Del otro lado del occhiale galileano…
¿verdades o quimeras? |
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J. Rafael Martínez Enríquez
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Algo más inmortal aún que las mismas estrellas…
algo que perdurará más aún que el radiante Júpiter, más aún que el Sol o cualquier satélite en su órbita, o las radiantes hermanas, las Pléyades. Walt Whitman, Hojas de Hierba
En el verano de 1609, como lo relata en 1610 en Sidereus
Nuncius, Galileo había logrado mejorar el instrumento que en el norte de Europa circulaba desde hacía un par de años. Con ese instrumento, al que llamó organum, occhiale o perspicillum, luego cannochiale y, finalmente y a sugerencia de Federico Cesi —promotor de la Accademia dei Lincei—, telescopio, el entonces profesor de matemáticas de la Universidad de Padua realizó una serie de descubrimientos en los cielos que para muchos marcaron el inicio de la nueva ciencia. Lo novedoso en esta ciencia —o al menos en la parte que más llamaría la atención en su época—, radicaba en refutar algunos de los dogmas de la cosmología aristotélica y aportar elementos de apoyo para los decires copernicanos.
Gracias a sus descubrimientos, Galileo logró su tan ansiado sueño de integrarse a la corte del Gran Duque de Toscana, donde Cósimo II de Medici le otorgó el nombramiento de Matemático y Filósofo de la corte, y con ello, además de mejorar notoriamente sus ingresos, pudo gozar del prestigio asignado a los filósofos, por entonces considerados en un estrato superior al de los matemáticos y de los astrónomos. Una razón del orden en esta jerarquía se sustentaba en que la Filosofía, se decía, se ocupaba de las causas reales de los fenómenos naturales, mientras que las Matemáticas tenían como dominio sus “accidentes”, es decir, los aspectos cuantitativos de lo observable o lo tangible. De ahí se concluía que los matemáticos no eran capaces de producir conocimiento “legítimo” o, dicho de otra manera, de aportar interpretaciones físicas sustentadas en principios incuestionables. Las matemáticas, para la metodología aristotélica, no eran una verdadera scientia al no demostrar sus conclusiones mediante “causas”. Por ello, al serle concedido el título de Filósofo, así le fuera otorgado por una autoridad civil y no por una académica, Galileo adquiría el aval que le permitía argumentar con legitimidad a favor del significado y validez filosófica de la teoría copernicana, y asimismo allanar el camino para valorar el análisis matemático de la naturaleza.
La publicación de Sidereus Nuncius —Mensajero de las Estrellas fue la traducción que se popularizó en las lenguas vernáculas a las que fue traducido, en lugar de Mensaje de las Estrellas, como era la intención de Galileo al elegir el nombre en latín— abre una nueva era, no sólo para su autor sino también para la ciencia; todo este impulso proviene del nuevo instrumento que había permitido las espectaculares revelaciones que constituyen el corazón del Mensaje y que conducían a una renovación radical de la astronomía. Sin embargo, este instrumento planteaba muchas interrogantes al ser en sí mismo considerado como una “maravilla” debido a que mostraba imágenes nunca antes vistas o cuyo origen era desconocido.
Lo que siguió fue un complejo proceso de aceptación y validación de la información que transmitía el artilugio y que a su vez era aprehendida por el ojo e interpretada bajo los cánones que imponía la propia naturaleza y los desarrollados por la misma sociedad. En esta labor los actores principales fueron Galileo y quienes en el marco de la óptica —Kepler, Magini, Clavius, Scheiner, Descartes, Mydorge y otros más— participaron en esta gran batalla que contribuyó a la caída de la cosmovisión aristotélico-tolemaica.
Podría decirse que la arena para esta batalla fue el debate entre tolemaicos y copernicanos, es decir, la puesta frente a frente del universo geocéntrico y el heliocéntrico. En este marco se sitúa la aparición de Sidereus Nuncius, justo cuando estaba a punto de iniciar la primavera de 1610. En dicha obra, a la manera de quienes emitían bandos para tener a la población informada sobre cuestiones urgentes, Galileo emite su propio Mensaje, que pretende haber leído en los cielos. Lo que le llena de orgullo es haber sido el primero en darse cuenta de una serie de hechos, inimaginables hasta entonces, que presume en la misma descripción que acompaña al título de la obra, señalando que con la ayuda del perspicillum se le han revelados cuestiones maravillosas: 1) que la faz de la Luna no es la superficie tersa e inmaculada que la tradición sostenía, sino que, por lo contrario, particularidades como las tan conocidas manchas lunares son el resultado de la presencia de cráteres, montañas y algo semejante a mares; 2) que existen muchas más estrellas en los cielos que las observadas a simple vista —las Pléyades, por ejemplo, pasaron de ser un grupo de seis estrellas a alrededor de cuarenta, la constelación de Orión creció para incluir a casi quinientas luminarias más, y la Vía Láctea, de presentar un aspecto nebuloso, se mutó en un conglomerado de innumerables estrellas; y 3) para finalizar, revela el que sería el descubrimiento más impactante del libro: Júpiter posee cuatro satélites, cuatro luminarias que giran en torno de él de la misma manera que la Luna lo hace alrededor de la Tierra.
Tomado en conjunto y asimilado por sus lectores, doctos o no tan doctos, el Mensaje era sorprendente y a la vez aterrador. No sólo el cosmos había crecido en cuanto a número de ocupantes, sino que éstos resultaron no ser como se les había tenido desde tiempos inmemoriables. Así lo percibió Galileo alrededor del 14 de enero de 1610 al darse cuenta de que, en contra de la aseveración de que Júpiter era un planeta más y por tanto carente de satélites —ya que de no ser así significaría que la Tierra perdía uno de los atributos que la hacían única, porque sólo ella poseía un satélite— en realidad sí poseía pequeños satélites que orbitan alrededor de él. Era entonces el momento de revivir la polémica en torno al modelo copernicano del Universo, una causa a la que se había sumado desde por lo menos 1597. El razonamiento que lo llevaba a colocarse del lado de los seguidores de una teoría heliocéntrica como la de Copérnico descansaba en que si la Tierra resultaba no ser muy diferente a Júpiter —además de que en cierto sentido tampoco lo era de la Luna— entonces no habría porqué seguir sosteniendo que por ocupar un sitio especial en la Creación debería permanecer inmóvil en el centro del cosmos.
