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¿Cómo sonreír "naturalmente"? | ||||||||||||||
Antonio Damasio |
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En el lenguaje de un actor, conocer es sinónimo de sentir
Konstantin Stanislavski El problema ha sido reconocido desde hace largo tiempo
por los actores profesionales y es lo que ha llevado a distintas técnicas de actuación. Algunas, bien representadas por actores como Laurence Olivier, se basan en habilidosamente crear, bajo control de la propia voluntad, un conjunto de movimientos que de manera creíble sugieran emociones. Calcadas en un detallado conocimiento de cómo las emociones (su expresión) son vistas por alguien desde fuera y en la memoria de lo que se suele resentir cuando tales cambios exteriores ocurren, los grandes actores de esta tradición las simulan con total determinación. Que pocos lo logren es una medida de los obstáculos que la fisiología del cerebro les impone. Otra técnica, cuyo ejemplo más conocido es el método de actuación de Lee Strasberg y Elia Kazan (inspirado en el trabajo de Konstantin Stanislavski), se basa en que los actores deben generar una emoción, crear lo que realmente sucede en lugar de simularlo. Esto puede ser más convincente y envolvente, pero requiere un talento especial y una madurez para manejar el proceso automático que desata una emoción real.
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Referencias bibliográficas
Fragmento tomado de Descartes Error. Emotion, Reason, and the Human Brain. 1994. Penguin Books, Nueva York, 2005. |
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Antonio Damasio Brain and Creativity Institute, University of Southern California. Traducción, selección y epígrafe César Carrillo Trueba |
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del aula |
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La prevención, fundamental para erradicar la violencia escolar |
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Daniela Alejandra Gordillo | ||||||||||||||
La violencia escolar en alumnos es un problema de
agresión que provoca incidentes negativos en adolescentes, como dificultad en el aprendizaje y abandono escolar, además de ser causa de miles de muertes en adolescentes. Por eso es necesaria su prevención, y es importante porque si no se efectúa a tiempo puede ocasionar daños físicos y psicológicos cada vez más graves tanto en el agresor como en la víctima. Sin embargo, su prevención implica poner en práctica recomendaciones del informe mundial sobre la violencia y la salud, resaltando el progreso de sus causas y consecuencias. El principal antecedente que hace a un alumno violento es la familia, cuando hay una ausencia de relaciones afectivas por parte de los padres, sobre todo de la madre, o hay actitudes negativas y escasa disponibilidad para atender al estudiante, combinando conductas antisociales con el frecuente empleo de métodos autoritarios, utilizando en muchos casos castigo corporal, haciendo que el estudiante adquiera esta conducta cuando es frecuentemente humillado por los adultos o simplemente trata de imitar las reacciones violentas de éstos.
Cuando el alumno se vuelve agresor quiere sentirse superior, ya sea porque cuenta con apoyo de otros atacantes o porque tiene poca capacidad de responder a las agresiones. El adolescente utiliza actitudes agresivas como forma de expresar su sentir, suele tener dificultades para colocarse en el lugar de los demás, y frecuentemente se ven identificados con una idea autoritaria y distorsionada de la justicia. Asimismo, existen casos de un gran número de alumnos que viven bajo presión para que tengan éxito en sus actividades. Todas estas situaciones pueden generar un comportamiento agresivo y llevarles a la violencia.
Las consecuencias de dicha situación son, entre otras, que el agresor tenga baja autoestima, depresión, actitudes agresivas, ansiedad y llegue a cometer homicidio o suicidio. De igual manera, cuando un alumno se convierte en víctima manifiesta baja autoestima, actitudes pasivas, problemas psicosomáticos, depresión, ansiedad, pensamientos suicidas, moretones y lesiones físicas; incluso algunos chicos, para no tener que soportar esta situación, se suicidan y en casos extremos ocurre que el agresor es convertido en víctima, cuando la victima se ve obligada a ser agresor.
