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¿Cómo sonreír "naturalmente"? 133B06 
 
 
 
Antonio Damasio
 
                     
En el lenguaje de un actor, conocer es sinónimo de sentir
Konstantin Stanislavski

El problema ha sido reconocido desde hace largo tiempo
por los actores profesionales y es lo que ha llevado a distintas técnicas de actuación. Algunas, bien representadas por actores como Laurence Olivier, se basan en habilidosamente crear, bajo control de la propia voluntad, un conjunto de movimientos que de manera creíble sugieran emociones. Calcadas en un detallado conocimiento de cómo las emociones (su expresión) son vistas por alguien desde fuera y en la memoria de lo que se suele resentir cuando tales cambios exteriores ocurren, los grandes actores de esta tradición las simulan con total determinación. Que pocos lo logren es una medida de los obstáculos que la fisiología del cerebro les impone.
 
Otra técnica, cuyo ejemplo más conocido es el método de actuación de Lee Strasberg y Elia Kazan (inspirado en el trabajo de Konstantin Stanislavski), se basa en que los actores deben generar una emoción, crear lo que realmente sucede en lugar de simularlo. Esto puede ser más convincente y envolvente, pero requiere un talento especial y una madurez para manejar el proceso automático que desata una emoción real.
 
     
Referencias bibliográficas

Fragmento tomado de Descartes Error. Emotion, Reason, and the Human Brain. 1994. Penguin Books, Nueva York, 2005.

     

     
Antonio Damasio
Brain and Creativity Institute,
University of Southern California.

Traducción, selección y epígrafe
César Carrillo Trueba
     

     
 
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Sofía González Salinas, Laura Mejía García,
Sergio M. Sánchez Moguel y Andrómeda I. Valencia Ortiz
     
               
               
El ser humano siempre ha buscado conocer los elementos
de su entorno, aprendió a ponerle nombre a los objetos, a las personas y, por supuesto, a las emociones derivadas de sus vivencias. Si bien las emociones, tanto agradables (alegría, amor, etcétera) como desagradables (enojo, miedo, etcétera), tienen una función adaptativa, una exacerbada expresión o prolongada duración de las mismas se relaciona con el inicio y mantenimiento de diversas psicopatologías. De acuerdo con Ostrosky y Vélez, en años recientes se ha incrementado el interés por el estudio de las respuestas emocionales debido a sus múltiples implicaciones en la salud mental y en una mejor comprensión de las bases fisiológicas de las emociones, así como por el desarrollo de la “neurociencia afectiva” como una disciplina. Por lo tanto, se espera que una mejor comprensión de las bases biológicas que subyacen a las emociones pueda enriquecer el trabajo terapéutico que se realiza para lograr su modulación y expresión adaptativa. Con base en estudios recientes, se identifica que la psicoterapia es un método efectivo para lograr un estado de homeostasis neuropsicológica, es decir, tanto el estado mental del paciente como la actividad cerebral generan cambios que propician respuestas adaptativas y por lo tanto la recuperación del individuo.
 
Las emociones son expresiones o reacciones psicofisiológicas ante diversos estímulos y que implican tres tipos de componentes: 1) comportamentales, 2) autonómicos y 3) hormonales. Originadas por estímulos ambientales y un sustrato neurobiológico particular, de acuerdo con el estímulo, las emociones generalmente se acompañan de sentimientos, pensamientos y estados corporales característicos. Por otro lado, los sentimientos son el resultado de las emociones, son evaluaciones conscientes de nuestras emociones. Según Ekman, las emociones básicas son: el miedo, la ira (enojo), el disgusto, la tristeza, la alegría y la sorpresa.
 
A pesar de que las respuestas emocionales son innatas, a lo largo de la vida las interacciones sociales y los factores culturales de cada región modelan cómo se viven y expresan; por ejemplo, en países latinoamericanos es común vincular a las mujeres con la expresión abierta de emociones como alegría y tristeza, mientras que los hombres socialmente tienen más permitido expresar emociones asociadas con su masculinidad, como el enojo.
 
Existen diversas patologías que tienen su fundamento en anomalías en el procesamiento de las emociones, como el síndrome de Korsakoff, la psicopatía, esquizofrenia, el consumo de drogas, la bipolaridad, la depresión, el estrés postraumático, la ansiedad y la melancolía. El estudio de los síndromes anteriores ha contribuido sustancialmente a la identificación de las bases neurobiológicas de diversas emociones.
 
La capacidad de sentir o de percibir las emociones de otros tiene un sustrato neurobiológico encabezado por el sistema límbico (corteza límbica, formación hipocampal, área septal e hipotálamo) y la amígdala (figura 1). A través de la conexión que tiene la formación hipocampal con la corteza entorrinal, que a su vez conecta con la amígdala, el hipocampo participa en la formación de memorias vinculadas con emociones, encargándose de reconocer los detalles de la experiencia emotiva. El hipotálamo libera hormonas que a su vez modulan la liberación de otras por parte de la glándula pituitaria, controlando finalmente la temperatura, la ingesta de agua y comida, la conducta sexual y la reproducción, los ciclos de sueñovigilia, la agresión, el miedo y la felicidad; así, las emociones pueden afectar funciones biológicas básicas.
 
Por otra parte, la activación de la amígdala lleva a una sensación de miedo y a un incremento en el estado de alerta; su conexión con diversas cortezas hace que los juicios se realicen con base en esta sensación de temor. Además del sistema límbico y la amígdala, se han estudiado otras estructuras cerebrales para entender las bases neurobiológicas de las emociones; los núcleos talámicos anterior y medio dorsal junto con los cuerpos mamilares se relacionan con la integración y sincronización de emociones y memoria, esto demostrado principalmente por estudios en pacientes con el síndrome de Korsakoff. Finalmente, la corteza orbitofrontal es la región del lóbulo frontal relacionada con la toma de decisión, al parecer está implicada en convertir los juicios y sentimientos a conductas apropiadas. Al igual que la amígdala, dicha corteza tiene una función importante en la aparición de la ira y las reacciones emocionales violentas, además participa en la supresión y regulación de tales conductas.
 
Como si habláramos de un tumor, hay emociones y estados de ánimo que dentro de la sociedad se perciben como malignos, desfavorecedores: ira, ansiedad y melancolía. Antes de proseguir con la descripción de las emociones o estados de ánimo es pertinente mencionar las diferencias entre estos dos conceptos. La emoción ocurre después de un estímulo o evento específico; la emoción es intensa pero de corta duración. Por el contrario, cuando hablamos de estado de ánimo no hay un evento claramente definible que lo haya desencadenado y su intensidad es baja pero de mayor duración; con base en lo anterior podemos decir que la ira es una emoción mientras que la ansiedad y melancolía serían estados de ánimo. La ira, una palabra fuerte al momento de empujarla fuera de la boca y, así como pugnamos al pronunciarla, es una ardiente sensación que nos conecta con nuestra naturaleza animal para responder con agresividad, huir de la situación estresante o que nos paraliza por un temor extremo.
 
Las estructuras que se hallan implicadas en la sensación de ira son la amígdala, el hipotálamo y la sustancia gris periacueductal, en conjunto denominados “sistema básico de amenaza”. Un sentimiento incrementado de enojo o de ira puede ocurrir por la exposición a un miedo extremo —demostrado en los pacientes que sufren estrés postraumático, los cuales tienen una hiperreactividad de la amígdala, lo que se relaciona con la percepción y expresión exageradas de miedo. Los pacientes con tal síndrome también poseen una deficiente actividad de la corteza prefrontal, lo cual explica el fallo o la dificultad en la extinción de la conducta y el incremento en la atención hacia estímulos relacionados con el evento traumático así como una función deficiente del hipocampo, lo que les impide apreciar de manera adecuada los contextos como seguros y mantiene el recuerdo de la experiencia traumática.
 
La ira también se presenta cuando hay frustración, cuando no se obtiene lo deseado a pesar de realizar una acción particular; esto se ha demostrado en pacientes con psicopatía, un desorden de la personalidad caracterizado por una falta de preocupación por los sentimientos de los demás y poca empatía y respeto de las normas y obligaciones sociales, los cuales, si bien tienen un alto riesgo de conductas agresivas, no presentan una hiperreactividad del sistema básico de amenaza. En los pacientes con psicopatía hay una deficiente actividad de la amígdala vinculada con el sentimiento de ira.
 
Por su parte, la ansiedad nace de la preocupación. Todos tenemos preocupaciones y actuamos anticipadamente, previniendo el peligro antes de que éste ocurra, por lo que la ansiedad tiene una función adaptativa. No obstante, cuando persiste por más de seis meses y ocurre en etapas de la vida en las que el individuo ya no se está desarrollando (es normal, por ejemplo, que los niños que asisten por primera vez a la escuela sientan ansiedad, pero este sentimiento debe desaparecer después de unas semanas) se habla entonces de un trastorno de la ansiedad —se espera que en la edad adulta los sentimientos de ansiedad sean mucho menores que en la infancia para eventos similares.
 
La aplicación de ansiolíticos y antidepresivos ha permitido identificar que los sistemas de neurotransmisión implicados en los desórdenes del ánimo, incluida la ansiedad, son la serotonina, la norepinefrina, la dopamina y el ácido gamma-aminobutírico (gaba). Las proteínas sintetizadas a partir de genes relacionados con la señalización de tales neurotransmisores desempeñan también un papel importante, ya que desde el nacimiento puede existir alguna alteración genética que predisponga a presentar una respuesta incrementada o disminuida de ansiedad. El sistema de la amenaza anteriormente mencionado también es responsable de las conductas de ansiedad.
 
En cuanto a la melancolía, se caracteriza por una constante tristeza, es un estado de ánimo en el que, por lo general, en lo que más se esfuerza la gente es en superar la tristeza. La melancolía, clínicamente conocida como depresión endógena, se caracteriza por una baja expresión de emociones, un aletargamiento de los movimientos, alteraciones cognoscitivas —problemas en la concentración y memoria de trabajo—, alteraciones del sueño, pérdida de apetito y por ende de peso, además de una reducción de la líbido y con frecuencia psicosis. Algunos de los rasgos que diferencian la melancolía de la depresión son que en la melancolía hay un incremento en el cortisol (hormona del estrés), se presentan alteraciones psicomotoras y en la estructura del sueño (una latencia menor de aparición del sueño de movimientos oculares rápidos y mayor duración de éste y menor duración de sueño profundo); entre las alteraciones en la estructura cerebral, un trabajo reciente reportó que, a diferencia de pacientes depresivos no melancólicos, los melancólicos presentan una desconexión funcional (i.e. su actividad eléctrica no está coordinada adecuadamente) de la ínsula anterior y la red de atención derecha frontal; se sugiere que tales anomalías encontradas podrían dar respuesta a la empobrecida variedad y calidad afectiva de los pacientes con melancolía.
 
El cincel del alma
 
Es común escuchar frases como: “eres lo que piensas”, “para cambiar tu cuerpo primero tienes que cambiar tu mente”, “todo está en tu cabeza”; este tipo de expresiones se encuentran presentes en nuestra vida cotidiana, sin embargo, no suelen acompañarse de estrategias o de una explicación de cómo se puede cambiar nuestros pensamientos y sensaciones. Según la Organización Mundial de la Salud (oms), la definición de salud es un “estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”.
 
Los seres humanos tenemos emociones y podemos enfermar de ellas. Desde el plano médico, se debe descartar una enfermedad o alteración metabólica que esté provocando los cambios en el estado de ánimo, mientras en la terapia psicológica es el trabajo del paciente junto con el del terapeuta lo que logrará un cambio pertinente en lo que el primero considere como afección; ésta puede ser un bálsamo para las emociones que nos aquejan.
 
La psicoterapia es un tratamiento formal que reciben los pacientes mediante el uso de técnicas o estrategias psicológicas y no con fármacos, cuyo objetivo es el de resolver problemas de naturaleza emocional, considerando que la persona que brinda el servicio está capacitada y entrenada, por lo que puede establecer una relación ética y profesional con el paciente para desarrollar conductas adaptativas, modificar las que son disruptivas o regular síntomas; de igual forma puede promover el crecimiento y desarrollo positivo de la persona o bien generar pautas de comportamiento saludable como una estrategia de prevención. Uno de los objetivos de la psicoterapia es aumentar la inteligencia emocional, ya que incluye competencias emocionales que se vinculan con la capacidad para atender los sentimientos y comprenderlos con claridad, así como para regular estados emocionales negativos y prolongar aquellos que son positivos.
 
Entre las estrategias que los humanos empleamos para lidiar con las emociones y de las que justamente se valen varios tipos de psicoterapia para producir mejoras en el estado de ánimo del paciente, se encuentran la reevaluación, la solución de problemas, la aceptación, la supresión, la evitación y la rumiación. La reevaluación se refiere a dar interpretaciones positivas o una perspectiva benigna a una situación estresante. La solución de problemas se enfoca en los intentos conscientes para modificar una situación estresante o contener sus consecuencias, dirigiendo acciones específicas para lograr un resultado deseado. En la aceptación se promueve, sin efectuar juicios, la aprobación de las emociones, los pensamientos y las sensaciones, es decir, aceptarlas tal cual son.
 
Gross propone que durante la supresión se impide la expresión de la emoción, pero a pesar de que no hay una expresión corporal y se suprimen temporalmente los pensamientos de la situación que lleva a dicha emoción, la técnica de supresión no sería muy buena para reducir el estado de alerta a largo plazo. No obstante, la supresión de un pensamiento provoca una mayor facilidad para acceder posteriormente a la información que se desea reprimir, así como un incremento en la respuesta fisiológica de alerta. La supresión de pensamientos, sensaciones y memorias también lleva a consecuencias negativas que van desde alteraciones de las emociones hasta el abuso de sustancias, ya que aumenta la recurrencia de pensamientos negativos.
 
Finalmente, en la evitación se impide el acercamiento a la situación que generó las emociones o pensamientos no deseados; se propone, por ejemplo, en el caso de miedos adquiridos ya que, al evitar la exposición al evento, se interfiere con el proceso de extinción que llevaría a un cambio en la percepción del evento y por lo tanto en las asociaciones previamente establecidas; mientras la rumiación se refiere al hecho de que, repetida e insistentemente, las personas analizan la experiencia que provocó la emoción, tratando de entender sus causas y consecuencias, pero se ha visto que entre más se reflexione sobre el suceso, menos se logra solucionar el problema.
 
En síntesis, se ha encontrado que las tres estrategias “protectoras”, que evitan el desarrollo de psicopatologías, son la reevaluación, la solución de problemas y la aceptación, mientras que la supresión, la evitación y la rumiación son factores de riesgo.
 
Existen diversas terapias para tratar afecciones emocionales, entre las que se encuentran la terapia psicodinámica, la adleriana, la desensibilización sistemática, la humanista, la terapia cognitivoconductual y otras más, cada una de ellas con estrategias específicas. Existen estudios de metanálisis, es decir, donde se reúnen cientos de publicaciones para evaluar la consistencia de los hallazgos, que demuestran la efectividad de las terapias psicológicas, particularmente de aquellas denominadas terapias basadas en evidencia o con apoyo empírico, ya que muestran en forma sistematizada y científica su efectividad y eficacia. De hecho, los pacientes que recibieron algún tipo de terapia psicológica tienen mejores resultados que el 75% de las personas que no recibieron un tratamiento; esto puede depender del tipo de terapia, de la experiencia de los terapeutas, de si es grupal o individual y de la duración del tratamiento, aunque aún es un tema a debate que requiere más estudios para clarificar las variable importantes.
 
En un estudio reciente, donde se analizan hallazgos tanto en humanos como en roedores, se muestra los efectos neurobiológicos de la psicoterapia. Iragorri, Rosas, Hernández y Orozco-Cabal encontraron que desde los noventas ya se identificaban reportes de investigaciones que mostraban el impacto de la psicoterapia en el sistema nervioso central y en las sinapsis para al menos tres categorías biológicas (figura 2).
 
En un metanálisis reciente efectuado por Barsaglini y colaboradores se encontró que las terapias psicológicas, incluidas la cognitivo-conductual (que comprende técnicas como la activación conductual breve y la de exposición a realidad virtual), así como algunas estrategias psicodinámicas y de terapia interpersonal para el tratamiento de la depresión, entre otras, efectivamente producen transformaciones en la actividad cerebral; tales cambios dependen del desorden en estudio y en algunos casos los cambios pueden ser comparables a los logrados sólo con medicamentos y hay buenos indicios de que dichos cambios neurobiológicos se relacionan con el progreso y resultado de la psicoterapia. En el mismo trabajo se encuentran dos tipos de cambio neurobiológico debido a la psicoterapia: el primero es una normalización de la actividad cerebral que era anómala antes de la terapia; el segundo es una compensación, es decir, se reclutan nuevas áreas cerebrales para contrarrestar la actividad anómala de otras.
 
La normalización de la actividad cerebral después de la terapia psicológica se ha observado en el trastorno obsesivo compulsivo, la depresión y la esquizofrenia, mientras que los cambios compensatorios se observan en el desorden de pánico y en el estrés postraumático. Para la fobia se han observado ambos tipos de cambio y en el tratamiento de la psicosis se ha demostrado que una mayor conectividad de la corteza prefrontal dorsolateral y la amígdala después de la terapia cognitivo-conductual predice una mejoría en los pacientes ocho años después.
 
