Del sueco Ingmar Bergman, su gran fan Woody Allen
dijo que era un “director mágico” por la combinación en la misma persona del intelectual y la del maestro técnico de la pantalla. Con una filmografía de más de cincuenta películas, realizada en 1958, El rostro fue la vigésima de Bergman, precedida de Fresas salvajes y El umbral de la vida, ambas de 1957, y seguida por El manantial de la doncella, de 1959, y El ojo del diablo, de 1960.
Son constantes bergmanianas las dificultades de las relaciones personales, los enfrentamientos entre la elevación de las convicciones religiosas y el plan rastrero de los deseos humanos. En El rostro también se enfrentará a tales preguntas, que prometen ser eternas en términos de la moral, la fe y la conducta, y a las que vamos añadir en esta película una indagación sobre la ciencia. El personaje principal es una especie de mago llamado Vogler, que recorre Suecia en una carreta a mediados del siglo xix con una compañía de “medicina magnética”. En una parada en el camino, se aleja del grupo una vieja, con aspecto de bruja, para recoger hierbas. Al reanudar el viaje, el conductor del coche, Simson, se asusta por un ruido extraño en el bosque. Vogler, el líder del grupo, sale del carro para ver lo que pasa y encuentra a un vagabundo, medio moribundo, es el actor Spegel, quien pregunta a Vogler por qué usa una barba postiza, si es un impostor. Vogler tiene un rostro impasible, como una máscara, y nada responde, se comporta como si fuera mudo. A las puertas de la ciudad de Estocolmo el grupo es detenido por la policía, que les pide pasen a la mansión del cónsul Egerman.
En la imponente sala de la mansión, el grupo se presenta a los dueños por medio de su elocuente empresario, Tubal. Vogler se encuentra flanqueado por un asistente (en realidad, Manda, su esposa, disfrazada de hombre) y por aquella que pasa por su abuela, la vieja recolectora de hierbas. Al otro lado de la habitación está el poder, representado por el cónsul Egerman y su esposa Ottilia, el jefe de la policía Frans y su esposa Henrietta, y el médico Vergerus. Los burgueses se comportan como superiores a la compañía errante, a la que tratan con desdén y un aire irónico, provocando en el grupo de Vogler inseguridad y la sospecha de que serán engañados.
Frans comienza entonces un interrogatorio con el pretexto de que Vogler puso un anuncio en el periódico sobre su supuesta capacidad de curación. Vergerus lo acusa de ser un “idealista”, que en el momento de la acción de la película, bajo la influencia hegeliana, significa una oposición al materialismo. La denuncia añade además la práctica de la medicina de acuerdo con el método dudoso de Mesmer; finalmente, Vergerus reprocha a Vogler el presentarse como mago y el uso y venta de recetas hechas a base de hierbas —es decir, que no pasa de un charlatán.
Vogler permanece en silencio, sin responder nada y mirando hacia el vacio. Vergerus le examina la boca y la garganta —aquí la cámara hace un dramático primer plano— sin encontrar razón fisiológica a su mudez. El médico dice que no lo odia, que su único interés es científico pues, confiesa, le gustaría hacer la autopsia de Vogler. Después del interrogatorio, se informa a la compañía que a la mañana siguiente debe mostrar sus trucos en la gran sala de Egerman y que la cena se sirve en una hora —pero el grupo debe observar su lugar social y comer en la cocina con la servidumbre.
En la cocina la escena está dominada por la abuela y Tubal, quienes ofrecen pociones de amor a los sirvientes de la casa. Pero la “venta” acaba por funcionar en ambos sentidos, ya que Tubal se siente inmediatamente atraído por los encantos de la cocinera, Sofía, mientras la hermosa sirvienta Sarah coquetea con el conductor Simson, que intenta pasar por una persona con gran experiencia de la vida, lo que se desmiente cuando los dos terminan en una gran bañera en el cuarto de lavado, y es Sarah quien debe desvestirlo. En la cocina sólo quedarán el criado Rustan y el enorme cochero de Egerman, Antonsson, que pronto tomó verdadero odio a Vogler. En medio de una tormenta la puerta se abre, las luces de la cocina se apagan, y una sábana-fantasma empieza a moverse asustando a todo mundo —el espectador se entera de que el “fantasma” es el actor vagabundo Spegel, que aprovecha para hacerse de una botella de coñac y desaparece.
