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Jesús Galindo Trejo      
               
               
La observación del cielo por el hombre ha sido un factor
fundamental en el desarrollo de las concepciones filosóficas de cada cultura. El solo ejercicio de contemplación de una noche estrellada condujo a la mente humana a proponer un orden universal, en donde se reconocía la poca importancia del hombre frente a esas fuerzas de la naturaleza que no comprendía, pero cuyos efectos percibía de una manera esplendorosa en el comportamiento de los cuerpos celestes. Por supuesto que su primera reacción a la magnificencia del firmamento fue atribuir a la acción divina, el origen, la evolución y el ordenamiento de ese Universo del que también formaba parte. Reconociendo la intervención de los dioses y más aún, viéndolos plasmados en el cielo a través de constelaciones y otros objetos celestes, una consecuencia natural fue el interés por comprender mejor ese comportamiento; se trataría de acercarse más a ese orden impuesto por los dioses y a la vez transferirlo a la sociedad. Los sacerdotes-astrónomos de este culto celeste se convertirían en los intermediarios entre la voluntad divina y el pueblo. En ese sentido, la influencia social de estos escudriñadores del cielo fue significativa. Así, un resultado práctico de su actividad astronómica fue el desarrollo de sistemas calendáricos que regularían toda actividad humana, ritual y profana.
 
En el territorio conocido hoy como Mesoamérica, florecieron durante varios milenios numerosas culturas; éstas, aunque con peculiaridades locales, compartieron muchas características de diversa índole. En el transcurso del tiempo fue conformándose y acrecentándose un acervo cultural común que abarcó, por supuesto, también el conocimiento de las cosas del cielo. Se cree que desde el llamado periodo Preclásico (1500 a. C. – 200 d. C.) se establecieron firmemente las bases conceptuales y prácticas de la actividad astronómica. En particular, parece ser que la llamada Cultura Madre, es decir, la olmeca, jugó un papel fundamental en esa etapa inicial. A partir de la creación de un sistema de escritura jeroglífica y del inicio de una cuenta calendárica que considerara una fecha inicial de referencia, se generaron las condiciones adecuadas para un substancial desarrollo de la cultura mesoamericana en general. Resulta interesante notar la existencia de algunas esculturas monolíticas olmecas en actitud de observar el cielo; posiblemente sus creadores quisieron preservar la importante acción de astrónomos escudriñando el firmamento.
 
Calendario            
 
La necesidad de ordenar las actividades de acuerdo a los ciclos de los astros determinó la invención de los calendarios, como modelos humanos para describir tales ciclos, cada sistema calendárico poseía características propias de acuerdo al astro elegido. Se piensa que las fases lunares pudieron conducir al primer calendario; sin embargo, en Mesoamérica éste no parece ser un calendario que haya alcanzado una importancia mayor. Por supuesto que la observación del movimiento aparente del Sol condujo al calendario solar; éste, conocido como Xiuhpohualli (cuenta de los años), consistía de 18 meses de 20 días cada uno y un periodo adicional de 5 días, que eran considerados como días peligrosos. Aunque resulta controversial el punto referente a la utilización del año bisiesto, a partir de estudios arqueoastronómicos recientes, parece posible que los mesoamericanos hayan corregido su año, calibrando su sistema con la posición del Sol en determinadas fechas. Un periodo cronológico básico en Mesoamérica fue el llamado Xiuhmolpilli (atadura de los años) consistente de 52 años. Entre los mexicas la ceremonia para festejar el fin y el inicio de este periodo llegaba a su punto culminante cuando el cúmulo estelar de Las Pléyades, que ellos llamaban Miec o muchedumbre, alcanzaba su posición más alta al cruzar el meridiano local. Entonces se encendía el Fuego Nuevo que se repartía en todo el Valle de Anáhuac.
 
Otro calendario peculiar en Mesoamérica fue el Tonalpahualli (cuenta de los destinos) que consistía de 260 días. Se trataba de una especie de almanaque ritual en el que se consultaba el destino de todo recién nacido. Este calendario corría simultáneamente con el solar, de tal forma que sólo después de 52 años ambos coincidían en su comienzo. El origen del Tonalpohualli, el cual se ordenaba internamente como 20 trecenas de días, aún resulta problemático de esclarecer. Podría tratarse de un calendario Venusino debido a que su duración coincide aproximadamente con los periodos de aparición del planeta como estrella de la mañana y de la tarde. Algunos autores creen que podría estar relacionado con el periodo de gestación humana.1 Sin embargo, parece tratarse de un calendario definido precisamente por eventos solares. Notando que los nombres de los días mesoamericanos se refieren sobre todo a animales que habitan territorios tropicales y bajos, Malmström2 ha sugerido que el sitio de creación del Tonalpohualli fue alguno situado a una latitud de 15°N, en el sureste mexicano y norte centroamericano. Tal sitio tendría la característica de que la distancia en días entre dos pasos del Sol por el cenit sería precisamente de 260 días. En particular, este autor sugiere la ciudad preclásica de Izapa en Chiapas, pues es lo suficientemente antigua. Ciertamente a esta latitud se encuentra también el centro ceremonial maya de Copan en Honduras, sin embargo, no parece ser tan antiguo y el argumento respecto a la fauna local parece favorecer a Izapa.
 