Bajo este nuevo argumento la Tierra sería un planeta más y, por consiguiente, al igual que los demás planetas, podría también seguir una órbita alrededor del Sol. Estas aseveraciones violentaban lo que hasta entonces se había considerado como parte del sentido común: lo terrestre eran los elementos —fuego, aire, agua y tierra— y sus combinaciones, y lo que no era terrestre era celeste. Afirmar lo contrario equivalía a rechazar las evidencias de los sentidos, la razón y la sabiduría ancestral, justificadas por los sabios y santificada por la Iglesia.
¿Cuál era el nuevo sustento de Galileo para atreverse a ir en contra de los poderes constituidos en una sociedad donde la religión era la calificadora de la verdad? La respuesta es muy conocida: derivaba sus conclusiones a partir de las observaciones realizadas con su perspicillum. Pero si uno quisiera ser más cuidadoso al responder debería haber dicho “a partir de las interpretaciones de las percepciones visuales obtenidas mediante su instrumento”. El detalle consiste en enfatizar que dado el estatus epistemológico del perspicillum —o más bien, la carencia de tal estatus—, evaluar lo que transmitía al ojo era irrumpir, deambular en terra incognita. Esto conducía a una segunda pregunta: ¿qué validez tenía la elaboración de un juicio realizado a partir de imágenes recogidas por el ojo si entre éste y el objeto mediaba un instrumento que tenía como función modificar las imágenes de manera aún no entendida a cabalidad?
Renacimiento, escepticismo y “nueva ciencia” “Nuestra era —escribió Jan Fernel, médico de la corte francesa— está llevando a cabo empeños que la Antigüedad no alcanzó a soñar”. En 1539 un venerable profesor de filosofía en Padua afirmaba que “no creía que existieran cosas más notables en los últimos tiempos que la invención de la imprenta y el descubrimiento del nuevo mundo, cosas sólo equiparables con la inmortalidad”. Era la época en que el Nec plus ultra que se decía aparecía impreso sobre las míticas columnas de Hércules para marcar los límites del mundo conocido y, a la vez, extender una advertencia al osado espíritu que pretendiera cruzarlos, era sustituido por un firme Plus ultra —Más allá—, y éste se había instalado como el sello de la “era de los descubrimientos”, de los años en que el espíritu de aventura echaba raíces en la sociedad europea y consciente de ello se planteaba una revisión de su pasado, sobre todo ahora que la idea de mirar el mundo en “perspectiva” había evolucionado de ser una técnica de representación a convertirse en una metáfora de apertura intelectual.
La representación en perspectiva —del vocablo latino perspicere, ver a través de— era una de las novedades recientes en un tiempo en que la búsqueda de lo maravilloso parecía guiar el afán de todo espíritu inquisitivo. Para los practicantes de la perspectiva, y para todos los que apreciaban los resultados de las técnicas de representación que se amparaban bajo este nombre, resultaba paradójico que por tantos años la pintura no hubiera percibido la necesidad de la representación naturalista de objetos o escenas. Esta manera de recrear lo visible recurría a la geometría para producir imágenes —ilusiones— que imitaban o plasmaban en una superficie lo que tenía como habitáculo natural el mundo tridimensional.
Lo que ponía de manifiesto —entre otras cosas— el uso de la perspectiva era que, como lo había hecho notar Nicolás de Cusa en La Docta Ignorancia, la posición de cada persona en el mundo era única, y por lo tanto también lo era el entorno que cada quien percibía. Para salvar la brecha producida por la pérdida de una “escena” común para toda la humanidad había que recurrir a la razón y, sobre todo, a estar conscientes de los límites que a la percepción y el entendimiento humano imponía nuestra ubicación y el hecho de no poseer la esencia divina. Una elaboración de este argumento y de otros similares había dado lugar en los siglos xv y xvi al fortalecimiento del escepticismo como corriente que tocaba los ámbitos filosófico y religioso. Mirada en positivo, esta situación ofrecía la oportunidad de explorar el mundo, de allegarse más información, tanto de las fuentes usuales como de los relatos de viajeros o a partir de las propias observaciones o experiencias, y todo con más entusiasmo cuando dicha información no parecía hallar acomodo en los sistemas de conocimiento donde todo parecía estar ordenado siguiendo las pautas trazadas por Aristóteles y sus seguidores. Plus ultra parecía ser el nuevo canto.
Y por si esto no bastara para fortalecer la sensación de vivir en una época de cambio, en 1517 Lutero se hizo presente y su ejemplo dio lugar a una amplia gama de movimientos reformistas. Como resultado de una situación política muy compleja, y en cierto sentido novedosa, el nacionalismo se fortaleció a la vez que los conflictos por el poder se recrudecieron. En otro orden de cosas el “Nuevo Mundo” no parecía tener límites en cuanto a ofrecer “maravillas” que el acto de Creación no había depositado dentro de los horizontes que hasta 1492 marcaban los extremos de las tierras conocidas, la oikumene de los griegos. Todo indicaba que había mucho por aprender, si bien las rutas por las que lo nuevo llegaría habían sido ya descubiertas o por lo menos prefiguradas. No parecía estarse gestando ninguna sorpresa que trastocara la cosmovisión renacentista que se había conformado durante las siete primeras décadas del siglo XVI.
