![]() ![]() La materia entre las estrellas
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Silvia Torres
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Las estrellas son objetos relativamente pequeños, situados a enormes distancias unos de otros. Para hacer una comparación simple, si pensamos que el Sol fuera del tamaño de la cabeza de un alfiler (de un milímetro de radio), su vecina más próxima estaría a la distancia de 64 kilómetros o lo que es apenas un poco menor a la distancia entre la ciudad de México y Cuernavaca. Podemos pensar que el espacio entre las estrellas esta vacío, pero en realidad no es así, hay pequeñísimas cantidades de gas (mayoritariamente hidrógeno) y algunas partículas sólidas menudas, como pequeños granos de arena. Comparando con los ejemplos que conocemos, el espacio entre las estrellas se encuentra en condiciones más extremas que el más alto vacío que se puede lograr en los laboratorios terrestres. Sin embargo, son tan vastos los volúmenes que hay entre las estrellas que se puede afirmar que existe una cantidad considerable de materia en estos espacios. El estudio de la materia interestelar se inició mucho después del de las estrellas. Hace relativamente pocos años que se ha entendido que algunos fenómenos observados se deben a este material tenue. Solamente se conocía la materia que se encuentra cerca de las estrellas calientes, las cuales la encienden e iluminan. También se sabía que hay una gran zona oscura en el cielo dividiendo la banda de luz denominada Vía Láctea; sin embargo, fue hasta 1930 cuando se descubrió que esta zona oscura correspondía a nubes densas con partículas de polvo que impiden el paso de la luz de las estrellas que hay detrás. También hay pequeñas zonas oscuras que se pueden apreciar por el contraste con el fondo brillante de las estrellas, las cuales no corresponden a la ausencia de estrellas, sino que se explican por la presencia de nubes densas de gas y polvo que ocultan lo que se encuentra más allá de ellas. Con el desarrollo de los radiotelescopios, de los telescopios infrarrojos y de los telescopios que se han puesto en órbita en satélites artificiales, ahora se observan los gases y el polvo en las distintas condiciones físicas en que se encuentra.
Las primeras nebulosas brillantes fueron observadas desde que se empezó a usar el telescopio. En 1656, Christiaan Huygens dibujó un mapa de la Nebulosa de Orión, una de las más brillantes en el cielo, pero las primeras nebulosas se catalogaron formalmente hasta 1769, cuando Charles Messier, buscando cometas, preparó una lista de objetos difusos en el cielo con el fin de no confundirlos con aquellos. Su lista final contenía 110 objetos difusos en el cielo, y entre ellos se encuentran varios gaseosos: nubes calientes que rodean estrellas jóvenes como la Nebulosa de Orión, que por estar en el lugar 42 de esa lista también se llama M42; nebulosas planetarias, que son nubes de gas brillantes ubicadas alrededor de estrellas calientes en sus fases finales de evolución, como M27, llamada la Nebulosa de la Mancuerna; e incluso un remanente de la explosión de supernova, como M1, también denominada la Nebulosa del Cangrejo. A fines del siglo xix la posibilidad de tomar fotografías de zonas del cielo puso de manifiesto la presencia de nebulosas oscuras que se pueden observar por el contraste con el fondo brillante del cielo.
En 1904, al observar espectroscópicamente la estrella Delta Orionis, por primera vez se conoció la presencia de un gas interestelar generalizado sobre el disco galáctico. Esta estrella es una de las tres que forman el llamado “cinturón de Orión”, que en realidad no es una estrella aislada sino un sistema binario —de dos estrellas. En algunos sistemas binarios cercanos, donde no se distinguen las dos componentes que lo conforman, en sus espectros se pueden observar los acercamientos y alejamientos periódicos de ambas estrellas, por el corrimiento Doppler. Delta Orionis tiene un periodo de 5.7 días que se manifiesta en todas las líneas de absorción, pero al estudiar la línea de absorción de calcio ionizado, que se encuentra a 393.4 nanómetros de longitud de onda —la cual además de presentar el dedoblamiento periódico correspondiente a los movimientos orbitales de ambas estrellas, muestra la presencia de una línea de absorción adicional que no sufre ningún desplazamiento con el tiempo—, se delató la presencia de gas entre las estrellas; fue la primera indicación de que hay material gaseoso (gas de calcio) entre la estrella doble y nosotros. Actualmente sabemos que son muchas las líneas de absorción producidas por los gases interestelares en diferentes direcciones de la galaxia, las cuales revelan la presencia de muchos elementos químicos en estas nubes tenues, como carbono, sodio, silicio, magnesio, zinc, níquel y hierro, entre otros. En realidad el gas está constituido fundamentalmente de hidrógeno y, en menor proporción, de helio, pero fue la traza de los otros elementos que los acompañan lo que mostró la presencia de las nubes interestelares. También sabemos que gran parte de esta materia está en forma de nubes de densidades bajísimas, difíciles de imaginar, de 10 átomos por centímetro cúbico.
Sabemos que hay gas en condiciones extremas de temperatura, a la más alta como a la menor imaginable, que hay partículas de polvo muy frías, pues están muy alejadas de estrellas brillantes, en las zonas más internas de nubes densas, protegidas de la luz de las estrellas, así como también hay partículas de polvo cercanas a estrellas que son calentadas por éstas, y por lo tanto podríamos decir que se trata de “polvo tibio”.
En general encontramos el gas más frío en las nubes densas, predominantemente en forma de moléculas de hidrógeno; en algunos casos se trata de gas a temperaturas de –260 °C. También en ondas de radio se observan las regiones donde se encuentra el hidrógeno en forma neutra, lo cual corresponde a nubes calientes muy extensas que se encuentran a 350 °C de temperatura, mientras que en zonas cercanas a las estrellas calientes se alcanza temperaturas de hasta 10 000 °C, y mediante telescopios de rayos X se puede observar, en algunas regiones, gas a temperaturas tan altas que superan 10 millones de grados centígrados.
A partir de estas observaciones podemos saber que no solamente existe este material en los distintos ambientes, sino que también podemos medir la temperatura y densidad a que se encuentra, los movimientos del gas, y determinar de qué esta constituido; por lo tanto podemos tratar de entender la relación que guarda el gas con las estrellas que rodea.
Las nubes moleculares
En regiones donde la densidad del medio interestelar es muy alta, la mayor parte de los átomos se combina entre sí para formar moléculas y se les llama nubes moleculares. Ópticamente éstos son objetos totalmente opacos y sin luz debido al polvo que contienen, por lo que son difíciles de observar, pero se les puede ver en proyección sobre un fondo de estrellas o de la nebulosa gaseosa a la que en ocasiones están asociados. Hay lugares en donde están iluminados por la luz de una estrella situada a proximidad. Solamente las observaciones en radio, en ondas milimétricas y en luz infrarroja nos permiten conocer las condiciones de las nubes moleculares.
