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Gabriel da Costa Ávila
     
               
               
La naranja mecánica es una ópera rock en un sentido
bastante preciso. A pesar de no ser un musical, todo en ella tiene espectacularidad. Musicalizado por una potente banda sonora en la cual se agrupan algunas de las obras magnas de la música clásica occidental (La novena sinfonía de Beethoven, la apertura de Guilherme Tell de Rossini además de una versión del Funeral Music for Queen Mary, de Henry Purcell, ejecutada en sintetizador), la violencia y el sexo son excesivamente teatralizados, sin que eso los haga menos chocantes. La escena, ya considerada clásica, donde Alex y sus compañeros golpean a un escritor y estupran a su mujer mientras Alex canta Singin’ in the Rain a capella es, por cierto, perturbadora. Se trata de una película clave para entender algunas de las preguntas más candentes de la cultura occidental contemporánea, y aborda además temas centrales para asignaturas como la historia y la sociología.

Analizar una película tan rica, densa y fascinante exige una dosis de sobriedad. Tal vez Frederic Jameson tenga razón cuando dice que, para analizar una película, es necesario “traicionar el objeto”. Si fracasamos en el intento, el comentario se convierte un simple adorno, menos relevante que las palomitas de maíz que nos acompañan durante la sesión. Debemos tratar de posicionarnos críticamente, escapar —aunque no totalmente— de su encantamiento a fin de percibir las tensiones entre la experiencia que la película proporciona y la estructura (cultural, política, económica, etcétera) subyacente.

Desde el enfoque de la historia de las ciencias se intentará abordar la forma en que la relación entre el progreso de la ciencia y el progreso moral aparece en la película, y cómo podemos vincular los argumentos empleados con la configuración histórica del momento de su producción.

Estrenada en 1971, A Clockwork Orange se basa en la novela homónima del escritor inglés Anthony Burgess, publicada nueve años antes. La adaptación fue dirigida por Stanley Kubrick —consolidado como un gran director desde fines de los sesentas. La trama tiene lugar en Inglaterra, en un futuro próximo indeterminado, en un paisaje urbano decadente. No hay mucho espacio para las imágenes de excesos y de vigor que, a menudo, se asociaban al futuro de las naciones ricas en los relatos de ficción de la misma época. Inglaterra está bajo el mando de un gobierno de rasgos totalitarios. Y aquí, La naranja mecánica —y esto vale tanto para el libro como para la película— se inserta en una tradición en la cual podríamos incluir la novela 1984, de George Orwell, publicado en 1949, y el cómic escrito por Alan Moore y que se filmó en 2006 como V de Venganza, obras en donde el futuro se caracteriza por la ascensión de fuerzas conservadoras al comando del Estado, un aparato totalitario y represivo, con la consecuente explosión violenta de los marginados.

Sin embargo, en La naranja mecánica existe una diferencia fundamental: aquí se retira a su protagonista cualquier conciencia de lucha política contra el régimen, Alex es siempre fácilmente cooptado por los grupos políticos en disputa, sin nunca esbozar siquiera una opinión sobre las condiciones políticas que lo rodean. Es el líder de un grupo de cuatro jóvenes desempleados de clase baja que se pelea con otras pandillas y comete delitos graves, como agresiones, robos, estupros y asesinatos. Sus códigos los identifican con las “tribus urbanas” —principalmente el uso de una especie de uniforme y del nadsat, un complejo conjunto de jergas derivadas del idioma ruso, inventadas por el autor del libro—, y utilizadas por Kubrick en la película— y realizan ataques aparentemente al azar, lo que sugiere un caos en un sistema político y social que impone un orden sofocante.

En primer lugar, la tensión no parece ser entre orden versus caos, sino un choque entre dos órdenes diferentes: por un lado, el del Estado, el oficial, que penetra pérfidamente en el tejido social y actúa para legitimar sus acciones y transforma en desorden y caos todo lo que no se ajusta a su (limitado) espectro, marginándolo y tratándolo como una desviación, como algo patológico. Este mecanismo se aprecia claramente en la secuencia en que Alex se encuentra por primera vez con su agente de la condicional, el Sr. Deltoid.

Por otro lado, existe el orden que regula la convivencia de Alex y sus druguis (término que significa amigo o compañero en nadsat) con una jerarquía, un líder que tiene prerrogativas y privilegios y dirige. Es un orden arbitrario e intransigente, y por ello motivo de mucha tensión en el grupo. Su existencia es la causa de un gran cambio en la trama.

