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Ida Rodríguez Prampolini      
               
               
La cultura del siglo XIX, a diferencia de la nuestra del XX,
se contempló a sí misma con la certeza y la validez de un proyecto de vida civilizador, donde era posible alcanzar la plenitud material fincada en el progreso positivista que aseguraba la paz, la seguridad y el bienestar moral y material. La técnica y la ciencia que se desarrollaban acelradamente ofrecían las garantías de la certeza depositada en las potencialidades del hombre, controlador de la naturaleza y la humanidad.
 
Los científicos, los industriales, los banqueros, los técnicos y los artistas trabajaban para el mantenimiento de la utopía del progreso.
 
El proyecto burgués parecía alcanzar la cumbre del éxito y estaba a punto de consolidar la creencia de que la felicidad del hombre estaba a la vuelta de la esquina.
 
Aunque se habían levantado las voces de filósofos, poetas y escritores que dudaban de los valores seguros de la sociedad, aquéllas quedaban aparentemente apagadas por la escandalosa máquina progresista, segura de su triunfo.
 
Hoy, desde la perspectiva del tiempo, podemos constatar claramente que el siglo XIX era un gran volcán en gestación, que la humanidad estaba viviendo el derrumbe definitivo de la utopía progresista y que fueron los hombres del siglo XIX, también, quienes pusieron las bombas de acción retardada que han ido haciendo explosión en el siglo XX. Hoy la palabra crisis parece ser el común denominador de nuestra cultura, ya sea que ésta se racionalice e investigue o que, sin pasar por el tamiz de la conciencia, se la padezca con desesperación, cotidianamente, sin saber y menos entender sus causas políticas, socioeconómicas y morales.
 
Los modelos estructurales están en crisis, la amenaza de extinción de la humanidad es un temor real. La explosión demográfica, la desocupación, la falta de empleo, la depauperación y el hambre de millones de habitantes del planeta son fenómenos en aumento. Crisis de la ciudad, pero también crisis del campo. El grito de Juan Jacobo Rousseau: “¡volvamos a la naturaleza!”, hoy se repite con mayor intensidad, pero ya no para gozarla, sino para salvarla. Los ecologistas tienen la palabra y la razón.
 
El reflejo de la crisis en los fenómenos culturales amenaza la identidad de todos los conglomerados humanos. El arte es uno de estos fenómenos que, desde hace décadas, a millones de personas no interesa, un gran número de críticos e historiadores de arte sostiene que está en crisis.
 
Como contraparte de lo anterior, la técnica se ha convertido en la verdadera representante de nuestra cultura, pues todos nos beneficiamos de muchos de sus avances. Sin embargo, como se ha probado hasta el cansancio, sigue siendo un arma de dos filos y sus bases morales continúan siendo cuestionadas. Aunque la relación del arte con la técnica siempre ha existido —ya que artistas, artesanos y arquitectos utilizaron los avances científicos y su práctica tecnológica sin cuestionarlos— la Revolución industrial trajo un cambio decisivo en las relaciones arte y técnica. El arte proclamó su autonomía absoluta y la ciencia y la técnica emprendieron la carrera de las invenciones ignorando los valores simbólicos y morales que el arte reclamaba para su esfera de acción.
Al establecerse y triunfar el sistema capitalista, cambió la concepción del arte y la inserción misma del artista en la sociedad. La idea del artista que ejerce una profesión, un trabajo específico imbricado en la sociedad; que practica una tarea por medio de un buen oficio técnico va transformándose desde los cambios efectuados en el Renacimiento. Aunque la noción moderna de artista nace a fines del siglo XV en Florencia, el significado de la palabra artista opuesto al de obrero y artesano aparece hasta el siglo XVIII. El término, aunque en uso desde el siglo XIV, designa a un letrado, a un estudiante o maestro de una facultad. En el siglo XVI lo encontramos nombrando a los que se dedican también a la destilería y a las investigaciones químicas. En el Diccionario de la Academia Francesa de 1694, las palabras artista y artesano están definidas así:
Artesano: obrero en un arte mecánico, hombre de oficio.
Artista: aquel que trabaja en un arte. Se dice en particular de los que hacen operaciones químicas.
 
Es casi un siglo después, en 1762, en otra edición del mismo diccionario, donde aparece la noción moderna:
Artista: aquel que trabaja en un arte donde el genio y la mano deben concurrir. Un pintor, un arquitecto, son artistas.
 
Si he traído a cuento estas definiciones es para marcar la conversión de las nociones históricas que se van consolidando a través de los siglos y que hoy día, sin duda, vuelven a necesitar una nueva revisión.
 