Estas nubes están constituidas principalmente de hidrógeno molecular, es decir bajo la forma de la molécula h2. Sin embargo esta molécula es simétrica y a las bajas temperaturas en que se encuentra no posee transiciones permitidas en los dominios de radio e infrarrojo que se puedan observar; es decir que el componente más importante de la nube se oculta a nuestros ojos. Por el contrario, hay moléculas asimétricas como el co, que aunque están presentes solamente en una pequeñísima proporción en las nubes moleculares tienen una gran variedad de transiciones de rotación y de vibración, lo que nos permite detectar el gas molecular. En realidad la mayor parte de las nubes moleculares se ha descubierto por investigaciones sistemáticas en la línea de la molécula co a 2.6 milímetros de longitud de onda.
Se desconocen en detalle los procesos de formación de las moléculas interestelares, pues las condiciones en que se encuentran son muy diferentes a las que existen en los laboratorios terrestres. Se supone que la presencia de partículas cargadas de energía relativamente grande (los rayos cósmicos), ionizan en pequeñas cantidades el hidrógeno molecular y el helio. Los iones así formados sirven de punto de partida para la formación de moléculas mayores. Aunque las reacciones químicas son lentas, las nubes moleculares subsisten suficiente tiempo para que moléculas muy complejas, algunas de ellas compuestas hasta de trece átomos, puedan ser sintetizadas. Como el hidrógeno, el carbono, el nitrógeno y el oxígeno son los elementos más abundantes en el Universo (además del helio, que es químicamente inerte) es normal que la mayor parte de las moléculas interestelares sean moléculas formadas precisamente por estos elementos. Actualmente se han detectado cerca de 130 moléculas diferentes, sin contar los compuestos isotópicos de éstas.
Las nubes difusas. Con este nombre se denominan las regiones en donde el hidrógeno está en estado neutro. En general allí coexisten otros elementos que se encuentran ionizados, y que son los que requieren menor energía que el hidrógeno para ionizarse. El gas de hidrógeno neutro es poco espectacular en luz visible, sin embargo, desde 1970 se ha estudiado en gran detalle utilizando principalmente técnicas radioastronómicas y luz ultravioleta.
Las nubes difusas son las componentes mejor conocidas del medio interestelar; son relativamente transparentes a la luz y se manifiestan por las líneas de absorción que se observan en los espectros de las estrellas situadas detrás de estas nubes. En la región de luz visible se pueden observar la absorción de Na, Ca, Ti y algunos radicales moleculares simples (CN, CH y CH+), mientras en la región del ultravioleta lejano hay un número considerable de líneas que delatan la presencia de estas nubes.
En 1951 el descubrimiento de la línea de 21 centímetros de longitud de onda en el radio que emite el hidrógeno atómico mostró que este elemento es el principal constituyente de las nubes difusas, y ha permitido conocer sus características y distribución en la galaxia, concentradas a lo largo de los brazos espirales.
Como hemos mencionado, en todo el espacio interestelar hay partículas sólidas asociadas al gas. En las nubes difusas estos granos están calentados por la radiación de las estrellas y se han observado en el infrarrojo lejano con telescopios especializados a bordo de satélites. El cielo en el infrarrojo lejano está dominado por esta emisión, la cual es irregular y forma estructuras filamentosas que recuerdan las nubes denominadas cirrus en nuestra atmósfera. Los procesos de calentamiento y enfriamiento de las nubes difusas también son bien conocidos. Desde 1972 se sabe que el polvo juega un papel dominante en el calentamiento del gas. La radiación ultravioleta que incide sobre los granos de polvo les arranca electrones, los cuales transportan la energía que les impartió el fotón incidente y mantienen equilibrio térmico con los electrones libres ya presentes en el medio, que también son calentados. Por su parte, las pérdidas de energía que compensan estas ganancias están dominadas por la emisión de una línea de carbono ya ionizado en el infrarrojo lejano, a una longitud de onda de 158 micras.
En los bordes de las nubes moleculares y las de gas ionizado hay regiones de transición, llamadas regiones de fotoionización, las cuales son comunes ya que las estrellas calientes recién formadas a partir de las nubes moleculares ionizan el gas circundante; y aunque pasado un tiempo podrán disipar el gas que las rodea, frecuentemente se encuentran todavía junto a dichas nubes moleculares. Estas regiones se observan por medio de la radiación infrarroja lejana que emiten el carbono, el oxígeno y el hidrógeno, y de algunas moléculas como el co. El polvo calentado por la radiación ultravioleta produce una emisión intensa en el infrarrojo. Las nubes gaseosas
Se trata de las nubes donde el hidrógeno está ionizado por la radiación ultravioleta de estrellas calientes muy cercanas. Estas regiones aparecen en dos tipos de configuraciones: lugares donde las estrellas son de gran masa, jóvenes y están rodeadas todavía por la nube de la cual se formaron (se les llama regiones hii), y lugares en donde recientemente se ha desbaratado una estrella de masa intermedia y la estrella central es caliente, rodeada por el gas que ha arrojado al espacio (nebulosas planetarias). Regiones hii. Son nubes de hidrógeno ionizado iluminadas por estrellas jóvenes y calientes, que se encuentran frecuentemente en sus inmediaciones, lo cual no debe de sorprendernos, ya que las estrellas calientes y masivas, productoras de radiación ultravioleta ionizante, se formaron justamente a partir de estas nubes. Son regiones muy bellas y espectaculares en todo el espectro electromagnético, pues emiten radiación desde el ultravioleta hasta las ondas de radio. En luz visible presentan emisión brillante de hidrógeno y helio así como de otros elementos —oxígeno, nitrógeno, argón y neón.
Del estudio de su radiación se puede deducir la temperatura (del orden de 10 000 °K) y la densidad del gas (de 10 a 10 000 partículas por centímetro cúbico). La abundancia de elementos como oxígeno, nitrógeno, carbono, neón, azufre, etcétera, con respecto del hidrógeno, puede ser deducida a partir de la intensidad de las líneas correspondientes. Las nebulosas gaseosas ofrecen prácticamente el único medio de conocer la composición química de las galaxias. Nebulosas planetarias. Son las pequeñas nebulosas ionizadas, generalmente muy brillantes, que se hallan alrededor de una estrella caliente en las fases finales de su evolución; están formadas por el gas arrojado por la estrella central. Son de formas muy caprichosas y su apariencia es espectacular. A pesar de la diferencia de orígenes, la radiación que proviene de las nebulosas planetarias es muy semejante a aquella de las regiones hii, ya que los procesos microscópicos son muy semejantes. También en este caso se puede determinar con gran precisión la composición química del gas, y de ahí determinar las modificaciones que sufrió dicha materia. Se puede determinar que, en general, formando parte integral de la estrella, esta materia fue ligeramente alterada durante la evolución de la estrella por las reacciones nucleares ocurridas en el interior del astro.
