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La música de las esferas traditio y el canon
astronómico-musical de Kepler
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J. Rafael Martínez Enríquez
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Who doth not see the measure of the Moon,
Which thirteen times she danceth every year
And ends her pagan thirteen times as soonAs doth her brother.
Sir John Davies, Orchestra (1596)
Leí que en tiempos de Pitágoras
hablar de matemáticas era hablar de música. Red Hot Chili Peppers (2010) Entre los primeros que adoptaron una vía ajena
a lo mitológico para entender la estructura del Universo, Pitágoras (ca. 570495 a.C.) y sus seguidores tienen preeminencia. Tal honor recae en Pitágoras gracias a un despliegue de iluminación que, según cuenta la leyenda, le sobrevino al pasar frente al taller de un herrero y escuchar los martillos produciendo diferentes notas, algunas de ellas agradables al oído. En particular se habría dado cuenta que los intervalos entre las notas que producían los martillos correspondían a lo que en música se conoce como una cuarta, una quinta y una octava. La leyenda nos cuenta unas cosas más.
Nos dice que intuyó que los diferentes sonidos podían estar relacionados con los pesos de los martillos y las proporciones numéricas que éstos guardaban entre sí, a saber, 4:3, 3:2 y 2:1. Y que lo mismo ocurría al tomar pesos iguales a los de los martillos y colgarlos cada uno de cuerdas iguales en longitud. Al rasgar las cuerdas así tensadas se cuenta que escuchó las mismas notas que en el caso de los martillos. El resultado sería el mismo al usar un monocordio —instrumento musical que consiste en una sola cuerda, fija sobre una base, y que puede ser dividida en intervalos, algunos de los cuales vibran al ser rasgada la cuerda mientras el complemento de ésta permanece inmóvil—, pues se podía determinar proporciones matemáticas exactas que daban lugar a sonidos agradables, mismos que describía como “armoniosos” por razones evidentes.
Sin embargo el relato describe experiencias falsas: ni las proporciones entre los pesos de los martillos ni las de los pesos que cuelgan de las cuerdas corresponden a las frecuencias de vibración de las cuerdas que corresponden a sonidos agradables. Es fácil imaginar a Pitágoras y a sus seguidores llevando a cabo estas experiencias, con un entendimiento superior al de quienes, mostrando su ignorancia, elaboraron o repitieron una historia que nunca fue. De cualquier modo, el descubrimiento que se atribuye a Pitágoras es el haberse dado cuenta de que los intervalos musicales, a los que luego se llamó “perfectos”, se pueden construir utilizando proporciones numéricas que comprenden los números uno, dos, tres y cuatro, números que por otra parte eran tenidos en gran estima, ya que se les atribuía propiedades ligadas al orden universal por ser su suma igual a diez, el divino tetraktys, la “raíz y fuente del fluir eterno de lo creado”, la marca del orden numérico-musical del cosmos.
Harmonia, matemáticas y “música de las esferas”
La idea de considerar la música como una rama de las matemáticas tiene su origen en el programa escolástico de Boecio, quien en el siglo vi estableció el curriculum de las artes liberales, según el cual la enseñanza básica, una vez dominados los rudimentos del lenguaje, debería comprender lo que por ese entonces vino a ser llamado el quadrivium, a saber, aritmética, geometría, astronomía y música o armonía.
No pareciéndole suficiente el haber establecido un programa de estudios, Boecio también escribió tratados que contenían la sustancia de lo que debería ser enseñado, y con este fin compuso De institutione musica, texto que desde entonces y hasta el siglo xii constituyó la base de la enseñanza musical en monasterios y universidades. Se dice que De institutione recogía las enseñanzas de Pitágoras y de Platón, aunque en realidad las retomaba de segunda mano, por los escritos de Nicómaco de Gerasa (ca. 60120 d.C.) y de Claudio Ptolomeo (ca. 90168 d.C.), quien además de escribir la Sintaxis matemática o Almagesto, el texto astronómico más famoso de la Antigüedad, también fue el autor de la Harmonica, un tratado de teoría musical donde proponía, al igual que Pitágoras, que las notas musicales podían ser traducidas a proporciones matemáticas y viceversa. Estas ideas, al ser ligadas con cuestiones astronómicas, llevaron a Ptolomeo a introducir la noción de la música de las esferas.
