![]() |
![]() |
índice 111-112 → siguiente → anterior → PDF → |
||||||||||||||||||||||||||||
ETSA Colectivo Peruano de Lengua Jívara
|
||||||||||||||||||||||||||||||
El pueblo bora ocupa territorios en la cuenca del río Ampiyacu (un afluente del bajo Amazonas que desemboca en la pequeña ciudad de Pebas) en el Putumayo y en la amplia zona que se extiende de este río hasta el Caquetá, que fue el centro de la explotación cauchera de la Casa Arana de triste renombre. La dispersión actual del pueblo bora sobre tan amplia región se debe precisamente a las secuelas de aquella época: la huida de la gente ante las exacciones de los caucheros y las deportaciones de la mano de obra indígena por los capataces y sucesores de la empresa. De la misma manera fueron afectados los pueblos vecinos de los bora: muinane (bora), andoque, resigaro, nonuya, ocaina y huitoto residentes originalmente en la zona mesopotámica del medio Caquetá y Putumayo. Entre ellos, los huitoto habrían llegado hasta la desembocadura del Ampiyacu a mediados del siglo pasado.
El conjunto de estos pueblos conformaban lo que podemos llamar una sociedad tribal amazónica plurilingüe. La consideramos una por compartir todos, a pesar de hablar lenguas distintas, un sistema ceremonial y de intercambio común del que quedaban excluidos (hasta donde podemos afirmarlo dando fe a los testimonios históricos existentes) tanto los pueblos vecinos del norte y noreste, como los del sur y suroeste; esta exclusión de las instituciones y prácticas sociales medulares, sin embargo, no significa que no haya habido influencias de diversa índole cruzando las fronteras entre Colombia y Perú en ambos sentidos, en donde se halla dicha región. En estos dos países, gran parte de la población de los diferentes pueblos ha adoptado nuevas formas organizativas (“cabildos”, “federaciones”) con el objetivo de defender sus derechos territoriales, políticos, económicos y culturales frente a un Estado colonizador, “civilizador” y misionero. En territorio peruano, la cuenca del Ampiyacu, hoy en día casi exclusivamente ocupada por comunidades indígenas bora, ocaina, huitoto y yagua —los últimos asentados cerca de la desembocadura—, da el ejemplo de una configuración sociocultural indígena en la que los individuos manejan cierto grado de participación en el mercado —la que además buscan aumentar—, tienen acceso a escuelas primarias y colegios secundarios y cumplen con obligaciones militares y civiles. Las comunidades nativas, como entidades jurídicas, ejercen colectivamente sus derechos sobre los territorios titulados y, con algunas restricciones legales, sobre los recursos naturales allí existentes y se benefician de ciertos servicios estatales en el campo de la salud, la educación y, más limitadamente, de la urbanización. Estos pueblos, al igual que muchos pueblos indígenas de las tierras bajas de la cuenca amazónica, han adoptado en los últimos cincuenta años un modo de vida que se asemeja al observado en poblaciones mestizas y que podemos llamar bosquesino, el cual nos sirve para referirnos a las sociedades y culturas rurales amazónicas, sean de indígenas o mestizos, y que se distingue del modo de vida campesino debido a que los pobladores amazónicos no cultivan el campo abierto, llamado ager en latín —de donde deriva agricultura—, sino que practican el cultivo mixto o policultivo en terrenos desbrozados —chacras— donde el bosque se regenera después de uno o dos años de uso, alcanzando diferentes estadios de vegetación secundaria, o un nuevo bosque climático, antes de ser sometido al cultivo nuevamente. Así, el bosque, secundario o primario, es parte del sistema de cultivo, además de aportar la carne de caza y otros productos. Después de unos años, cuando el bosque cercano a la vivienda se convertía en “purma” —bosque secundario, llamado rastrojo en Colombia y capoeira en el Brasil— y se agotaban los animales de caza en los alrededores, el ritmo tradicional indígena implicaba el desplazamiento de la maloca —casa plurifamiliar— o la aldea hasta un nuevo sitio boscoso. Se trata de un sistema de cultivo seminómada y el modo de explotación de la tierra se conoce como cultivo de corte y quema o de roza y quema y que, junto con la caza, la pesca y la recolección, constituye el sustento de tales pueblos. Entre las artes de caza se encuentran las trampas, que conforman un universo de relaciones entre los bora y la naturaleza que les rodea.
Káámééné tajkórai, la “guillotina de arriba”
Como en el mundo occidental, en el indígena los animales se adquieren para alimentarse y es tal vez el único punto común entre los dos universos en cuanto a animales se refiere. No obstante, la mayor diferencia reside en el hecho de que en la sociedad occidental se consume, con excepciones marginales, animales domésticos cuya crianza es asunto de especialistas, mientras que los indígenas amazónicos consumen, con pocas excepciones hasta hoy, animales silvestres que los hombres, y en mucho menor escala las mujeres, consiguen para su familia. De ahí podemos derivar una serie de diferencias inherentes a las relaciones que vinculan a los miembros de la sociedad occidental con el mundo animal —domesticado, generalmente se consumen pocas especies por medio de una actividad especializada— y las que mantienen los miembros de las sociedades indígenas con dicho mundo —silvestre, con un consumo diversificado y normado mediante una actividad generalizada.