En la encuesta de cohesión social para la prevención de la violencia y la delincuencia 2014 elaborada por segob e inegi se señala que; “de los jóvenes que van a la escuela (12 a 18 años), el 32.2% ha sido víctima de acoso escolar y se estima que 71.6% de jóvenes de 12 a 29 años tienen amigos con un factor de riesgo”.
Sin duda este tipo de violencia ha causado graves daños tanto a agresores como a víctimas y la única forma de poder solucionar y erradicarla es tomando medidas de prevención.
Prevenir para erradicar
Para enfrentar este problema es necesaria la prevención, enseñar a los jóvenes a saber cuál es la manera adecuada de actuar ante una agresión; la finalidad es que no haya más muertes en estudiantes y evitemos que se arruine el futuro a los jóvenes que sufren graves daños, tanto psicológicos como físicos, lo cual impide a víctimas y agresores desarrollarse en ambientes sociales, académicos, y laborales.
Algunas de las acciones que pueden ayudar a que un alumno sea capaz de prevenir la violencia escolar son: 1) dar información y pláticas a padres de familia de cómo llevar una relación con sus hijos de manera pacífica, empática y tolerante cuando se presente cualquier situación de conflicto entre padres e hijos; y 2) dar información a alumnos de cómo tomar medidas para poner un alto a la violencia, desde hablar con sus padres de la situación que se está presentando para que ellos tomen las medidas necesarias, hasta poner una denuncia en la que se mencione que se está sufriendo de violencia escolar.
La violencia escolar no permite que un alumno pueda crecer y desarrollarse de una manera sana. Es posible prevenirla, pero para ello es importante que los alumnos conozcan medidas de prevención y cómo poner un alto cuando ya se sufre tal violencia.
Los estudiantes no se deben dejar destruir por algo que se puede prevenir. Debemos actuar juntos para acabar con esta violencia.
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Referencias bibliográficas
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Daniela Alejandra Gordillo Arriaga Estudiante de la Escuela preparatoria núm. 3 “plantel Cuauhtémoc” de la Universidad Autónoma del Estado de México. |
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Emociones contenidas, el rostro indígena en el cine mexicano |
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César Carrillo Trueba | ||||||||||||||
En sus inicios, al narrar historias el cine se encontraba
más cerca del teatro, en sus escenografías, la cámara casi fija, el desenvolvimiento de las acciones, los rostros; faltaba sólo la voz. Con el movimiento de la cámara la acción tomó otro ritmo y los rostros la contrapunteaban dando cuenta de lo que resentían los personajes. Emociones en estado puro: tristeza, ira, sorpresa, indignación, alegría, locura, los rostros se moldearon poco a poco a una suerte de gramática comprensible al público que acudía con gran curiosidad a tal espectáculo. La década de los veintes es quizás el clímax de este tipo de películas en blanco y negro silentes, en donde se destacan el cine expresionista alemán y el soviético. El abanico de expresiones de campesinos, obreros, científicos desquiciados, mujeres seductoras, gobernantes, monstruos de distinta índole y otros tantos más es inabarcable. Algunos se fueron constituyendo en clichés, repitiéndose en una y otra película, expresiones que se volvieron ícono —Bela Lugosi, por ejemplo—, símbolo fácilmente discernible de la naturaleza que encarnaba un personaje. Así pasaron al cine hablado, atemperados pues la expresión no recaía ya completamente en el rostro y el cuerpo; la voz, los diálogos daban cuenta de gran parte de las emociones. El cine mexicano de la llamada época de oro se inscribe en esta historia. Sus protagonistas constituyen una verdadera galería de rostros de gran expresividad: Joaquín Pardavé, los hermanos Soler, Sara García, Pedro Infante, Tin Tan, Vitola y un sinnúmero de actores de subsecuentes generaciones. Llama la atención, sin embargo, que al encarnar a personajes indígenas la expresión de su rostro desaparece casi por completo, el cuerpo se torna tieso y la voz es un sonsonete que mal expresa pensamientos o el sentir, cuando acaso se le atribuye tal capacidad al personaje. ¿A qué se debe esto?