Burbujas, supernovas y polvo interestelar Las burbujas interestelares son objetos espectaculares que se presentan bajo la forma de un cascarón ionizado más o menos esférico y regular. A pesar de que se les distingue por la emisión de un gas ionizado, como la de las nebulosas gaseosas, su espectro es muy diferente, ya que el gas de estas últimas está ionizado por la radiación ultravioleta de estrellas muy calientes, mientras que el gas de las burbujas está ionizado a causa de una compresión provocada por una onda de choque de materia que ha sido lanzada a gran velocidad por la estrella al centro de la burbuja. Esto puede ocurrir ya sea por la producción de vientos rápidos y muy calientes expulsados por una o varias estrellas masivas centrales, o por una o varias explosiones de supernovas. En ambos casos la burbuja está sostenida por un gas muy caliente (de un millón de grados o mayor) que ejerce una fuerte presión y crea la onda de choque que se propaga hacia el medio exterior y la comprime fuertemente. El gas interno, y sobre todo el gas comprimido detrás de la onda de choque, es tan caliente que emite rayos X. La radiofuente más brillante del cielo, Casiopea A, es un resto de supernova. Algunas burbujas presentan también emisión de rayos gamma de muy alta energía.
El medio interestelar puede ser muy caliente, en algunas direcciones donde se observan espectros ultravioleta de algunas estrellas lejanas se ven líneas interestelares en absorción, las cuales se deben a que los elementos del gas están muy ionizados, indicando temperaturas muy elevadas (cercanas a 500 000 °K). Las observaciones de rayos X muestran la existencia de temperaturas aún más altas. Algunas de estas nubes de gas calientísimo corresponden a restos de supernovas, pero otras son regiones muy extensas donde el gas está muy caliente y muy diluido. Estas últimas son de tales dimensiones, que en realidad, llenan la mayor parte del volumen del espacio interestelar, y posiblemente sean el resultado de la fusión de burbujas individuales que en el curso de su expansión han entrado en contacto. Nuestra galaxia está rodeada de un halo caliente que parece ser una prolongación de este fenómeno. Los granos de polvo interestelar están constituidos de silicatos o grafito. En las nubes moleculares se encuentran al abrigo de la radiación ultravioleta y, por tanto, están recubiertos de una capa de hielo de agua y otras moléculas (co, co2, ch4, nh3, etcétera) que se puede detectar por las bandas de absorción características en el infrarrojo medio. Aunque desconocemos en gran medida la naturaleza y propiedades del polvo, lo que se acepta comúnmente es que se forma por aglomeración de moléculas en la atmósfera de las estrellas gigantes frías. Los granos de grafito se forman en las estrellas de carbono y los granos de silicatos en las estrellas ricas en oxígeno y en silicio que son las más numerosas. Pero, ¿cómo se forman las estrellas? Las estrellas se forman en las nubes moleculares por contracción gravitacional de las partes más densas. El interior de las nubes pequeñas, que son más frías, es el sitio de formación de estrellas de poca masa, las cuales se pueden observar en el infrarrojo. En ocasiones las estrellas recientemente formadas se observan en fases más avanzadas en la periferia de las nubes moleculares, cuando ya han disipado parcialmente las nubes que les dieron origen. Por su parte, las nubes moleculares gigantes son sitios de formación de estrellas que pueden tener masas de todas magnitudes.
Aunque suponemos que esta descripción es válida a grandes rasgos, es importante señalar que falta conocer muchos detalles sobre la teoría de la formación de las estrellas. Las nubes moleculares en general tienen una estructura fragmentada, probablemente fractal, y los fenómenos físicos que intervienen en su condensación son complejos, en particular la turbulencia que debe probablemente existir en ellas.
Podemos describir la formación de las estrellas de manera muy simplificada. Supongamos una nube esférica y no fragmentada que está en el límite de la estabilidad gravitacional; es decir donde la atracción gravitacional está apenas compensada por la presión del gas. Un aumento en la presión —debido, por ejemplo, al paso de una onda de choque que provenga de una supernova vecina— puede iniciar la contracción. Esto no ocurre de manera homogénea; las partes interiores se contraen más rápidamente que las exteriores. El calor que resulta de esta contracción se compensa por la radiación que emite la nube, pero llega un momento en que el espesor de la materia es tal, que la nube se vuelve opaca aun en el infrarrojo lejano y en ondas de radio y milimétricas, por lo que ya no puede disipar el calor provocado por la contracción. En estas condiciones la materia se calienta continuamente a medida que su densidad aumenta y el núcleo denso de la nube continúa creciendo gracias a la caída del material que lo rodea. Si la masa es de más de 0.08 veces la del Sol, las reacciones nucleares pueden iniciarse y por lo tanto formar una estrella. Si la masa es menor, resulta una estrella abortada, una enana café.
En general, cuando la nube es extendida tiene un pequeñísimo giro, y a medida que se contrae gira más rápidamente, pues su momento angular se debe conservar. Es decir, la rotación se hace cada vez más rápida y tiende a oponerse una mayor contracción. El dilema de contraerse y mantener el momento angular se resuelve cuando alrededor de la estrella en contracción se forma un disco en rápida rotación. Así se puede explicar el origen de nuestro Sistema planetario, ya que los planetas se formaron a partir del disco de rotación que rodeaba la estrella central, la cual se convertiría en el Sol. La evolución de la materia interestelar
La materia interestelar en nuestra galaxia está en perpetua evolución. Continuamente se están formando nuevas estrellas a partir de las nubes de gas molecular. Las estrellas modifican la composición química de su interior por medio de transformaciones nucleares, y su comportamiento depende de su masa: las de mayor masa arrojan violentamente gran parte de su masa al espacio en relativamente poco tiempo (en unos cuantos millones de años); las de masa intermedia lo hacen más tardíamente (en decenas de miles de millones de años); mientras que las de menor masa no han tenido tiempo de concluir su evolución y no arrojan materia al espacio. Debido a lo anterior, la materia interestelar se ve continuamente modificada en las distintas regiones de la galaxia tanto en densidad y temperatura, como en composición química. El estudio de la materia interestelar en nuestra galaxia y otras galaxias nos permite conocer la historia de la formación de las estrellas. |
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Silvia Torres
Instituto de Astronomía, Universidad Nacional Autónoma de México.
