El arte, una odisea en la embriología
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Cristián Ruiz i Altaba | ||
Paisajes embrionarios
Ariel Ruiz i Altaba,
Barcelona, Actar, 2001.
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Mientras que en los ambientes científicos el tener una sólida formación humanística se considera como una marca de distinción, de buen gusto e incluso útil, entre los artistas y los académicos autodenominados “de letras” se tiene por un mérito el hecho de ser analfabeto en términos científicos. No resulta sorprendente pues que mientras que la inspiración procedente del arte se reconoce explícitamente en la ciencia, desde el arte en general se desprecia o se ignora la influencia recibida de la investigación científica. Ahora bien, en honor a la verdad, cabe decir que esta observación, frecuente y devastadora, tan sólo se da en las divisiones regionales y comarcales de las artes y las ciencias, porque la ciencia y el arte son actividades de creación e innovación, que en los movimientos líderes se reconocen siempre mutuamente.
Paisajes embrionarios se revela como un eslabón nuevo y crucial en esta tradición que ha construido un puente de diálogo entre el arte y la ciencia. Resulta innegable que dentro de esta construcción hay visiones muy personales y a veces enfrentadas, pero todas ellas han contribuido a mantener un enlace que es tenso por la dificultad de encontrar un lenguaje común, y al mismo tiempo despreciado a menudo por la ignorancia del lenguaje de la otra orilla. Entre los artífices del nexo hay visionarios que se habían adentrado en el estudio de la biología: por ejemplo, Maeterlink, que ató un cabo con la poesía; o Margalef, que ha englobado mucho de la percepción artística en la ecología. Entonces, si tanto ha costado construir un puente todavía frágil, ¿por qué es necesario plantear un cambio radical en la relación entre la ciencia y el arte? La respuesta quizá estaría en el origen de los conceptos modernos de estas dos empresas: todo proviene de un juicio que había sido imprevisto y que ahora se revela precipitado, en donde se otorgó un valor añadido a lo que conocemos y nos satisface por experiencia subjetiva, por encima de lo que podemos aprender y nos cuestiona desde la experimentación subjetiva.
La historia de la ciencia está repleta de casos en los que la percepción de la naturaleza ha cambiado a saltos: despues de una época dominada por una concepción dominante, una revolución de ideas da lugar a otro periodo estático. Esta visión, propuesta por Kuhn y otros filósofos de la ciencia inclinados hacia la dimensión social de la investigación, parece especialmente correcta cuando el vehículo del cambio conceptual ha sido precisamente el arte. Como ha demostrado Stephen Jay Gould, el impacto de las pinturas murales que decoran las salas de dinosaurios de varios museos norteamericanos marcaron durante décadas las ideas que se tenía de estos gigantes extinguidos. Antes, las caricaturescas reconstrucciones de animalotes groseramente obesos, que se remontaban a Owen y otros paleontólogos de mediados del siglo xix, habían cimentado una interpretación francamente patética de los mismos restos.
Los paisajes embrionarios son imágenes que no tienen ni arriba ni abajo, donde aparecen monstruos espantosos a los que la fotografía da un registro de realidad inquietante. No se nos dice qué son los objetos fotografiados, y el hecho de no saberlo recalca la tensión que contienen las imágenes. En todos estos primordios emergentes se puede percibir el despliegue de una verdadera fuerza vital, que da la sensación de que se trata de objetos vivos. La vida aparece como un temblor hipocéntrico que transforma la materia. Una cualidad transmisible que pone riendas a la energía para mantener, perpetuar y transformar un plexo increíblemente denso de información en tanto que infunde estructura durante el desarrollo, mantiene la continuidad temporal con la iteración reproductiva, y tergiversa las formas a lo largo de la evolución.
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Cristián Ruiz i Altaba
Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados,
Palma de Mallorca, España.
