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David Lorente y Fernández
     
               
               
La alteración de los ciclos climáticos es percibida
e interpretada por los pueblos indígenas de manera sustancialmente diferente a como lo hacen los estudiosos del cambio climático en la sociedad occidental. Un buen ejemplo por su cercanía es la relación que los pueblos de origen nahua de Texcoco sostienen con “El Tláloc”, la estatua de piedra situada en el exterior del Museo Nacional de Antropología. La figura de “El Tláloc” supone la parte más “visible” de una teoría nativa regional —aunque no exenta de variaciones— sobre los cambios experimentados por el clima y especialmente las lluvias, tanto en esta región como en la ciudad de México, durante las últimas décadas. Para profundizar en esta concepción hay que examinar el contexto histórico y cosmológico que fundamenta las creencias y prácticas de los pobladores de la región, lo que exige acudir tanto a las fuentes documentales como a las observaciones y testimonios etnográficos recabados durante una investigación de campo prolongada.

La estatua al exterior del Museo 
—de la que hay opiniones encontradas sobre si se trata del dios pluvial o de su consorte Chalchiuhtlicue— tiene una larga historia en el área de Texcoco y el oriente del valle de México. Los dos principales enclaves que conciernen a la estatua son la sierra o montaña de Texcoco, constituida por cinco comunidades nahuas, y la población, más urbanizada, de San Miguel Coatlinchán. Aunque la sierra comprende de 2 700 a 4 120 metros de altitud que tiene la cima del Monte Tláloc, y Coatlinchán se extiende al nivel de la llanura, entre ambos sitios hay sólo unos pocos kilómetros de distancia, pues geográficamente se encuentran muy próximos uno del otro.
 
La sierra de Texcoco y El Tláloc
 
Quizá desde la época tolteca, una imagen pétrea del dios de las aguas presidía la serranía situada en las estribaciones superiores de la Sierra Nevada. La importancia de la estatua debió ser tal que llevó al religioso dominico Diego Durán a escribir: “Llamaban el mesmo nombre de este ídolo [Tláloc] a un cerro alto que está en términos de Coatlinchán y Coatepec y, por la otra banda, parte términos con Huexotzinco. Llaman hoy día a esta sierra Tlalocan, y no sabré afirmar cuál tomó la denominación de cuál: si tomó el ídolo de aquella sierra, o la sierra del ídolo. Y lo que más probablemente podemos creer es que la sierra tomó del ídolo, porque como en aquella sierra se congelan nubes y se fraguan algunas tempestades de truenos y relámpagos y rayos y granizos, llamáronla Tlalocan, que quiere decir ‘el lugar de Tláloc”.

La actual sierra de Texcoco ocuparía precisamente dicha región llamada Tlalocan. En la cima del Monte Tláloc se hallaba el templo consagrado al dios, un patio cuadrado con un muro al que se accedía por una larga calzada. La estatua referida estaba en el centro, rodeada por una serie de figurillas identificadas con los cerros circundantes. Allí, en la fiesta de Huey tozoztli, hacia el 29 de abril, los gobernantes de la Triple Alianza —Moctezuma de Tenochtitlán, Nezahualpilli de Tetzcoco y los reyes de Tlacopan y Xochimilco— subían por la calzada con un niño de seis o siete años en una litera, que era sacrificado por sacerdotes ante la estatua de Tláloc. Permanecían hasta que la comida y las plumas se pudrían con la humedad; el resto lo enterraban y tapiaban el templo hasta el año próximo, pues carecía de sacerdotes permanentes.