como citar este artículo →
Torres, Silvia. (2009). La materia entre las estrellas. Ciencias 95, julio-septiembre, 32-38. [En línea]
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Carlos Aguilar Gutiérrez y
Aline Aurora
Maya Paredes
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Patricia Magaña Rueda
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
como citar este artículo → Aguilar Gutiérrez, Carlos y Maya Paredes, Aline Aurora. (2009). Astronomía. La persistencia de la memoria. Ciencias 95, julio-septiembre, 78-79. [En línea]
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![]() ![]() La Vía Láctea, nuestra galaxia
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Christine Allen Armiño
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Entre los objetos que podemos admirar en el cielo en una
noche oscura, lejos de la luz de las grandes ciudades, pocos presentan una apariencia tan notable y misteriosa como la Vía Láctea. Desde nuestras latitudes la observamos como una tenue banda de luz plateada y difusa que surca la bóveda celeste, aproximadamente en dirección norte-sur. Aunque es visible a lo largo de todo el año, la anchura y el brillo de la Vía Láctea son irregulares. Su máximo brillo podemos apreciarlo en verano, cuando atraviesa las constelaciones de Scutum y Sagittarius. Sobre la blanquecina banda de luz se aprecian regiones muy oscuras, así como también pequeñas nubecillas de alto brillo. Estas irregularidades en la anchura y el brillo de la Vía Láctea se perciben claramente a simple vista, y nos dan importantes claves para entender la naturaleza y la estructura del sistema estelar del que formamos parte, es decir, nuestra galaxia.
La llamativa apariencia de la Vía Láctea en el cielo ha dado origen desde el remoto pasado a variados y poéticos mitos y leyendas. El término Vía Láctea (que significa camino lechoso) es de origen romano, pero los primeros en denominarla “Galaxia” fueron los astrónomos griegos Anaxágoras y Eratóstenes, quienes se referían a ella como “Gala” (palabra que en griego significa leche). En la mitología griega, la Galaxia se formó cuando Heracles, mientras era amamantado por su madre, la diosa Hera, arrojó hacia el cielo un chorro de leche. Otras culturas dieron origen a diversas leyendas sobre la Vía Láctea que compiten entre sí en imaginación y poesía; para los incas era polvo dorado de estrellas; para los europeos, el sagrado camino que guiaba a los peregrinos por los Pirineos para ir a Santiago de Compostela; para los egipcios, trigo esparcido en el cielo por la diosa Isis; y para los esquimales, un sendero de nieve que surcaba la oscura bóveda celeste. Pero, ¿qué es en realidad la Vía Láctea? Esta pregunta, en apariencia tan sencilla, no encontró respuesta sino hasta las primeras décadas del siglo veinte, cuando se empezó a tener una idea clara de la forma y de las dimensiones del sistema estelar del cual formamos parte, de nuestra galaxia. Antes de esas fechas no sabíamos siquiera si en el Universo existían otros sistemas estelares parecidos a ella, o si lo que ahora conocemos como la Galaxia constituía la totalidad del Universo. Hoy sabemos que nuestra Galaxia no es sino una entre una multitud de otras galaxias, y que como ella existen muchas otras. Un ejemplo cercano lo constituye la galaxia espiral llamada NGC 4414. La visión moderna sobre el tamaño de la Vía Láctea ha ido surgiendo poco a poco en medio de grandes controversias científicas. Galileo Galilei fue el autor de una de las primeras explicaciones científicas sobre la naturaleza de la Vía Láctea. Hacia 1610, después de realizar las primeras observaciones astronómicas con el por entonces recién inventado telescopio, Galileo publicó su obra Sidereus Nuncius, el mensajero de las estrellas, en la cual reporta que la difusa y blanquecina luz de la Vía Láctea se debe a la suma del brillo de un gran número de estrellas, principalmente de estrellas muy débiles. Hoy sabemos que nuestra Vía Láctea es una galaxia que contiene más de cien mil millones de estrellas.
Muchos otros astrónomos y filósofos propusieron esquemas para describir nuestro sistema estelar. Entre ellos destaca el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), con su idea de que nuestra galaxia es un “universo-isla”, y que como ella existen muchos otros. Las ideas de Kant tuvieron una profunda influencia en el pensamiento posterior. Cabe mencionar también el esquema elaborado por William Herschel, que data de fines del siglo XVIII y que representó el primer modelo científico, observacional y cuantitativo para nuestra galaxia, aunque resultó fallido principalmente porque aún no se había podido medir las distancias a las estrellas. Fue hasta principios del siglo veinte, cuando la calidad y la cantidad de datos disponibles se había incrementado notablemente y podía obtenerse las distancias a las estrellas, cuando el astrónomo holandés Jacobus C. Kapteyn pudo refinar las técnicas de Herschel y elaborar en 1922 un modelo para nuestra galaxia, el llamado “Universo de Kapteyn”. Lo más notable de este modelo es su reducido tamaño, ya que su diámetro es de 55 000 años luz, así como la posición central que en él ocupa el Sol —características que no eran hipótesis, sino desafortunadas consecuencias de no tomar en cuenta la absorción interestelar, que aún no se descubría. Al igual que el modelo de Herschel, pretendía ser una descripción del Universo entero, el cual, según el pensamiento de entonces, coincidía con la Vía Láctea.
Pero el Universo de Kapteyn presentaba un problema que habría de resultar de fundamental importancia, ya que su solución llevaría a un drástico cambio en las ideas astronómicas sobre la estructura y dimensiones de nuestra galaxia, sobre la existencia de otras galaxias o “universos-islas” y la situación de la nuestra en un Universo ahora enormemente mayor. El problema estaba relacionado con la distribución en el espacio de los llamados cúmulos globulares, que son enjambres esféricos compuestos por centenares de miles de estrellas, ligadas entre sí por la fuerza de gravedad. Actualmente conocemos más de 150 cúmulos globulares en nuestra galaxia, y sabemos que las galaxias externas también cuentan con sus propios sistemas de cúmulos globulares.
El astrónomo norteamericano Harlow Shapley había iniciado desde 1915 el estudio sistemático de los cúmulos globulares e inventado un método para medir las distancias a ellos. Así pudo elaborar un mapa a escala de su distribución en el espacio y se percató de que tenía forma esférica. Con gran sorpresa notó que el centro de la distribución no coincidía con el de las estrellas. También sorprendente resultó el tamaño del sistema de cúmulos, mucho mayor que el de todo el Universo de Kapteyn.