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como citar este artículo → Ruiz i Altaba, Cristián. (2002). El arte, una odisea en la biología. Ciencias 65, enero-marzo, 77-79. [En línea]
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de la historia |
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La mesa de juego de Mendeleiev
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Peter Lasch
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Un buen día de febrero del año 1869 el químico ruso Dimitri Ivanovich Mendeleiev se encontraba obsesionado, como lo había estado durante años, por vislumbrar un sistema general que explicara la relación y el comportamiento de los elementos. El avance de Los principios de la química, libro que más tarde describiría como el recipiente de su persona, sus experiencias y sus más sinceras ideas científicas, había llegado a un límite estructural aparentemente insuperable. Los grupos de elementos discutidos hasta el segundo capítulo del segundo volumen seguían una clara secuencia lógica, pero al llegar a los metales alcalinos el químico no podía ya determinar qué grupo debía ocupar el siguiente capítulo. Con su habitual desprecio por los clásicos, no esperaba hallar respuesta en la filosofía. Desde la frustrada ausencia de una rutina científica brotó entonces en la cabeza del autor la imagen de su juego favorito, el solitario. Tomó las cartas y sobre cada una escribió el símbolo y datos de un elemento. Primeramente se dispuso a ordenarlas por peso atómico, pero al colocarlas en hileras correspondientes a sus propiedades, un patrón numérico aparecía entre sus pesos. Así, jugando lo que con gran orgullo llamaría el solitario químico, Mendeleiev comenzó a elaborar los fundamentos de la Tabla periódica de los elementos, publicados dos semanas después en ruso y gradualmente traducidos a todos los idiomas.
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Peter Lasch
The Cooper Union for the Advancement of Science and Art, Nueva York.
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como citar este artículo → Lasch Thaler, Peter. (2002). La mesa de juego de Mendeleiev. Ciencias 65, enero-marzo, 76. [En línea] |
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de la red |
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Los juguetes de Tycho |
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Susana Biro
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Desde la primera vez que leí acerca de él, no puedo evitar imaginar a Tycho Brahe como un niño mimado rodeado de gigantescos juguetes, jugando a ser astrónomo. En 1576 Federico II, príncipe de Dinamarca, le otorgó la isla de Hveen y todos los recursos necesarios para construir el mejor observatorio de Europa. Así surgieron Uraniborg (que significa castillo del cielo) y más tarde Stjarneborg (castillo de las estrellas) dos imponentes construcciones que albergaron los mejores y más grandes instrumentos para la observación astronómica de aquel entonces.
En esa época de astronomía sin telescopios (faltaban cerca de treinta años para que Galileo utilizara el primero) los instrumentos que se utilizaban, como el cuadrante o la esfera armilar, servían para determinar la posición de los astros en el cielo y el trabajo principal de un astrónomo era medir el tiempo y hacer calendarios. Durante más de veinticinco años, primero en Hveen y más tarde en el castillo de Benatek, en las afueras de Praga, Tycho se dedicó obsesivamente al perfeccionamiento de los instrumentos y los métodos de observación. Consciente de que el tamaño y la estabilidad de los instrumentos era esencial para la precisión de las mediciones, hizo construir enormes aparatos que se fijaban al suelo. Tenía, por ejemplo, un cuadrante de seis metros de radio y una esfera armilar de cinco y medio.
De esta manera logró reducir el error en la determinación de la posición de los astros de diez a sólo un minuto de arco, precisión que no fue superada durante casi un siglo. Después del recuento de sus logros, la imagen del Tycho niño se esfuma.
Tycho es conocido, además de por la nariz de plata que portaba tras perder la original en un duelo, porque gracias a sus detalladas observaciones Johannes Kepler dedujo sus famosas leyes acerca de las órbitas de los planetas. Esto fue posible debido a las innovaciones que hizo en los métodos de observación, en las cuales en vez de registrar la posición de los astros solamente en el orto y el ocaso, los seguía en todo su camino por el cielo y registraba sus posiciones regularmente. Como resultado de ello dejó tablas con un nivel de detalle hasta entonces inexistente de las posiciones del Sol, la Luna y los cinco planetas que se pueden ver a simple vista. Kepler se sirvió de estas tablas para hacer sus cálculos una vez que el que fuera su jefe en Praga alcanzara a su nariz en el más allá.
