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Silvia Bravo | |||||||||||
Existe un mito muy popular respecto a la teoría de la
gravitación universal, según el cual todo ocurrió cuando la Universidad de Cambridge fue cerrada en 1665 a causa de la peste negra y Newton, al igual que todos los demás estudiantes, fue enviado a casa. Sentado a la sombra de un manzano en profunda meditación, vio caer una manzana y la noción de la gravitación universal llegó a su mente.
Este mito tal vez tuvo su origen en una biografía de Newton que escribió un amigo suyo, William Stukeley, en donde cuenta que un día se encontraban ambos tomando el té a la sombra de unos manzanos; ahí Newton recordó la experiencia que, en su juventud, lo llevó a descubrir la gravitación universal. A la formación de este mito también contribuyeron Pemberton, Whiston y Voltaire. Mitos como este han servido para propagar la imagen del genio científico como un ser inspirado que sin ningún esfuerzo accede a las profundas leyes que gobiernan el funcionamiento del Universo.
Sin embargo, la historia real de este descubrimiento es mucho más complicada y menos mística, e ilustra mejor lo que realmente es el desarrollo de la ciencia y el papel que juega cada uno de los personajes que en ella intervienen. Al analizar las contribuciones de los genios encontrarnos que ninguna de ellas ha sido un salto enorme de la nada hasta la comprensión total, sino una serie de saltos pequeños —al alcance de cualquier buen par de piernas— a partir de un conocimiento general bastante sólido. Todas las creaciones importantes en la ciencia, todas las grandes ideas, tienen una historia que las hizo posibles; si uno sigue en detalle esa historia descubre que lo que distingue a los “notables” no es haber nacido con un cerebro superdotado que permitió que todo les resultara obvio, sino la tenacidad y la pasión con que se dedicaron a hacer lo que cualquier humano inteligente puede hacer, pero muchas más veces por minuto. La capacidad de resolver problemas nuevos y difíciles, la inspiración, la “genialidad”, no son caracteres adquiridos genéticamente: se desarrollan a pulso. Los genios no son quienes nunca cometen errores, son aquellos que acaban de cometerlos todos antes que los demás. Edison probó cientos de materiales inútiles antes de dar con el adecuado para los focos eléctricos y realizó muchos más inventos fracasados que exitosos. Él solía decir que el genio es un 1% de inspiración y un 99% de transpiración. Yo creo que ese 1% de inspiración es también resultado de la transpiración.
El Sol en el centro del Universo
El paso inicial, y seguramente el más difícil, fue colocar al Sol, y no a la Tierra, en el centro del Universo. La historia del ordenamiento de los cuerpos celestes y de sus movimientos es larga y muy interesante, digna en sí misma de un relato detallado, pero aquí sólo la describiremos a grandes rasgos pues nuestra meta es otra.
Aunque las preguntas seguramente empezaron cuando el primer hombre observó con atención los cielos, el intento sistemático de ordenamiento se inició, para variar, con los griegos, quienes fueron los primeros en buscar explicaciones claras y racionales de los eventos naturales. El sistema del Universo generado por los griegos estaba apoyado en las observaciones y el sentido común. Es fácil darse cuenta que la Tierra es grande, sólida y fija, mientras que los cielos parecen estar poblados por objetos pequeños y remotos en constante movimiento; ¿qué más natural que pensar que nuestra enorme y pesada Tierra era el centro inmóvil del Universo? Las estrellas se ven como puntos pequeños de luz que comparten un movimiento giratorio alrededor de la Tierra cada 24 horas; ¿qué más natural que pensar que todas ellas están fijas a una esfera rígida centrada en la Tierra que gira una vez por día? Así pues, la descripción del Universo como un sistema geocéntrico parecía bastante natural. Pero en el cielo hay otros objetos que obviamente no comparten el movimiento de la esfera de las estrellas, sino que se desplazan de manera más complicada, aparentemente errática, a veces incluso con movimientos retrógrados. Estos son el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, que recibieron el nombre general de planetas, “vagabundos”. Explicar sus movimientos resultaba más complicado.