Aun la publicación en 1543 de De las revoluciones de los orbes celestes de Copérnico parecía ofrecer un contenido asimilable como un gran avance, pero sólo en la dirección de presentar un modelo matemático de los movimientos planetarios que expresaba mayor certeza y facilidad para realizar cálculos matemáticos que determinaran las posiciones espaciales de los orbes conforme pasaba el tiempo. Según ha quedado establecido por los estudios históricos, el prefacio que acompañaba a De las revoluciones fue escrito por Andreas Osiander —quien ayudó a Copérnico en el trabajo de edición de esta obra— y lo hizo pasar como obra del polaco, tergiversando la intención de Copérnico, quien situaba al Sol en el centro del Universo y hacía que la Tierra perdiera su posición privilegiada, poniéndola a girar en torno del Sol como lo hacía el resto de los planetas y las estrellas. Con su acción, Osiander colocaba a Copérnico en el grupo de los “matemáticos” para quienes el modelo del movimiento de los astros no hacía sino “salvar las apariencias” y reproducir los movimientos que los ojos percibían y la razón asimilaba, tal y como Platón se lo pidió a Eudoxo al plantearle el problema de generar un modelo que describiera adecuadamente los movimientos de los astros, bajo la condición de que las órbitas fueran circulares y los desplazamientos se llevaran a cabo a velocidad uniforme.
En los círculos académicos europeos no parecía existir, y ni siquiera insinuarse, la idea de que alguna revolución insospechada se estaba abriendo paso en los espacios de la filosofía natural. Y no la había pues lo que estaba por venir sería el resultado de la aparición y uso adecuado de un nuevo instrumento. Las capacidades de este instrumento ya habían sido formuladas desde siglos antes, pero caían en los dominios de lo “maravilloso”, pues algunas de ellas parecían responder a deseos fantasiosos como poder observar lo que ocurría en otros países, o a través del Mediterráneo, en el mismo instante en que sucedía, o escuchar conversaciones o mirar escenas ocultas detrás de murallas o paredes, o producir efectos similares a los provocados por los espejos ustorios —o “ardientes”— diseñados por Arquímedes para defender Siracusa del asedio de los romanos a fines del siglo III a.C.
Pero todo esto sólo contempla una cara del poliedro que era el mundo del siglo xvi. Otra más era lo que, modulado por la tradición, actuaba como freno para los cambios en la cosmovisión escolástica, espacio de fusión de la cristiana y la aristotélica. Ver y ¿creer? Galileo parecía haber irrumpido de manera espléndida en la arena de la filosofía natural. Sin embargo la fortuna de los descubrimientos galileanos dependía de que se aceptara como válido que el perspicillum básicamente agrandaba imágenes, haciendo que lo lejano pareciera más cercano y, por consiguiente, con mayor definición en sus detalles. Para mala fortuna de Galileo la validación del perspicillum como instrumento óptico confiable, es decir, como transmisor de imágenes que respetaba la forma —el “aspecto”— de los objetos situados del otro lado del tubo que sostenía las lentes, no se dio tan fácilmente como, mirando en retrospectiva y de manera un tanto anacrónica, uno pensaría que pudo haber ocurrido.
Ya el manejo mismo de los sentidos para recoger la información de los instrumentos familiares acarreaba incertidumbres. Montaigne advierte que “nada nos llega excepto lo que ha sido alterado por nuestros sentidos […] cuando la brújula, la escuadra y el compás son defectuosos, todos los cálculos realizados gracias a ellos dan resultados que se alejan de lo verdadero, y todas las construcciones que se han erigido gracias a sus mediciones están cerca de colapsarse […] La falta de seguridad en lo que nos aportan los sentidos nos conduce a preguntarnos quién sería un juez adecuado para estimar la presencia de errores […] un juez anciano no podría juzgar la validez de las sensaciones que registra como la persona anciana que es, y lo mismo sucedería con la persona joven que juzga lo que sus sentidos recogen […] para hacerlo haría falta una persona ajena a estas cualidades, y esto significaría apelar a un juez que nunca ha existido”. Esta desconfianza se transmitía inevitablemente a un instrumento que, más que nada, parecía encarnar la desazón que provocaba la “oscura fisiología de la naturaleza”, como se refería Descartes a lo aún desconocido. Y por ello es fácil comprender que en ese entonces el sentido común aconsejara tener una mayor prudencia al deducir hechos a partir de los avistamientos con el instrumento galileano u holandés, como muchos también lo conocían. Alguna sensatez mostraba un banquero de Ausburgo que por ese tiempo afirmó que “aceptar una creencia con lentitud constituye la fibra de la razón”. El principal motivo para usar con cautela el perspicillum, además de que las conclusiones extraídas con su ayuda violentaban varios supuestos de la filosofía aristotélica y algunos pasajes bíblicos relativos al Sol y a los demás astros, era que este instrumento poseía una naturaleza del todo novedosa. Hasta entonces los instrumentos utilizados en astronomía formaban parte de una antigua y rica tradición de índole geométrica que incluía el uso de artefactos como el báculo de Jacobo, el compás, el astrolabio, el cuadrante, entre otros. Todos ellos funcionaban de acuerdo con principios y reglas plenamente justificados y lo que hacían era, según el caso, medir ángulos, tiempos, posiciones estelares, distancias, etcétera. Sin embargo, el instrumento que utilizaba Galileo para obtener la información que justificaba sus revolucionarias revelaciones era a su vez algo del todo novedoso en el universo de los instrumentos: el acomodo de lentes en un tubo producía información acerca de la naturaleza celeste que de otra manera no estaba disponible. Todo lo anterior resultaba impactante: lo que nos ofrecía el perpicillum eran imágenes cuya correspondencia con la realidad era aceptable —quedaba certificada— aquí en la Tierra, pero ¿quién podía asegurar su validez al apuntar hacia objetos en los cielos, alojados en regiones nunca disponibles para los demás sentidos y por ende ajenas a todo tipo de comprobación directa? Al establecer los “nuevos hechos” el perspicillum se convertía en mediador entre objeto y observador y, como se dijo, el problema radicaba en que se desconocía por completo la manera como se establecía la “mediación”. Esto, para cualquier filósofo natural con algo de escrúpulos en el siglo xvi, era a todas luces motivo de desconfianza. Después de la publicación del Sidereus hubo reacciones casi de inmediato, algunas guiadas por la curiosidad, otras por el azoro, las más planteaban dudas