Las herramientas de observación que utilizó Tycho forman parte de los entonces llamados instrumentos matemáticos, cuyos orígenes están en Grecia y que tuvieron su auge entre la Edad Media y el Renacimiento. Ninguna de las disciplinas que entraba en la clasificación de matemáticas en ese entonces —la astronomía, la artillería, la navegación y la agrimensura, por ejemplo, en las que se aplicaba la geometría a mediciones diversas— serían consideradas matemáticas en la actualidad.
Este tipo de instrumentos se puede hallar en un catálogo de instrumentos matemáticos construidos en Europa antes de 1600: Epact (www.mhs.ox.ac.uk/epact/).
Éste consiste en 520 piezas, casi todas ellas del siglo xvi, de cuatro importantes museos europeos: el Museum of the History of Science de Oxford, el Museo di Storia della Scienza de Florencia, el British Museum de Londres y el Museum Boerhaave de Leiden.
En esta colección virtual predominan los instrumentos astronómicos como los que utilizó Tycho, pero hay ejemplos de todos los tipos de instrumentos matemáticos: esferas armilares, cuadrantes, nocturnales, compendios astronómicos, relojes de sol, teodolitos, reglas, niveles y miras de artillería.
La diferencia más obvia entre las piezas de este catálogo y los instrumentos utilizados por el astrónomo danés es el tamaño, pues en su mayoría se trata de objetos pequeños, de treinta centímetros como máximo. Aunque hay algunos muy sencillos, casi todos muestran una fina y cuidadosa manufactura. Tanto el material —metal, en ocasiones oro— como los acabados —formas fantasiosas y grabados detallados— indican que se trataba más de objetos de lujo y decoración que de uso práctico.
Evidencia de esto es que algunas de las piezas más pequeñas presentan una argolla que seguramente se utilizaba para suspender el objeto de una cadena llevada al cuello. Los curadores de esta exposición virtual tienen el cuidado de hacer notar que la colección no es ni pretende ser completa y que, más aún, es probable que por una especie de selección de lo más bello se hayan conservado los objetos más atractivos y no necesariamente los más representativos.
El sitio de Epact tiene, además de las entradas del catálogo con excelentes fotografías y descripciones de cada uno de los instrumentos, una amplia variedad de material de apoyo que permite poner en contexto estos objetos. De la lectura libre de este hipertexto emerge una imagen de la época, los actores y sus juguetes. El ensayo de presentación explica qué son los instrumentos matemáticos en general mientras que en una colección de artículos breves se describen la historia y el funcionamiento de algunos de los más frecuentes en la colección. Como complemento se hacen pequeñas descripciones de los artesanos de estas piezas y los lugares donde vivieron. En todos los escritos hay una vasta bibliografía y un glosario completa la información.
Este catálogo me sirvió para enriquecer la imagen que tenía de la época en que vivió Tycho Brahe, un excelente ejemplo de quienes se dedicaron al perfeccionamiento de los pequeños detalles de sus juguetes y que obtuvieron grandes resultados.
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Susana Biro
Dirección General de Divulgación de la Ciencia,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Biro, Susana. (2002). Los juguetes de Tycho. Ciencias 65, enero-marzo, 52-53. [En línea] |
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del tintero |
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Los últimos dinosaurios
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Francisco Segovia
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Hace muchos, muchos años, había una tierra hermosa y grande —llena de exuberantes selvas y grandes montañas— al Sureste de México. Ahí vivía, con gran majestad, el rey de los dinosaurios. Era tan grande que su cabeza, coronada de fuertes púas, sobresalía por encima de las ceibas como un peñasco enorme. ¡Era un gran rey!