En ese momento, la señora Egerman va hacia la sala en donde Vogler está preparando la presentación para el día siguiente y trata de consolarlo por la humillación impuesta por sus compañeros. Angustiada, da muestra de creer que Vogler puede comunicarse con los muertos y desea saber la explicación de la muerte de su joven hija. En una insinuación de seducción, le pide que vaya a su habitación; su marido, escondido detrás de una cortina, se queda estupefacto por aquel comportamiento de su esposa.
Después de la cena, Vergerus sorprende a Manda a solas en la habitación, ya con ropa de mujer y el pelo suelto. Confiesa a la hermosa ayudante que Vogler representa lo que más odia; lo inexplicable. Manda se siente asustada por la aparente amabilidad del médico, quien intenta seducirla; Vogler escucha todo detrás de la puerta hasta que el médico sale, y entonces se revela a los espectadores: no es mudo, eso es sólo una estrategia para su actuación en espectáculos. Dice a su esposa que odia a todos en esa casa.
En la sesión de la mañana siguiente, el jefe de policía es expuesto y ridiculizado públicamente por su esposa, quien al ser hipnotizada por Vogler, revela que su marido es un cerdo, que libera gases en la mesa del comedor y visita un burdel todos los sábados, exponiendo lo malo que hay en un matrimonio que pasa por ser ejemplo para la sociedad. Aquí hay una primera sugerencia en cuanto al título de la película: todos muestran únicamente una máscara en la cara y no lo que son en realidad. Al proseguir con la presentación, el conductor Antonsson, un bruto, es fácilmente hipnotizado por Vogler y, contra su voluntad, queda atrapado por una fuerte corriente invisible. Impotente para romper sus cadenas, sumiso, cae al suelo, mas de repente salta y estrangula a Vogler que, en medio de una gran conmoción en la sala, cae muerto —durante la confusión el cochero huye.
Vergerus podrá realizar su deseo expresado el día anterior e inmediatamente decide llevar a cabo la autopsia de Vogler. Después de retirar el cuerpo hasta el ático, el médico realiza el examen pero se queda decepcionado porque, después de abrirlo, no encuentra nada diferente en ese individuo a quien considera un charlatán. Mientras tanto, en la lavandería, el conductor Antonsson se cuelga por temor a ser condenado como el asesino de Vogler.
En el ático, donde Vergerus acaba de terminar la autopsia, inexplicablemente se cierra la puerta desde el interior. En un ritmo lento y lleno de silencios, en la oscuridad, una serie de eventos asustan al médico, quien se ve cada vez más aterrado, con las gafas rotas y pisoteadas por un ente invisible; entonces se mira en un espejo y al lado aparece una cara desconocida, una mano salta de la oscuridad y le agarra la garganta. El médico sale corriendo y grita, rodando por una escalera; en esa toma de la cámara, en picada, se ve a Vergerus en su pequeñez, en contraste con el inicio de la autopsia, cuando mostraba gran confianza en su superioridad. En el punto álgido del terror que siente el doctor, la puerta se abre y aparece Manda, quien dice a su marido, que ya no lleva la peluca y ni la barba de maquillaje, termine ya con esa actuación.