Actualmente, las terapias de tercera generación, en particular el mindfulness o “atención plena”, han mostrado elevada efectividad asociada con cambios neurológicos y de procesamiento de la información, como lo muestra el estudio desarrollado en la Universidad de Toronto en el que se describe la participación de dos redes neuronales asociadas con experiencias de autorreferencia: la llamada “foco narrativo”, que se asocia a la preocupación que es activada cuando la persona elabora una narración mental acerca de su experiencia en el presente y se activa aún más cuando “no hacemos nada”; y la denominada “foco experiencial”, que es cuando nos enfocamos en lo que experimentamos en el momento presente, ocupando las respuestas sensoriales sin hacer una evaluación cognitiva de la primera red.
 
Otro importante ejemplo lo encontramos en los hallazgos de Elizabeth Blackburn y su equipo de colaboradores, quienes en 2009 fueron reconocidos con el premio Nobel en el área de fisiología por identificar el papel protector de los telómeros (extremos de los cromosomas involucrados en la división celular) y la enzima telomerasa (proteína encargada de prevenir el deterioro de los telómeros y en consecuencia del deterioro de las células). En este sentido, en un estudio longitudinal se mostró cómo los procesos de meditación —la atención plena, entre ellos— aumentan la actividad de la telomerasa, repercutiendo de manera positiva en la longevidad de las células.
 
Conclusiones
 
En todo el mundo hay personas que sufren algún padecimiento emocional y que no obtienen la ayuda acertada para tratarse. Esto se debe, en gran medida, al desconocimiento acerca de los beneficios que la psicoterapia ofrece para la vida cotidiana y el sano funcionamiento de las personas. Ciertamente, si bien se han logrado importantes avances en este campo, aún quedan muchas preguntas por contestar: ¿cuál es la relevancia del código genético de cada persona para afrontar los padecimientos emocionales?, ¿existe una relación entre la epigenética y las emociones?, ¿hasta qué punto las terapias que modifican la actividad cerebral (neurorretro-alimentación) o la respuesta autonómica (biorretro-alimentación) podrían complementarse con la psicoterapia para obtener mejores resultados?
 
Es evidente que el estudio de las bases neurobiológicas de las emociones y de la psicoterapia permitirá identificar mejor las condiciones que son más efectivas para lograr mejoras en los pacientes, quienes merecen encontrar en tales estrategias de atención alternativas eficaces y efectivas para la regulación de sus emociones. Sin embargo, a pesar del amplio camino que aún queda por explorar, la psicoterapia se posiciona hoy día como una de las opciones más atractivas en la solución de los padecimientos emocionales que sufren muchos seres humanos.
 
     
Agradecimientos

Agradecemos las importantes observaciones que el Dr. Jesús Cisneros Herrera realizó al manuscrito.

     
Referencias Bibliográficas
 
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Sofía González Salinas
Área Académica de Medicina, Escuela Superior Tepeji del Río,
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

Sofía González Salinas. Profesora Investigadora Titular A. Candidata a Investigador Nacional. Miembro de la Society for Neuroscience y de la Sociedad Mexicana de Ciencias Fisiológicas. Obtuvo el doctorado en Ciencias Biomédicas por la UNAM Campus Juriquilla en el Instituto de Neurobiología. Realizó la licenciatura en Ciencias Genómicas en la UNAM Campus Morelos.

Laura Mejía García
Estudiante de Psicología,
Universidad del Valle de Atemajac.
Santiago de Querétaro, Querétaro.

Estudiante de la licenciatura en Psicología de la UNIVA, Campus Querétaro.

Sergio Manuel Sánchez Moguel
Área Académica de Psicología.
Escuela Superior de Atotonilco de Tula.
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

Profesor Investigador Asociado C. Miembro de la Society for Neuroscience. Candidato a doctor en Psicología y Maestro en Ciencias (Neurobiología) ambos por la UNAM Campus Juriquilla en el Instituto de Neurobiología. Realizó la licenciatura en Psicología en la Universidad Autónoma de Campeche y la licenciatura en Arquitectura en el Instituto Tecnológico de Campeche.

Andrómeda Ivette Valencia Ortiz
Área Académica de Psicología. I
nstituto de Ciencias de la Salud,
Universidad  Autónoma del Estado de Hidalgo.

Profesora Investigadora de Tiempo Completo B, perfil prodep. Integrante del Cuerpo Académico Salud Emocional en el Instituto de Ciencias de la Salud de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Es egresada de la licenciatura y doctorado de la Facultad de Psicología de la unam, con énfasis en el campo de la Salud. Miembro de la American Psychological Association (APA).
     

     
 
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Pablo de J. Díaz, Pablo A. Hernández, Diego A. Gómez,
Manuel J. Rivera y Agustín R. Urzúa
     
               
               
¿Qué esconde un tratamiento médico cuyo principio es la
electricidad y el magnetismo?, ¿y si además dijéramos que se aplica en el cerebro? Esta idea trae consigo escenas de películas monocromáticas, un paciente inmovilizado, un cráneo con un tapiz de electrodos, una corriente sorpresiva que tensa el platisma como una cuerda, una sesión eterna que incluye de soundtrack un réquiem de alaridos y gemidos, la risa de un grupo de médicos y enfermeros. Son escenas de la terapia electroconvulsiva que sufre Jack Nicholson en Atrapado sin salida.
 
Por fortuna, estas ideas yacen en la historia de la neuropsiquiatría y donde se guardan las películas setenteras. Hoy día, terapias con este fundamento se utilizan y perfeccionan a ritmos asombrosos; es el caso de la “estimulación magnética transcraneal” (conocida por sus siglas en inglés tms) la cual figura como una alternativa eficiente y moderna a tratamientos psiquiátricos, neurológicos y de manejo de dolor. Es un tratamiento que se basa en la estimulación de células cerebrales por medio de campos magnéticos para activar áreas específicas del cerebro según se requiera, formando parte importante (o totalmente protagónica) en el tratamiento en tales enfermedades.
 
Este tipo de terapia merece extensos ensayos y pruebas para su perfeccionamiento, elementos que se obtendrán con el tiempo al probar una y otra vez su aplicabilidad y la obtención de reportes minuciosos sobre distintos pacientes, enfermedades y poblaciones. Los resultados han sido positivos, lo que significa una luz verde para aquellos pacientes que buscan alternativas a padecimientos que ya han superado las medidas convencionales.
 
Su aplicación
 
La estimulación magnética transcraneal es un procedimiento de aplicación cerebral a partir de principios eléctricos y magnéticos, cuyo fundamento consiste en modular la excitabilidad de la corteza cerebral mediante incrementos o decrementos de corriente al generar campos magnéticos pulsátiles y localizados. El objetivo es llevar a cabo procesos de alteración de las células que transmiten información de una neurona a otra (llamados neurotransmisores) por medio de un cambio en la actividad eléctrica del cerebro y así proporcionar un tratamiento a enfermedades neurológicas y psiquiátricas que involucran una alteración en estos mismos procesos.
 
En la medicina, su uso más extendido se presenta en la psiquiatría, específicamente en pacientes con depresión resistente a fármacos. Sin embargo, su uso se ha extendido al diagnóstico y tratamiento de otras afecciones psiquiátricas, neurológicas y de manejo de dolor; es el caso de la depresión resistente a fármacos, en donde hay evidencia de una mayor respuesta mediante la estimulación de zonas corticales dorsolateral y prefrontal. Otras aplicaciones incluyen el trastorno obsesivo-compulsivo, el postraumático y el control de alucinaciones auditivas y visuales.
 
En neurología hay avances en el tratamiento de las enfermedades de Alzheimer y Parkinson mediante la estimulación de áreas cerebrales asociadas a los problemas del lenguaje y síntomas motores respectivos de cada enfermedad. En pacientes con diagnóstico de tinnitus crónica hay respuesta positiva a largo plazo por medio de la activación de la corteza auditiva primaria, y en epilepsia actúa como terapia anticonvulsionante y tiene efecto antiepiléptico; además, existe mejoría sintomática temporal en la distonía y se ha visto que las sesiones de activación en la corteza motora proporcionan una mejoría en los pacientes con tics y mioclonías corticales.
 
La estimulación magnética transcraneal forma parte también de un tratamiento moderno para el dolor neuropático, como se ha visto en pacientes con esclerosis múltiple y dolor visceral, de miembro fantasma y lesión medular; algunos estudios demuestran que podría ser usado en neuralgia facial con buenos resultados. Por último, su uso está presente en terapias de neurorrehabilitación después de lesiones tales como el traumatismo craneoencefálico, el infarto cerebral, los trastornos en el andar y otras lesiones medulares que incluyan disminución en la capacidad de movimiento y parálisis.
 
Algunos antecedentes
 
La primera evidencia del efecto de la corriente aplicada al cuerpo fue obtenida por el fisiólogo italiano Luigi Galvani alrededor de 1770. Son famosos sus experimentos en el campo de bioelectricidad cuando aplicó electricidad a partes de cadáveres animales y observó pequeñas contracciones inducidas que se traducían en movimientos discretos. Años después, su nieto, Giovanni Aldini, fue reconocido a lo largo de Europa por su gira, donde ponía en evidencia la teoría de que el tejido muerto podría ser reanimado.
 
Aldini realizó demostraciones donde exhibía músculos en contracción de animales muertos. Sin embargo, tal exhibición no se detuvo ahí, en 1803 se registró un evento sin precedentes, cuando llevó a cabo una macabra demostración en la Escuela Real de Cirugía con el cuerpo de un convicto responsable de asesinato: George Forster; este acontecimiento está considerado como un detonante de inspiración para Mary Shelley y su novela Frankenstein.
 
Después de que Du Bois Reymond expusiera la relación entre la corriente de electricidad y el comportamiento eléctrico de la célula nerviosa y que Hans Christian Oersted describiera el electromagnetismo, el físico y químico Michael Faraday experimentó, en 1830, las propiedades de la inducción electromagnética con pares de discos de cobre y zinc en la construcción de su pila voltaica, estableciendo la relación entre una corriente eléctrica y su correspondiente campo magnético.
 
El primer reporte de estimulación en la corteza cerebral exitosa fue escrito por el físico francés D’Arsnoval a finales del siglo xix, y ahí describe síntomas de vértigo y fosfenos en pacientes que recibieron inducción magnética. En el año 1930 la terapia electroconvulsiva y su uso en trastornos psiquiátricos aplicada por los físicos italianos Cerletti y Bini era ya un tratamiento popular, tanto que llegó a considerarse como “la panacea psiquiátrica”. Desde luego, existe una parte oscura que yace en los anales de la estimulación cerebral, acontecimientos que no debieron suceder, reportes de su aplicación que tuvieron desenlaces fatales. Es el caso del médico Robert Bartholow quien, al aplicar corriente a la ama de casa Mary Rafferty, le ocasionó ansiedad, convulsión y coma, lo que la llevó al término de su vida en setenta y dos horas; o cuando dos investigadores de la Universidad de Tulane, intentaron “curar” a un paciente homosexual mediante estimulación cerebral e interacciones heterosexuales con prostitutas. Este tipo de sucesos dieron origen a dilemas éticos, así como a la comprensión de que nuestra percepción ética está relacionada directamente con la concepción social que tenemos de lo que es salud y enfermedad.
 
Fue hasta mediados de los setentas cuando Anthony T. Barker y su equipo comenzaron a explorar el uso de campos magnéticos para alterar la señalización eléctrica del cerebro y diseñaron, en 1975, el primer dispositivo magnético pulsátil. Una década después aparecen los primeros equipos de estimulación magnética transcraneal diseñados para diagnóstico, investigación y tratamiento. Finalmente, en octubre de 2008, la Food and Drug Administration autoriza el uso de tales equipos y el tratamiento con ellos.
 
¿Cómo funciona la estimulación magnética transcraneal?
 
Se sabe que el cerebro, al igual que los músculos, la conducción nerviosa y en general todos los procesos fisiológicos, funciona con electricidad. Durante una sesión, una bobina para estimulación se coloca sobre la superficie de la cabeza del paciente y produce una corriente en el cerebro por medio de electroinducción, la cual, a su vez, despolariza las neuronas y puede generar diversos cambios fisiológicos y de comportamiento dependiendo del área específica que se estimule.
 
Debido a que los campos magnéticos pueden atravesar el cráneo casi sin resistencia, dicha estimulación puede inducir corrientes relativamente grandes —la corriente de descarga para que ocurra un cambio, debe ser de miles de amperes se necesita aproximadamente 10 mA/cm2 para que se produzca una alteración de corriente en el cerebro y se despolaricen los elementos neurales implicados.
 
Sin embargo, actualmente no es claro cuáles son los elementos neuronales que se activan, de hecho, pueden variar entre las diferentes regiones del cerebro y de un sujeto a otro. La hipótesis más plausible es que, durante la estimulación con pulsos simples, se entorpece de forma cíclica el ritmo normal de activación de grupos de neuronas corticales encargadas del desarrollo de ciertas funciones. Las corrientes inducidas por dichos pulsos despolarizan poblaciones de neuronas, induciendo en ellas períodos de actividad refractaria forzada que entorpecen sus ritmos normales de descarga y el patrón oscilatorio en redes neurales distribuidas. Un único estímulo de intensidad y orientación adecuadas despolariza la membrana neuronal e induce un potencial de acción que puede desencadenar una respuesta postsináptica excitadora (dura aproximadamente 1 ms) seguida de un potencial postsináptico inhibidor (aproximadamente 100 ms). Los estudios de neuroimagen efectuados en humanos empleando tomografía por emisión de positrones o resonancia magnética funcional describen alteraciones locales de la actividad debajo de la bobina de estimulación, así como un impacto distal a lo largo de redes bihemisféricas y corticosubcorticales.
 
La despolarización de neuronas y la generación de un potencial de acción dependen de la diferencia de potencial existente a través de la membrana axonal o dendrítica. La probabilidad de que un campo inducido active una neurona es una función de la derivada espacial del campo a lo largo de la membrana neuronal. La distinta orientación de las neuronas en la corteza cerebral y sus axones impide una traslación sencilla de las observaciones en conductores homogéneos al volumen de tejido nervioso afectado por la estimulación magnética transcraneal en el cerebro. Así pues, mientras más detallado sea el conocimiento de la anatomía de las áreas corticales estimuladas, más precisa será la correcta interpretación de sus efectos.
 
Numerosos reportes científicos avalan la eficacia de dicha estimulación en pacientes con distintas afecciones y características. Se ha mostrado que tiene efectos positivos en áreas cerebrales como la prefrontal (que controla parte del comportamiento, procesamiento de emociones y estados afectivos, así como la función para ejecutar o realizar acciones, por mencionar algunos); hay otros datos (por ejemplo, neurofarmacológicos) que apoyan la noción de que ésta realmente induce plasticidad sináptica y procesos de potenciación o depresión sináptica a largo plazo. Además de su función terapéutica, dicha tecnología es utilizada para investigación, ya que ha permitido el mapeo de áreas específicas de la corteza del cerebro y el estudio no invasivo del funcionamiento cerebral en condiciones normales y de enfermedad.
 
El tratamiento
 
La primera sesión dura aproximadamente una hora. No requiere ninguna preparación previa como ayuno o una dieta especial; consiste en reclinarse en una posición cómoda en un sofá donde el especialista colocará una bobina en forma de ocho sobre la cabeza del paciente y se generará un campo magnético que dará como resultado una corriente eléctrica estimulante para las células nerviosas del cerebro. En ésta se debe encontrar la potencia necesaria para la persona y determinar cuánto se usará en terapias posteriores, por lo que se irá aumentando la intensidad poco a poco hasta que se contraigan los dedos; es quizá la más larga de todas las sesiones.
 
En las siguientes, el paciente puede oír chasquidos (aunque se suministran tapones para los oídos) y sentir incomodad en el cuero cabelludo o golpeteo en la frente. Después de la sesión, los posibles efectos indeseables son casi imperceptibles y se puede continuar la vida y las actividades diarias. Las precauciones que se toman en este tratamiento son parecidas al de una resonancia magnética, ya que se intenta evitar algún implante, fragmento ferromagnético o algún dispositivo electrónico en la cabeza porque se podría causar un movimiento o calentamiento de tales objetos; es por esto que tales objetos constituyen contraindicaciones absolutas para dicho tratamiento.
 
Para personas con historial personal o familiar de epilepsia se debe tener precaución, ya que hay riesgo de desencadenar convulsiones, además de que el uso de medicamentos que reduzcan el umbral convulsivo puede considerarse una contraindicación relativa.
 
Asimismo, a pesar de ser un procedimiento no invasivo, éste puede tener efectos secundarios en las células cerebrales y provocar ciertas molestias, de leves a moderadas, tales como: dolor de cabeza y cuello, picazón o dolor en la piel, y cuando se colocan los electrodos, hormigueo en la cara, espasmos en los músculos de la cara y sensación de mareo. Otros menos deseables y poco frecuentes son: convulsiones y pérdida temporal de la audición, lo cual ocurre cuando no se ha colocado adecuadamente la protección en los oídos.
 
