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Marcelino Cereijido y Fanny Blanck-Cereijido      
               
               
Sería de buen tono comenzar un artículo científico definiendo
los conceptos que se habrán de tratar; pero sucede que los de vida y sobre todo el de tiempo han eludido con éxito y durante milenios el esfuerzo de filósofos, cosmólogos, físicos, psicólogos, biólogos y por supuesto, artistas de toda laya por encerrarlos en alguna definición que sea aceptable para todos. Pero entonces, ¿cómo se las habrán ingeniado para referirse a la vida y al tiempo todos aquellos que se ocuparon de estos conceptos? Veamos algunos ejemplos.
 
San Agustín de Hipona resume su posición así: “Si no me preguntan yo sé que es el tiempo. Pero si me piden que lo explique no puedo hacerlo (…) pues hay tres tiempos y los tres son presentes: el presente del presente en el que escribo estas líneas, el presente del pasado del que sólo me ha quedado una memoria presente, y el presente del futuro, del que por ahora tengo apenas una anticipación". Esta actitud debería resultar aleccionadora para quienes escuchan (en el presente) las vibraciones acústicas (actuales) producidas por la cinta plástica de un cassette copiado en Nueva York hace dos meses, al pasar (ahora) por una grabadora fabricada hace menos de un año en el Japón, escuchar un sonido que identifican con la voz de Enrico Caruso cantando Vesti la Giubba… ¡y creer sincera y nostálgicamente que están oyendo un pasado de setenta años!
 
Otra de las actitudes que aquí llamamos “sinceras” fue la del físico Richard Feynman, laureado con el Premio Nobel, quien en su curso de Dinámica, cuya variable central es justamente el tiempo, ante la dificultad en definirlo confesó: “El tiempo es cuánto tenemos que esperar”, y luego: “El tiempo es lo que pasa… cuando no pasa nada”. Por último, Gardel y Lepera, en su tango “Volver”, cantan:
  
Volver, con la frente marchita
las nieves del tiempo
mancharon mi sien.
Sentir que es un soplo la vida,
que veinte años no es nada
 
De modo que, a pesar de “no ser nada”, el tiempo tiene nieves y otros atributos de los que dan cuenta expresiones como: “El tiempo es oro”, “Hay que darle tiempo al tiempo”, “No tengo tiempo”, “Voy a hacerme tiempo”, “He conocido tiempos mejores”, “En mis tiempos…”, “El tiempo todo lo arregla”, “El tiempo cruel no perdona”, “El tiempo pasa volando y sin embargo deja huellas”.
 
Por supuesto, se trata de metáforas en las que el tiempo, a pesar de no ser nada, presenta propiedades insólitas, tales como ser de metal, recibir préstamos, poder ser fabricado por quien lo necesita, haber sido mejor en el pasado, pertenece a alguien, sabe componer  cualquier tipo de entuerto, ser cruel, volar.
 
La metáfora más ilustre respecto al tiempo la introdujo Heráclito, al comparar el fluir del tiempo con el de un río. Pero en el caso del río, al menos sabemos qué es lo que fluye: agua; respecto a qué fluye: las orillas que se consideran fijas; y cuánto fluye: tantos metros cúbicos por segundo. En cambio, en el caso del tiempo, ¿qué es lo que fluye?, ¿respecto a qué fluye?, y ¿cuánto fluye? ¿un segundo por segundo?    
 
Por último, el vulgo cree que el tiempo es producto del reloj y el calendario, sin advertir que a lo sumo se está refiriendo al cambio de la posición de las manecillas, o la disminución (o sea, otro cambio) del número de hojas del calendario, o del contenido de carbono catorce de un hueso de gliptodonte, son transformaciones en el tiempo, es decir, que al hablar de dichos cambios, están presuponiendo un tiempo en que esos cambios ocurren. En la misma vena, hay incluso doctos cosmólogos que están convencidos de la existencia de una “flecha temporal”, cuya dirección (de pasado a futuro está dada por el aumento de la entropía del Universo: de dos estados, el que tenga más entropía es posterior. Pero no advierten que es necesario presuponer un tiempo, es decir, algo así como un hipertiempo (con una dirección pasado ? presente ? futuro) en el cual se ubicarán secuencialmente el estado anterior (de baja entropía) y el estado posterior (de alta entropía). Por suerte los termodinamistas más rigurosos, como el físico mexicano Leopoldo García Colín, señalan que no se puede extender el Segundo Principio como para fundamentar esas “flechas temporales”. Con todo, hay cosmólogos creen haber detectado nada menos que los sitios y momentos del nacimiento del tiempo: en la Gran Explosión o en los bordes de los agujeros negros. Pero, para decirlo pronto: nadie ha concebido jamás un experimento para demostrar que hay un tiempo que transcurre. Gardel y Lepera parecen haber dado en la tecla:  “Veinte años no es nada”.
 