Con el comienzo de la era capitalista, el artista empieza a transformar su quehacer, vinculado a la comunidad, en una vocación que aspira siempre a la genialidad; ejerce una tarea donde la actividad intelectual comienza a suplantar al oficio y se propone, basado en un exacerbado individualismo, ascender al estrellato que lo conduzca no sólo a la fama sino también a la riqueza. El hombre que se dedica al arte, y me refiero esencialmente a los pintores y escultores, los conspicuos representantes del arte en el siglo XIX, van perdiendo contacto con la realidad e interés por servir a la comunidad. El proceso deshumanizador y parcializador de la cultura y el arte se inicia desde entonces.
 
El artista, durante el primer tercio del siglo pasado, recorre un periodo de religiosidad, de revelación, de rebeldía en el cual se concibe a sí mismo como el sacerdote de un nuevo culto.1
 
El proceso se agrava cuando la práctica artística se convierte en un escape de la vida, en un reclusorio en la famosa “torre de marfil” para, como diría la escritora George Sand, “escapar de la cárcel material, donde la propiedad larga o pequeña nos aprisiona en un círculo de odiosas y mezquinas preocupaciones.”
 
Pero esa huida del mundo y de los problemas de la sociedad muy pronto cede a los embates del materialismo y el comercio, y el artista va haciendo concesiones. Baste un ejemplo: Gustave Flaubert, quien dudaba de la calidad de su libro Las tentaciones de San Antonio, pide una opinión al escritor Téophile Gautier sobre dicho escrito. La contestación del amigo a su carta es reveladora respecto a la situación que se gestaba en torno al artista y al literato: “Oh, Flaubert, tú eres un inocente. El escritor vende sus libros como un comerciante vende pañuelos, solamente que el algodón se paga más caro que las sílabas. Guardar los manuscritos en reserva es un acto de locura, cuando un libro está terminado hay que publicarlo y venderlo lo más caro posible”.
 
Esta situación, que heredamos del siglo XIX, es la del artista que rehúsa servir a la sociedad y sólo se subordina a la belleza de las formas y a los intereses que giran en torno a la estética. Por otra parte, a la diosa que la razón levantó sobre un pedestal, la belleza, se la ha retorcido, desbancado del pedestal y aniquilado en pedazos, mas la “sociedad carnívora” la acepta en el mercado como el artista se la presente.
 
De los tres valores esgrimidos por la Revolución francesa, mismos que aún no se han cumplido en el plano social, el goce creativo del artista optó por la libertad. El resultado fue la separación absoluta entre arte y compromiso, forma y contenido, arte y moral, arte y utilidad, arte y servicio.2
 
El ideal de la belleza acabó por levantarse contra el de utilidad hasta que se convirtieron en contrarios, opuestos y enemigos. El mismo Téophile Gautier pontifica en su pequeño cenáculo: “No hay nada verdaderamente bello sino lo que no puede servir para nada, todo lo útil es feo pues es la expresión de alguna necesidad que es lo innoble y repugnante del hombre… El lugar más útil de la casa son los excusados. El arte no es para nosotros un medio sino un fin, todo artista que se propone otra cosa que la belleza no es artista.3
 
En el Primer Mundo, la gloria de un país y su grandeza se miden todavía por sus museos, por sus artistas glorificados muchas veces por su capacidad exhibicionista y por sus dotes comerciales.
 
La instauración de las vanguardias, de los ismos que cada vez más aceleradamente se han sucedido en los últimos 150 años, responde a la infraestructura que se creó en torno al Arte por el Arte. En el orden capitalista el artista se separa de la producción de uso y la obra se convierte en mercancía, en valor de cambio. La actitud disidente fue domesticada rápidamente por el sistema y el grito de alarma del militante inglés, creador del diseño moderno, William Morris: “¿por qué habríamos de ocuparnos del arte a menos que todos puedan participar de él?”, tuvo poca respuesta.
 
El corbatón, el sombrero del bohemio del XIX, se multiplican en vestimentas y actitudes individualistas y excéntricas o en frustraciones dolorosas de los que no llegan al santuario de los consagrados. Pero no puede haber, por simple estadística demográfica, presupuesto que alcance para satisfacer la demanda de personas valiosas que luchan por ascender al estrellato de la consagración.
 