Pero un buen día llegaron de los confines de la Tierra unos mensajeros con noticias tristes: sí, habían confirmado que por todos lados surgían dinosaurios que no sólo se inconformaban con la vida más o menos rastrera que llevaban sino que, abusando de toda prudencia, se levantaban, despegándose del sacrosanto suelo.
—They are getting high —dijeron los embajadores extranjeros.
El primer ministro, que servía de intérprete, tradujo así: —Se han adornado el pecho, los brazos y el cuello con mil ridículas estolas de colores, hechas de esa asquerosa fibra nueva, llena nervaduras, como las hojas, pero muy finitas y como sueltas, y osan recorrer el aire del reino sin su venia, Majestad.
El rey era desconfiado y, así, quiso comprobar la veracidad de aquellas palabras. Alzó pues la gran cabeza por encima de los árboles y vio que, además de dos o tres pterodáctilos —que ellos sí tenían licencia para volar, pues no andaban alborotando vistosamente el aire... El rey vio —decía— que además de esos dos o tres pterodáctilos, daban vueltas en el aire, en efecto, otros tres o cuatro de sus súbditos, más pequeños y descarados, ataviados con escándalo, muy desafiantes. Sobre el pecho les espejeaban unas como “boas” de colores que mucho lo encandilaron.
—¡Señor ministro —tronó entonces el rey—: nombre inmediatamente policías a todos los pterodáctilos del reino! ¡Pero ya!
La medida era bastante ruda, pero no resultó: “los emplumados” —que ese era su nombre de batalla—; los emplumados eran mucho más rápidos que cualquier pterodáctilo, así que siguieron sube que te sube (“getting high”) en todas las esquinas del reino. Y, para empeorar las cosas, lo hacían al grito de: “¡Dia-lo-gó! ¡Dia-lo-gó”.
Como cada día se sumaban a ellos más y más dinosaurios inconformes, el rey se preocupó:
—¿Tenemos acaso una revolución en puerta? —le preguntó al primer ministro.
—¡Noooo, qué va! —respondió éste—. Cuando mucho una pequeña evolución. Una evolucioncita, su Majestad.
Pero, viendo que aquella turba de catecúmenos amenazaba su gobierno, y sintiéndose incapaz de bajar a esa chusma de los cielos de un solo plumazo, el Gran Dinosaurio decidió dejar pasar
la invitación al diálogo que le hacían “los emplumados” y pasó a invitarlos al diálogo él mismo. Así se lo había aconsejado su primer ministro:
—No deje que le ganen las frases, Majestad. Si ellos gritan, usted puede gritar más fuerte... ¡Duro! ¡Duro! ¿Que gritan y gritan? Ah, qué importa. Vaya al palco de palacio y espételes con toda su voz un par de: “¡Dialogó! ¡Dialogó!” Ya verá cómo no lo resisten.
Con esta estrategia, no es raro que el reino se llenara entonces de bandos que llamaban a la unidad: “Amnistía a los alzados”, decían, o “a los voladores”. Pero, aunque la real política prometía paz a “los pajarillos” —y así se decía oficialmente: “los pajarillos”—, el rey y su ministro se referían a “los emplumados” despectivamente, llamándolos “esa especie de dinosaurios plumíferos” o, de plano, “los pajarracos”. Y es que no sólo no pensaban cumplir el acuerdo que de todos modos iban a firmar con ellos sino que planeaban apresarlos a todos juntos, de una sola y buena vez.