Contamos, gracias a Bautista Pomar, con una descripción de la figura: “de piedra blanca y liviana, semejante á la que llaman pómez […], labrado á la figura y talle de un cuerpo humano, sin diferencia ninguna. Estaba sentado sobre una loza cuadrada, y en la cabeza, de la misma piedra, un vaso como lebrillo”. Destaca que, durante la época prehispánica e incluso la colonial, la estatua fue objeto de continuos robos, destrucciones y restituciones, de modo que los habitantes de la región se familiarizaron con su presencia o ausencia del monte por ciertos periodos. En el Proceso Inquisitorial del Cacique de Texcoco se dice que: “en tiempo de las guerras antiguas entre Guaxocingo, y México y Tlascala y Texcuco, los de Guaxocingo, por hacer enojo a los de México, habían quebrado el dicho ídolo Tlaloc en la dicha sierra; y que después su tío de Montezuma, que se decía Auizoca […] lo hizo adobar y poner […] y después lo tornaron a tener mucha reverencia y veneración, porque era muy antiquísimo”. Bautista Pomar refiere también cambios y restituciones, pero de otra índole: “dicen que Netzahualcoyotzin por reverencia de este ídolo hizo el otro de que se ha tratado, poniéndolo en el […] templo principal de esta ciudad, en compañía de Huitzilopuchtli, y que Nezahualpitzintli, su sucesor, por mejorar al ídolo de piedra que estaba en el monte, mandó hacer otro mayor, de piedra negra y más dura y pesada, de la grandeza y estatura de un cuerpo humano, y quitar el antiguo y poner éste en su lugar. Y que andando el tiempo fue hecho pedazos por un rayo que dio en él, y atribuyéndolo á milagro, tornaron á poner el otro antiguo, desenterrándolo de donde lo tenían enterrado cerca de allí; y á éste hallaron en tiempo de D. Fr. Juan Zumárraga [1539], primer arzobispo de México, pegado [en] el un brazo con tres gruesos clavos de oro y uno de cobre: que haciéndolo pedazos por su mandato se los quitaron”. Gracias a fotografías del alpinista Guillermo Ortiz, sabemos que restos de la escultura se hallaban todavía en la cima en 1928. Por otro lado, y al margen de la destrucción que hizo del sitio, en 1539, el arzobispo Zumárraga, los sacrificios de niños tuvieron lugar hasta fechas relativamente recientes pues, según Wicke y Horcasitas, el último del que se tiene noticia fue realizado en la cima del monte en 1887.

La gente de la sierra mantiene hoy un vínculo estrecho con este lugar. Según un mito narrado en la región, fue Nezahualcóyotl quien erigió el santuario en la cima del Monte Tláloc, en una época primigenia y oscura, anterior al primer amanecer; personificado como un gigante de enormes brazos, construyó las “calles y callejones”, esto es, los vestigios arqueológicos que aún se conservan. Posteriormente, lanzando piedras hasta la ciudad de México, construyó el Templo Mayor de Tenochtitlán: “eran del tamaño de su hombro, nomás con una mano ya las tiraba hasta allá, de noche lo hacía”. Es significativo que Nezahualcóyotl erigiera precisamente los dos lugares donde se veneraba a las principales estatuas de Tláloc: el santuario de la cima y el de Tenochtitlán. Una vez concluida su obra, pasó a un estado latente y quedó petrificado en dos lugares: en la estatua del monte, a la que los vecinos conocían como el “molcajete” de Tláloc, quizá por la cavidad que presentaba en la cabeza, y en una roca menor, también de la cima, de un metro y medio de alto, donde “el rey estaba retratado”, y a la que, por su relación con la estatua–molcajete, los pobladores designaban “el tejolote”. Según el mito, plasmado en ambas piedras y transformado en un rey del mar, traía el agua desde el océano por conductos subterráneos que llenaban el monte como un depósito, de ahí brotaba en manantiales que irrigaban los campos y emergía en forma de nubes de un pozo de su cima, repartiéndose la lluvia “hacia todas las entidades”, es decir, las regiones circundantes. El rey del mar Nezahualcóyotl se servía de los ahuaques o espíritus dueños del agua para controlar el caudal y la distribución de los arroyos y la dispersión de las nubes de tormenta.

Cuando la lluvia se retrasaba en la estación húmeda, los graniceros, especialistas indígenas en el control meteorológico, ascendían a la cima del monte representando a los vecinos de los pueblos e intercedían ante el monarca deificado: se introducían en el pozo de la cima con ofrendas o, de manera significativa, elevaban cánticos y rezos al rey pluvial texcocano, depositando ofrendas y ramos de flores al pie de la estatua y de la piedra que lo “retrataba”.
 