y, en el extremo, unas que manifestaban completa incredulidad. Esta última posibilidad resulta muy interesante e invita a reflexionar sobre la forma como se expresaba: algunos francamente se rehusaron a mirar a través del occhiale justificando su rechazo al decir que los planetas que según Galileo giraban en torno de Júpiter no podrían ser vistos —y entonces para qué perder el tiempo intentando observarlos— simplemente porque no existían. Un astrónomo florentino argumentó que estos satélites eran “invisibles a simple vista y por lo tanto no tendrían utilidad alguna y por ello no existen”. Entre los que se negaron a ver a través del tubo de Galileo el más recordado es tal vez Cesare Cremonini, tanto por su amistad con Galileo como por ser considerado el más importante filósofo aristotélico de su tiempo, “la Lucerna entre los intérpretes de los griegos”. La historia ha sido muy dura con él y todo por mantenerse fiel a las palabras que nos legó en su testamento: “A la filosofía me consagré, en ella todo fui”. Tal vez colocándose en su situación podría entenderse mejor su decisión: vayamos a Copérnico, quien pedía de los astrónomos algo más que hipótesis ad hoc para “salvar las apariencias”, requiriendo que en sus explicaciones hubiera concordancia con los principios de la naturaleza. Algo análogo hacía Cremonini al reclamar seriedad en las afirmaciones que se hacían respecto de la naturaleza y que en este caso incluía la visión aristotélica acerca de los elementos. Por ello, si se hacía caso a Galileo, al ser otra Tierra, ¿no debería haber caído la Luna sobre ésta, el hogar de la humanidad desde tiempos inmemoriables? Por no ser éste el caso, ergo, la Luna no podría ser como la Tierra, y cualquier cosa que llevara a pensar que no era así, aun cuando fuera visto con el perspicillum, debería ser un engaño, una falacia. Desde nuestra perspectiva es obvio que Cremonini estaba en un error, y éste se originaba en sostener como válidas las nociones aristotélicas de lugar natural y movimiento. Pero ¿quién en su época sabía, con razones y experiencias, cuáles eran las leyes correctas del comportamiento de los cuerpos, fueran “ligeros” o “pesados”? Dar pasos en la dirección correcta requería, en ese momento, dejar de creer en muchas cosas e iniciar la construcción de un nuevo edificio filosófico sobre nuevos cimientos. Pero volvamos a los meses inmediatos a la publicación del Sidereus. El reclamo de los filósofos naturales
La imaginación de los críticos de Galileo sorprende. Los más agresivos lo acusaban de haber “plantado” los planetas en las lentes, o que éstos eran ilusiones producidas por “condensaciones” en el tubo. Otros buscaban explicaciones que mantuvieran la vigencia de las concepciones tradicionales y, por ejemplo, en el caso de la Luna aceptaban que hubiera montañas y valles sobre su superficie, pero añadían que había una cubierta transparente —y por ende invisible— que cubría a las montañas y toda su superficie, por lo que se mantenía la pureza asociada a la perfección esférica de la Luna. Pero lo que realmente resultó preocupante para Galileo en esta primera etapa de difusión o propaganda de sus descubrimientos —entre marzo y el verano de 1610— es que hubo quienes intentaron hurgar en los cielos para confirmar la presencia de los portentos anunciados por Galileo y fracasaron en su intento. Tal vez el caso más sonado es el que relata Martin Horky en una carta a Kepler. Resulta que en abril, de camino a Florencia, Galileo se detuvo en Bolonia para mostrar sus recientes descubrimientos al entonces afamado astrónomo Giovanni Antonio Magini y a algunos distinguidos académicos que éste reunió con el propósito de que participaran en tan gran acontecimiento. Galileo intentó ilustrar el uso y utilidad del perspicillum mostrando detalles de algunas constelaciones y de los satélites de Júpiter. La velada resultó un fracaso pues ni Magini ni sus invitados lograron ver nada, a pesar de que aparentemente Galileo sí logró hacerlo pues así lo constató en su libreta de trabajo donde reportó lo acontecido aquella noche. Lo que pesa en contra de Galileo es que casi todo lo que se conoce de dicho encuentro es por el relato de Horky, que ofrece una imagen nefasta de Galileo calificándolo de ser “un embustero, gotoso y sifilítico” —haciendo tal vez referencia a rasgos de carácter que la época vinculaba con estos padecimientos— que intentó hacerlos víctimas de un fraude, y que tan avergonzado estaba por su fracaso que al día siguiente casi “huyó” de casa de su anfitrión sin siquiera despedirse. Seis semanas después de este patético encuentro Horky imprimió una especie de gaceta —Una breve escaramuza con “El Mensajero Celeste”— en la que atacaba la validez de las afirmaciones de Galileo, quien según decía “les ha vendido a todos los astrónomos una ficción al decirles que ha observado los nuevos planetas [las lunas jovianas] separados de Júpiter por tantos grados y minutos [constatarlo] me fue imposible dado que las lentes no bastan para observar detalles que dependan de esos grados [sic] y minutos”; señala que la causa de estos errores de Galileo radica en que “estamos en Italia, donde las altas montañas cerca de Padua provocan refracciones [imágenes] del Sol, de la Luna y de otros planetas [y] estamos cerca del Mar Adriático donde aparecen exhalaciones en forma de densos vapores, lo cual provoca mayores refracciones”. En otro pasaje describe lo que hasta entonces era aceptable: “Sobre la Tierra funciona maravillosamente […] pero dirigido hacia los cielos produce engaños, como que las estrellas fijas se vean dobles”. Pero he aquí la esencia del problema: ¿Cómo refutar su afirmación dado que para todo aquello situado en los cielos no había manera de comprobar empíricamente la validez de lo que el perspicillum mostraba? En los terrenos de la filosofía natural establecida no había una vía aparente para responder. Para hacerlo hubiera sido necesario cambiar las bases metodológicas de lo que se consideraba conocimiento, es decir, scientia. Lograrlo implicó varias etapas que sólo a posteriori parecen adecuadas, pero en su momento no habían sido aún imaginadas o reconocidas como ligadas con un acuerdo social que diera como resultado un enfoque de análisis de la realidad que se considerara válido como productor o sancionador del conocimiento. En términos de lo que importaba para el uso del prespicillum la cuestión era que el simple acto de ver carecía de simpleza o inocencia. Si se recurre al Sidereus encuentra uno la candorosa afirmación de que “uno puede aprender con toda la certeza que aporta la evidencia sensorial”. Y la cuestión se vuelve a plantear: “¿Qué tanta certeza aporta la evidencia sensorial?”.
