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La materia entre las estrellas
 
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Silvia Torres
   
               
               

Las estrellas son objetos relativamente pequeños, situados a enormes distancias unos de otros. Para hacer una com­pa­ración simple, si pensamos que el Sol fuera del tamaño de la cabeza de un alfiler (de un milímetro de radio), su ve­cina más próxima estaría a la distancia de 64 kilómetros o lo que es apenas un poco menor a la distancia entre la ciu­dad de México y Cuernavaca. Podemos pensar que el espacio entre las estrellas esta va­cío, pero en realidad no es así, hay pequeñísimas canti­da­des de gas (mayoritariamente hidrógeno) y algunas par­tícu­las sólidas menudas, como pequeños granos de arena. Com­parando con los ejemplos que conocemos, el espacio en­tre las estrellas se encuentra en condiciones más extre­mas que el más alto vacío que se puede lograr en los labo­ra­torios te­rrestres. Sin embargo, son tan vastos los volú­me­nes que hay entre las estrellas que se puede afirmar que existe una cantidad considerable de materia en estos espa­cios.

 
El estudio de la materia interestelar se inició mucho des­pués del de las estrellas. Hace relativamente pocos años que se ha entendido que algunos fenómenos obser­va­dos se deben a este material tenue. Solamente se conocía la ma­te­ria que se encuentra cerca de las estrellas ca­lien­tes, las cua­­les la encienden e iluminan. También se sa­bía que hay una gran zona oscura en el cielo dividiendo la banda de luz denominada Vía Láctea; sin embargo, fue has­ta 1930 cuan­do se descubrió que esta zona oscura corres­pondía a nubes densas con partículas de polvo que impiden el paso de la luz de las estrellas que hay detrás. También hay pequeñas zonas oscuras que se pueden apreciar por el contraste con el fondo brillante de las estrellas, las cuales no corres­pon­den a la ausencia de estrellas, sino que se explican por la pre­sen­cia de nubes densas de gas y polvo que ocultan lo que se encuentra más allá de ellas. Con el desarrollo de los ra­dio­te­les­co­pios, de los telescopios infrarrojos y de los te­les­co­pios que se han puesto en órbita en satélites artifi­cia­les, aho­ra se observan los gases y el polvo en las distintas con­di­ciones físicas en que se encuentra.

Las primeras nebulosas brillantes fueron observadas des­de que se empezó a usar el telescopio. En 1656, Chris­tiaan Huygens dibujó un mapa de la Nebulosa de Orión, una de las más brillantes en el cielo, pero las primeras ne­bu­lo­sas se catalogaron formalmente hasta 1769, cuando Charles Messier, buscando cometas, preparó una lista de objetos difusos en el cielo con el fin de no confundirlos con aquellos. Su lista final contenía 110 objetos difusos en el cie­lo, y entre ellos se encuentran varios gaseosos: nubes ca­lientes que rodean estrellas jóvenes como la Nebu­lo­sa de Orión, que por estar en el lugar 42 de esa lista tam­bién se lla­ma M42; nebulosas planetarias, que son nu­bes de gas bri­llantes ubicadas alrededor de estrellas ca­lien­tes en sus fa­ses finales de evolución, como M27, lla­ma­da la Nebulo­sa de la Mancuerna; e incluso un remanente de la explosión de supernova, como M1, también denomi­nada la Ne­bulosa del Cangrejo. A fines del siglo xix la po­sibilidad de tomar fo­tografías de zonas del cielo puso de manifiesto la pre­sen­cia de nebulosas oscuras que se pueden observar por el con­tras­te con el fondo brillante del cielo.
 
En 1904, al observar espectroscópicamente la estrella Del­ta Orionis, por primera vez se conoció la presencia de un gas interestelar generalizado sobre el disco galáctico. Esta estrella es una de las tres que forman el llamado “cin­turón de Orión”, que en realidad no es una estrella aislada sino un sistema binario —de dos estrellas. En algunos sis­temas binarios cercanos, donde no se distinguen las dos com­ponentes que lo conforman, en sus espectros se pue­den observar los acercamientos y alejamientos periódicos de ambas estrellas, por el corrimiento Doppler. Delta Orionis tiene un periodo de 5.7 días que se manifiesta en todas las líneas de absorción, pero al estudiar la línea de ab­sor­ción de calcio ionizado, que se encuentra a 393.4 na­nó­me­tros de longitud de onda —la cual además de presentar el dedoblamiento periódico correspondiente a los movimientos orbitales de ambas estrellas, muestra la pre­­sencia de una línea de absorción adi­cional que no sufre nin­gún des­plazamiento con el tiempo—, se de­lató la pre­sen­cia de gas entre las estrellas; fue la primera indicación de que hay material gaseoso (gas de calcio) en­tre la estrella doble y nosotros. Ac­tual­mente sabemos que son muchas las líneas de absorción producidas por los ga­ses interestelares en diferentes direcciones de la galaxia, las cuales re­velan la presencia de muchos ele­mentos quí­mi­cos en estas nubes tenues, como carbono, sodio, si­li­cio, magnesio, zinc, níquel y hierro, entre otros. En reali­dad el gas está constituido fundamentalmente de hi­dró­ge­no y, en menor proporción, de helio, pero fue la traza de los otros elementos que los acompañan lo que mostró la presencia de las nubes interestelares. También sa­be­mos que gran par­te de esta materia está en forma de nubes de densidades ba­jí­si­mas, difíciles de imaginar, de 10 átomos por centí­me­tro cúbico.
 
Sabemos que hay gas en condiciones extremas de tem­pe­ra­tu­ra, a la más alta como a la menor imaginable, que hay partículas de polvo muy frías, pues están muy alejadas de estrellas brillantes, en las zonas más internas de nu­bes densas, protegidas de la luz de las estrellas, así como también hay partículas de polvo cercanas a estrellas que son calentadas por éstas, y por lo tanto podríamos decir que se trata de “polvo tibio”.

En general encontramos el gas más frío en las nubes den­sas, predominan­te­mente en forma de moléculas de hi­­dró­ge­no; en algunos casos se tra­ta de gas a temperaturas de –260 °C. También en ondas de radio se ob­ser­van las regiones donde se en­cuen­tra el hidrógeno en forma neu­tra, lo cual corresponde a nubes calientes muy extensas que se encuentran a 350 °C de temperatura, mien­tras que en zonas cercanas a las es­tre­llas calientes se alcanza temperaturas de hasta 10 000 °C, y mediante te­lescopios de rayos X se puede observar, en al­gu­nas regiones, gas a temperaturas tan altas que superan 10 millones de grados centígrados.

A partir de estas observaciones podemos saber que no solamente existe este material en los distintos ambientes, sino que también podemos medir la temperatura y den­si­dad a que se encuentra, los movimientos del gas, y deter­mi­nar de qué esta constituido; por lo tanto podemos tratar de entender la relación que guarda el gas con las estrellas que rodea.
 