En el siglo IV a. C., Platón exponía a sus alumnos el problema en los términos siguientes:
Las estrellas son cuerpos celestes, eternos, divinos e inmutables que se mueven con velocidad uniforme alrededor de la Tierra en las más regulares y perfectas de todas las trayectorias: círculos. Pero los planetas vagan a través de los cielos en trayectorias complicadas, con velocidades aparentemente irregulares. Sin embargo, siendo también objetos celestes, en realidad deben moverse en una forma adecuada a su alto status; sus movimientos deberían ser una combinación de círculos perfectos. Encontrar esas combinaciones de círculos que describieran el movimiento de los planetas fue el problema establecido por Platón y el problema astronómico más importante durante casi dos mil años.
Platón y otros griegos, —destacadamente Aristarco— proponían una explicación diferente para el movimiento de los cuerpos que observamos en el cielo. Argumentaban que era mucho más sencillo describir estos movimientos si se suponía al Sol en el centro del Universo y a todos los demás planetas, incluyendo a la Tierra (y con excepción de la Luna), girando alrededor de él. Esto es lo que se llama un sistema heliocéntrico. El movimiento diurno de la esfera celeste con todas sus estrellas podría explicarse si esta esfera estuviese fija y la Tierra, además de dar vueltas al Sol, girara en sí misma una vez por día. Ésta podría parecer una explicación más simple; pero el pensar a la Tierra con estos movimientos planteaba una serie de problemas. Si la Tierra giraba tan velozmente como implicaba una vuelta por día, ¿por qué no lanzaba a todos los objetos lejos de ella, como las gotas de agua en una rueda que gira? ¿por qué no se sentían los fuertes vientos que implicaría su giro debajo de la atmósfera? ¿por qué las cosas que se lanzaban verticalmente hacia arriba regresaban al mismo sitio y no se quedaban atrás?, etcétera. Todos estos fenómenos —que parecían ser los esperados en una Tierra en movimiento— no se observaban, así que esta teoría parecía insostenible. Por lo tanto, los griegos se dedicaron durante muchos siglos a resolver el problema como lo propuso originalmente Platón, y la proposición heliocéntrica fue olvidada.
Más de cinco siglos después, en el año 150 de nuestra era, Ptolomeo presentó un complicado sistema de ciclos excéntricos y epiciclos —ciclos cuyo centro se mueve a su vez en un ciclo— que satisfacía razonablemente bien las observaciones de los movimientos de los planetas, e incluso podía utilizarse para predecir sus posiciones futuras con notable precisión para la época. El gusto por tan monumental obra fue tan grande que su libro fue bautizado como el Almagesto, el Supremo, y su sistema estuvo en uso durante los siguientes 1500 años. Con esto el problema se consideró resuelto. El Universo era un sistema ordenado que había que describir y el sistema ptolemaico lo hacía bastante bien.
Pero catorce siglos después las cosas habían cambiado. En el siglo XVI ya se había demostrado que la Tierra es redonda y no muy grande; América ya existía en los mapas y los instrumentos de navegación y la tecnología en general estaban muy desarrollados. Las observaciones astronómicas podían efectuarse con un detalle y una precisión nunca antes obtenidos. La imagen que del Universo se empezaba a formar en este siglo era la de una máquina en donde todos los sucesos eran derivados de una causa mecánica. Se empezaba a imponer la moda de las experimentaciones y las argumentaciones alrededor de ellas; todo esto iba a hacer que los cielos y la Tierra se convirtieran en un terreno de estudios científicos que, bajo una nueva filosofía, conduciría a muy diferentes respuestas.