Muchos de los que participaron o siguieron estos debates no parecían tener mucha claridad al respecto. El mismo Horky es un ejemplo de ello: a los pocos días de la impresión de La Breve Escaramuza fue despedido de casa de su maestro, posiblemente por haberse propasado en sus acusaciones contra Galileo. Horky se mudó a casa de Baldessar Capra, viejo enemigo de Galileo, no sin antes sustraer de casa de Magini varios libros cuyo tema era la fabricación y uso de espejos. Si a esto agregamos que a espaldas de Galileo hizo moldes en cera de las lentes del perspicillum que Galileo portó a Bolonia, es claro que a pesar de sus afirmaciones en contra, en realidad sí era consciente de la utilidad del tubo para mirar las estrellas o por lo menos le concedía alguna posibilidad de aportar datos confiables. Lo que para entonces no sabía era cómo sucedía que el arreglo de lentes y tubo daba lugar a las imágenes observadas por quien se atreviera a mirar, con mente abierta, lo que se encontraba detrás del instrumento. En astronomía, parte de la confianza que ya algunos depositaban en las observaciones dependía de la calidad del instrumento utilizado y de la agudeza visual del observador. El perspicillum, al proporcionar elementos visuales ocultos introducía incertidumbres o cuestionamientos no sólo acerca de la evidencia que reportaban los sentidos, sino también acerca de la participación de la mente. Aun si se aceptaban como confiables las imágines recogidas mediante el instrumento en cuestión, quedaba por dilucidar primero en qué consistían los cambios que producía, y luego los expertos en óptica que explicaran cómo se llevaban a cabo dichos cambios. Todo esto tenía como propósito elegir entre dos alternativas que se podrían presentar así: el perspicillum mostraba lo que a simple vista “no estaba allí”. Pero al ser dirigido hacia las estrellas, el perspicillum revelaba objetos que contradecían lo que de otra manera “estaba allí”. El conflicto se hacía manifiesto. Hasta antes de 1609 la evidencia de los sentidos había bastado para elaborar un cosmos geocéntrico en el que todos los astros se movían siguiendo círculos acomodados de forma conveniente y de manera que los desplazamientos se realizaban con velocidad uniforme. Platón, Eudoxo, Aristóteles, Ptolomeo y todos los que resultaron herederos de las civilizaciones griega y romana los siguieron, eso sí, llevando a cabo los ajustes necesarios que “salvaban las apariencias”. Al apuntar hacia los cielos, y por lo tanto sin experiencias previas al respecto, los observadores carecían de elementos de comparación o de contraste y no había manera de que supieran qué era lo que estaban mirando. Para establecer un mayor grado de confianza en la concordancia con la realidad de lo observado, aprovechando una cena ofrecida en su honor por Federico Cesi —el 14 de abril de 1611—, Galileo mostró en plena luz del día, desde la Villa Medici, levantada sobre el Pincio, una de las colinas de Roma, la inscripción cincelada sobre la entrada de la iglesia de San Juan de Letrán, a unos tres kilómetros de distancia: Sixtus/Pontifex Maximus/Anno primo. Todos sabían que la inscripción existía y lo que decía, de ahí que al verla a través del instrumento hubo plena seguridad de que el perspicillum entregaba al ojo una porción de la realidad situada del otro lado del tubo. Más tarde, caída la noche, Galileo mostró a los mismos observadores los satélites de Júpiter. Al hacerlo establecía un hecho o por lo menos lo que sostenía como cierto: un instrumento que de lo terrenal ofrece imágenes fieles a la realidad, con toda seguridad hará lo mismo con las imágenes recogidas de los cielos. Con todo, Galileo sabía que esto no bastaba, es decir, una experiencia no sería suficiente para establecer la confianza en su instrumento. Sólo a través de observaciones repetidas una y otra vez, con confirmaciones independientes, podría irse construyendo una nueva ciencia que otorgara un grado mayor de aceptación a la información sensorial modulada por la razón. Y en gran medida éste fue uno de los derroteros que siguió el telescopio para ganar aceptabilidad entre la comunidad de los sabios.