Las nubes moleculares

En regiones donde la densidad del medio interestelar es muy alta, la mayor parte de los átomos se combina entre sí para formar moléculas y se les llama nubes moleculares. Ópticamente éstos son objetos totalmente opacos y sin luz debido al polvo que contienen, por lo que son difíciles de observar, pero se les puede ver en proyección sobre un fondo de estrellas o de la nebulosa gaseosa a la que en oca­sio­nes están asociados. Hay lugares en donde están ilu­mi­na­dos por la luz de una estrella situada a proximidad. So­la­men­te las observaciones en radio, en ondas milimétricas y en luz infrarroja nos permiten conocer las condiciones de las nubes moleculares.
Estas nubes están constituidas principalmente de hi­dró­ge­no molecular, es decir bajo la forma de la molécula h2. Sin embargo esta molécula es simétrica y a las bajas tem­peraturas en que se encuentra no posee transiciones per­mitidas en los dominios de radio e infrarrojo que se pue­dan observar; es decir que el componente más impor­tante de la nube se oculta a nuestros ojos. Por el contrario, hay moléculas asimétricas como el co, que aunque están presentes solamente en una pequeñísima proporción en las nubes moleculares tienen una gran variedad de tran­si­ciones de rotación y de vibración, lo que nos permite de­tec­tar el gas molecular. En realidad la mayor parte de las nu­bes moleculares se ha descubierto por investigaciones sis­te­máticas en la línea de la molécula co a 2.6 milímetros de longitud de onda.
 
Se desconocen en detalle los procesos de for­mación de las moléculas interestelares, pues las condiciones en que se encuentran son muy dife­ren­tes a las que existen en los laboratorios terrestres. Se su­po­ne que la presencia de partículas cargadas de energía relati­va­men­te grande (los rayos cósmicos), ionizan en pequeñas cantidades el hidró­ge­no molecular y el helio. Los iones así formados sirven de punto de partida para la formación de moléculas mayores. Aunque las reacciones químicas son lentas, las nubes moleculares subsisten su­fi­cien­te tiem­po para que moléculas muy complejas, algunas de ellas com­pues­tas hasta de trece átomos, puedan ser sin­tetizadas. Como el hidrógeno, el carbono, el nitrógeno y el oxígeno son los elementos más abundantes en el Uni­ver­so (además del helio, que es químicamente inerte) es nor­mal que la ma­yor parte de las moléculas interestelares sean mo­lécu­las formadas precisamente por estos ele­men­tos. Ac­tual­men­te se han detectado cerca de 130 mo­lécu­las di­fe­ren­tes, sin contar los compuestos isotópicos de éstas.

Las nubes difusas. Con este nombre se deno­minan las regiones en donde el hidrógeno está en estado neutro. En general allí coe­xis­ten otros elementos que se encuentran ioni­za­dos, y que son los que requieren menor energía que el hidrógeno para ionizarse. El gas de hidró­ge­no neutro es poco espectacular en luz visi­ble, sin embargo, desde 1970 se ha estudiado en gran deta­lle utilizando principalmente técnicas radioastronómicas y luz ultravioleta.
 
Las nubes difusas son las componentes mejor conocidas del medio interestelar; son relativamente transparentes a la luz y se manifiestan por las líneas de absorción que se observan en los espectros de las estrellas si­tua­das detrás de estas nubes. En la región de luz visible se pueden observar la absorción de Na, Ca, Ti y algunos radicales moleculares simples (CN, CH y CH+), mientras en la región del ul­travioleta lejano hay un número considera­ble de líneas que delatan la presencia de estas nubes.

En 1951 el descubrimiento de la línea de 21 centímetros de longitud de onda en el radio que emite el hidrógeno ató­mico mostró que este ele­mento es el principal constituyente de las nubes difusas, y ha permitido conocer sus características y distribución en la galaxia, concentradas a lo largo de los brazos espirales.

Como hemos mencionado, en todo el espacio interes­te­lar hay partículas sólidas asociadas al gas. En las nubes di­fusas estos granos están calentados por la radiación de las estrellas y se han observado en el infrarrojo lejano con te­lescopios especializados a bordo de satélites. El cielo en el infrarrojo lejano está dominado por esta emisión, la cual es irregular y forma estructuras filamentosas que recuerdan las nubes denominadas cirrus en nuestra atmósfera.
 
Los procesos de calentamiento y enfriamiento de las nu­bes difusas también son bien conocidos. Desde 1972 se sabe que el polvo juega un papel dominante en el calen­ta­miento del gas. La radiación ultravioleta que incide so­bre los granos de polvo les arranca electrones, los cuales trans­por­tan la energía que les impartió el fotón incidente y man­tie­nen equilibrio térmico con los electrones libres ya presentes en el medio, que también son calentados. Por su parte, las pérdidas de energía que compensan es­tas ga­nan­cias están dominadas por la emisión de una línea de car­bo­no ya ionizado en el infrarro­jo lejano, a una longitud de onda de 158 micras.

En los bordes de las nubes moleculares y las de gas ioni­zado hay regiones de transición, llamadas regiones de fo­toionización, las cua­les son comunes ya que las estrellas ca­lien­tes recién formadas a partir de las nu­bes molecula­res ionizan el gas circundante; y aunque pasado un tiempo podrán disipar el gas que las rodea, frecuentemente se en­cuentran to­davía junto a dichas nubes moleculares.

Estas regiones se observan por medio de la radiación in­frarroja lejana que emiten el carbono, el oxígeno y el hi­dró­ge­no, y de algunas moléculas como el co. El polvo ca­­len­ta­do por la radiación ultravioleta produce una emi­sión intensa en el infrarrojo.
 
Las nubes gaseosas

Se trata de las nubes donde el hidrógeno está ionizado por la radiación ultravioleta de es­tre­llas calientes muy cercanas. Estas regiones aparecen en dos tipos de configuracio­nes: lu­gares donde las estrellas son de gran masa, jó­ve­nes y están rodeadas todavía por la nube de la cual se for­ma­ron (se les llama regiones hii), y lu­ga­res en donde recientemente se ha desba­ra­tado una estrella de masa intermedia y la estrella central es caliente, rodeada por el gas que ha arrojado al espacio (nebulosas pla­ne­tarias).

Regiones hii. Son nubes de hidrógeno ionizado ilu­mi­na­das por estrellas jóvenes y calientes, que se en­cuen­tran fre­cuen­temente en sus inmediaciones, lo cual no debe de sorprendernos, ya que las estrellas ca­lien­tes y masivas, pro­duc­to­ras de radiación ultravioleta ionizante, se formaron justamente a partir de estas nubes. Son regiones muy be­llas y espectaculares en todo el espectro electromagnético, pues emiten radiación desde el ultravioleta hasta las ondas de radio. En luz visi­ble presentan emisión brillante de hidrógeno y helio así como de otros elementos —oxígeno, nitrógeno, argón y neón.

Del estudio de su radiación se puede deducir la tem­pe­ratura (del orden de 10 000 °K) y la densidad del gas (de 10 a 10 000 partículas por centímetro cúbico). La abundancia de elementos como oxígeno, nitrógeno, carbono, neón, azu­fre, etcétera, con respecto del hidrógeno, puede ser de­du­cida a partir de la intensidad de las líneas correspondien­tes. Las nebulosas gaseosas ofrecen prácticamente el único medio de conocer la composición química de las galaxias.
 
Nebulosas planetarias. Son las pequeñas nebulosas io­ni­­za­das, generalmente muy brillantes, que se ha­llan al­re­de­dor de una estrella caliente en las fases fina­les de su evo­lu­­ción; están formadas por el gas arrojado por la es­trella cen­tral. Son de formas muy caprichosas y su apariencia es espectacular. A pesar de la dife­ren­cia de orígenes, la ra­dia­ción que proviene de las nebulosas planetarias es muy se­me­jan­te a aquella de las regiones hii, ya que los procesos micros­cópicos son muy semejan­tes. Tam­bién en este caso se puede determinar con gran pre­ci­sión la composición química del gas, y de ahí de­ter­mi­nar las modificaciones que sufrió di­cha ma­te­ria. Se puede determinar que, en general, for­man­do par­te integral de la estrella, esta materia fue li­ge­ra­mente altera­da durante la evolución de la es­tre­lla por las reaccio­nes nucleares ocurridas en el interior del astro.

