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Manuel Gil Antón |
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Fanerógamas. Criptógamas. Dicotiledóneas y monocotiledóneas.
Esternocleidomastoideo. Etmoides y esfenoides. El cuadrado del primero, más el doble producto del primero por el segundo, más el cuadrado del segundo: binomio cuadrado perfecto, página equis del Baldor. H2O, pues el agua ¿no? La suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. La cosa es que las cosas se mueven en relación directa a sus masas e inversamente al cuadrado de la distancia que las separa: ese es Newton, seguro, y una de sus leyes.
El más apto es el que sale ganando, y eso es por lo de la evolución; Darwin.
La tabla periódica es de Mendeléyev, con pesos de las masas y algo atómico. Por cierto, el átomo tiene neutrones, protones y electrones.
Galileo dijo que sin embargo se mueve. Pasteur algo hizo con la leche.
Recuerdos de la parte “científica” de la estancia en la escuela. Fragmentos muy útiles para los crucigramas o el juego del maratón. Aprobado en física, matemáticas, química y biología. Como fotocopia: memorizo, recuerdo, repito y olvido, pero algo por capricho se queda, como vieja canción escuchada en un microbús. ¿Es esto digno de llamarse el resultado de la formación científica que ocurre (¿ocurría?) en la escuela? Si es eso lo que queda, es algo relacionado con la información inconexa; quizá más bien deformación, pues se trata de respuestas aisladas y la clara ausencia de lo que sería la manera más seria de aprender algo de ciencia: la importancia de las preguntas que van en contra de lo que vemos y aparece como cierto.
En un sistema educativo que premia las respuestas y castiga las preguntas, la formación científica tiene tanta posibilidad de ser fértil como una milpa en campo salado: nula.
Ya cállate Gil, no estorbes
En la esquina de Petén y Luz Saviñón, en la colonia Narvarte de la ciudad de México, un niño de primaria veía desde el ventanal de la sala del tercer piso, departamento 8, la calle: transeúntes, camiones de gas y automóviles —por cierto, pocos en la mitad del siglo pasado.
¿Y si me aviento desde aquí (parado en la puerta de la casa, por ejemplo) y faltando un metro para llegar al pavimento salto?, seguro no me pasa nada, pues no es lo mismo caer desde más de quince metros, que nada más de uno. ¡Fantástico!, me pareció una solución a las consecuencias de caerse desde lo alto de algún sitio. Claro que no lo intenté, era —luego aprendí— un experimento mental. Más bien, una propuesta de experimentación inculta, pero no derivada de la apatía sino de la inquietud, de las ganas de pensar.
Con entusiasmo y no poca dosis de candor, al día siguiente levanté la mano en el salón de clases y expuse mi teoría. Recuerdo, con la misma claridad, el entusiasmo de mi “descubrimiento” y la vergüenza que prosiguió a mi pregunta: el sonido uniforme del resto de mis compañeros que se parece al abucheo cuando se falla un gol en la mera línea de la portería contraria. Y para colmo, las palabras del profesor: “¡ya cállate Gil!, no estorbes la clase con preguntas idiotas”.
Quizá ahí se terminó mi interés por la ciencia; o culminó cuando sugerí, otro día, armado de valor e inconsciencia, que los carros de bomberos llevaran agua fría para apagar más rápido los incendios. En esa ocasión, me mandaron al patio —esa era la costumbre— con dos ladrillos en las manos, los brazos extendidos y al Sol, para que no interrumpiera las clases con estupideces.
¿No hubiera sido a todo dar que se aprovechara mi pregunta, errónea sí, pero útil si se quería, para que aprendiéramos la noción de inercia, o entendiéramos que el fuego se “barre” con el agua, y no se “apaga” nomás por el diferencial de temperatura entre el fuego y el líquido de la cisterna roja?
De ahí en adelante, como buen machetero, me aprendí todo, respondí lo que querían oír mis mentores y siempre saqué entre 7 y 8, a mi juicio, calificaciones notables por la belleza de la grafía de esos números.
Hice fracciones buscando el máximo —¿o será mínimo?— común denominador y el resultado salía, lo que ponía contentos a mis padres. Pero unos meses después, si me pedían que sumara un medio más un cuarto, sumaba los numeradores, me daba 2; luego los denominadores, y obtenía 6, y como era muy listo en matemáticas, sabía que era necesario simplificar, y dos sextos es igual a un tercio. Nadie tuvo la paciencia de decirme “vamos a ver, Manuel; si tienes una mitad y le añades algo más, ¿cómo es posible que como resultado tengas menos de la mitad, esto es, un tercio?” No hubo quien, con ganas de que entendiera, me ayudara a asimilar mi error con el simple ejemplo de que si tenía un tostón (antigua denominación de las monedas de cincuenta centavos) y me daban 25 centavos más, mi dinero alcanzaba 75 centavos (algo más que la primera suma) y no 33.33333333 hasta el infinito, que a todas luces era menos, y ni siquiera había monedas menores al centavo para darme las fracciones que siguen al decimal. Porque había centavos, ¡de eso sí que doy fe!
