una gran metrópoli de cerca de 30 km2, con una población que, con base en la extensión y estructuración de su trazo urbanístico, se ha calculado en superior a los 70,000 habitantes.11 Ahora bien, en la ciudad donde, por el testimonio de sus monumentos, esculturas, bajorrelieves y pinturas murales, consta que se adoraba de modo muy especial a Tláloc, dios de la lluvia, y a su consorte Chalchiuhtlicue, “La de la falda de Jade”, “Señora de las aguas terrestres”, se habían introducido dos formas de obra y artificio para aprovechar al sumo las aguas. Éstas habían de servir para la agricultura y el abastecimiento del uso doméstico y para el ritual-religioso.
     
La metrópoli estaba surcada por un río que, en tiempos de lluvia, llevaba un cierto caudal de aguas. Ese río, conocido hoy como de San Juan, nacía en las montañas circundantes y desembocaba en el lago que, como vimos, se hallaba entonces muy próximo al asentamiento humano. Los teotihuacanos —como se ha comprobado por la arqueología— construyeron un sistema de canales de distribución del agua, aprovechando así las del río. Otros canales se trazaron asimismo, en algunos casos entubados, que constituían una bien planificada red de drenaje.
 
Además de esto se había implantado en Teotihuacán lo que hemos llamado un artificio hidráulico único en el mundo. Hay indicios de que el mismo comenzó a desarrollarse desde tiempo antes por algunos de los varios grupos mesoamericanos que vivían en las inmediaciones de los lagos. Pero en Teotihuacán alcanzó ya significativa importancia. Dicho artificio es el que hasta hoy conocemos como el de las chinampas.12
 
Se repite muchas veces que las chinampas son jardines flotantes. Tal aseveración es inexacta. Una chinampa consiste en un apretado armazón hecho de varas y ramas de árbol fuertemente trabadas entre sí, en el cual se deposita tierra vegetal en suficiente cantidad como para poder cultivar allí diversas verduras y flores. Las chinampas pueden ser de diversos tamaños, tanto de largo y ancho como de profundidad.
 
Los mesoamericanos construían sus chinampas en los lugares donde les resultaba más fácil reunir los materiales requeridos, es decir las varas, las ramas de árboles, los mecates o cordeles para liar y apretar el armazón, así como la tierra vegetal. Una vez terminado el armazón y colocada en ella una cierta cantidad de tierra, la chinampa era transportada desde donde había sido construida hasta el lugar en que debía quedar. El traslado de la chinampa se hacía a través del lago, dejándola flotar y tirando de ella con cuerdas, bien fuera desde canoas o, cuando era posible, desde la tierra. La chinampa así transportada, debía situarse contigua a la que llamaremos tierra firme en las orillas del lago o también, algunas veces, adherida a una de las varias islas del mismo. Allí la armazón recibía más tierra vegetal y poco a poco iba quedando anclada en el suelo de la zona lacustre. En ocasiones se dejaban canales entre las diversas chinampas. Otras veces éstas se iban yuxtaponiendo ganándose así superficie cultivable al lago.
 
Lo verdaderamente característico de las chinampas, es decir, lo que se ha llamado su artificio, consiste en lograr en función de ellas una adecuada hidratación de la tierra vegetal gracias a la filtración del agua de los lagos, de suerte que los cultivos que allí se hacen puedan prosperar al máximo. Cabe decir que para un mesoamericano las chinampas ofrecían la mejor de las posibilidades para disponer de una tierra húmeda y altamente productiva. A tal género de tierra la designaban con el vocablo a-toctli, que connota la idea de una tierra, cual si fuera aluvial, bien penetrada por el agua que ha corrido por ella.
 
La existencia de un planificado sistema de chinampas en torno a la metrópoli teotihuacana, al igual que sus redes de canales de distribución de aguas fluviales y de almacenamiento, así como otros canales y entubamientos para el drenaje, revela que quienes desarrollaron ese gran centro urbano estaban en posesión de avanzadas y originales técnicas hidráulicas. De modo especial en lo que concierne a las chinampas, puede decirse que, por medio de ellas, se alcanzó un modo de producción agrícola único en el mundo. Podría éste describirse como sistema de adecuada humidificación de la tierra a través de procesos de filtración y en cierto modo también de ósmosis entre las aguas del lago circundante y aquéllas que han estado permeando la tierra vegetal de la chinampa, donde pulula la vida de cuanto se ha plantado allí.
 