Burbujas, supernovas y polvo interestelar

Las burbujas interestelares son objetos espectaculares que se presentan bajo la forma de un cascarón ionizado más o menos esférico y regular. A pesar de que se les distingue por la emisión de un gas ionizado, como la de las nebulo­sas gaseosas, su espectro es muy diferente, ya que el gas de estas últimas está ionizado por la radiación ultravioleta de estrellas muy calientes, mientras que el gas de las bur­bu­jas está ionizado a causa de una compresión provo­ca­da por una onda de choque de materia que ha sido lan­za­da a gran velocidad por la estrella al centro de la bur­bu­ja. Esto puede ocurrir ya sea por la producción de vientos rápidos y muy calientes expulsados por una o varias es­tre­llas masivas centrales, o por una o varias explosiones de supernovas. En ambos casos la burbuja está sostenida por un gas muy caliente (de un millón de grados o mayor) que ejerce una fuerte presión y crea la onda de choque que se propaga hacia el medio exterior y la comprime fuertemente.

El gas interno, y sobre todo el gas comprimido de­trás de la onda de choque, es tan caliente que emite rayos X. La radiofuente más brillante del cielo, Ca­sio­pea A, es un resto de supernova. Algunas bur­bu­jas presentan también emisión de rayos gamma de muy alta energía.

El medio interestelar puede ser muy caliente, en algu­nas direcciones donde se observan espectros ultravioleta de algunas estrellas lejanas se ven líneas in­terestelares en absorción, las cuales se deben a que los ele­mentos del gas están muy ionizados, indicando tem­pe­ra­tu­ras muy ele­va­das (cercanas a 500 000 °K). Las ob­ser­va­ciones de rayos X muestran la existencia de temperaturas aún más altas. Al­gu­nas de estas nubes de gas calientísimo corresponden a res­tos de supernovas, pero otras son re­gio­nes muy ex­ten­sas donde el gas está muy caliente y muy di­lui­do. Estas úl­ti­mas son de tales dimensiones, que en rea­li­dad, llenan la mayor parte del volumen del espacio in­ter­es­te­lar, y po­si­blemente sean el resultado de la fusión de bur­bujas in­di­viduales que en el curso de su expansión han entrado en contacto. Nuestra galaxia está rodeada de un halo caliente que parece ser una prolongación de este fe­nómeno.
 
El polvo interestelar acompaña en todos los lugares al gas interestelar. Su masa total es ape­­nas del orden de una centésima par­te de aquella del gas de la galaxia y sin em­bar­go juega un papel desproporcio­na­do. Las dimensiones de este polvo son de unos cuantos nanómetros, y absorben y difunden selectivamente la luz de las estrellas, es decir que actúan más sobre la luz ul­tra­violeta que sobre la roja e infrarroja. Las nubes molecula­res son totalmente opacas en luz visible debido al polvo con­te­ni­do en ellas; son gra­dual­men­te más transparentes cuando se trata del infrarro­jo cercano y aún más en el in­fra­rrojo lejano; el efecto de la absorción del polvo sobre las ondas de radio es totalmente irrelevante.

Los granos de polvo interestelar están constituidos de si­li­ca­tos o grafito. En las nubes moleculares se en­cuen­tran al abrigo de la radiación ultravioleta y, por tan­to, están recu­biertos de una capa de hielo de agua y otras moléculas (co, co2, ch4, nh3, etcétera) que se pue­de detectar por las ban­das de absorción características en el infrarrojo medio.

Aunque desconocemos en gran me­di­da la naturaleza y propiedades del polvo, lo que se acepta comúnmente es que se forma por aglomeración de moléculas en la atmós­fera de las estrellas gigantes frías. Los granos de gra­fi­to se forman en las estrellas de car­bo­no y los granos de silica­tos en las estrellas ricas en oxígeno y en silicio que son las más numerosas.

Pero, ¿cómo se forman las estrellas?

Las estrellas se forman en las nubes mo­leculares por con­trac­ción gravitacional de las partes más densas. El interior de las nubes pequeñas, que son más frías, es el sitio de for­ma­ción de estrellas de poca masa, las cuales se pueden ob­ser­var en el infrarrojo. En ocasiones las estrellas reciente­mente formadas se observan en fases más avanzadas en la peri­fe­ria de las nubes moleculares, cuando ya han disipa­do parcialmente las nubes que les dieron origen. Por su parte, las nubes moleculares gigantes son sitios de formación de estrellas que pueden tener masas de todas magnitudes.
 
Aunque suponemos que esta descripción es válida a gran­des rasgos, es importante señalar que falta conocer mu­chos detalles sobre la teoría de la formación de las estre­llas. Las nubes moleculares en general tienen una es­truc­tu­ra fragmentada, probablemente fractal, y los fenómenos físi­cos que intervienen en su condensación son complejos, en particular la turbulencia que debe probablemente exis­tir en ellas.

Podemos describir la formación de las estrellas de ma­­ne­ra muy simplificada. Supongamos una nube esférica y no fragmentada que está en el límite de la estabilidad gra­vi­ta­cio­nal; es decir donde la atracción gravitacional está ape­nas compensada por la presión del gas. Un aumento en la pre­sión —debido, por ejemplo, al paso de una onda de cho­­que que provenga de una supernova vecina— puede ini­ciar la contracción. Esto no ocurre de manera ho­mo­gé­nea; las partes interiores se contraen más rápidamente que las ex­te­riores. El calor que resulta de esta contracción se com­­pen­sa por la radiación que emite la nube, pero lle­ga un mo­men­to en que el espesor de la materia es tal, que la nu­be se ­vuel­ve opaca aun en el in­frarrojo le­ja­no y en ondas de radio y mi­li­métricas, por lo que ya no puede disipar el calor pro­vo­­­ca­do por la contracción. En estas condi­cio­nes la materia se ca­lien­ta continua­men­te a medida que su densidad aumen­ta y el núcleo denso de la nube continúa cre­ciendo gracias a la caída del material que lo rodea. Si la masa es de más de 0.08 veces la del Sol, las reacciones nucleares pueden ini­ciar­se y por lo tanto formar una estrella. Si la masa es me­nor, resulta una estrella abortada, una enana café.

En general, cuando la nube es extendida tiene un pe­que­ñí­simo giro, y a medida que se contrae gira más rápi­da­men­te, pues su momento angular se debe conservar. Es decir, la rotación se hace cada vez más rápida y tiende a opo­ner­se una mayor contracción. El dilema de contraerse y mantener el momento angular se resuelve cuando al­rede­dor de la estrella en contracción se forma un disco en rá­pi­da rotación. Así se puede explicar el origen de nuestro Sistema planetario, ya que los planetas se formaron a partir del dis­­co de rotación que rodeaba la estrella central, la cual se con­­ver­tiría en el Sol.
 