Estas reacciones se presentan en las primeras sesiones y van mejorando conforme avanza el tratamiento; los efectos a largo plazo no se han estudiado con detenimiento por lo que no se cuenta con información suficiente. No obstante, en 2007, O’Reardon y sus colaboradores publicaron un artículo que incluyó 301 pacientes con depresión mayor y antecedentes de fallo de respuesta al tratamiento antidepresivo. Las sesiones se llevaron a cabo cinco veces por semana durante cuatro a seis semanas, y su conclusión muestra que dicha terapia fue efectiva para el tratamiento de depresión mayor con mínimos efectos secundarios. Además, ofrece una alternativa novedosa para este tratamiento.
 
Conclusión
 
Junto con otras técnicas de estimulación cerebral, la estimulación magnética transcraneal va en camino de formar parte de un tratamiento psiquiátrico. Es importante no sólo explorar su aspecto terapéutico y su aplicación en otras enfermedades; está también su utilidad en el mapeo de las áreas corticales con fines de investigación y profundización.
 
Esta terapia es un avance reciente de la medicina y cuenta con un respaldo científico que robustece su eficacia, por lo que su difusión forma parte del deber del profesional de la salud, ya que esto permitirá eliminar falsas ideas al respecto y se contribuirá a la formación de un paciente que domine su padecimiento y esté informado al momento de elegir, junto con su médico, el tratamiento más adecuado.
 
La estimulación magnética transcraneal ha aportado resultados positivos en dosis y aplicación adecuadas, mostrando ser útil para padecimientos diversos, con un grado de mejoría distinto en cada uno. Es un tratamiento personalizado y seguro, por lo que es probable que alcance una distribución amplia en poco tiempo.
 
Finalmente, si bien ha mostrado resultados alentadores, éstos no son definitivos; aun así ofrece a los profesionales de la salud un gran campo de perfeccionamiento en nuevas terapias psiquiátricas, neurológicas y de manejo de dolor. A su vez, otorga a los pacientes una alternativa terapéutica donde el tratamiento farmacológico pasa a segundo plano, mostrando que acciones terapéuticas distintas son posibles, reales y cercanas, y abriendo puertas hacia un futuro que en otros tiempos no era más que un sueño.
 
     
Referencias Bibliográficas

American University of Beirut Medical Center. 2013. Neuromodulation: Transcranial Magnetic Stimulation, en www.aubmc.org
   Gónzalez Samano, A. A., L. Zárate Hidalgo y N. A. Estrada Venegas. 2017. “Costo y porcentaje de efectividad con estimulacion magnetica transcraneal, en:  www.doctoralia.com.mx/pruebamedica/estimulacion+magnetica+transcraneal-29207/
   Holtzheimer, P. E. 2018. “Depression in adults: Overview of neuromodulation procedures”, en UpToDate.
    ________, 2018. “Tecnique for performing transcranial magnetic stimulation”, en UpToDate.
    ________, 2018. “Unipolar depression in adults: Indications, efficacy, and safety of transcranial magnetic stimulation (TMS)”, en UpToDate.
   Rossi, S., M. Hallett et al. 2009. “Safety, ethical considerations, and application guidelines for the use of transcranial magnetic stimulation in clinical practice and research”, en Clinical Neurophysiology, núm. 1, pp. 32.
   Wassermann, E. M. 1997. “Risk and safety of repetitive transcranial magnetic stimulation: report and suggested guidelines from the International Workshop on the Safety of Repetitive Transcranial Magnetic Stimulation, en Electroencephalography and clinical Neurophysiology, núm. 1 p. 16.
     

     
Pablo de Jesús Díaz Cruz,
Pablo Antonio Hernández Acevedo
y Diego Armando 
Gómez Ramírez
Licenciatura en Médico cirujano,
Departamento de medicina y nutrición,
Universidad de Guanajuato.


Son estudiantes de la Licenciatura en Médico cirujano, Departamento de medicina y nutrición, Universidad de Guanajuato.

Manuel José Rivera Chávez
Facultad de Medicina, Universidad de Guanajuato
y Hospital Regional de Alta Especialidad 
del Bajío.


Es médico internista-intensivista con Maestría en Educación e Innovación en la Práctica Docente. Se desempeña como jefe de servicio de Terapia Intensiva, Hospital Regional de Alta Especialidad del Bajío y es profesor titular del módulo de Medicina Interna, de la licenciatura de Médico cirujano, Universidad de Guanajuato.

Agustín Ramiro Urzúa González
Unidad Coronaria,
Hospital Regional de Alta Especialidad del Bajío.

Es médico internista y de cardiología con Maestría en Teoría Cardiovascular y Administración de Hospitales y Servicios de Salud. Es jefe de la Unidad Coronaria, Hospital Regional de Alta Especialidad del Bajío.

     

     
 
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Daniel Cruces Rivera      
               
               
En el siglo xix, principalmente en sus últimas décadas, se
manifestó
en forma implícita un paradigma de análisis y conjeturas en el ámbito del conocimiento científico que se basaba en la observación y consideración de indicios, huellas o rastros del objeto de estudio. Este paradigma es referido por Carlo Ginzburg en su libro Mitos, emblemas e indicios, como “indiciario”, en donde menciona una serie de artículos escritos entre 1874 y 1876 por Giovanni Morelli acerca de la pintura italiana, en los que propone un método diferente para rastrear la procedencia de pinturas mal atribuidas a algunos artistas o autores desconocidos, con base en la observación de elementos similares en las obras de un mismo pintor. Éste consistía en otorgarle un carácter secundario a las características únicas de cada pintura para centrarse en los pequeños detalles, como las uñas, las formas de las orejas, los dedos de los pies y otros, ya que dichos elementos siempre se hacían con las mismas características y forma en las obras de un pintor. El método fue aplicado por Morelli al catalogar obras de diversos artistas italianos en pinacotecas de Múnich, Dresde y Berlín, y puede considerarse como una gran aportación de ese tiempo debido a que sus artículos sobre pintura fueron mencionados por varios escritores, médicos y otros en los años posteriores a su publicación.
 
Ginzburg considera que la relación más evidente que existe entre Morelli y la mayoría de quienes hicieron uso del método es la formación médica, ya que el diagnóstico clínico requiere la observación detallada de la sintomatología de los pacientes, así como sus antecedentes médicos y los de sus familiares, es decir, de todo rastro o indicio que diera cuenta de la causa de alguna enfermedad o padecimiento.
 
Curiosamente, entre los interesados con formación médica por el método “morelliano” aparece la figura de Sigmund Freud, quien en El Moisés de Miguel Ángel, un ensayo publicado en 1914, escribe que el método de Morelli “está muy emparentado con la técnica del psicoanálisis médico. También éste suele colegir lo secreto y escondido desde unos rasgos menospreciados o no advertidos, desde la escoria de la observación”.
 
Con base en este hecho, Carlo Ginzburg sugiere una influencia directa de tal método en el pensamiento en formación de Sigmund Freud, ya que incluso delimitó la temporalidad en la que el autor de La interpretación de los sueños leyó por primera vez los artículos sobre arte italiano y considera que se realizó entre 1883 (año en el que Freud manifiesta un mayor interés por la pintura) y 1895 (fecha de la publicación de Estudios sobre la histeria, escrito en colaboración con Breuer).
 
El viaje a París
 
En dicho periodo se ubica un viaje que Freud realizó a París, en 1885, con el objetivo de continuar sus estudios neuropatológicos gracias a una beca del Fondo de Jubileo de la Universidad de Viena para una estancia de seis meses en Francia y Alemania.
 
Freud decidió asistir al Hospital de la Salpêtrière, pues consideró que allí encontraría un mayor número de enfermos en comparación con Viena, además estaba interesado en conocer el trabajo de algunos médicos franceses como JeanMartin Charcot, quien llevaba entonces diecisiete años atendiendo enfermos y enseñando en ese lugar.
 
La importancia de la estancia de Freud en la Salpêtrière surge a partir del Informe sobre mis estudios en París y Berlín que escribió en 1886. Dirigido al honorable Colegio de Profesores de la Facultad de Medicina de Viena, en tal informe el autor hace mención de lo novedoso de algunos tratamientos como el hipnotismo, aunque su principal interés se encontró en los estudios sobre anatomía, neurología y ciertas neurosis como la histeria. Esto último formó parte del desarrollo de las nuevas nociones sobre el aparato mental con las que Freud consolidó su teoría y tratamiento de las enfermedades mentales que culminaría en el psicoanálisis médico.
 
Tradicionalmente, la neurosis era diagnosticada con base en la observación de los pacientes histéricos para, en un primer momento, poder localizar los síntomas únicos de la enfermedad, es decir sus huellas entre una serie de manifestaciones sintomatológicas muy diversas. La intención de localizar los síntomas propios de la histeria era lograr diagnosticarla sin que pudiera confundirse con otras neurosis o padecimientos propios de pacientes alienados.
 
Charcot, el observador
 
Jean-Martin Charcot nació en 1825 en París, y desde pequeño manifestó un interés por el arte, lo que lo llevó a realizar actividades como la pintura y el dibujo. Sus discípulos, como el médico Lyubimov, lo describen con un extraordinario talento en tanto que artista, profesor y científico. El arte estuvo tan presente en la vida de Chacot que no faltó quien se cuestionara el por qué no eligió la pintura como profesión.
 
No obstante, el joven Jean-Martin decidió, se dedicarse al estudió de la medicina, graduándose en 1853 con una tesis sobre la gota y fue interno en los hospitales de París con apenas veintitrés años; su formación médica se desenvolvió como parte de una tradición clínica que se apoyaba en el método anatomopatológico.
 
Su ejercicio profesional como médico clínico se dio en la segunda mitad del siglo xix, cuando la medicina en Francia estuvo hasta cierto punto rezagada en la práctica ya que, como señalan Gauchet y Swain, “la Facultad se mantenía fiel a la idea de una medicina ‘única e indivisible’”, mientras en Alemania e Inglaterra se consideraba necesario profundizar en el conocimiento médico por medio de la especialización. De hecho, en Francia la especialización tuvo un proceso más lento de aceptación, se fue desarrollando a partir de la creación de laboratorios de anatomía patológica en los pabellones de clínica general de los hospitales, donde la enseñanza se apoyaba en métodos pedagógicos basados en la formación clínica. Los principales precursores fueron parte de una generación de médicos jóvenes que también trabajaron con un modelo de enseñanza libre fuera de las aulas y tuvo como lugar de estudio los hospitales, lo cual fue apoyado en gran parte por la administración de la Asistencia Pública. La enseñanza libre tuvo una función elemental en favor de la especialización, ya que como explican los autores antes mencionados, “las especialidades no se decretan desde arriba, sino que surgen del propio campo, en función de necesidades prácticas y terapéuticas”.
 
Las lecciones impartidas los martes, a las que haremos alusión más adelante, se inscriben dentro de este modelo de enseñanza libre donde el aula se transportaba a un pabellón de la Salpêtrière. En tales sesiones, los personajes principales eran médico y paciente, quienes se convertían en el objeto de observación clínica de los alumnos, armados de sus conocimientos anatómicos, terapéuticos y clínicos.
 
Tales condiciones fueron propicias para el desenvolvimiento de esa tradición clínica que tuvo como principio la evaluación de los pacientes en forma constante para encontrar, por medio de los síntomas y signos, el origen del padecimiento, y en la cual, como señala León, “el médico debía identificar lo específico, lo peculiar de la enfermedad en cada paciente, pero sin perder de vista las múltiples interrelaciones personales, familiares y sociales”.
 
La observación era considerado un elemento fundamental en la formación clínica y Charcot hacía honor a ésta. En la Nota necrológica que dedica al maestro de la Salpêtrière, Freud reconoce que su mentor “no era un pensador, sino una naturaleza artísticamente dotada; era, como él mismo se nombraba, un ‘visuel’, un vidente”.
 
La histeria en la Salpêtrière
 
El asilo para ancianas y hospicio de alienados de la Salpêtrière fue el lugar de trabajo, aprendizaje y enseñanza de Jean-Martin Charcot desde el año de 1862 y hasta los últimos días de su vida; al llegar allí se dedicó a tratar enfermedades, en su mayoría crónicas y de la vejez, y posteriormente trabajó en el estudio de las neurosis, como la histeria y las contracturas ocasionadas por la epilepsia. En su clase de apertura de 1866, Charcot reconoció dos categorías generales de pacientes de la Salpêtrière: la primera comprendía mujeres mayores de setenta años que eran atendidas en el asilo y la segunda mujeres de todas las edades con enfermedades crónicas y nerviosas; en este segundo grupo encontró la posibilidad de observar las enfermedades crónicas durante su desarrollo y posterior desenlace, otorgando una oportunidad única para su estudio, como explican Gauchet y Swain.
 
En dicho hospital, la sección que dirigía Delasiauve, en donde se encontraban mezcladas las alienadas, histéricas y epilépticas, inició en 1870 un proceso de renovación, durante el cual Charcot quedó a cargo de una nueva sección para histéricas y epilépticas. Esta situación, señala Cagigas, facilitó sus estudios sobre la histeria y generó después nuevas concepciones sobre dicho padecimiento. Sin embargo, fue hasta 1882 cuando abordó con profundidad tal enfermedad y se creó la cátedra Clínica de enfermedades nerviosas en la Salpêtrière.
 
La histeria fue una enfermedad que en el siglo xix logró atraer la atención de muchos alienistas en Francia; hasta entonces este padecimiento sólo se relacionaba con las mujeres y se pensaba que su origen se localizaba en el útero. No obstante, para Charcot los casos se manifestaban en un primer momento en los ovarios y no en el útero, y revisó uno y otro caso observándolos clínicamente hasta que llegó a concebir que el origen de la histeria se encontraba en una “lesión causa”, es decir, en algún traumatismo anterior que provocaba dicha reacción y que no necesariamente tenía relación con la zona genital de los pacientes.
 
Charcot encontró en esos casos típicos, como señala Freud, “una serie de signos distintivos somáticos (carácter del ataque, anestesia, perturbaciones del sentido de la vista, puntos histerógenos, etc.), que permitían establecer con certeza el diagnóstico de histeria sobre la base de rasgos positivos”; es decir, existían diversos síntomas que se manifestaban en la histeria y podían colaborar a la identificación de pacientes con tal enfermedad, y si bien no se manifestaban en la misma forma, podían aislarse de otros padecimientos. Sin embargo, las observaciones constantes de los casos llevaron a la histeria a un siguiente nivel de conocimiento, cuando “al agotar los recursos de la investigación anatomopatológica, al buscar más y más lejos la lesión causa, Charcot terminará postulando una ‘lesión en la idea’, o una ‘lesión en la representación’”, como lo explican Gauchet y Swain. Tales lesiones no se podían capturar por medio de la observación habitual, pero aún quedaban las lesiones propias de la neurosis que Charcot localizó con anterioridad.
 
El proceso de desarrollo mental y observación del maestro de la Salpêtrière muestra que desde el traumatismo se insinuaba “una dimensión ‘psíquica’, nunca conquistada plenamente por Charcot a causa de su preocupación por salvar el anclaje material y fisiológico de los fenómenos que describe”, concluyen Gacuchet y Swain. Es decir, se puede pensar que en la Salpêtrière no existió una doctrina única para el análisis de esta neurosis sino que “la labor de Charcot se basó en la observación detallada de los síntomas, en el estudio sintomático de la evolución, en la clasificación de los múltiples cuadros que pudo observar, numerosísimos, en lo que él llamaba un ‘museo patológico viviente’”, como señala Pérez Rincón, y que las limitaciones que tuvo se debieron a su estricta formación clínica, que siempre buscaba síntomas observables, lo cual dificultó su transición hacia los aspectos psicológicos que posteriormente Freud reconoció en la histeria.
 
Conclusiones
 
El viaje realizado por Freud en 1885 a París tiene gran importancia en sus estudios posteriores; de ello da razón el informe escrito en 1886 a la Facultad de Medicina de Viena y del mismo se desprende la gran admiración que durante esos años tuvo Freud por el maestro de la Salpêtrière, el médico Jean-Martin Charcot, gracias a quien logró examinar una serie de enfermos y de quien escuchó una opinión profesional siempre. Más allá de lo positivo de esa experiencia y del privilegio, Freud consideró de mayor valor la inspiración que adquirió en ese acercamiento científico y personal con Charcot.
 
Son varias las inquietudes que la Salpêtrière despertó en Freud. En un primer momento está el acercamiento a la histeria, el cual se sobrepuso a los estudios que previamente consideraba realizar en París, un nuevo interés que lo llevó a desarrollar con mayor dedicación su capacidad de diagnosticar clínicamente, la cual se vio beneficiada por la interacción que existía entre el maestro, los alumnos y los pacientes.
 
El diagnóstico clínico se basa en la observación de los síntomas, por más pequeños que puedan parecer, con el objetivo de encontrar el origen de una enfermedad. Así como Morelli concebía el uso de la observación, es posible considerarla como un elemento más del paradigma indiciario en la medicina. Sin embargo, es necesario no perder de vista que la manifestación de dicho paradigma en el siglo xix no atiende a un solo autor o autores, sino que radica en la importancia que la observación tuvo en el pensamiento de esos individuos.
 
