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Las Comisiones The Lancet |
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En septiembre de 2015, los estados miembros de las Naciones
Unidas aprobaron los Objetivos de Desarrollo Sustentable para 2030, los cuales buscan enfoques centrados en los derechos humanos con el fin de asegurar la salud y el bienestar de todos los pueblos. Dichos objetivos conjuntan tanto los valores de derechos y justicia para todos, consagrados en la Carta de las Naciones Unidas, como la responsabilidad de los estados de apoyarse en la mejor evidencia científica en pos de lo mejor para la humanidad. En abril de 2016, los mismos estados someterían a consideración el asunto del control de las drogas ilícitas, un área de política social que ha sido tirante por las controversias y las consideraciones de que es inconsistente con las normas que rigen los derechos humanos, y en donde los enfoques que contemplan la evidencia científica y la salud pública se han visto asignados un papel muy limitado. La Sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas previa, efectuada en 1998, convocada bajo el lema: “Un mundo libre de drogas, ¡podemos lograrlo!”, aprobó políticas de control de drogas cuyo objetivo era el prohibir todo uso, posesión, producción y tráfico de drogas ilícitas. Dicho objetivo se encuentra consagrado en las leyes nacionales de muchos países. Al declarar las drogas “un atentado grave contra la salud y el bienestar de la humanidad” aquella Sesión hizo eco a la convención base de 1961 del régimen internacional de control de drogas, que justificaba la eliminación del “mal” que constituyen las drogas en el nombre de “la salud y el bienestar de la humanidad”. Sin embargo, ninguno de esos acuerdos internacionales hace referencia a la manera como el persistir en la prohibición de las drogas podría afectar la salud pública. La guerra contra las drogas y las políticas de cero tolerancia que surgieron del consenso prohibicionista son ahora criticadas desde múltiples ángulos, incluidos el de la salud, los derechos humanos y otros impactos al desarrollo.
La comisión Johns HopkinksLancet de políticas sobre drogas y salud ha buscado examinar la evidencia científica acerca de los aspectos de salud pública relacionados con las políticas de control de drogas, así como informar e impulsar a tomar como eje la evidencia sobre salud pública y los resultados de los debates en torno a las políticas públicas, como lo fueron las deliberaciones de la Sesión sobre drogas de 2016. La Comisión está consciente de que las políticas sobre drogas suelen estar teñidas por ideas acerca del uso de drogas y su dependencia que no se hallan científicamente fundamentadas. La declaración final de la Sesión de 1998, por ejemplo, al igual que las convenciones sobre drogas de las Naciones Unidas y muchas leyes nacionales sobre drogas, no distingue entre uso y abuso de drogas. Un reporte de 2015 elaborado por el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en contraste, enfatiza que el uso de drogas “no es una condición médica ni lleva necesariamente a la dependencia de drogas”. La idea de que todo uso de drogas es peligroso y malo ha llevado a políticas de acción muy severas y ha dificultado ver las drogas simplemente como potencialmente peligrosas, de la misma manera en que se ve cierto tipo de comida, el tabaco y el alcohol, ante lo cual el objetivo de las políticas sociales es el de reducir sus daños potenciales.
El impacto de las políticas prohibicionistas
El mantenimiento de la prohibición de las drogas ha generado una economía paralela manejada por organizaciones criminales en todo el mundo. Tanto estas organizaciones, que recurren a la violencia para proteger sus mercados, como la policía y, en ocasiones, los militares o las fuerzas paramilitares que las persiguen, contribuyen a la violencia y la inseguridad en las comunidades afectadas por el tránsito y la venta de drogas. En México, el impactante incremento de los homicidios desde que el gobierno decidiera usar la fuerza militar contra los traficantes de droga, en 2006, ha sido tan grande que la esperanza de vida se ha reducido en el país.
La inyección de drogas empleando instrumentos contaminados es un camino bien conocido de la transmisión de vih y de hepatitis viral. Las personas que se inyectan drogas corren también un alto riesgo de contraer tuberculosis. La continua expansión de vih por inyecciones insalubres contrasta con el progreso realizado para disminuir la transmisión sexual y vertical de vih en las últimas tres décadas. Nos parece que las políticas de represión contra las drogas contribuyen grandemente a incrementar el riesgo de contraer vih por inyección.
El empleo de la policía puede ser una barrera directa a servicios como los Programas de agujas y jeringas y el uso de opioides no inyectados, conocida como Terapia de sustitución de opioides. El afán policíaco de arresto total ha tomado como blanco las instalaciones que brindan estos servicios a fin de ubicar, hostigar y detener una gran cantidad de personas que usan drogas.