A todas luces esto no era suficiente, pues sabemos que el entramado que sostiene el edificio de la verdad científica debe tener varias vertientes. Así ocurrió en este caso y resulta que las columnas que vinieron a apuntalar la nueva epistemología basada en lentes y tubos que fijaban a las primeras, fueron cinceladas por quienes se ocuparon de establecer el comportamiento de las trayectorias de los rayos luminosos que atravesaban lentes, gracias a lo cual se explicaría la formación de imágenes y en particular su magnificación. Kepler con su Dioptrice (1610) y Descartes con la Dioptrique (1637) serían los principales y más connotados contribuyentes a este esfuerzo. El otro apoyo para el inusual instrumento vendría del uso imaginativo de la retórica y en particular de la literatura que encontraba en el perspicillum un tema novedoso y proclive a ser utilizado en fantasías que encantaran a los lectores. ¿Y cómo no iba a ser de esta manera si, como lo hizo explícito Thomas Seggett, el occhiale habilitaba a los mortales para contemplar lo que hasta entonces se diría estaba reservado para los dioses? De ser cierto, el hombre habría subido otro peldaño hacia la verdad suprema, algo que parecería ser la ruta marcada por Pico della Mirandola en su Oración por la dignidad del hombre, escrita más de un siglo antes. En oposición a esto había quienes albergaban dudas de carácter ético-religioso sobre el derecho que asistía al hombre para acercarse a las estrellas, así fuera sólo con la mirada. Sobre esto escribe en 1611 Joseph Glanvill en The Vanity of Dogmatizing, al referir que “Adán no tenía necesidad de usar anteojos. La agudeza de su óptica natural [si algún crédito se le puede otorgar a la conjetura] mostró mucho de la magnificencia de los cielos […] sin utilizar el tubo de Galileo […] y es muy probable que sus ojos pudieran alcanzar lo mismo del mundo superior que nosotros que contamos con las ventajas del arte. Pudiera ser que le pareciera tan absurdo, bajo el juicio de sus sentidos, que el Sol y las Estrellas fueran mucho menos que este Globo, como ahora parece lo contrario […] y pudiera ser que tuviera una percepción tan clara de los movimientos de la Tierra como la que nosotros pensamos que tenemos de su quietud”.
El problema planteado era si se valía que la humanidad se atreviera a buscar la recuperación de lo que Dios le había ocultado a raíz de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, una nueva actitud en el siglo xvii parecía apuntar a que la benevolencia divina estaría borrando algunas de las consecuencias del pecado original, y lo estaba haciendo al permitir la aparición del —ya para entonces bautizado— telescopio, que según P. Borel en su De vero telescopii inventore de 1656, “abría nuestras mentes, hasta entonces oscurecidas por el pecado”. Pero esta “apertura” se daba a casi cuatro décadas de la aparición del Mensaje galileano. Críticas metafísicas y por analogía Los descubrimientos anunciados en el Sidereus fueron puestos en duda casi tan pronto como empezaron a ser difundidos entre las comunidades europeas, primero entre las más doctas y más tarde entre quienes se reunían en banquetes, tabernas y, llegado el momento, entre quienes escuchaban las palabras que con obvios tintes condenatorios eran lanzadas desde los púlpitos de algunas iglesias. Como vino a ser costumbre en la época, las críticas pronto alcanzaron el formato de la letra impresa; un buen ejemplo de ello lo constituyó la Dianoia astronómica, óptica, física de 1611, ensayo de Francesco Sizzi, florentino de nacimiento. Entre los argumentos que esgrime está uno que se podría calificar de metafísico —no en el sentido aristotélico sino en el de recurrir a elementos no empíricos— pues remite al significado simbólico que el Medievo atribuía a los números y a la supuesta intervención divina para dotarlos de propiedades que se reflejaban en los objetos y procesos terrestres. En particular, sostenía Sizzi, en el momento de la Creación, Dios privilegió al número siete: siete eran los días de la semana, siete las cavidades craneales e igualmente el número de brazos del candelabro hebraico. Y como era sabido desde la Antigüedad, “sólo siete fueron los planetas creados y colocados en los cielos por Dios, El más Grande”, refiriéndose a los cinco que usualmente eran llamados planetas más el Sol y la Luna. Cabía entonces preguntarse cómo sucedía que un matemático de Padua —Galileo— podía desafiar lo establecido por las Santas Escrituras y sostener que existían cuatro estrellas girando en torno de Júpiter, a las que llamaba Mediceas, llevando a nueve el número de planetas. ¿Tenía plena conciencia de que su afirmación provocaba una fisura en los fundamentos de la filosofía natural que desde el siglo III a.c. se sostenía de manera casi monolítica, salvo por su adecuación a los dictados de la Iglesia durante los siglos XII y XIV? ¿Pensaba que un acto de observación a través de un juego de lentes que mostraban —aparentemente— algo nunca antes visto por la humanidad podía reducir a ruinas el edificio del conocimiento que había levantado el “Maestro de aquéllos que saben”? Al respecto Sizzi respondía que “al igual que una casa se sostiene sobre sus cimientos las ciencias se sostienen sobre sus principios, y si éstos se colapsan es inevitable que, al igual que sucede con una casa, la ciencia se derrumbe”. A la argumentación de Sizzi sobre la inamovilidad de los principios filosóficos se sumaba otra que incidía sobre la veracidad de las imágenes que aportaba el perspicillum, ya que, según el autor, y más allá de toda duda razonable, es fuente de errores aún por determinar. Para comprobar que así sucedía bastaba tomar un “cuerpo óptico esférico” como lo podría ser un recipiente de vidrio lleno de agua y observar a través de él una fuente luminosa, una vela o una hoguera en la chimenea.
