María Luisa Bacarlett Pérez
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No cabe duda que cada época imprime no sólo ciertas formas de pensar y actuar frente a la realidad, sino también cambia la manera como concebimos incluso lo que es pensar y conocer de acuerdo con el contexto histórico que nos toca vivir. Por ejemplo, un griego clásico como Parménides o Heráclito no dudaba en expresar poéticamente los argumentos por medio de los cuales trataba de dar con el componente último de la realidad natural, ese arché (del griego , fuente, principio, origen) que daría cuenta de la composición primera del mundo físico. Ya sea acerca del fuego, el aire o el agua, los filósofos presocráticos intentaron dar una explicación racional de la naturaleza sin recurrir a argumentos religiosos ni a fuerzas místicas, pero para ello tampoco se valieron de teorías sistemáticamente representadas o de conceptos matemáticos; fue por medio de un lenguaje poético e inspirado que trataron de dar cuenta de la composición y la dinámica última del universo.
Parménides mismo, por ejemplo, negaba la realidad del cambio y apostaba por una naturaleza inmutable —en la cual el cambio es mera ilusión— y hacía valer sus argumentos con un poema, algo que en ese entonces no entraba en contradicción con los objetivos racionales de una teoría sobre el ser. Que tal conjunción de una teoría racional y la exposición de la misma en un poema no resultara ni extraña ni contradictoria se debe a que los presocráticos no concebían el conocimiento como lo hacemos nosotros, para ellos no existía ninguna distinción tajante entre ciencia y poesía o entre ciencia y filosofía; de hecho, la categoría de “científico” no existía entonces (el término aparece por vez primera en el siglo xix) y lo que, por ejemplo, un filósofo como Platón —discípulo de Sócrates— entendía como ciencia o episteme tiene muy poco que ver con nuestra actual concepción del conocimiento científico. Para nosotros, herederos de la revolución científica del siglo xvii —evento que trastocó la manera no sólo de entender el universo, sino la manera de concebir el conocimiento mismo—, las cosas son muy diferentes, la ciencia tiene formas particulares de expresión y exposición —teorías, funciones, fórmulas, leyes—, mientras que la literatura y la filosofía no sólo se expresan de manera distinta, sino que tienen objetivos e intereses diferentes. Sin embargo, tal especialización y distinción de ámbitos no tiene que reflejarse en un divorcio total entre tales esferas del saber; al contrario, cuando el filósofo se acerca a la ciencia o cuando el científico va a la filosofía suelen producirse diálogos y discusiones que no sólo resultan interesantes, sino que generalmente renuevan la mirada con la que cada especialista suele contemplar y representarse su propio campo. Esto es precisamente lo que encontramos en una obra como la de Georges Canguilhem (19041995), filósofo y médico francés, quien supo reflexionar y repensar muchos de los conceptos fundamentales de la medicina, a la vez que encontró en esta última las herramientas para renovar algunos de los tópicos clásicos de la tradición filosófica occidental. Poco conocido en el ámbito filosófico —suele ser recordado, sobre todo, como maestro de pensadores más afamados como Michel Foucault—, es prácticamente desconocido en el ámbito de la medicina, y aunque muchas de sus ideas puedan considerarse superadas o desfasadas, con todo, su obra deja una impronta en la que se hace patente el fructífero diálogo que pueden entablar la filosofía y la medicina, y que es posible abrir nuevos derroteros de reflexión y cuestionar los conceptos e ideas que en cada disciplina se suelen considerar como duros e inamovibles. Entre sus obras más conocidas destacan: El conocimiento de la vida (1942), Lo normal y lo patológico (1943), La formación del concepto de reflejo en los siglos xvi y xvii (1955), Estudios de historia y de filosofía de las ciencias concernientes a los vivientes y a la vida (1968) e Ideología y racionalidad (1977), además de innumerables artículos dispersos en distintas publicaciones académicas.