Mecanizar no es entender, dicen ahora. Y mecanizar mal es patrimonio de la mayoría de mis estudiantes —soy maestro en el Sol de hoy— cuando inician la licenciatura en Sociología. Ni mejoramos ni nada. ¿Qué pasa? Intentemos incluir este problema en el contexto de lo que ahora se llama la Reforma educativa, propuesta por la sep, “de gran calado”.
¿Reforma educativa sin proyecto educativo?
Hay algo turbio en la dinámica que se deriva de una Reforma educativa que carece, hasta hoy, de un proyecto educativo en el que cupiera, de mejor manera, una concepción de enseñanza de la ciencia orientada por preguntas. Ni siquiera se trata, y es algo grave, de una Reforma educativa que se oriente a la equidad. Iniciemos por este tema. Tenemos un sistema educativo más desigual que la desigualdad social. Habría equidad en el proceso educativo si se cumplieran dos condiciones, sencillas de enunciar, pero no de llevar a cabo: 1) que nadie quedara fuera del acceso a una buena educación básica obligatoria; y 2) que la asociación entre origen social y logro o alcance educativo fuera cero o tendiera progresivamente a ser insignificante.
Calidad educativa para todos sin importar condición social, de tal modo que origen (social) no fuera destino (laboral ni de aprendizaje). Vaya que estamos lejos de esto y unos cuantos datos bastan para ejemplificarlo.
Con relación al acceso, la cantidad de personas en el país que se encuentran entre 15 y 64 años y que no terminaron la educación básica o ni siquiera la iniciaron es enorme: 32 millones. Mi aritmética alcanza para sacar una proporción expresada en porcentaje: estos millones de ciudadanos que no pudieron ejercer su derecho a la educación significan 43% del total de ese grupo poblacional (que es de 74 millones) y forman parte muy importante de la población económicamente activa: 6 millones sin escuela alguna, 10 millones sin primaria y 16 millones sin secundaria. Una barbaridad.
Si nos fijamos en el aprendizaje, de los pocos que no abandonan o son abandonados por la escuela en México —un millón cada año entre 6 y 17 años de edad— y llegan a terminar la prepa, nada más 40 de cada 100 saben leer, escribir, comprender y hacer cálculos y operaciones lógicas. Los demás están ahí no por haber aprendido, sino merced a una especie de resistencia inentendible o a la discrepancia entre las notas escolares y lo que se sabe: 60% no cuenta ni con lo elemental en cuanto a la lectoescritura y a las relaciones numéricas, pero todos aprobaron.
Si nos fijamos en las probabilidades de llegar a la educación superior según la escolaridad del padre de familia, tenemos datos alarmantes: si el padre no tuvo escuela, la probabilidad es 0.02; si terminó la primaria 0.10; tener secundaria completa por parte del progenitor hace subir los momios al 0.18; con prepa terminada a 0.39; y si el vástago procede de un padre con posgrado, la cosa es radicalmente distinta: 0.93, es decir, casi seguro que curse una educación superior; mientras que si se es parte de los más pobres, sólo de puro milagro.
En resumen, más lejos de la equidad no podemos estar: la escuela está cerrada, abandona o es abandonada por millones, sólo 4 de cada 10 al terminar la prepa saben leer, comprender y calcular al menos lo elemental. Por otro lado, infancia es destino; la escuela mexicana no sólo no reduce la desigualdad, la incrementa. Peor, imposible.
En esa escuela, en tal sistema escolar —sobre todo el público en comparación con el privado de élite— ni se permanece ni se aprende. ¿Cómo pensar en una formación científica valiosa si la simple lectura de un enunciado o de un problema está vedada para la mayoría, ya sea porque se fueron o “los fueron” de la escuela, o si permaneciendo en ella no aprendieron a aprender?
La gran ausencia
Hasta ahora, conocemos que la Reforma educativa ha consistido en evaluar el ingreso y la permanencia de los docentes, abandonando las prácticas de herencia y venta de plazas. El encarnio de la noción de los puestos como patrimonio, como placas de taxi, versus el mérito. Bien, no está mal, pero se trata de una evaluación relativamente a ciegas. ¿Por qué?
Una cosa es controlar el ingreso y la permanencia, y otra que el ingreso y la permanencia tengan relación con la actividad intelectual más relevante en una sociedad moderna: la generación de ambientes de aprendizaje, de espacios donde las preguntas guíen la formación y no el repetir palabras.