Como sería fácil observar, la imagen contemplada a través del recipiente aparecía deformada y su aspecto cambiaba si el origen de la imagen o el observador cambiaban, aunque fuera ligeramente, de posición. ¿Qué certidumbre se podría entonces tener acerca de la existencia de un objeto visto a través del telescopio para certificar la correspondencia entre un objeto y su imagen, sobre todo si se consideraba que lo observado eran objetos tan lejanos como la Luna o el mismo Júpiter? Con algo de condescendencia, sincera o fingida, Sizzi ofrece a Galileo una salida, sugiriendo que tal vez las noticias publicadas en el Sidereus Nuncius no eran sino juegos ingeniosos elaborados por el matemático de la Universidad de Padua para intentar destruir la credibilidad de nociones compartidas por todos desde hacía siglos. Para ello utilizaba esas máquinas productoras de ilusiones que por sus efectos ponían “a prueba a las mentes ignorantes”. Desde esta perspectiva Galileo aparecía menos como un observador de la naturaleza y más como un ejecutor de trucos, a la manera de los que presentaba Giambattista della Porta en 1558 en su Magia Naturalis, cuyo Libro xvii estaba dedicado a efectos e ilusiones que se podían producir mediante el uso de lentes y espejos. Della Porta, antes de formar parte de la prestigiada Accademia dei Lincei —que tuvo en Galileo a su miembro de mayor prestigio, cuyo nombre apuntaba a sus esfuerzos para contribuir al triunfo de la verdad científica sobre la ignorancia—, había sido miembro de la Accademia Secretorum Naturae cuyo nombre la hacía sospechosa de ocuparse de cuestiones vinculadas con lo “oculto”, con la hechicería y la necromancia. Por su parte, la seguridad que tenía Galileo en la veracidad de las imágenes que contemplaba a través de su instrumento —la cual aumentaba en la medida que su destreza para lograr mejores lentes y por ende aumentar y afinar las imágenes que recolectaba—, le llevaron a no cejar en su empeño por mostrar urbi et orbi las virtudes del cannochiale —otro nombre con el que se refería a su artilugio— y a buscar las justificaciones pertinentes acerca de su funcionamiento, en particular en lo que se refería a técnicas de observación y de medición. Mejoró las primeras mediante el uso de una base donde fijar el tubo con las lentes; mientras de las segundas, vinculadas con el problema más general de la medición en las disciplinas que se ocupaban de la naturaleza, se ocupa en su Discurso sobre los cuerpos flotantes, de 1612, donde le confiere supremacía a las tesis arquimedianas en detrimento de las aristotélicas, tan apreciadas por los filósofos naturales que hasta entonces detentaban el poder en los círculos académicos italianos. En ese Discurso se proponía algo que a cualquiera de sus lectores le parecería inalcanzable: realizar observaciones de Júpiter y de sus satélites y lograr mediciones de sus posiciones con un error “muy inferior a pocos segundos de arco”. Si esto fuera posible, bien lo sabía Galileo, le permitiría resolver el problema del cálculo de la longitud geográfica de un barco en altamar, uno de los problemas prácticos más importantes de la época. El “ojo artificial” y el “telescopio natural”
Otro movimiento o estrategia crucial para promover la aceptación del telescopio como instrumento que generaba imágenes confiables fue vincularlo estrechamente con el ojo, al grado de acuñar la noción de “ojo artificial”. A ello contribuyó Kepler en 1610 al enfatizar que lo único que hacía el telescopio era agrandar los límites de la visión humana mediante un reforzamiento del ojo, al estilo de los anteojos, ya bastante populares entre las élites europeas como consecuencia de las necesidades de mejor agudeza visual generadas por la proliferación de libros a partir de la invención de la imprenta de Gutenberg. Dentro de esta corriente de legitimización epistemológica del telescopio también se puede traer a colación un tratado español acerca de la teoría y graduación de los anteojos —Uso de los antojos (sic), publicado en 1623— de Benito Daza de Valdés. En este pequeño tratado se afirma que los anteojos funcionan a “imitación y semejanza” de lo que ocurre entre los que se ven afligidos por una incapacidad para ver bien de lejos o de cerca. El “arte”, nos dice, logra con las lentes convexas una imitación perfecta de la cortedad de visión y explica que lo que sucede a quienes no logran ver objetos lejanos con claridad es equivalente a que sus ojos estuvieran equipados internamente con lentes convexas. Lo relevante del argumento de Daza es que conceptualiza el comportamiento óptico de las lentes en términos de visión y lo presenta como si esto no fuera algo nuevo sino una noción que por lo menos flotaba en los círculos de quienes trabajaban con lentes y telescopios. Dado que para entender estas cuestiones, “uno debe haber estudiado matemáticas”, se recurre al ojo como referente analógico para hablar de lentes y sus efectos.
Siguiendo patrones semejantes de argumentación, Christopher Scheiner, afamado astrónomo jesuita, dedica el segundo libro de su Rosa Ursina, en 1637, a los fundamentos ópticos del telescopio, además de enfatizar la “afinidad y dependencia mutua del ojo con el ‘tubo’ —otro nombre usual en los primeros años— y del ‘tubo’ con el ojo”, recurre a la fórmula de que “el ojo es un telescopio natural y el telescopio un ojo artificial”. Y agrega que tan ligados podían estar ojo y telescopio, que entre ellos existe una harmonia, y la unión entre ambos durante el acto de observación es una especie de cópula o “unión íntima”. Una consecuencia de estas especulaciones, en las que el plano retórico se llevaba la palma, fue que el telescopio vino a ser conceptualizado en términos del funcionamiento del ojo, en tanto que era visto como una prolongación, refuerzo o complemento de éste, pero no podía ser entendido como un instrumento que funcionara de manera independiente del órgano visual. Al concebirlo como una prótesis que perfeccionaba la visión humana, la atención se centraba en la continuidad entre el objeto que se percibía y su imagen en la mente, con el telescopio y el ojo como elementos intermedios. De ahí la confianza en la correspondencia fiel entre el objeto y su percepción por el sujeto. Así, el peso que desde finales del siglo xv se le concedía al ojo como instrumento de conocimiento, resultado de un desplazamiento epistemológico hacia lo natural y su evidencia, le fue transmitida al telescopio mediante la analogía y la concordancia, cuando era factible comprobarlas, entre el objeto y su imagen a través del telescopio. Así, el otrora “tubo” de Galileo se vio investido con la seriedad y relevancia otorgada al ojo por ser el principal de los sentidos que el Creador había conferido a la humanidad para que se condujera hacia su destino manifiesto: entender el mundo.
