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Deben ser cosas
de la edad
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Joel Hernández Cerón
 
                     
De mi madre sólo recuerdo el olor de su piel
y de su aliento; era una mezcla de manzana ácida y heno de alfalfa. Durante mis primeros años, recordaba su mirada de ansiedad y el brillo de sus ojos; a veces he pensado que me miró de esa forma porque sabía que era la última vez que lo haría. Efectivamente así fue, porque estuve con ella sólo un momento, mientras llegaba el partero. En ese ratito, ella me limpió con su lengua áspera, con gusto y con cariño, supongo que fue cariño porque así lo he sentido yo con mis propias crías.
 
Recuerdo que me subieron a un carrito junto con otras crías recién nacidas. Me dejaron en una corraleta, mientras que a las otras crías las llevaron a un corral lejos del área de crianza. Después me enteré que eran machos, jamás los volví a ver. Estuve mes y medio en una corraleta con piso de tierra y un techito que apenas me protegía del sol y de la lluvia. Después me llevaron a otro corral, en el cual ya podía correr y jugar con amigas de mi misma edad. Puedo decirles que tuve una infancia feliz, comíamos, dormíamos y jugábamos todos los días. Me enfermé pocas veces; en una de ésas me sentí muy mal, sentí que faltaba el aire y hasta me inyectaron; no sé que me pondrían, pero apenas sentía en piquete percibía un sabor en la boca, como el sabor de las hojas de un árbol que alguna vez probé.
 
En poco tiempo dejamos de ser becerras para convertimos en vaquillas. Nos cambiaron a un corral más grande. Nuestros juegos cambiaron; fuimos más curiosas; nos gustaba asomarnos a los pasillos, seguíamos con mucha insistencia a las personas. Por una extraña razón comenzamos a oler los genitales de nuestras compañeras y, sin querer, algunas levantábamos el labio superior y hacíamos una mueca ridícula. Además, sin sentir vergüenza, comenzamos a montar a otras compañeras y también permitíamos que otras nos montaran.
 
Una mañana nos pesaron y a las más grandes y gordas nos enviaron a otro corral. Nos pintaron con un crayón rojo en la grupa. Un día amanecí muy inquieta, con poco apetito y me dedique casi toda la mañana a caminar por todo el corral, a oler los genitales de mis compañeras, tuve unas ganas incontrolables de montarlas y que ellas me montaran. Sentía mis genitales hinchados, no los podía ver, pero los imaginaba enrojecidos y húmedos. A media mañana, nos entramparon en el comedero, llegó un trabajador en un carrito, se bajó con una tabla en la mano; se metió al corral y caminó a nuestras espaldas. Finalmente se detuvo, mientras otro trabajador que se había quedado en el carrito sacaba algo de un tanque que echaba humo blanco, armaba un aparato raro y se lo acercaba.
 
Cuando fue mi turno, sentí su mano dentro de mí; fue una combinación de dolor, ardor y vergüenza. Nunca me habían tocado los genitales y menos de esa forma. Lo único agradable de esta experiencia fue cuando apretó bruscamente mi clítoris; sentí algo por dentro, se me arqueó el lomo y caí en un estado de relajación, el cual desgraciadamente duró sólo unos cuantos segundos.
 
Los trabajadores seguían viniendo todos los días y repetían la misma práctica con mis compañeras. Transcurrió alrededor de mes y medio, ya no había tenido ganas de dejarme montar, ni me interesaba mucho integrarme al grupo que se estaba montado. En otra de tantas visitas, llegó un trabajador que no había visto, después me enteré que era el doctor, se detuvo detrás de mí, introdujo bruscamente su mano por mi ano y después de una manipulación, le gritó a su compañero: “¡preñada!”, sacó su mano y continuó metiéndoselas a mis compañeras.
 
Comencé a entender lo que significaba preñada después de seis meses de haberlo escuchado. Mis primeros cambios consistieron en un aumento de peso, me creció el abdomen y me daba mucha flojera retozar con mis compañeras. Recuerdo que me pasaron a otro corral con vacas desconocidas, de mayor edad; algunas de ellas muy agresivas, en particular con nosotras, las jóvenes. La alimentación en este corral fue diferente, nos ofrecían de comer hasta cuatro veces al día; era una ración con todo revuelto, pero de muy buen sabor, a mí me agradó mucho y comía con mucha avidez.
 
Dentro de este corral ocurrían cosas que nunca me había imaginado. Una mañana noté que un grupo de vacas estaba alrededor de una vaca echada que estaba pujando, con un becerro saliéndole por la vulva; de esta manera aprendí lo que era un parto y recordé rápidamente la mirada de mi madre, casi borrada por el tiempo. Esa mañana nunca imaginé que iba a pasar seis veces por esta misma situación.
 
Llegó el día en que yo fui la vaca echada y mis compañeras alrededor me observaban. Un día antes sentí cierto dolor en la cadera, como si se me encajara algo por dentro. El día del parto comencé con contracciones abdominales, las cuales fueron aumentando en frecuencia e intensidad; después sentí que algo grande me salía por la vulva. En este momento tuve contracciones muy fuertes hasta que expulsé a mi cría, una hembra, a quien acaricié sólo por unos minutos. Posterior a la expulsión, seguí con contracciones uterinas de menor intensidad y frecuencia, las cuales facilitaron la eliminación de unos restos que me colgaban por la vulva.
 