Coatlinchán y la esposa de Tláloc
 
La presencia de un monolito inconcluso, de siete metros de largo y 168 toneladas, yacente, enterrado sesenta centímetros, en una ladera del paraje denominado Santa Clara, a tres kilómetros de distancia del centro del pueblo de San Miguel Coatlinchán, es conocida desde la época prehispánica. Wicke y Horcasitas realizaron una visita en los años cincuentas y explican que los pobladores designaban como Teolinca, “el sitio de la piedra móvil”, al lugar donde yacía el ídolo acostado, grande como un automóvil, flanqueado por dos piedras menores. Se decía que, al empujarlo con la mano, éste oscilaba hacia adelante y atrás. Alrededor se extendían juguetes de barro, quizá tepalcates o pequeñas ofrendas. Aunque los autores no pudieron visitar el lugar, sugerían que futuras investigaciones mostrarían quizá su relación con las ruinas del Monte Tláloc.

Hasta mediados de 1960, el monolito constituía un importante enclave ritual en la región. Según los pobladores, se trataba de “la diosa de las aguas y las lluvias”, detrás de la cual brotaba un borbollante manantial en la ladera. En ocasiones se le identificaba también con Tláloc. Lo denominaban “la piedra de los tecomates”, por los doce orificios como pocillos que tenía en la parte correspondiente a la boca y que, al estar la piedra acostada, se llenaban de agua de lluvia. Describe Humberto Ortíz, vecino de Coatlinchán: “La estatua estaba en el monte, cerca de nuestro pueblo. ¡Bien bonita! Le decían ‘Piedra de los Tecomates’, porque tenía agujeritos así, huequitos. ¡Y era mujer! ¡Tenía su falda igual! Estaba acostada, tumbada pa’arriba, mirando al cielo, porque sus piecitos y su faldita andaban arriba, y su cabecita andaba abajo (inclinada con el terreno). Estaba grandota. Tenía una tina en su cabeza, de piedra la tiene, yo creo para cuando se bañaba, o quién sabe… Y bajaba mucha agua por allá, donde estaba… bajaba agua limpiecita e iban muchas mujeres a lavar su ropa; nosotros estábamos chamacos y hasta nos bañábamos allí, estaba limpiecita el agua. Y hacía llover... Era la diosa de la lluvia. Luego íbamos por allá echándole cohetes, música, la banda iba tocando por allá, haciéndole su fiesta”. También se le ofrendaba, según se afirma en el pueblo, pequeñas ollitas de barro, “sus trastecitos”.

La visitaban los graniceros de Coatlinchán y de las poblaciones aledañas, como Tequexquinahuac, con el propósito de que dispensase copiosa lluvia para sus cultivos “y no lloraran en las milpas los jilotitos tiernos de maíz clamando el agua”. Don Tacho, padre del granicero don Timoteo de Tequexquinahuac, decía que la deidad era capaz de evitar el hambre y el agostamiento de las cosechas debido al retraso o escasez de las lluvias: “la piedra, el Tláloc, es una piedra que está viva, tiene alma, la piedra tiene corazón; se conmueve si uno le reza y le da su ofrenda, por eso nos da el agüita, la alegría de la semilla”. Era concebida como dadora de vida, una divinidad petrificada pero no por ello carente de poder y capacidad de acción. También, significativamente, en la iconografía mexica el glifo para indicar la piedra era un “corazón”. Para entregar las lluvias, el monolito se servía, de acuerdo con el granicero, de ciertas entidades menores llamadas en la zona “chanates”, los espíritus del agua. El 3 de mayo, día de la Santa Cruz, al monolito lo visitaban distintos grupos de graniceros que realizaban las principales rogaciones pluviales ese día para toda la temporada; allí “abrían” el temporal y velaban por una correcta distribución de las precipitaciones en toda la comarca. Si éstas escaseaban, y peligraban los cultivos y pasturas, acudían también campesinos y pastores desde poblaciones más alejadas, como de Tepetlaoxtoc, para “arrojarle piedras al ídolo” y exigirle que lloviera.
 