La evolución de la materia interestelar

La materia interestelar en nuestra galaxia está en per­pe­tua evolución. Continuamente se están for­mando nuevas es­tre­llas a partir de las nubes de gas mo­lecu­lar. Las estrellas mo­difican la composición química de su in­te­rior por me­dio de transformaciones nucleares, y su com­por­ta­mien­to de­pen­de de su masa: las de mayor masa arrojan vio­lentamente gran parte de su masa al es­pa­cio en relati­va­men­te poco tiempo (en unos cuantos mi­llo­nes de años); las de masa intermedia lo hacen más tar­día­men­te (en de­ce­nas de miles de millones de años); mientras que las de menor masa no han tenido tiempo de concluir su evolución y no arrojan materia al espacio. Debido a lo an­te­rior, la materia interestelar se ve continuamente mo­dificada en las dis­tin­tas regiones de la galaxia tanto en den­si­dad y temperatura, como en composición química. El estudio de la materia in­ter­es­te­lar en nuestra galaxia y otras galaxias nos permite conocer la his­toria de la formación de las estrellas.
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Silvia Torres
Instituto de Astronomía, Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es investigadora emérita del Instituto de Astronomía de la unam, y editora de la Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica. Sus estudios combinan los aspectos de la astrofísica observacional con las teorías físico-matemáticas que le dan profundidad a las observaciones.
 
como citar este artículo
Torres, Silvia. (2009). La materia entre las estrellas. Ciencias 95, julio-septiembre, 32-38. [En línea]
     

 

       
 
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La persistencia de la memoria
 
Carlos Aguilar Gutiérrez y
Aline Aurora
Maya Paredes
   
   
     
                     
                     
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Patricia Magaña Rueda
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 

como citar este artículo

Aguilar Gutiérrez, Carlos y Maya Paredes, Aline Aurora. (2009). Astronomía. La persistencia de la memoria. Ciencias 95, julio-septiembre, 78-79. [En línea]
     


 
 
 

 

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La Vía Láctea, nuestra galaxia
 
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Christine Allen Armiño
   
               
               
Entre los objetos que podemos admirar en el cielo en una
noche oscura, le­jos de la luz de las grandes ciudades, pocos presentan una apariencia tan no­table y misteriosa como la Vía Lác­tea. Desde nuestras latitudes la obser­vamos como una tenue banda de luz plateada y difusa que surca la bóveda celeste, aproximadamente en dirección norte-sur. Aunque es visible a lo largo de todo el año, la anchura y el bri­llo de la Vía Láctea son irregulares. Su máximo brillo podemos apreciarlo en verano, cuando atraviesa las cons­te­laciones de Scutum y Sagittarius. So­bre la blanquecina banda de luz se apre­cian regiones muy oscuras, así como también pequeñas nubecillas de alto brillo. Estas irregularidades en la an­chu­ra y el brillo de la Vía Láctea se perciben claramente a simple vista, y nos dan importantes claves para en­ten­der la naturaleza y la estructura del sistema estelar del que formamos par­te, es decir, nuestra galaxia.

La llamativa apariencia de la Vía Lác­tea en el cielo ha dado origen des­de el remoto pasado a variados y poé­ticos mitos y leyendas. El término Vía Láctea (que significa camino lechoso) es de origen romano, pero los primeros en denominarla “Galaxia” fueron los astrónomos griegos Anaxágoras y Eratóstenes, quienes se referían a ella como “Gala” (palabra que en griego sig­ni­fi­ca leche). En la mitología griega, la Galaxia se formó cuando Heracles, mientras era amamantado por su madre, la diosa Hera, arrojó hacia el cielo un chorro de leche. Otras culturas dieron origen a diversas leyendas sobre la Vía Láctea que compiten entre sí en imaginación y poesía; para los incas era polvo dorado de estrellas; para los europeos, el sagrado camino que guiaba a los peregrinos por los Pi­ri­neos para ir a Santiago de Compos­te­la; para los egipcios, trigo esparcido en el cielo por la diosa Isis; y para los es­quimales, un sendero de nieve que sur­caba la oscura bóveda celeste.

Pero, ¿qué es en realidad la Vía Lác­tea? Esta pregunta, en apariencia tan sencilla, no encontró respuesta si­no hasta las primeras décadas del siglo veinte, cuando se empezó a tener una idea clara de la forma y de las dimen­sio­nes del sistema estelar del cual for­ma­mos parte, de nuestra galaxia. Antes de esas fechas no sabíamos si­quie­ra si en el Universo existían otros sistemas estelares parecidos a ella, o si lo que ahora conocemos como la Gala­xia constituía la totalidad del Universo.

Hoy sabemos que nuestra Galaxia no es sino una entre una multitud de otras galaxias, y que como ella existen muchas otras. Un ejemplo cercano lo cons­tituye la galaxia espiral llamada NGC 4414. La visión moderna sobre el tamaño de la Vía Láctea ha ido sur­gien­do poco a poco en medio de gran­des controversias científicas.

Galileo Galilei fue el autor de una de las primeras explicaciones científi­cas sobre la naturaleza de la Vía Láctea. Hacia 1610, después de realizar las primeras observaciones astronómi­cas con el por entonces recién inven­ta­do telescopio, Galileo publicó su obra Sidereus Nuncius, el mensajero de las estrellas, en la cual reporta que la di­fu­sa y blanquecina luz de la Vía Láctea se debe a la suma del brillo de un gran número de estrellas, principalmente de estrellas muy débiles. Hoy sabemos que nuestra Vía Láctea es una galaxia que contiene más de cien mil millones de estrellas.

Muchos otros astrónomos y filóso­fos propusieron esquemas para des­cri­bir nuestro sistema estelar. Entre ellos destaca el filósofo alemán Im­ma­nuel Kant (1724-1804), con su idea de que nuestra galaxia es un “universo-isla”, y que como ella existen muchos otros. Las ideas de Kant tuvieron una profunda influencia en el pensamien­to posterior. Cabe mencionar tam­bién el esquema elaborado por Wil­liam Hers­chel, que data de fines del siglo XVIII y que representó el primer modelo cien­tí­fi­co, observacional y cuantitativo pa­ra nuestra galaxia, aunque resultó fa­lli­do principalmente porque aún no se había podido medir las distancias a las estrellas.

Fue hasta principios del siglo vein­te, cuando la calidad y la cantidad de datos disponibles se había incrementado notablemente y podía obtenerse las distancias a las estrellas, cuando el astrónomo holandés Jacobus C. Kap­teyn pudo refinar las técnicas de Herschel y elaborar en 1922 un modelo para nuestra galaxia, el llamado “Uni­verso de Kapteyn”. Lo más notable de este modelo es su reducido ta­ma­ño, ya que su diámetro es de 55 000 años luz, así como la posición central que en él ocupa el Sol —características que no eran hipótesis, sino desafortunadas consecuencias de no tomar en cuenta la absorción interestelar, que aún no se descubría. Al igual que el modelo de Herschel, pretendía ser una descrip­ción del Universo entero, el cual, según el pensamiento de entonces, coin­cidía con la Vía Láctea.

Pero el Universo de Kapteyn pre­sen­taba un problema que habría de resultar de fundamental importancia, ya que su solución llevaría a un drás­ti­co cambio en las ideas astronómicas sobre la estructura y dimensiones de nuestra galaxia, sobre la existencia de otras galaxias o “universos-islas” y la situación de la nuestra en un Universo ahora enormemente mayor. El problema estaba relacionado con la dis­tribución en el espacio de los lla­ma­dos cúmulos globulares, que son en­jam­bres esféricos compuestos por cen­tenares de miles de estrellas, ligadas entre sí por la fuerza de gravedad. Ac­tualmente conocemos más de 150 cú­mulos globulares en nuestra galaxia, y sabemos que las galaxias externas tam­bién cuentan con sus propios sistemas de cúmulos globulares.
 
