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Del otro lado del occhiale galileano
¿verdades o quimeras?
 
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J. Rafael Martínez Enríquez
   
               
               
Algo más inmortal aún que las mismas estrellas…
algo que perdurará más aún que el radiante Júpiter, más aún que el Sol o cualquier satélite en su órbita, o las radiantes hermanas, las Pléyades.
 
Walt Whitman, Hojas de Hierba
 
 
En el verano de 1609, como lo relata en 1610 en Sidereus
Nun­cius, Galileo había logrado mejorar el instrumento que en el nor­te de Europa circulaba desde hacía un par de años. Con ese instrumento, al que llamó organum, occhiale o perspicillum, luego cannochiale y, finalmente y a sugerencia de Fe­de­rico Cesi —promotor de la Accademia dei Lincei—, te­les­co­pio, el entonces profesor de matemáticas de la Universidad de Padua realizó una serie de descubrimientos en los cielos que para muchos marcaron el inicio de la nueva ciencia. Lo no­ve­doso en esta ciencia —o al menos en la parte que más lla­ma­ría la atención en su época—, radicaba en refutar algunos de los dogmas de la cosmología aristotélica y aportar elemen­tos de apoyo para los decires copernicanos.

Gracias a sus descubrimientos, Galileo logró su tan an­sia­do sueño de integrarse a la corte del Gran Duque de Tos­ca­na, donde Cósimo II de Medici le otorgó el nombra­mien­to de Matemático y Filósofo de la corte, y con ello, ade­más de mejorar notoriamente sus ingresos, pudo gozar del prestigio asignado a los filósofos, por entonces conside­rados en un estrato superior al de los matemáticos y de los astrónomos. Una razón del orden en esta jerarquía se sus­ten­ta­ba en que la Filosofía, se decía, se ocupaba de las cau­sas reales de los fenómenos naturales, mientras que las Ma­te­má­ti­cas tenían como dominio sus “accidentes”, es de­cir, los aspectos cuantitativos de lo observable o lo tangible. De ahí se concluía que los matemáticos no eran ca­pa­ces de producir conocimiento “legítimo” o, dicho de otra manera, de aportar interpretaciones físicas sustentadas en principios incuestionables. Las matemáticas, para la me­to­do­lo­gía aristotélica, no eran una verdadera scientia al no demostrar sus conclusiones mediante “causas”. Por ello, al serle concedido el título de Filósofo, así le fuera otorgado por una autoridad civil y no por una académica, Galileo adquiría el aval que le permitía argumentar con legitimidad a favor del significado y validez filosófica de la teoría co­pernicana, y asimismo allanar el camino para valorar el análisis matemático de la naturaleza.

La publicación de Sidereus Nuncius —Mensajero de las Estrellas fue la tra­duc­ción que se popularizó en las lenguas vernáculas a las que fue traducido, en lugar de Mensaje de las Estrellas, como era la intención de Galileo al elegir el nom­bre en latín— abre una nueva era, no sólo para su ­au­tor sino también para la ciencia; todo este impulso provie­ne del nuevo instrumento que había permitido las espec­tacu­lares revelaciones que constituyen el corazón del Men­saje y que conducían a una renovación radical de la astrono­mía. Sin embargo, este instrumento planteaba muchas in­te­rro­gan­tes al ser en sí mismo considerado como una “ma­ravilla” debido a que mostraba imágenes nunca antes vistas o cuyo origen era desconocido.

Lo que siguió fue un complejo proceso de aceptación y validación de la información que transmitía el artilugio y que a su vez era aprehendida por el ojo e interpretada bajo los cánones que imponía la propia naturaleza y los desa­rro­lla­dos por la misma sociedad. En esta labor los actores prin­ci­pa­les fueron Galileo y quienes en el marco de la óptica —Ke­pler, Magini, Clavius, Scheiner, Descartes, Mydorge y otros más— participaron en esta gran batalla que contri­bu­yó a la caída de la cosmovisión aristotélico-tolemaica.

Podría decirse que la arena para esta batalla fue el de­ba­te entre tolemaicos y copernicanos, es decir, la puesta fren­te a frente del universo geocéntrico y el heliocéntrico. En este marco se sitúa la aparición de Sidereus Nuncius, jus­to cuando estaba a punto de iniciar la primavera de 1610. En dicha obra, a la ma­ne­ra de quienes emitían bandos para tener a la población informada sobre cuestiones ur­gen­tes, Galileo emite su propio Mensaje, que pretende ha­ber leído en los cielos. Lo que le llena de orgullo es ha­ber sido el pri­me­ro en dar­se cuenta de una serie de hechos, in­ima­gi­nables hasta entonces, que presume en la mis­ma descripción que acompaña al título de la obra, señalando que con la ayu­da del perspicillum se le han revelados cues­tio­nes ma­ra­vi­llo­sas: 1) que la faz de la Luna no es la su­per­ficie ­ter­sa e inmaculada que la tradición sostenía, sino que, por lo con­tra­rio, particularidades como las tan cono­cidas man­chas lunares son el resultado de la presencia de crá­te­­res, montañas y algo semejante a mares; 2) que exis­­ten mu­chas más estrellas en los cielos que las obser­va­das a sim­ple vista —las Pléyades, por ejemplo, pasaron de ser un grupo de seis estrellas a alrededor de cuarenta, la cons­te­lación de Orión creció para incluir a casi qui­nien­tas lu­mi­narias más, y la Vía Láctea, de presentar un as­pec­to ne­bu­loso, se mutó en un conglomerado de innu­me­ra­bles estrellas; y 3) para fi­na­li­zar, revela el que sería el des­cu­bri­miento más im­pac­tan­te del libro: Júpiter posee cua­tro sa­té­li­tes, cuatro lumi­narias que giran en torno de él de la mis­ma manera que la Luna lo hace alrededor de la Tierra.

Tomado en conjunto y asimilado por sus lectores, doc­tos o no tan doctos, el Mensaje era sorprendente y a la vez ate­rrador. No sólo el cosmos había crecido en cuanto a nú­me­ro de ocupantes, sino que éstos resultaron no ser como se les había tenido desde tiempos inmemoriables. Así lo per­ci­bió Galileo alrededor del 14 de enero de 1610 al darse cuenta de que, en con­tra de la ase­ve­ración de que Júpiter era un pla­ne­ta más y por tanto ca­ren­te de sa­té­lites —ya que de no ser así significaría que la Tie­rra per­día uno de los atri­bu­tos que la ha­cían úni­ca, porque sólo ella poseía un satélite— en realidad sí poseía pequeños satéli­tes que or­bi­tan al­re­dedor de él. Era entonces el mo­mento de revi­vir la polé­mi­ca en torno al modelo co­per­nica­no del Uni­ver­so, una causa a la que se había sumado des­de por lo me­nos 1597. El razonamiento que lo llevaba a colocarse del lado de los seguidores de una teoría helio­cén­tri­ca como la de Co­pér­ni­co descansaba en que si la Tie­rra resultaba no ser muy diferente a Júpiter —además de que en cierto sen­ti­do tam­po­co lo era de la Luna— en­ton­ces no habría por­qué se­guir sosteniendo que por ocupar un sitio especial en la Crea­ción debería permanecer inmóvil en el centro del cosmos.
 