Su traslado a la ciudad de México
 
El monolito de Coatlinchán fue trasladado al Museo Nacional de Antropología el 16 de abril de 1964. Se trató de un proyecto concebido por el presidente Gustavo Díaz Ordaz dirigido a seleccionar una pieza representativa de las antiguas culturas de México que sirviera, además, para magnificar la espectacularidad del nuevo museo. Las actividades orientadas a preparar el traslado se prolongaron varios meses e implicaron abatir parte de la vegetación del paraje donde estaba la figura y revestir de tepetate los caminos del pueblo para permitir el acceso de “una plataforma descomunal que tenía 200 llantas y estaba conducida por dos tractores”, según recuerdan los habitantes.

Tras una serie de informaciones confusas, la evidencia e inminencia del traslado detonó la emergencia de dos versiones confrontadas de los acontecimientos, en una suerte de diálogo de sordos. Mientras el gobierno federal, desde una visión patrimonial, otorgaba al monolito un valor estético e histórico—cultural: una pieza prehispánica que representaba a la deidad masculina de la lluvia, Tláloc y, mediante ella, la grandeza de un pasado extinto y en cierto modo idealizado, que sustentaba el proyecto político de un Estado nacionalista; en la región el ídolo no era un objeto que remitiese a otra cosa, instancia abstracta provista de valores simbólicos, sino la encarnación física e inmediata de una divinidad, inscrita en el sistema cosmológico vigente. Más que un tesoro de la historia digno de ser preservado, era una entidad “viva”, activa, dotada de subjetividad, conciencia, emociones, dadora de vida y necesitada de ser nutrida con ofrendas o con la “fuerza” transmitida en las fiestas; algo muy lejano, pues, a la noción museística de la estatua como “obra de arte” o “representación”. Un interesante contraste entre ambas percepciones fue la denominación que le asignaban. Lo que en la visión patrimonial era Tláloc, el dios de la arqueología y los códices, en la percepción regional era la diosa de las aguas terrestres y celestiales (“no es Tláloc, no es Tláloc. ¡Es mujer!”, gritaba la población corriendo detrás del tráiler cuando se la llevaban). El valor que el Estado le otorgaba pareció confirmar o intensificar el que le asignaban los propios habitantes. Como contraprestación por el “traslado”, el gobierno federal ofreció a la población obras públicas y de beneficio social —escuela, centro de salud, carretera y una réplica del monolito, que no llegaría sino hasta 2007—, pero el acto de desposesión fue percibido, debido al valor intrínseco e insustituible que le atribuían los pobladores, como una rapiña. La situación, en términos de Bonfil Batalla, hacía manifiesto un conflicto de entendimiento y propósitos entre sectores pertenecientes a un México “imaginario” y un México “profundo”, respectivamente, el noble pasado prehispánico y el indio vivo y negado, las versiones divergentes de la rea--lidad nacional, la identidad étnica del país y la historia.

Según los pobladores de Coatlinchán, aquella noche se reunieron algunos de los graniceros locales para enfrentar lo que veían como una agresión exterior y tratar de preservar el monolito. Las versiones de lo ocurrido dicen que algunos vecinos trataron de destruir la plataforma y ciertamente la dañaron, mientras que la noche anterior otros cortaron los cables de acero que sujetaban la “piedra”. La memoria colectiva conserva la imagen de la llegada de los soldados como respuesta a la defensa que, con palos, palas y herramientas, hizo de ella la población: “todo el pueblo, por donde quiera, había cercado de soldados, puros federales… la mandó a traer un presidente y no la querían dar”. La resistencia y los saboteos reiterados de los esfuerzos por estibarla en la plataforma se vieron frustrados. “La bajaron y se la llevaron. La plataforma con cientos de llantas, la piedra y dos tractorzotes que la jalaron pasó por allí por el pueblo…”.