Ulterior desarrollo de obras hidráulicas por el hombre, perenne colaborador de la divinidad
 
Teotihuacán, en su urbanismo, arquitectura y arte, fue un paradigma —o como dirían las gentes de idioma náhuatl— un machiotl, ejemplo, en todo lo que se llamó luego la Toltecáyotl, sabiduría y creatividad de los toltecas. La influencia teotihuacana, incluyendo por supuesto la de sus adelantos técnicos, entre ellos el de sus obras hidráulicas, es hasta hoy visible en otros muchos lugares de Mesoamérica, desde el área maya hasta las regiones del Pacífico y del golfo y el altiplano central. Basta con mencionar a Kaminal Juyú en Guatemala, y otros centros como Tikal en el Petén, donde no pocos elementos arquitectónicos están inspirados en el modelo teotihuacano. Y otro tanto puede decirse, volviendo a la región central, de las edificaciones de Cholula, Xochicalco y Tula. Desarrollo postrero en la evolución autónoma de Mesoamérica fue el de los mexicas o aztecas, que es a la vez el más ampliamente documentado por las fuentes escritas y, hasta cierto grado, por la arqueología.
    
En la última en florecer de las grandes metrópolis mesoamericanas, es decir en México-Tenochtitlan, las antiguas artes y también el desarrollo tecnológico alcanzado por los teotihuacanos, conocieron nuevas formas de perfeccionamiento. Concentrándonos en lo que aquí nos concierne, puede afirmarse que en Tenochtitlan, la privilegiada ciudad erigida en medio de los lagos, mucho era lo que se había logrado. Tláloc, el dios de la lluvia, lejos de ver disminuido su rango, recibía adoración al lado del dios protector de los mexicas, Huitzilopochtli. Uno y otro presidían en sus respectivos adoratorios, en lo más alto del Templo Mayor.13 De este modo, en tanto que los mexicas reconocían como destino suyo ser colaboradores del Sol-Huitzilopochtli, cuya vida debían mantener ofreciéndole el agua preciosa, el líquido por excelencia de los sacrificados ante él, no descuidaban el culto y adoración del Señor de la lluvia, Tláloc y su consorte, la “Señora de la falda de jade”.
 
Mas, en paralelo con los ritos y sacrificios impetratorios, los mexicas se esforzaban por aprovechar el regalo de los dioses, tan precioso que muchas veces se mencionaba con el nombre del símbolo de la vida, que es el jade. Podría así llamarse el gran conjunto de las obras que, para aprovechar el agua, realizaron los mexicas, las de “la hidráulica del jade”. Éstas, más amplias y complejas de lo que podría pensarse, han sido objeto de importantes investigaciones. Sin embargo, aún queda mucho por conocer y esclarecer. Aquí me limitaré a un señalamiento de ellas, ya que mi propósito ha sido mostrar que en México —donde, en los periodos virreinal e independiente, se han realizado tantas y tan importantes obras hidráulicas— existe como raíz y primer gran capítulo lo alcanzado en este punto por los pueblos mesoamericanos. Así, entro ya a reseñar lo más sobresaliente de las realizaciones mexicas en materia hidráulica.
 
Significativo es que precisamente uno de los cuatro grandes sectores en que se distribuyó la ciudad de México-Tenochtitlan, recibiera el nombre de A-tzacualco. Este vocablo, que constituyó un topónico, está integrado por la raíz de atl agua (a-) y la de tzacual-li, que significa “encierro” o “compuerta”, en este caso, del agua. En el Valle de México se habían construido varias de esas compuertas o atzacualli. Una, que data de un año 6-Calli (1433), la había edificado el señor Tocohuatzin de Cuauhtitlán para contener y desviar las aguas del río del mismo nombre.14 Tal corriente fluvial era una de las más importantes entre las que alimentaban los lagos. De hecho, en tiempos posteriores, durante el periodo virreinal, varias de las inundaciones que sufrió la ciudad de México se debieron principalmente a grandes avenidas del río de Cuauhtitlán.
 