El calendario solar en el Altiplano Mexicano contaba los años por medio de un glifo (calli, casa; tochtli, conejo; acatl, caña; tecpatl, cuchillo de pedernal) y un numeral (del 1 al 13), de tal forma que cada 52 años regresaba un año con el mismo nombre. Esta ambigüedad sólo puede resolverse parcialmente por medios indirectos al considerar alguna relación entre eventos históricos. Los mayas evitaron magistralmente tal ambigüedad al definir un punto de referencia cronológico, situado en el año 3113 a. C.; de esta forma las fechas se daban en términos del número de días transcurridos desde esa fecha inicial. Por supuesto que ésta se refería a una época mitológica relacionada con la cosmogonía maya.
 
El sistema numérico mesoamericano era vigesimal y aparentemente no manejaba cantidades fraccionarias. Por otra parte, los ciclos del movimiento aparente de los astros están dados en general por un número entero y una fracción de día. De esta forma, para poder expresarlos implícitamente era necesario considerar un número completo de tales ciclos. Aceptando este razonamiento resulta evidente que los astrónomos mayas lograron obtener la duración del año trópico o solar con una precisión mayor que la de cualquier otra cultura contemporánea a ellos. Esta conclusión se debe al mayista Teeple3, quien notó en la estela A de Copán dos fechas separadas por un número dado de días que correspondía a una cantidad de años trópicos de tal exactitud. De una manera similar ha sido posible considerar la determinación, con precisión notable, del periodo sinódico de la Luna y de varios planetas, en especial de Venus. Al ser éste el astro nocturno más brillante después de la Luna, fue objeto de culto y observación sistemática. En los Anales de Cuauhtitlan, manuscrito náhuatl del siglo XVI, se encuentra un pasaje que describe la muerte de Quetzalcóatl, serpiente emplumada, deidad identificada precisamente con Venus: “Así como dicen que apareció, cuando murió Quetzalcóatl, a quién por eso nombraban el Señor del alba (Tlahuizcalpanteuctli). Decían que, cuando él murió, sólo cuatro días no apareció, porque entonces fue a morar entre los muertos (Mictlán); y también en cuatro días se proveyó de flechas; por lo cual a los ocho días apareció la gran estrella (el lucero) que llamaban Quetzalcóatl”.4 Ciertamente, la desaparición del planeta al pasar enfrente del Sol es la que se consigna en el pasaje anterior.
 
El Sol    
 
La observación solar jugó un papel muy importante en la astronomía mesoamericana. Además de eventos solares como solsticios y equinoccios, el paso cenital del Sol, que sucede dos veces al año, fue registrado y asociado a diversas fiestas rituales. El nombre calendárico del Sol, nahui ollin (cuatro movimiento), con su glifo en forma de una x, sugería precisamente la trayectoria aparente del Sol en su movimiento anual. Así señalaba las posiciones de las salidas y puestas del astro al alcanzar los puntos extremos de su camino, es decir, los solsticios; la bisectriz del glifo indicaría claramente la posición de los equinoccios.5
 
Los astrónomos mesoamericanos se valieron de la observación solar para asentar y legarnos, en sus estructuras arquitectónicas, características básicas de su sistema calendárico. Los edificios eran erigidos de tal forma que el mismo Sol en el momento de su salida o de su ocaso, en ciertas fechas, indicaría tales características a través de efectos de luz. Las orientaciones de estas estructuras, por lo general seguían un patrón determinado; en particular, en muchos complejos arquitectónicos existe una fuerte tendencia a la alineación de edificios desviados de la línea equinoccial en un ángulo de 15° a 17°, dependiendo del horizonte situado enfrente de cada edificio. Así, el evento solar asociado a una alineación dada consistirá en que el Sol salga o se ponga justamente a lo largo del eje de simetría del edificio. Si se considera que éste puede estar alineado hacia el oriente o el poniente, existen cuatro opciones de alineación con tal desviación. Los eventos solares asociados en este caso tienen en común que las fechas en que ocurre cada evento (dos veces anualmente) dividen el año solar en una relación muy significativa para la calendárica mesoamericana. Respecto al punto solsticial más cercano, la fecha de un evento llega 52 días antes del día del solsticio; a continuación, pasarán otros 52 días después del solsticio para que el Sol se alinee nuevamente enfrente del edificio. Prosiguiendo día a día su camino, el Sol necesitará entonces, al ir y regresar del otro punto solsticial, precisamente 260 días, que es la duración del Tonalpohualli. La relación 104/260 (y su inverso) en que se divide el año, sólo se da a lo largo de esas cuatro direcciones. En toda Mesoamérica, en sitios separados considerablemente en el tiempo y en el espacio, se encuentran numerosas estructuras que miran aún en esas direcciones fundamentales. Algunos ejemplos son la Pirámide del Sol en Teotihuacán, el observatorio maya del Caracol en Chichén-Itzá y el Templo del Sol en Malinalco (donde tal dirección está indicada por un corte en el horizonte)6. El observatorio cenital de Xochicalco es una cueva natural acondicionada por medio de un orificio para registrar, en la cámara oscura resultante, los días del paso cenital del Sol. Debido a la declinación solar, el primer día que penetra un rayo de Sol y el último, después del cual ya no penetrará sino hasta el año siguiente, son los mismos días en que el Sol se alinea a lo largo de dos de las direcciones citadas con anterioridad. Precisamente en estas dos fechas sucede en Copán y en Izapa el paso cenital del Sol. Todo lo anterior nos indica la armoniosa unidad y continuidad del conocimiento astronómico que prevaleció en Mesoamérica.
 
