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Samuel Ponce de León R. |
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El primer registro del uso de medicamentos fue encontrado
en una tableta de barro proveniente de Sumeria, cuya antigüedad parece corresponder al tercer milenio antes de Cristo. En ella se describe cómo han de mezclarse vino, ciruelas y aceite para aplicar un emplasto sobre la piel o las heridas.
Posiblemente la primera sustancia con actividad antimicrobiana corresponde a la descrita en el papiro de Smith encontrado en Circa. El texto, que se piensa fue escrito en 1550 a. C., explica el uso de la miel combinada con otras sustancias para la curación de heridas. La lista de compuestos empleados es muy larga pero destacan, por la frecuencia con que se citan, el vino y la miel, ambos actualmente reconocidos por su actividad antimicrobiana.
Durante siglos, las teorías sobre la enfermedad fueron las establecidas por Galeno, quien siguiendo algunos conceptos hipocráticos describía la salud y la enfermedad como resultado del balance del organismo. Como se sabe, los cuatro humores adjudicados a los seres humanos eran: el flemático, el melancólico, el colérico y el sanguíneo. Los tratamientos, en consecuencia, buscaban restituir el equilibrio con sangrías, enemas, cocimientos y otros métodos.
Fue hasta la segunda mitad del XIX que el químico francés Luis Pasteur postuló y demostró la teoría microbiana de la enfermedad. En contra de la corriente firmemente mantenida por siglos, no sin dificultades, Pasteur refutó la teoría de la generación espontánea con experimentos cuidadosamente diseñados, para los que fabricó matraces de alargados cuellos y medios de cultivo en su interior. Así sentó las bases que permitieron el desarrollo del conocimiento que finalmente culminaría en la terapia antimicrobiana y el descubrimiento de la penicilina, quizás el hallazgo más espectacular del siglo XX.
Si bien la penicilina es el primer antibiótico, no fue el primer antimicrobiano. Este fue el salvarsan, descrito por Ehrlich en 1911 como una “bala mágica”, y que durante décadas fue el único tratamiento contra la sífilis. Posteriormente, la utilidad clínica del prontosil fue demostrada por Gerhard Domagk, quien lo utilizó para combatir infecciones experimentales por estreptococos. Así comienza la era de la terapia antimicrobiana sistémica.
Hay una anécdota interesante en relación al estudio del prontosil. Cuando Domagk estudiaba el compuesto, su hija enfermó gravemente por una infección estreptocóccica. Como los tratamientos habituales fueron inútiles y la muchacha se agravaba con rapidez. Domagk utilizó el prontosil en ella, y obtuvo una rápida y completa recuperación. Sus estudios sobre el prontosil le valieron el premio Nobel de Medicina en 1933.
Pocos años después casi todos los países desarrollados manufacturaban sulfanilamida, y para 1949 existían 53 compuestos de uso oral y 63 preparaciones tópicas con nombre comercial. Pero la resistencia bacteriana a este compuesto creció rápidamente.
Fue en este contexto histórico que Alexander Fleming comenzó los estudios de una levadura observada por serendipia en una placa de petri, inaugurando así la era de los antibióticos.
En realidad, la existencia de compuestos antibióticos había sido intuida por Pasteur, quien junto con Joubert efectuó diversos experimentos en 1887, mismos que los llevaron a concluir que “en las especies inferiores la vida amenaza a la vida. Un líquido invadido por un fermento organizado o por un aerobio hace difícil para un microorganismo inferior su multiplicación”. Con base en el hallazgo de que el ántrax se desarrollaba pobremente en la orina y que moría si se agregaban bacterias comunes a ésta, señalaron: “estas observaciones pueden quizás justificar la gran esperanza para desarrollar alguna terapéutica”.