La figura 1 ilustra la contradicción entre los resultados de Shapley y Kapteyn. Puede verse claramente que los cúmulos globulares se ubican en un volumen mucho mayor que el que ocupan las estrellas; además, los centros no coinciden. Para resolver la contradicción, Shapley propuso que nuestro sistema estelar es en realidad mucho más grande que el propuesto por Kapteyn. El “universo” que Shapley proponía tiene la forma de un delgado disco cuyo centro coincide con el centro del sistema de cúmulos globulares; su diámetro es de aproximadamente 100 mil años luz, y el Sol está situado muy lejos del centro, a unos 50 mil años luz. El sistema de cúmulos globulares tiene forma esférica y engloba simétricamente el disco de estrellas. De esta manera, hacia 1922 los astrónomos se enfrentaban a dos concepciones radicalmente distintas sobre la forma y el tamaño de nuestra galaxia, ambas basadas en datos por entonces confiables. Fue necesario que pasaran otros diez años antes de que nuevas observaciones apoyaran decisivamente el modelo propuesto por Shapley. Un avance fundamental fue el descubrimiento, en 1930, de la llamada absorción interestelar. El astrónomo estadounidense R. J. Trumpler encontró pruebas contundentes de que el espacio entre las estrellas no era totalmente transparente, sino que estaba permeado por una tenue neblina de gas y polvo. Tomando en cuenta los efectos de la absorción en la determinación de las distancias a las estrellas pudo resolverse la contradicción en favor del esquema de Shapley.
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Forma y dimensiones de nuestra galaxia
Las galaxias externas, como la de Andrómeda, son sistemas estelares independientes y ajenos a nuestra Vía Láctea; corresponden a los universos-islas imaginados por Kant. El proceso que llevó a reconocer que las galaxias externas, denominadas entonces nebulosas espirales, son enormes sistemas estelares, análogos a nuestra Vía Láctea pero extremadamente lejanos, constituye uno de los capítulos más interesantes de la astronomía reciente; mencionaremos sólo que, después de muchas discusiones, se llegó a la conclusión de que las dimensiones reales del Universo excedían por varios órdenes de magnitud las contempladas en el Universo de Kapteyn o incluso el de Shapley. Por cuanto se refiere a la Vía Láctea, nos hemos dado cuenta recientemente que de nuevo se habían subestimado sus dimensiones. No obstante lo anterior, la década de 1930 fue fructífera en resultados sobre los movimientos de las estrellas en nuestra Galaxia, y sobre la rotación de su disco. El estudio de los movimientos de las estrellas situadas en el entorno solar llevó al astrónomo holandés J. Oort a concluir que la gran mayoría de las estrellas de la Vía Láctea se mueven en órbitas casi circulares, alrededor de un centro situado a unos 25 000 años luz del Sol, y que ese centro coincide con el de la galaxia. Oort también mostró que las órbitas de estas estrellas están confinadas a un delgado disco. Así, la imagen que emergía es la de nuestra galaxia como sistema estelar cuya componente dominante es un disco de estrellas y gas, aplanado y en rotación, rodeado de un tenue halo esférico. La rotación del disco nos permite estimar la masa de la galaxia así como su distribución.
Todo parecía así indicar que la Vía Láctea es un sistema estelar similar a la galaxia de Andrómeda. Sin embargo, la característica más llamativa de estas galaxias es su estructura espiral: tienen dos o más brazos que emanan de su región central. La pregunta surge de inmediato: ¿posee nuestra galaxia una estructura espiral? La respuesta eludió a los astrónomos durante algunos años, pero finalmente pudo mostrarse contundentemente la existencia de brazos espirales en la Vía Láctea.
El problema estriba en que desde la posición que ocupa el Sol en la Vía Láctea —ubicado en el disco y rodeado de multitud de estrellas, polvo y gas—, es difícil percibir las características globales de la galaxia. El astrónomo estadounidense W. Baade se dio cuenta de que en las galaxias externas los brazos espirales quedan claramente delineados por las estrellas azules más brillantes y las nebulosas gaseosas, y propuso que para encontrar brazos espirales en nuestra galaxia había que estudiar este tipo de objetos. La idea de Baade fue puesta en práctica por W. W. Morgan y sus colaboradores, quienes en 1951 publicaron el primer diagrama de la estructura espiral de nuestra galaxia. En nuestros días se sigue empleando la técnica sugerida por Baade, pero se complementa con técnicas infrarrojas y radioastronómicas, que han resultado ser de fundamental importancia en el estudio de la estructura de nuestra galaxia.
La investigación sobre las causas de la formación de brazos espirales en algunas galaxias continúa siendo de gran actualidad. Se piensa que los brazos espirales pueden identificarse con ondas de densidad, esto es, ondas de compresión del material galáctico, análogas a las ondas sonoras, que se propagan en el disco galáctico. Ello lleva a la concepción de los brazos espirales como estructuras transitorias, que se forman al llegar la onda de densidad, y se esfuman una vez que ésta ha pasado. Lo que persiste es el patrón espiral global. Pese a su indudable éxito, las ideas modernas sobre la estructura espiral de las galaxias dejan aún muchos problemas sin explicar, y se sigue trabajando en ellos.
La región central de nuestra Galaxia es difícil de estudiar, pues se encuentra oculta tras densas nubes de polvo. Fue necesario que se desarrollaran técnicas de observación en el infrarrojo y desde satélites para poder obtener información confiable sobre esta región. Hoy sabemos que, al igual que otras galaxias, la nuestra posee un bulbo rodeando la región central, el cual tiene unos 10 000 años luz de radio y está formado principalmente por estrellas rojizas.
Inicialmente, por simplicidad, se supuso que la forma del bulbo es esférica, pero observaciones recientes, principalmente las del satélite cobe (Cosmic Background Explorer), en conjunción con estudios sobre los movimientos de las estrellas en esa región, han revelado que, en realidad, el bulbo es alargado, tiene forma de barra, su longitud es unas tres veces mayor que su grosor, y apunta aproximadamente en dirección del Sol.
Si fue difícil reconocer que el bulbo de nuestra Galaxia tiene en realidad forma de barra, el estudio de la región central lo ha sido mucho más aún. El interés se despertó desde la década de 1950, cuando se encontró una fuente compacta que emite intensamente en radiofrecuencia. Hoy sabemos que esa fuente, llamada Sagittarius A*, está asociada a un hoyo negro situado justo en el centro de la galaxia.