En el sistema de Ptolomeo se requerían varias decenas de sus complicados elementos geométricos para describir el movimiento de cada planeta. En estas condiciones, tratar de establecer las causas mecánicas de esos movimientos estaba en chino y ningún avance en esta dirección habría sido posible si su descripción no se hubiera simplificado enormemente. Pero en 1543 se publicó un libro que recogía las antiguas ideas heliocéntricas y postulaba nuevamente un sistema universal con el Sol en el centro. Este libro, titulado Sobre las Revoluciones de las Esferas Celestes, fue escrito por Nicolás Copérnico, y representaba el trabajo de la mayor parte de su vida. Copérnico argumentaba que siendo el Sol el más brillante y majestuoso astro, debería ocupar la posición central en el Universo e intentó describir los movimientos de los planetas mediante órbitas circulares alrededor del Sol. Sobre estas órbitas había excéntricos y epiciclos a la manera de Ptolomeo, pero todo el sistema constaba de sólo 37 elementos. Con su sistema, Copérnico pudo calcular los periodos de revolución de los planetas en términos del año terrestre y también los tamaños de sus órbitas en relación al de la órbita de la Tierra, dando así, por primera vez, dimensiones al Universo. Los valores que obtuvo son notablemente similares a los que se manejan actualmente.
Pero su sistema volvía a traer el problema de los movimientos de la Tierra, lo que parecía estar en contra de las experiencias cotidianas. Muy pocos pensadores de la época aceptaron el sistema copernicano, pero entre los pocos hubo muy buenos paladines que se dieron a la tarea de defenderlo, desarrollarlo y mejorarlo, convencidos de que era una mejor manera de ordenar las observaciones y explicarlas. La aceptación del Universo heliocéntrico y de la Tierra en movimiento, la reconciliación con las observaciones, requirieron de cambios tan profundos en la manera de ver el mundo que a esta etapa se le ha llamado la revolución científica, y suele considerarse como el punto de partida de la ciencia moderna. En ella, Galileo jugó un papel tan importante que se le ha llamado también la revolución galileana.
Su libro Diálogo Concerniente a los dos Principales Sistemas del Mundo, publicado en 1632, reúne observaciones y argumentos a favor del sistema heliocéntrico que representaron una base firme sobre la cual se fue construyendo la aceptación general de este planteamiento.
Muchos y detallados libros se han escrito sobre este importantísimo periodo de la historia de la ciencia que dio lugar al “nacimiento de una nueva Física”. Pero lo importante para nuestra historia es que con todo ello el Sol volvió a ocupar la posición central del Universo y se inició el avance hacia una descripción y una explicación mecánica del movimiento de los planetas.
Cómo se mueven los planetas alrededor del Sol
Una vez establecido el sistema Sol-planetas, era necesario dar una descripción matemática cuantitativa de su estructura y dinámica. Para ello se requirieron muy buenas observaciones, muy buenas matemáticas y mucha paciencia. El gran astrónomo del siglo XVI fue Tycho Brahe, quien dedicó su vida a mejorar la precisión de las observaciones y a desarrollar una teoría completa del movimiento de los planetas. Las observaciones de Tycho eran de mayor precisión que las utilizadas por Copérnico para ajustar su sistema, y él mismo propuso otro modelo del Universo en el que la Luna y el Sol giraban alrededor de la Tierra, pero los planetas giraban alrededor del Sol. El sistema de Tycho era muy complejo y no tuvo gran futuro, pero al morir él en 1601, Johannes Kepler, su discípulo y ayudante, heredó todo su bagaje de observaciones.
Kepler era un profundo creyente y decidido defensor del sistema de Copérnico y trabajó muy arduamente para ordenar las excelentes observaciones de Tycho respecto a un sistema que tuviera al Sol en el centro. No vamos a detallar aquí su trabajo —verdaderamente magnífico—; sólo mencionaremos que su tenacidad dio frutos y después de más de 70 intentos fallidos de ajustar la órbita de Marte a un conjunto de ciclos, epiciclos y ecuantes, Kepler supo que eso no iba a funcionar y decidió abandonar el prejuicio de los círculos que había guiado a los astrónomos por más de 20 siglos.