Después de parir me llevaron a otro corral, en donde me pusieron en los pezones unas mangueras conectadas a una cubeta para sacarme la leche. La primera leche se la daban al recién nacido con una mamila y, en algunos casos, con una manguera que le metían hasta la panza. Pocas veces permitían que el becerro se alimentara directamente de la ubre; cuando esto ocurría, se debía principalmente a la ausencia del partero.
 
Al cumplir cinco días de paridas nos pasaron a un corral grande, en el cual permanecíamos durante las primeras tres semanas posparto. Las vacas de otros corrales nos llamaban “las frescas”, no he sabido por qué, pero así nos decían. En este corral, todos los días nos sacaban en la mañana y en la tarde para llevarnos a una sala en la que nos apretaban y nos lavaban las ubres; después entrabamos a una jaula circular, nos conectaban las mangueras a la ubre para sacarnos la leche y salíamos muy rápido. Esta práctica llegó a convertirse en una rutina y, antes de que abrieran las puertas del corral, ya todas estábamos esperando la hora de salir; tal vez era porque sentíamos alivio después de que nos sacaban la leche. Al regresar al corral siempre entrabamos con mucha hambre y sed. Todo el tiempo teníamos la comida recién servida, el bebedero con agua limpia y fresca, y el corral limpio; todo listo para comer y echarnos a rumiar.
 
En mi nuevo corral tuve tiempo para observar a mis compañeras, así pude ver diferencias que antes no percibía; por ejemplo, había vacas de diferentes colores y otras con modales raros, como si no hubieran nacido aquí, algunas eran coloradas o rojas, otras negras con la cabeza blanca y otras tenían pelo blanco con pintas negras y eran ojonas; pero la mayoría eran como yo, negras con manchas blancas.
 
Diez días después del parto nos entramparon en el comedero y entró un trabajador, al cual reconocí; era el mismo que había dicho “preñada”, hace no más de un año. Con los mismos modales, me introdujo la mano por el ano, me manipuló con brusquedad, revisó mis secreciones, y esta vez grito “involucionando”, lo cual, en ese momento tampoco comprendí. Otras vacas tuvieron el mismo manejo, pero el doctor gritaba “sucia” y le acercaban una jeringa conectada a un tubo largo, el cual se lo introducía por la vagina y depositaba el contenido.
 
En mi etapa de vaca fresca, recuerdo que nos revisaban todos los días. Diario, después del ordeño de la mañana, nos entrampaban y nos median la temperatura y una vez a la semana nos tomaban muestras de orina, con la cual humedecía una tira de papel. A partir de estas pruebas, algunas vacas recibían tratamiento en el mismo corral y a otras las llevaban al corral de las enfermas.
 
La estancia en el corral de frescas sólo duraba tres semanas, después de las cuales nos enviaban a otro corral, en el cual convivíamos con vacas distintas. En el nuevo corral permanecíamos en la mañana una hora entrampadas, tiempo en que los trabajadores nos inyectaban, remarcaban la grupa con crayón; el doctor metía la mano por el ano, gritaba “preñada” o “vacía”, así todos los días. Era parte de la rutina ver grupos de vacas que pasaban toda la noche y la mañana montándose. Cuando me tocaba a mí, sentía unas ganas incontrolables de montar y de dejarme montar.
 
En uno de esos días de inquietud, el trabajador me metió el aparato raro por la vagina y depositó algo. Semanas después volví a sentir la misma inquietud y me pase toda la noche con mis amigas. A la mañana siguiente llegó el trabajador y repitió el mismo procedimiento, y aquella vez sentí algo raro, pero mejor no lo cuento porque se pueden burlar de mí. Pasaron varias semanas, una vez llegó el doctor, metió su mano y gritó “preñada”.
 
¿Sexo?, de esto no puedo hablarles, aunque tengo seis partos y un aborto, no he conocido el favor del toro. Otras vacas sí, recuerdo que las llevaban a un corral pequeño donde había un toro y pasaban todo el día en ese lugar. Al regresar, no paraban de platicar su experiencia y nosotras de preguntar. Pero no creo que ir a ese corral haya sido bueno, porque la mayoría de ellas desaparecía del establo en los siguientes meses.
 
Estuve en otros dos corrales antes de llegar a uno en donde ya no nos ordeñaban. Dejaron de hacerlo de manera abrupta, los primeros días después de la suspensión del ordeño sentí mucha ansiedad, pero poco a poco fue desapareciendo. La alimentación en este corral era diferente, además de que ya no tenía tanta hambre como cuando me ordeñaban. Aquí estuve cinco semanas, después me enviaron a otro corral que llamaban de “reto”, el cual ya conocía, porque fue el corral al que llegué cuando me separaron de mis amigas de crianza.
 
Así se cumplió el primer ciclo y tuve cuatro más, hasta completar seis partos. Ahora soy una de las vacas más viejas del hato y, con orgullo, una de las más productoras. Sólo quedamos muy pocas vacas de mi generación, la mayor parte de ellas ha sido eliminada del hato y otras han muerto. Muchas compañeras me preguntan que cómo le he hecho y la verdad no sé qué contestar pero, pensándolo bien, creo que ha sido porque siempre me ha gustado comer bien. Nadie me lo dijo y de nadie lo aprendí, sólo se me ocurrió: comer bien es lo más importante. No sé por qué ahora es cuando más pienso en la mirada de mi madre y en su olor. Deben ser cosas de la edad.
 
     
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Joel Hernández Cerón
Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo 
 
Hernández Cerón, Joel. 2016. Deben ser cosas de la edad. Ciencias, núm. 118-119, noviembre 2015-abril, pp. 90-93. [En línea].
     

 

 

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