Queda así al descubierto la inteligente argucia de Vogler: al ser atacado, fingió estar muerto, y pudo así utilizar el cuerpo del actor vagabundo Spegel, que había muerto realmente, cayendo en un arca, de donde lo sacó Vogler durante la confusión, y a quien este último puso la peluca y la barba falsa, escondiéndose enseguida —la autopsia se realizó así en la persona equivocada. Después de un tiempo se ve a Vogler y su grupo en el camino de salida con su carreta. A través de la puerta de la mansión se ve a Egerman y sus amigos riendo animadamente y, por lo que hablan, nos enteramos de que la razón por la cual la compañía había sido detenida por la policía el día anterior fue una apuesta hecha entre el cónsul y el médico acerca de la existencia de lo sobrenatural. El oponente de Vogler era sin duda Vergerus, quien aparentemente ganó la apuesta.
El verdadero rostro de Vogler solamente aparece cuando estaba en su habitación, con su esposa también sin el disfraz de asistente; sólo entonces sus rostros revelan las fuertes emociones que resienten. Antes de la salida final, una vez puesta en evidencia la farsa de su muerte, Vogler se presenta en público sin la máscara del hipnotizador; es un hombre común cabizbajo, que se humilla para pedir dinero a Vergerus. Más tranquilo y otra vez dueño de la situación, este último muestra un rostro de un aire superior, contestándole que todo fue un acto mediocre, insultándolo y aventando al suelo una moneda como pago —por lo menos se han divertido las personas de la casa, dice.
Sin embargo, la conclusión es inesperada. La derrota se convierte rápidamente en victoria cuando, antes de que el desalentado Vogler salga de la mansión Egerman, frente al asombro de todos, llega un reluciente coche con un mensaje para él: el rey de Suecia, personalmente, le invita a dar una muestra de su talento en el palacio real.
Tubal decide quedarse allí, conquistado por la dominadora cocinera Sofía, y la “abuela” recoge sus economías y se sale de la compañía. Parecería que ésta se agota en número de no ser por la unión de la enamorada Sarah con el cochero Simson. Vogler avanza triunfal. La película termina mostrando la fecha de la carta real, 14 de julio de 1846.
Justo en ese año se encontraba en un momento álgido la lucha entre el racionalismo científico y el misticismo religioso, al tiempo que muchos trataban de conciliar las experiencias de la ciencia y las de naturaleza espiritual. De hecho, la ciencia progresaba rápido, especialmente con las aplicaciones del electromagnetismo y la química, y parecía destinada a ganar en el choque con la religión. El predominio de lo racional sobre la mística era la tendencia del positivismo filosófico de Comte, que abogaba por la supremacía del materialismo de los “hechos” y el abandono de la metafísica, considerada como un factor de retraso para la ciencia. Por otro lado, se vivía el apogeo de una crisis política y social en Europa, que estallaría, poco después, con los levantamientos populares de 1848, cuando las fuerzas progresistas deseosas de reformas liberales fueran derrotadas por los conservadores. Podría ser significativo que la fecha de la carta recibida por Vogler fuese un aniversario más de la Revolución Francesa —pero casualmente era también el cumpleaños de Bergman.
En ese contexto de agudo malestar social, la llegada de la compañía produce alarma y confusión en la vida ordenada de un hogar de clase alta, con los componentes respetables de la sociedad: la política (el cónsul), la fuerza (el jefe de policía) y la ciencia (el médico). El mundo oficial, con sus etiquetas y su orden establecido, se manifiesta corrompido en el interior, impidiendo la felicidad de los que usan máscara para ocultar su verdadero rostro. Los burgueses, sin embargo, van a quedar más confusos y ridiculizados en el enfrentamiento con Vogler. Algo nuevo se revela en su arte, que sugiere un aire de libertad inusual en aquella casa. Fuera de la hipocresía de las convenciones y máscaras, surge el rostro verdadero tanto de la burguesía como del pueblo, representado por la servidumbre y la pareja Vogler. Además de la subversión del orden, el grupo pone en marcha un aura de excitación sexual, que enreda a la esposa del cónsul, al médico, al cochero y la sirvienta, la cocinera y el empresario.