Bajo este nuevo argumento la Tierra sería un planeta más y, por consiguiente, al igual que los demás planetas, po­dría también seguir una órbita alrededor del Sol. Estas ase­ve­raciones violentaban lo que hasta entonces se había con­si­derado como parte del sentido común: lo terrestre eran los elementos —fuego, aire, agua y tierra— y sus com­binaciones, y lo que no era terrestre era celeste. Afirmar lo contrario equivalía a rechazar las evidencias de los senti­dos, la razón y la sabiduría ancestral, justificadas por los sa­bios y santificada por la Iglesia.

¿Cuál era el nuevo sustento de Galileo para atreverse a ir en contra de los poderes constituidos en una sociedad don­de la religión era la calificadora de la verdad? La res­pues­ta es muy conocida: derivaba sus conclusiones a par­tir de las observaciones realizadas con su perspicillum. Pero si uno quisiera ser más cuidadoso al responder debería ha­ber dicho “a partir de las interpretaciones de las percep­cio­nes visuales obtenidas mediante su instrumento”. El de­ta­lle consiste en enfatizar que dado el estatus epistemo­ló­gico del perspicillum —o más bien, la carencia de tal es­tatus—, eva­luar lo que transmitía al ojo era irrumpir, deam­bular en terra incognita. Esto conducía a una segunda pregunta: ¿qué validez tenía la elaboración de un juicio realizado a partir de imágenes recogidas por el ojo si entre éste y el objeto me­dia­ba un instrumento que tenía como función modificar las imágenes de manera aún no entendida a cabalidad?

Renacimiento, escepticismo y “nueva ciencia”

“Nuestra era —escribió Jan Fernel, médico de la corte fran­ce­sa— está llevando a cabo empeños que la Antigüedad no alcanzó a soñar”. En 1539 un venerable profesor de filo­­so­fía en Padua afirmaba que “no creía que existieran cosas más notables en los últimos tiempos que la invención de la imprenta y el descubrimiento del nuevo mundo, cosas sólo equi­pa­ra­bles con la inmortalidad”. Era la épo­ca en que el Nec plus ultra que se decía aparecía impreso sobre las mí­ti­cas columnas de Hér­cu­les para marcar los límites del mun­do cono­ci­do y, a la vez, extender una advertencia al osa­do espíritu que pretendiera cruzarlos, era sustituido por un fir­me Plus ultra —Más allá—, y éste se había instalado como el sello de la “era de los descubrimientos”, de los años en que el espíritu de aventura echaba raíces en la sociedad europea y cons­cien­te de ello se planteaba una revisión de su pasa­do, sobre todo ahora que la idea de mirar el mundo en “pers­pec­ti­va” había evolucionado de ser una técnica de representa­ción a convertirse en una metáfora de apertura intelectual.
 
La representación en perspectiva —del vocablo latino pers­pi­cere, ver a través de— era una de las novedades re­cien­tes en un tiempo en que la búsqueda de lo maravi­llo­so parecía guiar el afán de todo espíritu inquisitivo. Para los prac­ti­can­tes de la perspectiva, y para todos los que apre­cia­ban los resultados de las técnicas de representación que se amparaban bajo este nombre, resultaba para­dó­ji­co que por tantos años la pintura no hubiera percibido la necesidad de la representación naturalista de objetos o escenas. Esta ma­ne­ra de recrear lo visible recurría a la geo­metría para pro­du­cir imágenes —ilusiones— que imi­ta­ban o plasmaban en una superficie lo que tenía como ha­bitáculo natural el mun­do tridimensional.

Lo que ponía de manifiesto —entre otras cosas— el uso de la perspectiva era que, como lo había hecho notar Ni­co­lás de Cusa en La Docta Ignorancia, la posición de cada per­­so­na en el mundo era única, y por lo tanto también lo era el entorno que cada quien per­ci­bía. Para sal­var la brecha pro­du­ci­da por la pérdida de una “escena” común para toda la hu­ma­nidad había que re­cu­rrir a la ra­zón y, so­bre todo, a es­­tar conscien­tes de los lími­tes que a la per­cep­ción y el en­ten­di­mien­to hu­mano imponía nuestra ubi­ca­ción y el he­cho de no poseer la esencia divina. Una ela­­bo­ra­ción de este ar­gu­men­to y de otros similares había dado lugar en los si­­glos xv y xvi al fortalecimiento del es­cep­ti­cis­mo como co­rriente que tocaba los ámbitos fi­lo­sófico y re­ligioso. Mirada en positivo, esta situación ofre­cía la opor­tu­ni­dad de ex­­plo­rar el mundo, de allegarse más información, tan­to de las fuen­tes usuales como de los relatos de via­je­ros o a partir de las propias observa­cio­nes o expe­rien­cias, y todo con más en­tu­siasmo cuando di­cha información no parecía hallar aco­mo­do en los sis­te­mas de conocimiento donde todo pa­re­cía estar ordenado siguiendo las pautas trazadas por Aris­tó­teles y sus segui­do­res. Plus ultra parecía ser el nue­vo ­canto.

Y por si esto no bastara para fortalecer la sensación de vi­vir en una época de cambio, en 1517 Lutero se hizo pre­­sen­te y su ejemplo dio lugar a una amplia gama de mo­­vi­mien­­tos reformistas. Como resultado de una situación polí­tica muy compleja, y en cierto sentido novedosa, el na­cio­na­lis­mo se fortaleció a la vez que los conflictos por el po­der se recrudecieron. En otro orden de cosas el “Nue­vo Mun­do” no parecía tener límites en cuanto a ofrecer “ma­ra­vi­llas” que el acto de Creación no había depositado den­tro de los horizontes que hasta 1492 marcaban los ex­tre­mos de las tierras conocidas, la oikumene de los griegos. Todo in­di­ca­ba que había mucho por aprender, si bien las rutas por las que lo nuevo llegaría habían sido ya descu­bier­tas o por lo menos prefiguradas. No parecía estarse ges­tan­do nin­gu­na sorpresa que trastocara la cosmovisión re­na­cen­tista que se había conformado durante las siete pri­me­ras décadas del siglo XVI.