Para ello, hace falta delimitar los objetivos centrales que se quieren lograr en el país luego de 3, 6, 12 y 15 años de escolaridad; es preciso entonces contar con planes y programas de estudio, materiales incluidos, que sean coherentes con los propósitos de lectoescritura, cálculo y capacidad de poner en duda lo que parece evidente. Sin esto decidido no es posible reorganizar los procesos formativos en las escuelas de formación de los nuevos maestros, ni en los procedimientos de actualización de los actuales mentores. En ausencia de lo fundamental, ¿cuál es el perfil del docente que ingresará por méritos al servicio o continuará en él? ¿Bastará un perfil o varios en la diversidad de condiciones de vida social e impacto escolar en el país? Silencio oficial; se sigue con los programas anteriores en las normales y en las escuelas se continúa la aberración de una educación por competencias repetitivas que ocupó, una vez aprobadas, más de setecientas páginas de anexo en el Diario Oficial de la Federación. En otras palabras, ¿es posible evaluar, proponer criterios de ingreso y permanencia (y ojalá desarrollo) de los y las docentes en ausencia de un proyecto educativo centrado en el esfuerzo para generar ambientes de aprendizaje, en el cual se privilegien las preguntas y no las respuestas, que esté orientado a la generación y solidez de las estructuras cognitivas?
A mi juicio no; sin proyecto educativo la reforma no es educativa. Para serlo requiere socios, entusiasmo y horizonte. ¿Alguien ha visto a los socios entusiasmados o conoce el horizonte formativo que se propone el Estado, que dice querer recuperar la rectoría de la educación y quizá lo que ha recuperado es la definición renovada del corporativismo?
En consecuencia, si el aprendizaje es lo central y dentro de este objetivo resulta vital la generación de estructuras cognitivas para aprender de forma autónoma, entonces importa mucho mostrar la discrepancia (lo que llamaría José Alfredo Jiménez “la enorme distancia”) entre lo que certifica el sistema y el aprendizaje que se consigue. He ahí el dilema.
Cierre que pretende abrir debate
En el contexto anterior, en lo que se ha llamado Reforma educativa, ¿qué podemos decir acerca de la formación científica? ¿Seguimos atrapados en la memorización de las cosas, de palabras dignas de trabalenguas o relaciones importantes sin tener ni idea —como en el caso de las distancias y las masas— de lo que significan? Lo más probable es que sí. Pero hay algo peor, los colegas que a lo largo de mi vida me han compartido lo que sería la base de la formación en ciencia han insistido en diferenciar información científica de formación científica.
En el primer caso, el aprendizaje —de ocurrir— procede de comprender, por medio de información comprensible, algún avance o solución científica de un problema o situación que antes era incógnita o se resolvía con mitos.
En el segundo, como el objetivo es generar una formación científica en serio y dado que la información se encuentra “disponible” (aunque sin un criterio de discernimiento, lo que arrojan los nuevos sistemas de información es una mar de tal tamaño que es imposible distinguir lo adecuado de lo incorrecto), la enseñanza se orienta entonces a que se hagan propias, se interioricen, las condiciones básicas de una actitud científica. Dos de ellas me parecen cruciales; una es la que señaló Robert King Merton en sus estudios sobre la ciencia: el escepticismo como actitud metódica. Dudar es el primer paso del prodigioso proceso de pensar; quien no duda, no pone en cuestión lo conocido y, por ende, repite lo que se dice o reitera lo que se dice que hay que decir, sin pasar por entender lo crucial: la pregunta nueva. Contra toda intuición y observación cotidiana, Copérnico y Galileo propusieron un modelo para entender el movimiento de la Tierra en relación con el Sol, inverso a lo aparente, no es el Sol el que sale y se mete (como vemos), sino es la Tierra la que gira (como no vemos), pero es así.
Comprender que la ciencia avanza por medio de la duda, de la búsqueda de nuevas posibilidades de responder que sólo son posibles al cambiar las preguntas, es un logro a perseguir en la formación científica. La otra es la capacidad crítica, que emparentada con el escepticismo no se agota en él: la capacidad crítica deriva del ejercicio de la exigencia de formas coherentes de relacionar cosas, eventos, procesos o proposiciones. Tiene que ver con la lógica, sin duda, pero también con un aspecto que se relaciona con la actitud científica en sus resultados sociales. Alguien bien formado en la actitud científica, por escéptico y crítico, tiende —no es seguro, pero se inclina— a ser un ciudadano y no un siervo que recibe prebendas de la autoridad paternal.
El ciudadano sabe que puede exigir, en cambio el siervo es experto en agradecer. El ciudadano piensa, valora opciones, critica gobiernos, autoridades y a sí mismo cuando la vanidad lo permite, mientras que el siervo ruega a los dioses, pide a los señores del gobierno, espera del alineamiento de los astros o del rollo del pastor en la televisión de la madrugada.