Hay incluso exasperados que han llegado a exclamar: “¡Muy bien, no hay ninguna evidencia de que el tiempo transcurra!”. Por lo tanto, el mentado transcurrir del tiempo ni siquiera es una ilusión, pues no entraña ningún engaño a nuestros sentidos (como cuando nos parece que la ropa oscura nos hace ver menos gordos), sino tan solo un mito. Han llegado a suponer que la realidad es estática (como las fotos de una película de cine, o las páginas de una vieja novela) pero que nuestra mente, al captarlas secuencialmente, les atribuye un tiempo en el que los personajes “cobran vida”: cada vez que leemos el Quijote de Cervantes, hacemos que el famoso “Flaco” vuelva a cargar contra molinos de viento, cada vez que leemos Hombre de la Esquina Rosada de Borges, trenzamos a los cuchilleros en salvaje duelo en el que el Corralero vuelve a caer muerto para nosotros.
 
Así, recorriendo posiciones ya cándidas, ya doctas, llegamos a la biología, pues al fin y al cabo nuestro artículo incluye la vida en su título. Una de sus ramas más distinguidas y recientes estudia los ritmos: latidos, secuencias automáticas de inspiración/expiración pulmonar, peristaltismo intestinal, oleadas de potenciales eléctricos neuronales, menstruaciones, hibernaciones, migraciones, generaciones (abuelos, padres, hijos, nietos).      
 
La relación de los organismos con el tiempo es notable. Así, unicelulares tan sencillos como el plasmodio que provoca la malaria, invaden la sangre del enfermo por el atardecer, momento en el que tiene mayor probabilidad de que las picaduras de un mosquito lo propaguen a otras víctimas. Los perros aprenden a medir el tiempo: si el investigador toca un timbre y espera veinte minutos antes de darles alimento, los animalitos se acostumbran a esperar con bastante exactitud veinte minutos antes de segregar saliva. Se ha visto que cuando se les pide que estimen la duración de un minuto sin mirar el reloj, los hipertiróideos dicen “ya” en apenas treinta segundos y los hipotiróideos a los noventa. Se han asociado los trastornos menstruales de las azafatas con los cambios horarios debido a sus viajes intercontinentales. Se han encontrado centros cerebrales cuya lesión altera la noción del tiempo y la coordinación de los ritmos temporales.
 
De modo que la única “evidencia” de que hay un tiempo que transcurre, parece consistir en que tenemos la sensación de que sí lo hay (podemos aburrirnos hasta la exasperación en la sala vacía a la que además hemos olvidado llevar el reloj) y llamamos a esa sensación “sentido temporal”. Pero cada sentido debe tener una señal y un receptor. Por ejemplo, la vista tiene como señal la luz y como receptor la retina; el olfato tiene como señal las moléculas odoríferas y como receptor la nariz; la audición tiene como señal el sonido y como receptor los tímpanos. Pero, ¿cuáles son las señales y los receptores del “sentido temporal”?           
 
Theodosius Dobzhansky afirmaba que nada en biología tiene explicación, salvo que se lo relacione con la Evolución biológica. Intentemos entonces entender la naturaleza del tiempo analizando el papel evolutivo del “sentido” temporal.
 
Las ventajas que otorga el “sentido” temporal están reflejada en frases como: “Hombre prevenido vale por dos”, “La próxima gasolinera está a media hora”, “Tiene 180 pulsaciones por minuto”, “Ganamos en tiempo suplementario”, “El secreto de la victoria, es saber de antemano”. Toda estrategia es un plan de lo que se ha de hacer en función del tiempo. Así, un maestro del ajedrez puede detectar en nuestra apertura el defecto que, dentro de veinte jugadas, se transformará en una debilidad insalvable… y dispone su juego para aprovechar el error y derrotarnos.
 
Nuestra mente, que puede pensar la realidad en función del tiempo, imagina fenómenos tan lentos como la evolución de todo el Universo a partir de la Gran Explosión (miles de millones de años) y explicarlo en una hora de clase, o tan rápido como el decaimiento del bosón Z° (2,65 × 10–25 segundos) ¡y tomarse también una hora para explicarlo! Pero, para tomar ejemplos relacionados a la supervivencia: gracias al cálculo de dinámicas, el hombre puede esquivar un lanzazo, predecir el movimiento de presas y predadores, plantar un vegetal en cierto momento del año y tener en cuenta cuándo deberá regarlo y cuándo cosechar. El “sentido temporal” hace que podamos captar relaciones tales como nublado-lluvia, sembrado-cosecha, apareamiento-crías. Una mejor elaboración de esas secuencias temporales nos lleva a entender sus mecanismos y transformar las secuencias en cadenas causales: causas antes, efectos después. Una elaboración social mucho más profunda y compleja de estas cadenas causales, acabará por generar ramas enteras de la ciencia (por qué llueve; por qué crecen los vegetales; por qué suceden las reacciones entre moléculas; por qué se hace la digestión; por qué cayó el Imperio romano; por qué ocurrirá un eclipse dentro de tres años y dos meses a las 3:45; por qué me duele el epigastrio y, concomitantemente, se me puede anestesiar y resecarme el trozo de estómago ulcerado que, de lo contrario, acabaría por matarme).
 