“Sería una catástrofe —dice Vergerus— si los científicos de repente tuvieran que aceptar lo inexplicable, puesto que tendrían entonces, lógicamente, que aceptar la existencia de dios”. Para el médico, todo tipo de “sensaciones, maravillas, visiones y actos mágicos” anunciados por Vogler son mentiras que deben ser desmanteladas. Y por esto, en el primer encuentro trata de humillar a la troupe en la persona que él considera como un falso médico.
En un segundo nivel de lectura, el arte del “mago” ya no importa más: ante el poder, Vogler se exhibe al hacer una concesión y por la remuneración que espera recibir. El artista que produce movido por el hambre o por la fuerza se vuelve incontrolable y desagradable, y está de hecho muerto cuando se esconde en el silencio, como el “mudo” Vogler. En El rostro, Bergman realiza una especie de autopsia, pero no de un cuerpo, sino del arte en sí mismo por medio del actor borracho Spegel, quien anuncia a la compañía que de antemano está muerto —sin embargo, puede asustar a la gente con una eficiencia que no tenía cuando estaba vivo. Como el bisturí afilado utilizado por Vergerus, un día una hoja liberará del cuerpo al llamado espíritu: cortará la lengua, el cerebro, el corazón, el cuerpo completo, para mostrar que el artista es un hombre “sin ningún tipo de peculiaridad física, sin ningún tipo de anomalía”. Podríamos añadir que el artista es un mentiroso y miente para defenderse. Un bromista fingiendo tan completamente, que finge sentir el dolor que realmente siente —como lo dijo el poeta portugués Fernando Pessoa.
Vergerus es el prototipo del científico que desea el dominio sobre la gente. Su arrogancia y soberbia son traicionadas cuando Vogler manipula sus miedos durante la presunta autopsia del mago. Esa caracterización de la ciencia inspirará una de las más notables películas de Woody Allen, Sombras y niebla, en una escena que ocurre en la decaída República de Weimar prenazi y evoca a los grandes cineastas expresionistas alemanes, cuando un asesino serial atemoriza a una ciudad, rápidamente invadida por el miedo, perdiendo sus frenos morales. El criminal invade el laboratorio de un científico, que había dicho quería hacer una autopsia del asesino justo antes de ser él mismo asesinado. Quien ayuda al personaje tragicómico de Woody Allen a escapar del asesino es un mago y, al igual que Vogler, utiliza la hipnosis para encadenar al maníaco con corrientes imaginarias.
Sin embargo, Vogler es también una especie de científico, cuyo ataque por Vergerus se entiende si se ubica en el contexto de lo que fue el mesmerismo en esa época. El médico alemán Franz Anton Mesmer llegó a París en 1778 para anunciar su descubrimiento del magnetismo animal, un fluido delgado que rodea el cuerpo humano. Para él, las enfermedades eran resultado de los obstáculos al flujo de éste en el cuerpo, por lo que para superar el obstáculo e inducir una “crisis”, a menudo en forma de convulsiones, un individuo podía ser convenientemente “mesmerizado” con el masaje en ciertos “polos” del cuerpo, lográndose la restauración de la salud. Mesmer y sus seguidores provocaban espasmos de tipo epiléptico en pacientes y voluntarios, así como trances de sonambulismo, utilizando tanques llenos de agua y limaduras de hierro y otros aparatos, lo que atrajo a multitudes a sus presentaciones, incluidos científicos.
Otro predecesor del magnetismo animal fue un ingeniero de minas sueco, Emanuel Swedenborg, quien después de abandonar sus actividades científicas se ganó, en pleno siglo XVIII, una reputación de místico, capaz de comunicarse con los muertos. Debido a la alta calidad literaria de sus escritos, Swedenborg fue muy leído en el siglo XIX e influyó en autores tan diversos como William Blake, Honoré de Balzac y August Strindberg. Curiosamente, en El rostro hay un eco de esta figura sueca, puesto que el nombre de Vogler es igual al de Swedenborg, Emanuel.