Finalmente, en 1609 publicó un libro en el que mostraba que las órbitas de los planetas alrededor del Sol son elipses ¡una sola elipse para cada planeta!, y que el Sol no se encuentra en el centro sino en uno de los focos de la elipse. También había calculado que la línea que une al planeta con el Sol en movimiento barre áreas iguales en tiempos iguales, lo que se conoce como ley de las áreas y diez años después, en 1619, pudo establecer la ley de los periodos. Esta ley dice que el cuadrado del periodo de un planeta en su órbita es proporcional al cubo de su distancia promedio al Sol. Con estas tres leyes, Kepler establecía una descripción geométrica y matemática del movimiento de los planetas alrededor del Sol que permitiría empezar a especular sobre sus causas mecánicas.
Las leyes que rigen el movimiento de los cuerpos
En el siglo XVII, el estudio mismo del movimiento se desarrollaba ya de manera muy diferente a la de las antiguas explicaciones lógicas de la filosofía griega. Galileo realizó un gran número de experimentos y mediciones con cuerpos en diversos tipos de movimiento, los que reportó con gran detalle en sus publicaciones para que cualquiera que lo deseara pudiera repetir las experiencias. Con ello ejemplificaba el concepto de investigación científica como lo conocemos ahora aunque, dicho sea de paso, no fue el primero ni el único en pensar así. Pero así se inició la descripción matemática de los movimientos de los cuerpos y la búsqueda de las leyes que los gobiernan.
1. La Primera Ley
En 1638 Galileo publicó el libro Discursos y Demostraciones Matemáticas Concernientes a dos Nuevas Ciencias Pertenecientes a la Mecánica y al Movimiento. De los estudios presentados en este libro, y de su posterior desarrollo por Descartes entre 1640 y 1650, se llegó a la conclusión de que los cuerpos en movimiento dejados a sí mismos (es decir, libres de la acción de toda fuerza) no se detienen —como se creía anteriormente— sino que mantienen un movimiento rectilíneo y con rapidez constante. Esto es lo que Newton llamaría después la Primera Ley del Movimiento, conocida ahora como la Primera Ley de Newton. Con ella se corregía la errónea concepción de que se necesitaba aplicar continuamente una fuerza para mantener moviéndose a un cuerpo: el movimiento rectilíneo y de rapidez constante no requiere de ninguna fuerza.
Pero el movimiento de los planetas alrededor del Sol no es rectilíneo ni de rapidez constante; por lo tanto, estos movimientos sí deben estar dirigidos por la acción de una fuerza. Ahora los movimientos giratorios de los cuerpos celestes ya no eran considerados simplemente como movimientos naturales que había que describir (como para los griegos), sino que eran complejos movimientos curvos que requerían una explicación mecánica. Kepler y Descartes, por supuesto, especularon sobre las fuerzas que podrían estar empujando (o jalando) a los planetas a lo largo de sus órbitas. Pero su enfoque estaba equivocado, pues aún faltaba por establecerse la Segunda Ley del Movimiento, que describe cuál es la acción de una fuerza al ser aplicada a un objeto. Con esta ley, que tendría que esperar hasta Newton, el problema podría ya plantearse correctamente.
2. Los Principios y la Segunda Ley del Movimiento
El gran éxito de Newton se debió a que él mismo descubrió, a lo largo de su vida, los últimos eslabones necesarios para armar la cadena hacia el establecimiento de la gravitación universal, pero no los publicó conforme los obtuvo: los sacó a la luz todos juntos en su monumental obra Principios Matemáticos de la Filosofía Natural, publicada en 1687. Los primeros capítulos están dedicados a las leyes del movimiento y posteriormente se discute el problema de las fuerzas que mantienen a los planetas en sus órbitas. Con este golpe maestro, Newton dejó sin oportunidad a sus contemporáneos y se consagró como el más grande de los pensadores de su tiempo.