Aun la publicación en 1543 de De las revoluciones de los orbes celestes de Copérnico parecía ofrecer un contenido asi­mi­la­ble como un gran avance, pero sólo en la dirección de presentar un modelo matemático de los movimientos pla­ne­ta­rios que expresaba mayor certeza y facilidad para rea­lizar cálculos matemáticos que determinaran las posi­cio­nes espaciales de los orbes conforme pasaba el tiempo. Según ha quedado establecido por los estudios históricos, el prefacio que acompañaba a De las revoluciones fue es­cri­to por Andreas Osiander —quien ayudó a Copérnico en el trabajo de edición de esta obra— y lo hizo pasar como obra del polaco, tergiversando la intención de Copérnico, quien situaba al Sol en el centro del Universo y hacía que la Tie­rra perdiera su posición privilegiada, poniéndola a gi­rar en torno del Sol como lo hacía el resto de los planetas y las es­tre­llas. Con su acción, Osiander colocaba a Co­pér­ni­co en el grupo de los “matemáticos” para quienes el modelo del movimiento de los astros no hacía sino “salvar las apa­rien­cias” y reproducir los mo­vi­mientos que los ojos percibían y la ra­zón asimilaba, tal y como Platón se lo pi­dió a Eudo­xo al plantearle el problema de generar un modelo que des­cri­bie­ra ade­cua­damente los movimientos de los astros, bajo la condición de que las órbitas fueran circulares y los des­plazamientos se llevaran a cabo a velocidad uniforme.

En los círculos académicos europeos no parecía existir, y ni siquiera insinuarse, la idea de que alguna revolución in­sos­pe­chada se estaba abriendo paso en los espacios de la filosofía natural. Y no la había pues lo que estaba por ve­nir sería el resultado de la aparición y uso adecuado de un nuevo instrumento. Las capacidades de este instru­men­to ya habían sido formuladas desde siglos antes, pero caían en los dominios de lo “maravilloso”, pues algunas de ellas pa­re­cían responder a deseos fantasiosos como poder ob­ser­var lo que ocurría en otros países, o a través del Me­di­te­rrá­neo, en el mismo instante en que sucedía, o escuchar conversaciones o mirar escenas ocultas detrás de mu­rallas o paredes, o producir efectos similares a los pro­vocados por los espejos ustorios —o “ardientes”— diseñados por Arquí­me­des para defender Siracusa del asedio de los romanos a fines del siglo III a.C.

Pero todo esto sólo contempla una cara del poliedro que era el mundo del siglo xvi. Otra más era lo que, modu­lado por la tradición, actuaba como freno para los cambios en la cosmovisión escolástica, espacio de fusión de la cris­tia­na y la aristotélica.

Ver y ¿creer?

Galileo parecía haber irrumpido de manera espléndida en la arena de la filosofía natural. Sin embargo la fortuna de los descubrimientos galileanos dependía de que se acep­ta­ra como válido que el perspicillum bá­si­camente agran­da­ba imágenes, ha­cien­do que lo lejano pareciera más cercano y, por consiguiente, con mayor definición en sus detalles. Para mala for­tu­na de Galileo la validación del perspicillum como instru­mento óptico confiable, es de­cir, como trans­mi­sor de imá­genes que res­petaba la forma —el “aspecto”— de los ob­je­tos situados del otro lado del tubo que sostenía las len­tes, no se dio tan fácilmente como, mirando en re­tros­pec­ti­va y de manera un tanto anacrónica, uno pensaría que pudo haber ocurrido.

Ya el manejo mismo de los sentidos para recoger la in­for­ma­ción de los instrumentos familiares acarreaba in­cer­tidumbres. Montaigne advierte que “nada nos llega excep­to lo que ha sido alterado por nuestros sentidos […] cuando la brújula, la escuadra y el compás son defectuosos, todos los cálculos realizados gracias a ellos dan resultados que se ale­jan de lo verdadero, y todas las construcciones que se han erigido gracias a sus mediciones están cerca de co­lap­sar­se […] La falta de seguridad en lo que nos aportan los sen­ti­dos nos conduce a preguntarnos quién sería un juez ade­cua­do para estimar la presencia de errores […] un juez an­ciano no podría juzgar la validez de las sensaciones que registra como la persona anciana que es, y lo mis­mo su­ce­de­ría con la persona joven que juzga lo que sus sentidos recogen […] para hacerlo haría falta una persona ajena a es­tas cualidades, y esto significaría apelar a un juez que nun­ca ha existido”.

Esta desconfianza se transmitía inevitablemente a un ins­tru­mento que, más que nada, parecía encarnar la de­sa­zón que provocaba la “oscura fisiología de la naturaleza”, como se refería Descartes a lo aún descono­ci­do. Y por ello es fácil comprender que en ese en­ton­ces el sentido común acon­se­ja­ra tener una ma­yor prudencia al deducir he­chos a par­tir de los avistamientos con el ins­tru­men­to ga­lileano u holandés, ­como mu­chos tam­bién lo conocían. Alguna sen­sa­tez mostra­ba un ban­que­ro de Ausburgo que por ese tiem­po afir­mó que “acep­tar una creen­cia con len­ti­tud constituye la fibra de la razón”.

El principal motivo para usar con cautela el perspicillum, además de que las conclusiones extraídas con su ayu­da violentaban varios supuestos de la filosofía aristo­té­li­ca y algunos pasajes bíblicos relativos al Sol y a los demás astros, era que este ins­tru­mento poseía una natura­le­za del todo novedosa. Has­ta entonces los instrumentos utilizados en astronomía formaban parte de una antigua y rica tra­di­ción de índole geo­mé­tri­ca que incluía el uso de artefactos como el bá­cu­­lo de Jacobo, el compás, el astrolabio, el cua­dran­te, entre otros. Todos ellos fun­cio­naban de acuerdo con principios y reglas plenamente justificados y lo que ha­cían era, según el caso, medir ángulos, tiempos, posi­cio­nes estelares, dis­tan­cias, etcétera. Sin embargo, el instru­men­to que utili­za­ba Galileo para obtener la información que justifi­ca­ba sus revolucionarias revelaciones era a su vez algo del todo no­ve­do­so en el universo de los instru­men­tos: el aco­mo­do de lentes en un tubo producía infor­ma­ción acerca de la natu­raleza celeste que de otra ma­ne­ra no estaba dis­ponible.