 Algunos años después de que se terminó de construir la mencionada represa en Cuauhtitlán hacia 1435, el gran tlahtoani o gobernante supremo Motecuhzona Ilhuicamina, se propuso llevar a cabo obras para el mejoramiento de la ciudad. Ésta, edificada en la principal isla, mantenía en su interior diversas entradas de agua a modo de canales y acequias. Ello, en más de una ocasión, dio lugar a inundaciones. Consultando con el sabio señor de Tezcoco, Nezahualcóyotl, se realizaron entonces las obras que se consideraron más adecuadas. Percatándose de que las aguas de las zonas al este y al noreste eran mucho más salitrosas, que las del poniente y el sur, se concibió la idea de separarlas por medio de grandes albarradones de piedra.
 
La magna empresa se llevó a cabo. Quedaron así de un lado, las aguas situadas al norte, (las de los llamados lagos de Zumpango y Xaltocan), así como al oriente de la isla, el que se conocía como lago de Tezcoco. En el costado poniente, hacia Tacuba y Chapultepec, quedaban las aguas más dulces. La separación se completó por el rumbo del sur donde estaban los lagos de Xochimilco, Tláhuac y Chalco. Varias compuertas, atzacualli, permitían el paso controlado de las aguas de un lado a otro, y también a los canales en el interior de la ciudad cuando las crecientes y otros requerimientos así lo exigían.
 
Las calzadas que cruzaban los lagos —las de Iztapalapa-Churubusco, de Tlacopan o Tacuba y de Tlatelolco-Tepeyacac— además de unir a la isla con las riberas circundantes, coadyuvaban asimismo al control de las aguas. A lo largo de las calzadas había numerosos puentes bajo los cuales se situaban las atzacualli o compuertas. De este modo, tanto el régimen de niveles lacustres como las comunicaciones a través de los canales de la ciudad, y a todo lo ancho y largo de los lagos, eran objeto de constante atención.
 
En lo que atañe más directamente al interior de la ciudad, importa enumerar al menos las que sobresalen como obras hidráulicas que más contribuyeron al bienestar y prosperidad de sus habitantes. Lugar especial ocupa el abastecimiento de agua potable. Tenochtitlan tuvo para este propósito, desde un año 13-Conejo (1466) dos aohtli, “caminos del agua”, es decir acueductos que, desde Chapultepec, penetraban en ella. Arquitecto e ingeniero en su edificación fue Nezahualcóyotl.15 La idea del doble acueducto se concibió con el propósito de que nunca se interrumpiera el abastecimiento. Mientras uno de los acueductos era limpiado, lo que se hacía periódicamente, el otro estaba en funcionamiento. El doble acueducto de Chapultepec, antecedente del que en el periodo virreinal existió y del que quedan vestigios en la avenida del mismo nombre, cumplió sus funciones. Tan sólo, años más tarde, gobernando el señor Ahuizotl, se buscó otra fuente en Coyoacán.
 
Acuecuéxatl era el nombre de esa fuente. Allí se construyó una gran presa y asimismo un acueducto del que el cronista Diego Durán nos dice que se ejecutó “con piedras, cal y estacas para hacer presa y caño por donde el agua viniese encañada a México…”16 Y cabe recordar, por cierto, que fue tanta la que llegó así a la ciudad, que ésta se inundó.

En México-Tenochtitlan, al igual que en otras poblaciones de la gran cuenca lacustre, también se desarrolló el ya descrito sistema de cultivos en chinampas. Éstas, con el paso del tiempo, fueron aumentando de modo que algunas quedaron en medio de los canales que cruzaban el interior de la ciudad. Así, al lado de las casas y otras edificaciones, se veían espacios abiertos en los que, como en jardines o huertas, prosperaban los cultivos de verduras y flores. Tan considerable importancia llegó a tener el sistema de chinampas de la metrópoli mexica que, en función de él, la ciudad amplió su superficie y adquirió ese carácter que tanto sorprendió a los conquistadores. Para ellos, que estaban acostumbrados al tipo de ciudad europea, compacta y con muy pocos espacios verdes, resultaba en extremo atrayente esa metrópoli con sus grandes recintos sagrados, que brillaban a la luz del sol, en un entorno de edificaciones menores junto a espacios verdes en los que, además, abundaban las flores.
 