     
Nota

Está investigación fue realizada en el marco del proyecto “Saberes y prácticas indiciales en el siglo XIX” (2013-2015), cuando era estudiante y becario de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guanajuato.
     
Referencias Bibliográficas
 
Cagigas, Ángel. 2001. “Jean-Martin Charcot, La fe que cura”, en Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol. XXI, núm. 77, pp. 99-111.
   Camacho Aguilera, José Francisco. 2012. “Charcot y su Legado a la Medicina”, en Gaceta Médica de México, vol. 148, pp. 321-326.
   Freud, Sigmund. 1886. “Informe sobre mis estudios en París y Berlín”, en Obras completas, vol. I, Amorrortu, Buenos Aíres, 2005.
   ______, 1893. “Charcot”, en Obras completas, vol. III, , Amorrortu, Buenos Aíres, 2005.
   ______, 1914. “El Moisés de Miguel Ángel”, en Obras completas, vol. XIII, Amorrortu, Buenos Aires, 2005.
   Gauchet, Marcel y Gladys Swain. 2000. El verdadero Charcot: Los caminos imprevistos del inconsciente. Ediciones Nueva Visión saic. Buenos Aires.
   Ginzburg, Carlo. 1999. Mitos, emblemas e indicios: morfología e historia. Gedisa, Barcelona.
   León Castro, Héctor. 2011. “El nacimiento de la clínica médica y la reorganización de los hospitales modernos”, en Revista de Psiquiatría y Salud Mental “Hermilio Valdizán”, vol. XII, núm. 2, pp. 53-59.
   Marchant, Matías. 2000. “Apuntes sobre la Hysteria”, en Revista de Psicología de la Universidad de Chile, vol. ix, núm. 1, pp. 135-144.
   Pérez Rincón, Hector. 2001. El teatro de las histéricas y de cómo Charcot descubrió, entre otras cosas, que también había histéricos. Fondo de Cultura Económica, México.
   Viesca T., Carlos. 1990. “Charcot y la histeria”, en Salud Mental, vol. 13, núm. 1, pp. 8-11.
     

     
Daniel Cruces Rivera
Archivo General del Tribunal de Justicia Administrativa
del Estado de Guanajuato.

Es egresado de la Licenciatura en Historia de la Universidad de Guanajuato, en donde prepara la tesis “La histeria en México, siglo XIX”. Se dedica a la historia de la ciencia y de la medicina. Ha publicado varios artículos de divulgación y fue investigador en la exposición “Apuntes sobre la Historia de la Fotografía en Guanajuato” del Museo Regional de Guanajuato Alhóndiga de Granaditas. Actualmente es Auxiliar de archivo del Archivo General del Tribunal de Justicia Administrativa del Estado de Guanajuato.
     

     
 
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El cerebro y las emociones.
Sentir, pensar, decidir
133B04
 
 
 
Tiziana Cotrufo y Jesús Mariano Ureña Bares,
2018. Editoral: Emse Edapp,
S.L. y Editorial Salvat S.L.
 
 
                     
Seamos sinceros: hasta ahora, las emociones han tenido
mala prensa. O, como mínimo, no la han tenido muy buen. Esta afirmación seguramente sorprenderá a más de uno, y no tardarán en ponerse sobre la mesa objeciones destinadas a demostrar lo contrario. Al fin y al cabo, la historia está llena de alabanzas genéricas a las emociones, y no cabe duda de que han sido las protagonistas indiscutibles en un terreno tan apreciado como el arte: la ira, el amor, la alegría o la tristeza han sido el tema principal y también la fuente de inspiración de las más grandes novelas, melodías o creaciones plásticas. Todo ello es cierto. Pero si examinamos con mayor detalle nuestro desarrollo cultural y nuestra propia cotidianidad, descubriremos algunos aspectos significativos que desmienten, o cuando menos matizan, esa supuesta admiración que profesamos a las emociones.
 
Empecemos por la historia evolutiva de cada uno de nosotros. Durante la infancia, las emociones son las protagonistas de nuestras vidas. En un abrir y cerrar de ojos, un niño puede pasar de la alegría que da recibir un regalo a la tristeza que siente cuando sus padres tienen que ir a trabajar, de la rabia por tener que compartir un juguete a la tranquilidad que lo invade cuando le leen un cuento antes de acostarse. Sin embargo, tradicionalmente la educación ha ido encaminada a controlar, cuando no reprimir, esas emociones, subordinándolas al juicio o la razón, sobre todo en el caso de emociones negativas como la ira o el asco. Cuando el niño las manifiesta, se le invita a explicar sus motivos, a buscarles un origen, a ser sensato. A medida que crece, le pedimos que reflexione y razone sobre aquello que dice o hace, y así se transmite, aunque sea de manera implícita, un cierto predominio del pensamiento sobre las emociones.
 
Si ampliamos ahora la perspectiva hasta abarbar la historia de nuestra cultura, encontramos un claro indicador de que las emociones están subordinadas a la razón.
 
A resultas de todo ello, en nuestra tradición cultural con frecuencia tratamos las emociones no sólo como algo ajeno a la razón, sino como algo que interfiere en su buen funcionamiento. Incluso las emociones positivas, como la alegría o el amor, nos parecen dignas de elogio siempre y cuando no las mezclemos con las “cosas serias”, tales como aprender, pensar o tomar decisiones importantes. Como si fueran ese amigo divertido pero poco fiable por el cual, aunque nos guste pasar un buen rato con él preferimos no dejarnos llevar.
 
En defesa de las emociones
 
Lo dicho hasta ahora no pretende ser un alegato en contra de la razón ni de nuestra tradición cultural, ¡faltaría más! Nadie discute que el pensamiento es una facultad íntimamente unida a la condición del ser humano y esta concepción heredada de los griegos es la que ha permitido, con el paso de los siglos, la aparición de un peculiar forma de afrontar y conocer el mundo: la ciencia. Sin embargo, es precisamente la misma ciencia la que, en fechas muy recientes, ha empezado a poner en cuarentena todo lo que hasta hace poco se sabía acerca de las emociones. Gracias a los nuevos avances en el conocimiento del cerebro y a la evidencias experimentales acumuladas a lo largo de los últimos años, ahora sabemos que las emociones, además de hacernos, al igual que la razón, propiamente humanos, desempeñan un papel esencial en el correcto funcionamiento de nuestras “facultades elevadas”. La curiosidad y el asombro —que intervienen en la motivación— son ingredientes indispensables del aprendizaje, ya que memorizamos más y mejor aquellas informaciones que están vinculadas a las emociones; el miedo, a su vez, nos permite tomar decisiones adecuadas en situaciones de riesgo, pues ayuda a anticipar posibles amenazas y peligrosos. Como ya intuyó Charles Darwin, uno de las precursores de la neurociencia afectiva, si las emociones están ahí es porque cumple una función positiva en nuestra supervivencia como especie.
 
Este es exactamente el propósito del presente libro: hacer una reivindicación, razonada y sensata, de la emociones. In medio star virtus, que dirían los antiguos. Para ello, empezaremos con un primer capítulo destinado a poner un orden y responder a una pregunta fundamental para poder seguir adelante: ¿qué es una emoción? Definiremos sus rasgos esenciales desde el punto de vista científico y haremos un breve esbozo de los principales modelos que se han propuesto para clasificarlas. Una vez que tengamos claro de qué estamos hablando, en el segundo capítulo intentaremos seguirles el rastro e identificar su lugar de residencia. De qué son, pasaremos al dónde y cómo brotan. Nuestras pesquisas, inevitablemente anatómicas, no nos llevarán al corazón, sino a diversas regiones del cerebro. Y es que, como sucede con tantas otras cuestiones humanas, también cuando se trata de emociones, casi todo está en la cabeza.
 
Equipados ya con un necesario bagaje “académico”, en los siguientes capítulos podremos dedicarnos a profundizar en el conocimiento de las principales emociones, descubriendo las características distintivas de cada una de ellas y cómo intervienen en nuestra vida. De entrada, nos centraremos en las emociones primarias, aquellas que parecen hermanarnos a todos los seres humanos independientemente del entorno cultural en el que hayamos sido educados. Son el miedo, la ira, el asco, la alegría, la tristeza y la sorpresa. Seguiremos con el capítulo dedicado en exclusiva al amor, con el que el libro debería alcanzar su clímax romántico; pero no nos engañamos, aparecerán más neuromoduladores que bellas parejas a la luz de la luna. Ya para acabar, tendremos ocasión de ver a todas las emociones en acción y comprobar que, lejos de ser un obstáculo, resultan imprescindibles para que podamos aprender, recordar y decidir más y mejor Quod erat demonstrandum.
 
A lo largo de todo el trayecto complementaremos las explicaciones de naturaleza más teórica con la descripción de curiosos experimentos y célebres casos clínicos, como el de Phineas Gage o la paciente S. M. La función de estos ejemplos no es tan solo la de “salpimentar” la teoría. Por un lado, representan el obligado aval empírico que diferencia al conocimiento de la mera especulación sin fundamento o, peor aún, de las simples leyendas urbanas. Si, como decíamos antes, el propósito de este libro es romper una lanza a favor de las emociones de forma sensata y razonada, las pruebas experimentales constituyen un elemento irrenunciable para ello.
 
     
     

     
Fragmento de la introducción.      

     
 
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Emociones contenidas,
el rostro indígena
en el cine mexicano
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César Carrillo Trueba  
                     
En sus inicios, al narrar historias el cine se encontraba
más cerca del teatro, en sus escenografías, la cámara casi fija, el desenvolvimiento de las acciones, los rostros; faltaba sólo la voz. Con el movimiento de la cámara la acción tomó otro ritmo y los rostros la contrapunteaban dando cuenta de lo que resentían los personajes. Emociones en estado puro: tristeza, ira, sorpresa, indignación, alegría, locura, los rostros se moldearon poco a poco a una suerte de gramática comprensible al público que acudía con gran curiosidad a tal espectáculo. La década de los veintes es quizás el clímax de este tipo de películas en blanco y negro silentes, en donde se destacan el cine expresionista alemán y el soviético. El abanico de expresiones de campesinos, obreros, científicos desquiciados, mujeres seductoras, gobernantes, monstruos de distinta índole y otros tantos más es inabarcable. Algunos se fueron constituyendo en clichés, repitiéndose en una y otra película, expresiones que se volvieron ícono —Bela Lugosi, por ejemplo—, símbolo fácilmente discernible de la naturaleza que encarnaba un personaje. Así pasaron al cine hablado, atemperados pues la expresión no recaía ya completamente en el rostro y el cuerpo; la voz, los diálogos daban cuenta de gran parte de las emociones.
 
El cine mexicano de la llamada época de oro se inscribe en esta historia. Sus protagonistas constituyen una verdadera galería de rostros de gran expresividad: Joaquín Pardavé, los hermanos Soler, Sara García, Pedro Infante, Tin Tan, Vitola y un sinnúmero de actores de subsecuentes generaciones. Llama la atención, sin embargo, que al encarnar a personajes indígenas la expresión de su rostro desaparece casi por completo, el cuerpo se torna tieso y la voz es un sonsonete que mal expresa pensamientos o el sentir, cuando acaso se le atribuye tal capacidad al personaje. ¿A qué se debe esto?
 
El rostro impenetrable
 
Al igual que ha sucedido con los pueblos asiáticos y africanos, los indígenas han sido visto como una comunidad más que personas, tan parecidos unos a otros que se les ve iguales, carentes de individualidad, finalmente sin rostro. Son esencia antes que singularidades. Las metáforas abundan: el “rostro pétreo”, “inescrutable”, “hierático”, “una muralla de impasibilidad y lejanía” a decir de Octavio Paz. De ahí provienen las imágenes de los rostros indígenas en el cine nacional, su falta de emotividad, su mutismo, la fatalidad que acompaña tantas historias que han reforzado tal imagen. Es la continuidad de las imágenes que hunden sus raíces en las múltiples teorías formuladas por científicos y médicos en el siglo xix, haciendo eco a las elaboradas por sus pares europeos acerca de los habitantes de las colonias que poseían sus imperios entonces, ideas que los liberales decimonónicos enarbolaban para impulsar su dominio sobre el territorio de la naciente nación mexicana y que, reformuladas, fueron integradas en la cultura nacional del siglo xx.
 
Así, en muchas de la tramas cinematográficas de la época dorada los indígenas son más bien parte del paisaje, rostros indiferenciados que se mueven como una masa, irracionalmente, encarnando la resignación ante el sufrimiento ocasionado por la inclemente naturaleza o los abusos del cacique. Pero indiferentes también ante las buenas intenciones de quienes buscan su “redención” —término predilecto de los gobiernos posrevolucionarios—, reacios a las buenas acciones del médico que les lleva vacunas, medicina científica para terminar con sus “supersticiones”, del maestro dispuesto a sacarlos del “atraso en que viven”, del cura que les lleva “la verdadera fe”, del buen gobierno que emprende grandes obras en beneficio de ellos, “que también son mexicanos”. Los indígenas son escenografía más que movimiento, fondo más que acción, como decía Paz: “el indio se funde con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la tarde, con la tierra oscura en que se tiende a mediodía, con el silencio que lo rodea”. Por ello es más máscara que rostro, “máscara el rostro, máscara la sonrisa”, concluye rermachando tales prejuicios, nuestro premio Nobel.
 
Cuando sucede lo contrario es porque al indígena se le atribuye algo especial, como es el caso de Tizoc, descendiente de la “antigua raza indígena”, noble, capaz de hablar con los animales como todo buen salvaje. Su individualidad el permite enamorarse, algo no propio de los indígenas en el cine, de tener sentimientos y expresar emociones, de ser un fiel cristiano. El rostro indígena cambia también cuando emerge su ser más profundo, violento y brutal, cual atavismo irrecusable, sacándolo de su mutismo; es lo que igualmente se ve en Tizoc cuando se siente engañado —en realidad no había entendido nada— y rapta a la Niñabonita, reniega de la religión y se refugia en las cuevas, dando rienda suelta a su lado primitivo, el que siempre hace recelar al mestizo del indígena (la culpa no la tiene el indio... dice el refrán). Entonces cae la máscara.
 
Ausencia de profundidad
 
La máscara, dice Italo Calvino en un bello ensayo —como todo lo que escribió es “ante todo, un producto social, histórico, contiene más verdad que cualquier imagen que pretenda ser ‘verdadera’; lleva consigo una cantidad de significados que se revelarán poco a poco”. Durante la gestación de los clichés, los prejuicios sociales, las teorías e ideas prevalecientes sobre algún tipo de persona, se cristalizan en una imagen; generalmente de vida larga. Así, la máscara, el no rostro de los indígenas en el cine nacional, es fruto del racismo tan poderoso que ha dominado nuestra sociedad desde el siglo xix, inserto ciertamente en prejuicios más antiguos, y conjunta una serie de atributos en una imagen que se despliega en los diferentes contextos y épocas, cual proteo que adquiere distintas apariencias pero siempre con una misma esencia: reacios al cambio, a insertarse en el devenir de la nación mexicana, inescrutables e impasibles, pétreos, una comunidad indiferenciada que se mueve como un todo, fusionada, irracional al actuar en masa, brutal en su faceta más oscura, crueles hasta con los suyos, degradados por la miseria, así han sido vistos los pueblos indígenas y en parte así siguen siendo percibidos cuando se oponen a algún “proyecto modernizador”, de “interés nacional”.
 
Las políticas públicas no han dejado de considerarlo desde tal perspectiva y no parece que esto cambie. Tampoco su imagen en el cine nacional ha mudado y el análisis de algunas de la más recientes películas lo confirma. Incluso la galardonada Roma (orgullodeMéxico dijeron los políticos), no consigue escapar a varios de estos clichés. A falta de profundidad emocional, psicológica, la protagonista es nuevamente confinada a la superficie; otra vez máscara y no rostro, contenida en su expresión, en sus emociones. Cleo es una máscara más, que lleva inscrita las mismas connotaciones e implicaciones aún persistentes en la imagen de los indígenas que sigue prevaleciendo, simples clichés que se repiten en ausencia de la voz de quienes así son representados, aún ignorados, mal conocidos y poco apreciados: los sin rostro.
 
     
 
     

     
César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     

     
 
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Clara Luz Villanueva
     
               
               
Actualmente, abordar el estudio de las emociones desde
las ciencias sociales no es propiamente un dilema ni es un asunto menor; sin embargo, esta nueva mirada es relativamente reciente. Durante el siglo xix y hasta mediados del xx, el estudio de las emociones había estado ceñido a la biología y la psiquiatría, abordadas generalmente a un nivel individual y entendidas como aspectos humanos de corte universal, reacciones o pasiones que se manifiestan en términos de las situaciones que los individuos experimentan a lo largo de la vida. En los últimos cuarenta años, las ciencias sociales han mostrado un particular interés por estudiar las emociones. La sociología y la antropología han dado cuenta de que las emociones están imbricadas en realidades sociales y culturales específicas.
 
Insospechadamente, incluso se han convertido en el objeto mismo de las investigaciones. Esto se lo debemos al denominado “giro afectivo”, lo que Poncela delimita como: “mantener una mirada transversal e interdisciplinar a los fenómenos afectivos para centrarlos en la problemática y el objeto de investigación, así como la incorporación de los afectos en el corpus del conocimiento de las ciencias sociales”.
 