Por supuesto que la alineación de edificios no se limitó solamente a eventos solares. Posiciones extremas de Venus y de otros planetas también fueron utilizados para alinear templos y pirámides. Igual sucedió con algunas estrellas brillantes y ciertos cúmulos estelares. Naturalmente no se trataba sólo de una alineación hacia una fuente celeste de luz, sino que en cada objeto celeste se veía la representación de alguna deidad, a la que se rendía culto al dedicarle así un edificio orientado hacia su imagen en el cielo.
 
Eventos celestes inesperados como cometas o auroras boreales en general eran considerados como presagios nefastos; hambre, guerra o la muerte de algún noble era la consecuencia de tal señal del cielo. En estos casos los anales, crónicas y códices nos informan de su paso, a veces aparecen descripciones pictóricas del fenómeno. En un documento colonial náhuatl de Tlatelolco encontramos: “1519, en el año acatl vinieron a llegar los españoles y humeaba la estrella. Al verla los viejos lloraban mucho”.7 En náhuatl, y en la mayoría de los idiomas mesoamericanos, cometa se designa como estrella humeante, citlalin popoca. El glifo correspondiente estaría representado por la unión de ambos elementos lingüísticos que forman esta palabra.
 
Otros eventos que llamaron poderosamente la atención de los observadores del cielo en Mesoamérica fueron los eclipses de Sol y de Luna. Aunque también fueron considerados avisos de catástrofes generalizadas; su periodicidad, a veces no tan obvia, motivó a esos observadores a estudiar esta clase de fenómenos con más detalle. Un testimonio del avance alcanzado en esta materia está contenido en las páginas 51 a la 58 del códice maya que se encuentra en la ciudad alemana de Dresden. Ahí se encuentra asentada una serie de fechas que corresponden a conjunciones eclípticas; estas fechas abarcan un periodo de casi 33 años y señalan 405 lunaciones, organizadas en 69 grupos de 177, 178 y 148 días. Precisamente estos periodos sugirieron que se trataba de cuentas relacionadas con eclipses, pues 177 días es el intervalo en promedio que separa a dos eclipses, sean de Sol o de Luna. Bajo ciertas circunstancias un eclipse de Sol también sucede después de otro de Sol una vez que transcurren 148 días. Además, las fechas consignadas explícitamente corresponden en efecto a eclipses reales, aunque no todos observables desde la tierra maya. Los glifos que aparecen intercalados en las cuentas parecen lingüísticamente corresponder a eclipses de Sol. El término Chibil Kin (mordida de Sol, en maya yucateco) está bellamente representando al eclipse a través del glifo solar oscurecido, pendiendo del cielo y a punto de ser devorado por un animal mitológico. Sin duda ésta es una muestra magnífica del conocimiento astronómico generado en Mesoamérica; por desgracia, no disponemos de un documento pictográfico de otra región mesoamericana con información similar. Considerando la unidad conceptual de Mesoamérica no dudamos que hayan existido otros códices semejantes.
 
“La conquista espiritual”          
 
Generación tras generación, el conocimiento astronómico fue heredado a los nobles correspondía atesorarlo y era aprendido en el Calmecac (casa de linaje); ahí los sacerdotes impartían una educación estricta y entre otras cosas, transmitían a los jóvenes nobles los principios astronómicos. La preocupación de la élite gobernante por seguir el curso de los astros está plasmada ejemplarmente en la Crónica mexicana, obra histórica escrita por Hernando Alvarado Tezozomoc en el siglo XVI. En la ceremonia de toma de posesión del emperador mexica Motecuhzoma Xocoyotzin los electores del imperio le exhortaron a que tuviera especial cuidado de levantarse a la media noche y observa a: “Yohualitqui Mamalhuaztli las llaves que llaman de San Pedro de las estrellas de el cielo, Citlaltlachtli el norte y su rueda, Ytianquiztli las Cabrillas, la estrella de el alacrán figurada Colotlixayac, que son significadas las cuatro partes del mundo, guiadas por el cielo; y al tiempo que vaya amaneciendo tener gran cuenta con la estrella Xonecuilli que es la encomienda de Santiago, que es la que está por parte del Sur, hacia las Indias y chinos, y tener cuenta con el lucero de la mañana y al alborada que llamaban Tlahuizcalpan Teuctli”.8 El admirar el firmamento, procurando acercarse al mundo de los dioses, daría al emperador la clarividencia necesaria para regir con equilibrio.
 