Es injusto en este recuento no señalar a aquellos pensadores que expresaron ideas contrarias a la del Arte por el Arte y al arte como producto mercantil: el conde de Saint-Simon, Charles Fourier, Etienne Cabet y en Inglaterra y desde distintas perspectivas las acciones morales y sociales de John Ruskin, William Morris y hasta el más individualista de sus contemporáneos, Oscar Wilde. Todos ellos señalaron la necesidad de producir un arte utilitario y de servicio a la sociedad.
 
El arte proclamó su autonomía absoluta y la ciencia y la técnica emprendieron la carrera de las invenciones y descubrimientos ignorando los valores simbólicos, espirituales y morales que el arte reclamaba para su esfera de acción.
 
Lewis Mumford, el escritor que quizás se ha ocupado más de las relaciones arte y técnica, en sus esclarecedoras reflexiones opina: “Quizás el hombre haya sido un hacedor de imágenes y un hacedor de idiomas, un soñador y un artista aún antes de ser un hacedor de herramientas. En todo caso, durante el transcurso de la historia fue el símbolo y no la herramienta lo que señaló su función superior”.4
 
Sin embargo, el arte ha seguido una degradación vertiginosa desde que rompió sus ligas con la sociedad, cuando los símbolos colectivos no tienen ya una función espiritual superior como tuvieron en épocas menos pedestres que la nuestra, —cuando ha vendido su alma al mercado, a la tecnología—; pero cuando ha sido útil al hombre, se ha adueñado, a mi juicio, de las formas más bellas y estéticas.
 
En Inglaterra, país que encabeza la Revolución industrial, dos pensadores se enfrentan a la máquina y la acusan de ser culpable de la decadencia artística: John Ruskin y William Morris, su discípulo. Ambos arremeten contra el arte individualista y su carencia de compromiso social.
 
El gran esteta Ruskin, quien vuelve la mirada al pasado, pretende regresar a las sociedades artesanales. Sustituye el ferrocarril por carretas tiradas por animales, las flamantes y efectivas máquinas de hilados y tejidos las suplanta con las antiguas ruecas, al obrero lo convierte en artesano, desecha la imprenta y regresa a los bellos ejemplares pintados a mano o con rústicos tipos de madera, y la ciudad la sustituye por aldeas autosuficientes. El experimento del pueblo ideal de Ruskin sólo sirvió para menguar su enorme fortuna, pero no se desalienta en la empresa contra la máquina que deshumaniza y enajena, por lo que dicta innumerables conferencias contra el maquinismo y escribe una serie de textos moralistas en los que señala los perjuicios de la máquina: “El gran clamor que se eleva en todas nuestras ciudades industriales, más fuerte que el soplo de los altos hornos en verdad tiene una sola causa, a saber, que nosotros fabricamos allá de todo excepto seres humanos; blanqueamos el algodón, fortalecemos el acero, refinamos el azúcar, damos forma a la alfarería, pero en lo que se refiere a aclarar, fortalecer, refinar, formar una sola alma viviente, esto no entra jamás en nuestro cálculo de beneficio. No es apropiado hablar de que el trabajo está dividido, son los hombres divididos en simples fracciones de hombres, rotos en pequeños fragmentos y en migajas de vida”.
 
El más brillante alumno de Ruskin, William Morris, critica el eclecticismo en el que han caído las formas artísticas, y aunque en un principio está contagiado del antimaquinismo de su maestro, se da cuenta de que el proceso tecnológico e industrial es irreversible y acepta la máquina, siempre y cuando el hombre sea el amo de ella. Morris abandona su exitosa carrera de pintor y dedica sus dotes artísticas a la creación de diseños que pueden rodear de belleza el ambiente del hombre. A Morris se debe en realidad la creación de la rama complementaria de la tecnología: el diseño industrial que en el fondo fue la respuesta moderna a la separación del arte y la utilidad.
 
Sin embargo, desencantado al final de su prolífica vida, Morris escribe una de las últimas utopías inglesas optimistas, Novedades de ninguna parte. En ella advierte el peligro que amenaza a la humanidad, la producción industrial indiscriminada y amoral, de la cual el vio sólo el principio: “La industria está produciendo tal cantidad de objetos innecesarios que está creando una especie de compulsión de la sociedad hacia la compra, se compran objetos, y sobre todo se producen objetos, absolutamente inútiles que nada más la rutina de la compra hacen que sean adquiridos; hay que producir exclusivamente lo necesario para el uso del hombre”.
 