La región central de la galaxia aún encierra grandes misterios. Imaginemos que paulatinamente nos acercamos al centro de la galaxia, a unos 500 años luz de Sagittarius A*, y notamos que la densidad de estrellas se vuelve cada vez mayor, y distinguimos numerosas nubes de gas molecular, más calientes y turbulentas que las nubes del disco. Más cerca aún del centro, a unos 25 años luz, nos encontramos con un anillo de gas en rotación, y en su interior, a 5 años luz del centro, una “cavidad” central, casi sin gas; ese escaso gas forma allí una miniespiral. En esta región abundan las estrellas, incluso las jóvenes. Acercándonos aún más, a unos cuantos días luz del centro, nos encontramos con un cúmulo de estrellas sumamente denso: un millón de veces mayor a la densidad que observamos cerca del Sol. Los rápidos movimientos de estas estrellas (cuya velocidad sobrepasa 1 000 kilómetros por segundo) nos han permitido conocer la masa del objeto central. Hasta muy recientemente se dudaba de la existencia de un agujero negro central en nuestra galaxia. Sin embargo, las observaciones del denso cúmulo central han permitido trazar las órbitas de algunas de sus estrellas (figura 2). Estas órbitas implican la existencia de una masa de aproximadamente 3.6 millones de veces la masa solar con un radio de menos de 6 horas luz. La única alternativa hoy viable para esta concentración de masa es un agujero negro. Con ello, la Vía Láctea constituye un interesante ejemplo de una galaxia normal (es decir, no explosiva) con un aguj ero negro supermasivo en su centro.
![]() El halo galáctico y la Vía Láctea
Al igual que los brazos espirales, los halos galácticos son más fáciles de distinguir en galaxias externas a la nuestra. La dimensión total del halo de nuestra galaxia es difícil de determinar. Parte de la dificultad consiste en que el halo es tenue, escasamente poblado, pero también que no es posible establecer un borde nítido en el cual el halo termine abruptamente. Una indicación de la extensión del halo podría ser el radio total del sistema de cúmulos globulares, otra podría ser la distancia máxima, medida desde el centro de la galaxia, a la que se encuentren objetos pertenecientes al halo, o bien la distancia máxima que puedan alcanzar en su recorrido orbital aquellos objetos que temporalmente se encuentren cerca del Sol pero que tengan velocidades extremadamente altas, cercanas a la velocidad de escape.
Los cúmulos globulares más lejanos distan unos 150 000 años luz del centro de la Galaxia, lo cual implica que el radio del halo es de por lo menos de 150 000 años luz. Es un tamaño enorme si lo comparamos con el diámetro visual aparente que presentaría nuestra galaxia ante un observador externo a ella, o con el diámetro aparente de galaxias parecidas a la nuestra. Sin embargo, hay razones para pensar que el halo se extiende hasta distancias mucho mayores aún.
Mediante métodos ópticos y radioastronómicos se ha logrado estudiar la rotación de una serie de galaxias cercanas a la nuestra. La velocidad de rotación en cualquier punto de una galaxia está relacionada con la masa interior en ese punto. A mayor masa, mayor será la velocidad de rotación observada. El resultado sorprendente ha sido que incluso a grandes distancias de su centro, las galaxias continúan rotando a velocidad casi constante; dicho en otras palabras, la masa de las galaxias se extiende mucho más allá de sus discos brillantes y es muy superior a la que podría inferirse a partir de éstos.
Así se concluye que la mayor parte de la masa de las galaxias está constituida por materia no luminosa. De hecho, la materia “oscura” no emite radiación en ninguna de las frecuencias que se ha explorado, desde los rayos gama y x hasta las ondas de radio; la materia oscura delata su existencia únicamente a través de la fuerza gravitatoria que ejerce sobre la materia brillante, la cual sí emite radiación.
Pero incluso antes de haberse observado la rotación de las galaxias externas ya había indicios de que la masa de las galaxias debería ser mucho mayor que la que se infería a partir de sus discos y halos luminosos. Así por ejemplo, se conocen muchas galaxias dobles y múltiples que parecen orbitar una en torno a otra. Para que ello ocurra, es menester que estén ligadas por la fuerza gravitatoria mutua; sin embargo, la masa de la galaxia, que se infiere a partir de la materia visible en ella es insuficientes para ligar los sistemas. Ello nos hace pensar que al calcular la masa de las galaxias a partir del material luminoso hemos cometido un error, y que en ellas debe haber mucho material oscuro que no contribuye a su luz, pero que sí contribuye a su masa. El error es grande: ¡solamente 10% de la masa es visible! Claramente, es de gran importancia establecer cuál es la verdadera masa y extensión de nuestra Galaxia. El estudio de los movimientos de estrellas que momentáneamente se encuentren cerca del Sol pero cuyas órbitas galácticas las lleven a las regiones más lejanas puede darnos información pertinente.
Las estrellas más veloces que se conocen tienen velocidades, respecto del centro de la galaxia, que llegan a sobrepasar 400 kilómetros por segundo. Para efectos de comparación, mencionemos que la velocidad del Sol respecto del mismo centro es de aproximadamente 220 km/s. Puede calcularse que una estrella que pase cerca del Sol a una velocidad de 400 km/s puede alcanzar distancias de más de 150 000 años luz. La velocidad que debería tener un objeto cercano al Sol para que pudiera escaparse de la Galaxia es de unos 560 km/s. De esta manera, se ha visto recientemente que la masa total de la Vía Láctea puede ser un billón de veces la masa del Sol, que el radio del halo puede sobrepasar 300 000 años luz y, al igual que en las galaxias externas, la mayor parte de esta masa es invisible. Los resultados más recientes de muy diversa índole apuntan en la misma dirección: tanto la masa como la extensión de nuestra Galaxia son mucho mayores de lo que se pensaba hace apenas unas décadas. Su evolución temprana
En la actualidad pensamos que las características del halo galáctico son un reflejo de las condiciones físicas que se dieron en las primeras etapas de la vida de la galaxia. En efecto, los pobladores del halo son, sin excepción, estrellas extremadamente viejas, cuya composición química es casi exclusivamente hidrógeno y helio. La abundancia de otros elementos químicos en ellas son cientos o miles de veces menores que las observadas en estrellas como el Sol, lo cual nos indica que los pobladores del halo pertenecen a las primeras generaciones de estrellas que se formaron en la galaxia. Según ideas ahora ya clásicas, la Vía Láctea era inicialmente una gran nube de gas (principalmente hidrógeno y helio) en lenta contracción; las primeras estrellas se condensaron en las partes más densas de ese gas; algunas de ellas (las de mayor masa) pasaron rápidamente por su ciclo evolutivo, y le regresaron al gas los restos de las reacciones nucleares que ocurrieron en su interior; en consecuencia, el gas se enriqueció en elementos químicos más pesados que el hidrógeno, como el helio, el carbono, el nitrógeno, el oxígeno, etcétera. Algunas de las estrellas de las primeras generaciones (las de menor masa) aún sobreviven; las observamos hoy como objetos muy viejos en el halo galáctico. Los movimientos de los objetos pertenecientes al halo son muy distintos a los del disco, en donde los movimientos de las estrellas y el gas están confinados a un plano, y las órbitas son prácticamente circulares. En cambio, las órbitas de los objetos del halo son muy excéntricas —su forma es casi rectilínea; no muestran ninguna preferencia por el disco de la galaxia, su orientación ocurre al azar.