En los Principios, Newton no describe la metodología que usó para llegar a los resultados presentados. Al comienzo de sus actividades científicas se había dedicado a experimentar con la luz y en 1672 envió a la Royal Society un trabajo titulado Teoría de la Luz y los Colores en donde detalla todos los experimentos y razonamientos que lo llevaron a esa teoría. Sin embargo, este escrito fue tan acremente criticado por algunos personajes importantes de la época que Newton decidió no volver a publicar. Posteriormente cambió su actitud por insistencia de su amigo Edmund Halley, quien quedó tan impresionado al conocer todo lo que Newton había desarrollado respecto al movimiento y la gravitación que ofreció cubrir él mismo todos los gastos de publicación de los Principios. Pero entonces Newton prefirió el estilo axiomático-deductivo de los antiguos griegos y su libro refleja la estructura lógica de los libros de geometría de Euclides. En su obra, parte de principios generales y procede luego, en forma deductiva, a sacar de ellos todas sus consecuencias lógicas. Para llegar a estos principios generales necesariamente debió hacer muchos experimentos a la manera galileana, así como pruebas geométricas y matemáticas a la manera de Kepler, pero no menciona nada de ello.
La Primera Ley indica que el efecto de una fuerza sobre un cuerpo no es mantener su estado de movimiento sino cambiarlo, pero la forma como las fuerzas cambian a los movimientos no estaba clara. Esto fue establecido por Newton como la Segunda Ley del movimiento, la cual dice que cuando una fuerza actúa sobre un cuerpo, el movimiento del cuerpo se altera de tal manera que el cambio en el tiempo de su cantidad de movimiento (d mv/dt) es igual a la fuerza que actúa sobre él y este cambio se produce en la misma dirección que la fuerza:
d mv/dt = F
Así pues, era cosa de ver en qué dirección cambia el movimiento de los planetas en sus órbitas yeso indicaría la dirección de la fuerza que está provocando ese cambio; la magnitud de la tasa de cambio indicaría la magnitud de la fuerza. Evidentemente, para un movimiento como el de los planetas en sus órbitas, la fuerza no es constante en dirección ni en magnitud.
La pregunta y el principio de la respuesta: los ángeles empujan hacia el Sol
La pregunta de moda entre la “comunidad científica” en la época de Newton era: ¿qué tipo de fuerza se necesita para hacer que un cuerpo se mueva en una órbita elíptica de acuerdo a las leyes de Kepler? Sin el establecimiento de la Segunda Ley del Movimiento no era posible siquiera plantear con precisión la pregunta, pues no estaba claro el efecto que se esperaba de la fuerza. Con la Segunda Ley, aplicada a las órbitas de los planetas, fue fácil para Newton determinar, en primer lugar, que la dirección de esa fuerza siempre es hacia el Sol: ¡el Sol atrae a los planetas hacia sí!
Decía Richard Feynman, un gran físico contemporáneo que murió hace algunos años, que el paso crucial hacia la explicación de los movimientos celestes se dio cuando los hombres descubrieron que para mantener a los planetas en órbita no se necesitaban ángeles que los empujaran a lo largo de sus trayectorias, sino ángeles que los empujaran hacia el Sol. Y así fue, en efecto. Con este establecimiento, la posición del Sol en el centro del sistema planetario ya no era sólo una cuestión de jerarquía, sino que su presencia era la causa mecánica que determinaba que los planetas giraran alrededor de él: el Sol no estaba en el centro del Universo, sino que el centro del Universo estaría dondequiera que estuviera el Sol.