Desde esta perspectiva, es necesario entender el uso indígena de una trampa no sólo en su función adquisitiva de alimento, sino como parte de las modalidades de relacionarse con el mundo animal y, por medio de ella, con el mundo del bosque en su globalidad. La vivencia práctica en el bosque, mediante el manejo de los diferentes medios de apropiación de animales, requiere desde luego, para lograr sus objetivos, un conocimiento positivo, etológico y ecológico que se adquiere, por una parte, en la práctica misma y la observación de las conductas animales y el medio en que éstos desarrollan sus actividades y, por otra, al escuchar las historias de cazadores y los relatos míticos que contienen y transmiten en abundancia detalles significativos de esta índole. Estos conocimientos particulares, específicos, son la parte funcional y operativa de un pensamiento comprehensivo, interpretativo del mundo que entiende al sujeto como parte dependiente de un universo en el que, precisamente por su anhelo —que es también la piedra de toque de su dependencia—, éste se confronta con fuerzas, habilidades, voluntades e inteligencias de seres que, en apariencia, no son sus semejantes pero al mismo tiempo tienen cualidades en las que se asemejan. El cazador logra controlar este carácter intrincadamente doble de la naturaleza del bosque analizándola en los términos boras, que en su conjunto construyen un universo mental del que se derivan, como parte de una visión general y detallada, los preceptos para las conductas adecuadas de quien se mueve en dicha naturaleza y persigue en ella sus fines. Para explorar y entender el alcance social indígena que tiene cualquier objeto o recurso natural —sea técnica, conocimiento, discurso, comportamiento, evento, etcétera— producido, observado y manejado en el ámbito de una sociedad indígena, es necesario contemplarlo dentro del conjunto de las actividades productivas y comunicativas, haciendo explícita su especificidad social y local con referencia a: 1) el medio natural donde se ubican los recursos por transformar y, por ende, se inicia todo trabajo, y cuyo conocimiento e interpretación acondiciona todo proceso productivo; 2) las técnicas y procesos de transformación que contienen las habilidades gestuales, competencias mentales y discursivas socialmente enmarcadas en las formas de la división del trabajo y de la cooperación; y 3) los fines sociales que se ubican en los destinos de la producción, entendidos a la vez como respuestas a las formas histórico-sociales de las necesidades y en términos de las motivaciones espirituales que impregnan toda actividad. Dicho en forma resumida: en términos de los factores constitutivos específicos de una sociedad particular que residen, en el caso de las sociedades amazónicas, en el orden ceremonial los eventos sociales totalizantes. El significado indígena, entendido como sentido verbalmente construido y referido o atado a los hechos particulares (materiales y mentales), reside en el universo discursivo —el conjunto de las formas de discurso— que contiene, siendo partícipe de cualquier actividad y articulado a la práctica discursiva ceremonialmente integrada, la totalidad de las representaciones que los miembros de una sociedad se hacen del mundo como globalidad y de los elementos que en él se observan, producen y comentan. Con el fin de concretar los propósitos genéricos que acabamos de enunciar y evidenciar los conocimientos básicos y acercarse a su comprensión desde una perspectiva intercultural, exploraremos un objeto —más exactamente un medio de trabajo— que los bora utilizan en su actividad de caza: una trampa (llamada tájkórai y, para la cual, con referencia a su modo de funcionamiento, utilizaremos el término de “guillotina”, káámééné tajkórai, “guillotina de arriba”, que los huitoto conocen con el término de kanosi y los ocaina con el de mácootu, pero que parece desconocida de los pueblos amazónicos más al oeste. Entendemos por trampa un aparato que actúa independientemente del cazador con el fin de matar o agarrar un animal. Exploraremos entonces, aunque sea por dominios fragmentados, las condiciones de su uso para adquirir de esta manera conocimientos respecto a su manejo técnico, la razón social que lo embarga y el control espiritual que lo complementa, y afinar por este camino nuestra capacidad de comprensión del objeto técnico como objeto social. Lliiñaja y wákimyéi: las categorías de actividades
La “guillotina de arriba” se arma en una rama de árbol para que mate diferentes clases de monos o agarre al pelejo o perezoso; por esta razón podemos calificarla de arborícola. Tiene una contraparte “de abajo”, bááééné tajkórai, que por armarse en el suelo es terrícola: mata al sachacuy (Proechimys sp.), al zorro y a la punchana (Myoprocta pratti), eventualmente aves terrestres como la panguana (Crypturellus undulatus) y diferentes clases de perdices y una de paloma (Leptotila rufaxilla). Las dos trampas del tipo tájkórai “guillotina” son parte de un conjunto de veinte instrumentos o medios de trabajo que los bora agrupan bajo el término de dahpe y que corresponden todos a la definición general que hemos dado de la trampa (cuadro 1): tienen la función de matar o agarrar cualquier clase de animal, sea acuático, terrestre o aéreo y en grado variable de independencia del hombre; no incluyen los instrumentos agarradores manuales como el cernidor, wahráji, con que se cogen pececitos o camarones en una quebrada, ni el recogedor, avóhkoho, del cual existen dos variantes: uno equipado con una bolsa de red y mango corto, con que se recogen los peces después de haber envenenado el agua con barbasco, y otro con un lazo fijado en la punta de una vara larga, con que se lacean perdices de noche, eventualmente palomas, cuando duermen en las ramas inferiores de los árboles. Sí pertenecen a la categoría de dahpe las nasas, la antigua red de caza colectiva (sínunú), las más recientemente conocidas tarrafa y red de pesca que se designa en bora con la misma palabra.