Desde las crónicas más antiguas, las cuales fueron escritas sobre todo en náhuatl a partir de una tradición oral que se remonta a varios siglos antes de la llegada de los españoles, se reconoce la importancia de los Ilhuicatlamatinime o sacerdotes-astrónomos como pilares importantes de la sociedad mesoamericana. Refiriéndose a éstos, el padre Sahagún en 1564 transcribe la opinión de nobles mexicas: “Sabios de la palabra, su oficio, con el que se afanan, durante la noche y el día, la ofrenda de copal, el ofrecimiento del fuego, espinas, ramos de abeto, la acción de sangrarse, los que miran, los que se afanan con el curso y el proceder ordenado del cielo, cómo se divide la noche. Los que están mirando, los que cuentan, los que despliegan los libros, la tinta negra, la tinta roja, los que tienen a su cargo las pinturas. Ellos nos llevan, nos guían, dicen el camino. Los que ordenan cómo cae el año, cómo siguen su camino la cuenta de los destinos y los días y cada una de las veintenas”.9 Considerando el papel rector de estos sabios en el sistema social es fácil imaginar el choque traumatizante que experimentó Mesoamérica al desaparecer ellos como resultado de la invasión europea. Destruyendo a la élite intelectual se socavaban hondamente los fundamentos que sostenían a todo el mundo mesoamericano. Esta hecatombe moral llegó con la tragedia humana que significó el fin de una cultura que había florecido durante varios milenios y que sólo sucumbió ante una tecnología bélica superior. Al llegar a Mesoamérica, el europeo se encontró con un mundo que no comprendía, por lo que decidió destruirlo declarándolo producto de la acción diabólica. Así, junto a la apropiación material de tierras y de hombres, fue aniquilado sistemáticamente el rico patrimonio cultural del pueblo conquistado a sangre y fuego. Se emprendió entonces la llamada conquista espiritual, un ejército de religiosos cristianos se encargaría de ganar esas almas para la proclamada verdadera religión. En esta cruzada se trató de exterminar irracionalmente conceptos ancestrales desarrollados por una cultura viva, que súbitamente fue asesinada. Llevados por su afán de lograr una conversión profunda, algunos misioneros se interesaron por ese mundo agonizante; se trataba de entender y saber identificar cualquier viso de paganismo en los nuevos cristianos. Como resultado de tal interés se generaron numerosas obras que recopilaron muchos aspectos de la vida prehispánica en Mesoamérica, inclusive los relacionados con las cosas del cielo. Sin embargo, sucedió a menudo que los mismos misioneros fueron de los principales destructores de bienes culturales del pueblo conquistado. Existen algunos dramáticos testimonios de estos hechos. El franciscano Diego de Landa, cronista del pueblo maya en los momentos del contacto con los españoles declara: “usaba también esta gente de ciertos caracteres o letras con las cuales escribían en sus libros sus cosas antiguas y sus ciencias, y con estas figuras y algunas señales de las mismas, entendían sus cosas y las daban a entender y enseñaban. Hallámosles gran número de libros de estas sus letras y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena”.10   
 
El primer obispo de México, Fray Juan de Zumárraga se jactaba de haber destruido más de quinientos templos y veinte mil ídolos, además se le atribuye ser instigador de la quema de los archivos de Tezcoco. Para 1537 los obispos de México pidieron autorización al emperador Carlos V para demoler templos prehispánicos. Éste resuelve: “En cuanto a los cues o adoratorios, encarga S. M. Que se derriben sin escándalo y con la prudencia que convenía y que la piedra de ellos se tome para edificar iglesias y monasterios, que los ídolos se quemasen, y otros puntos concernientes a esto”.11 Más adelante veremos que esta acción destructora en muchas ocasiones no extirpó totalmente, en la población conquistada, la reverencia ritual tradicional que se ofrecía a estos adoratorios; más aún, de una manera simulada se continuó, bajo la apariencia cristiana, con ciertos principios de ordenación espacial vigentes en la época prehispánica. Aunque esporádicamente aparecían opiniones de misioneros lamentando tal destrucción, en nombre de un mandato divino los europeos consumaron apocalípticamente la toma de posesión de lo que siempre quisieron creer como suyo por derecho natural. El fraile dominico Diego Durán en 1570 comenta amargamente: “Y así erraron mucho los que, con buen celo, pero no con mucha prudencia, quemaron y destruyeron al principio todas las pinturas de antiguallas que tenían, pues nos dejaron tan sin luz, que delante de nuestros ojos idolatran y no los entendemos”.12 Posteriormente Fray Diego advierte del peligro de un sincretismo religioso del que se valen los recién conquistados para no perder por completo el vínculo con sus dioses: “…es nuestro principal intento: advertirles la mezcla que puede haber acaso de nuestras fiestas con las suyas, que fingiendo éstos celebrar las fiestas de nuestro Dios y de los santos, entremetan y mezclen y celebren las de sus ídolos, cayendo el mesmo día y en las cerimonias mezclarán sus ritos antiguos”.13 No es así ningún secreto el hecho de que la adopción de un santo por un poblado dado muchas veces resultaba en admirables coincidencias: los atributos del santo adoptado tenían mucho en común con los de alguna deidad prehispánica que con anterioridad había recibido culto en ese poblado. Dos ejemplos notables son el Templo de Tonantzin (nuestra madrecita, la Madre de los Dioses) después convertido en el Santuario de la Virgen de Guadalupe en el Cerro del Tepeyac y la iglesia principal del poblado de Santa Ana Chiauhtempan en Tlaxcala; nótese que esta santa había sido la abuela de Cristo. Por otra parte, en tiempos prehispánicos ahí se rendía culto precisamente a Toci, que era la abuela de los dioses.          
 