El avance hacia la capital y la lenta marcha del tráiler, bajo un intenso aguacero —la estatua acostada— por el Paseo de la Reforma, figura en las fotografías de los periódicos de la época y es parte importante de los relatos y descripciones actuales: “no se quería ir, por eso llovía, era como un aviso, una advertencia; no quería dejar su lugar la piedra, la diosa de la lluvia”. La noticia de la ausencia de la estatua de Coatlinchán se difundió por la región, incluso en comunidades de Texcoco, como las de la sierra, cuyos pobladores nunca habían visto físicamente la estatua en su lugar original.
 
Cambio climático en la llanura y Coatlinchán
 
El clima del área de la llanura, definido como templado semiseco con precipitaciones en la estación húmeda, de junio a octubre o noviembre, se vio radicalmente afectado, según sus habitantes, hacia mediados de 1960. Un primer indicio fue la disminución del caudal de los manantiales. Explica un anciano: “no estaba abandonada la piedra aquí. ¡En Chapultepec está abandonada! Aquí la cuidaban, la limpiaban allí en su ladera, y en ese tiempo estaba bien bonito porque bajaba agua. Ya se acabó el manantial de arriba, no baja el agua. Estaba donde pasa el río, en ese tiempo estaba regado. Hoy baja muy poquita, se ha ido secando”. La ausencia del monolito se asoció en un inicio con la disminución de los arroyos.

No obstante, se cree que fueron las precipitaciones —tanto su volumen y regularidad como la fertilidad atribuida al agua de lluvia— el rasgo más acusado de los trastornos climáticos. Dijo un campesino de la localidad: “llovía mucho acá… Ya ve que era la diosa de la lluvia. ¡Y ahora no, ahora llueve mucho en México! ¡Se están inundando! ¡Pues que se la traigan para acá! Luego a mediodía bajaban las barrancas llenas de agua, ¡ríos! ¡Llovía mucho! A las doce del día o la una ¡qué aguaceros! Y ahora no, ya cae poco”. El hombre se giró y señaló la reproducción de la estatua que, en mayo de 2007, fue ofrecida al pueblo por el gobierno local de Coatlinchán: una réplica de siete metros de alto y 75 toneladas hecha de hormigón y una estructura de varillas, situada en la fuente de la plaza mayor, que seguía la misma lógica museística según la cual el ídolo constituía una pieza destacable por su morfología y sus dimensiones. “Ahora está en Chapultepec, ¿no? Pues la hubieran puesto aquí, y no ésta. ¡Hubieran de quitar ésta y que se la lleven! ¡Y que dejen la que estaba aquí, la efectiva, la efectiva de acá! Volvería a llover. Le digo, cuando estaba acá ¡cómo llovía, cantidad que llovía! ¡Hartísimo! En el campo, todo lo que se sembraba se lograba. Crecían los elotes grandotes, el frijol, la cebada, de todo. Pero llovía mucho. Y ahora ya no… Mi papá me llevaba a sembrar las milpas y siempre se daba el maíz, el frijol, bien mojado estaba porque llovía harto, y ahora ya no. ¡Ya no se dan los cultivos de antes! ¡Ya casi ya no llueve, hay mucha sequía!”.

Los indicadores del cambio climático y la disminución pluvial radicaban, para los habitantes, principalmente en las siembras: en los cultivos que prosperaban y los que dejaron de darse. Las flores —tulipán, pompón, crisantemo, clavel— que se sembraban en los terrenos del pueblo con propósitos comerciales acusaron la ausencia de la humedad del suelo y comenzaron a debilitarse; el floricultivo se extinguió. La ausencia de campos irrigados por la lluvia afectó igualmente al frijol y la cebada, que requieren agua abundante al comenzar su desarrollo; por su parte, el maíz nacía pequeño y débil, con frutos más chicos. Dado que en la zona se atribuye al agua de lluvia no sólo la humedad del terreno sino una fuerza genésica potencial que insufla en las plantas fertilidad, la reducción pluvial derivó en el enanismo de los frutos, que crecían raquíticos y no llegaban a desarrollarse por completo.