Sin embargo no debemos perder de vista que lo que hoy entendemos como música, en el pasado, en particular desde la Grecia clásica hasta el siglo XVIII, tenía otras connotaciones tanto en sus propósitos como sus bases teóricas. En particular, para Boecio el arte de practicar la disciplina llamada música o harmonia —armonía— era una actividad subordinada a la adquisición de conocimiento especulativo acerca del mundo, mismo que se alcanzaría en gran medida mediante la comprensión de los principios de la armonía. Tal idea constituye el eje en torno del cual gira su clasificación de la música y sus practicantes, y que consiste en una división jerárquica y tripartita de la música según el siguiente esquema, presentado en orden ascendente de importancia: musica instrumentalis, que comprendía cantos y ejecuciones instrumentales; musica humana, que se ocupaba de las armonías del cuerpo y del alma; y por último, la musica mundana o armonía del cosmos. Es esta última la clase de música que once siglos después Kepler tendrá en mente al recurrir a la música como el elemento explicativo del mundo, que vino a llenar el vacío existente en su modelo planetario que hasta entonces no podía dar cuenta de la relación entre las magnitudes de las órbitas y las de los periodos de cada orbe en su periplo alrededor del Sol.
Kepler y la geometría secreta del cosmos
Nacido en 1571 en la provincia de Württemberg, en el seno de una familia luterana, Kepler tuvo la fortuna de poder matricularse en la Universidad en Tübingen, donde además de estudiar las artes que integraban el trivium y el quadrivium, tuvo la oportunidad de profundizar en los temas que le llamaban la atención, tales como la astronomía y la teoría musical. Leyó textos de Platón, en particular el Timeo, y algunos de Aristóteles, la Meteorologica, Analytica posteriora, Physica y el De caelo, a los que sumó escritos de Nicolás de Cusa, de Scaliger y las lecciones de astronomía de su maestro y futuro amigo y protector, Michael Mästlin, uno de los principales promotores de la astronomía copernicana cuando ésta era poco conocida y aún estaba muy lejos de ser la teoría hegemónica.
Sin haber terminado sus estudios fue invitado a impartir cursos en un colegio protestante de Graz, trabajo que aceptó por considerarlo como la mejor manera de apoyar las labores educativas del movimiento protestante. Ahí, mientras en una clase intentaba explicar sobre un círculo los desplazamientos y conjunciones que ocurrían cada veinte años entre Saturno y Júpiter, Kepler tuvo una epifanía —una de las muchas que iluminarían su carrera como astrónomo o filósofo natural—, una especie de revelación que le permitió asociar dos hechos: por un lado resultaba que entre cada conjunción, vista desde la Tierra, había un intervalo angular de casi dos tercios de círculo, de manera que si se marcaban tres conjunciones consecutivas, estos puntos casi representaban las esquinas de un triángulo, y el “casi” es porque el triángulo no alcanzaba a cerrarse. A continuación, si se marcaban las siguientes alineaciones, se generaba otro cuasitriángulo, sin que el segundo se empalmara con el primero. De hecho, parecía como si el primero apenas hubiera girado una pequeña fracción de círculo. Conforme se continuaba este procedimiento, anotando conjunciones consecutivas, parecía que el triángulo rotaba, y como resultado se formaban dos círculos, uno exterior que tocaba los vértices superiores de los cuasitriángulos, y uno interior que era una especie de envolvente, y la distancia entre ellos, para sorpresa y alegría de Kepler, correspondía a la distancia relativa entre Saturno y Júpiter.
Impactado, Kepler procedió a poner a prueba lo que su diagrama sugería: usar un cuadrado —figura con un lado más que el triángulo— para saber si éste determinaba, al ser girado, un círculo interior que marcara la separación entre Júpiter y el siguiente planeta, Marte. Si se diera la correspondencia buscada, seguiría entonces con el pentágono regular para obtener, si la fortuna le sonriera, la separación entre las órbitas de Marte y de la Tierra, y si el esquema producía resultados correctos para las distancias relativas entre los planetas girando en torno del Sol, Kepler habría descubierto un patrón geométrico que revelaba la intención de Dios de construir una arquitectura acorde con determinaciones geométricas que no podían ser producto de la casualidad.
Sin embargo, los datos conocidos de las posiciones planetarias no favorecían la idea de Kepler. Esperanzado, intentó experimentar con otros polígonos regulares, pero se dio cuenta de que su estrategia no le conducía a ningún resultado halagüeño, pues dada la infinitud de polígonos regulares, alguno de ellos se acomodaría a las dimensiones cósmicas que Kepler buscaba obtener, pero esto no revelaría ningún patrón o racionalidad que determinara un diseño. Así, el enigma seguía flotando ante la mirada de Kepler, que estimulada por el aparente acomodo geométrico de las órbitas de Saturno y Júpiter, insistía en manipular hechos que revelaran la racionalidad geométrica que suponía debería marcar al cosmos.