Otro aspecto que merece mayor atención es el perfil de las víctimas de los ataques, que apunta a una fisura generacional típica de fines de los sesentas e inicio de los setentas. Aunque pocas escenas expliciten un modelo de selección de víctimas, es curioso que, a excepción de la pelea con la pandilla de Billy Boy, todos los que sufren violencia de Alex y su grupo son mucho más viejos que ellos. Uno de los discursos que muestra esa tensión entre la “juventud” y la “vejez” es el diálogo que antecede a la paliza recibida por el mendigo irlandés, y se afirma con las actitudes infantilizadas del grupo, que da nombres de juegos a sus crímenes y “se droga” ingiriendo aditivos sintéticos disueltos en leche. Por su parte, los personajes más viejos buscan, en vano, una explicación coherente a ese comportamiento juvenil.

Esa tensión nos muestra la ascensión de la juventud como agente político decisivo a mediados de esa década —la juventud es un segmento social que surge sólo en el siglo XX como consecuencia de ciertos cambios estructurales en las sociedades industrializadas y urbanizadas que posibilitaron a los analistas sociales encarar como una especie de unidad de realidad a los seres humanos que están con una misma edad, presentando una serie de aspectos étnicos, de clase social, de género, de nivel de escolaridad, etcétera, que van a conformar a las diversas culturas jóvenes.

Así, la generación nacida entre la segunda mitad de los cuarentas y el comienzo de los cincuentas se transformaba en un problema. Las estructuras sociales tradicionales no parecían preparadas para la “onda joven” que daría el tono a los grandes cambios sociales, políticos y culturales, asumiendo el protagonismo en la lucha por nuevos modelos de participación política y derechos sociales.

Curiosamente, en la Inglaterra futurista de La naranja mecánica la juventud representada por Alex y sus druguis se encuentra en una posición de desvío y marginada, sin acceso a los canales de inserción social, no está politizada, y en ese sentido la película asume una posición reaccionaria. Mi suposición es que la película trata de insinuar que la presencia de un poder autoritario y represivo polariza radicalmente las tensiones —generacionales, pero también de clases, ya que Alex pertenece a una familia de trabajadores asalariados— originando una alternativa alienada y violenta para los deseos juveniles. Queda clara la falta de consciencia política de nuestro protagonista, un burlador, nihilista e iconoclasta casi que instintivamente, cuyas preocupaciones son prioritariamente estéticas, como su fascinación por Beethoven.

La simple reproducción de las estructuras jerarquizadas del poder, sin un proyecto consciente, torna frágil el liderazgo de Alex sobre sus compañeros, y en una de sus aventuras criminales lo traicionan, por lo que acaba preso. En ese punto la película da un giro: el antihéroe, cruel y amoral, responsable de tales atrocidades, es despojado de todo lo que tiene. Una secuencia clave capta este ritual. Antes de ser llevado al calabozo, lo desnudan y le quitan su nombre, transformándolo en un número en el sistema penitenciario; con una dosis de placer sádico el jefe de la guardia penitenciaria anuncia que ahora es el “prisionero 655321”. Esta ausencia tendrá como resultado el surgimiento de un “nuevo” Alex. Después de dos años preso, se aproxima al capellán con un interés (hipócrita) por la lectura de la Biblia, y se transforma en un modelo de buena conducta, en un adulador oportunista.

Ese ímpetu supuestamente servil llama la atención del Ministro del Interior cuando visita la cárcel, y es elegido para participar en un programa experimental que tiene por objeto recuperar a los criminales transformándolos en “ciudadanos de bien”, lo cual se realiza por medio de la aplicación de la “técnica de Ludovico” —rigurosamente conducida por respetados investigadores, con sus habituales y caricaturescos delantales blancos—, cuya finalidad es la anulación de los impulsos violentos. Basados, supuestamente, en la exposición intensa y controlada del paciente a sesiones de películas con escenas de violencia, y la administración de drogas auxiliares para el tratamiento (se ve a Alex recibiendo una inyección que contiene un “suero experimental”), las sesiones no se parecen a una proyección de cine.