La posibilidad del conocimiento de la vida
Después de terminar sus estudios en filosofía en la prestigiosa Escuela Normal Superior de París, Canguilhem tuvo que escoger una disciplina científica para poder obtener el certificado que le permitiría enseñar. Entre física, química y medicina, se decidirá por la última, algo que está lejos de ser azaroso. Hijo de su tiempo, Canguilhem es un crítico mordaz de los efectos del progreso industrial y científico, de la racionalidad instrumental y técnica que domina casi todos los rubros del conocimiento; piensa que las ciencias de la vida son el último reducto en el cual aún se puede resistir a la tecnificación e instrumentalización excesiva. Desde su perspectiva, la vida, como fenómeno biológico, siempre encuentra la manera de resistirse a todo esfuerzo reduccionista que trata de hacer de ella una mera expresión mecánica de componentes físicos y químicos. Sin negar la importancia de las leyes y conocimientos que estas dos ciencias han aportado para la comprensión de la vida, Canguilhem apuesta por ver en ésta una realidad que siempre trasciende dichos condicionantes. Lo viviente, antes que dejarse reducir a los esquemas explicativos de la física y la química, reclama su propio espacio de conocimiento, conceptos diferentes que den cuenta de la originalidad de los fenómenos vitales, la cual se expresa para nuestro filósofomédico como normatividad, individualidad, regulación, totalidad y plasticidad, conceptos que aquí expondremos. Quizá hoy sea difícil para un biólogo molecular aceptar la idea de que los fenómenos de la vida responden a leyes distintas a las que explican el transcurso del mundo físico en general; sin embargo, cuando Canguilhem comenzó a reflexionar filosóficamente sobre la naturaleza de lo viviente, los descubrimientos de la biología molecular aún no llegaban, tardarán una década más; pero lo que el pensamiento filosófico le aportó a su concepción de la vida fue la posibilidad de cuestionarse dos cosas: primero ¿es suficiente una perspectiva físicomecanicista para comprender la vida? y, segundo, si no es así, ¿es posible conocer la vida de manera racional sin caer en explicaciones animistas o espiritualistas? Daremos respuesta a estas dos interrogantes empezando por la última. Adelantamos, sin embargo, que la respuesta canguilhemiana a la primera cuestión fue negativa. Comenzaremos entonces por dilucidar la segunda cuestión: ¿es posible un conocimiento racional y científico de la vida sin reducirla a un esquema meramente causalmecánico y sin, al mismo tiempo, hacer de ella un fenómeno animista e irracional? Es decir, para Canguilhem el problema consistía en saber si la razón y las teorías, la argumentación lógica y racional de los discursos médicos, podían dar cuenta de los fenómenos de la vida. La respuesta que en su momento dio a esta pregunta fue afirmativa: a pesar de que la razón parece ir siempre un paso atrás de los fenómenos de la vida, es posible conocer ésta, pero tal conocimiento no debe desposeerla de su originalidad, de aquello que la hace diferente a un fenómeno mecánico: “la inteligencia no puede aplicarse a la vida más que reconociendo la originalidad de la vida. El pensamiento del viviente debe tener en él la idea de lo viviente”. Así, el conocimiento de la vida implica no renunciar a la razón, sino darle la suficiente flexibilidad para aprehender lo vivo sin reducirlo a lo no vivo. Quizá en la práctica y el actuar médico cotidianos estas preguntas no ameriten ser pensadas de manera urgente, tal vez porque en la práctica las teorías funcionan y permiten salvar vidas y disminuir el sufrimiento. Pero, desde una perspectiva filosófica, es válido interrogarse sobre tales cuestiones, al menos para Canguilhem ésta es una de las consecuencias de conjuntar dos espacios que en la lógica moderna creemos fatalmente desconectados: la filosofía y la ciencia. Esto no quiere decir, con todo, que nuestro autor planteara que sólo el filósofo puede dar al científico las herramientas para pensar filosóficamente su disciplina; todo lo contrario, la apuesta de Canguilhem se orientó en el sentido de que el científico es el mejor artífice de la reflexión filosófica al interior de su propia disciplina. En este talante, si vida y razón no son dos polos antitéticos, si es posible un conocimiento racional de la vida, ello implica reconocer los límites de esa razón que trata de conocerla, los cuales se hacen evidentes en la historia