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Pasión y simbiosis
 
 
Exequiel Ezcurra
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La bio­lo­gía que es­tu­dié en la es­cue­la me en­se­ña­ba que la evo­lu­ción bio­ló­gi­ca era un asun­to de su­pre­ma­cía en­tre or­ga­nis­mos, de com­pe­ten­cia, de ma­tar o mo­rir; era una vi­sión de una na­tu­ra­le­za cruel de dien­tes y ga­rras en­san­gren­ta­dos. Pe­ro des­pués co­no­cí los mez­qui­tes, esos ma­ra­vi­llo­sos ár­bo­les de los am­bien­tes ári­dos, que gra­cias a sus raí­ces pro­fun­dí­si­mas pue­den sa­car agua de lo más hon­do de los sue­los del de­sier­to y que no po­drían so­bre­vi­vir si no tu­vie­ran bac­te­rias mi­cros­có­pi­cas aso­cia­das a sus raí­ces, pues és­tas fi­jan del ai­re to­do el ni­tró­ge­no que la plan­ta ne­ce­si­ta. Y pu­de ob­ser­var las avis­pas, abe­jas, abe­jo­rros, es­ca­ra­ba­jos y mil otros in­sec­tos que con­su­men el néc­tar dul­ce y pe­ga­jo­so de sus flo­res y lle­van el po­len ki­ló­me­tros y ki­ló­me­tros a tra­vés del de­sier­to can­den­te pa­ra que otros mez­qui­tes pue­dan te­ner co­no­ci­mien­to car­nal, por de­cir­lo me­ta­fó­ri­ca­men­te, de otros ár­bo­les so­li­ta­rios que es­pe­ran pa­cien­te­men­te a que es­tos pe­que­ños cu­pi­dos de seis pa­tas trai­gan el es­per­ma de sus pa­re­jas dis­tan­tes.
 
Y es­tá tam­bién el car­dón o vie­ji­to, ese in­men­so cac­tus co­lum­nar que ger­mi­na y se es­ta­ble­ce ba­jo la som­bra de los mez­qui­tes, sus no­dri­zas ve­ge­ta­les, don­de en­cuen­tra pro­tec­ción del Sol ar­dien­te has­ta que años más tar­de al­can­za un ta­ma­ño ade­cua­do co­mo pa­ra so­bre­vi­vir por su cuen­ta. Y los mur­cié­la­gos po­li­ni­za­do­res, que por las no­ches se ali­men­tan del néc­tar del car­dón, y mi­gran por to­do Mé­xi­co, des­de el sur has­ta la fron­te­ra nor­te, si­guien­do una ver­da­de­ra or­gía de cac­tos y pi­ta­ha­yas en flor. Su vi­da en­te­ra es una dan­za con las no­ches de pri­ma­ve­ra.
 
Y pen­se­mos en esa cu­rio­sa es­truc­tu­ra que se ve en los car­do­nes adul­tos: una es­pe­cie de den­so e hir­su­to pe­lam­bre siem­pre orien­ta­do al nor­te que los cien­tí­fi­cos lla­man “pseu­do­ce­fa­lios”, só­lo por dar­les un nom­bre me­dio com­pli­ca­do, que sue­na tam­bién me­dio di­ver­ti­do. Pues bien, allí ma­du­ran los fru­tos, co­bi­ja­dos por la som­bra del la­do nor­te de la gi­gan­tes­ca co­lum­na ve­ge­tal, has­ta que la plan­ta los abre y ofre­ce su pul­pa car­no­sa co­mo un so­bor­no, irre­sis­ti­ble­men­te dul­ce y per­fu­ma­do, pa­ra que aves y mur­cié­la­gos dis­per­sen la se­mi­lla. ¿No es es­to un ca­so de cui­da­do pa­ren­tal tan con­mo­ve­dor co­mo el del más de­di­ca­do de los se­res hu­ma­nos?
 