En aquellos días los dinosaurios eran muy pocos, y aún menos los ya para entonces llamados “pájaros”, así que el rey y su ministro planearon la reunión al modo de un referéndum, con la idea de que asistieran todos —todos, no sólo los representantes de todos. Y así fue, por lo menos en cuanto toca a los siempre obedientes dinosaurios, que acudieron en masa aun desde los más apartados rincones de la Tierra. Entre los pájaros, sin embargo, hubo algunos disidentes (“unos cuantos ultras”, según el ministro) que, sospechando una traición, decidieron irse a volar. Y a volar cada vez más alto y cada vez más lejos. Esos (“those who got higher and higher”), esos no asistieron a la reunión que se celebró en algún lugar del Sureste mexicano.
El primer ministro se lo comunicó al rey con su acostumbrado comedimiento:
—Noooo, su Majes —dijo, confiado y confianzudo—, si son requete poquititos. Ya les daremos después su alpiste en la pajarera.
Lo que ni él ni el rey sabían entonces, y menos al momento de declarar inaugurada la “cumbre” —pues en efecto se celebró en el pico de la montaña más alta de Yucatán—, era que una amenaza que venía de muchísimo más lejos, y era muchísimo más poderosa que la de los “pajarracos”, se cernía ya sobre el reino, incluidos todos sus súbditos, su ministro y su rey.
Y así, cuando por fin llegó el día del referéndum y el Gran Dinosaurio asomó la cabeza sobre las grandes ceibas y alzó los enormes ojos (para indicar a los pterodáctilos que entraran en acción contra los desprevenidos pajarillos, decentemente anclados en tierra), vio la inmensa bola de fuego que se le venía encima. Y fue lo último que vio. En realidad, lo último que vieron él y todos los demás dinosaurios del planeta y hasta las altas montañas de Yucatán: un inmenso meteorito que golpeó tan, tan duro ahí mismo que ahora Yucatán es plano, planísimo, y ya no existen los dinosaurios, ni su rey, ni su ministro, sino sólo los pajaritos que todavía vemos volar, felices, por el cielo.
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Francisco Segovia
Poeta y escritor
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como citar este artículo → Segovia, Francisco. (2002). Los últimos dinosaurios. Ciencias 65, enero-marzo, 66-67. [En línea]
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de flujos y reflujos |
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De lo posible y lo probable |
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Ramón Peralta y Fabi
conoce más del autor
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Es posible que esta noche, cuando miremos por la ventana buscando la Luna, podamos ver también una nave extraterrestre rodeada de lucecitas verdes. También lo es que al dejar caer algo, el objeto en cuestión se quede suspendido unos minutos frente a un rostro perplejo. Estos eventos en nada atentarían contra lo que hoy sabemos y entendemos de nuestro entorno. Nos encontraríamos presenciando eventos poco probables.
No es posible que alguien que me escuche disertar sobre alguna barbaridad se desvanezca, para después materializarse en una isla del Océano Índico. Tampoco lo es convertir agua en un licor cartujo con el poder de la mente. No importa el deseo de mi interlocutor por cambiar de sitio o la impresión que el psíquico quiera dar a sus alcohólicos testigos. Ambos casos contradicen todo lo que sabemos, lo que los hace imposibles.
Un evento es posible si no viola las leyes que conocemos, es decir, que ocurra es consistente con todas las restricciones que impone la información disponible. Nada tiene que ver con la probabilidad de que ocurra. Cuando la probabilidad es cero entonces podemos anticipar que jamás ocurrirá.