Al comienzo surgió una respuesta local a este problema y hacia 1970 - 1980, de acuerdo con la investigadora Carmen Anzures y Bolaños del inah, se observaban ofrendas de velas y objetos de barro al pie del monolito en el Museo Nacional de Antropología, señal de que la actividad ritual se había desplazado a la urbe y tenía lugar in situ. Ciertos especialistas trataron de redirigir las lluvias llevándole las ofrendas requeridas a la diosa de las aguas, pues no tuvo el efecto deseado.
Los años siguientes las comunidades de la llanura próximas a Coatlinchán continuaron llevando a cabo sus peticiones dirigiéndose, en el mes de mayo, a los cerros circundantes y por medio de ellos al Monte Tláloc, para propiciar el aumento de las lluvias. Tales prácticas, visibles y públicas en ciertos pueblos de la región, implican la utilización por los graniceros de pequeñas jícaras rojas o “tecomates” —lo que parece evocar los doce pocillos característicos por los que se conocía a la estatua de la diosa como “piedra de los tecomates”. Los graniceros los llenan como depósitos para simbolizar “el agua del mundo” y les agregan borlas de algodón que semejan las nubes encargadas de distribuirla; de igual forma, se considera que los “chanates” o espíritus encargados de repartir el agua en la zona, regidos por la diosa, portan en sus cabezas dichos recipientes con los que vierten la lluvia desde el cielo.

No obstante, los campesinos consideran que el avance de la sequía es ostensible en la región, ya que las lluvias caen en abundancia únicamente donde se encuentra la figura. Comentarios recientes sugieren una concepción de corte mesiánico que atañe a una de las piedras menores que flanqueaban a la estatua cuando se encontraba en su paraje original. Se dice que el Tláloc varón permanece aún allí cerca de donde sacaron la “piedra mujer”, y que amenaza con ir cualquier día a la ciudad de México a buscar a su esposa y traerla de regreso. “¡Queda otra, más chica, como de tres metros, como una losa, pero sí se ve algo de figura de ídolo! Puede que vaya a buscar a su esposa y nos la traiga”.
 
Alteraciones climáticas en la sierra
 
La noticia del traslado llegó a la sierra en forma vaga; se supo la versión oficial de que una estatua de “Tláloc” había sido extraída de la zona y llevada al Museo Nacional de Antropología. En muchos casos, de acuerdo con los testimonios, se desconocía el lugar exacto del hallazgo y dónde estaba ahora confinada. La experiencia histórica presente en la memoria colectiva contribuyó a llenar el vacío, resignificando al suceso en términos conocidos en la sierra. Dijo una anciana de Amanalco: “porque sí la bajaron, la piedra de allá, de Tláloc, del Monte. Eso sí no sé dónde se la llevaron… No, yo no sé, ni la conozco. Yo no sé más que se la llevaron, pero por comentarios… Y también creo había un molcajete, o no sé, pero habían cosas y se lo llevaron”. Un hombre de Santa Catarina añadió: “se lo llevaron al Tláloc… pues dicen que el Gobierno, quién sabe cómo se enteraron”.

Que el monolito de Coatlinchán era en realidad la “piedra” mayor de las dos que estaban en la cima del Monte Tláloc y se identificaban con el rey del mar Tláloc—Nezahualcóyotl, el dispensador de las lluvias, fue la versión que elaboraron los serranos. El gobierno se había llevado el “molcajete” y en la cima permanecía únicamente la piedra menor, el “tejolote”. Desde aquí, el Tláloc trasladado no era sino el monolito prehispánico de la cima, quebrado por los pobladores de Huexotzingo “por hacer enojo a los de México” y repuesto por “su tío de Montezuma, que se decía Auizoca”, copiado por Nezahualcóyotl, sustituido y posteriormente repuesto por su hijo Nezahualpilli y destruido en la campaña de extirpación de idolatrías dirigida en 1539 por el arzobispo de México Fray Juan de Zumárraga. Don Cruz, un granicero local, explicó la situación previa al traslado y los efectos de éste: “dicen que más antes su molcajete de Nezahualcóyotl estaba aquí cuando comía, aquí comía él, aquí en el Monte Tláloc. Y como lo llevaron al museo el molcajete de Tláloc, por eso cada rato, cuando comienza a llover, primero llueve en México, en Chapultepec, por eso demasiado descarga allí el agua. Pero antes por eso llovía mucho por aquí por esta parte, y ahorita ya llueve más en México que aquí. Ahorita primero tiene que llover en México, pero por el molcajete que se lo llevaron; en Chapultepec está. Ya lo llevaron su... de Nezahualcóyotl era su éste… Era de ahí”. Y agregó: “el Tláloc no es del arte, no es para Chapultepec, no es para digamos el Museo; eso es para el agua. Por eso cada rato, cuando quiere llover en la Sierra, primero tiene que llover en México”. Su testimonio se correspondía con las concepciones de la población: “pues eso se dice, que se la llevaron y que por eso no llueve, ya no quiere llover”.