Junto con la destrucción física de los bienes materiales de la cultura subyugada, llegó también la persecución de sus sacerdotes sobrevivientes a la guerra de conquista. En 1526 en Tlaxcala, el cronista Juan Ventura Zapata informa: “Y entonces vino a aparecer, el que llamaban Necoc Yautl… preguntaba a la gente por los libros (antiguos), el copal. Una vez vino a ser apresado, en una trampa como huacal. En el mercado lo azotaron delante de Fray Luis (de Fuensalida), delante de la gente. Entonces comenzó a buscarse a los hombres búhos (hechiceros, sacerdotes indígenas)”.14 Un episodio trágico en esta ola de persecución sucedió también en Tlaxcala, cuando uno de los llamados “ministros del demonio” o sacerdote de la antigua religión de nombre Ome Tochtli (dos conejo, deidad del pulque) fue asesinado a pedradas por niños, hijos de nobles que eran adoctrinados por los franciscanos. Fray Toribio de Benavente, Motolinia, quien informa de este acontecimiento, concluye: “No fue la cosa de tan poca estima, que por sólo este caso comenzaron muchos indios a conocer los engaños y mentiras del demonio, y a dejar su falsa opinión y venirse a reconciliar y confederar con Dios y a oír su palabra”.15 En 1524 tuvo lugar un encuentro teológico entre los franciscanos recién llegados y los sacerdotes mexicas. Aunque la confrontación fue sólo de palabra, el tono de las discusiones hace ver inmediatamente cuál concepción religiosa debía ser declarada como la correcta. Los sacerdotes mexicas claman con tristeza: “déjennos pues ya morir, dejemos ya perecer puesto que ya nuestros dioses han muerto”.16 Sólo voces de lamento se dejaban oír en la agonía de una cultura. En el libro de Chilam Balam de Chumayel, escrito en maya a fines del siglo XVI, aparece otra versión nativa del resultado del choque de dos mundos: “No fue así lo que hicieron los Dzules cuando llegaron aquí. Ellos enseñaron el miedo; y vinieron a marchitar las flores. Para que su flor viviese, dañaron y sorbieron la flor de los otros. No había ya buenos sacerdotes que nos enseñaran. Ese es el origen de la Silla del segundo tiempo, del reinado del segundo tiempo. Y es también la causa de nuestra muerte. No teníamos buenos sacerdotes, no teníamos sabiduría y al fin se perdió el valor y la vergüenza. Y todos fueron iguales. No había alto conocimiento, no había Sagrado Lenguaje, no había Divina Enseñanza en los sustitutos de los dioses que llegaron aquí ¡Castrar al Sol! Eso vinieron a hacer aquí los extranjeros. Y he aquí que quedaron los hijos de sus hijos aquí en medio del pueblo y esos reciben su amargura.17   
 
Durante los primeros años del funcionamiento de la Inquisición en la Nueva España se realizaron numerosos juicios contra sacerdotes del rito antiguo, siempre bajo el grave cargo de idolatría y lo que los inquisidores designaban como hechicería, sobre todo, instigamiento a la rebelión contra el poder español. Desde azotes y destierros hasta ejecuciones fueron el resultado de esta resistencia que en general no fue secundada por el pueblo. Un caso célebre fue el de Don Carlos Ometochtzin, cacique de Texcoco y nieto de Nezahualcóyotl; por rendir culto a los dioses prehispánicos y conservar algunos libros rituales heredados de sus famosos antepasados, en 1539 fue acusado ante el obispo Zumárraga. En los interrogatorios Don Carlos expresa su impotencia frente al poder extranjero: “Pues oye hermano que nuestros padres y abuelos dijeron cuando murieron, que de verdad se dijo que los dioses que ellos tenían y amaban fueron hechos en el cielo y en la tierra… Sigamos aquéllo que tenían y seguían nuestros antepasados y de la manera que ellos vivieron, vivamos. ¿Quién son éstos que nos deshacen y perturban e viven sobre nosotros y los tenemos a cuestas y nos sojuzgan? ¿Quién viene aquí a mandarnos y aprehendemos y a soguzgamos?, que no es nuestro pariente, ni nuestra sangre.18 El desenlace de este proceso criminal fue la sentencia a muerte de Don Carlos en la hoguera, en la Plaza Mayor de México; sin embargo, al notarse muestras de arrepentimiento se le conmutó la pena de muerte en el fuego, por la del garrote vil. En aquel año también se siguió juicio contra Cristóbal, cacique de Ocuituco por ocultar ídolos, adorar a las estrellas y hacerles sacrificios; en este caso sólo recibió la pena de trabajos forzados y destierro.19
 