Para la economía y el autoabasto de la ciudad fue muy importante éste que describimos ya como sistema hidráulico de las chinampas, el cual habría de perdurar en los barrios de la metrópoli colonial que continuaron habitados por descendientes de los mexicas. En el Archivo General de la Nación se conservan numerosos legajos con títulos de propiedad y litigios de tierras, a veces acompañados de planos y signos jeroglíficos, referentes a lugares de residencia y chinampas en la ciudad de México en tiempos ya virreinales.
 
Precisamente el sistema de chinampas funcionaba más adecuadamente gracias a los canales y acequias —que al igual que calles y avenidas— cruzaban de tiempo antiguo la urbe indígena. Por los canales se efectuaba gran parte del transporte público. Consistía éste en canoas de diversos tamaños que llevaban toda clase de productos desde los pueblos ribereños. También había canales destinados a servicios especiales —de los que hablan los cronistas— como el drenaje y la recolección de la basura.
 
A la pregunta directa y escueta de ¿cuáles eran, en resumen, las obras hidráulicas en México-Tenochtitlan y en la región de los lagos, en vísperas de la conquista?, cabe responder así: existía el gran albarradón que separaba de norte a sur las aguas salitrosas de las que llamaremos dulces, en los lagos. También las grandes calzadas que comunicaban a la ciudad con las regiones ribereñas servían, con sus puentes y compuertas, para mantener niveles adecuados en la zona lacustre. Había además el doble acueducto que traía agua potable de Chapultepec, al igual que otro, más tardío, que la conducía desde Coyoacán, todo ello complementado con los entubamientos que la distribuían a lugares importantes.
 
Los sistemas de canales internos facilitaban las comunicaciones y propiciaban los cultivos en las chinampas, al igual que la prestación de servicios tan básicos como los de drenaje y recolección de basura. Modernamente se ha reconocido tanta importancia al sistema de las chinampas —del que subsiste, como una de sus últimas muestras, el de Xochimilco que el Comité Internacional del Patrimonio Mundial de la Humanidad, en su más reciente reunión, celebrada en la sede de la UNESCO en París, en diciembre de 1987, a propuesta de México, en la que tuve la gran satisfacción de participar, declaró como parte del Patrimonio de la Humanidad la zona única en el mundo del sistema de chinampas existente en Xochimilco.
 
La antigua palabra divina, la magia del agua, y la acción del hombre que llevó a cabo importantes obras hidráulicas, son elemento esencial en la civilización que tantos logros alcanzó en Mesoamérica. En los himnos y cantares sagrados se reitera la arraigada solicitud en torno del agua. Ya vimos que el dios de la fertilidad “lleva a cuestas los jades del agua” y, cual hacedor de portentosa obra hidráulica de jade, hace que “por medio de un acueducto sea su descenso”.17 Llueve el agua y en el himno de Tláloc se proclama:
 
En México se está pidiendo un préstamo al dios,
en donde están las banderas de papel
y por los cuatro rumbos
están en pie los hombres…
Ve a todas partes,
extiéndete en el lugar de las nieblas,
con sonajas es él llevado
al Tlalocan, jardín de deleites,
manantiales, ríos y
verdores en la casa de Tláloc…”
 
Con las aguas del cielo, de sus lagos, fuentes y acueductos, resplandece la gran metrópoli de los mexicas. Así la describe el canto indígena:
Haciendo círculos de jade
se extiende la ciudad,
irradiando rayos de luz
cual plumas de quetzal, está aquí México.
Junto a ella son llevados en barcas los
príncipes,
sobre ellos se extiende florida niebla.
Es tu casa, Dador de la vida,
en Anáhuc, anillo del agua,
se oyen tus cantos,
¡sobre los hombres se esparcen!19
 
Las aguas terrestres, las que vivifican al hombre, hacen círculos de jade. La metrópoli, señora de muchos pueblos y naciones, heredera de milenios de cultura en Mesoamérica, sucumbió en la dramática confrontación del encuentro con los llamados “hombres de Castilla”. Pero su destino no fue la muerte. La antigua ciudad, paradigma de belleza, donde más que nunca prosperó el portento de una hidráulica concebida a la medida del hombre, iba a conocer nueva grandeza. El agua, a veces tan poco asequible en Mesoamérica, volvió a ser de nuevo encauzada, almacenada, distribuida y, en ocasiones también, temida en la muy noble y leal ciudad capital del Virreinato.
 