Al respecto, hubo algunos autores pioneros en antropología, quienes daban cuenta no sólo de la validez de entender la dimensión emocional en los estudios, sino de la necesidad implícita de adentrarse en este ámbito, como señala Calderón: “Turner (1969) por ejemplo, abre la posibilidad de transitar entre lo individual y lo colectivo, dándole legitimidad desde el punto de vista antropológico a lo emotivo en su obra El proceso ritual. Geertz (1992), explicita la realización de una vida emocional claramente articulada, haciendo hincapié en los desplazamientos de la sensibilidad desde aquello que pensamos y sentimos. Para Krotz, la cultura está formada por conocimientos, sentimientos y evaluaciones que son constitutivos de los universos simbólicos, en tanto que para Renato Rosaldo (1986) es imposible entender las emociones de los otros mientras no se experimenten las mismas experiencias”. Por su parte, Le Breton explica cómo la antropología ha mostrado que las emociones y los sentimientos siempre han estado presentes en todo estudio cultural, aunque no se les haya tomado en cuenta como el objeto de estudio.
 
Actualmente se explica que existen dos paradigmas teóricos para acercarnos al estudio de las emociones desde las ciencias sociales: por un lado, el cultural, es decir, el análisis de los signos y significados culturales que aprendemos a lo largo de la vida en una sociedad específica y vamos moldeando en su transcurso; por otro lado, el estructural, que tiene que ver con que las emociones están reguladas, controladas y dirigidas por dos dimensiones fundamentales: el Estado y el poder. De esta forma es posible pensar que “los análisis sociológicos presuponen que el comportamiento y la interacción humana están limitados por la ubicación de los individuos en las estructuras sociales e influenciadas por la cultura”, como lo menciona Lively.
 
Arlie Hochschild introdujo por primera vez, en 1975, la idea de que las emociones se modelan socialmente en gran medida por reglas de sentimientos, es decir, las normas culturales e históricamente variables que definen lo que se debe sentir y expresar en diversas situaciones. Hoy está bien establecido que las culturas difieren en qué experiencias emocionales son alentadas o desalentadas.
 
Asimismo, se considera fundamental el estudio de las emociones en teorías como la del cambio social (una teoría sociológica, antropológica y política que se refiere al cambio tangible de las estructuras sociales ligado directamente al desarrollo y el crecimiento económico), ya que también se empieza a entender el papel central que las emociones tienen en la creación y desarrollo de los movimientos sociales. El interaccionismo simbólico es otra teoría muy útil para el estudio de las emociones, pues su propuesta central es la observación de la puesta en escena del actor en la realidad social, donde la estructura sociocultural es entendida, no desde un análisis macro, sino desde las interacciones; como explica Le Breton, se “estudia la influencia de los significados y los símbolos en las construcciones sociales de los sujetos que tienen que ver con hacer frente a las diferentes realidades a partir de dos dimensiones: las representaciones y las construcciones de esas representaciones”.
 
Emociones y espacios de expresión
 
Con base en la teoría del interaccionismo simbólico, se planteó una investigación sobre las emociones recurrentes en un grupo de mujeres adscritas a una organización del estado de Chiapas, la Coordinación Diocesana de Mujeres (Codimuj), cuyo interés radica en que es la organización femenina más grande del estado y su trabajo en términos de equidad de género y empoderamiento femenino podrían dar cuenta de la apropiación de las mujeres de nuevas estrategias en función de la expresión emocional. Con este fin se propuso la categoría de “espacios de expresión”, intentando discutir la dicotomía público-privado y proponiendo otro tipo de interacciones e intersecciones, como son la íntima, la compartida, la pública y la política, donde lo privado se comparte, lo público se convierte en político y lo político se integra como una certeza personal que atraviesa el espacio íntimo. De esta forma, se observaron cuatro espacios de expresión: el público-político, en donde las mujeres se presentan como coordinadoras o participantes de la Codimuj, juegan roles de poder frente a la comunidad o en espacios religiosos, todo ello desde un posicionamiento político de género (como en los eventos parroquiales, los aniversarios de la Codimuj o cuando un grupo de ellas se constituye frente a otros grupos de la Codimuj); el público-compartido, cuando las mujeres se reúnen con otros grupos, no tienen roles de poder tan marcados y pueden ser portavoces de la Codimuj, pero también ironizar, hacer bromas e incluso hacer críticas sobre sus roles de poder (como el grupo de zumba en el fútbol); el íntimo-compartido, cuando se encuentran en un grupo pequeño, ellas solas hablando de las situaciones difíciles de su vida (especialmente el espacio de las reuniones de mujeres de los martes); y el íntimo-privado, generalmente el espacio de la espiritualidad, cuando se reúnen para hacer ceremonias, para hablar entre ellas y en los espacios psicoterapéuticos que organizan y facilitan —suele ser un espacio individual, de comunicación con dios y los abuelos, aunque hay excepciones, como el taller “fortalecimiento del corazón” que realizan dos veces al año, el cual es un espacio íntimo-privado a pesar de ser grupal.
 
Al situar la mirada en la expresión emocional, hubo cuatro emociones principales que fueron más expresadas por las mujeres, que son también aquellas que aparecen con mayor frecuencia en las conversaciones informales y se manifestaron constantemente en todos los espacios. Por otro lado, existen emociones que no están presentes en prácticamente ningún espacio, como la ira y el enojo, pues por ser emociones primarias se expresan únicamente en el ámbito íntimo, lo cual tiene que ver directamente con introyecciones culturales relacionadas con el ser mujer. En los otros espacios, el enojo parece una emoción más masculinizada, es decir, los hombres pueden expresar con mayor soltura la ira, mientras que la tristeza es una emoción expresada más abiertamente por las mujeres.
 
Como expone Besserer, “los sentimientos de una persona o una población pueden entrar en contradicción con las formas dominantes de un momento determinado”. Desde este enfoque se habla de sentimientos hegemónicos, aquellos permitidos por el orden social establecido, y sentimientos subalternos, los que devienen del sujeto y entran en contradicción con los primeros. Besserer explica que “estas formas sentimentales, al mismo tiempo que articulan y dan sustancia a la sociedad, forman parte del aparato de poder que la gobierna”. En este sentido, considero que las emociones no expresadas en ciertos espacios pueden dar cuenta de los regímenes de sentimientos que se cristalizan al interior del grupo, especialmente en los sentimientos (in)apropiados y en cómo se generalizan.
 
Algunas emociones motivan la acción, mientras otras inmovilizan. La alegría es fuertemente promovida por la Codimuj, es una emoción de acción, al igual que el enojo moviliza la búsqueda de la igualdad de género, es decir, el cual se promueve canalizado para la lucha política, un enojo que lleva detrás un discurso político y alimenta ciertas formas de ser mujer. Aquí se presenta otro tipo de emoción, la producida para un momento determinado, y una vez terminado el momento político, el enojo es abandonado. Asimismo, al ser canalizado como lucha política, éste continúa siendo una emoción reprimida en el espacio público-compartido y el íntimo-compartido. Podría decirse que la tristeza y la alegría son las emociones que representan en sus discursos como positivas, mientras que el enojo, el miedo, la culpa y la vergüenza son apreciadas como negativas.
 
La construcción social de las emociones
 
La tristeza. Es una emoción ligada a la precariedad económica, al sufrimiento que ocasionan las enfermedades, a la falta de oportunidades laborales o profesionales pero, sobre todo, al papel de ser madre y ser mujer. Una expresión muy clara en este sentido es la idea de que “ser mujer es sufrir, llorar”, en la cual se observa claramente cómo en el imaginario cultural el sufrimiento está ligado a la condición de ser mujer.
 
Desde la perspectiva masculina, la tristeza puede estar relacionada con el trabajo; cuando le pregunté a un hombre qué era para él la tristeza, me dijo: “cuando ya no hay ganas de trabajar”. Es interesante esta aseveración, porque además de la conexión entre emoción y trabajo, también puede apreciarse su relación con el cuerpo, pues la emoción se siente en la falta de ganas de mover el cuerpo, como una pérdida de motivación hacia la acción. En este sentido, podría decirse que para las mujeres la tristeza se expresa a través del llanto y el sufrimiento, mientras que para los hombres es una emoción que paraliza el cuerpo.
 
Lo que me pareció muy revelador es que en el espacio público-político las mujeres contienen claramente sus emociones y que las expresan más abiertamente en el espacio íntimo-compartido, mientras los hombres manifiestan sus emociones en espacios más politizados. Un ejemplo de ello se observa en las reuniones de la Iglesia, en donde incluso en charlas familiares varios hombres se conmovieron al narrar alguna historia dolorosa: un hombre recordó a su papá y se conmovió, le tembló la voz y limpió sus lágrimas, otro recordó cuando su hija se enfermó y también se conmovió, uno más me contó la historia de su enfermedad llorando frente a su familia; mientras que las mujeres solamente se han conmovido frente a mí cuando estamos a solas.
 
En este sentido, me percato de que hombres y mujeres viven y expresan las emociones de maneras distintas; parece que no está mal visto que un hombre exprese públicamente la tristeza, pero sí una mujer. Hay mucha presión social entre las mismas mujeres para expresar la tristeza, pues temen que las demás piensen que es infeliz o que tiene problemas domésticos complejos, por ejemplo, que sea víctima de violencia intrafamiliar o que tenga una enfermedad grave. En este sentido, para las mujeres la tristeza no es una emoción pública sino una emoción que puede expresarse sólo en ciertos círculos, especialmente en el espacio íntimo-compartido y el íntimo-privado.
 
Vergüenza y culpa. Es una emoción que aparece constantemente en el espacio público-político y a veces en el público-compartido, mientras que en el espacio íntimo-privado se transforma rápidamente en culpa. Es una emoción que se expresa con facilidad, las mujeres se sonrojan con frecuencia y expresan una risa nerviosa cuando algún comentario les parece incómodo. La expresión “me da pena” aparece con frecuencia.
 
Considero que la vergüenza es la emoción que más control ejerce en la vida pública de las mujeres. El miedo a ser avergonzada frente a otras personas hace que muchas veces no emitan algún comentario o resuelvan alguna necesidad; un ejemplo es, cuando hay reuniones en otros lugares, las mujeres piden usar el baño sólo si es una necesidad extrema, de otra manera prefieren aguantarse hasta llegar a su casa —lo que también podría explicarse como un sentimiento de recato en torno al cuerpo.
 
Cuando rompen con la vergüenza y se atreven a decir su opinión, muchas veces comienzan enunciando la frase: “con la pena…”. Esta emoción aparece con frecuencia en los discursos y puede verse tangiblemente en el cuerpo en forma de rubor, lo cual es un ejemplo de emociones morales, ya que están imbricadas con las normas y los valores sociales. Estas emociones se quedan en el cuerpo, de tal modo que una persona puede seguir experimentando culpa o vergüenza aun estando a solas, aunque tales emociones hayan sido propiciadas por situaciones en que se estaba acompañada.
 
La culpa es la emoción que se expresa con más claridad en el espacio íntimo-privado, está relacionada con la no realización del deber ser femenino —un aborto, una infidelidad, el accidente de un hijo o la violencia intrafamiliar. Aparece cuando siente que ha fallado en el ideal dictado culturalmente de cómo ser mujer, carga con una culpa que no es expresada ni en los espacios más privados. El abuso sexual es uno de los motivos más fuertes del sentimiento de culpa, y no está ligado al deber ser sino a toda una representación social sobre la sexualidad y la transformación del cuerpo. “Una nunca vuelve a ser la misma”, es una expresión que escuché en un espacio terapéutico.
 
La vergüenza y la culpa son dos caras de una misma moneda, la primera se expresa en el espacio público y la segunda en el más íntimo pero conforman una misma situación: culpa y vergüenza por haber hecho algo indebido o no cumplir con una idealización cultural apropiada. Ambas emociones son creadas y propiciadas por un espacio social y cultural definido.
 
Alegría. Es otra emoción que aparece con frecuencia en el grupo, las mujeres constantemente están ironizando, haciendo bromas y riéndose de situaciones graciosas. La risa es un acto que aparece en los cuatro espacios pero de forma distinta, es por tanto un indicador interesante para ir delimitando los espacios de expresión.
 
En el espacio público-político la risa aparece más bien como sonrisa, es un gesto que acompaña constantemente a las mujeres. Ahí el cuerpo en general es más rígido y no hay espacio para hablar de situaciones amenas. En algunos casos, cuando sucede o se dice algo gracioso, puede haber una risa, pero es breve y limitada. Mientras en el público-compartido la sonrisa se convierte en una risa más abierta, a veces nerviosa, pero en otros momentos es espontánea; sin embargo, hay bromas o situaciones que no se comentan, mientras que en el espacio íntimo-compartido sí. En el espacio público-compartido es donde las mujeres se ríen más abiertamente, parecen realmente alegres, están risueñas y optimistas, claro, a menos que se esté hablando de una situación difícil o compleja; pero, en general, cuando se comparten experiencias o situaciones graciosas expresan su risa con todo el cuerpo, con las manos agarrándose el estómago o dando palmadas sobre sus piernas. En todos los casos puede apreciarse cómo los regímenes de sentimiento están presentes; aquí, la alegría es una emoción restringida en el espacio público/político, pero puede entenderse como una "agencia" femenina —este término, del inglés agency, es de difícil traducción; desde la perspectiva de Giddens, está ligado al principio de negociación, es decir, a la capacidad que tenemos de negociar nuestra posición y nuestra trayectoria social, de incorporar ciertas prácticas y desechar otras, de modificar y dar un giro personal o grupal a las propiedades estructurales del sistema; dicho autor propone que la estructura social es a la vez el medio y el resultado de la acción social, es decir, que los agentes y la estructura social son entidades que se constituyen mutuamente— a la vez que es también una estrategia de expresión y acción en el espacio público-compartido.
 
Consideraciones finales
 
Con base en el análisis de las emociones de este grupo de mujeres puede observarse cómo la culpa y la vergüenza son dos emociones que van unidas, aluden a las normas y exigencias que se despliegan a partir del discurso religioso y que las mujeres incorporan en sus propias expectativas; únicamente cambia el espacio de expresión donde se manifiestan, permaneciendo la culpa en un ámbito íntimo-privado y la vergüenza en el público-político.
 
Asimismo, la alegría y la tristeza son emociones moldeables y moldeadas por el espacio público-compartido y manifiestan en el caso de las mujeres, ciertas estrategias de agenciamiento, de negociación en términos de Giddens. De esta forma es posible comprender que las emociones están situadas y son moldeadas dependiendo de las estrategias y negociaciones de los actores, los signos y significados culturales y la estructura de poder que los enmarca.
 
Finalmente, considero que este estudio me permitió reflexionar en torno a la necesidad de transitar a enfoques interdisciplinarios sobre las emociones, ya que permiten una comprensión más matizada de cada emoción, tal y como ocurre dentro, entre y fuera de los individuos que las experimentan.
 
     
Referencias Bibliográficas
 
Poncela, A. M. F. 2011. “Antropología de las emociones y teoría de los sentimientos”, en Revista Versión Nueva Época, núm. 26, p. 24.  
   Calderón Rivera, Edith. 2012. La afectividad en la antropología. una estructura ausente. ciesas-uam, México.
   Le Breton, David. 2012. “Antropología de las emociones en Las pasiones ordinarias”, en Antropología de las emociones. Nueva Visión saic, Buenos Aires.
   Lively, Kathryn J. y Emi A. Weed. 2016. “The sociology of emotion”, en Handbook of emotions, Feldman L., M. Lewis y J. Haviland-Jones (eds.). The Guilford Press, Nueva York-Londres.
   Le Breton, D. 2010. “Derroteros singulares: reflexiones sociológicas en torno al individuo contemporáneo en la era de la globalización”, en Estudios Sociológicos, vol. xxviii, núm. 82, p.211-230.
   Besserer Alatorre, Federico. 2014. “Regímenes de sentimientos y la subversión del orden sentimental. Hacia una economía política de los afectos”, en Nueva Antropología, vol. xxvii, núm. 81, julio-diciembre, pp. 55-76.
   Giddens, Anthony. 1984. “Bases para la teoría de la estructuración”, en La constitución de la sociedad, Amorrortu Editores.
     

     
Clara Luz Villanueva
Doctorado en Antropología,
Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.

Maestra en Antropología Social en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, unidad Sureste. Actualmente es candidata a doctora en Antropología por el CIESAS-CDMX. Ha sido coordinadora del libro “Mujeres ante la crisis global: empoderamiento y precariedad” publicado por Editorial Porrúa. Ha escrito 3 capítulos en libros arbitrados, 1 artículo arbitrado en una revista internacional y 8 artículos de divulgación en la revista Ichan Tecolotl, del ciesas. Ha participado como ponente en congresos nacionales e internacionales. Sus temas de interés son: género, cuerpo, poder, emociones y terapias alternativas.
     