El rostro impenetrable
Al igual que ha sucedido con los pueblos asiáticos y africanos, los indígenas han sido visto como una comunidad más que personas, tan parecidos unos a otros que se les ve iguales, carentes de individualidad, finalmente sin rostro. Son esencia antes que singularidades. Las metáforas abundan: el “rostro pétreo”, “inescrutable”, “hierático”, “una muralla de impasibilidad y lejanía” a decir de Octavio Paz. De ahí provienen las imágenes de los rostros indígenas en el cine nacional, su falta de emotividad, su mutismo, la fatalidad que acompaña tantas historias que han reforzado tal imagen. Es la continuidad de las imágenes que hunden sus raíces en las múltiples teorías formuladas por científicos y médicos en el siglo xix, haciendo eco a las elaboradas por sus pares europeos acerca de los habitantes de las colonias que poseían sus imperios entonces, ideas que los liberales decimonónicos enarbolaban para impulsar su dominio sobre el territorio de la naciente nación mexicana y que, reformuladas, fueron integradas en la cultura nacional del siglo xx.
Así, en muchas de la tramas cinematográficas de la época dorada los indígenas son más bien parte del paisaje, rostros indiferenciados que se mueven como una masa, irracionalmente, encarnando la resignación ante el sufrimiento ocasionado por la inclemente naturaleza o los abusos del cacique. Pero indiferentes también ante las buenas intenciones de quienes buscan su “redención” —término predilecto de los gobiernos posrevolucionarios—, reacios a las buenas acciones del médico que les lleva vacunas, medicina científica para terminar con sus “supersticiones”, del maestro dispuesto a sacarlos del “atraso en que viven”, del cura que les lleva “la verdadera fe”, del buen gobierno que emprende grandes obras en beneficio de ellos, “que también son mexicanos”. Los indígenas son escenografía más que movimiento, fondo más que acción, como decía Paz: “el indio se funde con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la tarde, con la tierra oscura en que se tiende a mediodía, con el silencio que lo rodea”. Por ello es más máscara que rostro, “máscara el rostro, máscara la sonrisa”, concluye rermachando tales prejuicios, nuestro premio Nobel.
Cuando sucede lo contrario es porque al indígena se le atribuye algo especial, como es el caso de Tizoc, descendiente de la “antigua raza indígena”, noble, capaz de hablar con los animales como todo buen salvaje. Su individualidad el permite enamorarse, algo no propio de los indígenas en el cine, de tener sentimientos y expresar emociones, de ser un fiel cristiano. El rostro indígena cambia también cuando emerge su ser más profundo, violento y brutal, cual atavismo irrecusable, sacándolo de su mutismo; es lo que igualmente se ve en Tizoc cuando se siente engañado —en realidad no había entendido nada— y rapta a la Niñabonita, reniega de la religión y se refugia en las cuevas, dando rienda suelta a su lado primitivo, el que siempre hace recelar al mestizo del indígena (la culpa no la tiene el indio... dice el refrán). Entonces cae la máscara.
Ausencia de profundidad
La máscara, dice Italo Calvino en un bello ensayo —como todo lo que escribió es “ante todo, un producto social, histórico, contiene más verdad que cualquier imagen que pretenda ser ‘verdadera’; lleva consigo una cantidad de significados que se revelarán poco a poco”. Durante la gestación de los clichés, los prejuicios sociales, las teorías e ideas prevalecientes sobre algún tipo de persona, se cristalizan en una imagen; generalmente de vida larga. Así, la máscara, el no rostro de los indígenas en el cine nacional, es fruto del racismo tan poderoso que ha dominado nuestra sociedad desde el siglo xix, inserto ciertamente en prejuicios más antiguos, y conjunta una serie de atributos en una imagen que se despliega en los diferentes contextos y épocas, cual proteo que adquiere distintas apariencias pero siempre con una misma esencia: reacios al cambio, a insertarse en el devenir de la nación mexicana, inescrutables e impasibles, pétreos, una comunidad indiferenciada que se mueve como un todo, fusionada, irracional al actuar en masa, brutal en su faceta más oscura, crueles hasta con los suyos, degradados por la miseria, así han sido vistos los pueblos indígenas y en parte así siguen siendo percibidos cuando se oponen a algún “proyecto modernizador”, de “interés nacional”.