El astrónomo norteamericano Har­low Shapley había iniciado desde 1915 el estudio sistemático de los cúmulos globulares e inventado un método pa­ra medir las distancias a ellos. Así pudo elaborar un mapa a escala de su dis­tri­bu­ción en el espacio y se percató de que tenía forma esférica. Con gran sor­pre­sa notó que el centro de la distribución no coincidía con el de las es­tre­llas. También sorprendente resultó el tamaño del sistema de cúmulos, mucho mayor que el de todo el Universo de Kapteyn.

La figura 1 ilustra la contradicción entre los resultados de Shapley y Kap­teyn. Puede verse claramente que los cúmulos globulares se ubican en un vo­lu­men mucho mayor que el que ocu­pan las estrellas; además, los centros no coinciden. Para resolver la con­tra­dic­ción, Shapley propuso que nues­tro sistema estelar es en realidad mucho más grande que el propuesto por Kap­teyn. El “universo” que Shapley pro­po­nía tiene la forma de un delgado dis­co cuyo centro coincide con el cen­tro del sistema de cúmulos globulares; su diámetro es de aproximadamente 100 mil años luz, y el Sol está situado muy lejos del centro, a unos 50 mil años luz. El sistema de cúmulos globu­lares tiene forma esférica y engloba simétricamente el disco de estrellas.
 
De esta manera, hacia 1922 los as­trónomos se enfrentaban a dos con­cep­cio­nes radicalmente distintas sobre la forma y el tamaño de nuestra gala­xia, ambas basadas en datos por en­ton­ces confiables. Fue necesario que pasaran otros diez años antes de que nuevas ob­ser­vaciones apoyaran decisiva­mente el modelo propuesto por Shapley. Un avance fundamental fue el descu­­bri­mien­to, en 1930, de la llamada absorción interestelar. El astrónomo esta­dou­nidense R. J. Trumpler encontró prue­bas contundentes de que el espa­cio entre las estrellas no era totalmen­te transparente, sino que estaba per­mea­do por una tenue neblina de gas y pol­vo. Tomando en cuenta los efectos de la absorción en la determinación de las distancias a las estrellas pudo resol­ver­se la contradicción en favor del esque­ma de Shapley.
 
 
FIG1

 

Forma y dimensiones de nuestra galaxia

Hasta hace unas cuantas décadas se pensaba que nuestra galaxia es un dis­co plano en rotación, de unos 100 000 años luz de diámetro, en el cual se con­centra la mayoría de las estrellas y to­do el gas y polvo. Un halo esférico con­céntrico rodea el disco, y en él es­tán situados los cúmulos globulares y al­gu­nas estrellas de características es­pe­cia­les. Más allá de los cúmulos glo­bu­la­res se encuentra el espacio intergaláctico, prácticamente vacío. A unos 150 mil años luz de nosotros se localizan las ga­laxias externas más cercanas —las Nu­bes de Magallanes— y para llegar a la ga­laxia de Andrómeda hay que recorrer distancias de dos millones de años luz.

 

Las galaxias externas, como la de An­drómeda, son sistemas estelares in­dependientes y ajenos a nuestra Vía Láctea; corresponden a los universos-islas imaginados por Kant. El proceso que llevó a reconocer que las gala­xias externas, denominadas entonces ne­bu­lo­sas espirales, son enormes sistemas estelares, análogos a nuestra Vía Láctea pero extremadamente lejanos, constituye uno de los capítulos más in­te­resantes de la astronomía reciente; mencionaremos sólo que, después de muchas discusiones, se llegó a la con­clusión de que las dimensiones reales del Universo excedían por varios órde­nes de magnitud las contempladas en el Universo de Kapteyn o incluso el de Shapley. Por cuanto se refiere a la Vía Láctea, nos hemos dado cuenta re­cien­te­mente que de nuevo se habían sub­es­timado sus dimensiones. No obstan­te lo anterior, la década de 1930 fue fructífera en resultados sobre los movi­mientos de las estrellas en nuestra Ga­laxia, y sobre la rotación de su disco.

El estudio de los movimientos de las estrellas situadas en el entorno ­so­lar llevó al astrónomo holandés J. Oort a concluir que la gran mayoría de las es­trellas de la Vía Láctea se mueven en ór­bitas casi circulares, alrededor de un centro situado a unos 25 000 años luz del Sol, y que ese centro coincide con el de la galaxia. Oort también mostró que las órbitas de estas estrellas están confinadas a un delgado disco. Así, la imagen que emergía es la de nuestra ga­laxia como sistema estelar cuya com­ponente dominante es un disco de es­trellas y gas, aplanado y en rotación, rodeado de un tenue halo esféri­co. La rotación del disco nos permite es­timar la masa de la galaxia así como su distribución.
 
Todo parecía así indicar que la Vía Láctea es un sistema estelar similar a la galaxia de Andrómeda. Sin embar­go, la característica más llamativa de es­tas galaxias es su estructura espiral: tie­nen dos o más brazos que emanan de su re­gión central. La pregunta sur­ge de in­me­diato: ¿posee nuestra gala­xia una es­truc­tura espiral? La res­pues­ta eludió a los astrónomos durante algunos años, pero finalmente pudo mostrarse contundentemente la existencia de brazos espirales en la Vía Láctea.

El problema estriba en que desde la posición que ocupa el Sol en la Vía Láctea —ubicado en el disco y rodeado de multitud de estrellas, polvo y gas—, es difícil percibir las características globales de la galaxia. El astrónomo es­tadounidense W. Baade se dio cuen­ta de que en las galaxias externas los bra­zos espirales quedan claramente delineados por las estrellas azules más brillantes y las nebulosas gaseosas, y propuso que para encontrar brazos es­pirales en nuestra galaxia había que estudiar este tipo de objetos.
 
La idea de Baade fue puesta en prác­tica por W. W. Morgan y sus colabora­do­res, quienes en 1951 publicaron el primer diagrama de la estructura es­pi­ral de nuestra galaxia. En nuestros días se sigue empleando la técnica su­gerida por Baade, pero se complemen­ta con técnicas infrarrojas y radioas­tro­nómicas, que han resultado ser de fundamental importancia en el estudio de la estructura de nuestra galaxia.

La investigación sobre las causas de la formación de brazos espirales en algunas galaxias continúa siendo de gran actualidad. Se piensa que los bra­zos espirales pueden identificarse con ondas de densidad, esto es, ondas de com­presión del material galáctico, aná­lo­gas a las ondas sonoras, que se pro­pagan en el disco galáctico. Ello lle­va a la concepción de los brazos espi­ra­les como estructuras transitorias, que se forman al llegar la onda de densidad, y se esfuman una vez que ésta ha pasado. Lo que persiste es el patrón es­pi­ral global. Pese a su indudable éxi­to, las ideas modernas sobre la estruc­tura espiral de las galaxias dejan aún muchos problemas sin explicar, y se sigue trabajando en ellos.
 
La región central de nuestra Gala­xia es difícil de estudiar, pues se en­cuen­tra oculta tras densas nubes de polvo. Fue necesario que se desarro­lla­ran técnicas de observación en el in­fra­rrojo y desde satélites para poder obtener información confiable sobre es­ta región. Hoy sabemos que, al igual que otras galaxias, la nuestra posee un bulbo rodeando la región central, el cual tiene unos 10 000 años luz de ra­dio y está formado principalmente por estrellas rojizas.
 