     
 
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Factores de riesgo psicosocial una aproximación conceptual 133B01  
 
 
 
Roy Steven Marín Motta  
                     
El Ministerio de Protección de la Alcaldía Mayor de
Bogotá, según la resolución 2646 de 2008, define los factores de riesgo como la probabilidad de ocurrencia de una enfermedad física o trastorno psicológico con sintomatologías particulares, incluyendo las lesiones o daños que pueden ocurrir en una población particular. Por ende, los factores de riesgo psicosocial se representan como todas aquellas situaciones directamente relacionadas con una organización y el desarrollo de las tareas que se implementan en la misma.
 
Los factores de riesgo psicosocial se han convertido en la actualidad en áreas de interés para la investigación ya que, según la clasificación de las enfermedades y trastornos registrados, éstos afectan a gran parte de la población, llegando en ocasiones a generar impactos en la salud pública a gran escala. La Organización Mundial de la Salud (oms) refiere que la población expuesta a diferentes factores de carácter estresante o de tensión de gran impacto termina por ser una población vulnerable a los factores de riesgo que directamente afectan a la salud.
 
De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo y la oms, se contemplan como factores de riesgo psicosocial las condiciones de los individuos, su medio laboral y el entorno extra laboral, así como las condiciones propias del individuo, ya que éstas implican una exigencia de acuerdo con la capacidad, la experiencia, la motivación y las habilidades, entre otros aspectos.
 
Por otra parte, autores como Gil mencionan que los factores de riesgo incluyen también las condiciones del trabajo mismo, esto es las tareas realizadas por las personas, lo que hace alusión tanto a la carga física como a la carga mental de la labor a llevar a cabo en una organización. Por último las condiciones fuera del trabajo, que implican tener en cuenta lo económico y el grupo familiar, la situación social y el efecto del trabajo sobre ésta y la situación social, económica y política de un país.
 
El Ministerio de Protección Social de Bogotá, por su parte, contempla en 2010, en la lista de enfermedades profesionales, las patologías derivadas del estrés laboral, por lo que entre los factores de riesgo asociados al estrés se encuentran los siguientes: las demandas del trabajo, esto es las exigencias que el trabajo impone al individuo; el control que tiene sobre el trabajo, es decir, la capacidad que la labor permite en cuanto a la toma de decisiones propias por cada persona; el liderazgo y las relaciones sociales en el trabajo; y la recompensa, a saber la retribución que el trabajador recibe por su contribución, sus esfuerzos laborales para el crecimiento de la organización.
 
Asimismo, entre los factores de riesgo psicosocial derivados del trabajo se encuentran las características de la tarea, de la organización, del empleo al igual que el tiempo de trabajo. No obstante, cabe aclarar que la exposición a estos riesgos no influyen directamente en la salud y que depende de cada persona cómo utilice diferentes estrategias para enfrentarlos de manera funcional, para manejar la tarea y mitigar el riesgo.
 
Sin embargo, una persona puede modificar su comportamiento a tal punto que sus cogniciones y emociones se adapten a una situación para convivir con ella, por lo que los efectos del riesgo implican una gran diversidad de factores y dependen de los rasgos de las personas, es decir, de respuestas ante factores de riesgo como la acomodación pasiva que muestra reducción del interés por cambiar la propia realidad y las respuestas de estrés, la cual incluye aspectos emocionales, fisiológicos, cognitivos y motores.
 
De acuerdo con lo anterior, se atribuye que el riesgo psicosocial está sujeto a las estructuras de las organizaciones y los objetivos institucionales que guían la labor, lo que implica que se debe tener en cuenta estrategias de intervención adecuadas a los problemas de riesgo que enfrenta una población. No obstante, los factores de riesgo se presentan como condiciones que influyen en la aparición de estrés laboral, afectando la salud de las personas y originando así que haya aumento en la prevalencia en un grupo poblacional.
 
Algunos autores consideran que los factores de riesgo generan un sinnúmero de malestares a las personas, entre los que se encuentran las afecciones a la salud mental, es decir, gran parte de la población expuesta a factores de riesgo tiene mayor probabilidad de considerarse como casos particulares relevantes directamente relacionados a la salud publica, mostrando variabilidad en una población y generando a su vez que las entidades de salud incluyan la investigación psicopatológica. La salud pública menciona que los factores de riesgo psicosociales tienen directamente influencia en los eventos psicológicos, como el autocontrol, la autoestima, los comportamientos perturbadores, las habilidades sociales, las estrategias para enfrentarlos, emociones y creencias, entre otros.
 
No obstante, cabe aclarar que entre los factores de riesgo se discriminan ciertos niveles de exposición que afectan directamente a la salud, los cuales se mencionan como niveles de exposición de riesgo: bajo, medio y alto. Esta valoración del riesgo, en otras palabras, implica que las personas varían en cuanto a comportamientos, emociones, capacidad cognitiva y sus áreas de apoyo, organización e historia personal, lo cual se relaciona con variables particulares con respecto de los diferentes niveles de exposición de riesgo que originan una sintomatología particular en cada caso.
 
Otro concepto es el de vulnerabilidad psicosocial, el cual refiere a la incapacidad de aprovechar los recursos del contexto disponibles en todos los entornos que circundan a una persona, y expone fenómenos o situaciones inestables vinculados al funcionamiento de una organización, en donde las personas carecen de estrategias para poder enfrentarlos, y no disponen de los recursos disponibles ante las situaciones conflictivas del entorno organizativo, ya sea propio de la tarea que se haga o de la organización y su estructura.
 
Además de la vulnerabilidad, el contexto incluye los niveles de riesgo ya mencionados —alto, medio y bajo—, los cuales generan que la exposición reiterada a factores de riesgo psicosocial determine directamente el malestar con múltiples efectos para la salud, tanto en la condición metal como en la física. Sin embargo, cabe resaltar que el riesgo psicosocial incluye además el estilo de liderazgo, el cual incide en la percepción tanto de los factores de riesgo como en la del ambiente organizacional.
 
De acuerdo con lo anterior, el Ministerio de Salud de Colombia, regido bajo las normas de la ley 1122 de 2008, menciona que la salud pública se construye con base en un conjunto de políticas, que buscan garantizar la salud en la población por medio de las acciones que se dirigen colectiva e individualmente a fin de proporcionar la atención necesaria para cubrir las necesidades de salud que se presentan en la comunidad. Dichas acciones se realizarán bajo la supervisión de la rectoría del Estado y deben promover la participación activa en todos los sectores de la sociedad. Se debe tomar en cuenta también que la salud pública implica la atención por parte de los profesionales del trabajo encargados del área ocupacional, la cual es defendida por la oms como el proceso multidisciplinario que busca generar la promoción de la salud en la comunidad trabajadora con el fin de prevenir enfermedades y accidentes mediante el control de las situaciones de riesgo. Para lograr esto, el área de la salud pública mantiene y establece estudios orientados a la prevención en disciplinas dedicadas a la salud ocupacional como la medicina del trabajo, la psicología organizacional, la ergonomía y la higiene industrial.
 
Al respecto, el Ministerio de Salud mismo considera en la actualidad como relevante la investigación en temas de prevención de enfermedades y trastornos psicológicos con el fin de mantener criterios que regularicen la salud y busquen el bienestar para todas las personas que conforman una comunidad.
 
Conclusión
 
Los factores de riesgo tienen directa influencia en la salud de las personas, por lo que la conformación de sistemas, organizaciones, sociedades, grupos y demás, necesita de control y asesoría con el fin de prevenir las enfermedades que tienen su origen en las tareas o labores que se realizan a diario, ya que, cuando exceden los recursos del organismo, dificultan las estrategias para poder enfrentarlas, esto es las que tiene cada individuo para resolver las situaciones conflictivas que le generen estrés o tensión. Sin embargo, los factores de riesgo varían en intensidad en cuanto a la exposición y a respuesta de los individuos expuestos.
 
Asimismo, los factores de riesgo psicosocial se relacionan directamente con la economía y el trabajo, en donde incluso se manifiesta el impacto del mercado mundial en las condiciones laborales, como se ve en Colombia, debido a la incursión de nuevas tecnologías y las políticas del trabajo que las acompañan, originando además impactos ambientales que desmejoran las condiciones para que las personas se adapten a un salario y a las condiciones que las organizaciones demandan.
 
Ante esta situación se debe buscar formas de mitigar el riesgo psicosocial, principalmente el apoyo de grupos o sistemas conformados, tales como el familiar, el de pares, el cultural, el laboral, etcétera, ya que las características del riesgo se sostienen en los aspectos sociodemográficos de las poblaciones, por lo que el contexto cobra vital importancia en el desarrollo de una posible sintomatología derivada de la exposición al riesgo.
 
     
Referencias bibliográficas

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   Villalobos, G. 2004. Vigilancia Epidemiológica de los Factores Psicosociales. Aproximación Conceptual y Valorativa. Congreso del Consejo Colombiano de Seguridad, Bogotá.

     
Roy Steven Marín Motta
Programa de Psicología,
Facultad de Ciencias Humanas,
Universidad Piloto de Colombia.
     

     
 
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La ciencia
de la mentira
133B02  
 
 
 
Claudia Arlene Salazar Aldrete  y Hilda Minerva González Sánchez  
                     
¿Qué circuitos neuronales se activan cuando mentimos?
¿Existen cerebros diseñados para mentir? ¿Podemos fielmente detectar cuando una persona está mintiendo? Son incógnitas cuya resolución ha sido lenta debido a que el simple proceso cognoscitivo resulta complicado, tanto como definir qué es mentir, ya que implica hacer coincidir múltiples disciplinas como la fisiología y la psicología, y ámbitos como la política y la religión. A fin de facilitar esta tarea, diremos que, de acuerdo con Abe, mentir es: “un proceso fisiológico por el cual un individuo deliberadamente intenta convencer a otro de tomar como cierto algo que se considera falso, típicamente para obtener ganancias o para evitar un castigo”; el rango de actividades que caen en la definición es bastante amplio, incluyéndose en él las mentiras piadosas, las mentiras por omisión e incluso el autoengaño.
 
“Localizar” las mentiras
 
La corteza cerebral tiene a su cargo diversas actividades, entre ellas las conocidas como ejecutoras que se refieren a las funciones cerebrales que ponen en marcha, organizan, integran y manejan otras. Para la elaboración de una mentira se ha sugerido que varias de estas funciones pueden estar involucradas: la memoria de trabajo, la planificación, la flexibilidad y la monitorización e inhibición de conductas, las cuales permiten que las personas sean capaces tanto de evaluar sus acciones al momento de llevarlas a cabo como de hacer los ajustes necesarios en casos en que las acciones no están dando los resultados deseados. Por ello existe la hipótesis de que el mentir forma parte de las funciones ejecutoras y la corteza frontal es la principal involucrada en llevarla a cabo.
 
Los estudios de neuroimagen sostienen esta idea; en 2008, Spence y colaboradores estudiaron a diecisiete sujetos sanos para explorar las zonas corticales de mayor actividad durante el proceso de mentir y encontraron que existe un foco de actividad bilateral en la corteza frontal ventrolateral, que está implicada en el control y supresión de conductas inapropiadas como el mentir y en el ”switch de actividades”. No obstante, esta área no está relacionada directamente con el proceso cognitivo que construye el engaño, una tarea que se atribuye a la corteza frontal dorsolateral, que se activa cuando un sujeto produce respuestas nuevas o complejas en reacción a su ambiente, las cuales incluyen la manipulación de la memoria de trabajo, la selección de respuestas y el control cognitivo.
 
La corteza prefrontal anterior también está implicada en dicho proceso. En 2010, Karim y sus colaboradores concluyeron que tras una estimulación inhibitoria en la corteza prefrontal anterior se logra que un individuo mienta con mayor facilidad, ya que se miente con mayor frecuencia, menor culpabilidad y la conductancia transdérmica (medida por la respuesta autonómica con el polígrafo) no registra ningún cambio significativo.
 
Asimismo, se ha sugerido que distintos tipos de mentira se asocian con diferentes patrones de activación cerebral. En 2003, Ganis y sus colaboradores mostraron por primera vez la influencia del tipo de mentira en la actividad cerebral; cuando la mentira es espontánea, mayor es ésta en la corteza del cíngulo anterior y en la corteza visual posterior, mientras que si es elaborada, la actividad ocurre en la corteza frontal anterior derecha. La corteza del cíngulo anterior regula funciones autonómicas como el ritmo cardiaco y la presión sanguínea, y se le relaciona con la toma de decisiones y el control de emociones, funciones importantes para el desarrollo de una mentira.
 
Se pretende que en un futuro seamos capaces de identificar patrones de actividad cerebral particulares que asociemos con diferentes tipos de mentiras. No obstante, tales estudios nos muestran que el proceso de mentir es realmente muy elaborado y requiere la participación de múltiples regiones cerebrales para que se lleve a cabo en forma exitosa. Las regiones cerebrales que parecen estar principalmente implicadas son las cortezas frontales dorsolateral y ventrolateral, así como la corteza prefrontal anterior, que en conjunto permitirían al individuo tener un mejor control cognitivo en la elaboración de una mentira, así como en la supresión de respuestas involuntarias que podrían delatarlo como culpable.
 
Por otro lado, los estudios previamente mencionados tienen como limitantes que en ellos existe la instrucción específica de mentir y la falta de consecuencia al hacerlo, es por ello que diversos grupos de investigación han optado por estudiar a personas que podrían estar imposibilitadas para mentir. Entre ellos encontramos a los pacientes con enfermedad de Parkinson, que curiosamente han sido caracterizados como personas “honestas”, ya que los diversos cambios neurodegenerativos observados en ellos llegan a afectar sus capacidades ejecutoras y por lo tanto hacerlos parecer como tales, y se ha demostrado que presentan mayor dificultad para mentir, lo cual se correlaciona de manera positiva con una menor actividad metabólica en la corteza prefrontal dorsolateral.
 
Implicaciones evolutivas
 
Para mentir con éxito, al parecer, la misma evolución nos ha dotado de un desarrollo cerebral ventajoso. En este contexto, Richard Byrne y Nadia Corp asumieron que si el mentir es un proceso evolutivo, debería estar asociado con la presencia de estructuras filogenéticamente nuevas como la neocorteza y, por ende, presente en especies con “inteligencia superior, como los primates, quienes poseen las redes de interacción social más complejas” y, según describen, son capaces de utilizar la mentira táctica, definida como “una serie de actos del repertorio normal de un individuo desplegados de tal manera que se malinterprete una circunstancia, generando una ventaja para el que las lleva a cabo”. En este grupo el desarrollo cortical parece estar relacionado con el índice de mentiras tácticas, ya que se encontró una correlación positiva entre el volumen neocortical y el uso de tal recurso.
 
Tratando de extrapolar esto a los seres humanos, debemos enfocarnos en el desarrollo de las diferentes áreas corticales. Las neuronas que conforman la corteza alcanzan su pico máximo al momento del nacimiento, sin embargo, posteriormente existen procesos de remodelación, en donde la corteza prefrontal es la última en terminar su desarrollo. El pico máximo lo alcanza entre dos y seis años de edad, pero se extiende hasta aproximadamente los dieciséis, un periodo que se ve fuertemente influenciado por el ambiente que rodea al individuo y en donde ocurren procesos únicos de sinaptogénesis y el establecimiento de circuitos neuronales especializados. Un estudio que apoya dichos hallazgos es el efectuado por Yaling Yang y su colaboradores en 2005 mediante diversos cuestionarios y que, apoyados por la técnica de resonancia magnética, cuantificaron la proporción de materia gris y materia blanca, encontrando que un grupo de mentirosos patológicos poseían un cociente menor de materia gris en relación con la blanca, disminución que llegaba a ser de hasta 22% comparada con el grupo control, lo cual les confería diferencias anatómicas que les facilitaban las múltiples actividades necesarias para mentir con éxito.
 
Detección de mentiras
 
Un campo muy activo en la investigación es la detección de mentiras, dedicado al desarrollo de tecnologías capaces de determinar cuándo miente un sujeto. Considerando la definición de mentira inicial, debemos tomar en cuenta que mentir es un proceso fisiológico con actividades autonómicas claramente medibles, como el cambio en la conductancia transdérmica, la presión arterial y la frecuencia respiratoria, que son reguladas por el balance de las respuestas del sistema nervioso autónomo. Estas respuestas autonómicas constituyeron, en un principio, la base para la generación de aparatos para detección de mentiras, como el polígrafo diseñado por Marston en 1923, el cual se basaba únicamente en los registros de variación de la tensión arterial. Su observación seguía un algoritmo simple que incluye de manera lineal: estímulo (la pregunta del investigador), pensamiento (sobre lo que se ha de responder), emoción y adaptación (autocontrol) lo cual conlleva a generar la respuesta al cuestionamiento original. A pesar de que esta última es modulada por el individuo en el interrogatorio, todos los cambios previos adaptativos no lo son y para Marston dicha respuesta indicaba indudablemente culpabilidad.
 