Las políticas públicas no han dejado de considerarlo desde tal perspectiva y no parece que esto cambie. Tampoco su imagen en el cine nacional ha mudado y el análisis de algunas de la más recientes películas lo confirma. Incluso la galardonada Roma (orgullodeMéxico dijeron los políticos), no consigue escapar a varios de estos clichés. A falta de profundidad emocional, psicológica, la protagonista es nuevamente confinada a la superficie; otra vez máscara y no rostro, contenida en su expresión, en sus emociones. Cleo es una máscara más, que lleva inscrita las mismas connotaciones e implicaciones aún persistentes en la imagen de los indígenas que sigue prevaleciendo, simples clichés que se repiten en ausencia de la voz de quienes así son representados, aún ignorados, mal conocidos y poco apreciados: los sin rostro.
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César Carrillo Trueba Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. |
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de la solapa |
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El cerebro y las emociones. Sentir, pensar, decidir |
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Tiziana Cotrufo y Jesús Mariano Ureña Bares, 2018. Editoral: Emse Edapp, S.L. y Editorial Salvat S.L. |
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Seamos sinceros: hasta ahora, las emociones han tenido
mala prensa. O, como mínimo, no la han tenido muy buen. Esta afirmación seguramente sorprenderá a más de uno, y no tardarán en ponerse sobre la mesa objeciones destinadas a demostrar lo contrario. Al fin y al cabo, la historia está llena de alabanzas genéricas a las emociones, y no cabe duda de que han sido las protagonistas indiscutibles en un terreno tan apreciado como el arte: la ira, el amor, la alegría o la tristeza han sido el tema principal y también la fuente de inspiración de las más grandes novelas, melodías o creaciones plásticas. Todo ello es cierto. Pero si examinamos con mayor detalle nuestro desarrollo cultural y nuestra propia cotidianidad, descubriremos algunos aspectos significativos que desmienten, o cuando menos matizan, esa supuesta admiración que profesamos a las emociones. Empecemos por la historia evolutiva de cada uno de nosotros. Durante la infancia, las emociones son las protagonistas de nuestras vidas. En un abrir y cerrar de ojos, un niño puede pasar de la alegría que da recibir un regalo a la tristeza que siente cuando sus padres tienen que ir a trabajar, de la rabia por tener que compartir un juguete a la tranquilidad que lo invade cuando le leen un cuento antes de acostarse. Sin embargo, tradicionalmente la educación ha ido encaminada a controlar, cuando no reprimir, esas emociones, subordinándolas al juicio o la razón, sobre todo en el caso de emociones negativas como la ira o el asco. Cuando el niño las manifiesta, se le invita a explicar sus motivos, a buscarles un origen, a ser sensato. A medida que crece, le pedimos que reflexione y razone sobre aquello que dice o hace, y así se transmite, aunque sea de manera implícita, un cierto predominio del pensamiento sobre las emociones.
Si ampliamos ahora la perspectiva hasta abarbar la historia de nuestra cultura, encontramos un claro indicador de que las emociones están subordinadas a la razón.
A resultas de todo ello, en nuestra tradición cultural con frecuencia tratamos las emociones no sólo como algo ajeno a la razón, sino como algo que interfiere en su buen funcionamiento. Incluso las emociones positivas, como la alegría o el amor, nos parecen dignas de elogio siempre y cuando no las mezclemos con las “cosas serias”, tales como aprender, pensar o tomar decisiones importantes. Como si fueran ese amigo divertido pero poco fiable por el cual, aunque nos guste pasar un buen rato con él preferimos no dejarnos llevar.