“Veo grandes y muy admirables maravillas”
“Veo grandes y muy admirables maravillas propuestas a los filósofos y astrónomos y, si no me equivoco, a mí también; veo que todos los amantes de la verdadera filosofía son invitados a emprender la contemplación de grandes cosas”. Así describía Kepler la emoción que le producía vivir en esa época de cambios y de la que él mismo era un actor y no mero testigo. Por ello invitaba a Galileo a que mostrara más audacia y se sumara, abiertamente, al todavía pequeño grupo de los copernicanos, “esperando ardientemente que ésta mi carta te sirva […] para proceder con el apoyo de un partidario en contra de los atrabiliarios enemigos de las novedades, a quienes se les antoja increíble, profano y nefando cuanto desconocen y cuanto excede los límites acostumbrados de las minucias aristotélicas”. Había otros más descubriendo “maravillas”, aunque éstas apuntaran en otra dirección o no fueran tan claras en el contexto que se situaban. Ahí estaban los jesuitas que presumían de tener un “espejo para mirar a las estrellas [speculum constellatum] y con el cual el rey podía mirar claramente lo que su Majestad deseaba conocer […] y no había nada tan secreto ni nada que se dijera en la privacía de otros Monarcas que no pudiera ser visto o descubierto por medio de esta celestial, o mejor dicho, diabólica lente”. Y también tenían acceso, se decía, a aquello que ocurría bajo la cubierta protectora de paredes, murallas o cualquier cosa que impidiera la visión directa o la escucha de conversaciones. Faltos de los conocimientos adecuados, hacían pasar como un hecho lo que en nuestros días sólo podría ser calificado, de existir, como un acto de magia. Y acto de magia parecía también entrever lo nunca antes visto y por ello no saber qué hacer de aquello. Cuando ya se pensaba que las estrellas habían revelado sus secretos, ahí estaba otra vez Galileo para sentar el ejemplo, ahora con relación a Saturno: Galileo lo estudió con su instrumento y le pareció que estaba compuesto por tres cuerpos “en contacto” —tres estrellas alineadas, muy cercanas una de la otra, y la central notoriamente más grandes que las otras—, pero dos años más tarde, al concentrar una vez más su atención en dicho objeto, lo encontró en solitario. “¿Es que Saturno ha devorado —como solía hacerlo el dios mitológico— a sus propios hijos [o] ¿fue, en efecto, una ilusión con la que las lentes me han engañado todo este tiempo?”. Que a fin de cuentas, años después, ocurriera que Saturno poseía un anillo que lo envolvía, lo cual lo hace único entre los demás planetas, era algo en cierta medida tan impactante como los primeros descubrimientos, recogidos en el Sidereus Nuncius. Y lo mismo ocurrió poco antes, cuando se dio cuenta de que había unas manchas sobre el Sol y cuyos desplazamientos constituían evidencia de la rotación sobre sí misma de la gran luminaria, lo que venía a constatar que aún existían objetos o fenómenos por descubrir, que ampliarían los horizontes de la Nueva Filosofía. En 1658 el gran arquitecto inglés Christopher Wren consideró que cuando Galileo dirigió hacia los cielos el telescopio —ya para entonces este instrumento había sido rebautizado con dicho nombre en una reunión que tuvo lugar en 1611 en el palacio de Francesco Cesi—, seguramente sintió que “todos los misterios celestes le habían sido revelados de inmediato. [Y que] los que vinieron después de él no pueden sino mostrar envidia pues creen que difícilmente se puede concebir que hubiera algo más a la espera de ser ubicado en los cielos y que resultara de la misma envergadura que lo presentado en el Sidereus de 1610”.
Conclusión
Galileo mismo había mostrado el camino a seguir, y éste consistía en dejar de lado los libros de los antiguos, dado que “el hombre nunca se convertirá en filósofo ocupándose de los textos de otro hombre”. La experiencia y el análisis matemático, aunados a los principios físicos sobre el comportamiento de los rayos luminosos y la concordancia con lo visto a través de las lentes, hicieron del telescopio el gran instrumento que abrió nuevos mundos a la ciencia. Tan grande fue su impacto que se constituiría en uno de los pilares de la “nueva ciencia”, y por tanto de la filosofía natural. Su nuevo objeto, lo que sería “propio de la filosofía […] sería el gran libro de la naturaleza”. Y lo que ésta ofrecía eran las evidencias que captan los sentidos.
Poco antes, pero en Inglaterra, William Harvey —médico del Rey y descubridor de las rutas que sigue la sangre en el cuerpo humano— declaraba que “aprendía y enseñaba anatomía, no a partir de los libros sino de las disecciones, no desde las cátedras de los filósofos sino a partir de la ‘fábrica’ de la naturaleza”. Este credo sería el faro que encausaría los proyectos y afanes de la Royal Society, y para recordárselo a todos quedó eternizado en el escudo de armas de dicha sociedad: Nullius in verba, “[tomar como verdadera] la palabra de nadie”. Galileo no podría haber estado más de acuerdo con ello.
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Referencias bibliográficas
Galileo 1610 Sidereus Nuncius or The Sidereal Messenger. Traducción e introducción de Albert Van Helden. The University of Chicago Press. Chicago, 1989. Malet, Antoni. 2005. “Early Conceptualizations of the Telescope as an Optical Instrument”, en Early Science and Medicine, vol. x, núm. 2. Naess, Atle. 2005. Galileo Galilei. When the World Stood Still. Springer, Berlín. Reeves, Eileen. 2008. Galileo’s Glassworks. Harvard University Press. Cambridge. |
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J. Rafael Martínez Enríquez
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
Obtuvo la licenciatura de física en la Facultad de Ciencias, unam, el master in Philosophy por The Open University, Inglaterra. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias, unam, ha realizado estancias en Italia, Francia y España. Sus áreas de interés son la historia de las matemáticas, la filosofía natural y las relaciones entre las ciencias y las artes, desde la antigüedad hasta el Renacimiento.
como citar este artículo →
Martínez Enríquez, J. Rafael. (2009). Del otro lado del occhiale galileano..¿verdades o quimeras? Ciencias 95, julio-septiembre, 4-17. [En línea]
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