Desde luego, y conforme a nuestra definición, podemos traducir adecuadamente por “trampa” el término dahpe. La categoría trampa, tal como la hemos definido con la intención de sistematizar los objetos técnicos y como la manejan los bora, agrupa a la vez instrumentos que se usan en el medio terrestre y en el acuático, es decir, en actividades que los hablantes de castellano tenemos la costumbre de distinguir como caza y pesca, pero que los bora, de manera consistente con los criterios implícitos en la categoría trampa, no distinguen. El bora se refiere con la palabra lliiñája al conjunto de actividades que tienen como objetivo la adquisición de animales de cualquier clase: animales de monte, peces, reptiles, insectos, larvas, caracoles, etcétera. Desde luego, dicho verbo bora no tiene equivalente en el léxico castellano, ya que esta lengua distingue obligatoriamente, como todas las lenguas occidentales, entre “cazar”, “pescar” y “recolectar” (animales o vegetales); una traducción aproximativa de lliiñája podría ser: “buscar (tratar de conseguir) animales (de cualquier clase y con cualquier medio de trabajo)”. Pero fuera de esta particularidad, y conforme a la estructura de la lengua bora, dicha palabra tiene también valor de sustantivo y como tal designa cualquiera de los instrumentos de trabajo que se usan para conseguir animales, independientemente del medio donde esta actividad se realiza; o dicho en nuestras categorías, es lliiñája cualquier instrumento de caza, pesca y recolección de animales. Entre estos instrumentos encontramos todas las armas y sus accesorios (inclusive los venenos), tanto las tradicionales como las de adopción reciente, como la escopeta, los anzuelos metálicos, los arpones (apóo), etcétera, pero también el agarrador y hasta el cernidor cuando es usado por la mujer para la recolección de cangrejos, camarones, caracoles y pececitos (ya que este instrumento es normalmente de cocina). De ahí que el conjunto de las trampas (dahpe) forme una subcategoría de instrumentos de trabajo dentro de la categoría más general de lliiñája, es decir, del conjunto de aquellos utilizados para conseguir animales. Frente a tal conjunto de actividades desarrolladas con el objetivo de conseguir animales, se distingue otro que abarca la agricultura, la cocina y toda la producción artesanal de los medios de trabajo y los de transporte, la vestimenta, la vivienda y sus enseres —desde la cerámica hasta la cestería—, la construcción de casas y la confección de hamacas, sillas, etcétera. A estas actividades los bora se refieren con el término de wákimyéi, que los castellano hablantes traducimos como “trabajar”. Los monos y la naturaleza
Cualquier cazador, pescador o recolector de animales, si quiere tener éxito en su actividad, debe conocer el comportamiento y las habilidades del animal en cuestión a fin de frustrar sus estrategias de huida y defensa o, al contrario, eventualmente atraerlo imitando su voz o engañándolo con otros medios; tiene que saber dónde vive y de qué se alimenta para poder encontrarlo y, mediante un cebo, lograr que se acerque; o dicho en otras palabras, el que va en búsqueda de animales tiene que disponer de conocimientos que las ciencias naturales califican como etológicos (referentes al comportamiento animal) y de otros que hacen parte de los conceptos ecológicos de hábitat y nicho. Desde luego, quien quiera comprender la trampa tiene que estudiar su funcionamiento en relación con el conjunto de conocimientos y habilidades que implica su fabricación y uso.
Usamos los conceptos de “hábitat” y “nicho ecológico” precisamente como elementos que permiten dar cuenta y sistematizar el conocimiento indígena y, por esta función, forman parte de un metalenguaje intercultural: se llama “hábitat” al conjunto de los sitios donde una especie desarrolla sus actividades a lo largo de toda su vida y “nicho” al conjunto de las funciones que una especie cumple dentro de los ecosistemas donde se ubica su hábitat. Tales funciones, la que se percibe generalmente con mayor facilidad es la alimentaria: la de consumir otras especies animales y vegetales (ser depredador de los depredados) y, al mismo tiempo, ser alimento de una tercera categoría de especies (depredado por los depredadores). Concentrándonos en las trampas que, como la “guillotina de arriba” escogida como ejemplo, operan con máxima independencia del cazador cuando éste las arma en un sitio y las abandona para que actúen en su ausencia, se nos hace evidente, de manera “lógica” y sin tener nosotros mismos experiencia en el uso de estos instrumentos, que para que este dispositivo tenga éxito, tiene que satisfacer una serie de exigencias: 1) su tamaño y sus proporciones deben estar adaptados al tamaño y las características morfológicas y comportamentales de las especies animales que debe coger o matar; 2) sus materiales deben resistir el peso y la fuerza de estas especies y actuar con la fuerza suficiente para matarlas o mantenerlas cautivas; 3) la trampa debe colocarse en un sitio que las especies animales frecuentan en la época en la que se arma, es decir, en un sitio que esté dentro del hábitat de tales especies; y 4) en caso de cebarse la trampa, el cebo debe ser parte del régimen alimentario de las especies, un concepto que se relaciona con el de nicho ecológico. He aquí una serie de condiciones objetivas que son universales por imponerse a la práctica de un trampero en cualquier parte, en cualquier medio natural del mundo. En cambio, las respuestas técnicas a estas condiciones, si bien integrarán principios fisicomecánicos igualmente universales en su funcionamiento, tendrán un carácter particular en función del medio natural particular del que provienen los materiales y en el que se coloca el instrumento, de las especies animales locales y el medio técnico sociocultural en que el trampero se ha formado y ha adquirido sus conocimientos y habilidades, así como sus costumbres alimentarias. Recolectar los materiales
En su camino hacia la zona prevista del bosque, el trampero se fija en las especies vegetales con el fin de reconocer las que le sirven para la fabricación de la trampa (cuadro 2). Observamos que para fabricar este artefacto se necesitan cinco clases de materiales. En tres de ellas pueden usarse dos especies de la misma calidad para funciones idénticas; el trampero recogerá la que se le presente en su búsqueda. Las muy limitadas alternativas nos dan una idea precisa del grado de especialización con que se aprecian las materias primas vegetales. Al contrario de lo que se podría pensar, la fabricación de una trampa no se hace para ser usada una sola vez. Al terminar su estadía en el bosque, el cazador deja la trampa desarmada y lista para servir nuevamente en un tiempo futuro. El trampero, desde luego, invierte su trabajo en previsión del uso múltiple y esto exige —fuera de una hechura cuidadosa que puede tomar un día y medio— que sus materiales sean duraderos, es decir, que resistan a la acción del agua y tarden en secar para que los amarres no se aflojen. De su función y del objetivo más general del trabajo resulta la percepción cualitativa y especializada de las materias vegetales.