Otros investigadores también realizaban trabajos en esta área. Así, Bartolomeo Gosi obtuvo un antibiótico de un cultivo de Penicillium C. Bouchard, Rudolph Emmerich y Oscar Low —en Francia y Alemania, respectivamente— descubrieron la piocinasa, y Albert Vraudemer reportó algún éxito en el tratamiento de la tuberculosis con una preparación derivada de Aspergillus fumigatus. La toxicidad de estos compuestos fue un obstáculo que limitó su aplicación y estudios subsecuentes.
El escocés Alexander Fleming nació en una familia de varias generaciones de granjeros duros y valientes, acostumbrados a esforzarse para sobrevivir. Alexander fue el séptimo hijo de Hugh Fleming y el tercero de su segunda esposa, Grace Morton. Una anécdota ilustra las difíciles condiciones en que Alexander vivió su infancia: para acudir a la escuela tenía que caminar varios kilómetros, y en el invierno debía llevar papas recién cocidas en los bolsillos para evitar que su manos se helaran.
Su desempeño escolar siempre fue sobresaliente. Ingresó en el Instituto Politécnico de Londres, en donde obtuvo el primer lugar en el examen de admisión en Medicina. Por azar decidió realizar sus estudios en el Hospital de St. Mary. Para entonces los rasgos de su carácter se habían definido; era un hombre serio pero amable; introvertido, propiamente tímido, altamente crítico y organizado. Se dice que su inclinación por la medicina obedeció a indicaciones de un hermano mayor, quien era oculista, y que decidió entrar a St. Mary porque en alguna ocasión jugó waterpolo contra ellos. Finalmente se cuenta que se graduó como cirujano por no perder las cinco libras que le costó la inscripción al curso.
Seleccionar el Hospital de St. Mary resultó definitivo para lo que sucedería en el futuro, pues en este sitio se encontraba el laboratorio de inoculación de sir Almroth Wrigth. Este fue un destacado clínico inglés, muy interesado en la investigación, a quien se le otorgó el título de caballero precisamente el año en que ingresó Fleming a su laboratorio.
El trabajo implicaba actividades asistenciales, bajo la premisa de Wrigth: “el que se dedique a la investigación debe continuar viendo enfermos, con objeto de seguir con los pies en la tierra”. Versátil, la personalidad de sir Almroth Wrigth era arrolladora, su discurso brillante y gustaba de la espontaneidad. Hacía ostentosa gala de sus conocimientos. Describió la opsonización y elaboró un índice opsonínico que le permitió establecer diagnósticos de enfermedades infecciosas, y con bacilos muertos, desarrolló una vacuna contra la tifoidea. Era capaz de recitar 250 mil versos de memoria. Su práctica clínica era frecuentada por personajes de alcurnia, y fue amigo de George Bernard Shaw. Precisamente este autor se basó en Wrigth para perfilar al héroe de su sátira El dilema del doctor. Su contrapunto era la personalidad de Alexander Fleming, a quien le gustaba provocar maliciosamente para escucharle decir algunas palabras.
Es paradójico el hecho de que Wrigth afirmara que no habría otro tratamiento para las infecciones que la vacunoterapia. Por su parte, Fleming trabajaba durante la mañana en el hospital y por la tarde en el laboratorio, en donde intentaba obtener vacunas.
Durante la Primera Guerra Mundial, Fleming fue asignado a un hospital en Boloña y luego a Wilmereux, en donde existía un centro de atención e investigación en heridas de fémur, de sepsis y de gangrena gaseosa. En ese ambiente, Fleming escribió: “Rodeado de aquellas heridas infectadas, de aquellos hombres que sufrían y morían y a quienes no podíamos ayudar, me sentía devorado por el deseo de dar por fin con algo que matara aquellos microbios, alguna cura como lo era entonces el salvarsán”.
Después de la guerra, Alexander fue nombrado jefe del Laboratorio de Inoculación de St. Mary —sus trabajos sobre la opsonización y el descubrimiento de la lisozima en 1921 le habían granjeado prestigio académico y social. En su búsqueda de compuestos antibacterianos, descubrió que el moco nasal inhibía el crecimiento bacteriano en placas de agar, y que ello era consecuencia de la actividad de una enzima, a la que bautizaron como lisozima. Con ella realizó muchísimos ensayos, probándola contra todos los microbios a su alcance. Los estudios se realizaban con lágrimas y saliva. Para obtener las primeras, los miembros de laboratorio se exprimían cáscara de limón en los ojos para conseguir la cantidad de lágrimas necesaria.