de las teorías que han tratado de explicar los fenómenos vitales. Efectivamente, decir que la razón siempre va un paso atrás de lo que la vida puede, no es un principio a priori e incuestionable del cual partiríamos, sino una evidencia que está plasmada en la historia de las teorías biológicas y médicas. Afinar la razón como instrumento para conocer lo vital requiere reconocer los límites que los discursos médicos y biológicos han expresado a lo largo de la historia al tratar de conocer la vida. Como intentos, dichos discursos han ocurrido en algún momento de la historia, algunos han sido refutados, otros reformulados y varios se han legitimado y permanecen como válidos y vigentes. Las diversas posiciones, teorías y discursos por medio de los que el ser humano ha tratado de dar cuenta de lo viviente no son más que producto de la dificultad misma de su objeto: la vida como realidad plástica, fluctuante, donde prevalece también la lógica del ensayo y el error. Se dirá con justa razón que tal no es privativa de las ciencias de la vida, sino de todas las ciencias; sin embargo, para Canguilhem resulta claro que, en la época en la que escribe, las ciencias de la vida han sido menos exitosas en dar lugar a teorías unificadoras y más estables como sucede en el caso de la física y la química; en otros términos, las teorías sobre la vida han sido tradicionalmente más variables y tienen un carácter menos englobante, quizá por la misma calidad de su objeto, pues como lo señala Dagonet, para Canguilhem “lo viviente no cesa de fluctuar. Nosotros lo quisiéramos permanente, constante en sí mismo y, por ello, cerrado. Mientras que sin perder su unidad de base, reposa sobre la divergencia, la suavidad reactiva y la plasticidad, lo que ya anuncia la inventiva biológica, que va en contra de una definición objetiva, siempre deseada y facilitadora”. Desde esta óptica, es en la historia de las teorías científicas sobre la vida que se hacen patentes al menos dos cosas: en primer lugar, que es posible un conocimiento racional de la vida, que la ciencia y la inteligencia no están destinadas al fracaso a la hora de tratar de explicar los fenómenos vitales, pues a lo largo de la historia han podido dar cuenta de ellos por medio de diversas teorías que han prevalecido o que se han desechado; en segundo lugar, dicha historicidad hace patente la originalidad de su objeto, su carácter plástico, inventivo y divergente, poco propenso a adaptarse a esquemas cerrados y mecánicos de explicación. Todo lo anterior nos habla, finalmente, de que la razón puede dar cuenta de la vida siempre y cuando sea sensible al carácter original, flexible y no determinista de su objeto. Tales conclusiones, que hoy pueden parecernos quizá superadas o impregnadas de un cierto carácter romántico, hablan de la peculiar manera como Canguilhem concebía la vida y los fenómenos ligados a ella, una postura que bien podríamos llamar “vitalista”, un vitalismo que se expresa como apuesta por defender la particularidad de lo viviente, su irreductibilidad a esquemas mecánicos o deterministas, subrayando, por el contrario, su carácter regulativo, plástico y abierto a la innovación.
La originalidad de la vida
Resta, por tanto, preguntarnos a qué se refiere Canguilhem cuando habla de la vida como una realidad original, plástica, no determinista y fluctuante; es decir, en qué consisten tales atributos, que parecen impedir que podamos reducir lo viviente a un esquema meramente causalmecánico. Valdría la pena, en este punto, dejar de hablar de la vida en abstracto y comenzar a hablar de lo viviente en concreto, preguntarnos qué es aquello que hace que sus entidades hayan sido consideradas por nuestro filósofomédico como irreductibles a explicaciones mecánicas y deterministas. Enumeraremos someramente cuáles son estos atributos. Valor. A pesar de que dicha palabra nos remite casi irremediablemente a pensar en la ética, es decir, en los valores que hacen de alguien un ser moralmente bueno y valioso, para Canguilhem este término tiene perfectamente cabida dentro del ámbito de la vida, pues el hecho de que todo viviente, por más elemental que sea, no permanezca indiferente ante lo que ocurre en su medio, ante las sustancias y cosas con las que entra en contacto, que prefiera ciertos nutrimentos a otros, que pueda vivir en un medio y no en otros, todo ello nos habla del carácter valorativo del viviente. Vivir es valorar; es decir, es ser selectivo y no