La parafernalia de las leyes que prohíben la posesión de equipo para inyectarse ha llevado a la gente que se inyecta drogas a temer llevar consigo jeringas, forzándolos a compartirlas, a disponer de ellas de manera insegura. Las prácticas policiales emprendidas en nombre del bien público han empeorado de manera evidente los asuntos de salud pública.
Uno de los impactos más grandes que ha tenido el seguir con la prohibición de las drogas en cuanto a las enfermedades infecciosas —identificado por esta Comisión— es el empleo excesivo del encarcelamiento como una medida de control de las drogas. Muchas leyes nacionales imponen largas sentencias por delitos menores no violentos, por lo que la gente que usa drogas está sobrerrepresentada en las cárceles y entre quienes se hallan detenidos en espera de juicio. El uso y la inyección de drogas ocurren en los presidios aun cuando esto es negado por los oficiales. La transmisión de vih y del virus de la hepatitis c ocurre entre prisioneros y detenidos, y con frecuencia tiene complicaciones por una coinfección por tuberculosis (en muchos lugares es una tuberculosis resistente a las medicinas). Muy pocos países ofrecen servicios de prevención o tratamiento a pesar de los lineamientos internacionales que instan a tomar medidas comprensivas, incluyendo la provisión de equipo para inyectarse, para con la gente bajo arresto.
Los nuevos modelos matemáticos empleados por esta Comisión muestran que el encarcelamiento y el alto riesgo de infección durante el periodo de postencarcelamiento pueden contribuir de manera importante en la incidencia nacional de infección por virus de la hepatitis c entre la gente que se inyecta drogas en un abanico de países con niveles de encarcelamiento variados, las sentencias promedio de prisión, periodos en que se inyectan y niveles de cobertura de terapia de sustitución de opioides en la cárcel y al salir de ella. Por ejemplo, en Tailandia, en donde la gente que se inyecta drogas puede pasar en prisión cerca de la mitad del periodo de su vida que se inyecta, se estima que 56% de dicha infección puede suceder en la cárcel. En Escocia, donde las sentencias son más cortas para gente que se inyecta drogas, se estima que 5% de la infección incidental de hepatitis c ocurre en prisión y 21% puede ocurrir en el periodo de alto riesgo que sigue a la salida de ésta. Estos resultados subrayan la importancia de alternativas a la prisión como castigo a delitos menores por drogas, así como el asegurar el acceso a terapias de sustitución de opioides en prisión y una continuidad de los servicios de terapia de sustitución de opioides en la comunidad.
La evidencia demuestra también claramente que la ejecución de leyes contra las drogas ha sido aplicada en muchos países de manera discriminatoria en contra de minorías étnicas y raciales. El de Estados Unidos es quizás el caso más documentado, pero no es el único país con un claro sesgo racial en el control policial, los arrestos y las sentencias. En 2014, en los Estados Unidos los hombres afroamericanos tenían cinco veces más de posibilidades que los blancos de ser encarcelados por delitos de drogas, aun cuando no hay diferencias significativas en las tasas de consumo de ambas poblaciones. El impacto de este sesgo en las comunidades de gente de color es intergeneracional y social, y es económicamente devastador.
También encontramos sesgos sustanciales en cuanto al género en las políticas más comunes sobre drogas. Por ejemplo, de las mujeres que se encuentran en prisión y en detención en espera de juicio en el mundo, la proporción detenida por infracciones por drogas es más alta que entre los hombres. Las mujeres se encuentran frecuentemente en el escalón más bajo —por ejemplo, como “mulas” o choferes— y pueden no tener información acerca de los traficantes mayores como para servir a los servicios de policía. Los sesgos de género y raza se sobreponen, lo que resulta en un peligro cruzado para las mujeres de color y sus hijos, familias y comunidades.