Entre tanto la población nativa fue forzada a adaptarse al nuevo orden de cosas; en apariencia convertidos, los conquistados se negaban a dejar definitivamente sus creencias. El padre Durán hace notar algunas argucias, de las que se valían sus neófitos para no dejar su antiguo culto: “Empero, pasando por nuestro aviso adelante, digo que no se debe disimular ni permitir ande aquel indio allí representando su ídolo, y a los demás cantores, sus idolatrías, cantos y lamentaciones, los cuales cantan mientras ven que no hay quien los entienda presente. Empero, en viendo que sale el que los entiende, mudan el canto y cantan el cantar que compusieron de San Francisco, con el aleluya al cabo, para solapar sus maldades y transponiendo el religioso, tornan al tema de su ídolo”.20 En 1531, Tecpanecatl señor de la Región de Axuchco, al sur de la Ciudad de México, en ocasión de un pleito por tierras hace escribir en náhuatl su opinión sobre la situación prevaleciente desde la llegada de los españoles. Como dice M. Díaz de Salas y L. Reyes García, quienes estudiaron el documento, se trata de una queja desgarrante ante el despojo sufrido, un grito profundo e impotente de quien ya no desea sino salvar la vida y da un pálido reflejo de lo que debió ser, para los pueblos sojuzgados, el drama de la conquista. Así Tecpanecatl comenta: “Yo de corazón me animo, me acuerdo formar aquí un pueblo al pie de este cerro de Axochco Xalticpac, sólo porque desde allá abajo es aquí el asiento de los hombres axochpanecos donde desde allá abajo la tierra es nuestra nos lo pasaron a dejar nuestros abuelos; y fueron suyas desde allá abajo de antigüedad, me acuerdo he de formar un templo de adoración donde hemos de colocar el nuevo Dios que nos traen los castellanos, ellos quieren que lo adoremos: ¡qué hemos de hacer hijos míos!, conviene nos bauticemos, conviene nos entreguemos a los hombres de Castilla, haber si así no nos matan conviene que aquí nomás, que ya no, en nada nos metamos para que así no nos maten, que los sigamos haber si así les causamos compasión; que en todo nos entreguemos a ellos que el que es verdadero Dios que corre sobre los cielos, él nos favorecerá de las manos de los de Castilla”.21  
 
La represión cultural alcanzó el nivel legislativo, como lo muestran claramente los artículos de la llamada Ordenanza de Tepeaca, que fue expedida en 1539 en nombre del primer virrey en la Nueva España, Don Antonio de Mendoza. El primer artículo trata sobre lo que los naturales deben saber y entender: “Que han de creer y adorar un sólo Dios verdadero y dejar sus ídolos y las adoraciones de las piedras, Sol, Luna, palos y otra criatura, sin hacer sacrificios ni ofrecimientos, con apercibimiento que el que fuere cristiano hiciera lo contrario, le darán por la primera vez cien azotes y será trasquilado.”22 En otro artículo se trata de eliminar el peligro de que la población practique furtivamente su religión antigua: “Que los dichos naturales no pongan a sus hijos nombres, divisas, ni señales en los vestidos o cabezas por donde se represente que los ofrecen y encomiendan a los demonios, so pena de prisión y de cien azotes y les sean quitadas las dichas insignias y divisas”.23 
 