Todo lo anterior resultaba impactante: lo que nos ofre­cía el perpicillum eran imágenes cuya correspondencia con la realidad era aceptable —quedaba certificada— aquí en la Tierra, pero ¿quién podía asegurar su validez al apun­tar hacia objetos en los cielos, alojados en regiones nunca dis­po­ni­bles para los demás sentidos y por ende ajenas a todo tipo de comprobación directa? Al esta­blecer los “nue­vos he­chos” el perspicillum se con­vertía en mediador entre ob­je­to y ob­ser­va­dor y, como se dijo, el problema radicaba en que se desconocía por completo la ma­ne­ra como se esta­ble­cía la “mediación”. Esto, para cualquier filósofo natural con algo de escrúpulos en el si­glo xvi, era a todas luces mo­ti­vo de des­con­fianza.
Después de la publicación del Si­de­reus hubo reacciones casi de in­mediato, al­gu­nas guiadas por la curiosidad, otras por el azoro, las más plantea­ban dudas y, en el ex­tre­mo, unas que manifestaban com­ple­ta in­cre­dulidad. Esta úl­ti­ma posibilidad re­sul­ta muy interesante e invita a re­fle­xio­nar sobre la forma co­mo se expresaba: algunos fran­ca­men­te se rehusaron a mirar a través del oc­chiale jus­tifican­do su rechazo al decir que los planetas que se­gún Ga­lileo gi­ra­ban en torno de Júpiter no podrían ser vistos —y en­ton­ces para qué per­der el tiempo intentando ob­ser­var­los— simplemente porque no existían. Un astró­nomo flo­ren­ti­no argumentó que es­tos sa­té­lites eran “invisibles a simple vis­ta y por lo tanto no tendrían utilidad al­gu­na y por ello no existen”.

Entre los que se negaron a ver a través del tubo de Ga­li­leo el más recordado es tal vez Cesare Cremonini, tanto por su amistad con Galileo como por ser consi­de­ra­do el más importante filósofo aristo­té­lico de su tiempo, “la Lu­cer­na entre los intérpretes de los griegos”. La historia ha sido muy dura con él y todo por mantenerse fiel a las pa­la­bras que nos legó en su testamento: “A la filosofía me con­sa­gré, en ella todo fui”. Tal vez colocándose en su si­tua­ción podría entenderse me­jor su decisión: vayamos a Copérnico, quien pedía de los astrónomos algo más que hi­­pó­te­sis ad hoc para “salvar las apariencias”, requiriendo que en sus explicaciones hu­bie­ra concordancia con los prin­­ci­pios de la naturaleza. Algo análogo hacía Cremonini al re­cla­mar seriedad en las afirmaciones que se hacían res­pec­to de la naturaleza y que en este caso incluía la vi­sión aristotélica acerca de los elementos. Por ello, si se ha­cía caso a Galileo, al ser otra Tie­rra, ¿no debería haber caí­do la Luna sobre ésta, el ho­gar de la humanidad desde tiempos inmemoriables? Por no ser éste el caso, ergo, la Luna no po­dría ser como la Tie­rra, y cualquier cosa que lle­vara a pen­­sar que no era así, aun cuando fuera visto con el pers­pi­ci­llum, debería ser un engaño, una falacia.

Desde nuestra perspectiva es obvio que Cremonini es­ta­ba en un error, y éste se originaba en sostener como vá­li­das las nociones aristotélicas de lugar natural y mo­vi­mien­to. Pero ¿quién en su época sabía, con razones y expe­rien­cias, cuáles eran las leyes correctas del comporta­mien­to de los cuerpos, fueran “ligeros” o “pesados”? Dar pasos en la dirección correcta requería, en ese momento, dejar de creer en muchas cosas e iniciar la construcción de un nue­vo edificio filosófico sobre nuevos cimientos. Pero vol­va­mos a los meses inmediatos a la publicación del Si­dereus.

El reclamo de los filósofos naturales

La imaginación de los críticos de Galileo sorprende. Los más agresivos lo acusaban de haber “plantado” los planetas en las lentes, o que éstos eran ilusiones producidas por “con­densaciones” en el tubo. Otros bus­ca­ban explicacio­nes que mantuvieran la vigencia de las concepciones tra­di­cio­na­les y, por ejemplo, en el caso de la Luna aceptaban que hubiera montañas y valles sobre su superficie, pero aña­dían que ha­bía una cubierta transparente —y por en­de in­vi­si­ble— que cubría a las mon­ta­ñas y toda su superficie, por lo que se man­te­nía la pu­re­za asociada a la perfección esférica de la Luna.

Pero lo que realmente resultó preo­cu­pante para Galileo en esta primera eta­pa de difusión o propaganda de sus descu­bri­mientos —entre marzo y el verano de 1610— es que hubo quienes intentaron hur­gar en los cielos para confirmar la pre­sencia de los portentos anun­ciados por Ga­li­leo y fra­ca­sa­ron en su intento. Tal vez el caso más sonado es el que relata Martin Horky en una carta a Kepler. Re­sulta que en abril, de camino a Flo­ren­cia, Galileo se detuvo en Bo­lo­nia para mostrar sus recientes descubrimientos al en­ton­ces afamado astrónomo Giovanni Antonio Magini y a al­gu­nos distin­gui­dos académicos que éste reunió con el pro­pó­si­to de que participaran en tan gran aconteci­mien­to. Ga­li­leo in­ten­tó ilustrar el uso y uti­li­dad del pers­pi­ci­llum mostrando de­ta­lles de al­gu­nas cons­telaciones y de los saté­li­tes de Júpiter. La velada resultó un fra­ca­so pues ni Magini ni sus in­vi­ta­dos lograron ver nada, a pesar de que apa­ren­te­men­te Galileo sí logró ha­­cer­lo pues así lo cons­ta­tó en su li­breta de trabajo donde re­por­tó lo acon­tecido aquella noche. Lo que pesa en contra de Galileo es que ca­si todo lo que se co­no­ce de dicho encuentro es por el re­la­to de Hor­ky, que ofrece una ima­gen nefasta de Galileo calificándolo de ser “un embustero, gotoso y sifi­lí­ti­co” —haciendo tal vez referencia a rasgos de ca­rác­ter que la épo­ca vinculaba con estos pa­de­ci­mien­tos— que in­ten­tó ha­cer­los víctimas de un fraude, y que tan avergonzado es­ta­ba por su fracaso que al día siguiente casi “huyó” de casa de su anfitrión sin si­quie­ra despedirse.

Seis semanas después de este patético encuentro Hor­ky imprimió una especie de gaceta —Una breve escara­mu­za con “El Mensajero Celeste”— en la que ata­ca­ba la validez de las afirmaciones de Galileo, quien se­gún decía “les ha ven­dido a todos los astrónomos una ficción al decirles que ha observado los nuevos planetas [las lunas jovianas] se­pa­rados de Júpiter por tantos grados y minutos [consta­tar­lo] me fue imposible dado que las len­tes no bastan para ob­ser­var detalles que dependan de esos grados [sic] y mi­nu­tos”; señala que la causa de estos erro­res de Galileo ra­dica en que “estamos en Italia, donde las altas montañas cer­ca de Padua provocan refracciones [imá­ge­nes] del Sol, de la Luna y de otros planetas [y] es­ta­mos cerca del Mar Adriá­ti­co don­de aparecen exhalaciones en forma de den­sos vapores, lo cual provoca mayores re­frac­cio­nes”. En otro pasaje des­cri­be lo que hasta entonces era aceptable: “So­bre la Tierra fun­cio­na maravillosamente […] pero di­ri­gi­do hacia los cie­los produce engaños, como que las es­tre­llas fijas se vean do­bles”. Pero he aquí la esen­cia del problema: ¿Cómo re­fu­tar su afirmación dado que para todo aque­llo situado en los cielos no había manera de compro­bar empíricamente la validez de lo que el perspi­ci­llum mos­traba?