Se ha propuesto que los diferentes movimientos de los objetos del disco y del halo son también una consecuencia de las condiciones que imperaban en las primeras etapas de la evolución de la galaxia. Cuando se condensaron las primeras estrellas, ésta era una nube de gas aproximadamente esférica; las primeras generaciones de estrellas se precipitaron hacia su centro de gravedad, casi en caída libre; de ahí que sus órbitas sean muy alargadas y estén orientadas en todas direcciones. El gas no condensado en estrellas pronto se aplanó, formando un disco. Las generaciones subsecuentes de estrellas se formaron a partir del gas del disco; en él, los movimientos del gas inicialmente fueron turbulentos, pero al cabo de poco tiempo se circularizaron, en consecuencia, las órbitas de las estrellas pertenecientes al disco son planas, concéntricas y casi circulares.
Estas ideas fueron desarrolladas principalmente por O. Eggen, D. Lynden-Bell y A. Sandage en un artículo publicado en el año de 1962, ahora ya clásico. Desde entonces, ha habido muchos refinamientos y modificaciones al esquema. Hoy sabemos, por ejemplo, que existen objetos anómalos: estrellas ricas en elementos pesados, pero con órbitas muy alejadas del plano o muy excéntricas, y viceversa; asimismo se piensa que la materia oscura juega un papel crucial en la formación de las galaxias, y que la captura de galaxias enanas es importante para entender la evolución de las grandes galaxias, como la Vía Láctea.
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Christine Allen Armiño
Instituto de Astronomía, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es investigadora titular del Instituto de Astronomía, unam. En 2006 fue electa presidenta de la Comisión 26 (estrellas dobles y múltiples) de la Unión Astronómica Internacional. Sus áreas de investigación son astronomía y astrofísica.
como citar este artículo →
Allen, Christine. (2009). La Vía Láctea, nuestra galaxia. Ciencias 95, julio-septiembre, 20-27. [En línea]
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Los laberintos del NO en la creación, a propósito de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas Ana María Cetto |
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En 1825, el Servicio Postal de Estados Unidos creó una oficina especial (Dead Letter Office) adonde iban a parar las innumerables cartas que no podían entregarse a su destinatario. De una de sus filiales fue despedido Bartleby antes de que lo contratara un abogado mayor, dueño de una oficina en Wall Street. La obra de Herman Melville, Bartleby el escribano, publicada en 1853, cuenta la historia de este personaje singular, a quien cada vez que se le encargaba un trabajo respondía de entrada: preferiría no hacerlo. Melville escribió esta novela porque su obra maestra Moby Dick no se vendía tan bien como había esperado.
Ahora Enrique Vila-Matas ha escrito una obra motivado por la historia del personaje de Melville. El libro Bartleby y compañía habla de aquellos que dejan de escribir e indaga sus razones para preferir no hacerlo. Con este fin, rastrea el amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura: la atracción negativa o la pulsión por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente —o quizás precisamente por eso— no lleguen a escribir nunca, o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura, o bien tras iniciar con éxito una obra, queden un día literalmente paralizados para siempre. El autor explora los vericuetos del laberinto del no, donde se encuentra, según él, “el único camino que queda abierto a la auténtica creación literaria, una tendencia que se pregunta qué es la escritura y dónde está, y que merodea alrededor de la imposibilidad de la misma”. Sólo de este laberinto puede surgir la escritura por venir, afirma, por esto, en vez de un libro escribió un compendio de notas de pie de página, las notas al texto invisible, al libro ausente —pero no necesariamente por ello inexistente.
En la negación del escritor, fraguada en la obra de una constelación de autores que incluye a Hoffmannsthal, Kafka, Musil, Beckett, Rimbaud y Salinger; en el mundo de Robert Walser el copista y Juan Rulfo el oficinista, hay que rastrear ese camino que queda abierto a la auténtica creación literaria. Y en el proceso se descubre que los motivos para no escribir o dejar de hacerlo pueden ser muy variados. A los 19 años Rimbaud consideró que ya había escrito toda su obra y cayó en un silencio literario que duraría hasta el final de sus días, mientras Guy de Maupassant dejó de escribir por creerse inmortal; Clara Whoryzek (La lámpara íntima, 1892) concluyó que era más sensato no escribir los libros que había pensado porque eran como pompas de jabón que no se dirigían a nadie, de modo que no serían leídos ni por sus amigos; a Juan Rulfo se le murió el tío Celerino, que era quien le contaba las historias; y el triestino Bobi Bazlen consideraba que casi todos los libros escritos no son más que notas de pie de página, infladas hasta convertirse en volúmenes. por lo que, después de haber leído todos los libros en todas las lenguas, y cuando sus amigos creían que acabaría por escribir un libro que sería una obra maestra, escribió sólo sus Note senza testo (1970).
A veces se abandona la escritura porque se cae en un estado de locura del que ya no se recupera jamás, como es el caso de Hölderlin, quien estuvo encerrado los últimos 38 años de su vida en la buhardilla de un carpintero escribiendo versos raros e incomprensibles. Kafka, por su parte, no cesó de aludir a la imposibilidad esencial de la materia literaria, sobre todo en sus Diarios; mientras Wittgenstein, quien sólo escribió dos libros —el célebre Tractatus y un vocabulario rural austriaco— externó en más de una ocasión la dificultad que para él entrañaba exponer sus ideas. Otros grandes escritores se han visto paralizados ante las dimensiones absolutas que conlleva toda creación. Algunos llegan al extremo de ser ágrafos, que sin embargo, paradójicamente, pueden constituir literatura. Manuel Pénabou, en Por qué no he escrito ninguno de mis libros, explica: “sobre todo no vaya usted a creer, lector, que los libros que no he escrito son pura nada. Por el contrario (que quede claro de una vez), están como en suspensión en la literatura universal”.