Newton demostró que para cualquier fuerza que, como ésta, se dirija siempre a un mismo punto, se cumple la ley de las áreas de Kepler, independientemente de cuál sea la magnitud de la fuerza. Además, de las características del movimiento de los planetas también pudo calcular la magnitud de la aceleración (el cambio en el tiempo de la velocidad, a = dv/dt) en cada punto de la órbita. Así, Newton encontró que la fuerza de atracción que el Sol ejerce sobre los planetas depende inversamente del cuadrado de la distancia que los separa de él, y demostró que con una fuerza tal se cumple también la ley de Kepler de los periodos. Así pues, de la sola aplicación de la Segunda Ley del Movimiento al caso de las órbitas planetarias descritas por Kepler, fue posible determinar que eran producidas por la presencia constante de una fuerza que los atrae hacia el Sol con una intensidad que disminuye con el cuadrado de su distancia a él.
Una gravitación celeste y terrestre
En el siglo XVII, el siglo de Newton, los cuerpos celestes ya habían perdido su status especial. Tycho, Kepler y Galileo habían mostrado que son cuerpos semejantes a la Tierra y pregonaban que deberían estar sujetos a las mismas leyes naturales que todos los cuerpos en nuestro planeta (cosa que aún seguimos creyendo). Galileo había descubierto con su telescopio un sistema de satélites girando alrededor de Júpiter —como el sistema de planetas del Sol y como el sistema Tierra-Luna—, y posteriormente se descubrieron varios satélites alrededor de Saturno. Se había observado ya que los movimientos de los satélites alrededor de su respectivo planeta también obedecen las leyes de Kepler, por lo que deberían estar controlados por el mismo tipo de fuerza que mantiene a los planetas alrededor del Sol.
En particular, la Tierra debería estar atrayendo a la Luna hacia sí con una fuerza proporcional al inverso del cuadrado de la distancia que las separa. Pero, ¿la Tierra atrae solamente a la Luna? ¿Qué pasa con los demás objetos en su entorno? Por supuesto que también los atrae. Todos los cuerpos caen hacia el centro de la Tierra. Es más, Galileo ya había mostrado que la gravedad hace que todos los cuerpos caigan con la misma aceleración, independientemente de sus propiedades particulares. ¿Sería esta aceleración debida a la misma fuerza que mantiene a la Luna en su órbita? Era lógico esperar que sí; todo era cosa de hacer un pequeño cálculo para cerciorarse.
La fuerza con que la Tierra mantiene en órbita a la Luna es, como ya dijimos, proporcional al inverso del cuadrado de la distancia. La aceleración con que caen los cuerpos cerca de la superficie de la Tierra ya se podía medir con buena precisión, y la aceleración que tiene la Luna en su órbita se podía calcular de las características de su movimiento. Se sabía, además, que la Luna está aproximadamente a sesenta radios terrestres de distancia, por lo que está sesenta veces más lejos del centro de la Tierra que los cuerpos que están sobre la superficie de ésta. Por lo tanto, la aceleración de caída de la Luna debería ser de 1/602 de la aceleración de la gravedad y un cálculo muy sencillo permitió a Newton darse cuenta de que en realidad lo es. Así quedó establecido que la misma fuerza de gravedad actúa sobre los cuerpos celestes y terrestres. La unión de la física de los cielos y de la Tierra, preconizada por Galileo, Tycho, Kepler y todos sus seguidores, encontró en este descubrimiento de Newton uno de sus más sonoros triunfos.
Pero esto mostraba algo más. Si la aceleración debida a la fuerza de gravedad a una distancia dada del centro de la Tierra —por ejemplo, cerca de su superficie— es igual para todos los cuerpos, independientemente de su masa (como había mostrado Galileo), entonces esa fuerza debe ser proporcional a la masa del cuerpo atraído pues, de acuerdo a la Segunda Ley, a = F/m. La única manera de que la aceleración no dependiera de la masa era que la fuerza fuera proporcional a ella, de manera que al hacer la división se cancelaran. Así pues, la fuerza de gravedad que atrae a los cuerpos hacia la Tierra y mantiene a los planetas y a los satélites en sus órbitas debe ser directamente proporcional a la masa del cuerpo atraído e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que lo separa del centro atractor. El modelo de la gravitación universal iba tomando más forma.