Su perseverancia pronto le rindió frutos. ¿Por qué no utilizar figuras poliédricas en lugar de polígonos? Después de todo, se diría, el mundo se sitúa en un espacio que da cabida a los cuerpos sólidos y no hay razón alguna para limitar los razonamientos geométricos al plano. Comenzó entonces a acomodar poliedros dentro de esferas y esferas dentro de poliedros. Sabía que sólo existían cinco poliedros regulares, los mismos que había utilizado Platón en el Timeo —de ahí el nombre sólidos platónicos con que se les conocía en el Renacimiento. Este número resultaba por demás sugerente o adecuado, ya que correspondía al número de intervalos entre los cinco planetas conocidos en tiempos de Kepler y a los que se sumaba la Tierra.
Cualquiera de los sólidos platónicos podía ser colocado al interior de una esfera de manera que sus vértices la tocaran, e igualmente una esfera más pequeña se podía inscribir dentro de un poliedro regular haciendo que tocara el centro de cada una de las caras del poliedro. Así fue que Kepler imaginó a los sólidos anidando dentro de esferas, y determinando, según el orden en que fueron colocados, los diámetros de dichas esferas, de igual forma a como el triángulo había establecido la separación entre las órbitas de Júpiter y de Saturno en su diagrama bidimensional.
Kepler puso manos a la obra y “al cabo de unos días todo cayó en su sitio, cada cuerpo [refiriéndose a los sólidos y a las esferas] estaba acomodado en el lugar que le correspondía”. Según esto, la esfera de Saturno contiene un cubo en el que se inscribe la de Júpiter; a su vez, Júpiter circunscribe un tetraedro, seguido por la esfera de Marte. Ésta circunscribe un dodecaedro al que le sigue la esfera de la Tierra y la Luna. Siguiendo esta idea tocaba el turno del icosaedro para Venus, luego a una esfera que circunscribía al octaedro que abrazaba la esfera de Mercurio. Como las órbitas no eran círculos centrados en el Sol, sino en un punto excéntrico, a cada esfera le asignó un grosor que daba cuenta de las diferencias entre afelio y perihelio, es decir, entre la distancia más alejada y la más cercana al Sol.
A pesar de sentirse inspirado por la divinidad y estar convencido de que existían profundas relaciones armónicas en el cosmos, de las cuales aún no tenía evidencia clara, a Kepler no le bastó con haber deducido, sobre bases metafísicas, un esquema estéticamente deslumbrante para la arquitectura del cosmos. Por ello procedió a comparar los números relativos que aportaba su modelo con los valores disponibles de los tamaños de las órbitas, pues si no fuera así “su felicidad sería arrastrada por el viento”. Este ejercicio le llevó a concluir que debía mejorar su modelo.
Durante esa época comenzó a elucubrar sobre la naturaleza de las fuerzas o animae motrices que mantenían en movimiento los planetas. Con ello Kepler daba un gran paso en la dirección de lo que sería la ciencia moderna: primero, al considerar la necesidad de establecer una correlación entre el modelo y los datos observacionales, y segundo, al buscar argumentos físicos para explicar las relaciones geométricas que la naturaleza exhibía. Ambas estrategias le llevarían eventualmente a abandonar la imposición metafísica de las órbitas circulares y la velocidad uniforme como requisitos a los que se debía sujetar —según lo había exigido Platón— toda descripción del cosmos que pretendiera “salvar las apariencias”.
El renacimiento de la armonía pitagórica
Toca ahora esbozar los caminos recorridos por Kepler para uncir el sistema del cosmos con la idea de la música de las esferas, misma que, como se ha dicho, se remonta a Ptolomeo y es de clara inspiración pitagórica. Lo interesante en la propuesta pitagórica es que constituye uno de los primeros intentos registrados por reducir la experiencia humana al entramado matemático: organizar la experiencia sensorial bajo la idea de que los llamados intervalos musicales, la diferencia en tono entre dos notas, podría ser expresada mediante razones entre dos números. ¿Y qué otra cosa estaba haciendo Kepler al buscar establecer las proporciones entre las distancias dictadas por el orden de anidación de los sólidos platónicos?
Los intervalos que manejaban los pitagóricos son los denominados octava, quinta y cuarta, y corresponden a las razones 2:1, 3:2 y 4:3, respectivamente. Estos tres intervalos jugaron un papel fundamental en el desarrollo de la música en Occidente y tradicionalmente han sido llamados “intervalos perfectos”. Este patrón era lo que los griegos llamaban Harmonia, y se enfatizaba con esta palabra la idea de orden y de balance, que era la expresión de una ley del mundo que se ajustaba al dicho pitagórico de que “la filosofía era la música más encumbrada”. Esto es, la forma más elevada de la filosofía estaba vinculada con los números, pues a fin de cuentas, “todas las cosas se reducen a números”.