En los terrenos de la filosofía natural establecida no ha­bía una vía aparente para responder. Para hacerlo hu­bie­ra sido necesario cambiar las bases metodológicas de lo que se consideraba conocimiento, es decir, scientia. Lo­grar­lo im­­pli­­có varias etapas que sólo a poste­rio­ri parecen ade­cua­das, pero en su momento no habían sido aún imaginadas o reconocidas co­mo ligadas con un acuerdo social que die­ra co­mo resultado un enfoque de análisis de la rea­li­dad que se considerara válido como pro­duc­tor o sancionador del co­no­cimiento. En tér­mi­nos de lo que importaba para el uso del pres­picillum la cuestión era que el simple acto de ver ca­re­cía de simpleza o inocencia. Si se recu­rre al Sidereus encuentra uno la candorosa afir­ma­ción de que “uno puede aprender con toda la certeza que aporta la evidencia sen­so­rial”. Y la cuestión se vuelve a plantear: “¿Qué tanta cer­te­za aporta la evidencia sensorial?”.

Muchos de los que participaron o siguieron es­tos de­ba­tes no parecían tener mucha cla­ri­dad al respecto. El mis­mo Horky es un ejem­plo de ello: a los pocos días de la im­­pre­­sión de La Breve Escara­mu­za fue despedido de casa de su maestro, posible­men­te por haberse pro­pa­sa­do en sus acu­saciones con­tra Galileo. Hor­ky se mudó a casa de Bal­dessar Capra, vie­jo ene­­mi­go de Galileo, no sin antes sustraer de casa de Ma­gi­ni varios libros cuyo tema era la fabricación y uso de espejos. Si a esto agregamos que a es­pal­das de Ga­li­leo hizo moldes en cera de las lentes del perspicillum que Ga­li­leo por­tó a Bolonia, es claro que a pe­sar de sus afir­­ma­ciones en contra, en rea­li­dad sí era consciente de la uti­li­dad del tubo para mirar las estrellas o por lo menos le con­ce­día alguna posibilidad de aportar datos confiables. Lo que para entonces no sabía era cómo sucedía que el arre­glo de lentes y tubo daba lugar a las imágenes observadas por quien se atreviera a mirar, con mente abierta, lo que se encontraba detrás del instrumento.

En astronomía, parte de la confianza que ya al­gu­nos de­positaban en las observaciones dependía de la calidad del instrumento utilizado y de la agu­de­za visual del observador. El perspicillum, al proporcio­nar elementos visuales ocul­tos introducía incertidum­bres o cuestionamientos no sólo acerca de la evidencia que reportaban los sentidos, sino también acerca de la par­ti­ci­pación de la mente. Aun si se aceptaban como con­fia­bles las imágines recogidas me­dian­te el instrumento en cuestión, quedaba por dilucidar pri­me­ro en qué consistían los cambios que producía, y lue­go los expertos en óp­ti­ca que explicaran cómo se llevaban a cabo dichos cam­bios. Todo esto tenía como propósito ele­gir entre dos al­ter­na­ti­vas que se podrían presentar así: el pers­picillum mostraba lo que a simple vista “no estaba allí”. Pero al ser di­ri­gi­do hacia las estrellas, el perspicillum reve­la­ba objetos que contradecían lo que de otra manera “es­ta­ba allí”. El con­flic­to se hacía manifiesto.

Hasta antes de 1609 la evidencia de los sentidos había bastado para elaborar un cosmos geocéntrico en el que to­dos los astros se movían siguiendo círculos acomodados de forma conveniente y de manera que los desplaza­mien­tos se realizaban con velocidad uniforme. Platón, Eu­do­xo, Aris­tó­teles, Ptolomeo y todos los que resultaron herederos de las civilizaciones griega y romana los siguieron, eso sí, lle­vando a cabo los ajustes necesarios que “salvaban las apariencias”.

Al apuntar hacia los cielos, y por lo tanto sin expe­rien­cias previas al respecto, los observadores carecían de ele­men­tos de comparación o de contraste y no había manera de que supieran qué era lo que estaban mirando. Para es­ta­blecer un mayor grado de confianza en la concor­dan­cia con la realidad de lo observado, aprovechando una cena ofre­ci­da en su honor por Federico Cesi —el 14 de abril de 1611—, Galileo mostró en plena luz del día, desde la Vi­lla Me­di­ci, levantada sobre el Pincio, una de las colinas de Ro­ma, la inscripción cincelada sobre la entrada de la igle­sia de San Juan de Letrán, a unos tres kilómetros de dis­tan­cia: Six­tus/Pontifex Maximus/Anno primo. Todos sabían que la ins­crip­ción existía y lo que decía, de ahí que al verla a tra­vés del ins­trumento hubo plena seguridad de que el pers­pi­cillum entregaba al ojo una porción de la realidad situada del otro lado del tubo.

Más tarde, caída la noche, Galileo mostró a los mismos observadores los satélites de Júpiter. Al hacerlo establecía un hecho o por lo menos lo que sostenía como cierto: un ins­tru­mento que de lo terrenal ofrece imágenes fieles a la realidad, con toda seguridad hará lo mismo con las imá­ge­nes reco­gidas de los cielos. Con todo, Galileo sabía que esto no bastaba, es decir, una experiencia no sería suficiente para establecer la confianza en su instrumento. Sólo a tra­vés de observaciones repetidas una y otra vez, con con­­fir­ma­cio­nes independientes, podría irse construyendo una nue­va cien­cia que otorgara un grado mayor de acep­ta­ción a la in­formación sensorial modulada por la razón. Y en gran me­di­da éste fue uno de los derroteros que siguió el teles­co­pio para ganar aceptabilidad entre la co­mu­nidad de los sabios.

A todas luces esto no era suficiente, pues sabemos que el entramado que sostiene el edificio de la verdad cientí­­fi­­ca debe tener varias vertientes. Así ocurrió en este caso y resulta que las columnas que vinieron a apuntalar la nue­va epistemología basada en lentes y tubos que fijaban a las primeras, fueron cinceladas por quienes se ocuparon de es­tablecer el comportamiento de las trayectorias de los ra­yos luminosos que atravesaban lentes, gracias a lo cual se ex­pli­ca­ría la formación de imágenes y en particular su mag­ni­fi­ca­ción. Kepler con su Dioptrice (1610) y Descartes con la Dioptrique (1637) serían los principales y más con­no­ta­dos contribuyentes a este esfuerzo.
 