Pasaron los años: la gente seguía sucumbiendo ante las infecciones, mientras Fleming buscaba algún compuesto que curara las enfermedades causadas por bacterias.
Precisamente en 1928, mientras estudiaba cultivos de estafilococos, el investigador observó el efecto de una levadura que había crecido accidentalmente en uno de sus cultivos de estafilococo. Como era su costumbre, había dejado las cajas abiertas por varios días sobre su mesa de trabajo: como otras veces lo había notado con la lisozima, las bacterias observadas en la periferia del hongo se habían disuelto. Fleming anotó lo observado e intentó reproducir los resultados, cultivando estafilococos y el hongo, pero no lo logró. De hecho no es posible reproducirlo en las condiciones descritas en el artículo original, como lo comprobaron diversos microbiólogos.
¿Qué fue entonces lo que ocurrió? Con interés puramente académico, se ha intentado dilucidar la sucesión de eventos ocurridos en el laboratorio de Fleming. Fundamentalmente existen dos hipótesis. Una es de Butinza, y parece muy poco probable, pues sostiene que el hallazgo pudo haber ocurrido exactamente como lo describió Fleming, asumiendo rarezas del estafilococo en cuestión. Por su parte, Hare revisa todos los detalles y señala que Fleming dejó la caja sin incubar —por olvido o intencionalmente—, y que todo lo demás dependió del clima. El hecho es que si uno tiene un cultivo de estafilococos y le agrega Penicillium no ocurre nada.
Para actuar, la penicilina requiere que las bacterias se reproduzcan y ésta interviene durante la formación de la pared celular. Pero ambos microorganismos tienen temperaturas de crecimiento diferentes. Fleming salió de vacaciones en esos días y dejó el cultivo sobre su mesa: éste se contaminó accidentalmente y fue entonces que el clima cambió. Durante varios días la temperatura disminuyó, fluctuando entre 16° y 20°C: en este tiempo se desarrolló Penicillium y produjo la penicilina que se difundió hacia el medio. Después volvió a subir la temperatura hasta 25°-26°C, permitiendo el crecimiento del estafilococo y la lisis de las colonias en contacto con la penicilina.
Evidentemente la historia es inexacta y todo ocurre por azar. Incluso se menciona que cuando Fleming regresó a su mesa después de unos días de descanso, inicialmente desechó la caja, pero en ese momento lo visitó un colega a quien mostró sus cultivos; fue hasta esta segunda revisión que observó los cambios descritos.
Fleming tomó una muestra del hongo y lo cultivó en caldo, solicitando a un micólogo que lo identificara. Éste, erróneamente, le informó que se trataba de Penicillium rubrum, acuñándose entonces el nombre de penicilina para este compuesto. Fue hasta dos años después que Charles Norton, un micólogo americano, lo identificó correctamente como Penicillium notatum. Trataron de aislar el compuesto pero sólo pudieron obtener muy pequeñas cantidades; a pesar del informe publicado, no hubo mayor interés en el hallazgo. Para entonces las sulfas estaban en su apogeo.
En 1936, Howard Florey y Ernst Chain, en Oxford, revivieron el interés por el descubrimiento. Ambos hacían estudios precisamente sobre la lisozima, y esto los llevó a revisar la literatura sobre antagonismo microbiano. Así encontraron el trabajo de Fleming, a quien no conocían y de hecho suponían muerto. Florey y Chain persistieron en la identificación y purificación de la penicilina, y en 1939 obtuvieron para su trabajo un financiamiento de la Fundación Rockefeller por cinco mil dólares.