Inicialmente, por simplicidad, se su­pu­so que la forma del bulbo es es­fé­rica, pero observaciones recientes, prin­ci­palmente las del satélite cobe (Cosmic Background Explorer), en con­junción con estudios sobre los movimientos de las estrellas en esa región, han re­ve­lado que, en realidad, el bulbo es alar­gado, tiene forma de barra, su lon­gitud es unas tres veces mayor que su grosor, y apunta aproximadamente en dirección del Sol.
 
Si fue difícil reconocer que el bulbo de nuestra Galaxia tiene en realidad for­ma de barra, el estudio de la región central lo ha sido mucho más aún. El in­terés se despertó desde la década de 1950, cuando se encontró una fuen­te compacta que emite intensamente en radiofrecuencia. Hoy sabemos que esa fuente, llamada Sagittarius A*, es­tá asociada a un hoyo negro situado jus­to en el centro de la galaxia.

La región central de la galaxia aún encierra grandes misterios. Imaginemos que paulatinamente nos acercamos al centro de la galaxia, a unos 500 años luz de Sagittarius A*, y notamos que la densidad de estrellas se vuelve cada vez mayor, y distinguimos numerosas nubes de gas mo­lecular, más calientes y turbulentas que las nubes del disco. Más cerca aún del centro, a unos 25 años luz, nos en­con­tramos con un anillo de gas en ro­ta­ción, y en su interior, a 5 años luz del centro, una “cavidad” central, casi sin gas; ese escaso gas forma allí una mini­espiral. En esta región abundan las es­trellas, incluso las jóvenes. Acer­cán­do­nos aún más, a unos cuantos días luz del centro, nos encontramos con un cúmulo de estrellas sumamente denso: un millón de veces mayor a la densi­dad que observamos cerca del Sol. Los rápidos movimientos de estas es­tre­llas (cuya velocidad sobrepasa 1 000 kiló­me­tros por segundo) nos han permiti­do conocer la masa del objeto central.
 
Hasta muy recientemente se du­da­ba de la existencia de un agujero ne­gro central en nuestra galaxia. Sin em­bar­go, las observaciones del denso cú­mu­lo central han permitido trazar las ór­bi­tas de algunas de sus estrellas (figura 2). Estas órbitas implican la exis­tencia de una masa de aproximadamente 3.6 millones de veces la masa solar con un radio de menos de 6 horas luz. La única alternativa hoy viable para esta concentración de masa es un agujero negro. Con ello, la Vía Lác­tea constituye un interesante ejem­plo de una galaxia normal (es decir, no explosiva) con un aguj ero negro su­permasivo en su centro.
 
FIG2
 
 
El halo galáctico y la Vía Láctea

Al igual que los brazos espirales, los ha­los galácticos son más fáciles de dis­tin­guir en galaxias externas a la nues­tra. La dimensión total del halo de nues­tra galaxia es difícil de determinar. Parte de la dificultad consiste en que el halo es tenue, escasamente po­bla­do, pero también que no es posible establecer un borde nítido en el cual el halo termine abruptamente. Una in­di­cación de la extensión del halo podría ser el radio total del sistema de cúmulos globulares, otra podría ser la distancia máxima, medida desde el cen­tro de la galaxia, a la que se encuen­tren objetos pertenecientes al halo, o bien la distancia máxima que puedan alcanzar en su recorrido orbital aquellos objetos que temporalmente se en­cuentren cerca del Sol pero que tengan velocidades extremadamente altas, cer­canas a la velocidad de escape.
 
Los cúmulos globulares más lejanos distan unos 150 000 años luz del cen­tro de la Galaxia, lo cual implica que el radio del halo es de por lo menos de 150 000 años luz. Es un tamaño enor­me si lo comparamos con el diá­me­tro visual aparente que presentaría nuestra galaxia ante un observador ex­ter­no a ella, o con el diámetro apa­rente de galaxias parecidas a la nuestra. Sin embargo, hay razones para pensar que el halo se extiende hasta distancias mu­cho mayores aún.
Mediante métodos ópticos y ra­dio­astronómicos se ha logrado estudiar la rotación de una serie de galaxias cerca­nas a la nuestra. La velocidad de ro­ta­ción en cualquier punto de una ga­la­xia está relacionada con la masa interior en ese punto. A mayor masa, mayor se­rá la velocidad de rotación observada. El resultado sorprendente ha sido que incluso a grandes distancias de su cen­tro, las galaxias continúan rotando a velocidad casi constante; dicho en otras palabras, la masa de las galaxias se extiende mucho más allá de sus dis­cos brillantes y es muy superior a la que podría inferirse a partir de éstos.
 
Así se concluye que la mayor parte de la masa de las galaxias está cons­ti­tui­da por materia no luminosa. De he­cho, la materia “oscura” no emite ra­dia­ción en ninguna de las frecuencias que se ha explorado, desde los rayos gama y x hasta las ondas de radio; la materia oscura delata su existen­cia únicamente a través de la fuerza gra­vitatoria que ejerce sobre la materia brillante, la cual sí emite radiación.

Pero incluso antes de haberse ob­ser­vado la rotación de las galaxias ex­ter­nas ya había indicios de que la ­ma­sa de las galaxias debería ser mucho ma­yor que la que se infería a partir de sus discos y halos luminosos. Así por ejem­plo, se conocen muchas galaxias dobles y múltiples que parecen orbitar una en torno a otra. Para que ello ocu­rra, es menester que estén ligadas por la fuerza gravitatoria mutua; sin em­bar­go, la masa de la galaxia, que se infiere a partir de la materia visible en ella es insuficientes para ligar los sistemas. Ello nos hace pensar que al cal­cular la masa de las galaxias a partir del material luminoso hemos come­ti­do un error, y que en ellas debe haber mucho material oscuro que no con­tri­buye a su luz, pero que sí contribuye a su masa. El error es grande: ¡solamen­te 10% de la masa es visible!
 
Claramente, es de gran importancia establecer cuál es la verdadera ma­sa y extensión de nuestra Galaxia. El es­tu­dio de los movimientos de estrellas que momentáneamente se en­cuen­tren cerca del Sol pero cuyas órbitas ga­lácticas las lleven a las regiones más lejanas puede darnos información per­tinente.

Las estrellas más veloces que se co­nocen tienen velocidades, respecto del centro de la galaxia, que llegan a so­bre­pasar 400 kilómetros por segun­do. Pa­ra efectos de comparación, men­cio­ne­mos que la velocidad del Sol res­pec­to del mismo centro es de aproximada­men­te 220 km/s. Puede calcularse que una estrella que pase cerca del Sol a una velocidad de 400 km/s puede alcanzar distancias de más de 150 000 años luz. La velocidad que debería tener un ob­je­to cercano al Sol para que pudiera es­ca­par­se de la Galaxia es de unos 560 km/s. De esta manera, se ha visto re­cien­te­men­te que la masa total de la Vía Láctea puede ser un billón de veces la masa del Sol, que el radio del ha­lo pue­de sobrepasar 300 000 años luz y, al igual que en las galaxias externas, la mayor parte de esta masa es invisi­ble. Los resultados más recientes de muy diversa índole apuntan en la mis­ma dirección: tanto la masa como la ex­ten­sión de nuestra Galaxia son mu­cho mayores de lo que se pensaba ha­ce apenas unas décadas.
 
Su evolución temprana

En la actualidad pensamos que las ca­racterísticas del halo galáctico son un reflejo de las condiciones físicas que se dieron en las primeras etapas de la vida de la galaxia. En efecto, los po­bla­dores del halo son, sin excepción, es­tre­llas extremadamente viejas, cuya composición química es casi exclusi­va­men­te hidrógeno y helio. La abun­dan­cia de otros elementos químicos en ellas son cientos o miles de veces me­no­res que las observadas en estrellas como el Sol, lo cual nos indica que los pobladores del halo pertenecen a las primeras generaciones de estrellas que se formaron en la galaxia.