Aristóteles nos informa que los pitagóricos creían que los cuerpos celestes, desde la Luna hasta las estrellas fijas, producían, cada uno, una nota peculiar, mientras que el tono era determinado por las velocidades, que a su vez se correspondían con las diferentes distancias entre la Tierra y los cuerpos celestes. Dichas distancias se suponía que guardaban entre sí las mismas proporciones que las de los intervalos musicales. Retomar estas ideas llevó eventualmente a Kepler a establecer una relación entre los planetas y las distancias entre ellos en términos de intervalos musicales.
La estructura musical del cosmos en el Renacimiento
Desde la Grecia de Platón se aceptó la idea, casi perfeccionada por Aristóteles, de que todo en los cielos se mueve siguiendo trayectorias perfectamente circulares, aunque para ello hubiera que instituir dogmas como la existencia de epiciclos, es decir, de círculos girando en torno de puntos que a su vez pueden girar siguiendo caminos circulares alrededor de otros puntos que a su vez repiten el mismo patrón. Con ello se podía dar cuenta de retrogradaciones aparentes, movimientos de mutación y cambios en las velocidades percibidas. Para simplificar en parte esta cadena de complejidades fue que Copérnico, en el siglo XVI, sugirió colocar el Sol en el centro del Universo y describir los movimientos planetarios tomando este centro como referencia. Las batallas libradas para establecer el sustento físico, teológico y observacional de esta configuración que derribaba lo sostenido por casi 18 siglos —el sistema geocéntrico— forman una parte sustancial de la historia de la astronomía. En contraste con este panorama, la historia del cosmos musical, es decir, del conjunto de ideas que supone vínculos entre la posición y los movimientos de los cuerpos celestes con las ideas de armonía, ofrece un menor enfrentamiento, posiblemente porque aparenta ser astronómicamente más sencillo y filosóficamente más adaptado a una idea de perfección.
La opinión de que el Universo se puede modelar a partir de estructuras musicales planteó el problema de cómo es que se relacionaba la música de las esferas celestes con la música audible, concreta, que se producía en la Tierra. Grosso modo, las respuestas ofrecidas desde los tiempos pitagóricos y hasta el Renacimiento se pueden agrupar en tres rubros: uno que relaciona las escalas musicales con las distancias planetarias, otro con las velocidades de los planetas y otro más que sería una combinación de ambos. La más sencilla es la que, como ya se dijo, adoptó Platón en el pasaje de La República (X, 617b) al narrar el mito de Er. Según esto podemos imaginar las esferas celestes centradas en la Tierra, girando en torno de ella, cada una arrastrando sea al Sol, a la Luna o al planeta que le correspondiera, y sujeta a una jerarquía claramente establecida que se podría visualizar a la manera de escalones que conducían de la Tierra al cielo. A cada uno de estos escalones o etapas le correspondería una nota o tono, y el conjunto constituiría una escala musical. Esta imagen, por fantasiosa que hoy nos pueda parecer, era muy popular, más aún por haber sido utilizada por Platón al describir los ocho anillos o remolinos que giraban en torno de la Tierra, cada uno llevando sobre sí una sirena que cantaba su propia nota; todas ellas, cantando al unísono, producían una armonía, la maravillosa música de las esferas.
La noción de que las esferas celestes están espaciadas según intervalos comparables con los “trastos” o “barras” de una cuerda cuyas vibraciones producen una escala es herencia de los pitagóricos. La distancia Tierra-Luna representaba el intervalo correspondiente a un tono. El resto de la escala, con sus tonos y semitonos, exhibía las distancias relativas de las esferas celestes. En términos más técnicos, esto correspondía, según Plinio, a la forma cromática del “modo dorio”. El modelo descrito enlaza las distancias entre la Tierra y los cuerpos celestes con la escala musical, y resulta una proyección sobre los cielos de una escala inspirada en la lira griega de nueve cuerdas, misma que admite varias afinaciones (entonaciones).
Este modelo es un esfuerzo por dotar de racionalidad a los cielos sobre la base de un sistema de música terrenal. Una muestra de ello es la figura 1, donde se ilustran “escalas” planetarias propuestas por autores que van desde Plinio (23-79 d.C.) hasta Robert Fludd (1574-1637). En ella se puede apreciar que en las dos escalas más modernas se han agregado notas a lo largo de la cuerda de un monocordio que representa las esferas de los cuatro elementos sublunares y las de las inteligencias angelicales, ángeles, arcángeles, serafines y querubines.