El clima de la sierra, clasificado como templado subhúmedo en la zona habitada y semifrío subhúmedo en los bosques del Monte Tláloc, comenzó a mostrar alteraciones, según los pobladores, hacia mediados de 1960. Las lluvias comenzaron a retrasarse o a escasear, las heladas a adelantarse o a caer de improviso, el caudal de los manantiales disminuyó y ciertos cultivos dejaron de darse. “Cambió la lluvia, antes llovía mucho, por decir, aquí sembraban en febrero, y en mayo ya estaban las milpitas crecidas, todo el mundo, todo San Jerónimo sembraba su milpa… dejó de llover. Y porque no llueve hay poco capulín, se vienen dando menos”. A juicio de esta mujer de Amanalco también se vieron modificadas las heladas: “antes, cuando iba a helar se veían en el cielo las nubes tendidito, tendidito, como si tuviera olancitos. Era un aviso de la helada: aparece de a poquito, de a poquito, de a poquito; y ya luego viene, un día se pone la nube y cae la helada. Pero ahora no sabemos: ¡nada más aparece la nube de repente, y hela! Y antes no. Antes se anunciaba que ya venían las heladas; ahora el tiempo se ha cambiado todo”.

La disminución del caudal de los manantiales que tuvo lugar las décadas siguientes al traslado de la “piedra” se asoció en un primer momento con la ausencia del Tláloc. El sistema de regadío vigente desde la época de Nezahualcóyotl, quien además de diseñarlo dictó las leyes para su gestión, redujo su caudal de forma visible debido, entre otros factores, a que algunos manantiales fueron entubados para abastecer de agua a la ciudad de Texcoco, una tendencia comenzada hacia 1935. La producción de flores ornamentales se vio reducida y la población comenzó a comprarlas y revenderlas en lugar de sembrarlas. La agricultura de subsistencia también se resintió: “antes había más frutales en las casas, pasaba un cañito y regaba las plantas; ahora algunos canales se secaron”.
Dado que el agua terrestre fluía del Monte Tláloc por conductos subterráneos y afloraba como manantiales, el traslado de la estatua, de acuerdo con la concepción de los pobladores, repercutió en la distribución regional del riego. La separación de las dos “piedras” de la cima y, por tanto, la “división” en dos de Tláloc–Nezahualcóyotl, provocó un debilitamiento del reparto y, según un granicero de la zona, el nivel de agua que se veía al mirar por el pozo de la cima del monte era ahora menor (“si viene buena temporada, sube el agua, y si no viene buena, baja; ahora hay menos agua”). El depósito que era el Monte Tláloc no parecía llenarse debidamente. Desde la percepción local, la situación trastocó la agricultura de regadío desde dos puntos de vista: porque el caudal de los arroyos disminuyó, y porque tradicionalmente se suspende el riego al llegar las lluvias bajo el argumento de que “el buen maíz es el que nace y crece gracias al agua del cielo”. El maíz de regadío acusó la escasez de las lluvias, lo que afectó su ciclo de crecimiento y el tamaño de los frutos.