Empecemos por precisar la noción de probabilidad que (casi) todos tienen. Un ejemplo simple es el “volado”. Los casos posibles son dos. La probabilidad de que al tirar la moneda caiga la cara en la que está estampada el águila del escudo nacional es de 1/2. ¿Por qué? Lo que se hace es considerar cuántos son los casos posibles (dos) y cuántos los favorables (uno); la probabilidad es el cociente de los casos favorables y los posibles (o totales). En el caso de un dado, la probabilidad de que caiga un cuatro es evidentemente de 1/6. La de que en el caso antes mencionado caiga un siete es cero. Ésta es la interpretación clásica de probabilidad, la de frecuencias relativas. Algo que suele olvidarse es que esta interpretación de probabilidad nada, insisto, nada tiene que ver con el próximo volado que se intente, ¡el resultado de un evento de esta clase no es predecible! Una probabilidad de 1/2 no significa que de cada dos volados que se echen uno caiga en “águila”, como bien lo saben lo merengueros. Pero con lo que sí tiene que ver es que cuando se intenta muchas, muchísimas veces, el número de águilas será muy parecido al número de lo que sea que la moneda tenga en la otra cara. Esta interpretación no es la única, pero es la más usual, intuitiva y la que introdujeron los iniciadores de esta rama de las matemáticas. Jakob Bernoulli, notable de los notables Bernoullies, entre muchas otras cosas estableció en el siglo xvii el concepto de probabilidad y los primeros resultados precisos sobre las cosas imprecisas.
Una vez me tocó ver que al caer una moneda, después de que rebotara unas cuantas veces, ¡se quedara de canto! De acuerdo con esto, los casos posibles son tres: pero estoy seguro de que nadie apostaría ¡canto contra cara! Ni tampoco hemos oído que la probabilidad de que caiga una cara o la otra sea de 1/3 debido al canto ¿o sí? ¿Qué está mal? Más que estar mal, lo que sucede es que no todos los casos son igualmente probables y la definición anterior lo presupone. Casi siempre lo suponemos de manera implícita. De hecho, siempre hacemos un conjunto de suposiciones en forma inconsciente. Por ejemplo, no pensamos que la moneda será tirada de canto u horizontal, o de muy cerca de la superficie o sobre una superficie blanda, como la plastilina; en este último caso el canto sería el más probable y habría que hacer toda una serie de aclaraciones previas para interpretar el resultado. Esto sugiere una interpretación alternativa de probabilidad: la medida de nuestra incertidumbre, y en la cual es inevitable que exista un elemento de subjetividad. Tiene que ver con el hecho de que hay eventos en los que nuestra información disponible no es suficiente, agravado con que el fenómeno en cuestión no necesariamente sea repetible, esto último es esencial para el otro punto de vista. Volviendo al caso de la moneda, si sabemos cómo se arroja (posición y velocidad), altura, propiedades elásticas de la moneda y el material donde cae, etcétera, podemos predecir el resultado (sic). Valga decir que el problema mecánico así propuesto tiene lo que se llama dependencia sensible en las condiciones iniciales y que cualquiera pequeña variación en la información anterior puede dar como resultado perder el volado (y el tiempo).
Aun cuando muchos resultados importantes fueron desarrollados a partir del siglo xvi, motivados principalmente por el interés en describir aspectos diversos de los juegos de azar, no fue sino hasta el siglo xx cuando la probabilidad adquirió el estatus de rama respetable de las matemáticas, cuando Andrey Nikolayevich Kolmogorov la formalizó y la vinculó estrechamente con la Teoría de la Medida, la que, por cierto, nada tiene que ver con las medidas que hacemos en la casa o en los laboratorios, que es la Teoría de la Medición.
Ya sea porque tenemos información incompleta o porque el objeto de estudio es intrínsecamente aleatorio, los conceptos probabilísticos desempeñan un papel central en las ciencias naturales y sociales para la descripción cuantitativa de sistemas complejos. Hay sistemas constituidos por muchos elementos, como un gas con 1023 moléculas, nuestra carga genética con más de 109 pares de bases que nos codifican genéticamente, una galaxia con un número semejante de estrellas. Hay sistemas cuya dinámica detallada está fuera de nuestro alcance, como el movimiento del sistema solar, las mutaciones en los genes y hasta el tiro de una moneda simplona.