En una de las escenas más clásicas de la película, Alex lleva una camisa de fuerza y tiene sus párpados atrapados por ganchos metálicos, de forma que no pueda cerrar los ojos, y su cabeza está atada a un sitio del cual salen varios cables. Al fondo de la sala, varios científicos siguen de cerca el tratamiento, rodeados de diversas máquinas con páneles luminosos, aparentemente midiendo la eficacia. Todo el ambiente se identifica con la descripción de un centro de investigación, con equipos y grandes laboratorios.

Lo que la “técnica Ludovico” anhela es condicionar el comportamiento de Alex, tornándolo incapaz de cometer actos de violencia. Como explica el jefe del grupo de científicos, Dr. Brodsky, la combinación entre el efecto terrible del “suero experimental” —fuertes nauseas, malestar, y “parálisis similar a la muerte, además de una profunda sensación de terror y desamparo”— y las escenas de violencia tendrán como resultado asociaciones mentales permanentes. De esta forma, cada vez que trate de cometer un acto violento o al presenciarlo, el paciente reaccionará sintiendo nuevamente los terribles efectos de la droga que le inyectaron durante el tratamiento.

El gesto excluyente del progreso
 
Hay una escena que muestra claramente la relación entre progreso científico y progreso moral, la del “teatro de la prueba” que demostrará públicamente el éxito innegable de la “técnica Ludovico” en el tratamiento de criminales. En un escenario, ante el público, el Ministro del Interior presenta a Alex como un nuevo hombre, transformado, “curado por la ciencia”, fruto de una nueva política penal que acabará con la criminalidad. En la audiencia están, lado a lado, el capellán y el jefe de la guardia penitenciaria y el científico que dirigió el proyecto Ludovico. Algunas personas más asisten a la exhibición, probablemente los científicos del equipo y políticos del partido gubernamental. Obviamente, representan algunas instituciones fundamentales de la modernidad: la Iglesia, la policía, el Estado y la ciencia. A pesar de las disputas que marcan la implementación de una “nueva teoría penal”, todos están supuestamente alineados con el proyecto de redención y cura que la ciencia posibilitaría y del cual Alex es sólo una pequeña muestra. Es el primer paso para el fin de la criminalidad y para una sociedad ordenada. Más que nada, les recuerda el Ministro del Interior, era una promesa de campaña del gobierno que ahora parecía hacerse posible gracias a la participación de la ciencia.

Comienza el “show” y someten a Alex a las pruebas que supuestamente muestran su recuperación. Primero lo ponen delante de un hombre que lo agrede verbalmente y físicamente. Incapaz de reaccionar, Alex comienza a tener nauseas insoportables y se queda postrado, lamiendo la suela del zapato de su agresor. Enseguida, una bellísima modelo, casi desnuda, se le ofrece, y nuevamente las nauseas y el malestar lo atacan; no consigue tocarla. El espectáculo acaba y todos aplauden satisfechos; el tratamiento es un éxito.

Al final de la demostración, el Ministro del Interior hace un discurso en favor de la aplicación de ese método, más efectivo, según su opinión, para enfrentar la criminalidad. Afirma que es el ímpetu en dirección a la acción negativa, criminal, lo que —paradójicamente— empuja al criminal reformado hacia el bien, revirtiendo los efectos brutales causados por las acciones violenta, al obligarlo a actuar pacíficamente.

Sin embargo, el capellán plantea una objeción de carácter moral y refuta los resultados: ¿cómo se puede considerar un criminal como “recuperado” o “curado”, si no fue capaz de elegir ese cambio?, pregunta. Si sólo es empujado por el insoportable malestar físico a no actuar en la forma en que quisiera, como lo haría en condiciones normales, entonces Alex no se ha transformado efectivamente en una “persona mejor”, ya que posee los mismos valores y convicciones, pero impedidos de realizarse por un reflejo involuntario. A lo cual el Ministro del Interior responde que esos detalles éticos no son importantes, no interesan los motivos, lo importante es que la tasa de criminalidad caiga y que la sobrecarga en las cárceles deje de ser un problema. Su argumento de fondo es: lo importante es que funciona. Mi pregunta es, ¿cómo el progreso de la ciencia (representado por la “técnica Ludovico”) se relaciona con el progreso moral (en este caso, la capacidad de elegir entre dos formas de conducta)?