La práctica y la teoría de Morris pasó de Inglaterra al continente, y ahí proliferó al sentar las bases del estilo Art-nouveau que se extendió por el mundo occidental. Henri Van de Velde, uno de los más geniales arquitectos y artistas belgas, fue fundador de escuelas de arte donde el diseño industrial es la base. Todo lo que se ha dicho contra la máquina, opinaba Van de Velde a finales de siglo pasado en su revolucionario libro Hacia un nuevo estilo, son sólo prejuicios y cargos infundados. La máquina es una herramienta que lo mismo puede hacer el bien que el mal. Las fallas son del uso que los hombres puedan darle, desgraciadamente, opina, “la insaciable codicia de los industriales les impone una labor sin pausa, cuyos frutos llevan el sello de la ignominia”.
 
La repercusión de las formas de la máquina fue, por otro lado, fuente de inspiración para artistas que sintieron por ella una verdadera fascinación, como es el caso de los futuristas o del pintor Léger, por ejemplo; pero estas relaciones formales no es lo que quiero destacar aquí. Las búsquedas artísticas que se han desarrollado desde que en 1874 un grupo de pintores expuso su obra, lo que dio origen a la primera vanguardia, han ido desarrollándose en una serie de ismos que conforman el panorama histórico del arte contemporáneo. La máquina, para algunos de ellos, ha sido no sólo fuente de inspiración, sino que también han aprovechado sus desperdicios (César, Tinguely, Felguérez) o ha sido utilizada como medio expresivo, como sucede con el arte de la computadora.
 
Sin embargo, si el arte en todos los tiempos ha sido la expresión de los más profundos intereses y valores de una sociedad, no tengo la menor duda de que, desde hace más de 20 años, el panorama visual que proporciona la tecnología es mucho más impactante, espectacular y conmovedor para un público más amplio, que el fenómeno considerado hoy día como arte.
 
Los artistas plásticos pueden competir cada día menos con las formas plásticas que la tecnología nos ofrece. Podría argüirse la falta de intencionalidad artística en la tecnología; pero cabe también preguntarse: ¿fueron determinantes los propósitos estéticos en la realización de las pinturas del hombre de Altamira, en las tumbas de los faraones o las catedrales góticas?, ¿no surgieron éstas de intereses extra artísticos, que cuajaron en singular belleza porque en ellos estaban puestas las fuerzas creadoras de su tiempo?, ¿tendremos que desechar la belleza de las refinerías, de los puentes, de las presas, de los cohetes, y restringir la creación estética humana al marco del arte culto oficial? Comprendo los reparos que se le pueden hacer a los productos de la tecnología, pero no comprendo que se les pueda descartar con los viejos argumentos del arte culto de nuestros pequeños círculos de artistas individualistas, críticos refinados, historiadores y coleccionistas.
 
Es innegable que en la cultura de masas: los objetos que son producto de la tecnología —televisión, cine, fotografía, historietas, radio y hasta los deportes— son usados como medios de manipulación masiva; pero es en estas expresiones, nos guste o no, donde se encuentran las verdaderas muestras de la cultura de las sociedades industrializadas del siglo XX.
 
En la era denominada posmoderna, el arte de las últimas décadas rompió el ritmo de las sucesivas vanguardias históricas y se lanzó de lleno —especialmente por medio de las instalaciones y el arte efímero— a manifestaciones que podríamos calificar de desperdicio total de energía, en la noción de gasto a la que se refirió Georges Bataille ya en 1933.
 
La intencionalidad gratuita y absolutamente indiferente al mundo real en la que han sucumbido los expositores en museos y galerías resulta infame. La muestra In site 1994, en Tijuana y San Diego, fue un lastimoso espectáculo para las personas conscientes que tuvimos que descubrir, en medio de la pobreza caótica de la ciudad fronteriza mexicana y en la limpia, rica y ordenada de San Diego, los frutos inequívocos de la falta de sensibilidad social de nuestra época.
 
Indudablemente el problema del hombre moderno no debería ser analizado desde el punto de vista estético ni desde la perspectiva utilitaria, es decir ni desde el arte ni desde la tecnología. Creo, y no digo sino una obviedad infinitamente repetida, que lo urgente es volver a unir, consciente y esforzadamente, la tecnología y el arte con la ética.
 
Es un hecho que los países técnicamente desarrollados y poseedores de un alto nivel de vida y de consumo que se encuentran actualmente en una disyuntiva socioeconómica tienen, por una parte, la amenaza de la excesiva tecnificación y, por otra, la imposibilidad de detenerla, puesto que sus sistemas enteros se verían en peligro. Pero ellos son también los que lanzan las novedades creadoras, las modas de consumo en la esfera del arte, que más tarde se popularizan entre los artistas como las últimas formas expresivas de nuestro tiempo.
 