En defesa de las emociones
Lo dicho hasta ahora no pretende ser un alegato en contra de la razón ni de nuestra tradición cultural, ¡faltaría más! Nadie discute que el pensamiento es una facultad íntimamente unida a la condición del ser humano y esta concepción heredada de los griegos es la que ha permitido, con el paso de los siglos, la aparición de un peculiar forma de afrontar y conocer el mundo: la ciencia. Sin embargo, es precisamente la misma ciencia la que, en fechas muy recientes, ha empezado a poner en cuarentena todo lo que hasta hace poco se sabía acerca de las emociones. Gracias a los nuevos avances en el conocimiento del cerebro y a la evidencias experimentales acumuladas a lo largo de los últimos años, ahora sabemos que las emociones, además de hacernos, al igual que la razón, propiamente humanos, desempeñan un papel esencial en el correcto funcionamiento de nuestras “facultades elevadas”. La curiosidad y el asombro —que intervienen en la motivación— son ingredientes indispensables del aprendizaje, ya que memorizamos más y mejor aquellas informaciones que están vinculadas a las emociones; el miedo, a su vez, nos permite tomar decisiones adecuadas en situaciones de riesgo, pues ayuda a anticipar posibles amenazas y peligrosos. Como ya intuyó Charles Darwin, uno de las precursores de la neurociencia afectiva, si las emociones están ahí es porque cumple una función positiva en nuestra supervivencia como especie.
Este es exactamente el propósito del presente libro: hacer una reivindicación, razonada y sensata, de la emociones. In medio star virtus, que dirían los antiguos. Para ello, empezaremos con un primer capítulo destinado a poner un orden y responder a una pregunta fundamental para poder seguir adelante: ¿qué es una emoción? Definiremos sus rasgos esenciales desde el punto de vista científico y haremos un breve esbozo de los principales modelos que se han propuesto para clasificarlas. Una vez que tengamos claro de qué estamos hablando, en el segundo capítulo intentaremos seguirles el rastro e identificar su lugar de residencia. De qué son, pasaremos al dónde y cómo brotan. Nuestras pesquisas, inevitablemente anatómicas, no nos llevarán al corazón, sino a diversas regiones del cerebro. Y es que, como sucede con tantas otras cuestiones humanas, también cuando se trata de emociones, casi todo está en la cabeza.
Equipados ya con un necesario bagaje “académico”, en los siguientes capítulos podremos dedicarnos a profundizar en el conocimiento de las principales emociones, descubriendo las características distintivas de cada una de ellas y cómo intervienen en nuestra vida. De entrada, nos centraremos en las emociones primarias, aquellas que parecen hermanarnos a todos los seres humanos independientemente del entorno cultural en el que hayamos sido educados. Son el miedo, la ira, el asco, la alegría, la tristeza y la sorpresa. Seguiremos con el capítulo dedicado en exclusiva al amor, con el que el libro debería alcanzar su clímax romántico; pero no nos engañamos, aparecerán más neuromoduladores que bellas parejas a la luz de la luna. Ya para acabar, tendremos ocasión de ver a todas las emociones en acción y comprobar que, lejos de ser un obstáculo, resultan imprescindibles para que podamos aprender, recordar y decidir más y mejor Quod erat demonstrandum.
A lo largo de todo el trayecto complementaremos las explicaciones de naturaleza más teórica con la descripción de curiosos experimentos y célebres casos clínicos, como el de Phineas Gage o la paciente S. M. La función de estos ejemplos no es tan solo la de “salpimentar” la teoría. Por un lado, representan el obligado aval empírico que diferencia al conocimiento de la mera especulación sin fundamento o, peor aún, de las simples leyendas urbanas. Si, como decíamos antes, el propósito de este libro es romper una lanza a favor de las emociones de forma sensata y razonada, las pruebas experimentales constituyen un elemento irrenunciable para ello.