Según ideas ahora ya clásicas, la Vía Láctea era inicialmente una gran nu­be de gas (principalmente hidró­ge­no y helio) en lenta contracción; las pri­me­ras estrellas se condensaron en las partes más densas de ese gas; al­gu­nas de ellas (las de mayor masa) pa­sa­ron rápidamente por su ciclo evolutivo, y le regresaron al gas los restos de las reacciones nucleares que ocurrieron en su interior; en consecuencia, el gas se enriqueció en elementos quí­mi­cos más pesados que el hidrógeno, co­mo el helio, el carbono, el nitrógeno, el oxígeno, etcétera. Algunas de las es­tre­llas de las primeras generaciones (las de menor masa) aún sobreviven; las observamos hoy como objetos muy viejos en el halo galáctico.
 
Los movimientos de los objetos per­tenecientes al halo son muy dis­tin­tos a los del disco, en donde los mo­vi­mien­tos de las estrellas y el gas están con­fi­na­dos a un plano, y las órbitas son prác­ti­ca­men­te circulares. En cambio, las órbitas de los objetos del halo son muy excéntricas —su forma es casi rec­ti­lí­nea; no muestran ninguna prefe­ren­cia por el disco de la galaxia, su orienta­ción ocurre al azar.
 
Se ha propuesto que los diferentes movimientos de los objetos del dis­co y del halo son también una conse­cuen­cia de las condiciones que imperaban en las primeras etapas de la evo­lu­ción de la galaxia. Cuando se conden­sa­ron las primeras estrellas, ésta era una nube de gas aproximadamente es­fé­ri­ca; las primeras generaciones de es­tre­llas se precipitaron hacia su cen­tro de gravedad, casi en caída libre; de ahí que sus órbitas sean muy alargadas y estén orientadas en todas direc­cio­nes. El gas no condensado en es­tre­llas pronto se aplanó, formando un dis­co. Las generaciones subsecuentes de es­tre­llas se formaron a partir del gas del disco; en él, los movimientos del gas inicialmente fueron turbulentos, pero al cabo de poco tiempo se circulariza­ron, en consecuencia, las órbitas de las estrellas pertenecientes al disco son pla­nas, concéntricas y casi circulares.
 
Estas ideas fueron desarrolladas prin­ci­palmente por O. Eggen, D. Lyn­den-Bell y A. Sandage en un artículo pu­blicado en el año de 1962, ahora ya clásico. Desde entonces, ha habido mu­chos refinamientos y modificacio­nes al esquema. Hoy sabemos, por ejem­plo, que existen objetos anómalos: es­tre­llas ricas en elementos pesados, ­pero con órbitas muy alejadas del plano o muy excéntricas, y viceversa; asi­mis­mo se piensa que la materia oscura jue­ga un papel crucial en la formación de las galaxias, y que la captura de gala­xias enanas es importante para enten­der la evolución de las grandes gala­xias, como la Vía Láctea.
 
 
  articulos  
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Christine Allen Armiño
Instituto de Astronomía, Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es investigadora titular del Instituto de Astronomía, unam. En 2006 fue electa presidenta de la Comisión 26 (estrellas dobles y múltiples) de la Unión Astronómica Internacional. Sus áreas de investigación son astronomía y astrofísica.
 
como citar este artículo
Allen, Christine. (2009). La Vía Láctea, nuestra galaxia. Ciencias 95, julio-septiembre, 20-27. [En línea]
     

 

       
 
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Los laberintos del NO en la creación, a propósito de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas

Ana María Cetto

   
   
     
                     
                     
En 1825, el Servicio Postal de Estados Unidos creó una ofi­ci­na especial (Dead Letter Office) adonde iban a parar las in­nu­me­rables cartas que no podían entregarse a su destinatario. De una de sus filiales fue des­pe­dido Bartleby antes de que lo contratara un abogado mayor, dueño de una oficina en Wall Street. La obra de Herman Melville, Bartleby el escribano, publicada en 1853, cuenta la historia de este personaje singular, a quien cada vez que se le encargaba un trabajo res­pon­día de entrada: preferiría no hacerlo. Melville escribió es­ta novela porque su obra maestra Moby Dick no se vendía tan bien como había esperado.
Ahora Enrique Vila-Matas ha escrito una obra motivado por la historia del personaje de Melville. El libro Bartleby y compañía habla de aquellos que dejan de escribir e indaga sus razones para preferir no ha­cerlo. Con este fin, rastrea el amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura: la atracción negativa o la pulsión por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente —o quizás precisa­men­te por eso— no lleguen a es­cribir nunca, o bien escriban uno o dos libros y luego re­nun­cien a la escritura, o bien tras iniciar con éxito una obra, que­den un día literalmente pa­ra­li­zados para siempre.

El autor explora los vericue­tos del laberinto del no, donde se encuentra, según él, “el úni­co camino que queda abier­to a la auténtica creación literaria, una tendencia que se pregunta qué es la escritura y dón­de está, y que merodea alrededor de la imposibilidad de la misma”. Sólo de este la­be­rin­to puede surgir la escritura por venir, afirma, por esto, en vez de un libro escribió un compendio de notas de pie de página, las notas al texto invisible, al libro ausente —pero no necesariamente por ello inexistente.

En la negación del escritor, fraguada en la obra de una cons­telación de autores que in­clu­ye a Hoffmannsthal, Kaf­ka, Musil, Beckett, Rimbaud y Salinger; en el mundo de Ro­bert Walser el copista y Juan Rulfo el oficinista, hay que ras­trear ese camino que queda abierto a la auténtica creación literaria. Y en el proceso se des­cu­bre que los motivos para no escribir o dejar de hacerlo pue­den ser muy variados.

A los 19 años Rimbaud con­sideró que ya había escrito toda su obra y cayó en un si­len­cio literario que duraría has­ta el final de sus días, mien­tras Guy de Maupassant dejó de es­cribir por creerse inmortal; Clara Whoryzek (La lám­pa­ra íntima, 1892) concluyó que era más sensato no escribir los libros que había pensado por­que eran como pompas de jabón que no se dirigían a nadie, de modo que no serían leídos ni por sus amigos; a Juan Rul­fo se le murió el tío Celerino, que era quien le contaba las historias; y el triestino Bobi Baz­len consideraba que casi todos los libros escritos no son más que notas de pie de pá­gina, infladas hasta convertirse en volúmenes. por lo que, después de haber leído todos los libros en todas las lenguas, y cuando sus amigos creían que acabaría por escribir un li­bro que sería una obra maestra, escribió sólo sus Note sen­za testo (1970).

A veces se abandona la es­critura porque se cae en un es­tado de locura del que ya no se recupera jamás, como es el caso de Hölderlin, quien estuvo encerrado los últimos 38 años de su vida en la buhardilla de un carpintero escribiendo versos raros e incomprensibles. Kafka, por su parte, no cesó de aludir a la imposibilidad esen­cial de la materia literaria, sobre todo en sus Diarios; mien­tras Wittgenstein, quien sólo escribió dos libros —el célebre Trac­tatus y un vocabulario rural aus­tria­co— externó en más de una ocasión la dificultad que para él entrañaba exponer sus ideas.