permanecer indiferente frente al medio. Es evidente que, después de lo expuesto, en el ámbito de la vida valorar no requiere tener conciencia moral ni capacidad de decisión, ni una inteligencia superior; por otra parte, con este atributo nuestro autor quiere subrayar también que no hay dos vivientes que valoren exactamente de la misma forma, lo que para uno es mortal, para otro puede ser soportable; lo que es imprescindible para uno, para otro puede ser superfluo. Precariedad. Pero si lo característico de todo ser vivo es valorar, bien podríamos preguntarnos por qué. Ya Darwin asumía que la lucha por la existencia tiene lugar porque los recursos nunca sobran y ninguna adaptación es total y plena, siempre hay un elemento de precariedad que impide que el viviente se halle en la abundancia, por lo que tiene que luchar por seguir vivo. Para Canguilhem, el viviente valora porque la vida es precaria, porque se vive en la precariedad, siempre ante el peligro de ser devorado por un animal más grande, de perder en la competencia por alimentarse o reproducirse, por la escasez de recursos o los cambios del medio. Plasticidad y regulación. Pero a pesar de la precariedad de la vida, el viviente siempre tiene estrategias para enfrentar los embates del medio y la competencia con otros seres vivos; es precisamente por su carácter plástico que puede innovar pautas ante los cambios del entorno, responder de muy distintas formas ante una misma situación. Un ser vivo demasiado rígido no podría sortear un cambio brusco del medio, pero otro con mayor capacidad de “regularse”, de cambiar sus valores y normas, tendrá muchas más posibilidades de hacer frente a tales cambios. Tomando una idea del fisiólogo francés Claude Bernard (18131878), para Canguilhem la regulación tiene como objeto la conservación del “medio interno” frente a las turbulencias del exterior, la cual no es rígida sino plástica, pues juega al interior de ciertos parámetros; holgura que, vale la pena subrayarlo, nunca es exactamente igual de un viviente a otro. Finalmente, la regulación representaría tanto aquello que asegura un margen de autonomía del organismo frente al medio, como la posibilidad de desplegar su creatividad individual. Error. Categoría fundamental en el pensamiento canguilhemiano, el error es característico de la vida porque nada en ella está sujeto de manera absoluta a una lógica determinista; pero, sobre todo, es la misma plasticidad del viviente, su capacidad de fluctuación, su carácter no rígido, lo que lo lleva al error, sea a la enfermedad, la monstruosidad o la muerte. Habría, sin embargo, que desposeer aquí al error de toda su carga moral o negativa, pues finalmente un ser enfermo, monstruoso o moribundo está expresando otro de los rasgos propios del estar vivo, está pagando el precio por la larga postergación de la entropía propia de todo viviente. Totalidad. Frente al paradigma localizacionista que reduce la enfermedad a una lesión ubicable en algún punto material y visible del organismo, Canguilhem piensa que no hay enfermedad que no implique de una forma u otra al organismo en su totalidad. Los trabajos del neurólogo alemán Kurt Goldstein (18781965) en torno a las heridas de bala en la cabeza de soldados alemanes durante la Primera Guerra Mundial fueron de gran influencia para tal concepción, pues en ellos encontró que aunque el cerebro estuviera lesionado en un punto concreto, las secuelas involucraban más de una función y de un órgano. Así, pareciera que el organismo siempre está poniendo en marcha normas y estrategias adaptativas que lo comprometen en su totalidad. Ciertamente, habrá órganos cuyas lesiones tengan efectos más globales que otros, como el cerebro, pero aun así, no hay lesión que implique solamente la superficie y el órgano afectado. Individualidad. Llegamos, en cierta medida, al remate de todo lo expuesto, pues si hay un rasgo que define al viviente y que lo vuelve irreductible a constantes universales, es su carácter individual. Efectivamente, en tanto no hay dos vivientes que valoren de la misma manera su relación con el entorno y la precariedad del medio, no hay dos seres vivos que alcancen el mismo equilibrio interno ni logren los mismos procesos de autorregulación ante lo que acontece a su alrededor, ni reaccionen de igual manera ante los fracasos de su capacidad adaptativa y regulativa, y mucho menos logren un equilibrio semejante entre las partes y el todo de su organismo, todo ello