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Fragmento de la introducción. | ||||||||||||||
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del cerebro |
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La ciencia de la mentira |
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Claudia Arlene Salazar Aldrete y Hilda Minerva González Sánchez | ||||||||||||||
¿Qué circuitos neuronales se activan cuando mentimos?
¿Existen cerebros diseñados para mentir? ¿Podemos fielmente detectar cuando una persona está mintiendo? Son incógnitas cuya resolución ha sido lenta debido a que el simple proceso cognoscitivo resulta complicado, tanto como definir qué es mentir, ya que implica hacer coincidir múltiples disciplinas como la fisiología y la psicología, y ámbitos como la política y la religión. A fin de facilitar esta tarea, diremos que, de acuerdo con Abe, mentir es: “un proceso fisiológico por el cual un individuo deliberadamente intenta convencer a otro de tomar como cierto algo que se considera falso, típicamente para obtener ganancias o para evitar un castigo”; el rango de actividades que caen en la definición es bastante amplio, incluyéndose en él las mentiras piadosas, las mentiras por omisión e incluso el autoengaño. “Localizar” las mentiras
La corteza cerebral tiene a su cargo diversas actividades, entre ellas las conocidas como ejecutoras que se refieren a las funciones cerebrales que ponen en marcha, organizan, integran y manejan otras. Para la elaboración de una mentira se ha sugerido que varias de estas funciones pueden estar involucradas: la memoria de trabajo, la planificación, la flexibilidad y la monitorización e inhibición de conductas, las cuales permiten que las personas sean capaces tanto de evaluar sus acciones al momento de llevarlas a cabo como de hacer los ajustes necesarios en casos en que las acciones no están dando los resultados deseados. Por ello existe la hipótesis de que el mentir forma parte de las funciones ejecutoras y la corteza frontal es la principal involucrada en llevarla a cabo.
Los estudios de neuroimagen sostienen esta idea; en 2008, Spence y colaboradores estudiaron a diecisiete sujetos sanos para explorar las zonas corticales de mayor actividad durante el proceso de mentir y encontraron que existe un foco de actividad bilateral en la corteza frontal ventrolateral, que está implicada en el control y supresión de conductas inapropiadas como el mentir y en el ”switch de actividades”. No obstante, esta área no está relacionada directamente con el proceso cognitivo que construye el engaño, una tarea que se atribuye a la corteza frontal dorsolateral, que se activa cuando un sujeto produce respuestas nuevas o complejas en reacción a su ambiente, las cuales incluyen la manipulación de la memoria de trabajo, la selección de respuestas y el control cognitivo.
La corteza prefrontal anterior también está implicada en dicho proceso. En 2010, Karim y sus colaboradores concluyeron que tras una estimulación inhibitoria en la corteza prefrontal anterior se logra que un individuo mienta con mayor facilidad, ya que se miente con mayor frecuencia, menor culpabilidad y la conductancia transdérmica (medida por la respuesta autonómica con el polígrafo) no registra ningún cambio significativo.
Asimismo, se ha sugerido que distintos tipos de mentira se asocian con diferentes patrones de activación cerebral. En 2003, Ganis y sus colaboradores mostraron por primera vez la influencia del tipo de mentira en la actividad cerebral; cuando la mentira es espontánea, mayor es ésta en la corteza del cíngulo anterior y en la corteza visual posterior, mientras que si es elaborada, la actividad ocurre en la corteza frontal anterior derecha. La corteza del cíngulo anterior regula funciones autonómicas como el ritmo cardiaco y la presión sanguínea, y se le relaciona con la toma de decisiones y el control de emociones, funciones importantes para el desarrollo de una mentira.