En los países del Tercer Mundo (ofrezco disculpas por emplear un término inconveniente y pasado de moda), nuestras necesidades reales deberían ser otras a pesar de que las ambiciones —también reales— sean las de llegar a las mismas metas que hoy están siendo señaladas como peligrosas en los países que encabezan el llamado progreso civilizador. Es necesario replantear el problema de la crisis de la tecnología, del arte y la cultura, tomando en cuenta nuestros propios parámetros y necesidades, para lo cual debemos buscar el origen de nuestros males en la raíz que los sustenta y alimenta: la ambición desmedida, el exceso de individualismo y la falta de solidaridad social.
 
 
La geometría de Modulor
 
Un ejemplo pertinente de este problema es el caso del submarino de Narciso Monturiol, construido en Barcelona en 1865 y que hoy es contemplado como esqueleto en las playas de esa ciudad. Leer las cartas que el inventor del submarino Ictíneo escribe a las autoridades españolas y catalanas, que se encuentran en la Biblioteca Nacional de Catalunya, es constatar paso a paso un ejemplo de la tentación en que puede caer un inventor o científico. Monturiol llega a probar que la navegación submarina es posible. En el primer Ictíneo, que tenía capacidad para 5 tripulantes, hizo 50 ensayos públicos en Barcelona y 4 en Alicante. El gran visionario explica, y más bien suplica, que se le den medios económicos para desarrollar su idea, y escribe: “…las ciencias y las artes de la paz reclaman con urgencia el advenimiento de la navegación submarina. La sonda no nos ha revelado todos los secretos del fondo del mar”. Con verdadero entusiasmo insiste en la utilidad de su invento en el campo de las comunicaciones, de la piscicultura, de la ciencia en general y sobre todo en la educación de los niños y en el goce y contemplación de otro mundo natural. Los gobiernos son sordos, y Monturiol recibe aportaciones particulares que le permiten hacer un segundo Ictíneo en el cual tuvo particular empeño en montar un cañón y convertir su invento en un arma de guerra. Muchos años después, el submarino es lanzado al mar por los alemanes que lo utilizan, exclusivamente, para la guerra. Monturiol recibió únicamente pruebas de afecto entusiasta de la comunidad. Todavía en vida, la ciudad le rinde un homenaje en que no se cuestiona la intención del arma mortífera que es el submarino, sino se premia al patriota que no vendió el invento a una potencia extranjera. En una hoja de periódico que se encuentra en el Dossier Montunol leemos que una mala poetiza catalana, en un acto de reconocimiento público a este inventor, leyó un poema que termina diciendo:
 
Prefieres perecer con tus inventos
sepultado en las olas
Que a nación extranjera
El secreto vender que ser pudiera
Lo mejor de las glorias españolas.
 
Otro ejemplo, pero éste actual, sería el enorme provecho que el ejército zapatista ha sacado de la técnica.
 
Desde la selva lacandona, los zapatistas han sido capaces de enviar al mundo entero sus mensajes comprometidos con un cambio en la justicia y la igualdad. Gracias a la avanzada tecnología que poseen han podido conmover al mundo entero. Por otra parte, la construcción del primer Aguascalientes fue prueba hermosísima de una instalación efímera en donde el arte, la técnica y la ética volvieron a unirse.
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Notas
 
1. Cuando Paul Joseph Chenavard pinta algunos murales del Pantheon, en París, llama a sus asistentes los cuatro evangelistas y declara: “me veo a mí mismo como el gran sacerdote de un nuevo culto”.
2. El filósofo Victor Cousin, divulgador de la doctrina del arte por el arte, escribía en la revista de Deux Mondes en 1845: “Hay que entender y amar la moral por la moral, la religión por la religión y el arte por el arte. Comprendamos bien este pensamiento, pues el arte es también una especie de religión. Dios se manifiesta a nosotros por la idea de la verdad, la idea del bien, por la idea de lo bello. El solo objeto del arte es la belleza. El arte se abandona a sí mismo, todo lo demás se descarta”.
3. Prólogo a la novela Mademoiselle de Maupin.
4. Mumford, Lewis, 1962, Técnica y Civilización, México, Alianza Editorial.
     
 __________________________________      
Ida Rodríguez Prampolini
Instituto de Investigaciones Estéticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
 __________________________________________      
cómo citar este artículo
 
Rodríguez Prampolini, Ida. 1997. Belleza y utilidad. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 16-21. [En línea].
     

 

 

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