Mu­chas de es­tas es­truc­tu­ras van acom­pa­ña­das de su­ti­les y com­ple­jas se­ña­les de to­do ti­po: al­miz­cle, ge­ra­niol, bom­bi­col, es­te­roi­des, fe­ro­mo­nas y com­pues­tos ali­fá­ti­cos; aro­mas sen­sua­les, dul­ces o per­fu­ma­dos, pe­que­ñas mo­lécu­las que en­vían se­ña­les in­con­fun­di­bles que, al unir­se a los re­cep­to­res sen­so­ria­les de una mi­ría­da de ani­ma­les, atraen dis­per­so­res a los fru­tos, po­li­ni­za­do­res a las flo­res, o acer­can ma­chos lu­ju­rio­sos a hem­bras re­cep­ti­vas y ex­pec­tan­tes. So­ni­dos de mil to­nos, ras­guea­di­tos, chas­qui­dos, ul­tra­so­ni­dos, gri­tos y au­lli­dos, que, co­mo re­cla­mos de amor, man­tie­nen jun­tos a los en­jam­bres de in­sec­tos, guían el vue­lo de las aves o per­mi­ten a los co­yo­tes can­tar a las es­tre­llas. La bios­fe­ra en­te­ra vi­bra con mi­llo­nes de se­ña­les de co­mu­ni­ca­ción que for­man una es­pe­cie de world wi­de web del mun­do na­tu­ral.
 
Em­pe­cé es­ta pre­sen­ta­ción ha­blan­do de una na­tu­ra­le­za de muer­te y con­quis­ta y aho­ra es­toy plan­tean­do una ima­gen opues­ta: la su­per­vi­ven­cia de la vi­da so­bre la tie­rra no pa­re­ce es­tar tan vin­cu­la­da al com­ba­te co­mo a la coo­pe­ra­ción. Fun­da­men­tal­men­te, apa­ren­ta ser el re­sul­ta­do de la coo­pe­ra­ción pa­ra la su­per­vi­ven­cia y
pa­ra la re­pro­duc­ción; di­cho sin re­ca­to, la sim­bio­sis y el se­xo.
 
Hu­bo un tiem­po en que los hu­ma­nos éra­mos tam­bién par­te de esa ca­de­na de sim­bio­sis y pa­sión de los sen­ti­dos, un tiem­po en el que ha­cía­mos nues­tras ca­sa de tie­rra y pie­dra y res­tos ve­ge­ta­les, un tiem­po en el que pin­tá­ba­mos con los co­lo­res de las plan­tas, el gra­na de la co­chi­ni­lla, el ocre de las ar­ci­llas o el blan­co de la cal, un tiem­po en el que be­bía­mos los ju­gos que las plan­tas nos da­ban en su lu­gar de ori­gen, en el que co­mía­mos de nues­tra pro­pia co­se­cha, en el que cons­truía­mos ca­sas con los ma­te­ria­les de la mis­ma tie­rra. Hu­bo un tiem­po en el que re­gá­ba­mos nues­tros cul­ti­vos con ace­quias lle­nas de ver­dor y en el que com­par­tía­mos el agua con el res­to de las es­pe­cies vi­vas en vez de sa­quear­la de las en­tra­ñas de la tie­rra. Has­ta ha­ce unos po­cos si­glos éra­mos par­te in­du­da­ble de ese in­men­so re­tí­cu­lo de co­mu­ni­ca­cio­nes que es el mun­do na­tu­ral. Hu­bo un tiem­po, en fin, en el que en­ten­día­mos las se­ña­les de las plan­tas y los ani­ma­les y ha­blá­ba­mos el len­gua­je de la tie­rra.
 
Co­mo in­ves­ti­ga­dor y con­ser­va­cio­nis­ta, mu­chas de es­tas co­sas no las apren­dí en la es­cue­la, si­no en el cam­po. Y de to­dos esos lu­ga­res, ten­go gra­ba­do en el co­ra­zón la Ba­rran­ca de Mez­ti­tlán, uno de los si­tios de Mé­xi­co don­de la pa­sión y la sim­bio­sis so­bre­vi­ven en to­da su in­ten­si­dad. De eso tra­ta es­te li­bro.
 