En realidad, la formación en ciencia, bien entendida, es uno de los factores más importantes para que la educación genere ciudadanos libres, solidarios y críticos. Curiosamente, una buena formación científica tiene un horizonte político enorme, y esto no es casual: si un joven o una muchacha se han enfrentado a una formación científica que no sólo informa, que no deforma sino que orienta en la maravilla de pensar distinto, será experto en algo que no sirve para los crucigramas ni para el maratón en las sobremesas, sino para vivir: sabrá preguntar; y en una sociedad en donde se pregunta, en donde se sabe preguntar y se valora la coherencia lógica de las respuestas es poco probable que prosperen, sin crítica, la impunidad, la negligencia del poder, la corrupción y la desigualdad.
En cierto modo, saber de ciencia es saber cómo procede esta forma del conocimiento humano que tiene, a diferencia de otras, la condición de la coherencia lógica y la obligación de confrontarse con los fenómenos a los que alude. Por eso, la formación científica no importa tanto por lo que se sabe, sino porque produce la sabia virtud de conocer lo que se ignora, la rara actitud de preguntar por factores que no se advierten a simple vista y que, además, no se conforma con cualquier respuesta ni la repite por principio de autoridad.
¿Queremos una mejor sociedad? Aunque no baste, sí es necesario impulsar una formación científica que conduzca al sistema educativo a una condición en donde el mejor o la mejor alumna sea, no la que sabe más respuestas, sino la o el que genera preguntas más interesantes. Nada más, muy complejo, pero nada menos que urgente. Vital sin duda.
Epílogo
La reflexión anterior es resultado de muchas horas de conversación con tres personas: Juan José Rivaud Moratia, que ya se fue a hacer preguntas a otra dimensión de la memoria de sus amigos; Luis Estrada, quien es divulgador de la ciencia porque considera que la actitud científica genera dudas, curiosidad y búsqueda de socios a los que se pueda preguntar, y no se burlen; y a Gerardo Hernández, colega de la Sección de Metodología de la Ciencia del cinvestav, que tiene la capacidad de poner en duda, como un Rey Midas peculiar, todo lo que escucha.
Más que de bibliografía, de lo que uno habla cuando ha aprendido de personas, es preciso recurrir a algún rasgo de la biografía, a esos años de conversación —ahora, ¡cómo es escasa la maravilla de conversar sin ruido, ni televisión encendida ni música estridente!— con tres científicos que se empeñaron en tratar que yo, dedicado a la sociología, comprendiera no la sofisticación de la cuántica, por ejemplo, — Manuel, para eso requieres unas matemáticas que no tienes— sino la pertinencia científica y cultural de las preguntas que rompieron con la idea de que dios no juega a los dados: pues sí que lo hace.
Desde el lado de mi conocimiento de sociología de la ciencia, recomiendo al lector que ha llegado hasta aquí, leer los dos volúmenes en los que Robert K. Merton propone los rasgos de la actividad científica que permiten concebir a la ciencia como una institución social crucial, no porque agote lo que hay que saber o lo que nos angustia, sino porque es un modo de conocer que reconoce siempre que es limitado, que es posible poner en cuestión y que tiene que esforzarse, a diferencia de otros modos de entender, en una actividad, un oficio complejo: construir evidencia, elementos inobservables que nunca están ahí, porque como diría Piaget: “uno no sabe lo que ve, uno ve lo que sabe”. Exagera, quizá, el epistemólogo con apellido de relojero, mas tiene miga pensar en el sentido de su proposición.
Gracias Juan José, Luis y Gerardo. Y todos los demás, mis compañeros en la pasión por preguntar, sobre todo preguntarle al poder siempre, que de propaganda estamos llenos, pero no de rendición de cuentas ni legalidad.
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Referencias Bibliográficas
Merton, Robert K. 1985. La sociología de la ciencia: investigaciones teóricas y empíricas. Vols. 1 y 2. Alianza editorial, Madrid.
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Manuel Gil Antón
Centro de Estudios Sociológicos, El Colegio de México a. C. Estudió Sociología y Epistemología, sobre todo, su aplicación a las ciencias sociales. Ha trabajado treinta años en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidades Azcapotzalco e Iztapalapa, y desde hace cinco años en el Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. Aprecia que la crítica es vital en la construcción de un país decente, y que a esto contribuye la formación científica. Disfruta dedicar parte de su tiempo, desde hace treinta años, a la divulgación de resultados de las ciencias sociales, pero sobre todo a las preguntas que suscitan nuevas maneras de comprender explicando o explicar comprendiendo, por qué ha sido así, y no de otra manera, como decía Weber al indicar el trabajo central de la investigación social.
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cómo citar este artículo →
Gil Antón, Minuel. 2015. Información, deformación o formación científica?. Ciencias, núm. 115-116, enero-junio, pp. 4-11. [En línea].
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