Hay quienes sí escriben, pero para crear personajes que se pierden en el laberinto del no. En el siglo xix, Hoffmann y Balzac crean pintores que no pueden pintar más que un fragmento de una figura soñada como perfecta. Gide construye un personaje que recorre toda una novela (Paludes, 1895) con la intención de escribir un libro que nunca escribe. La paradigmática Carta de Lord Chandos dirigida a Francis Bacon (Hoffmannstal, 1902) describe la crisis de lenguaje de su autor, que no le permite expresar adecuadamente la experiencia humana y lo hace prometer que no escribirá nunca más una sola línea. Más tarde, Musil convierte casi en un mito la idea de un “autor improductivo”’ en El hombre sin atributos (1930-1942). Monsieur Teste, el alter ego de Valéry, no sólo ha renunciado a escribir, sino que incluso ha arrojado su biblioteca por la ventana.
Claro está que hay quienes usan algún truco para negarse a escribir por temporadas o para siempre. Como Stendhal, quien estuvo aguardando años a que le llegara la inspiración, o el poeta Pedro Garfias, quien pasó una infinidad de tiempo sin escribir una sola línea porque buscaba un adjetivo. En realidad más de 99% de la humanidad se inclina, al más puro estilo Bartleby, por no escribir: porque no sabe, o cree que no sabe, o no tiene ganas, o prefiere hacer otra cosa. También hay los que se oponen activamente a la escuela de Bartleby, legándonos miles de páginas escritas. Algunos de ellos recorren con mucho éxito el laberinto del SÍ. Recordemos a Georges Simenon, el más prolijo de los autores en lengua francesa, quien en el curso de 60 años publicó 193 novelas con su nombre y 190 con diferentes seudónimos, 25 obras autobiográficas y más de un millar de cuentos, además de obras menores. Con orgullo hablaba de las técnicas que empleó para incrementar poco a poco su eficiencia hasta permitirle escribir ocho cuentos en un día.
Decía Wittgenstein que si algún día escribiera el libro de las verdades éticas —expresando con frases claras y comprobables qué es el bien y qué es el mal en un sentido absoluto— ese libro haría estallar todos los demás libros en mil pedazos. Enorme ambición, dado el antecedente de las Tablas de la Ley de Moisés, cuyas líneas se revelaron incapaces de comunicar la grandeza de su mensaje. Al respecto apunta Vila-Matas: “qué espanto si sólo existiera el libro de Wittgenstein, y nosotros tuviéramos que acatar ahora su ley. Mejor quedarse con uno de los dos que escribió Rulfo que con el que, gracias a Moisés, no escribió Wittgenstein”. El libro ausente de Wittgenstein es, afortunadamente, un libro imposible. Parafraseando a D. Attala, el simple hecho de que existan millones de libros es la prueba de que ninguno contiene la verdad total.
“Escribir no es más que renunciar a todo lo que no se puede escribir”, parecen decirnos todos estos escritores. Pero a veces es necesaria la renuncia. Escribir es una actividad de alto riesgo y, en este sentido, la obra escrita, si quiere tener validez, debe abrir nuevos caminos o perspectivas y tratar de decir lo que aún no se ha dicho. Porque pueden existir miradas nuevas sobre los nuevos y los viejos objetos, y por lo tanto es mejor correr el riesgo y escribir, que no hacerlo.
El autor que trata de ampliar las fronteras presentes de lo humano puede fracasar. En cambio, dice Vila-Matas, “el autor de productos literarios convencionales nunca fracasa, no corre riesgos, le basta aplicar la fórmula de siempre, su fórmula de académico acomodado, su fórmula de ocultamiento”. Qué familiar nos suena esto, si pensamos en la tarea de escribir y publicar en ciencia. Una actividad también de alto riesgo, cuyo producto, si quiere tener validez, debe abrir nuevos caminos o brindar perspectivas novedosas; decir algo que aún no se ha dicho. Y también en el campo de la ciencia hay ejemplos paradigmáticos de autores que han optado por perderse en los laberintos del no. Kurt Gödel, cuya obra ha tenido un impacto revolucionario en la lógica de las matemáticas, publicó en vida una escasa docena de trabajos. Prácticamente a partir de su ingreso al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, a los 40 años de edad, dejó de publicar del todo. Lo que no ha impedido que se produzca una colección de cinco volúmenes con sus obras completas, que incluyen manuscritos y notas no publicadas, ampliamente comentadas por terceros.
Peter Higgs publicó apenas un puñado de artículos de investigación durante su vida activa como físico teórico —tres de ellos acerca del mecanismo que confiere masa a las partículas elementales, que ahora lleva su nombre. A partir de entonces resistió la creciente presión institucional por publicar, con el argumento de que lo haría cuando tuviera otra vez algo nuevo que comunicar. Lo que no ha impedido que otros autores hayan publicado ya más de 8 400 artículos con el nombre de Higgs en el título.Pero a diferencia de los escritores del club de Bartleby, para la mayoría de los científicos es demasiado grande el riesgo que se corre al no publicar. Antes es preferible perderse en la espiral del sí —o mejor dicho, del y sí…— donde lo importante no es callar, sino por el contrario, tratar de decirlo todo, aun a riesgo de repetirse.
¿Podría alguien alguna vez pretender, a la manera de Wittgenstein, escribir el libro de las verdades científicas que haría estallar todos los demás libros en mil pedazos? ¿Acaso sería posible, mediante una gran obra semejante a las Tablas de Moisés, comunicar la grandeza del mensaje entero de la naturaleza? También en este caso el gran libro ausente es un libro imposible, pues el simple hecho de que existan millones de libros (y artículos) es la prueba de que cada uno de ellos contiene cuando mucho sólo fragmentos de la verdad. Siguiendo el símil, podría decirse que hacer ciencia implica renunciar a la posibilidad de conocer la verdad total. Ya que se han perdido las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar continuamente nuestros modos de exploración y representación. Seguiremos haciendo ciencia porque la naturaleza, en su inmenso misterio, se dará a conocer sólo asintóticamente, nunca de manera plena. |
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Referencias bibliográficas
Vila-Matas, Enrique. 2000. A propósito de Bartleby y compañía. Anagrama, Barcelona.
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Ana María Cetto
Instituto de Física, Universidad Nacional Autónomal de México. como citar este artículo → Cetto, Ana María. (2009). Los laberintos del NO en la creación a propósito de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas. Ciencias 95, julio-septiembre, 72-74. [En línea]
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