A tra­vés de las fo­to­gra­fías ma­ra­vi­llo­sas de Ali­cia Ahu­ma­da, ve­mos con su pers­pec­ti­va úni­ca to­da la in­ten­si­dad de un lu­gar don­de el tiem­po pa­re­ce ha­ber­se de­te­ni­do. Ali­cia nos en­tre­ga imá­ge­nes de una ca­ña­da ma­ra­vi­llo­sa, con an­ti­guas ace­quias, car­do­nes gi­gan­tes­cos, biz­na­gas re­tor­ci­das y mez­qui­tes de som­bra aco­ge­do­ra. Pa­re­des de pie­dra y ba­rro, te­ja­ma­nil y cal. An­ti­guos con­ven­tos y cam­pos don­de los cul­ti­vos son co­mo nun­ca de­bie­ron de­jar de ser. Un lu­gar má­gi­co don­de el agua flu­ye con go­zo por la su­per­fi­cie de la tie­rra, don­de la agri­cul­tu­ra es to­da­vía una la­bor no­ble y enal­te­ce­do­ra, don­de las plan­tas y ani­ma­les sil­ves­tres so­bre­vi­ven jun­to con los cul­ti­vos más an­ti­guos, don­de las fies­tas y los car­na­va­les tie­nen to­da­vía la ter­nu­ra y la pi­car­día de lo más pro­fun­do de la crea­ti­vi­dad hu­ma­na. Jun­to con los tex­tos ma­ra­vi­llo­sos, evo­ca­do­res, de Ele­na Po­nia­tows­ka y la des­crip­ción na­tu­ral, ri­gu­ro­sa y cien­tí­fi­ca, de los dos Sal­va­do­res, Arias y Mon­tes, la ob­ser­va­ción del li­bro me lle­nó de emo­ción. No pu­de de­jar de pen­sar que por lu­ga­res así mu­chas per­so­nas so­mos con­ser­va­cio­nistas.
 
Gra­cias a las imá­ge­nes de Ali­cia Ahu­ma­da, el li­bro es una ce­le­bra­ción de las fuer­zas más gran­des que man­tie­nen uni­das to­das las for­mas de vi­da so­bre el pla­ne­ta: la coo­pe­ra­ción y la pa­sión. Pa­la­bras que pa­re­cie­ran unir­se en una so­la: com­pa­sión. Así, es­te li­bro es tam­bién una obra que ce­le­bra la com­pa­sión, ese atri­bu­to tan hu­ma­no y la vez tan es­ca­so en es­tos tiem­pos. Por­que la pro­tec­ción de la na­tu­ra­le­za, de esa na­tu­ra­le­za in­creí­ble y ma­ra­vi­llo­sa que des­ta­ca y exal­ta es­te li­bro, es tam­bién un ac­to ne­ce­sa­rio de com­pa­sión.
Gra­cias Ali­cia, por tus imá­ge­nes…
 
 
Texto leído durante la pre­sen­ta­ción del li­bro.
Ba­rran­ca de Mez­ti­tlán, Re­ser­va de la Bios­fe­ra. Fo­to­gra­fías de Ali­cia Ahu­ma­da y tex­tos de Ele­na Po­nia­tows­ka, Sal­va­dor Arias y Sal­va­dor Mon­tes. El Pa­so Ener­gía Mé­xi­co y Co­mi­sión Na­cio­nal de Áreas Na­tu­ra­les Pro­te­gi­das, Mé­xi­co, 2002, 133 p.
Exequiel Ezcurra
Instituto Nacional de Ecología.
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como citar este artículo

Ezcurra, Exequiel. (2003). Pasión y simbiosis. Ciencias 71, julio-septiembre, 76-79. [En línea]


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