termina expresando la individualidad del viviente, que si bien no excluye que podamos conocerlo, nos habla de la dificultad de poder reducirlo a constantes generales y esquemas rígidos de causaefecto. Estos son, a grandes rasgos, los atributos que Canguilhem liga al viviente como características intrínsecas sin las cuales es difícil aprehender los fenómenos de la vida en toda su complejidad. Al mismo tiempo, son los principales argumentos que nos permiten reconocer en la vida un fenómeno original, no reductible a sus componentes físicoquímicos ni a esquemas causalmecánicos de explicación. Tales atributos bien podrían reducirse a uno solo, a aquello que nuestro autor llama “normatividad”, y que se refiere a que estar vivo es ser capaz de establecer y crear normas de relación con el medio, las cuales son valorativas, individuales, plásticas, que involucran al viviente en su totalidad y le permiten sortear tanto la precariedad del medio como los fracasos de tales intentos. Así, la originalidad de la vida estriba en el carácter normativo del viviente —desde el más simple hasta el más complejo—, en su capacidad de crear normas que le permitan interactuar con otros seres vivos, adaptarse de la mejor manera al medio, proveerse de lo mínimo para sobrevivir y seleccionar de entre una gama de actos y objetos posibles; todo ello, apelando al carácter individual del viviente.
Coda
Desde la época en que Georges Canguilhem escribió y dio a conocer su postura respecto de la particularidad de los fenómenos vitales, la situación de las ciencias de la vida no ha dejado de modificarse. La aparición de la biología molecular no ha hecho más que reforzar la idea de que la vida puede explicarse, finalmente, a partir de los mismos elementos de base que constituyen el resto de los fenómenos de la naturaleza. Sin embargo, la riqueza de una propuesta como lo que hemos expuesto estriba, al menos, en recordarnos dos cosas: primero, que siempre es posible encontrar motivos de reflexión enriquecedores cuando ponemos a dialogar disciplinas que nuestra época y forma de pensar han distanciado radicalmente; en este caso, ha sido el diálogo entre medicina y filosofía lo que sirvió a Canguilhem para reflexionar sobre algunos aspectos fundamentales de la vida en su intento por hacer de ella un ámbito no reductible a los esquemas causalmecánicos de explicación, propios de la física y la química de su época. En segundo lugar, su obra nos deja la inquietud de continuar cuestionándonos si, a pesar de los avances científicos, de la consolidación de la perspectiva molecular en biología, la vida —sobre todo, a nivel del organismo— sigue conservando una especificidad que la hace poco proclive a ser traducida cabalamente a los esquemas de las ciencias físicoquímicas. Finalmente, no está de más recordar que para Canguilhem es precisamente en la enfermedad donde se hace más patente que nunca el carácter normativo, valorativo, plástico y precario de la vida. Es en su obra más conocida, Lo normal y lo patológico, donde hace un análisis amplio de la manera en que lo mórbido no sólo es una mera variación cuantitativa del “estado normal”, ya que, como todo fenómeno vital, aun estando enfermos seguimos siendo normativos, seguimos creando normas de manera individual con las cuales tratamos de sortear los cambios del medio y la precariedad del mismo. En este sentido, no hay, estrictamente hablando, seres anormales, porque aun en la enfermedad o en la discapacidad seguimos creando normas. |
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Referencias bibliográficas
Canguilhem, Georges. 1942. La connaissance de la vie. Vrin, París, 1992.
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María Luisa Bacarlett Pérez
Facultad de Humanidades,
Universidad Autónoma del Estado de México.
Ma. Luisa Bacarlett Pérez es doctora en filosofía de la ciencia por la Universidad Autónoma Metropolitana. Es Profesora-investigadora de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México. Entre sus libros están: Friedrich Nietzsche: la vida, el cuerpo y la enfermedad, México, uaem, 2006; Filosofía y enfermedad. Una introducción a la obra de Georges Canguilhem.
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como citar este artículo →
Bacarlett Pérez, María Luisa. (2011). La obra de Georges Canguilhem, entre la medicina y la filosofía. Ciencias 104, octubre-diciembre, 4-11. [En línea]
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