La Tercera Ley y la respuesta
Descartes ya había demostrado que en las interacciones entre los cuerpos la cantidad de movimiento total se conserva. Esto quiere decir que en la interacción de dos cuerpos si uno sufre un cambio en su cantidad de movimiento, el otro deberá sufrir un cambio de igual magnitud, pero de signo contrario, para que en total no haya cambio. Esto, en términos de la Segunda Ley, implica que en la interacción ambos deben sentir una fuerza de igual magnitud, pero de dirección contraria. Esta es, ni más ni menos, la Tercera Ley del Movimiento que formalmente se expresa así: todas las fuerzas son de interacción, y en la interacción la fuerza que uno de los cuerpos ejerce sobre otro es de la misma magnitud, pero de dirección contraria a la que el otro ejerce sobre él.
Con referencia a la fuerza de gravitación o gravedad, la Tercera Ley establecía que si el Sol ejerce una fuerza de atracción sobre los planetas, estos a su vez deberían ejercer sobre el Sol otra fuerza de igual magnitud, pero en dirección hacia ellos; la Tierra atrae a la Luna con una cierta fuerza que es igual, pero de dirección contraria a la fuerza con la que la Luna atrae a la Tierra. Si, como acabamos de ver, la fuerza con que la Tierra atrae a un objeto depende de la masa de ese objeto, la fuerza con la que el objeto atrae a la Tierra debe depender de la masa de la Tierra. Pero ambas fuerzas deben tener la misma magnitud, por lo que entonces la fuerza de interacción debe ser proporcional al producto de las masas de los cuerpos que interactúan.
Ya dijimos que los movimientos de los satélites alrededor de sus respectivos planetas también obedecían las leyes de Kepler. Pero las constantes de estos movimientos eran diferentes en el caso de los planetas alrededor del Sol y para cada conjunto de satélites. Era evidente que alguna propiedad del centro atractor intervenía también en la magnitud de la fuerza. Y ahora era evidente que esta propiedad debería ser su masa. Toda la trama empezaba a revelarse.
Al fin una gravitación universal
Si la Tierra atrae a todos los objetos a su alcance, y ellos a su vez la atraen a ella en virtud de las masas de ambos, lógico sería esperar que todos ellos se atrajeran también entre sí en virtud de sus respectivas masas. Como la masa de los cuerpos cotidianos es muchísimo menor que la masa de la Tierra, la fuerza con que una roca jala a otra roca es también muchísimo menor que la fuerza con que esta roca es jalada por la Tierra. Es más, estas fuerzas de atracción entre los objetos sobre la Tierra son tan pequeñas que quedan prácticamente anuladas por la resistencia del aire y la fricción; por eso es que no vemos a los cuerpos a nuestro alrededor colapsándose. Para poder medir estas fuerzas sería necesario efectuar un experimento en condiciones muy especiales y con capacidad de mediciones precisas. Este experimento tendría que esperar todavía más de 100 años. pero por ahora ya era posible resumir todos los descubrimientos que hemos relatado en lo que sería la Ley de Gravitación Universal, como la enunció Newton: todos los cuerpos atraen a todos los demás con una fuerza cuya magnitud está en proporción directa al producto de sus masas e inversa al cuadrado de la distancia que los separa. Esto, en fórmula, se ve así:
Entra fórmula 01
donde m y M son las masas respectivas de los dos cuerpos en interacción y r es la distancia entre ellos.
El experimento final: el peso de la Tierra
El último elemento para el establecimiento completo de la Ley de Gravitación Universal tuvo que esperar bastante tiempo. La relación establecida por Newton estaba en la forma de una proporcionalidad. Para transformarla en una igualdad es necesario introducir una constante, a la que se le ha llamado la constante de gravitación universal, pues ésta ya no depende de ninguna propiedad de los cuerpos que se atraen, sino que es una característica del Universo mismo. Esta constante se ha denotado con la letra G y entonces la ecuación que describe la fuerza de interacción gravitacional entre dos cuerpos está dada por
Entra fórmula 02
Para conocer el valor de G, despejándola de la ecuación, es necesario conocer la masa de dos cuerpos que se atraen, la distancia que los separa y la fuerza de atracción entre ellos.