El otro apoyo para el inusual instrumento vendría del uso imaginativo de la retórica y en particular de la litera­tu­ra que encontraba en el perspicillum un tema novedoso y pro­cli­ve a ser utilizado en fantasías que encantaran a los lec­to­res. ¿Y cómo no iba a ser de esta manera si, como lo hizo explícito Thomas Seggett, el occhiale habilitaba a los mor­ta­les para contemplar lo que hasta entonces se diría es­ta­ba reservado para los dioses? De ser cierto, el hombre ha­bría subido otro peldaño hacia la verdad suprema, algo que parecería ser la ruta marcada por Pico della Miran­do­la en su Oración por la dignidad del hombre, escrita más de un siglo antes. En oposición a esto había quienes albergaban dudas de carácter ético-religioso sobre el derecho que asis­tía al hombre para acercarse a las estrellas, así fuera sólo con la mirada. Sobre esto escribe en 1611 Joseph Glanvill en The Vanity of Dogmatizing, al referir que “Adán no tenía necesidad de usar anteojos. La agudeza de su óptica na­tu­ral [si algún crédito se le puede otorgar a la conjetura] mos­tró mucho de la magnificencia de los cielos […] sin utilizar el tubo de Galileo […] y es muy probable que sus ojos pu­die­ran alcanzar lo mismo del mundo superior que no­so­tros que contamos con las ventajas del arte. Pudiera ser que le pareciera tan absurdo, bajo el juicio de sus sentidos, que el Sol y las Estrellas fueran mucho menos que este Glo­bo, como ahora parece lo contrario […] y pudiera ser que tu­vie­ra una percepción tan clara de los movi­mien­tos de la Tie­rra como la que nosotros pensamos que tenemos de su quietud”.

El problema planteado era si se valía que la huma­ni­dad se atreviera a buscar la recuperación de lo que Dios le ha­bía ocultado a raíz de la ex­pul­sión de Adán y Eva del Pa­raí­so, una nueva actitud en el siglo xvii parecía apun­tar a que la benevo­len­cia di­vi­na estaría borrando al­gu­nas de las con­se­cuen­cias del pecado original, y lo es­ta­ba haciendo al permitir la aparición del —ya para en­ton­ces bautizado— te­les­co­pio, que según P. Borel en su De vero telescopii inventore de 1656, “abría nuestras ­men­tes, hasta entonces oscurecidas por el pecado”. Pero esta “apertura” se daba a casi cuatro décadas de la aparición del Mensaje galileano.

Críticas metafísicas y por analogía

Los descubrimientos anunciados en el Sidereus fueron pues­tos en duda casi tan pronto como empezaron a ser di­fundidos entre las comunidades europeas, primero en­tre las más doctas y más tarde entre quienes se reunían en ban­que­tes, tabernas y, llegado el momento, entre quie­nes escuchaban las palabras que con obvios tintes con­de­nato­rios eran lanzadas desde los púlpitos de algunas ­igle­sias.

Como vino a ser costumbre en la época, las críticas pron­to alcanzaron el formato de la letra impresa; un buen ejem­plo de ello lo constituyó la Dianoia astronómica, óp­ti­ca, física de 1611, ensayo de Francesco Sizzi, florentino de na­ci­mien­to. Entre los argumentos que esgrime está uno que se podría calificar de metafísico —no en el sentido aris­totélico sino en el de recurrir a elementos no empíricos— pues remite al significado simbólico que el Medievo atribuía a los números y a la supuesta intervención divina para dotarlos de propiedades que se reflejaban en los objetos y procesos terrestres. En particular, sostenía Sizzi, en el mo­mento de la Creación, Dios privilegió al número siete: sie­te eran los días de la semana, siete las cavidades craneales e igualmente el número de brazos del candelabro hebraico. Y como era sabido desde la Antigüedad, “sólo siete fue­ron los planetas creados y colocados en los cielos por Dios, El más Grande”, refiriéndose a los cinco que usualmente eran llamados planetas más el Sol y la Luna. Cabía enton­ces preguntarse cómo sucedía que un matemático de Pa­dua —Galileo— podía desafiar lo establecido por las Santas Es­cri­tu­ras y sostener que existían cuatro estrellas girando en torno de Júpiter, a las que llamaba Mediceas, lle­vando a nue­ve el número de planetas. ¿Tenía plena conciencia de que su afirmación provocaba una fisura en los fundamen­tos de la filosofía natural que desde el siglo III a.c. se sos­te­nía de manera casi monolítica, salvo por su adecuación a los dictados de la Iglesia durante los siglos XII y XIV? ¿Pen­sa­ba que un acto de observación a través de un juego de len­tes que mostraban —aparentemente— algo nunca an­tes visto por la humanidad podía reducir a ruinas el edi­fi­cio del conocimiento que había levantado el “Maestro de aquéllos que saben”? Al respecto Sizzi respondía que “al igual que una casa se sostiene sobre sus cimientos las cien­cias se sostienen sobre sus principios, y si éstos se colapsan es inevitable que, al igual que sucede con una casa, la cien­cia se derrumbe”.
 
A la argumentación de Siz­zi sobre la inamovilidad de los principios filosóficos se sumaba otra que incidía sobre la veracidad de las imá­ge­nes que aportaba el pers­pi­cillum, ya que, según el autor, y más allá de toda duda razonable, es fuente de errores aún por deter­mi­nar. Para comprobar que así sucedía bastaba tomar un “cuerpo óptico esférico” como lo podría ser un recipiente de vidrio lleno de agua y observar a través de él una fuen­te luminosa, una vela o una hoguera en la chimenea.

Como se­ría fácil observar, la imagen contemplada a través del recipiente aparecía deformada y su aspecto cam­biaba si el origen de la imagen o el observador cambiaban, aunque fuera ligeramente, de posición. ¿Qué certi­dumbre se po­dría entonces tener acerca de la existencia de un ob­jeto vis­to a través del telescopio para certificar la co­rres­pon­­­den­cia entre un objeto y su imagen, sobre todo si se con­­si­deraba que lo observado eran objetos tan lejanos como la Luna o el mismo Júpiter?