Se pretende que en un futuro seamos capaces de identificar patrones de actividad cerebral particulares que asociemos con diferentes tipos de mentiras. No obstante, tales estudios nos muestran que el proceso de mentir es realmente muy elaborado y requiere la participación de múltiples regiones cerebrales para que se lleve a cabo en forma exitosa. Las regiones cerebrales que parecen estar principalmente implicadas son las cortezas frontales dorsolateral y ventrolateral, así como la corteza prefrontal anterior, que en conjunto permitirían al individuo tener un mejor control cognitivo en la elaboración de una mentira, así como en la supresión de respuestas involuntarias que podrían delatarlo como culpable.
Por otro lado, los estudios previamente mencionados tienen como limitantes que en ellos existe la instrucción específica de mentir y la falta de consecuencia al hacerlo, es por ello que diversos grupos de investigación han optado por estudiar a personas que podrían estar imposibilitadas para mentir. Entre ellos encontramos a los pacientes con enfermedad de Parkinson, que curiosamente han sido caracterizados como personas “honestas”, ya que los diversos cambios neurodegenerativos observados en ellos llegan a afectar sus capacidades ejecutoras y por lo tanto hacerlos parecer como tales, y se ha demostrado que presentan mayor dificultad para mentir, lo cual se correlaciona de manera positiva con una menor actividad metabólica en la corteza prefrontal dorsolateral.
Implicaciones evolutivas
Para mentir con éxito, al parecer, la misma evolución nos ha dotado de un desarrollo cerebral ventajoso. En este contexto, Richard Byrne y Nadia Corp asumieron que si el mentir es un proceso evolutivo, debería estar asociado con la presencia de estructuras filogenéticamente nuevas como la neocorteza y, por ende, presente en especies con “inteligencia superior, como los primates, quienes poseen las redes de interacción social más complejas” y, según describen, son capaces de utilizar la mentira táctica, definida como “una serie de actos del repertorio normal de un individuo desplegados de tal manera que se malinterprete una circunstancia, generando una ventaja para el que las lleva a cabo”. En este grupo el desarrollo cortical parece estar relacionado con el índice de mentiras tácticas, ya que se encontró una correlación positiva entre el volumen neocortical y el uso de tal recurso.
Tratando de extrapolar esto a los seres humanos, debemos enfocarnos en el desarrollo de las diferentes áreas corticales. Las neuronas que conforman la corteza alcanzan su pico máximo al momento del nacimiento, sin embargo, posteriormente existen procesos de remodelación, en donde la corteza prefrontal es la última en terminar su desarrollo. El pico máximo lo alcanza entre dos y seis años de edad, pero se extiende hasta aproximadamente los dieciséis, un periodo que se ve fuertemente influenciado por el ambiente que rodea al individuo y en donde ocurren procesos únicos de sinaptogénesis y el establecimiento de circuitos neuronales especializados. Un estudio que apoya dichos hallazgos es el efectuado por Yaling Yang y su colaboradores en 2005 mediante diversos cuestionarios y que, apoyados por la técnica de resonancia magnética, cuantificaron la proporción de materia gris y materia blanca, encontrando que un grupo de mentirosos patológicos poseían un cociente menor de materia gris en relación con la blanca, disminución que llegaba a ser de hasta 22% comparada con el grupo control, lo cual les confería diferencias anatómicas que les facilitaban las múltiples actividades necesarias para mentir con éxito.
Detección de mentiras
Un campo muy activo en la investigación es la detección de mentiras, dedicado al desarrollo de tecnologías capaces de determinar cuándo miente un sujeto. Considerando la definición de mentira inicial, debemos tomar en cuenta que mentir es un proceso fisiológico con actividades autonómicas claramente medibles, como el cambio en la conductancia transdérmica, la presión arterial y la frecuencia respiratoria, que son reguladas por el balance de las respuestas del sistema nervioso autónomo. Estas respuestas autonómicas constituyeron, en un principio, la base para la generación de aparatos para detección de mentiras, como el polígrafo diseñado por Marston en 1923, el cual se basaba únicamente en los registros de variación de la tensión arterial. Su observación seguía un algoritmo simple que incluye de manera lineal: estímulo (la pregunta del investigador), pensamiento (sobre lo que se ha de responder), emoción y adaptación (autocontrol) lo cual conlleva a generar la respuesta al cuestionamiento original. A pesar de que esta última es modulada por el individuo en el interrogatorio, todos los cambios previos adaptativos no lo son y para Marston dicha respuesta indicaba indudablemente culpabilidad.