Tanto en prisión como en la comunidad, los programas de vih, virus de la hepatitis c y tuberculosis para personas que usan drogas —incluyendo pruebas de detección, la prevención y el tratamiento— se encuentran muy carentes de fondos, lo cual resulta en enfermedades y muertes que podrían evitarse. En varios países de ingreso medio con numerosa población que usa drogas, tales programas —que se expandieron con el apoyo del Fondo Mundial para la lucha contra el sida, la tuberculosis y la malaria— han perdido financiamiento a causa de los criterios de elegibilidad aplicados por dicho Fondo Mundial. Hay una desafortunada falla al emular el ejemplo de los países de Europa occidental que han eliminado la insegura relación entre inyectarse y contraer el vih al escalar de manera constante la prevención y el tratamiento, así como facilitando a quienes cometen delitos menores el evitar la cárcel. La resistencia de las políticas públicas a las medidas de reducción de daños desecha la sólida evidencia que da cuenta de su eficacia y su costo en relación con ésta. Los modelos matemáticos muestran que si la terapia de sustitución de opioides, los programas de jeringas y agujas y la terapia antirretroviral para el vih se encuentran disponibles, incluso si la cobertura de cada uno es menor de 50%, su sinergia puede llevar a una prevención efectiva en un futuro cercano. Las personas que usan drogas suelen no ser vistas como individuos a quien vale la pena dar tratamientos costosos o no se les considera capaces de seguir un régimen de tratamiento, muy a pesar de que existe evidencia de lo contrario.
La sobredosis letal por drogas es un problema de salud pública, particularmente a la luz del incremento en el consumo de heroína y la prescripción de opioides en algunas partes del mundo. Aun así, esta Comisión encontró que el mantener la prohibición de las drogas puede contribuir al riesgo de sobredosis en muchas maneras. La prohibición crea mercados ilegales no regulados, en donde es imposible controlar la presencia de sustancias que adulteran las drogas que se consiguen en la calle, lo que incrementa el riesgo de sobredosis. Varios estudios relacionan también la agresividad policíaca con el apresuramiento al inyectarse y el riesgo de sobredosis. La gente que tiene un historial de uso de drogas, que está sobrerrepresentada en la cárcel a causa de las políticas prohibicionistas se hallan en un riesgo extremo de sobredosis cuando son liberados tras cumplir su condena. La falta de acceso a una terapia de sustitución de opioides contribuye asimismo a la inyección de opioides y nulifica los sitios de inyección supervisados, interrumpiendo una intervención que ha reducido las muertes por sobredosis de manera efectiva. Las políticas restrictivas sobre las drogas también contribuyen al innecesario control de naloxona, un medicamento que puede revertir la sobredosis por opioides muy eficazmente.
Aun cuando sólo una pequeña proporción de la gente que usa drogas llegará a necesitar tratamiento para la dependencia hacia las drogas, en muchos países esa minoría enfrenta enormes barreras para obtener tratamiento humano y de costo accesible. Con frecuencia no existen estándares nacionales de calidad de los tratamientos para la dependencia hacia las drogas y tampoco prácticas regulares de monitoreo. En muchos países, los golpes, el trabajo forzado y la falta de cuidado médico y de condiciones de sanidad adecuadas se proporcionan bajo el nombre de tratamiento, incluyendo centros de detención forzada, que son más bien prisiones y no instalaciones para tratamiento. Y allí donde hay posibilidades de un tratamiento más humano, la gente que está más necesitada no puede pagarlo. En muchos países no hay tratamiento diseñado específicamente para mujeres, a pesar de que se sabe que las motivaciones para el uso de drogas y las reacciones fisiológicas a ellas difieren de las de los hombres.
La insistencia en la eliminación de las drogas ha llevado a prácticas agresivas y dañinas dirigidas hacia quienes cultivan plantas empleadas en la manufactura de drogas, especialmente la hoja de coca, la flor de amapola y la cannabis. La aspersión aérea en los campos de coca en los Andes con el defoliador glifosato (nfosfonometilglicina) ha sido asociada con afecciones respiratorias y dermatológicas y con abortos súbitos. El desplazamiento forzado de familias pobres del campo que no tienen seguridad en la tenencia de la tierra exacerba su pobreza y su inseguridad alimentaria, y en algunos casos los obliga a mover sus cultivos hacia tierras más marginales. El aislamiento geográfico dificulta a las autoridades llegar hasta quienes cultivan drogas mediante campañas de educación y salud pública, y les impide el acceso a los servicios básicos de salud. Los programas alternativos que intentan ofrecer otras posibilidades de subsistencia tienen un historial pobre y raramente son concebidos, implementados y evaluados tomando en consideración su impacto en la salud de la población.
La investigación acerca de las drogas y las políticas hacia ellas ha sufrido por una falta de diversidad en sus fuentes de financiamiento, así como a causa de los preceptos sobre quienes usan drogas y las patologías asociadas a éstas que enarbola la principal fuente de financiamiento: el gobierno de Estados Unidos. En esta época en que las discusiones en torno a las políticas públicas sobre drogas se están abriendo en todo el mundo hay una necesidad urgente de allegar lo mejor de esa perspectiva no sesgada ideológicamente que se encuentra en las ciencias de la salud, las ciencias sociales, los análisis sobre las políticas públicas en cuanto al estudio de las drogas y el potencial que encierran para la reforma de tales políticas.