Hace más de doscientos años, el gran filósofo Jean Jacques Rousseau respondió a una pregunta análoga. En 1750 la Academia de Dijon propuso un premio para quien respondiera mejor a la siguiente pregunta: ¿el progreso de las ciencias y de las artes contribuirá para purificar o para corromper nuestras costumbres? La ciencia comenzaba entonces a conquistar una elevadísima reputación en grupos cada vez más amplios de la sociedad europea. Tras una serie de transformaciones que desde el siglo XVI dio a luz a la llamada ciencia moderna, en el siglo XVIII se desarrollaba un sentimiento de profunda creencia en la capacidad de la ciencia para resolver problemas humanos, una euforia cientificista que tendría en la idea de progreso una de sus mayores manifestaciones, la cual no sólo se refiere al avance del conocimiento humano sobre la naturaleza y su capacidad técnica para dominarla, sino también al mejoramiento de las condiciones de vida de la humanidad.

Sin embargo, el progreso no es un “hecho”, aunque sea percibido de esta forma por aquellos que creen en él, es un acto de fe, una idea, una visión del mundo que elabora un discurso para explicar la realidad en sus términos. Para sus críticos, se trata de un mito, y Rousseau es uno de ellos. En su modo elocuente y valiente especula sobre la relación entre la ciencia y la virtud y, en su famoso Discurso sobre las ciencias y las artes, responde negativamente al planteamiento propuesto. El filósofo llama la atención del lector sobre el peligro de poner toda la confianza en el poder de la ciencia y dejar la virtud para un plano secundario, cuando, en verdad, ella debe tener un valor superior y no ser algo menor.

En La naranja mecánica hallamos semejante argumentación, pero no por medio de la filosofía anticlerical de Rousseau, sino por la teología, por la moral cristiana. Es en boca del padre que se instaura una grieta en la creencia monolítica en el poder de la ciencia. El padre cuestiona los efectos del tratamiento, apelando a una noción moral y esencialista, es decir, si en verdad la forma como Alex se comporta después del tratamiento —dócil, amigo del orden, pacífico— corresponde a lo que él es, a su esencia. La disputa sobre la noción de progreso asume la forma de una tensión entre esencia y apariencia, generándose un desacuerdo sobre cuestiones de la naturaleza humana. La ciencia asume un papel fundamental, la de principal aliada del antiesencialismo.

A pesar de las sorprendentes semejanzas entre el Discurso sobre las ciencias y las artes de Rousseau y el del padre en La naranja mecánica, la distancia entre las dos posiciones es significativa. El entusiasmo sobre la ciencia en el siglo XVIII difiere del de la segunda mitad del siglo XX. Los horrores de la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, el recuerdo del hongo atómico —que tuvo una participación decisiva de físicos e ingenieros— dejaron marcas profundas en la forma de ver la ciencia. En la década de los sesentas, especialmente con el surgimiento de movimientos ambientalistas y las crecientes críticas al complejo militar-industrial norteamericano, que tenía a la ciencia como un fuerte aliado, se genera una refutación a la ciencia muy fuerte.

Así, en La naranja mecánica las críticas al progreso científico se insertan en un amplio movimiento, en donde la fijación en la noción de progreso que depositaba en la ciencia todas sus esperanzas de solución para la humanidad estaba seriamente comprometida. Identificada con el totalitarismo estatal, la ciencia se tornaba autoritaria y objeto de refutaciones.

A pesar de las disputas sobre la noción de progreso y legitimidad de la ciencia para curar a los criminales y producir “nuevos hombres”, el discurso oficial, amparado por el Estado y la ciencia es hegemónico, y las refutaciones de orden moral lanzadas por el sacerdote son ignoradas.
 
Alex es considerado curado y reintegrado a la sociedad, lo que marca un cambio en la película: de ser culpable, criminal, pasa a ser víctima de un sistema represivo potencialmente totalitario; ahora es un pobre hombre, manipulado por la ciencia y el Estado, incapaz de expresar su voluntad.
Esta transformación del personaje se ve reforzada por el recurso de doble narrativa utilizada en la película, que superpone dos tiempos diferentes. Uno es el de la secuencia de la trama, el otro es el relato en off de Alex, lo que crea la sensación de que el protagonista cuenta su historia mientras la vemos.