Para identificar las especies, el trampero bora se basa, como todos sus congéneres indígenas, no sólo en rasgos morfológicos exteriores de la planta, sino también en características internas: consistencia de la corteza, color del líber y de la madera, la dureza de ésta, la presencia de resina o látex y su color, el olor y hasta el sabor de las diferentes partes. El machete para tallar la corteza de un árbol, la uña o los dientes para abrir la de un bejuco son los instrumentos que acondicionan el ejercicio de sus sentidos visual, olfativo y gustativo. El árbol que se corta para fabricar el armazón debe ser un ejemplar joven cuyos troncos y ramas provean las piezas del grosor adecuado. Las mismas dos especies que convienen para el armazón sirven además para otros usos como, por ejemplo, la construcción de casas y malocas. El tóónou en estado juvenil y más delgado (tóónóuko) es, por su flexibilidad relativa, particularmente apto a servir de caña de pescar (“varandilla” en el castellano local), para “anzuelear” peces pesados. El ejemplar escogido se corta con machete (wáhdahíro) y con este mismo instrumento se quitan las ramas (wáviyíjkyo) y se cortan los trozos (wáviújko) del tronco y de las ramas al tamaño requerido. Amarradas con “tamshi”, se lleva las piezas al sitio de la trampa. Dos especies de lianas fuertes particularmente flexibles y resistentes al agua, el “bejuco-venado” y el “bejucopate”, sirven para atar y jalar los materiales hacia la rama y para soportar el “peso” de la trampa ligándolo al mazo (áámúsotái); los mismos bejucos también son empleados en caso de necesidad como cuerda para subir y bajar de la rama donde se trabaja y para después recoger los animales muertos. Las otras dos especies de bejucos son raíces aéreas de ciclantáceas llamadas genéricamente “tamshi” en castellano loretano; son delgadas y usadas para ensamblar las piezas, es decir, en una función donde el artesano occidental usa generalmente el clavo. Se recolecta el tamshi con especial precaución; se seleccionan sólo ejemplares maduros. Un espécimen es considerado maduro cuando su raíz ha alcanzado el suelo y tiene un color verde blancuzco, mientras que en estado “inmaduro” es de color marrón. Al jalar (lliúku) el tamshi, se repite mentalmente las palabras siguientes: Kaaméné moóa, kaaméné moóa. Táálle kóeva, taálle kóeva. Kaaméné moóa, kaaméné moóa. Táálle kóeva, taálle kóeva. (Largo es el río, largo es el río. ¡Abuela, quédate, abue la, quédate! Largo es el río, largo es el río. ¡Abuela, quédate, abuela, quédate!) La raíz aérea proviene de una planta herbácea que crece en la rama de un árbol alto y ha brotado, según afirman junto con los bora los indígenas de diferentes pueblos, de la hormiga “isùla” (Paraponera clavata); a ella se dirige este discurso (“icaro”, bora míívaji) con el término de parentesco de “abuela”. Al formularlo se quiere lograr que la planta, al ser jalada (lliúku) su raíz, quede sentada en la rama y siga produciendo raíces que puedan ser aprovechadas ulteriormente. La integración de seres naturales en el universo sociológico indígena de la que testimonia el apóstrofe “abuela” da cabida a este querer lograr mediante el apóstrofe solicitante, que podemos considerar como un gesto social. La otra línea del discurso, en cambio, tiene más bien un carácter conjurador ya que por la afirmación repetida de un hecho en un campo de la realidad (el río es largo, ininterrumpido) se quiere lograr que éste se reproduzca en otro: que el tamshi sea largo, que al jalarlo no se rompa en su medio para poder aprovecharlo en toda su longitud, lo que implica, para ser plausible, que se atribuya a la pronunciación del discurso (al discurso en su realización) la eficiencia de un gesto manual, razón por la cual hablamos en este caso del discurso como gesto verbal. El acto global de arrancar el tamshi se compone desde luego de tres elementos: el gesto técnico, el gesto verbal y el gesto social. Las motivaciones que presiden al discurso citado son, por un lado, la escasez de ciertos recursos naturales como el tamshi, cuya reproducción natural preocupa al recolector, y ésta aparece como la finalidad de la precaución no enteramente satisfecha por el gesto durante el acto de arrancar la liana y, por otro lado, la preferencia por un aprovechamiento íntegro del recurso “maduro” disponible a la que corresponde la finalidad de lograr que no se rompa la liana en un tramo intermedio. Desde luego, el discurso apunta la justa medida que el recolector controla difícilmente con su gesto técnico: no debe arrancar ni demasiado (es decir, toda la planta-madre) ni muy poco (es decir, dejar colgado un pedazo de la raíz). Los bejucos “venado” y “pate” no tienen raíces aéreas; de tales plantas trepadoras, que se arraigan en el suelo y florecen en el dosel superior del bosque, se utiliza el tallo; la primera crece en el bosque de altura, la segunda, en el de bajial. A diferencia de los tamshis, su reproducción es percibida como fácil: ambos retoñan de la cepa o de un pedazo de tallo botado y, desde luego, en el momento de su cosecha no se toma ninguna medida particular, simplemente se le corta y jala (lliúku) y, liberado de sus hojas y ramas, se enrolla para llevarlo. Fuera de árboles y bejucos, se usa la materia vegetal de dos especies de palmeras: de la “shapaja” (Scheelea sp.); de la variedad (o especie) más grande, que vive en el bosque de altura, es suficiente cortar una hoja y llevarse un trozo del peciolo, de cuya corteza, apreciada por su dureza, se obtienen las piezas que requieran esa calidad: el gatillo y el seguro. El huasaí (Euterpe precatoria) tiene un tronco delgado pero pesado; el trampero se aprovecha de esto para dar a la trampa la fuerza de acción necesaria utilizándolo como peso. En cuanto a las materias primas vegetales, observamos dos tipos de conocimientos: el taxonómico, que permite identificar la especie requerida en medio de un sinnúmero que aloja el bosque, el cual exige el manejo de los