Políticas públicas alternas en el mundo real
Las experiencias concretas de muchos países que han modificado o desechado los enfoques prohibicionistas en su manera de abordar el consumo de drogas pueden servir para ilustrar las discusiones en torno a la reforma de las políticas públicas. Países como Portugal y la República Checa descriminalizaron hace varios años los delitos menores por drogas, logrando notorios ahorros financieros, menos encarcelamientos, evidentes beneficios en salud pública y sin tener un crecimiento significativo en el uso de drogas. Tal descriminalización, aunada a un incremento en los escasos servicios de prevención de vih, permitió a Portugal controlar una epidemia explosiva de uso inseguro de drogas inyectadas y quizá previno que otro igual sucediera en la República Checa.
En los lugares donde la discriminación no suele ser una reacción inmediata, el incremento de los servicios de salud para gente que usa drogas puede demostrar el valor de la sociedad al responder con apoyo y no con castigo a los infracciones menores por drogas. Un programa pionero de tratamiento por sustitución de opioides en Tanzania está impulsando a las comunidades y los oficiales a considerar el empleo de respuestas no criminalizadoras ante la inyección de heroína. En Suiza y Vancouver, Canadá, las mejoras sustanciales en el acceso a tratamientos de reducción de daños, incluyendo sitios de inyección supervisada y terapia de heroína asistida (esto es, prescripción de heroína para usos terapéuticos bajo condiciones controladas) han transformado el panorama de salud para la gente que se inyecta drogas. La experiencia de Vancouver también ilustra la importancia de la participación significativa de quienes se inyectan drogas en la toma de decisiones respecto de las políticas y los programas que afectan a sus comunidades.
Conclusiones y recomendaciones
La políticas que pretenden prohibir o suprimir al máximo las drogas presentan una paradoja: son enarboladas y defendidas vigorosamente por muchos funcionarios encargados de implementarlas como una necesidad para preservar la salud pública y la seguridad, mas las evidencias indican que tales políticas han contribuido directa e indirectamente a generar una violencia letal, una transmisión de enfermedades, discriminación, desplazamiento forzado, dolor físico innecesario y el deterioro del derecho de las personas a la salud. Hay quienes argumentarán que la amenaza que significan las drogas para la sociedad justificaría cierto nivel de abrogación del derecho humano a la protección de la seguridad colectiva, tal y como está previsto para casos de emergencia en las leyes que regulan los derechos humanos. No obstante, los estándares internacionales de los derechos humanos estipulan que, en tales casos, las sociedades deben escoger el camino menos dañino para enfrentar la emergencia y que las medidas de emergencia deberían ser proporcionales y específicamente diseñadas para cumplir objetivos reales definidos de manera transparente. La insistencia en la prohibición de las drogas no cumple ninguno de tales criterios.
Los estándares de salud pública y los enfoques científicos que deberían formar parte de la elaboración de políticas públicas sobre drogas han sido desechadas por tal insistencia en la prohibición. La idea de reducir el daño de muchos tipos de conducta humana es central en la política pública de seguridad en el tránsito, en la regulación del tabaco y el alcohol, la seguridad en la comida, en el deporte y la recreación, así como en muchas otras áreas de la vida humana en donde el comportamiento en cuestión no está prohibido. Pero la búsqueda explícita de la reducción del daño relacionado con las drogas mediante políticas y programas, así como el balance de los resultados de la prohibición por medio de la reducción de daños, es algo a lo que se resisten casi siempre las políticas de control de drogas. La persistencia de la transmisión de vih y la hepatitis c por causa de inyección de drogas de manera insegura, la cual podría ser detenida mediante medidas probadas, efectivas y de bajo costo, sigue siendo una de las grandes fallas de la respuesta global a estas enfermedades.