Al hallarse el Tláloc en la ciudad, y por ser quien rige las lluvias, los ahuaques dirigían las nubes surgidas del interior del monte primero hasta aquél lugar. Sólo después podía la lluvia restante regresar a la sierra; debía llover primero donde estaba el monarca. Un campesino de Santa Catarina se lamentó: “sacaron una piedra, el Tláloc que llevaron a la ciudad, no sé dónde lo tienen. Estaba acá y llovía más acá, y ahora no. En México llueve y pues sí le quita todo el esmog, pero hace falta que llueva en el campo por las cosechas. En la ciudad na’más le da una limpieza; no sirve el agua allá”. Su traslado se concebía como un despilfarro de los recursos. “Además, cada rato se inunda; debería regresarla el gobierno a su sitio de siempre allá en el Monte”.
En 2013, los campesinos de la sierra continúan afrontando la situación realizando peticiones a la otra “piedra” del monte, que se cree comunicada con el Tláloc citadino. “Y ahora que subimos yo le pedí mucho, mucho a Dios que nos mandara agua, que se compadeciera, el dios Tláloc. Todos íbamos por el agua, el agua, por favor, que llueva porque sabemos que otros hermanos van a sufrir, pero pues muchos necesitan el agua. Ay sí, le pedimos mucho, mucho, muchísimo. Sí cayó. ¡Qué inundaciones este año! Y después nos dicen: ahora suban a pedirle que ya no llueva”.
 
Conclusiones
 
Desde la perspectiva indígena, nociones como “cambio” o “vulnerabilidad climática”, “desastre”, “prevención de riesgos” y otras similares, comunes en el ámbito de la ecología, la geografía o las ciencias sociales, adquieren un significado muy diferente. Quizá el aspecto central y más importante sea la dificultad de interpretar los trastornos experimentados por el clima, que pueden ser entendidos principalmente como cambios en el patrón de precipitaciones, que implica sequía o inundaciones en términos de una separación nítida entre un ámbito atribuido a la “sociedad” y otro a la “naturaleza”, como sucede en la ciencia y en el pensamiento occidental.

Pese a que para los pobladores de Texcoco las alteraciones climáticas son perceptibles y cuantificables empíricamente, pues generan cambios económicos o ecológicos y hay criterios que indican cuándo y cómo se transformó el clima —disminución de los cultivos y reducción de las capas freáticas y los mantos acuíferos—, su concepción de la naturaleza es una construcción cultural sui generis que constituye una extensión del ámbito social. ¿Dónde terminan los límites de la sociedad y dónde comienzan los de la naturaleza, teniendo en cuenta, por ejemplo, que Tláloc-Nezahualcóyotl fue un personaje humano antes de derivar en ancestro deificado dador de lluvia? ¿Cómo clasificar una naturaleza que requiere la intervención humana en forma de ofrendas para actuar y no se rige por una ley inherente y autónoma? Autores como Descola han advertido sobre el hecho de que la dualidad naturaleza—cultura es una construcción particularista occidental, que no puede extenderse universalmente a otras sociedades.

En Texcoco encontramos la concepción de una geografía sagrada construida por el hombre en la que, para que las cosas funcionen correctamente, cada elemento debe estar en su lugar; en una noción del cosmos sistémica y jerarquizada los vínculos de interdependencia pueden resultar, en caso de alterarse, sumamente dañinos. No obstante, algo parece ser común en las dos concepciones del cambio climático: es la participación activa y la responsabilidad del ser humano en la producción de los trastornos y desequilibrios y, del mismo modo, su capacidad para modificar el curso de los acontecimientos y revertir las condiciones imperantes.
     
Referencias bibliográficas
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David Lorente y Fernández
Dirección de Etnología y Antropología Social,
Instituto Nacional de Antropología e Historia.

David Lorente y Fernández es investigador de la Dirección de Etnología y Antropología Social del inah y miembro del Groupe d’études mésoaméricaines de L’École Pratique des Hautes Études, París. Es autor de La razzia cósmica: una concepción nahua sobre el clima. Deidades del agua y graniceros en la Sierra de Texcoco y desde 2003 realiza trabajo de campo entre los nahuas de la Sierra de Texcoco.

     
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como citar este artículo
Lorente y Fernández, David. (2014). La estatua deTláloc y la inestabilidad de las lluvias. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 108-119. [En línea]
     

 

 

 

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