Más allá de resignarse a que no se pueden hacer predicciones precisas de sistemas con muchas variables o con dinámica complicada, aprovechamos esta situación para elaborar una descripción sorprendentemente “sencilla” y útil. El reto es explicar el “milagro” de cómo la mayor parte de la información que es irrelevante se combina (promedia) para dar pie a un comportamiento colectivo más accesible a nuestra parafernalia conceptual. Es decir, existe un comportamiento más probable para el sistema en su conjunto. Las preguntas de dónde está cada átomo en el adn o qué velocidad lleva cada átomo en un cilindro de gas butano, se cambian por las que integran esta información por medio de promedios convenientemente definidos. Nos preguntamos entonces cuántas y qué tipo de mutaciones pueden ocurrir en un gen, o qué temperatura tiene y qué presión ejerce el gas sobre las paredes del contenedor. Al dirigir la atención a los eventos más probables, dentro de los posibles, hacemos contacto con la realidad y con lo que podemos medir (y aprovechar). No nos hacemos la pregunta sobre con qué frecuencia mutan todos los genes de un gameto o con qué frecuencia se acumulan todos los átomos del gas en un cm3 de un tanque de 10 litros. Ambos eventos pueden ocurrir, son posibles, pero poco, muy poco probables. Al estimar la probabilidad en estos dos casos, encontramos que valen 10500 y 1096, respectivamente. Por eso la evolución ha sido paulatina y lenta y por eso inflamos globos para las fiestas y vendemos encendedores portátiles.
La noción de que si algo es posible es cierto, refleja lo que se podría llamar pensamiento débil y que puede llevar a lo irracional, al nulificar la capacidad de análisis y crítica, sustituyéndola por la creencia en las cosas improbables, cuando no las imposibles. Programas de televisión como los del señor Mausán son la ilustración más clara de la charlatanería moderna, ausente de autocrítica y de la cultura científica mínima que debería asegurar un sistema de educación nacional decoroso. La vida extraterrestre es posible y es probable. La vastedad del cosmos y aun de nuestra propia galaxia hace que la probabilidad de contactar a otras formas de vida inteligente sea muy pequeña. La probabilidad de hacerles una visita o de ser visitados es remota. Ni qué decir si sucede con naves como las que alegremente diseñamos, poniéndoles ventanitas para mirar el paisaje sideral y foquitos para leer durante las largas travesías por el cosmos.
Que se quede suspendido momentáneamente un objeto que dejamos caer, es posible. Sucedería si las moléculas de aire que lo rodean, en una fluctuación (memorable) se organizaran espontáneamente para chocar más por abajo que por arriba y ejercieran una fuerza media que compensara la gravedad durante cinco segundos, digamos. No probable.
El tema de la percepción extrasensorial es sin duda apasionante, como los temas de los ovnis, los horóscopos y las premoniciones, y lo son porque quisiéramos creer que son más viables que los hombres de acero que vuelan y miran la ropa interior de las personas. Las diferencias entre realidad, ficción y fantasía se tornan ambiguas si se ignora lo que nos permite pasar de una mañana a la siguiente. La educación, en su sentido amplio, nos debe permitir discernir entre lo probable, lo posible y lo imposible. Es una tristeza que hoy, más que nunca, cuando existen medios de comunicación que posibilitan el acceso a la información y el apoyo de la educación de sectores cada vez más amplios de la sociedad, poco se haga en esta dirección, cuando no justamente en la contraria, al fomentar la desinformación difundiendo patrañas sobre horóscopos y hombrecillos asexuados con boca de trompeta.
Las ciencias de la naturaleza ponen su atención en lo que es probable. Es decir que, dentro de la complejidad que nos envuelve, hay eventos más frecuentes, regularidades que podemos encontrar, usar y entender para prever lo que sigue, basándonos en lo que ha sucedido, especialmente si se ha repetido muchas veces.
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Ramón Peralta y Fabi
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Peralta y Fabi, Ramón. (2002). De lo posible y lo probable. Ciencias 65, enero-marzo, 38-41. [En línea]
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