criterios para diferenciarla de las demás; y otro, especializado en lo que se refiere a las cualidades de los diferentes materiales que provienen de los órganos (tallo, raíz, peciolo) y tejidos (corteza, en nuestro ejemplo) de las especies identificadas, cualidades que se perciben en estrecha adecuación con la pieza técnica, su función en el aparato y la duración planeada de éste. El reconocimiento de las especies, el conocimiento de sus cualidades y la combinación del primero con la finalidad técnica, constituyen un conjunto de aptitudes cognoscitivas-operativas racionales que sirven de punto de partida y referente a una articulación (no substitución) con las categorías y conceptos racionales occidentales, particularmente, con los de las ciencias naturales, mientras que las formas de discurso que intervienen en los campos no controlados por el conocimiento positivo y la operatividad gestual (y que son como la señal y el reconocimiento de la relatividad del control), se aceptan como elemento referencial vinculado al universo socionatural —y si se quiere “religioso”— de la sociedad indígena que merece su reconocimiento como atributo de la tradición con derecho a la transmisión. Construir la guillotina
La trampa-guillotina es un aparato que, al ser activado por el animal, actúa solo, en ausencia del hombre, movido por la fuerza gravitacional de su peso, y desde luego, consiste en una parte fija, el armazón, que sirve de soporte y marco al dispositivo activo, mecánico, constituido por las piezas móviles: las que constituyen la fuerza y las que la trasmiten (figura 1). Una vez despejada la rama como lo indicamos antes, el trampero corta en el suelo las piezas de madera al tamaño requerido. Luego sube los materiales mediante uno de los bejucos gruesos al sitio donde trabaja. Entonces empieza el ensamblaje de las piezas fijas: primero se amarra con tamshi.
El vocabulario que se usa para designar estas piezas coincide en su mayor parte con el que se aplica a ciertas maderas de la casa y la maloca y cuya posición es análoga a la de las piezas en el armazón de la trampa: horcones, vigas, travesaño (cuadro 3). Además, los nudos que unen las piezas y las atan a la rama son del mismo tipo con que se amarran las maderas gruesas de la casa. Por la forma que dibuja el nudo y la solidez deseada para el atado, el nudo es llamado “pisada del águila”, méwáájitúva. De hecho, si una parte de la estabilidad y resistencia de la trampa reside en la madera usada, otra parte depende no sólo de la resistencia del material de las ligaduras sino de la confección de éstas. La “base” es la única pieza fija que no tiene equivalencia en la casa ya que su presencia está determinada por la función que cumple: la de oponer una resistencia a la caída del mazo y, desde luego, reforzar el efecto de éste, razón por la cual, en analogía aproximativa, conviene llamarla “tajo” en castellano.
Una vez que el armazón es colocado en su sitio, el hacedor de la trampa prepara las piezas móviles: dos de la misma madera que se usa en el armazón aunque de distinto grosor y longitud: el armador L y el mazo K; dos de la corteza del peciolo de la shapaja: el gatillo M y el seguro N; y tres de tamshi: el anillo P, la soguilla Q y el retén S. El anillo, que tiene aproximadamente el doble del diámetro del mazo, se confecciona formando primero un rollo de varias vueltas de tamshi al tamaño requerido, y luego enrollándolo perpendicular y tupidamente (mibyéjku pájsi) con la misma fibra, de la manera como se forman los bordes de las canastas. A través de este anillo se pasa el mazo, el cual se deja descansar todavía encima de la base. En las extremidades del mazo se atan con un nudo provisional los dos cabos del bejuco grueso que va a soportar el peso.
Luego, el trampero baja al suelo y coloca casi el centro del trozo de huasaí en el centro del bejuco grueso dándole a este una vuelta (mívíyiáko) alrededor del tronco. Recién entonces, subiendo nuevamente a la rama, amarra definitivamente con un nudo el bejuco en las dos extremidades del mazo y esto de manera que los dos brazos del bejuco queden igualmente templados, el peso reposando todavía en el suelo. Falta ahora dar el acabado y ensamblar las piezas móviles del dispositivo mecánico. Se corta una muesca en ambos extremos de la madera redonda que sirve de armador L; en estas entalladuras, de un lado se colgará el anillo con el mazo, del otro se atará la soguilla Q, que transmite la fuerza al gatillo, y el retén, que impedirá que las piezas se disparen lejos en el momento de cerrarse la trampa. El cabo suelto de la soguilla se amarra en un extremo del gatillo con el fin de obtener un efecto de palanca que disminuya la presión del gatillo sobre el seguro. La fase siguiente consiste en armar el mecanismo de la trampa: se empieza por centrar el anillo en el mazo para que éste quede suspendido en equilibrio cuando, en el paso siguiente, se levanta y se engancha el anillo en la muesca del armador; el anillo debe encontrarse pegado a la viga E a fin de que el efecto de palanca producido por el armador disminuya la fuerza en la extremidad opuesta de éste, donde está atada la soguilla que, jalada con mayor fuerza, podría romperse y el gatillo quebrarse por la fuerza excesiva transmitida por la soguilla fuera. Manteniendo con la mano izquierda la palanca del armador en equilibrio, se engancha con la mano derecha el brazo corto del gatillo en el travesaño y se suelta para coger el seguro y presionarlo contra los horcones A y C para lograr apoyar el brazo largo del gatillo en él, pero de tal forma que sólo cubra la mitad de la anchura del seguro; de esa manera se facilita la caída del seguro al menor toque. Lentamente, la mano izquierda suelta el armador controlando que todas las piezas queden fijas en su sitio. Al final, se amarra el cabo suelto del retén en la viga G, lo que impide que el armador y el gatillo sean lanzados al bosque y se pierdan al ser activados por la fuerza del mecanismo.