Con algo de condescendencia, sincera o fingida, Sizzi ofrece a Galileo una salida, sugiriendo que tal vez las no­ti­cias publicadas en el Sidereus Nuncius no eran sino juegos in­ge­niosos elaborados por el matemático de la Universidad de Padua para intentar destruir la credibilidad de no­cio­nes compartidas por todos desde hacía siglos. Para ello uti­li­za­ba esas máquinas productoras de ilusiones que por sus efec­tos ponían “a prueba a las mentes ignorantes”. Des­de esta perspectiva Galileo aparecía menos como un ob­ser­va­dor de la naturaleza y más como un ejecutor de trucos, a la manera de los que presentaba Giambattista della Por­ta en 1558 en su Magia Naturalis, cuyo Libro xvii estaba dedicado a efectos e ilusiones que se podían producir mediante el uso de lentes y espejos. Della Porta, antes de for­mar parte de la prestigiada Accademia dei Lincei —que tuvo en Galileo a su miembro de mayor prestigio, cuyo nombre apunta­ba a sus esfuerzos para contribuir al triunfo de la ver­dad cien­tí­fi­ca sobre la ignorancia—, había sido miembro de la Acca­demia Secretorum Naturae cuyo nombre la ha­cía sospecho­sa de ocuparse de cuestiones vinculadas con lo “oculto”, con la hechicería y la necromancia.

Por su parte, la seguridad que tenía Galileo en la vera­ci­dad de las imágenes que contemplaba a través de su ins­trumento —la cual aumentaba en la medida que su des­tre­za para lograr mejores lentes y por ende aumentar y afi­nar las imágenes que recolectaba—, le llevaron a no ce­jar en su empeño por mostrar urbi et orbi las virtudes del canno­chia­le —otro nombre con el que se refería a su arti­lu­gio— y a buscar las justificaciones pertinentes acerca de su fun­cio­na­mien­to, en particular en lo que se refería a téc­ni­cas de observación y de medición. Mejoró las primeras me­­dian­te el uso de una base donde fijar el tubo con las len­tes; mien­tras de las segundas, vinculadas con el problema más ge­ne­ral de la medición en las disciplinas que se ocu­pa­ban de la naturaleza, se ocupa en su Discurso sobre los cuerpos flo­tan­tes, de 1612, donde le confiere supremacía a las tesis ar­qui­medianas en detrimento de las aristotélicas, tan apre­cia­das por los filósofos naturales que hasta enton­ces de­ten­ta­ban el poder en los círculos académicos ita­lia­nos. En ese Discurso se proponía algo que a cualquie­ra de sus lectores le parecería inal­can­za­ble: realizar observaciones de Jú­pi­ter y de sus satélites y lograr mediciones de sus posicio­nes con un error “muy inferior a pocos segundos de arco”. Si esto fuera posible, bien lo sabía Galileo, le permitiría re­sol­ver el problema del cálculo de la longitud geográfica de un barco en alta­mar, uno de los problemas prácticos más im­por­tan­tes de la época.

El “ojo artificial” y el “telescopio natural”

Otro movimiento o estrategia crucial para promover la acep­ta­ción del telescopio como instrumento que generaba imágenes confiables fue vincularlo estrecha­men­te con el ojo, al grado de acuñar la noción de “ojo artificial”. A ello con­tri­buyó Kepler en 1610 al enfatizar que lo único que hacía el telescopio era agrandar los límites de la visión hu­ma­na mediante un reforzamiento del ojo, al estilo de los an­te­ojos, ya bastante populares entre las élites europeas como consecuencia de las necesidades de mejor agudeza vi­sual generadas por la proliferación de libros a partir de la in­ven­ción de la imprenta de Gutenberg.

Dentro de esta corriente de legitimización epistemoló­gi­ca del telescopio también se puede traer a colación un tra­ta­do español acerca de la teoría y graduación de los an­teo­jos —Uso de los antojos (sic), publicado en 1623— de Be­ni­to Daza de Valdés. En este pequeño tratado se afirma que los anteojos funcionan a “imitación y semejanza” de lo que ocurre entre los que se ven afligidos por una in­ca­pa­cidad para ver bien de lejos o de cerca. El “arte”, nos dice, logra con las lentes convexas una imitación perfecta de la cor­te­dad de visión y explica que lo que sucede a quienes no logran ver objetos lejanos con claridad es equivalente a que sus ojos estuvieran equipados internamente con len­tes convexas. Lo relevante del argumento de Daza es que con­cep­tua­liza el comportamiento óptico de las lentes en tér­mi­nos de visión y lo presenta como si esto no fuera algo nuevo sino una noción que por lo menos flotaba en los cír­culos de quienes trabajaban con lentes y telescopios. Dado que para entender estas cuestiones, “uno debe haber estudiado matemáticas”, se recu­rre al ojo como referente ana­ló­gi­­co para hablar de lentes y sus efectos.

Siguiendo patrones se­me­jan­tes de argumentación, Chris­topher Scheiner, afamado astrónomo jesuita, dedica el se­gun­do libro de su Rosa Ursina, en 1637, a los fundamen­tos ópticos del telescopio, además de en­fa­tizar la “afinidad y dependencia mu­tua del ojo con el ‘tubo’ —otro nom­bre usual en los primeros años— y del ‘tubo’ con el ojo”, recurre a la fórmula de que “el ojo es un teles­copio natural y el teles­copio un ojo artificial”. Y agrega que tan ligados podían estar ojo y telescopio, que entre ellos existe una har­mo­nia, y la unión entre ambos durante el acto de obser­va­ción es una especie de cópula o “unión íntima”.
 
Una consecuencia de estas especulaciones, en las que el plano retórico se llevaba la palma, fue que el telescopio vino a ser conceptualizado en términos del funciona­­miento del ojo, en tanto que era visto como una prolongación, re­fuerzo o complemento de éste, pero no podía ser en­ten­­dido como un instrumento que funcionara de manera inde­­pen­dien­te del órgano visual. Al concebirlo como una prótesis que perfeccionaba la visión humana, la atención se cen­tra­ba en la continuidad entre el objeto que se per­ci­bía y su ima­gen en la mente, con el telescopio y el ojo como ele­men­tos intermedios. De ahí la confianza en la co­rres­­pon­den­cia fiel entre el objeto y su percepción por el sujeto. Así, el peso que desde finales del siglo xv se le con­cedía al ojo como instrumento de conocimiento, resultado de un des­pla­zamiento epistemológico hacia lo natural y su evi­den­cia, le fue transmitida al telescopio mediante la ana­lo­gía y la concordancia, cuando era factible comprobarlas, entre el objeto y su imagen a través del telescopio. Así, el otro­ra “tubo” de Galileo se vio investido con la seriedad y rele­van­cia otorgada al ojo por ser el principal de los senti­dos que el Creador había conferido a la humanidad para que se con­du­je­ra hacia su destino manifiesto: entender el mundo.