Ciertamente una de las primeras tareas de la conversión fue apartar a los naturales del culto a los astros. Fray Bernardino de Sahagún en 1540 compuso en náhuatl varios sermones para este fin, en alguno de los cuales asienta: “Cuando vosotros veis un eclipse de Sol o un eclipse de Luna, luego los tomáis como augurios porque no sabéis cómo vienen a pasar. Si supierais cómo vienen a pasar no los tomaríais, como un presagio… Y también en cuanto vosotros veis que el Sol, la Luna y las estrellas son inmensas, que brillan excesivamente, por esta razón los veneráis, les rendís culto”.24 En otro sermón el misionero se dirige a su catecúmeno: “Oh mi niño precioso, ensénate bien tú mismo, no estés confundido respecto al Sol: Nunca lo tomarás como a una deidad, nunca le harás oración a él, porque es precisamente resplandor, él no está vivo, no oye, no ve, no sabe nada. El es justamente nuestra antorcha nuestra luz, la cual nuestro Señor Dios nos dió a la gente para que nos iluminara, nos alumbrara”.25 En un sermón sobre la Navidad, el padre Sahagún añade: “Así pues, ahora, tú que eres padre, tú que eres madre, he aquí que llamarás a tu hijo para que no se turbe viendo al Sol, ni a la Luna, ni a las estrellas, así le hablarás: querido hijo mío, sé prudente, que el Sol te haga olvidar tus pesares, nunca le divinizarás, nunca le suplicarás, ya que la luz no vive, no entiende, no ve, no sabe, sólo procuró claridad… Y del mismo modo harás con la Luna, con las estrellas, sólo tienes que suplicar a nuestro Señor, porque te favoreció, te hizo para que veas su luz, para que te consueles”.26 No obstante esta prédica contraria a un culto celeste, los mismos misioneros se valieron frecuentemente de símbolos celestes, para introducir la nueva religión. El fraile agustino Juan de la Anunciación en 1577 escribe un sermón en el que compara a Juan el Bautista con Venus, la gran estrella (huey citlalin en náhuatl) que llega antes que el Sol, el que es identificado precisamente con el gran resplandor, es decir con Jesucristo.27
 
Fray Juan Bautista, erudito en el idioma náhuatl, publica en 1606 su Sermonario; en el sermón dedicado a la Concepción de María, ésta es interpretada como la mujer vestida de Sol y de pie sobre la Luna, la iluminación de Dios protege a la Virgen contra el pecado y así ella puede dar a luz a “in nemiliz Tonatiuh, totecuiyo Iesv Christo”, al Sol de Vida, nuestro Señor Jesucristo.28 No resultaría muy difícil recordar aquí involuntariamente a Tonatiuh (aquél que va iluminando, calentando), el antiguo dios solar de los mexicas. Sin quererlo, los misioneros contribuyeron sustancialmente al sincretismo religioso que aún hoy existe en el territorio que ocupó Mesoamérica.
 
Con el arribo de los europeos llegó rápidamente el ocaso de la manera mesoamericana de practicar la astronomía, los conocedores del cielo, que vinculaban el movimiento de los astros a su mundo espiritual, poco a poco se extinguieron; algunos adoptaron conceptos traídos por los invasores y los emplearon a su vez para dialogar e incluso para convencer a su pueblo de la certeza de las ideas llegadas de ultramar. Un ejemplo de esto lo tenemos en el Chilam Balam de Chumayel, escrito maya ya citado anteriormente. Un sacerdote, aculturado ya, trata de explicar la causa de los eclipses, que ya no serán mordidas de astros sino resultado simplemente de la anuencia divina: “A los hombres les parece que a sus lados, está ese medio círculo en que se retrata cómo es mordido el Sol. He aquí que es el que está en medio. Lo que lo muerde, es que se empareja con la Luna, que camina atraída por él, antes de morderlo. Llega por su camino al norte, grande y entonces se hacen uno y se muerden el Sol y la Luna, antes de llegar al tronco del Sol. Se explica para que sepan los hombres mayas qué es lo que le sucede al Sol y a la Luna. Eclipse de Luna. No es que sea mordida. Se interpone con el Sol, a un lado de la Tierra. Eclipse de Sol. No es que sea mordido. Se interpone con la Luna, a un lado de la Tierra. Esto es señal que da Dios de que se igualan pero no se muerden”.29
 
Al desaparecer los templos prehispánicos, muchos fueron sustituidos por iglesias, los misioneros adoptaron a menudo la costumbre de conservar en la nueva edificación la orientación de la antigua, con ello, de una manera inconsciente, se logró cierta continuidad en los patrones de ordenamiento espacial de los centros de culto mesoamericanos. F. Tichy ha analizado la orientación de 280 iglesias en el Valle de México; al considerar la frecuencia de las direcciones del eje de simetría de las iglesias como función del ángulo de desviación respecto a los puntos cardinales astronómicos, encontró varios grupos de ángulos donde tales desviaciones son más frecuentes. Estos son esencialmente los mismos que para la orientación de las pirámides. Como vimos anteriormente, un grupo muy importante por su trascendencia calendárica es el de la desviación de 15° a 17°. En el caso de las iglesias, este grupo aparece con el mayor número de elementos. Las iglesias de Acolman, Azcapotzalco, Tacuba, inclusive de Tecali, Calpan, San Francisco en Puebla tienen esta orientación. Otro ejemplo interesante es el caso de Cholula. Siendo ésta una de las ciudades que durante más tiempo ha existido ininterrumpidamente habitada en Mesoamérica, su gran pirámide (la mayor del mundo de acuerdo a su volumen) y la iglesia construida en su cúspide están orientadas justamente al punto solsticial de verano. Con ellas, también se orientan en esa dirección, casi todo el resto de las iglesias de Cholula y la traza urbana de la ciudad.29
 