El saber-hacer técnico se ejerce durante el ensamblaje cuidadoso bajo la observación de una regla de conducta que, en caso de no respeto, se estima puede hacer fracasar el objetivo del trampero: mientras que se trabaja en la rama no se debe mirar hacia abajo, si no ningún mono caerá en la trampa (iñé tájkórai meméékooka sá meíítetu baá, cuando hacemos esta trampa, no miramos abajo). Mediante dicha regla de conducta se impide que el trampero se asuste (illítye) por la altura en que se encuentra trabajando, ya que el susto hace desvanecer (áriúku) la fuerza de concentración del cazadoráguila, (lliinájá mewááji) y, en consecuencia, éste ya no logrará controlar la trampa ni los animales. El funcionamiento de la guillotina
Al analizar el funcionamiento interno del dispositivo mecánico traducimos a un lenguaje físico y matemático los principios que el trampero bora maneja mediante sus gestos técnicos y sus nociones de calidad, tamaño, proporción, posición y función de los materiales y piezas respectivos en el aparato (figura 2).
Con el fin de explicitar de esta manera el funcionamiento de la trampa nos limitaremos al análisis de las palancas. Esto demuestra cómo la tecnología indígena maneja la desmultiplicación de la fuerza en función de la resistencia de los materiales y de la fuerza de los animales sin perder, por lo tanto, la eficiencia de la fuerza total para lograr su objetivo: el de matar al animal que cae en la trampa o, por lo menos, inmovilizarlo hasta que el trampero lo coja. Recordamos al lector la fórmula matemática de una palanca en equilibrio, donde: R = resistencia; F = fuerza; r = brazo o rama; d = distancia. R r = F d; de ahí que se calcula:
R = F (d/r);
F = R (r/d)
El trampero bora puede expresar mediante los términos de su lengua los procesos de desmultiplicación de la fuerza por efecto del juego de palancas sucesivas que él, además, percibe táctilmente, gestualmente, en el momento de armar la trampa. Traducido al castellano, el bora se expresa de la siguiente manera al respecto: “colocamos el anillo cerca de su viga para que su mazo no pese mucho. Entonces, su armador jala con poca fuerza la saga del gatillo. La soguilla por ser pegada al travesaño con muy poca fuerza aprieta su seguro”. No hay término bora que equivalga a la noción de equilibrio que caracteriza la posición del mazo; se refiere verbalmente al punto de apoyo céntrico del anillo que acondiciona el equilibrio del mazo (asumiendo que éste sea homogéneo en cuanto a su masa, por lo que su centro gravitacional se sitúa en su centro geométrico; el bora dirá: “colocamos el anillo en el centro del palo”.
Este breve ejemplo pone en evidencia los principios físicos manejados en un objeto técnico bora como la guillotina y demuestra que a partir de un aparato indígena se desarrollan contenidos físicos y matemáticos universales, cual sea el grado de abstracción que se quiera alcanzar al tratar de comprenderlo: partiendo del “hacer”, comentando descriptivamente los principios que orientan el “hacer” respectivo a cada pieza del aparato, midiendo, pesando y deduciendo, para llegar finalmente a una formulación matemática (cuadro 4).
También aparece en este ejemplo el hecho de que, si tomamos en cuenta la cadena operativa del trabajo del trampero en su totalidad —desde el momento en que éste se prepara en su casa hasta el punto al que hemos llegado—, observamos que coexisten y se combinan racionalidades de distinta índole, de tal manera que la eficiencia de la racionalidad técnicaoperativa (el manejo de la leyes de la mecánica en el montaje de la trampa) y la que deriva de los conocimientos positivos referentes a los seres vivos de la naturaleza (orientación de la acción humana con referencia al comportamiento, el hábitat, nicho, etcétera, de las especies naturales) van a la par con el ejercicio de una racionalidad sociológica y de una racionalidad que se fundamenta en la concepción del discurso como gesto capaz de actuar sobre el mundo. Esta última concepción la podríamos considerar derivada del pensamiento sociológico, como una ampliación de éste, ya que el antecedente comprobatorio de este tipo de eficiencia se sitúa en la interacción social y es en la interacción social que la palabra produce sus efectos en los hechos; estos efectos, claro está, no son de la misma índole de los que resultan de la causalidad mecánica ni de los que operan en la interacción con una especie animal o vegetal o un individuo de una de ellas. Pensamos que formular la problemática indígena en términos de diferentes modalidades de la racionalidad que operan, aunque en esferas de vida y con formas de expresión distintas, en cualquier tipo de sociedad humana, incluyendo la occidental, permite plantear los retos y las tareas de una relación intercultural en el ámbito del conocimiento, en los términos que contemplan las dos sociedades en juego en la totalidad de sus manifestaciones sin introducir a priori discriminaciones valorativas entre los fenómenos observables como ocurre cuando hablamos, refeiriéndonos a una sociedad o a un pueblo indígena, de géneros como “costumbres”, “creencias”, “magia”, “brujería”, “folclore” y otros. Interculturalidad, conocimiento y educación
Hemos expuesto, por un lado, los aspectos más generales que enmarcan el uso de la trampa dentro de sus fines sociales: el orden ceremonial y de intercambio y la comunicación entre los seres vivos de distintas categorías (evento social totalizante, grupo de invitantes, grupo de invitados, seres de la naturaleza) al interior de las categorías de las actividades; y por otro, hemos descrito un conjunto de elementos más específicos que, manifestándose a lo largo del proceso de planificación y realización, aseguran la operatividad técnica con relación al objeto de trabajo (los monos, el pelejo) y contribuyen al uso exitoso de la trampa en el medio natural, ya que, como instrumento de trabajo, se le aplica a seres vivientes en éste (los monos, el pelejo) y, como objeto a fabricar, se utilizan materias primas provenientes de éste (árboles, bejucos).