Estamos en la gran metrópoli que, desde que comenzó a existir, ha necesitado siempre, como pocas otras ciudades en el mundo, la sabiduría de sus seres divinos y sus hombres, para gozar en plenitud de la secreta armonía del agua. Aprender a cuidarla, temerla a veces y amarla siempre es la lección que nos ofrece esta historia.
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Refrerencias Bibliográficas
 
1. Es este el Códice Vaticano A 3738. De él existen varias reproducciones. La más reciente es la publicada bajo el título de Codex Vaticanus 3738 der Biblioteca Apostalica Vaticana, Graz-Austria, Akademische Druck und Verlagsanstalt, 1979.
2. Anales de Cuauhtitlán, folio 2. Manuscrito Archivo de la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología, México.
3. Códice florentino, Manuscrito 218-220, de la Colección Palatina, Biblioteca Medicea-Laurenziana, reproducción facsimilar, 3 v., dispuesta por el Gobierno Mexicano, 1979, I, libro II, Apéndice VI.
4. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, dispuesta por Ángel Ma. Garibay V., México, Editorial Porrúa, 1975 (Colección “Sepan Cuantos…” Núm. 300), p. 247.
5. Bernardino de Sahagún, (editor del texto de los diálogos de 1524 entre los doce frailes franciscanos y los sabios indígenas): Coloquios y doctrina cristina, edición facsimilar, introducción, paleografía, versión del náhuatl y notas de Miguel León-Portilla, México, Universidad Nacional, 1986, p. 131.
6. Códice florentino, op. cit., t. I, libro I, cap. XXI.
7. Fernando Alvarado Tezozómoc, Crónica mexicayotl, versión de Adrián León, segunda edición, México, Universidad Nacional, 1975, p. 32-33.
8. Códice florentino, op. cit., t. II, libro VI, cap. XXXVII.
9. Íbid., t. I, libro III, apéndice, cap. I.
10. Sobre ésta y otras de las obras hidráulicas llevadas a cabo por Nezahualcóyotl, véase: José Luis Martínez, Nezahualcóyotl, su vida y su obra, México, Fondo de Cultura Económica, 1972.
11. Véase: René Millon, “Teotihuacan: Completion of Maps of Giant Ancient City in the Valley of Mexico”, Science, v. 170, December, 1979, p. 1077-1082.
12. Sobre la importancia que llegaron a tener las chinampas en la época de los mexicas, véase: Edward E. Calneck, “Settlement Pattern and Chinampa Agriculture in Tenochtitlan”, American Antiquity, v. 37, núm. 1, 1972, p. 104-115.
13. Ello es hasta hoy visible en la zona arqueológica del Templo Mayor de México. Sobre su simbolismo, véase: Miguel León Portilla, México-Tenochtitlan, su espacio y tiempo sagrados, México, Plaza y Valdés Editores, 1987.
14. Se conserva un relato acerca de esto en: Anales de Cuauhtitlán, op. cit., fol. 48-49.
15. Íbid., fol. 53.
16. Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España, 2 v. y atlas, México, 1951, t. I, 387.
17. Véase nota 3.
18. Códice florentino, op. cit., t, I, libro II, apéndice VI.
19. Colección de cantares mexicanos, manuscrito en náhuatl, conservado en la Biblioteca Nacional de México, fol. 22 v.
     
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Miguel León-Portilla
Instituto de Investigaciones Históricas,
Universidad Nacional  Autónoma de México
     
_____________________________________      
 
cómo citar este artículo
 
León Portilla, Miguel. 1992. El agua: universo de significaciones y realidades en Mesoamérica. Ciencias, núm. 28, octubre-diciembre, pp. 7-14. [En línea].
     

 

 

 

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