Las políticas hacia las drogas que descalifican la vasta evidencia que existe sobre su propio impacto negativo y los enfoques que podrían mejorar los asuntos de salud son malas para todos los implicados. Los países que han decidido no reconocer ni corregir los daños causados a la salud y a los derechos humanos que la insistencia en la prohibición y supresión de las drogas han provocado, están negando sus responsabilidades legales. Ellos encarcelan a la gente por delitos menores y luego se desentienden de su deber de proveer servicios de salud en el ámbito carcelario. Esos países reconocen la existencia de mercados ilegales fuera de control a causa de sus políticas, pero hacen poco para proteger a la gente de drogas adulteradas, tóxicas, que son inevitables en los mercados ilegales, o de la violencia del crimen organizado, la cual empeora con frecuencia por la acción policíaca. Estos desperdician recursos públicos en políticas que se ha demostrado no impiden el funcionamiento del mercado de droga y frecuentemente pierden oportunidades de invertir recursos públicos inteligentemente en servicios de salud probados para gente demasiado asustada como para buscar servicio alguno.
Con el fin de mover la balanza hacia políticas a las que los estados miembros de las Naciones Unidas están llamando a seguir, proponemos aquí una serie de recomendaciones.
1. Descriminalizar los delitos menores y no violentos relacionados con drogas —uso, posesión y venta al menudeo— y reforzar las alternativas de salud y del sector social que existen, en lugar de sólo sanciones criminales.
2. Reducir la violencia y demás daños provocados por la acción policíaca ante las drogas, incluyendo el empleo de las fuerzas militares en dicho combate, y mejor dirigir la acción policíaca contra los grupos criminales armados más violentos; permitir la posesión de jeringas y no emplear el tratamiento de reducción de daños para lograr más arrestos, así como la eliminación de la discriminación racial y étnica en las acciones policíacas.
3. Asegurar el acceso fácil a los servicios de reducción de daños a todos aquellos que los necesiten como parte de la respuesta al asunto de las drogas; al hacerlo, considerar la eficiencia y el bajo costo de incrementarlos para hacer frente a los requerimientos existentes y luego mantenerlos. La terapia de sustitución de opioides, los programas de jeringas y agujas, los sitios de inyección supervisada y el acceso a la naloxona —llevados a la escala adecuada para cubrir la demanda— deberían figurar en los servicios de salud y deberían además incluir la participación significativa de la gente que usa drogas en su planeación e implementación. Los servicios de reducción de daños son cruciales en las penitenciarías y durante la detención en espera de juicio y deben crecer para lograr su cometido. La Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 2016 debería hacer algo mejor que la Comisión sobre Narcóticos y Drogas de las Naciones Unidas, mencionando la reducción de daños explícitamente y subrayando su lugar central en las políticas sobre drogas.
4. Dar prioridad a las personas que usan drogas en los tratamientos para vih, hepatitis c y tuberculosis, y asegurar que tales servicios sean adecuados para facilitar el acceso a todo aquel que necesite ese tipo de atención. Asimismo garantizar la disponibilidad de tratamiento adecuado, humana y científicamente, para la dependencia a las drogas, incluyendo el incremento de terapias de sustitución de opioides tanto en las comunidades como en las cárceles. Además rechazar la detención compulsiva y el abuso que se presentan como si fueran tratamiento.
5. Asegurar el acceso a drogas controladas, establecer autoridades nacionales intersectoriales a fin de determinar los niveles de necesidad, y dar a la Organización Mundial de la Salud los recursos para ayudar a la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes de las Naciones Unidas a que empleé la mejor ciencia para determinar el nivel de necesidad de drogas controladas en cada país.
6. Reducir el impacto negativo de las políticas sobre drogas y las leyes sobre las mujeres y sus familias, especialmente al minimizar las sentencias de reclusión para mujeres que cometen delitos no violentos, y desarrollar apoyo social y de salud, incluidos los tratamientos de dependencia a las drogas adecuados al género para quienes lo necesiten.
7. Los esfuerzos dirigidos a eliminar cultivo para la producción de drogas deben de considerar la salud. La aspersión aérea de herbicidas tóxicos debe ser detenida y los programas alternativos de desarrollo deberían ser parte de las estrategias de desarrollo, elaboradas e implementadas mediante consultas significativas a las personas afectadas.
8. Se requiere una base de donadores de fondos para lograr la mejor ciencia posible sobre nuevas experiencias de políticas públicas en torno a las drogas desde una perspectiva no ideológica, la cual, entre otras cosas, cuestione y vaya más allá de la excesiva patologización del uso de drogas.
9. Las políticas sobre drogas del gobierno de las Naciones Unidas deberían ser mejoradas, lo cual debería incluir el respeto a la Organización Mundial de la Salud para determinar cuán peligrosa es una droga. Los países deben ser conminados a incluir oficiales de alto nivel en cuestiones de salud pública en sus delegaciones que participan en la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas. Mejorar la composición de las representaciones con oficiales de salud en las delegaciones nacionales de dicha comisión tendría como resultado, a la vez, conferir a las autoridades de salud una presencia del día a día en los organismos multisectoriales que elaboran las políticas nacionales sobre drogas.