La otra manera de vincular musicalmente los cielos con la Tierra era por medio de los movimientos de los astros, en particular de los cinco planetas y las dos luminarias. Las notas, en este caso, estarían producidas por los diferentes periodos de revolución alrededor de la Tierra. Cicerón recoge esta visión en El sueño de Escipión: “la esfera más lejana, la que arrastra a las estrellas, con su movimiento —el más veloz de toda las esferas— da lugar a la nota más alta, mientras que la esfera lunar, la más cercana, produce la nota más baja. La Tierra […] estacionaria, se acoge a la misma posición en el centro del universo. Las ocho esferas restantes, dos de las cuales, Mercurio y Venus, se mueven a la misma velocidad, generan siete notas diferentes, y es así que el número se revela como la clave del universo".
Evidentemente, dado que sin movimiento no hay sonido, en este caso la Tierra no produce sonido alguno. Por otra parte, quienes se sumaban a intuir que una estructura o ley musical describía las relaciones o proporciones entre las velocidades de los cuerpos celestes, en ocasiones no creían o no se arriesgaban a asegurar que estas mutaciones en los cielos, en la realidad se traducían en sonidos musicales, como sí era el caso entre quienes tomaban partido por las teorías asociadas con las distancias a la Tierra.
Este segundo tipo de asociación entre la música y el comportamiento de los astros tenía ventajas sobre el primero, pues mientras en éste se requiere acomodar notas en una escala con base en las distancias —y éstas estaban a debate en todas las épocas—, en el segundo tipo se hacía referencia a las velocidades, y éstas habían sido establecidas con relativa certeza para fines de la Edad Media. Esto no significa que no había discrepancias sobre cómo entender el modelo, pues había quienes tomaban las velocidades con relación a la Tierra y quienes lo hacían respecto de las estrellas fijas.
Algo que resulta interesante es que en ambos modelos existe un elemento en común, el Mese —nota central del sistema musical griego—, que simbólicamente le es adjudicado al Sol, sin importar que el arreglo planetario fuera geocéntrico. Igual ocurrió con la escala propuesta por Robert Fludd (siglo XVII), en la que el Sol juega un papel central en su concepción del Sol como tabernáculo de Dios. Es por ello que el astro solar aparece a la mitad de la cuerda del monocordio, cubriendo una octava hacia ambos lados. Este detalle podía haber sido muy sugerente en cuanto a tomar partido por el sistema geocéntrico o el heliocéntrico (figura 2).
Otra posibilidad consiste en generar escalas planetarias en las que se mezclan elementos de las dos presentadas en los párrafos anteriores y cuyas características resultan muy complicadas si no se posee conocimientos avanzados de la teoría musical griega, de su astronomía, y de la simbología numérica derivada del pitagorismo. Por tal razón sólo apuntaré una de sus consecuencias, extraída de unos pasajes de la Harmonica de Ptolomeo. En este escrito se establecen correspondencias entre las consonancias musicales y las compatibilidades entre dos planetas dictadas por la astrología. Según esto, Saturno y Marte muestran una actitud hostil hacia el Sol, mientras que la de Júpiter con el astro Rey es de simpatía. Tenemos entonces, según Ptolomeo, que la nota que corresponde a Saturno se encuentra en disonancia a un séptimo de la nota del Sol, y por lo tanto produce un efecto maléfico, en tanto que la nota asociada con Júpiter representa una concordancia. En resumen, la propiedad maléfica de los planetas en función de sus posiciones puede explicarse por las distancias no armónicas a las que están colocados.
Las expresiones hasta ahora recogidas de la fusión de ideas cosmológicas con las extraídas de tratados de armonía coincidían en que se buscaba hacer inteligibles los fenómenos a partir de nociones preconcebidas del orden musical. Otro enfoque podría ser partir del fenómeno, establecer los ordenamientos que manifiesta y traducir los resultados en principios musicales. Seguir este camino presupone la existencia de un orden y, en aquellos tiempos, adjudicarlo a una “mente inteligente” o a un Creador que decidió expresar sus designios de esa manera.
Entre quienes siguieron esta línea de pensamiento durante el Medievo está Juan Escoto Erigena (siglo IX), quien en Exposiciones Sobre La Jerarquía Celeste y su Comentario a Marciano Capella recurre en ocasiones a las velocidades para dilucidar la arquitectura de las armonías planetarias. Afirma que “los sonidos no siempre se relacionan a través de los mismos intervalos sino que van de acuerdo con las altitudes de las órbitas. No sorprende entonces que el Sol suene una octava con Saturno cuando se desplaza por el punto más alejado de él, pero que cuando se le aproxima suene una quinta, y en la posición más cercana una cuarta […] Visto así, pienso que no incomodo si digo que Marte dista del Sol a veces en un tono, a veces en un semitono […] Por lo tanto es posible intuir que todas las consonancias musicales se pueden obtener a partir de los ocho sonidos celestes. No me refiero sólo a los tres géneros —diatónico, cromático y enarmónico— sino también a otros que van más allá de la comprensión de los mortales”.