Hoy en día sólo quedan tenues vestigios de la actividad astronómica de los conocedores del cielo mesoamericano; no obstante el esfuerzo consciente en el pasado por borrar toda huella de su conocimiento, aún pueden reconocerse algunos resplandores de su obra, la que sin duda fue un factor sumamente importante de unión y de consolidación de la sociedad mesoamericana.
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Referencias Bibliográficas

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2 Malmström, V. H., 1973, Origin of the Mesoamerican 260-Day Calendar, Science, Vol. 182, 939, Washington.
3 Teeple, J. D., 1973, Astronomía Maya, versión Castellana y notas de C. Lizardi Ramos, SEP, México.
4 Anales de Cuauhtitlan, 1945, Manuscrito Náhuatl, siglo XVI, en Códice Chimalpopoca, Traducción de P. F. Velázquez, UNAM, México.
5 Del Paso y Troncoso, F., 1982, Ensayo sobre los símbolos cronográficos de los Mexicanos, Anales del Museo Nacional de México, 1a. Época, Tomo II, 323-402, México.
6 Galindo Trejo, L, 1990, Solar Observations in Ancient Mexico: Malinalco, Archaeoastronomy (Journal for the History of Astronomy), No. 15, S17-S6, Cambridge.
7 Unos Anales Coloniales de Tlatelolco, 1519-1633: Traducción y notas por B. McAfee y R. H. Barlow, Memorias de la Academia de la Historia, Vol. 7, 152, 1948, México.
8 Tezozomoc Alvarado H., 1878, Crónica Mexicana, 1598, anotada por M. Orozco y Berra, México.
9 Sahagún, Fray Bernardino, 1986, Coloquios y Doctrina Cristiana, 1564, Paleografía, traducción del Náhuatl y notas de Miguel León-Portilla, UNAM, México. Véase también: Sterbende Götter und christliche Heilsbotschaft, W. Lehmann, Stuttgart, 1949.
10 Landa, Fray Diego de, 1982, Relación de las Cosas de Yucatán, 1560, Editorial Porrúa, México.
11 Ricard, R., 1986, La Conquista Espiritual de México, Fondo de Cultura Económica, México.
12 Durán, Fray Diego, 1967, Historia de las Indias de Nueva España e Islas de la Tierra Firme, 1570, Edición preparada por A. M. Garibay, Editorial Porrúa, México.
13 Ibídem.
14 León-Portilla, Miguel, 1985, Los Franciscanos vistos por el hombre Náhuatl, Estudios de Cultura Náhuatl, No. 17, 264-339, UNAM, México.
15 Benavente Motolinia, Fray Toribio de, 1979, Historia de los Indios de la Nueva España, Estudio y Notas de E. O’Gorman, Editorial Porrúa, México.
16 Sahagún, 1986, op. cit.
17 Libro de Chilam Balam de Chumayel, 1985, Manuscrito maya de fines del siglo XVI, traducción de A. Mediz Bolio, Prólogo. Introducción y Notas de M. de la Garza, SEP, México.
18 Proceso Inquisitorial del Cacique de Tezcoco, 1910, Historia del Proceso criminal en contra de Don Carlos, indio principal de Tezcoco, Nota introductoria de L. González Obregón, E. Gómez de la Puente Editor, México.
19 Greenleaf, R. E., 1988, Zumárraga y la Inquisición Mexicana, 1536-1543, Fondo de Cultura Económica, México.
20 Durán, op. cit.
21 Díaz de Salas, M. y Reyes García, L. 1970, Testimonio de la Fundación de Santo Tomás Ajusco, Tlalocan, Vol. VI, 193-212, México.
22 Dyckerhoff, U., 1985, Umerziehung in Neu-Spanien, Mexican, Vol. VII, Nr. 1, 10-13, Berlin.
23 Ibídem.
24 Dibble, Ch. E., 1988, Sahagun’s Appendices: There is no reason to be suspicious of the ancient practices, in The Work of Bernardino de Sahagún, editores J. K. de Alva, H. B. Nicholson, E. Q. Keber, The University of Texas Press, Austin.
25 Burkhart, L. M. 1988, The Solar Christ in Nahuatl Doctrinal Texts of early Colonial Mexico, Ethnohistory, 35:3, 234-256.
26 Baudot, G., 1982: Los Huehuetlatolli en la cristianización de México: dos sermones en lengua náhuatl de Fray Bernardino de Sahagún, Estudios de Cultura Náhuatl, No. 15, 125-145, UNAM, México.
27 Burkhart, op. cit.
28 Burkhart, op. cit.
29 Libro de Chilam Balam de Chumayel, op. cit.
30 Tichy, F., 1976, Ordnung und Zuordnung von Raum und Zeit im Weltbild Altamerikas. Mythos oder Wirklichkeit?), Iberoamerikanisches Archiv, N. F. 2, H. 2, 11-154, Berlin.

     
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Jesús Galindo Trejo
Instituto de Astronomía,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo

Galindo Trejo, Jesús. 1992. Apogeo y ocaso de una manera de hacer astronomía. Ciencias, núm. 28, octubre-diciembre, pp. 57-64. [En línea].
     
       
       

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