Ha de mencionarse, sin embargo, que la eficacia de este método, el polígrafo, oscila entre 90 y 95%, debido a que un pequeño porcentaje de respuestas está ligado al miedo, la angustia, el coraje y la presión de ser sometidos a un interrogatorio, por lo cual debilita la posibilidad de su aplicación en diversos ámbitos como el legal. Existen asimismo abordajes claramente encaminados a apoyar las observaciones realizadas por poligrafistas, como el lenguaje corporal, cuyas expresiones, en conjunto, llegan a ser más relevantes que la comunicación verbal, alcanzando hasta 70% de nuestra comunicación global. Un indicador importante es la posición que adoptamos al dirigirnos al receptor: los pies firmemente colocados, la extensión de las palmas de las manos y una cara con expresiones no exageradas tienden a mostrarnos a una persona honesta; por el contrario, unos pies vacilantes, manos ocultas y expresiones forzadas muestran que una persona probablemente nos está mintiendo; pero tampoco es una regla esto, ya que la mayoría del lenguaje corporal radica en expresiones que duran microsegundos. Un último indicador importante es la voz, que tiende a ser más aguda cuando de mentir se trata.
No obstante, ninguno de estos métodos resulta del todo fiable, dado que tan activo es el campo de investigación en el área como lo es el entrenamiento para eludirlo. Lo que sí podría resultar confiable es la observación de lo que el acto de mentir requiere, a saber el control de muchos procesos y la activación de circuitos neuronales encargados de procesos superiores como el razonar lo que respondemos, mantener la ilación y coherencia del relato, analizar la respuesta del receptor, controlar la comunicación no verbal, generar memoria a corto y largo plazo, mantener en control las emociones, inhibir la moral y un sinfín de recursos necesarios que son, por supuesto, mucho más demandantes que simplemente decir la verdad.
Conclusiones
Es incuestionable que el proceso de mentir resulta muy complejo, puesto que involucra el control de múltiples circuitos cerebrales para la elaboración de un relato, el análisis de la respuesta del receptor, la regulación de la respuesta corporal autónoma, la generación de memoria, entre otros, que hacen del acto de mentir algo mucho más elaborado que simplemente ser honesto. Al parecer, la evolución nos ha privilegiado con el desarrollo de estructuras que facilitan este acto, las cuales se encuentran en la neocorteza, pues diversos estudios indican que el mentir está ligado a las funciones ejecutoras corticales. Se sugiere que parte importante de este proceso lo realiza la corteza prefrontal organizando la inhibición de la verdad y la generación de respuestas falsas. Apoyando esta teoría, se ha encontrado que la honestidad observada en los pacientes con enfermedad de Parkinson puede ser causada por el daño en la corteza prefrontal, lo que abre la perspectiva de que, para el descubrimiento de las bases neurológicas genuinas del proceso de mentir, es necesario investigar tanto en individuos sanos como en aquellos con algún tipo de daño cerebral.
Estos hallazgos representan un importante avance en la comprensión del complejo comportamiento humano, sin embargo, aún se necesitan más estudios para delinear los mecanismos neurales relacionados con diversos aspectos de las mentiras como definir el por qué un individuo decide mentir. Seguramente este campo continuará en un activo desarrollo, puesto que el mentir es algo inherente al mero proceso de interacción social; después de todo, las pequeñas mentiras o rumores generan y consolidan vínculos entre los grupos sociales.
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Referencias bibliográficas
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Claudia Arlene Salazar Aldrete Facultad de Medicina, Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Hilda Minerva González Sánchez Centro de Investigación sobre Enfermedades Infecciosas, Instituto Nacional de Salud Pública. |
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