Dichos elementos específicos pertenecen, a su vez, a conjuntos mayores: técnicos y cognoscitivos (conocimientos físicosmatemáticos, ecológicos y etológicos) que constituyen universos relativamente estandarizados de conocimientos gestuales (que son parte del medio técnico del conjunto de las trampas y, más allá, del conjunto de las actividades técnicas de la apropiación y transformación del mundo material) así como verbalizados (las categorías de plantas y animales, los criterios de identificación y ubicación de los recursos naturales, los términos pertinentes de la calificación de sus propiedades y comportamientos). Además, hemos puesto en evidencia un conjunto de elementos verbales discursivos que, dando un significado genérico a las acciones particulares, las relacionan con el nivel global de las representaciones sociales que atañen a todo fenómeno o hecho social. Este tipo de conocimientos, que constituye el significado indígena de cualquier fenómeno, hecho o acción, es instrumento de un control explícito (verbalizado) sobre las fuerzas naturales y sociales y, como tal, predomina sobre cualquier otro tipo de conocimiento en la conciencia indígena. Con eso queremos decir que el manejo de los discursos y la observancia de las reglas de conducta que los discursos formulan e inducen son indispensables y determinantes para el éxito de cualquier acción, y que el manejo técnico operativo así como el conocimiento físicomatemático, ecológico y etológico, por detallados y refinados que sean, por sí solos son insuficientes; necesitan por lo tanto, para lograr su objetivo, del control mental discursivo y las conductas pertinentes a lo largo de todo el proceso. Se trata de un control sobre el cual, además, se apoyan los componentes cognoscitivos e intelectuales, técnicos y ecológicos de la acción, ya que en su ejercicio encuentran coherencia, fuerza de focalización y concentración sobre el objetivo. Para entender el alcance cognoscitivo del universo mítico indígena y apreciar, por ejemplo, los contenidos de una referencia genérica tal como dahpéhe núhba, no es suficiente estudiar los relatos comúnmente llamados “mitos” como textos, ya que su modo de existencia es oral y por lo tanto su realidad es la de elementos discursivos dentro de la práctica social global. Para un estudioso de las sociedades indígenas es relativamente fácil grabar mitos —relatos— y transcribirlos en textos; le es más difícil, sin embargo, observar la producción del relato en el marco de su operatividad social, es decir, allí donde su significación participa en la creación de una situación o un evento social específico, en donde el relato tiene para los miembros de la sociedad indígena el sentido y los alcances específicos y vivenciales. Si las relaciones interculturales en el ámbito del conocimiento de dos culturas distintas toma en cuenta la diferencia entre distintos universos sociales de los actores implicados en dicha relación intercultural, debe estar claro, ante todo, que para el interlocutor indígena el relato mítico no es un texto, como aparece ante el interlocutor no indígena una vez hecha la transcripción, sino una forma de discurso o, más exactamente, un conjunto de formas de discurso, ya que éste toma una forma de expresión particular según la situación y la función social con la cual es enunciado: en el pueblo bora se le cuenta como enseñanza o entretenimiento a un niño, se le recita de otra forma durante la fase preparativa de una fiesta o antes de iniciar un campeonato de futbol, un pasaje de éste se silba (síhiísbe) como un míívaji, un “icaro” en castellano regional, lo que designa algo como una “oración curativa”, variando así en múltiples formas y contextos. En cierto nivel de generalidad, contemplando los personajes y eventos que se enuncian, se puede considerar que se trata del mismo relato; en cambio, tomando en cuenta la operatividad social del discurso, se trata cada vez de un evento discursivo distinto, de otro acto discursivo que usa sus propias modalidades sociales y medios lingüísticos de enunciación (vocales, morfosintácticos, lexicales), lo cual influye en la manera de seleccionar, enunciar y articular los contenidos. Sin embargo, ampliando aún más el examen del universo discursivo, observamos que la enunciación de los relatos míticos ocupa espacios sociales relativamente limitados y que, objetos, personajes, acciones, situaciones, eventos y demás que aparecen en los relatos, son también temas o elementos de la enunciación en otras formas de discurso, todas ellas íntimamente vinculadas a la marcha de la vida diaria. Llevar esta manera de comprender la relación intercultural, —en lo que a conocimiento de la naturaleza, del mundo se refiere—, hacia ámbitos fundamentales como el de la educación puede resultar en una relación más equitable y respetuosa, y permitir además el desenvolvimiento pleno de los pueblos indígenas desde su propia perspectiva. Así, la educación intercultural integraría en su plan de estudios todos los elementos (saberes, técnicas, discursos, reglas de conducta, etcétera) de un pueblo, sean cual sean las formas del ejercicio de la racionalidad que los organicen y subyazgan a ellos, las cuales contribuyen al éxito en el ejercicio de sus actividades y al bienestar que resulta para sus miembros por la confianza en la eficiencia de los medios y remedios tradicionalmente manejados. La continuidad de esta seguridad y confianza condiciona de alguna manera la voluntad de sus miembros de seguir viviendo en sus ambientes sociales y naturales, lo que a su vez hace posible un desarrollo local (sin sustitución de poblaciones, como lo prevén las políticas de “fronteras vivas”). Transmitir en la escuela los elementos tradicionales garantes de seguridad y bienestar sin censura racionalista apriorística no excluye, sin embargo, que también se enseñen los princi pios del determinismo más restringido propio de la ciencia; no con el objetivo de invalidar explícitamente las prácticas que ésta no logre sustentar, que se revelan incompatibles con ellas, sino con el fin de ofrecer elementos adicionales de juicio y manejo cuya operatividad y valor real los actores tendrán que averiguar creativamente