Así, el progreso opera un gesto excluyente. El corte entre la normalidad y lo desviado asume un carácter profundamente científico, la forma de reintegrar a los que se desvían es la “cura por la ciencia”. El llamado a la autoridad de ésta —que vuelve patológico el comportamiento que en el argumento moralista del sacerdote es inmoral— torna mucho más sólido el discurso oficial. Es la “inexorable marcha del progreso” que no admite caminos alternos. La misma sociedad que produce a los “normales” produce también a los que se desvían (sin los cuales, de todas maneras, no habría cómo comparar la normalidad). El progreso produce sus excluidos.

Además, a juzgar por los efectos que la “técnica Ludovico” ejerce en Alex, esta “reintegración social”, el supuesto regreso del transgresor a la normalidad, se revela mera falacia oportunista. Suelto, Alex está a punto de la anulación social, sigue siendo un alienado y, en cierto sentido, un desviado, pero incapaz de desafiar el orden existente. Efectivamente, la supuesta recuperación acaba trágicamente en una trama politiquera que envuelve a los medios de comunicación y la oposición y alcanza su clímax en un intento de suicidio de Alex.

En este sentido, la película se une al coro de descontento por el uso del discurso del progreso como una estrategia de dominación y exclusión social, que crecía en los años sesentas y setentas. Sin embargo, ella es también un refuerzo al argumento moralista, religioso, al contrario de la mayoría de los más consecuentes discursos contrarios al mito del progreso, que politizaban el debate sobre esa cuestión. Cuando aparece el discurso más politizado, en boca del escritor de la oposición, es sólo una retórica falaz que sirve a una venganza personal, lo que significa una actitud de despolitización de dicha tensión entre ciencia y desarrollo —que tiene en la noción de progreso una de sus más fuertes expresiones. En la película, la política es un simple juego de intereses creados —sea por parte del Estado o de la oposición (representada por el escritor y sus secuaces)—, sucia, “politiquera”.
 
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La naranja mecánica
 
 
 
ClockworkOrange
Título original: A Clockwork Orang
Dirección y guión: Stanley Kubrick, basado en la novela homónima de Anthony Burgess

Reparto: Malcolm McDowell, Patrick Magee, Adrienne Corri, Michael Bates, Warren Clarke, Miriam Karlin, James Marcus, Michael Tarn, Philip Stone, Sheila Raynor, Godfrey Quigley, Clive Francis, David Prowse, Anthony Sharp
Fotografía: John Alcott
Música:
Wendy Carlos y Erika Eigen
Producción: Stanley Kubrick
Género: drama, ciencia ficción
País y año: Reino Unido, 1971

Duración: 136 minutos.

Sinopsis: Gran Bretaña, en un futuro indeterminado. Alex es un joven muy agresivo que tiene dos pasiones: la violencia desaforada y Beethoven. Es el jefe de la banda de los druguis, que dan rienda suelta a sus instintos más salvajes apaleando, violando y aterrorizando a la población. Cuando esa escalada de terror llega hasta el asesinato, Alex es detenido y, en prisión, se someterá voluntariamente a una innovadora experiencia de reeducación que pretende anular drásticamente cualquier atisbo de conducta antisocial.

 
 
 
 
     
Referencias bibliográficas
 
Hobsbawm, Eric. 2000. A era dos extremos. O breve século xx. 1914-1991. Companhia das Letras, São Paulo.
Jameson, Frederic. 1995. As marcas do visível. Graal, Rio de Janeiro.
Pais, José Machado. “A construção sociológica da juventude – alguns contributos”, en www.ics.ul.pt/rdonwebdocs/Jos%C3%A9%20Machado%20Pais%20%20Publica%C3%A7%C3%B5es%201990,%20n% C2%BA2.pdf. (acceso el 28 agosto de 2011).
Rousseau, JeanJacques. “Discurso sobre as ciências e as artes”, en Os pensadores. JeanJacques Rousseau. Abril Cultural, São Paulo, 1973.
     
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Gabriel da Costa Ávila
Estudiante de Doctorado en Historia, Universidad Federal de Minas Gerais, Brasil.
 
Cursa actualmente el Doctorado en Historia en la Universidad Federal de Minas Gerais y es miembro de Scientia – Grupo de teoría e historia de la ciencia.
 
como citar este artículo
Da costa Ávila, Gabriel. (2012). La naranja mecánica. Una ópera rock. Ciencias 105, enero-junio, 90-97. [En línea]
     

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