10. Salud, desarrollo e indicadores sobre derechos humanos deberían ser incluidos en los parámetros para juzgar el éxito de una política sobre drogas, y tanto la Organización Mundial de la Salud como el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas deberían ayudar a formularlos. Dicho programa ya ha sugerido que indicadores como el acceso a tratamiento, frecuencia de muertes por sobredosis y acceso a programas de beneficio social para las personas que usan drogas deberían ser útiles. Todas las políticas sobre drogas deberían ser también monitoreadas y evaluadas por su impacto sobre las minorías raciales y étnicas, las mujeres, niños y jóvenes, y gente viviendo en estado de pobreza.
11. Transitar gradualmente hacia mercados de drogas regulados y aplicar el método científico para su evaluación. A pesar de que los mercados regulados y legales no son políticamente posibles en un corto plazo en algunos lugares, los daños ocasionados por los mercados criminales, así como otras consecuencias de la prohibición catalogadas por esta Comisión, llevarán probablemente a más países (y a más estados en los Estados Unidos) a transitar gradualmente en esa dirección —una dirección que nosotros suscribimos. En la medida que esas decisiones sean tomadas, instamos a los gobiernos e investigadores a aplicar el método científico y a asegurar evaluaciones independientes, multidisciplinarias y rigurosas de los mercados regulados a fin de esbozar enseñanzas e informar del mejoramiento en las prácticas regulatorias, así como a continuar evaluando y mejorando.
Conminamos a los profesionales de la salud de todos los países a que se informen por sí mismos y a unirse a los debates en torno a las políticas sobre drogas en todos sus niveles. Apegándose a las metas establecidas por el régimen internacional de control de drogas es posible lograr políticas públicas sobre drogas que contribuyan a la salud y el bienestar de la humanidad a condición de allegarse las evidencias de las ciencias de la salud y las voces de los profesionales de la salud.
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Las comisiones The Lancet
Joanne Csete, Carl Hart, Universidad de Columbia, Nueva York, Estados Unidos; Adeeba Kamarulzaman, Universidad Malaya, Kuala Lumpur, Malasia; Michel Kazatchkine, Enviado Especial de las Naciones Unidas, vih en Europa Oriental y Asia Central; Frederick Altice, Universidad de Yale, New Haven, Estados Unidos; Marek Balicki, Varsovia, Polonia; Julia Buxton, Universidad Centroeuropea, Budapest, Hungría; Javier Cepeda, Susan Sherman, Chris Beyrer, Centro para la Salud Pública y Derechos Humanos, Johns Hopkins Bloomberg Escuela de Salud Pública, Baltimore, Estados Unidos; Megan Comfort, Instituto Internacional de Investigaciones El Triangulo, Washington, Estados Unidos; Eric Goosby, Universidad de California, San Francisco, Estados Unidos; João Goulão, Ministerio de Salud, Lisboa Portugal; Thomas Kerr, Universidad de British Columbia, Centro de Excelencia en vihsida, Vancouver, Canadá; Alejandro Madrazo Lajous, Centro de Investigación y Docencia Económicas, México, México; Stephen Lewis, aidsFree World, Toronto, Canadá; Natasha Martin, Universidad de California, San Diego, Estados Unidos; Daniel Mejía, Adriana Camacho, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; David Mathieson, Observación de Derechos Humanos, Ragún, Birmania; Isidore Obot, Universidad de Uyo, Uyo, Nigeria; Adeolu Ogunrombi, Youth Rise—Nigeria, Lagos, Nigeria; Jack Stone, Peter Vickerman, Universidad de Bristol, Bristol, Reino Unido; Nandini Vallath, Instituto de Ciencias Paliativas de Thiruvananthapuram, India; Tomáš Zábranský, Universidad Charles, Praga, República Checa. |
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Nota Este texto forma parte del reporte “Public health and international drug policy”, publicado en The Lancet en línea el 24 de marzo de 2016. |
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Traducción César Carrillo Trueba Facutlad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. |
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cómo citar este artículo →
Las Comisiones The Lancet. (Traducción César Carrillo Trueba). 2017. La salud pública y la política internacional sobre drogas. Ciencias, núm. 122-123, octubre 2016-marzo, pp. 134-145. [En línea].
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