De manera que el “sentido temporal” ayuda a sobrevivir, y la lucha por la vida va seleccionando a aquellos organismos que pueden evaluar una cantidad cada vez mayor de futuro… y aquí estamos.
 
La vida en el planeta es un colosal proceso ordenado jerárquicamente. En el nivel más bajo ocurre un endemonial de reacciones químicas, en el que los tiempos se miden en el rango del fentosegundo (10–15 segundos), y de difusiones de moléculas de un sitio a otro de la célula en el orden del microsegundo (10–6 segundos). El “orden” aquí está expresado en las leyes de la química y de la difusión. Esas reacciones están reguladas por enzimas que codificadas en los genes cuya conducta es descrita por las leyes de la biología molecular, que se van imbricando con las leyes de la fisiología celular, ciencia que explica el orden de las señales químicas intracelulares, los potenciales eléctricos de las membranas, la estimulación e inhibición de receptores, los contactos celulares y las propagaciones de otras señales que ocurren en el rango del milisegundo (10–3 segundos). Pero las células de un organismo no tienen libertad de hacer cualquiera de las cosas de las muchas que podrían hacer, pues están sujetas a relaciones intercelulares, dependen para su nutrición del resto del organismo, están controladas por otra maraña de señales hormonales y eléctricas.               
 
Los niveles celulares, tisulares y de órgano tienen por encima el nivel jerárquico de los diversos sistemas que se coordinan formando los organismos: el aparato digestivo, el circulatorio, el endócrino, el nervioso, el muscular… Aquí las dinámicas se describen con leyes propias de la gastroenterología, la cardiología, la endocrinología… Aquí los fenómenos tienen escalas temporales del segundo, como es el caso del latido cardiaco y del ritmo respiratorio; del minuto, como los parpadeos y la circulación; de las horas como son los procesos digestivos; del día, como son los ciclos sueño/vigilia; del mes, como son las menstruaciones.       
 
Y así siguiendo, encontraríamos por encima los niveles de grupos y poblaciones, hasta llegar a toda la biósfera que, según algunos biólogos, se llega a comportar como un único y enorme organismo (Gaia), cuyo ordenamiento se describe con leyes propias de la ecología y, salvo la deletérea perturbación que introduce el ser humano con sus cacerías, depredaciones e industrias, tiene fenómenos temporales del orden de los millones de años.
 
Cabe advertir que el mundo biológico no contiene “cosas” estáticas, sino procesos dinámicos que tienen un orden temporal característico. Aquí el lector podría dudar: “Sí claro, la digestión es un proceso… pero, ¿acaso un árbol no es una cosa?” No. No lo es desde el punto de vista de este artículo, pues fue semilla, retoño, árbol, y mañana convertirse en una mesa, o un tinglado, un tobogán, leña. Aun si no lo cortaran para enviar sus maderas a un aserradero, los árboles no son eternos: tienen metabolismo el agua, las sales y los gases ingresan a él y pasan a ser el árbol, sus frutos caen, se los comen los pájaros, los árboles se pudren, se secan, los quema un rayo o un incendio forestal. Un ratón, un simple ratón, es un proceso que dura apenas dos o tres años. Una mariposa es un evento mucho más rápido, y una bacteria es por media hora el sitio de paso casi fortuito de moléculas. ¿Qué fueron Atila y Moctezuma en escala temporal cósmica?
 
La vida depende de que todos esos procesos, desde la glicosilación de una proteína hasta la migración anual de una golondrina, se cumplan dentro de escalas temporales adecuadas. Por ejemplo, cualquier reacción de la química biológica se puede efectuar en un tubo de ensayo, pero lo haría tan lentamente que no sería compatible con la vida. Dentro de una célula, en cambio, las enzimas aceleran la reacción miles de veces, en duraciones preciosamente ensambladas con los procesos difusivos, con la biosíntesis de otras enzimas en el momento adecuado. El corazón podría latir casi en cualquier momento, pero para que el organismo viva debe contraerse un número bastante fijo de veces por segundo. El cerebro no funcionaría si cada neurona, cada centro, descargara sus señales al azar. El oído tiene andanadas informativas con las que, como un correo que pasa a retirar el contenido de los buzones un par de veces al día, envía “paquetes” de información acústica cada 3 segundos, gracias a lo cual, según algunos psicólogos, tenemos sentido de la poesía y de la música.
 