Ha de mencionarse, sin embargo, que la eficacia de este método, el polígrafo, oscila entre 90 y 95%, debido a que un pequeño porcentaje de respuestas está ligado al miedo, la angustia, el coraje y la presión de ser sometidos a un interrogatorio, por lo cual debilita la posibilidad de su aplicación en diversos ámbitos como el legal. Existen asimismo abordajes claramente encaminados a apoyar las observaciones realizadas por poligrafistas, como el lenguaje corporal, cuyas expresiones, en conjunto, llegan a ser más relevantes que la comunicación verbal, alcanzando hasta 70% de nuestra comunicación global. Un indicador importante es la posición que adoptamos al dirigirnos al receptor: los pies firmemente colocados, la extensión de las palmas de las manos y una cara con expresiones no exageradas tienden a mostrarnos a una persona honesta; por el contrario, unos pies vacilantes, manos ocultas y expresiones forzadas muestran que una persona probablemente nos está mintiendo; pero tampoco es una regla esto, ya que la mayoría del lenguaje corporal radica en expresiones que duran microsegundos. Un último indicador importante es la voz, que tiende a ser más aguda cuando de mentir se trata.
 
No obstante, ninguno de estos métodos resulta del todo fiable, dado que tan activo es el campo de investigación en el área como lo es el entrenamiento para eludirlo. Lo que sí podría resultar confiable es la observación de lo que el acto de mentir requiere, a saber el control de muchos procesos y la activación de circuitos neuronales encargados de procesos superiores como el razonar lo que respondemos, mantener la ilación y coherencia del relato, analizar la respuesta del receptor, controlar la comunicación no verbal, generar memoria a corto y largo plazo, mantener en control las emociones, inhibir la moral y un sinfín de recursos necesarios que son, por supuesto, mucho más demandantes que simplemente decir la verdad.
 
Conclusiones
 
Es incuestionable que el proceso de mentir resulta muy complejo, puesto que involucra el control de múltiples circuitos cerebrales para la elaboración de un relato, el análisis de la respuesta del receptor, la regulación de la respuesta corporal autónoma, la generación de memoria, entre otros, que hacen del acto de mentir algo mucho más elaborado que simplemente ser honesto. Al parecer, la evolución nos ha privilegiado con el desarrollo de estructuras que facilitan este acto, las cuales se encuentran en la neocorteza, pues diversos estudios indican que el mentir está ligado a las funciones ejecutoras corticales. Se sugiere que parte importante de este proceso lo realiza la corteza prefrontal organizando la inhibición de la verdad y la generación de respuestas falsas. Apoyando esta teoría, se ha encontrado que la honestidad observada en los pacientes con enfermedad de Parkinson puede ser causada por el daño en la corteza prefrontal, lo que abre la perspectiva de que, para el descubrimiento de las bases neurológicas genuinas del proceso de mentir, es necesario investigar tanto en individuos sanos como en aquellos con algún tipo de daño cerebral.
 
Estos hallazgos representan un importante avance en la comprensión del complejo comportamiento humano, sin embargo, aún se necesitan más estudios para delinear los mecanismos neurales relacionados con diversos aspectos de las mentiras como definir el por qué un individuo decide mentir. Seguramente este campo continuará en un activo desarrollo, puesto que el mentir es algo inherente al mero proceso de interacción social; después de todo, las pequeñas mentiras o rumores generan y consolidan vínculos entre los grupos sociales.
 
     
Referencias bibliográficas

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   Yang, Y. et al. 2005. “Prefrontal white matter in pathological liars”, en Br J Psychiatry, núm. 187, pp. 320-5.
     

     
Claudia Arlene Salazar Aldrete
Facultad de Medicina,
Universidad Autónoma de San Luis Potosí.

Hilda Minerva González Sánchez
Centro de Investigación sobre Enfermedades
Infecciosas, Instituto Nacional de Salud Pública.
     

     
 
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Luis Lemus y Stephen V. Shepherd
     
               
               
Nuestras vidas son un entramado formado por nuestras
percepciones y las respuestas emocionales que éstas evocan. No estamos exclusivamente familiarizados con las emociones a partir de esta inmediata y subjetiva experiencia personal, sino que igualmente reconocemos las emociones que se observan en los demás. Podemos, por ejemplo, leer las emociones en otra voz, en la postura y en la expresión, de manera que somos capaces de comprender el estado interno de otro ser —no solamente humano— y explicar sus acciones y aun predecir su comportamiento inminente. Si bien creemos reconocer la relación entre nuestras emociones subjetivamente experimentadas y las emociones que observamos en los demás, se trata un tanto de conjeturas y a menudo imperfectas, sobre todo cuando la persona observada es diferente a nosotros.
 
Las emociones son fundamentales en la generación del comportamiento humano. Los sentimientos de amor, odio, envidia, amistad, celos, etcétera, son sin duda una fuerza que nos empuja a realizar actos que de otro modo no se podrían generar. El hecho de que dichas emociones se hayan seleccionado y conservado durante el curso de nuestra evolución, sin duda revela el éxito adaptativo que le han conferido a nuestra especie. Visto desde este ángulo evolutivo, entender el comportamiento humano requiere comprender los mecanismos biológicos mediante los que las emociones funcionan, y desde aquí es posible definir cuáles son las características que poseemos como especie y nos diferencian de otros animales. De hecho, estudios comparativos sobre las emociones humanas y las de otras especies animales ya han aportado datos reveladores que nos permiten entender el papel adaptativo de las emociones. Ha sido posible, por ejemplo, estudiar las analogías entre nuestro comportamiento y el de otros primates para tratar de inferir el origen de nuestra conducta social o de nuestra capacidad creativa que, quizás, cuando operan de manera sinérgica generan fenómenos como cultura y civilización.
 
Etimológicamente la palabra emoción proviene del latín motio, que significa movimiento, con el prefijo e (retirarse), que da la idea de algo que nos saca de nuestro estado habitual. A pesar de que existe tan sólo un conocimiento parcial de la naturaleza de las emociones, generalmente se considera que se trata de un trastorno psicosomático que se puede percibir como agradable o desagradable y que nos predispone a actuar de manera específica y estereotipada. Las emociones no son únicamente un fenómeno mental sino que, al menos parcialmente, conllevan una respuesta corporal: son psicosomáticas. De acuerdo con William James, una emoción sólo se produce cuando nos damos cuenta de que ha ocurrido un cambio en nuestro cuerpo. Nos enojamos cuando nos damos cuenta de que nuestros rostros se enrojecen y nuestro pulso se acelera, la respiración se torna irregular, los músculos se tensan, se frunce el ceño, tiemblan las manos. Si bien es cierto que tales cambios somáticos son causados por nuestro cerebro —de hecho son percibidos por éste—, las emociones deben manifestarse en otras partes del cuerpo para ser plenamente experimentadas.
 
La conducta se explica por la combinación de respuestas estereotipadas, decisiones activas y emociones que sintonizan las reacciones de nuestros cuerpos con el contexto. En este sentido, de la gran variedad de conductas, pareciera de particular interés el estudio del fenómeno creativo, ya que la capacidad para resolver problemas a partir de piezas de información que se adquieren por medio de nuestros sentidos hace a nuestra especie verdaderamente destacada. De todas las criaturas, sólo nosotros trascendemos nuestras emociones mediante el razonamiento frío y duro, pero tal vez, como proponen Damasio y otros, las sentimientos viscerales son cruciales para una eficaz toma de decisiones y para que exista el fenómeno creativo.
 
En esencia, la inteligencia humana parece ser una variedad de la inteligencia social de los primates. Si bien nuestras hazañas más rigurosas y sólidas de razonamiento, planificación y memoria son mediadas por el lenguaje, se trata de habilidades adquiridas por interacciones con otros humanos. El lenguaje ha evolucionado para servir objetivos sociales y no individuales. Es sólo uno de muchos sistemas de señalización que usan los animales para coordinar acciones inmediatas y estados latentes de comportamiento. Mientras que la forma fuerte de la hipótesis de Whorf (que sugiere que el lenguaje limita la capacidad de pensar) ha sido prácticamente descartada, una forma más débil de la hipótesis, defendida por Boroditsky, sostiene que el lenguaje determina el tipo de cosas que tomamos en cuenta y los tipos de asociaciones y supuestos que surgen en forma automática. Cuando hablamos, nuestras palabras pueden o no tener un significado emocional intrínseco, pero siempre están integradas en movimientos, tonos de voz y expresiones faciales que conllevan información tanto semántica como de nuestro estado emocional.
 
Las emociones están directamente relacionadas con la expresión. Cuando hacemos cara de enojo, por ejemplo, automáticamente nos volvemos más agresivos, y si imitamos una sonrisa, no podemos evitar sentirnos más alegres. En general, para que un humano experimente una emoción a plenitud, debe expresarla. Paul Eckman y sus colegas argumentan que existe un conjunto básico de expresiones faciales que son universales entre los seres humanos —que incluye sorpresa, felicidad, tristeza, enojo, miedo y asco. Sin embargo, no esta claro que todas las emociones sean necesariamente expresadas. Los celos, por ejemplo, son sin duda una emoción, pero no tienen una expresión claramente reconocible.
 
Mientras las emociones pueden también deducirse de otros estímulos sensoriales, la expresión facial de las emociones parece ser especialmente eficaz. El simple hecho de gesticular para expresar una emoción trae la emoción a la existencia. La emoción surge en el actor, ya que: a) las emociones suelen ser señales honestas, por lo que la forma más segura de fingir una sonrisa es evocar la emoción que la causa; y b) porque la mera adopción de la postura de la emoción es suficiente para activar automáticamente en nosotros la experiencia representada. Pero la experiencia también emerge en el observador. Cuando vemos las expresiones faciales automáticamente imitamos el estado tanto físico como emocional que vemos. Este mimetismo o contagio emocional parece surgir de forma rápida e irreflexiva, incluso aunque deseemos suprimirlo. El proceso es muy sutil y sin duda puede ser ahogada en algunas circunstancias —por ejemplo, el contagiarse de la risa de un compañero de trabajo.
 
Las expresiones faciales son nuestro principal medio para la observación y transmisión de estados emocionales, y esto parece ser cierto no sólo para nosotros, sino también para nuestros parientes primates, incluyendo monos y simios. Sin embargo, las expresiones faciales no son los únicos indicadores del estado emocional. En condiciones de laboratorio es posible medir directamente el estado físico del cuerpo: frecuencia cardiaca y presión arterial, control de los niveles sanguíneos de las hormonas circulantes e incluso directamente registrar la actividad eléctrica del cerebro. Mediante tales herramientas es posible comparar nuestras experiencias emocionales con las de las otras especies animales para entender cómo nuestras emociones han evolucionado hasta su forma actual.
 
Medir las emociones
 
El desarrollo de nuevas tecnologías ha contribuido sustancialmente al estudio de la función cerebral. Técnicas como la resonancia magnética funcional y la electroencefalografía permiten conocer cuáles son las áreas cerebrales que participan en los distintos estados emocionales, mientras que el registro eléctrico de las células del cerebro proporciona información acerca de los mecanismos mediante los cuales diversas áreas cerebrales producen tales eventos. Sabemos que el cerebro es el responsable de generar emociones, en gran medida, gracias a herramientas técnicas que nos permiten correlacionar los cambios en la actividad cerebral con cambios en la conducta.
 
Cuando las experiencias humanas generan emociones fuertes, provocan reacciones corporales que incluyen la liberación en el torrente sanguíneo de hormonas y otros péptidos provenientes de las glándulas y la hipófisis. Entre los cambios generados a partir de un evento, podemos observar los que ocurren en la frecuencia cardíaca, la contracción o dilatación de los vasos sanguíneos, en el tono del músculo esquelético y las contracciones de los músculos faciales para producir diferentes expresiones. También ocurren cambios en las vísceras (estómago, pulmones, etcétera). Así, cuando la activación sensorial lleva a la liberación de hormonas y efectos musculares que se manifiestan durante los diferentes estados internos, podemos hablar de la aparición de una emoción.
 
Sin embargo, ¿cómo sabemos que una persona tiene una emoción? Hay tres métodos principales mediante los cuales podemos medir y caracterizar las emociones: la medición de la actividad cerebral durante las circunstancias emocionales, el estudio del comportamiento y las variaciones en las concentraciones de ciertas moléculas en la sangre.
 
El cerebro. Una de las cuestiones fundamentales en la comprensión del comportamiento humano es saber cómo y dónde se generan las emociones. El hecho de que las emociones se acompañen de sensaciones somáticas supone que se presentan en todas las partes imaginables del cuerpo, sin embargo existe sólo una curiosa excepción, el cerebro mismo. El cerebro en sí no se siente. Los dolores de cabeza son de los músculos que rodean la cabeza o, en el peor de los casos, a nivel de las membranas que recubren el cerebro (las meninges); entonces, ¿cómo participa el cerebro en los procesos emocionales?
 
Excluyendo los casos reportados de lesiones cerebrales de soldados en tiempos de Galeno, el estudio científico de las emociones sobre la base de una lesión cerebral no aparece sino hasta mediados del siglo xix, cuando finalmente se deduce que el cerebro es el sustrato de las emociones. La evidencia provino del accidente que sufrió Phineas Gage durante la construcción de una línea ferroviaria. Una chispa detonó una carga de pólvora, haciendo que una barra metálica saliera disparada y le atravesara el cráneo. La lesión no fue mortal pero le produjo tales cambios de conducta, que a la postre se volvieron paradigmáticos en el entendimiento de la función cerebral y en particular de la etiología de las emociones. Phineas, quien solía ser un buen hombre, padre, esposo y amigo ejemplar, se volvió extremadamente antisocial, manifestando un claro desapego emocional. La lesión se produjo en el lóbulo frontal, así que, como consecuencia de este caso clínico, se comenzó a entender dicha área cerebral como una pieza fundamental en el control de las emociones.
 
Es interesante notar que las especies animales con mayor área cortical poseen un despliegue mayor de conductas y probablemente también un mayor número de emociones. Actualmente, se sabe que algunas regiones corticales del lóbulo frontal participan en la generación de un tipo de emociones descritas como emociones secundarias que, a diferencia de las primarias, son de un gran peso cognitivo y fundamentalmente se relacionan con las conductas sociales; ejemplos de estas emociones son la empatía, el amor, el odio, los celos, la alegría, la tristeza, etcétera. En contraste, emociones como el hambre, la sed, la ira y el miedo son de naturaleza primaria y nos permiten adaptarnos de manera inmediata a las demandas del entorno y además son fácilmente reconocibles en el resto de las especies animales.
 
A grandes rasgos, sabemos que las emociones primarias son una cascada de acontecimientos generados a partir de una señal sensorial y se ha visto que participan circuitos subcorticales como el de Papez, donde intervienen el hipotálamo y la amígdala entre otras estructuras; el primero, que se ubica en la parte superior del tronco cerebral, genera respuestas endocrinas liberadoras de hormonas y otras moléculas en la sangre, y produce respuestas autónomas encargadas de la actividad visceral; mientras la segunda, un núcleo neuronal subcortical ubicado en la porción anterior y medial del lóbulo temporal, es responsable de coordinar la actividad de los ganglios basales y la corteza cerebral para producir movimientos musculares encargados de las expresiones faciales y comprender dichas expresiones en otros individuos, además de participar en la generación de emociones primarias como el miedo y la ira.
 
Sistema nervioso autónomo. Las emociones no dependen solamente de estructuras cerebrales, implican corporalidad, es decir que el resto de los órganos del cuerpo participan en su generación al ocurrir diversos fenómenos como un cambio en el ritmo cardiaco, sudoración, peristalsis, contracción pulmonar, etcétera. Dichos mecanismos son desencadenados por el hipotálamo, el cual pone en marcha el sistema nervioso autónomo, generando los estados corporales que forman parte de las emociones. En particular, son los sistemas simpático y parasimpático que, de manera coordinada y antagónica, controlan la actividad de los órganos internos mediante circuitos neuronales que van de las vísceras a la médula espinal y al tallo cerebral.
 
Un ejemplo clásico de la actividad antagónica de tales sistemas son las emociones que, como mnemotecnia, denominamos las tres c: correr, combatir y... el sexo. Supongamos que al entrar a un callejón nos encontramos con un asaltante; la dimensión del susto activa nuestro cuerpo y lo prepara para la acción, pero ¿qué acción escoger? ¿correr o combatir?, ¡claramente la otra c queda descartada! Pues bien, el estado de alerta es mediado exclusivamente por el sistema simpático, ya que el hipotálamo ha desactivado el sistema parasimpático: nuestras pupilas se dilatan, se acelera el ritmo cardiaco, se inhibe la digestión y se moviliza glucosa. Así, nuestro combate será más efectivo o nuestra carrera más veloz. Durante todo el evento se percibe una emoción y, mientras dure, nuestro cuerpo estará actuando en consecuencia. Una vez pasada la crisis, el sistema parasimpático se activa, obligando al cuerpo a regresar a sus funciones normales.
 
Los cambios fisiológicos. Nuestras emociones no sólo dan lugar a respuestas conductuales congruentes con las contingencias de nuestro entorno, son también un sensor de los procesos fisiológicos que nos ocurren en cada instante. Al ser conscientes de nuestros estados internos, somos capaces igualmente de modularlos. Es interesante notar que los procesos fisiológicos dedicados a preservar la homeostasis son también modulados por nuestra percepción de las circunstancias, es decir, por nuestras emociones.
 