La penicilina era muy inestable y requería grandes cantidades de cultivos para su producción, pero pronto lograron obtener una penicilina semipura y parcialmente estable que les sirvió para realizar estudios experimentales en animales. Los sorprendentes resultados fueron publicados en The Lancet el 24 de agosto de 1940. Fleming se maravilló al leer el informe y rápidamente se dirigió a Oxford para presentarse con Florey y Chain. En febrero de 1941 un paciente con una muy grave infección estreptocóccica fue tratado con penicilina y mostró una rápida mejoría. Por desgracia falleció, pues el tratamiento fue interrumpido a falta de más medicamento.
En ese momento la producción de penicilina era extraordinariamente costosa, pues se requerían 100 litros de cultivo para producir el tratamiento necesario para un solo día. Decididos a aumentar la producción, los investigadores viajaron a América en busca de patrocinio. Ante el desinterés británico y estadounidense, se pusieron en contacto con Charles Thorn, el micólogo que había identificado el Penicillium notatum, quien entonces trabajaba en el laboratorio de investigación de la región norte del Departamento de Agricultura, en Peoria. En su laboratorio, Thorn habían elaborado un medio muy eficiente para el cultivo de Penicillium.
Ya embarcados en un trabajo conjunto, descubrieron que otra especie de Penicillium, P. chrysogenum, obtenido de un melón en descomposición, producía una mayor cantidad de penicilina —eventualmente hasta mil unidades por mililitro de cultivo. Para entonces la industria farmacéutica había decidido formar un consorcio en el que participaron Merck, Squibb, Pfizer, Abbot, Winthrop y Comercial Solvents, haciendo realidad lo que hasta ese momento sólo era promesa.
El primer paciente tratado con penicilina producida industrialmente fue una mujer de 33 años que sufría septicemia por estreptococos, como resultado de una complicación de cirugía ginecológica. La paciente estaba en el hospital de la Universidad de Yale, y frente a la inutilidad del tratamiento con sulfadiazina se inició el de penicilina cada cuatro horas. Después de casi tres semanas de tratamiento se observó una solución completa del problema.
Durante los primeros años la penicilina se usó exclusivamente para los soldados heridos, pero en 1942 hizo su “presentación en sociedad” con motivo del incendio del Cocoanut Grove, un centro nocturno de Boston, en donde fallecieron más de 200 personas y otras 200 fueron internadas. Los descubrimientos médicos permitieron salvar las vidas de muchos quemados, quienes de otra forma habrían fallecido por infección. Se usaron plasma, furacín y penicilina. Ésta última fue enviada en un camión vigilado por el Ejército desde una planta de Merck al Massachusetts General Hospital.
El tratamiento aplicado a los heridos durante el accidente permitió una evaluación, no controlada, de la penicilina en un grupo grande de pacientes gravemente enfermos, disipando las dudas que la industria pudiera haber tenido sobre su eficacia y seguridad. En esa época los ensayos clínicos controlados no se consideraban necesarios, y sólo los animales de experimentación se comparaban contra placebos.
En sus primeros tiempos, la penicilina se administraba únicamente por vía intravenosa; su corta vida media requería múltiples aplicaciones diarias, que sólo podían efectuarse en el hospital. Fleming advirtió a tiempo sobre el riesgo de resistencia, en una entrevista para The New York Times, en donde hizo una trágica predicción que puntualmente se ha cumplido. Decía Fleming que de popularizarse el uso de los antibióticos, la resistencia crecería rápidamente, como él mismo había observado en su laboratorio. Ya nuestra época y el milenio que pronto empezará, son considerados como la era post-antibiótica o el final de la era de los antibióticos.
Alexander Fleming, Howard Florey y Ernst Chain recibieron el premio Nobel de Medicina en 1945. En este 1998 se cumplirán 70 años del descubrimiento de la penicilina, y la resistencia a los antibióticos es una grave preocupación para la comunidad médica internacional.
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Samuel Ponce de León
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, Salvador Zubirán.
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cómo citar este artículo →
Ponce de León R., Samuel. 1998. Notas sobre penicilina. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 54-57. [En línea].
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