Otros grandes escritores se han visto paralizados ante las dimensiones absolutas que con­lleva toda creación. Algunos llegan al extremo de ser ágrafos, que sin embargo, paradójicamente, pueden constituir literatura. Manuel Pénabou, en Por qué no he escrito nin­gu­no de mis libros, explica: “so­bre to­do no vaya usted a creer, lec­tor, que los libros que no he es­crito son pura nada. Por el con­trario (que quede claro de una vez), están como en suspensión en la literatura universal”.

Hay quienes sí escriben, pe­ro para crear personajes que se pierden en el laberinto del no. En el siglo xix, Hoffmann y Balzac crean pintores que no pueden pintar más que un frag­men­to de una figura soñada como perfecta. Gide construye un personaje que recorre to­da una novela (Paludes, 1895) con la intención de escribir un libro que nunca escribe. La pa­radigmática Carta de Lord Chan­dos dirigida a Francis Ba­con (Hoffmannstal, 1902) des­cri­be la crisis de lenguaje de su autor, que no le permite expre­sar adecuadamente la experiencia humana y lo hace prometer que no escribirá nunca más una sola línea. Más tarde, Musil convierte casi en un mito la idea de un “autor improductivo”’ en El hombre sin atributos (1930-1942). Monsieur Tes­te, el alter ego de Valéry, no sólo ha renunciado a escribir, sino que incluso ha arrojado su biblio­te­ca por la ventana.

Claro está que hay quienes usan algún truco para negarse a escribir por temporadas o para siempre. Como Stendhal, quien estuvo aguardando años a que le llegara la inspi­ra­ción, o el poeta Pedro Garfias, quien pasó una infinidad de tiempo sin escribir una sola línea porque buscaba un adjetivo. En realidad más de 99% de la humanidad se inclina, al más puro estilo Bartleby, por no escribir: porque no sabe, o cree que no sabe, o no tiene ganas, o prefiere hacer otra cosa.
 
También hay los que se opo­nen activamente a la es­cue­la de Bartleby, legándonos miles de páginas escritas. Al­gu­nos de ellos recorren con mu­cho éxito el laberinto del SÍ. Recordemos a Georges Sime­non, el más prolijo de los auto­res en lengua francesa, quien en el curso de 60 años publicó 193 novelas con su nombre y 190 con diferentes seudó­ni­mos, 25 obras autobiográficas y más de un millar de cuen­tos, además de obras menores. Con orgullo hablaba de las téc­nicas que empleó para incrementar poco a poco su eficien­cia hasta permitirle escribir ocho cuentos en un día.
Decía Wittgenstein que si al­gún día escribiera el libro de las verdades éticas —expre­san­do con frases claras y compro­bables qué es el bien y qué es el mal en un sentido absoluto— ese libro haría estallar to­dos los demás libros en mil pedazos. Enorme ambición, da­do el antecedente de las Ta­blas de la Ley de Moisés, cuyas líneas se revelaron incapa­ces de comunicar la grandeza de su mensaje. Al respecto apun­ta Vila-Matas: “qué es­pan­to si sólo existiera el libro de Wit­tgenstein, y nosotros tuviéramos que acatar ahora su ley. Mejor quedarse con uno de los dos que escribió Rulfo que con el que, gracias a Moisés, no es­cri­bió Wittgenstein”. El libro ausente de Wittgenstein es, afortunadamente, un libro imposible. Parafraseando a D.

At­tala, el simple hecho de que existan millones de libros es la prueba de que ninguno con­tie­ne la verdad total.
 
“Escribir no es más que re­nun­ciar a todo lo que no se pue­de escribir”, parecen decirnos todos estos escritores. Pe­ro a veces es necesaria la renuncia. Escribir es una actividad de alto riesgo y, en este sentido, la obra escrita, si quiere tener validez, debe abrir nuevos caminos o perspectivas y tratar de decir lo que aún no se ha dicho. Porque pueden existir miradas nuevas sobre los nue­vos y los viejos objetos, y por lo tanto es mejor correr el ries­go y escribir, que no hacerlo.
El autor que trata de ampliar las fronteras presentes de lo humano puede fracasar. En cambio, dice Vila-Matas, “el autor de productos literarios con­ven­cionales nunca fra­ca­sa, no corre riesgos, le basta apli­car la fórmula de siempre, su fórmula de académico aco­mo­dado, su fórmula de ocul­ta­miento”.

Qué familiar nos suena es­to, si pensamos en la tarea de escribir y publicar en ciencia. Una actividad también de alto riesgo, cuyo producto, si quie­re tener validez, debe abrir nue­vos caminos o brindar pers­pec­ti­vas novedosas; decir algo que aún no se ha dicho. Y también en el campo de la ciencia hay ejemplos paradigmáticos de autores que han optado por perderse en los laberintos del no. Kurt Gödel, cuya obra ha tenido un im­pac­to revolucionario en la lógica de las matemáticas, publicó en vida una escasa docena de tra­ba­jos. Prácticamente a partir de su ingreso al Insti­tu­to de Estudios Avanzados de Princeton, a los 40 años de edad, dejó de publicar del todo. Lo que no ha impedido que se produzca una colección de cinco volúmenes con sus obras completas, que incluyen manuscritos y notas no publicadas, ampliamente comenta­das por terceros.

Peter Higgs publicó apenas un puñado de artículos de investigación durante su vi­da activa como físico teórico —tres de ellos acerca del mecanismo que confiere masa a las par­tí­culas elementales, que aho­ra lleva su nombre. A partir de entonces resistió la cre­cien­te presión institucional por publicar, con el argumento de que lo haría cuando tuviera otra vez algo nuevo que co­municar. Lo que no ha im­pe­di­do que otros autores hayan publicado ya más de 8 400 ar­tículos con el nombre de Higgs en el título.Pero a diferencia de los es­­cri­tores del club de Bar­tle­by, para la mayoría de los cien­tí­fi­cos es demasiado grande el ries­go que se corre al no pu­bli­car. Antes es pre­fe­ri­ble per­der­se en la espiral del sí —o me­jor di­cho, del y ­sí…— donde lo importante no es callar, sino por el contrario, tra­tar de decir­lo todo, aun a ries­go de repe­tirse.

¿Podría alguien alguna vez pretender, a la manera de Witt­genstein, escribir el libro de las verdades científicas que ha­ría estallar todos los demás ­libros en mil pedazos? ¿Acaso sería posible, mediante una gran obra semejante a las Tablas de Moi­sés, comunicar la grandeza del mensaje entero de la natu­raleza?
También en este caso el gran libro ausente es un libro imposible, pues el simple hecho de que existan millones de libros (y artículos) es la prueba de que cada uno de ellos contiene cuando mucho sólo frag­men­tos de la verdad. Siguiendo el símil, podría decirse que hacer ciencia implica renunciar a la posibilidad de conocer la verdad total. Ya que se han perdido las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar continuamente nuestros modos de exploración y representación. Seguiremos haciendo ciencia porque la na­turaleza, en su inmenso mis­te­rio, se dará a conocer sólo asin­tóticamente, nunca de ma­nera plena.
 
 
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Referencias bibliográficas
 
Vila-Matas, Enrique. 2000. A propósito de Bartleby y com­pañía. Anagrama, Barcelona.
 
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Ana María Cetto
Instituto de Física, Universidad Nacional Autónomal de México.
 

como citar este artículo

Cetto, Ana María. (2009). Los laberintos del NO en la creación a propósito de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas. Ciencias 95, julio-septiembre, 72-74. [En línea]
     
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