mediante su propia experimentación. De este fin resulta la exigencia de que, más que enseñar, se haga descubrir los principios científicos de manera inductiva partiendo del análisis de las prácticas indígenas y, en particular, de sus componentes técnico-operativos y ecológicos. De esta manera se tratará de evitar que las nuevas generaciones se apropien de la ciencia bajo la modalidad de un discurso tecnicista y cientificista que, por ser exclusivamente discurso, carece de funcionalidad operativa en el universo de las actividades locales, aunque pueda funcionar socialmente dentro de la jerarquía de valores impuesta por la sociedad dominante como un atributo de prestigio. Esta “ciencia”, congelada en un verbalismo de prestigio, en vez de estimular la creatividad local, la paraliza al desvincular las facultades mentales de su dominio sobre los hechos de la experiencia práctica local. Desde luego, en la medida que los conocimientos indígenas estén ligados a la práctica social, a los distintos ámbitos de vida, sacarlos de su contexto social e introducirlos en un programa de formación de maestros indígenas donde reciben un tratamiento discursivo distinto, ligado a un nuevo contexto —el de una clase, del grupo de alumnos, de la relación con el docente y la institución, y el de la motivación profesional del alumno y la finalidad pedagógica del programa—, significa forzosamente darles una función que en su sociedad de origen no tenían; significa cambiar algo en relación con ellos; es un cambio que requiere ser precisado y justificado. La función principal de este cambio se halla en el proceso de objetivación de las prácticas y conocimientos indígenas, ya que su objetivación es la condición para que puedan contemplárseles y tratárseles concretamente como contenidos escolares; además, al efectuar dicha objetivación mediante un marco conceptual en lengua castellana se quitan las barreras lingüísticas que han obstaculizado el acceso a la comprensión plena del pensamiento de los pueblos indígenas, lo cual ha mantenido dicho pensamiento separado como “el reino del pensamiento mítico y mágico”, como un enclave de supuestas irracionalidades arcaicas en el ámbito global de la racionalidad occidental. Es por medio de la conceptualización en castellano que se construyen canales comunicativos entre los dos universos culturales y a través de ellos los actores indígenas pueden hacer valer las premisas sociales y las implicaciones sustanciales de su racionalidad mediante los medios y recursos cognitivos que procuran la capacidad de objetivación y la disponibilidad de sus productos. He aquí otro reto para la educación intercultural cuando ésta se propone articular el conocimiento occidental con el indígena. En el caso aquí analizado, podríamos preguntarnos si se trataría simplemente de sustituir la visión “popular” bora por la visión “popular” occidental con el argumento de que la segunda deriva de fundamentos científicos —lo que puede lograrse con un discurso pedagógico informativo y simplemente afirmativo mediante el cual se reemplaza una creencia por otra, de la misma manera que el discurso evangelizador tiene como objetivo reemplazar las supuestas “creencias” religiosas indígenas par la “fe” cristiana. ¿No sería mejor entonces introducir elementos metodológicos del conocimiento científico como factores formativos que abran la perspectiva hacia niveles de instrucción superiores? En este caso, el discurso pedagógico debe partir de hechos observables y respetar las exigencias metodológicas de un proceso demostrativo inherente al método científico; esta exigencia, a su vez, debe satisfacerse mediante los materiales pedagógicos adecuados. El proceso, además, debe —porque puede— apoyarse en la distinción de las modalidades de conocimiento que maneja la sociedad indígena, por ejemplo, el bora hablante distingue mediante una serie de sufijos el grado de certeza de un hecho que afirma y éste depende de la naturaleza de su fuente: la observación ocular reciente o pasada, un antecedente que permite una deducción, la información verbal. Si la educación propone formar a la persona en la capacidad de asumirse y expresarse plenamente y enteramente al interior de una nación pluricultural entonces en el ámbito de los pueblos indígenas se debe proporcionar los medios y recursos (herramientas intelectuales y contenidos) que permitan a un indígena contemplar y expresar, sin censura valorativa a priori, tanto el legado histórico de su pueblo en su totalidad, como sus aspiraciones a la modernidad, sin que la afirmación de estas últimas acondicionen o impliquen el rechazo global al primero. Esto debe ser un objetivo general de un programa de educación nacional que busque verdaderamente la formación de ciudadanos íntegros. |
|
![]() |
|
|||||||||||||||||||||||||||
Nota
|
|
|
||||||||||||||||||||||||||||
Referencias bibliográficas
ETSA. 1996. “Los alcances de la noción de “cultura” en la educación intercultural. Exploración de un ejemplo: sociedad y cultura bora”, en Godenzzi Alegre, Juan (comp.), Educación e interculturalidad en los Andes y la Amazonía. Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de las Casas”, Cuzco, pp. 187294.
Gasché, Jorge. 2006. “La horticultura indígena amazónica”, en Ciencias, núm. 81, pp. 5057. Gasché, Jorge y Napoleón Vela. 2011. La sociedad bosquesina. Instituto de Investigaciones de la Amazonia Peruana, Perú. |
||||||||||||||||||||||||||||||
____________________________________________________________
|
||||||||||||||||||||||||||||||
ETSA
Colectivo peruano de lengua jívara.
Iquitos Perú. Formado por indígenas y no indígenas, alumnos, especialistas, docentes, asesores y directivos del Programa de Formación de Maestros Bilingües de la Amazonía Peruana PFMB de la confederación indígena, la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana aidesep y el instituto Superior Pedagógico Loreto en Iquitos ISPL
|
||||||||||||||||||||||||||||||
____________________________________________________________
como citar este artículo →
ETSA. (2014). Conocimiento, educación e interculturalidad. El caso de una trampa bora. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 84-104. [En línea]
|