“Veo grandes y muy admirables maravillas”

“Veo grandes y muy admirables maravillas propuestas a los fi­ló­so­fos y astrónomos y, si no me equi­­vo­­co, a mí también; veo que to­dos los aman­tes de la verdadera fi­losofía son in­vi­tados a em­pren­der la contemplación de grandes co­sas”. Así describía Kepler la emo­ción que le producía vivir en esa épo­ca de cambios y de la que él mis­­mo era un actor y no mero tes­ti­go. Por ello invitaba a Galileo a que mos­tra­ra más audacia y se su­ma­ra, abier­tamente, al todavía pe­que­ño gru­po de los copernicanos, “esperando ar­dien­temente que ésta mi carta te sir­­va […] para pro­ce­der con el apoyo de un par­ti­da­rio en contra de los atra­bi­lia­rios enemigos de las nove­da­des, a quienes se les antoja increíble, pro­fano y nefando cuanto des­co­no­­cen y cuan­to excede los límites acostum­brados de las minucias aristotélicas”.

Había otros más descubriendo “maravillas”, aunque és­tas apuntaran en otra dirección o no fueran tan claras en el contexto que se situaban. Ahí estaban los jesuitas que pre­su­mían de tener un “espejo para mirar a las es­tre­llas [spe­culum constellatum] y con el cual el rey podía mirar cla­ra­men­te lo que su Majestad deseaba conocer […] y no ha­bía nada tan secreto ni nada que se dijera en la pri­va­cía de otros Monarcas que no pudiera ser visto o des­cu­bier­to por medio de esta celestial, o me­jor dicho, diabó­li­ca lente”. Y también te­nían acceso, se decía, a aquello que ocu­rría bajo la cubierta protectora de paredes, mura­llas o cual­quier cosa que impidiera la vi­sión directa o la escucha de con­ver­sa­cio­nes. Faltos de los conocimientos adecuados, ha­cían pasar como un hecho lo que en nuestros días sólo po­dría ser calificado, de exis­tir, como un acto de magia.

Y acto de magia parecía también entrever lo nunca an­tes visto y por ello no saber qué hacer de aquello. Cuan­do ya se pensaba que las estrellas habían revelado sus se­cre­tos, ahí estaba otra vez Galileo para sentar el ejemplo, aho­ra con relación a Saturno: Galileo lo estudió con su ins­tru­mento y le pareció que estaba compuesto por tres cuer­pos “en contacto” —tres estrellas alineadas, muy cercanas una de la otra, y la central notoria­men­te más grandes que las otras—, pero dos años más tar­de, al concentrar una vez más su atención en dicho objeto, lo en­contró en so­li­tario. “¿Es que Sa­turno ha devorado —como so­lía ha­cer­lo el dios mitológico— a sus pro­pios hijos [o] ¿fue, en efecto, una ilu­sión con la que las lentes me han engañado todo este tiem­po?”. Que a fin de cuentas, años des­pués, ocurriera que Saturno po­seía un anillo que lo envolvía, lo cual lo hace úni­co entre los demás pla­ne­tas, era algo en cierta medida tan im­pac­tan­te como los primeros des­cu­brimientos, reco­gidos en el Sidereus Nuncius. Y lo mismo ocu­rrió poco an­tes, cuando se dio cuenta de que había unas manchas so­bre el Sol y cuyos desplaza­mien­tos cons­tituían eviden­cia de la rotación sobre sí misma de la gran lu­mi­naria, lo que venía a cons­tatar que aún exis­tían ob­je­tos o fenó­menos por descubrir, que ampliarían los hori­zon­tes de la Nueva Filosofía.

En 1658 el gran arquitecto inglés Christopher Wren con­sideró que cuando Galileo dirigió hacia los cielos el te­les­co­pio —ya para entonces este instrumento había sido re­bautizado con dicho nombre en una reunión que tuvo lu­­gar en 1611 en el palacio de Francesco Cesi—, segura­men­te sintió que “todos los misterios celestes le habían sido re­ve­lados de inmediato. [Y que] los que vinieron después de él no pueden sino mostrar envidia pues creen que difícil­men­te se puede concebir que hubiera algo más a la espera de ser ubicado en los cielos y que resultara de la misma enverga­dura que lo presentado en el Sidereus de 1610”.

Conclusión

Galileo mismo había mostrado el camino a se­guir, y éste con­sistía en dejar de lado los libros de los antiguos, dado que “el hombre nunca se convertirá en filósofo ocupán­­do­se de los textos de otro hombre”. La experiencia y el aná­li­sis matemático, aunados a los principios físicos so­bre el comportamiento de los rayos lumino­sos y la con­cordancia con lo visto a través de las len­tes, hicieron del telescopio el gran instru­men­to que abrió nuevos mundos a la ciencia. Tan grande fue su impacto que se constituiría en uno de los pilares de la “nueva ciencia”, y por tanto de la filo­so­fía natural. Su nue­vo objeto, lo que sería “propio de la fi­lo­so­fía […] sería el gran libro de la naturaleza”. Y lo que ésta ofrecía eran las evi­den­cias que captan los sentidos.

 
Poco antes, pero en Inglaterra, William Harvey —mé­di­­co del Rey y descubridor de las rutas que sigue la sangre en el cuerpo humano— declaraba que “aprendía y ense­ña­ba anatomía, no a partir de los libros sino de las disec­cio­nes, no desde las cátedras de los filósofos sino a partir de la ‘fábrica’ de la naturaleza”. Este credo sería el faro que en­cau­saría los proyectos y afanes de la Royal Society, y para recor­dár­selo a todos quedó eternizado en el escudo de armas de dicha sociedad: Nu­llius in verba, “[tomar como verda­de­ra] la palabra de nadie”. Ga­li­leo no po­dría haber estado más de acuer­do con ello.
 
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Referencias bibliográficas

Galileo 1610 Sidereus Nuncius or The Sidereal Messenger. Traducción e introducción de Albert Van Helden. The University of Chicago Press. Chicago, 1989.
Malet, Antoni. 2005. “Early Conceptualizations of the Telescope as an Optical Instrument”, en Early Science and Medicine, vol. x, núm. 2.
Naess, Atle. 2005. Galileo Galilei. When the World Stood Still. Springer, Berlín.
Reeves, Eileen. 2008. Galileo’s Glassworks. Harvard University Press. Cambridge.
     
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J. Rafael Martínez Enríquez
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Obtuvo la licenciatura de física en la Facultad de Ciencias, unam, el master in Philosophy por The Open University, Inglaterra. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias, unam, ha realizado estancias en Italia, Francia y España. Sus áreas de interés son la historia de las matemáticas, la filosofía natural y las relaciones entre las ciencias y las artes, desde la antigüedad hasta el Renacimiento.
 
como citar este artículo
Martínez Enríquez, J. Rafael. (2009). Del otro lado del occhiale galileano..¿verdades o quimeras? Ciencias 95, julio-septiembre, 4-17. [En línea]
     

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