La última frase es una especie de epítome de la disposición para descubrir cosas que no encajan claramente en los sistemas preconcebidos por la mente humana. Seis siglos más tarde, cuando la teoría musical se había enriquecido con la introducción de contrapuntos y armonías múltiples, apareció otro pensador igualmente original: Anselmo de Parma. Para él los planetas no actuaban de manera aislada, produciendo aburridas piezas monotónicas, sino que cada uno de ellos entona su propia melodía en contrapunto con las de los otros. La imaginación de Anselmo nos legó un universo de ciclos y epiciclos planetarios, contemplados y dirigidos por seres angelicales que participan en esta danza cósmica sin ningún motivo ulterior al de disfrutar del placer del ser. Se podría decir que este enfoque preparaba el terreno para las innovaciones keplerianas a la tradición de la “música de las esferas”.
La “armonía” del mundo
En el Mysterium Cosmographicum (1597) Kepler sólo mencionó la música en una ocasión, aludiendo a que así como sólo había cinco sólidos regulares en geometría, de igual manera en música sólo existían cinco intervalos musicales. A la octava, cuarta y quinta, correspondientes a razones entre 1, 2, 3 y 4, lo que los pitagóricos consideraban los únicos intervalos consonantes, Kepler añadía las tercias mayor y menor, y la sexta como agradables al oído, es decir, también las consideraba consonantes.
A partir de entonces inició una trayectoria intelectual en la que música y astronomía parecen converger como aspectos que permitían explicar el orden del cosmos. Se preguntaba por qué los planetas orbitaban alrededor del Sol en los periodos que se medían, y cuál era la lógica que asignaba las distancias al Sol y sus velocidades respecto de la luminaria mayor o de la Tierra. Kepler llegó a considerar, como muchos otros antes que él, que los planetas al moverse en el aire producirían un sonido, al igual que lo hacían las cuerdas de un instrumento musical al ser movidas por el viento, y este sonido sería armonioso. Su propuesta, sin embargo, rompía en parte con la ortodoxia: sus armonías eran reales pero no se concretaban en sonido alguno. Previo a Kepler la música antigua y la medieval se podía catalogar de dos maneras: como metafísica, casi meramente un tema o tropo literario, o como música audible, aunque sólo lo fuera para una cohorte de espíritus selectos.
A partir de 1599, Kepler consideró la posibilidad de que las velocidades de los seis planetas se podrían relacionar entre sí de la misma manera que si estas velocidades se tradujeran en longitudes de cuerdas de un instrumento musical. Así, una relación de 3:4 entre las celeridades de Saturno y Júpiter, al ser tomadas como dos longitudes de cuerda, produciría el intervalo de cuarta. Siguiendo el orden de los planetas encontró que al intervalo entre Júpiter y Marte le correspondería 4:8 (1:2), al que separa a Marte de la Tierra le tocaría 8:10 (4:5), y el de la Tierra a Venus sería de 10:12 (5:6), y de Venus a Mercurio de 12:16 (3:4).
Al traducir estas razones o proporciones a intervalos musicales construyó un acorde compuesto de intervalos de una cuarta, una octava, una tercia mayor, una tercia menor y otra cuarta. No tardó en darse cuenta de que el guiarse por las velocidades le había llevado a definir intervalos musicales que también se aproximaban a los intervalos espaciales entre los planetas según lo establecía su teoría poliédrica. Y al comparar estos valores con los que aportaba la tesis copernicana resultó que su teoría armónica aportaba una mejor concordancia que la de la teoría poliédrica. Kepler resumía esto diciendo que su teoría armónica le permitía obtener las distancias relativas de los planetas al Sol, mientras que la poliédrica le proporcionaba la anchura de los espacios vacíos entre las esferas en que orbitaban los planetas.
Poco más adelante se instaló en Praga para trabajar con Tycho Brahe, poseedor de las observaciones más exactas de posiciones planetarias logradas a lo largo de la historia. El sumar las pilas de datos astronómicos de Brahe a sus habilidades matemáticas llevó a Kepler a descubrir que su fe pitagórica le había impedido darse cuenta de que la órbita de Marte no era circular sino elíptica, y gracias a este destello de fantasía todo pareció adquirir sentido y ocupar su lugar en un orden jamás imaginado previamente.