La fisognomía y la frenología se vieron asimismo asociadas con el mesmerismo, pero éste tenía además ciertas afinidades con algunas de las doctrinas vitalistas, cuya interpretación de los fenómenos biológicos se había intensificado en los siglos XVIII y XIX, cuando hubo también muchos experimentos con electricidad animal, como los de Galvani en Italia, y las descargas eléctricas se utilizaban frecuentemente en la medicina para diversos fines —no fue sino hasta la mitad del siglo XIX que se descubrió la conexión entre ese par de fenómenos que parecían separados, la electricidad y el magnetismo. En resumen, la idea de Mesmer no parecía tan absurda a los franceses de la época de la Revolución ni de después, como dice el historiador Robert Darnton. La ciencia parecía abrir posibilidades ilimitadas para el progreso humano y una serie de científicos aficionados realizaban en público experimentos, e incluso estuvo de moda en los salones y hogares, tornándose entretenimiento popular; era un tipo de divulgación que agitaba la imaginación popular y reforzaba la imagen de la ciencia.
Una de las voces que se opuso al mesmerismo entonces fue Condorcet, quien se mostró escéptico acerca de sus virtudes medicinales. Desde esa mirada, hubo curanderos y charlatanes que empezaron a ser expuestos como un fraude, pero la frontera entre ciencia y pseudociencia se mantuvo relativamente arbitraria, especialmente cuando se trataba de explorar el ocultismo y el espiritismo. Hay que tener en cuenta que hasta los días de hoy las afirmaciones de la existencia de algún tipo de fluido magnético se asocian con la charlatanería, como ocurrió por ejemplo con las acusaciones contra el físico austríaco Félix Ehrenhaft en la primera mitad del siglo XX, sobre la existencia de monopolios magnéticos y el flujo de una “corriente magnética”.
El mesmerismo tenía, además, otra dimensión de interés para El rostro, ya que también fue asociado con ideas políticas radicales de la época, tales como el republicanismo y la antiaristocracia, quizás en parte por los ataques que Mesmer hacía a la academia literaria y a la científica. La defensa del mesmerismo por personas de pensamiento lógico va a influenciar a los mismos socialistas utópicos, a Fourier y Saint-Simon, alcanzando un auge en los años de crisis, entre 1846 y 1848, cuando llegó a escritores de la talla de Lamartine, Théophile Gautier, Balzac y Victor Hugo.
El mesmerismo fue así considerado como un mensaje ubicado en la línea de Rousseau, contra la decadencia de la sociedad de entonces —dominada por la industrialización y el avance del conocimiento— y la predicación de la necesidad de volver a la naturaleza, dejando los cuerpos libres al paso del flujo magnético. La nueva sociedad implicaría exactamente la destrucción del arte (tomado aquí como sinónimo de las técnicas y de los oficios o en general del progreso), lo que requeriría la eliminación de los médicos y del arte médico, acusados por su tradicional despotismo, al igual que sus aliados académicos y conservadores.
Por último, pensemos que la preocupación de Bergman tiene que ver con la situación de la ciencia en el momento en que realizó El rostro, ya que en los años cincuentas, en plena Guerra Fría, en medio de los alarmantes informes sobre el creciente arsenal nuclear, existía un intenso debate sobre el control social de la ciencia. Justo en 1957 se efectúa la primera “Conferencia Pugwash sobre ciencia y asuntos mundiales” que, al menos nominalmente, trató de discutir la responsabilidad moral de los científicos en cuanto a la bomba y el desarme nuclear.
A la luz de todo lo anterior, la cuestión de si la apuesta por el materialismo, cada vez mayor, no producirá un daño irreparable a la humanidad, como la planteó Bergman, de si la ciencia puede prescindir totalmente de la metafísica o, a saber si, efectivamente, en la ciencia hay un vacío que justifica la necesidad del arte, y sigue vigente. Porque, incluso cuando el arte es una farsa, se sabe que puede aliviar al ser humano, que es capaz de darle esperanza.
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