Así como hay escritores que publican obras como “El Tiempo en la Arquitectura”, “El Tiempo en la Música”, “El Tiempo en la Historia”, en los que se describen cosas que ocurren en un tiempo que (supuestamente) transcurre, los fenómenos vitales que acabamos de mencionar no manejan el tiempo, sino que ocurren con cierta periodicidad en las diversas escalas temporales que fuimos mencionando, pero al tiempo en sí (suponiendo que haya algo que se llame tiempo) no le ocurre absolutamente nada.  
 
El sentido del tiempo le permite al hombre prever un futuro en el que él habrá de morir. El convencimiento de la inevitabilidad de esta muerte le causa una angustia tan grande, que lo mueve a imaginar esquemas mitológicos en los que vendrá Osiris a llevárselo en una barca por el Nilo, o llegarán las Valkirias para premiar su valentía transportándolo al Walhala, o lo resucitará el Dios judeocristiano para someterlo a un Juicio Final. Según los antropólogos, historiadores y psicólogos, la angustia ante la muerte es uno de los motivos centrales de que el ser humano desarrolle civilizaciones, y crea en tiempos que fluyen cíclica o linealmente.
 
Ahora bien, el progreso de esas civilizaciones ha generado una ciencia y una tecnología que permiten entender el fenómeno biológico y modificar la vida artificialmente, en el sentido de que el número, variedad, tamaño y actividad de nuestros animales, huertos, jardines, bosques y de nosotros mismos, reflejan lo que la humanidad ha hecho con ellos.
 
La muerte, sus múltiples causas, el momento y las circunstancias de la vida en que ocurre dependen de una constelación de factores, entre los que predomina el factor genético. Que el núcleo de un huevo fecundado vaya a generar una lagartija o un faisán, depende de la información que atesoran sus genes y las circunstancias ambientales en que se ejecuta esa información. Pero el hecho de que una mosca viva veinte días, un ratón tres años, un gato diez, un caballo quince, un elefante cincuenta y una persona setenta es todavía un misterio que la biología moderna se encarniza en tratar de descifrar.
 
A lo largo de nuestra vida el “sentido del tiempo” va cambiando. Para un niño pequeño, el pasado es un lugar chato donde convivieron Colón, Pulgarcito y su abuelo. Si le dicen que habrá de ser presidente, se verá a sí mismo ejerciendo la primera magistratura en medio de personajes adultos… pero reteniendo su forma, tamaño y puntos de vista actuales. Cuando medite sobre la muerte pensará que es algo que le ocurre a los demás. Cuando sea anciano, en cambio, toda muerte ajena referirá a la propia. Cuando sea adolescente, pensará que tiene por delante “todo el tiempo del mundo”. Recién cuando sea adulto su “flecha temporal mental” le hará pensar que hay una muerte esperándolo. Tampoco esa flecha es una “cosa”, sino un concepto elusivo, un sentimiento misterioso pues, así como la visión del tiempo que tiene el ser humano, ha ido cambiando con el tiempo, también su sentido temporal cambia con el tiempo.
 
Lo notable es que esa “flecha temporal” funcione solamente en el nivel consciente, pues según los psicoanalistas, el inconsciente no se maneja con el tiempo cotidiano. Un aroma, una vieja carta, una antigua melodía, nos enciende de pronto el recuerdo de un pastel, una novia, una musiquita, que se mantuvieron incólumes en la memoria.
 
En una reciente mesa redonda, la escritora Ángeles Mastreta, nos explicaba que ella caía dolorosamente en la cuenta del transcurso del tiempo, cuando al observar a un muchacho guapo, pensaba que sería un excelente novio… para su hija. Pero enseguida celebró que, en nuestra exposición anterior, nosotros hayamos argumentado que no hay ninguna evidencia de que haya un tiempo que transcurre.
articulos
       
Referencias Bibliográficas
 
Blanck Cereijido, F., (comp.), 1983, Del tiempo: Cronos, Freud, Einstein y los genes, Folios Ediciones, México.
Blanck Cereijido, F., 1988, La Vida, el Tiempo y la Muerte, Fondo de Cultura Económica, México.
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Fernández-Guardiola, A., 1983, “El sentido del tiempo o el tiempo subjetivo”, en Del Tiempo, F. Blanck de Cereijido (comp.), Folios Ediciones, México.
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Walford, R. L., 1983, Maximum life span, W. W. Norton and Co., New York.
     
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Marcelino Cereijido
Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav),
Instituto Politécnico Nacional.
 
Fanny Blanck-Cereijido
Asociación Psicoanalítica Mexicana.
     
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cómo citar este artículo
Cereijido, Marcelino y Blanck-Cereijido, Fanny . 1994. La vida y el tiempo. Ciencias núm. 36, octubre-diciembre, pp. 59-66. [En línea].
     

 

 

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