Amparado en las observaciones tychónicas estableció los cambios en la velocidad del planeta Marte conforme se aleja o se acerca al Sol en su movimiento orbital. Todo esto se ajustaba a su Astronomía Nova de 1609, donde además de la crónica de su “guerra con Marte” presentó las dos primeras leyes de movimiento planetario que llevan su nombre y que nos dicen, primero, que todo planeta se mueve en una órbita elíptica en la que el Sol ocupa un foco, y luego que la línea imaginaria que lo une con cualquier planeta barre áreas iguales en tiempos iguales conforme recorre su trayectoria (figura 3).
Este libro le aportaría a Kepler fama imperecedera, pero faltaba una cosa más, la que le llevaría a apuntalar su imagen de ser el descubridor de las leyes de movimiento de todo cuerpo orbitando alrededor de otro más masivo. El libro que incluyó este resultado tardaría más de 17 años en tomar forma, y cuando lo hizo, su mismo nombre —Harmonices mundi libri V— enmarcó las virtudes armónicas que hilaban su poesía del mundo.
Para 1618 ya dominaba el contenido de la Harmonica de Ptolomeo, mismo que difería de la teoría musical pitagórica. Kepler comparó ambas para determinar cuál se ajustaba mejor a los datos que le había dejado Tycho Brahe. Ambas escalas pecaban por suponer a la Tierra en el centro del cosmos, pero la pitagórica le parecía “más elegante y rica en misterios” porque al parecer tomaba más en cuenta los movimientosplanetarios. Con todo, no dejaba de reconocerle méritos a la escala de Ptolomeo, pues ésta suponía la existencia de una especie de axioma divino que determinaba el número y las dimensiones de las esferas.
Pero antes de decidir cuál sería la forma apropiada de la armonía de los cielos, y las proporciones que la determinaban, tenía que identificar los intervalos que a su parecer eran agradables al oído humano. Después de arduas jornadas de trabajo y estudio diferenció varios tipos de intervalos: las octavas, cuartas, quintas, tercias y sextas, a las que llamaba consonantia (producían una sensación placentera, “de armonía”, al sonar simultáneamente dos notas). También estaban varios intervalos, a los que llamaba consigna, que producían un efecto agradable al sonar uno después del otro en una melodía, no así cuando sonaban simultáneamente. Estos comprendían el “tono mayor” y el “tono menor”, y dos más que eran más pequeños. Por último estaban los tres pequeños intervalos a los que Kepler calificó como consinna dudosas y que bajo ninguna circunstancia producían efectos sonoros agradables.
Kepler combinó estos intervalos para formar dos tipos de escalas: una de ellas incluía una tercia mayor y una sexta, y recibió el nombre de durus —dura—, mientras que la otra, con una tercia menor y una sexta, sería la escala mollis —suave. No se necesita tener un oído muy entrenado para darse cuenta de las diferencias entre ambas escalas: la durus transmitía una sensación de alegría mientras que la mollis lo hacía de tristeza. Esto permitía explicar que las proporciones matemáticas, dispuestas según un cierto orden, al ser traducidas para tocar un instrumento producirían el placer auditivo que la mera contemplación de las proporciones no lograría imponer en la mente humana. Pero si como lo relata en el Libro V, Capítulo 9, de su Harmonicis mundi, estas relaciones matemáticas eran interpretadas como el registro de las cambiantes distancias y velocidades de los planetas, entonces la música así producida sería tan armoniosa como podría serlo cualquier cosa que se quedara apenas corta de la perfección (figura 4).
Siguiendo patrones de pensamiento un tanto complicados para nuestras formas de discurrir, Kepler llegó a varios resultados que describían los comportamientos planetarios, muchos de ellos alcanzados realizando pequeños ajustes. Entre ellos planteó uno que le permitía derivar valores para las excentricidades de las órbitas, que daban cuenta de las distancias al Sol en los afelios y los perihelios. No resultó tarea fácil y fue producto de una serie de cálculos y agudas elucubraciones elaboradas durante varios años. De sus propias palabra leemos, en el Capítulo IV del Libro V de Harmonicis mundi que: “tan fuerte era la evidencia establecida mediante mi trabajo de 17 años sobre las observaciones de Brahe […] que conspirando en una sola dirección me hicieron pensar al inicio que estaba soñando, y que había incluido la conclusión [sin darme cuenta] entre las premisas iniciales. Pero es absolutamente cierto y exacto que la proporción entre los tiempos periódicos de cualesquiera dos planetas es precisamente la proporción sesquialtera de sus distancias medias, esto es, del [diámetro de un círculo igual en longitud al de la órbita elíptica] de las esferas reales, y con esto en mente, que la media aritmética entre los dos diámetros de las órbitas elípticas es poco menor que el diámetro mayor”.