Para los cuerpos celestes se conocían las distancias y las aceleraciones, pero se desconocían sus masas. Para un par de cuerpos terrestres manipulables es posible medir su masa y colocarlos a una distancia conocida, pero las fuerzas son sumamente pequeñas. La única manera de resolver el problema era diseñar un aparato capaz de medir estas fuerzas y fue Henry Cavendish, en 1800, quien construyó el primer dispositivo capaz de hacerlo, la balanza de torsión, y obtuvo por primera vez el valor de G. Conociendo el valor de G y la órbita de la Luna era posible calcular la masa de la Tierra (y del mismo modo la del Sol y la de los otros planetas con satélites) y Cavendish estaba tan entusiasmado con ello que al trabajo en donde publicó su experimento para obtener G lo tituló Sobre el Cálculo del Peso de la Tierra.
Con esto se concluyeron los trabajos necesarios para el establecimiento preciso de la Ley de Gravitación Universal. Como hemos visto, más de 250 años pasaron entre el primer eslabón y el último de esta cadena, y se produjo del orden de una sola idea relevante por generación.
Epílogo
Aquí terminamos lo que ha pretendido ser una verdadera, aunque muy poco detallada, historia del descubrimiento de la gravitación universal. Muchos de los pasos aún parecen demasiado grandes para una mente común y corriente, pero el lector deberá confiar en nuestra palabra de que esto sólo se debe a que hemos omitido muchos detalles para no hacer de esto un libro, sino un breve artículo.
En el camino tampoco nos hemos detenido a discutir los cambios conceptuales que las sucesivas etapas fueron produciendo respecto al pasado, los que finalmente condujeron al establecimiento de la física que ahora manejamos. Esperamos haber trasmitido por lo menos una visión más realista de lo que es la historia de las creaciones científicas y la evolución de la ciencia. Hemos omitido también muchos detalles respecto a los descubrimientos previos y periféricos que permitieron llegar a la ley de gravitación, pero cada uno de ellos tiene también su historia en donde puede verse que nunca hay grandes saltos, sólo un número muy grande de pequeños escalones que conducen, casi inevitablemente, al gran descubrimiento, a la gran creación.
De ninguna manera pretendemos restarle méritos a Newton, pero sí mostrar que se necesitó mucho más que ver caer una manzana para obtener la Ley de Gravitación Universal. Para la época de Newton, muchos de los elementos estaban preparados y se disponía ya de la filosofía adecuada. Newton estudió todo esto y durante muchos años se había dedicado con pasión a la ciencia. Solía pasarse días y noches dedicado a una investigación o estudio con tal tenacidad que casi no comía ni dormía. Rumiaba los problemas por meses y años, buscando en sus predecesores y contemporáneos mayor información, nuevas ideas.
Decía Lord Rutherford: No está en la naturaleza de las cosas el que un solo hombre pueda hacer un descubrimiento repentino; la ciencia va paso a paso y cada investigador se apoya en el trabajo de sus antecesores. Los científicos no dependen de las ideas de un solo hombre, sino de la sabiduría combinada de miles de ellos.
No debemos lamentarnos por no haber nacido con tantas o tan poderosas neuronas como Newton o cualquier otro genio. Lo que hay que admirar en ellos —y tratar de imitar— es su dedicación, esfuerzo, compromiso y pasión. Estos son los ingredientes que hacen a los genios. Y no solamente en la ciencia.
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Silvia Bravo
Instituto de Geofísica,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Bravo, Silvia. 1995. Historia de la teoría de gravitación universal. Ciencias, núm. 37, enero-marzo, pp. 33-41. [En línea].
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