Ésta es la ahora conocida y celebrada tercera ley de Kepler, misma que usualmente se presenta diciendo que la proporción entre los cuadrados de los periodos de dos planetas moviéndose alrededor del Sol es igual a la proporción entre sus distancias medias al Sol elevadas al cubo. En el momento de la publicación del Harmonicis, esta relación no parecía ocupar el lugar destacado que ahora le atribuyen la ciencia y sus historiadores. A Kepler en ese momento parecía servirle más como un eslabón en la cadena de argumentos que le permitía creer haber entendido parte de la complejidad del sistema creado por Dios.
La ruta que siguió para confirmar su fe en un cosmos armónico se puede visualizar como un sinnúmero de vertientes que, uniéndose aquí y allá, configuran un patrón ordenado. Pero para discernir su estructura había que recurrir a la razón y a observaciones muy cuidadosas, y para darnos cuenta de la belleza de sus razonamientos resumiré una parte de una serie de resultados e inferencias que confirmaban la existencia de un ordenamiento armónico de cosmos.
Al asignar notas musicales a cada planeta en su afelio y en su perihelio encontró que para Saturno (el planeta más distante), que le correspondía la nota más baja, en el afelio producía una escala durus, una escala mayor, mientras que en el perihelio el resultado era una mollis, una escala menor. Esto significaba que el movimiento de Saturno incluía las dos escalas. Al repetir este ejercicio con los demás planetas encontró que juntos producían los diferentes modos musicales de la música antigua y de la litúrgica, y que conforme aumentaba el número de planetas produciendo escalas en armonía el evento era más raro. “En lo que respecta a la armonía entre seis planetas, es decir, la totalidad de ellos, el acorde sería tan grande que abarcaría más de siete octavas, y esto podría ocurrir, si acaso, sólo una vez en la historia, y posiblemente se dio en el momento de la Creación”. Al pensar así, Kepler conjuraba las palabras que, según la Biblia, el Creador le dirigió a Job: “¿Dónde estabas en el momento en que se colocaron los cimientos de la Tierra […] mientras las estrellas matutinas cantaban al unísono?”.
Mirado desde la perspectiva que nos da el paso del tiempo, podemos entrever las motivaciones teológicas y las imposiciones ideológicas a las que su tiempo sujetaba a Kepler, los ajustes que debía realizar en las observaciones de los astrónomos del pasado y en las recogidas por Brahe, las interpretaciones del legado pitagórico-platónico y las oportunidades que la novedosa polifonía medieval le ofrecían, un conjunto de pautas que le guiaron para extraer de este laberinto de especulaciones la idea de una ley armónica que ligara los movimientos de los planetas por medio de una relación entre periodos y diámetros orbitales.
Consciente del umbral que había atravesado —nos dice K. Ferguson en su maravilloso libro—, Kepler cayó de rodillas mientras exclamaba “mi Dios, siguiéndote es que he llegado a pensar tus propios pensamientos”. Lo maravilloso del cosmos había sido contemplado y a la vez “escuchado” por Kepler, y sólo le quedaba dormir, arrullado por la armonía planetaria y “con la calidez de esa maravillosa droga libada directo […] de la copa de Pitágoras”.
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Referencias bibliográficas
Godwin, Joscelyn. 1993. The Harmony of the Spheres. A Sourcebook of the Pythagorean Tradition in Music. Inner Traditions Int., Rochester.
Ferguson, Kitty. 2008. The Music of Pythagoras. Walker & Co., Nueva York.
Kepler, Johannes. The Secret of the Universe. Trad. al inglés de A. M. Duncan. Abaris Books, Nueva York, 1981.
Kepler, Johannes. The Harmony of the World. Trad. al inglés de Aiton, Duncan y Field. The Am. Phil. Soc., 1997.
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J. Rafael Martínez Enríquez
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Obtuvo la licenciatura en física en la Facultad de Ciencias, UNAM, y el Master in Philosophy por The Open University, Inglaterra. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias, unam; ha realizado estancias en Italia, Francia y España. Sus áreas de interés son la historia de las matemáticas, la filosofía natural y las relaciones entre las ciencias y las artes, desde la antigüedad hasta el renacimiento.
como citar este artículo →
Martínez Enríquez, J. Rafael. (2010). La música de las esferas, traditio y el canon astronómico-musical de Kepler. Ciencias 100, octubre-diciembre, 4-15. [En línea]
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