Una vez más, pensemos en la manera en la que aparecen emociones intensas, por ejemplo, durante un acontecimiento peligroso. El estímulo que consideramos amenazante activa la amígdala y ésta, a su vez, el hipotálamo, el cual secreta una hormona llamada corticotropina que viaja hasta la hipófisis anterior, en donde se sintetiza la hormona adrenocorticotrópica, que activa las glándulas suprarrenales que entonces liberan cortisol al torrente sanguíneo. Este mecanismo se asocia también con la producción de adrenalina. Tanto el cortisol como la adrenalina inducen un incremento en las concentraciones de glucosa y ácidos grasos, lo cual produce mayor energía en el metabolismo celular, aumentando entonces el ritmo cardiaco, la presión arterial y la frecuencia respiratoria, y provocando una parálisis en los movimientos estomacales e intestinales, entre otros efectos. Al cabo de algunas fracciones de segundo ¡se ha adquirido una mayor capacidad para a correr o combatir!
 
Una vez que concluye el evento que generó la situación de estrés, el sistema parasimpático se activa para regresar el organismo a condiciones de menor gasto energético. Durante todo este proceso, nuestras emociones han censado los eventos y enviado señales a través del cuerpo a fin de que se produzcan los elementos necesarios para su desempeño. Gracias a esta producción de elementos energéticos, mediada por las emociones, es que los organismos animales respondemos de manera congruente con las circunstancias. La autorregulación de nuestras emociones que logran los sistemas simpático y parasimpático garantiza el equilibrio homeostático, de manera que la energía no se agote en un solo evento emocional —lo cual podría ser de extremo peligro.
 
En conclusión, si quisiéramos saber cuál es el estado emocional que guarda un organismo en un instante particular, bastaría con medir los niveles sanguíneos de las sustancias que se sintetizan durante dichos eventos; en otras palabras, si pudiéramos medir sustancias como el cortisol y la adrenalina de un organismo animal seríamos capaces de predecir su situación emocional.
 
El comportamiento
 
El conjunto de acciones generadas en respuesta a una situación dada es lo que llamamos conducta. Aunque a veces las acciones que ocurren durante un estado emocional son difíciles de discernir para un observador, esto no significa que no existan acciones medibles. De hecho, podemos afirmar categóricamente que las emociones siempre van acompañados de acciones y, en lo que concierne al comportamiento, éstas implican cambios musculoesqueléticos que establecen las diferentes posturas corporales y las expresiones faciales, las cuales nos permiten medir y cuantificar las emociones, sea por el tiempo que tarda en cambiar de posición una extremidad o por los cambios en el tono de los diferentes músculos faciales. Considérese, por ejemplo, la reacción que ocurre cuando vemos un accidente, las emociones que van del miedo a la angustia; aunque estas emociones se pueden describir verbalmente, la medida del tiempo que toma a los músculos cambiar su postura sería suficiente para relacionar el movimiento con el tiempo en que una emoción fue adquirida y expresada.
 
¿Y los animales?
 
Es importante destacar que el estudio científico de las emociones no sólo se basa en los seres humanos sino que, dada su complejidad, es necesario hacer estudios en otros animales, de manera que sea posible poner a prueba —mediante herramientas experimentales— las hipótesis que por años han sido planteadas en torno a los mecanismos mediante los cuales las emociones emergen. Dicha posibilidad está basada en el supuesto de que otros animales comparten con nosotros los mecanismos que generan las emociones ya que, al igual que en los seres humanos, de éstas depende su adaptación al medio ambiente y su evolución.
 
El que nuestro comportamiento sea en gran medida moldeado por nuestras emociones representa un mecanismo de adaptación. En este sentido, es necesario comprender que los seres humanos son sólo otra especie animal que, al igual que muchas otras, evolucionó a partir de mecanismos de interacción social. Las emociones desempeñan un papel clave, no sólo como conducta que tiende a la autorregulación, sino como una estrategia de comunicación que permite la cohesión social. Es por ello que se ha establecido que el estudio de las emociones no se puede limitar exclusivamente a los seres humanos, sino que necesariamente debe incluir otras especies animales que dependen de sus compañeros para su supervivencia, ya que es allí donde podemos entender el papel de las emociones en situaciones naturales que pueden extrapolarse a aquellas en que hemos evolucionado, además de que su estudio en modelos animales nos ayuda a entender las bases neurales de las mismas.
 
Todos los vertebrados muestran respuestas a la recompensa y al castigo, exhiben conductas de “corre o combate” como respuesta a una amenaza y (en algunas especies) existen vínculos en las interacciones con los niños, parejas y grupos sociales extensos, conductas que en los seres humanos se asocian con experiencias emocionales. Puede ser antropocéntrico imaginar que una vaca que patea suavemente a un ternero muerto es señal de que está triste pero, ¿no es también injustificado asumir que no hay emoción?, ¿es que acaso la disminución de la frecuencia cardíaca y de movimientos corporales —típico de la tristeza humana— no sugieren algún tipo de duelo?
 
La evolución de la sociabilidad humana
 
La civilización humana se basa en los lazos entre individuos y alianzas entre grupos —muchas de ellas, por desgracia, son de agresión contra otros grupos. En este sentido, somos similares a otros primates que también forman fuertes lazos sociales mediante actos pro sociales como el juego juvenil, el acicalamiento o por medio de rituales sociales e intercambio de señales. Sin embargo, la estructura social de los primates también muestra notables diferencias entre monos, simios y humanos. Los monos macacos, por ejemplo, generalmente forman jerarquías sociales sencillas en las que los machos emigran durante la adolescencia para competir por el dominio de un harem, donde las hembras forman el núcleo de la tropa y éstas, a su vez, compiten con otros grupos por el territorio. Entre los chimpancés y los bonobos, sin embargo, la guerra por el territorio la emprenden los machos y son las hembras las que migran. Lejos de ser simples, los grupos sociales del género Pan pueden incluir hasta 120 individuos que en raras ocasiones se ven juntos a la vez, pese a que en conjunto defienden el territorio frente a sus rivales; éstos pasan la mayor parte de su tiempo en pequeños grupos ad hoc para la caza o en patrullas fronterizas de machos y pequeños grupos de madres con sus hijos.
 
Los Pan poseen dietas mas o menos estereotipadas por sexo: los machos cazan con frecuencia pequeños mamíferos y las hembras usan (y enseñan a los hijos a usar) herramientas que emplean para conseguir insectos; la comida se comparte en ocasiones, tolerando pasivamente el mendigar. Además, a diferencia de los monos, curiosamente los chimpancés y los bonobos —y los humanos— buscan refugio durante la noche para dormir en nidos especialmente construidos.
 
No obstante, aun cuando la observación del comportamiento de primates ha conocido un desarrollo considerable en las últimas décadas, poco se sabe acerca de la neurociencia de la interacción social: consideraciones éticas y prácticas hacen que la experimentación sea difícil, además de que las condiciones sociales naturales son difíciles de adaptar en un laboratorio. Es quizá por esto que uno de los hallazgos más interesantes no proviene de los primates, sino de un pequeño roedor, el ratón de campo. Larry Young encontró que los ratones de campo son un modelo interesante para la vinculación social, ya que existen especies estrechamente relacionadas que presentan diferencias en la formación de vínculos sociales: mientras que el ratón de la pradera forma vínculos de pareja fuertes a partir del apareamiento, los ratones de Montaine son promiscuos. Young y sus colegas han rastreado esta diferencia entre las especies estudiando el sistema oxitocinavasopresina, que parece vincular la conducta sexual con los circuitos de recompensa, aprendizaje y memoria en distintas regiones del cerebro. Aplicado en humanos, el sistema tiene varios matices que complican el poder dar una explicación simplista a la conducta, pero es indudable que la oxitocina y la vasopresina desempeñan un papel importante en la sexualidad humana y en la afiliación que, a pesar de variar de manera significativa entre los individuos, es determinante en el comportamiento humano; dichas moléculas constituyen uno de los elementos más interesantes en la investigación de la evolución de la sociedad humana.
 
Evolución de la expresión de las emociones
 
Mientras que la neurociencia de los vínculos sociales es difícil de observar, las emociones son fácilmente apreciables en nuestros rostros. De igual manera los primates no humanos han estereotipado las expresiones faciales de innata importancia social; monos, simios y humanos poseen sistemas visuales y musculatura facial similares y, aparentemente, el control neural de tales músculos lo es también. Si bien las diferencias existen —los seres humanos parecen haber expandido el control cortical de los músculos faciales por el uso del lenguaje hablado—, parece que nuestras expresiones emocionales son homólogas. Sin embargo, dar sentido a estas homologías, así como sus implicaciones en la evolución de nuestra vida emocional, sigue siendo un desafío. Los investigadores dedicados a la expresión facial en diferentes especies han tomado siempre decisiones distintas sobre lo que éstas comprenden: una lista de las expresiones humanas incluye el asco (presumiblemente a causa de su relación con el desprecio), pero omite el dolor, mientras que una lista de expresiones de mono omite ambas; las expresiones humanas como el rubor y la risa se circunscriben a expresiones estáticas, mientras que las expresiones del mono son a menudo secuencias de componentes rítmicos, como en el lip smack. Sin embargo, podemos intentar acercar las similitudes en las seis expresiones canónicas de humanos y monos.
 
El asco. Parece ser compartido por todos los primates (y tal vez más allá), sin embargo no hay evidencia de que los animales no humanos lo utilicen para comunicar disgusto o reprobación social, ni que los otros primates tengan la experiencia emocional de la repugnancia moral. Es probable que la forma de la expresión de disgusto derivara del gesto producido al expulsar de la boca material de mal sabor: la lengua es empujada hacia arriba y hacia afuera, se abre la boca y se cierra la garganta, el labio superior sube para ayudar a bloquear la nariz y el aliento es expulsado. Comportamientos similares se pueden observar en muchas especies tras comer y percibir mal sabor en los alimentos —que bien podría producir un rechazo a los alimentos contagioso en los demás.
 
La ira. En los seres humanos se expresa mediante una frente de baja elevación, párpados tensos y extendidos y labios apretados. Debido a que la competencia interespecífica es una de las principales características de las sociedades de primates, no es sorprendente que exista una expresión similar en monos. Van Hoof describe dos expresiones que indican amenaza de ataque: un mono observa a otro con la boca abierta y tensa, los ojos abiertos y atentos y los músculos tensos, sobre todo en los labios; o bien el rostro tenso en la boca, la frente baja y las mandíbulas apretadas —en el primer caso la frente se puede subir o bajar y los labios pueden permanecer tensos o sobresalir. En los chimpancés la frente es baja, como en el humano, y los labios sobresalen hacia adelante: la expresión trae a la mente un perro que gruñe o un humano enfurecido.
 
Se cree que las expresiones de ira son producto de un aumento en el tono muscular generado por la respuesta de combatir o correr. Los ojos fijos muestran la intención de observar o interactuar y el tono de labios que prepara a la boca para comer algo. Es importante notar, sin embargo, que la característica más distintiva de la ira humana, que son los surcos de la frente entre las cejas, no puede ser producido por la musculatura del mono (el registro electromiográfico de la expresión de ira humana a menudo da cuenta de la actividad del músculo que frunce las cejas: el corrugador supercilli, poco diferenciado en el mono).
 
Sorpresa. Se caracteriza en el ser humano por la frente levantada, los ojos y la mandíbula relajados. No se ha descrito en primates no humanos. Cuando se encuentran alerta, los primates tienden a ampliar sus ojos y elevar las cejas, lo que facilita la vista, pero dicha expresión en los primates (incluyendo humanos) generalmente implica un aumento en el tono muscular, mientras que la sorpresa en humanos se caracteriza por una mandíbula sobre todo floja.
 
No está claro si la expresión de sorpresa es una innovación humana o una expresión aún no documentada pero compartida.
 
Tristeza. En el ser humano se distingue por la frente sostenida, las cejas retraídas en su porción interior y bajas en la porción exterior y las comisuras de los labios girando hacia abajo. No hay expresión equivalente reportada en monos o simios y no está claro de dónde pudiera provenir. ¿Los primates no humanos sienten tristeza? Tentativamente sugerimos que sí. Los grandes simios tampoco tienden a producir expresiones de dolor y, sin embargo, creemos que sienten dolor por su capacidad para evitar estímulos dolorosos. Se sabe que los primates que sufrieron una pérdida actúan en tal manera que pareciera tristeza: pueden atender a un bebé fallecido al punto de dejar de comer, se mueven más lentamente, presentan disminución en el tono muscular y una postura desplomada, y emiten llamados suaves de baja inflexión. Del mismo modo, pese a que no se sepa de otro primate que produzca lágrimas, los bebés emiten gritos de socorro con caras arrugadas que se parecen mucho a las caras de llanto de los humanos. Parece probable que nuestra cara triste sea esencialmente un rasgo neoténico.
 
Entre los primates no humanos la cooperación activa es rara, excepto en los límites bien definidos de la paternidad y el conflicto intergrupal. Al colaborar cada vez más, la expresión de la angustia infantil pudo haber tenido utilidad, y quizá la tristeza humana represente un compromiso entre la tensión de una cara de angustia, la cara relajada de impotencia y una proyección social, como lo muestran el contacto visual (levantamiento de la porción interna de las cejas) y la postura pro social de la boca (labios fruncidos).
 
El miedo. Se ve igual que la sorpresa en humanos, pero además el labio inferior está dirigido hacia dentro y los músculos que bajan las cejas se tensan, oponiéndose a los músculos que tensan y elevan las cejas. En este caso las cosas se tornan difíciles: así como en cara de iracombatir o la de miedocorrer, se esperaría que ésta tuviera un homólogo claro en otros primates; asimismo, que en una sociedad jerárquica existiera un gesto de sumisión para desactivar la agresión de los individuos dominantes. Si bien ambas predicciones son correctas, el gesto homólogo no humano es un rostro de dientes al descubierto, también llamado “sonrisa”, aunque en realidad es más parecido a una mueca de dolor: los labios fuertemente retraídos de la boca —a veces incluso exponiendo las encías—, mientras que la boca puede estar cerrada o sólo parcialmente. La expresión generalmente se produce cuando es evidente el peligro, casi siempre por un conflicto con un individuo dominante, y suele ir acompañada de la evasión, excreción o huida. El contacto con los ojos puede ser evitado o se puede alternar y mantenerse si la tendencia a huir es débil (por ejemplo, cuando se grita para solicitar apoyo).
 
La felicidad. Es una emoción muy pro social en los seres humanos: sonreímos en señal de saludo o reflexivamente al imitar sonrisas vistas, de manera que nos mostremos más felices y por lo tanto más amables (poco amenazantes). Los orígenes evolutivos de la sonrisa son de gran interés y, sin embargo, es aquí donde tenemos la mayor incertidumbre. La “sonrisa” de los monos, como hemos visto, es más habitual en situaciones de conflicto y parece reflejar el miedo, pero el gesto se utiliza también en momentos en que hay poco riesgo de conflicto —se puede argumentar que es la señal de una falta de interés en el combate; una sonrisa sumisa puede haber sido convertida en un gesto pro social.
 
Curiosamente, aunque los seres humanos se cree tienen sólo una expresión facial fuertemente positiva, los monos tienen varias. Una de ellas es el “puchero”, que generalmente se presenta en niños o durante el cortejo y tal vez deriva, en última instancia, de las conductas de succión o de la evaluación olfativa del periodo de celo —es la señal pro social que proponemos ha influido en el despliegue de la tristeza humana. Más importante aún en el comportamiento del mono es la señal denominada lip smack, la cual se considera de sumisión, ya que se correlaciona negativamente con la agresión, pero pareciera más exacto decir que es meramente pro social, pues se observa tanto en individuos subordinados —en un mono agresivo; por ejemplo, que se acerca a acicalar a un subordinado asustado. En el lip smack un mono hace contacto visual con otro, retrayendo los labios en repetidas ocasiones (alrededor de siete veces por segundo); el grado de retracción del labio y la apertura de la boca varían en las especies y en contextos —por ejemplo, durante el cortejo la lengua puede sobresalir y el lip smack presentarse con los labios aún cerrados. Los monos suelen responder a un lip smack con otro igual, como sucede con la sonrisa en los humanos. De hecho, aun cuando el lip smack no se parece mucho a la sonrisa y carece de un papel social significativo en los simios (si acaso es producido en todos ellos), ambos desempeñan un papel similar, y difiere de la mayoría de las expresiones humanas en términos de su componente rítmico.
 
Esto nos lleva a una última expresión: la risa, propia de los seres humanos, rítmica y de felicidad. La risa se parece mucho a un jadeo de chimpancé que ocurre durante los juegos de cosquillas, cuando los labios se protruyen y la boca se abre con breves y fuertes exhalaciones, así como en otros contextos de juego y situaciones similares. Se asocia, en consecuencia, con un característico rostro de juego, en el que se relaja el tono muscular, la mandíbula es a menudo parcialmente abierta y los labios quedan hacia atrás como si fueran a morder pero con una relajación en el tono muscular.
 
A modo de conclusión
 
La cuestión de la homología entre las emociones y sus expresiones se resolvería mejor, en última instancia, adentrándonos en el cerebro. Sin embargo, es sólo recientemente que los investigadores han sido capaces de grabar o analizar la actividad de múltiples neuronas durante un comportamiento relativamente naturalista. A medida que tales técnicas estén más desarrolladas, seremos capaces de aprender más acerca de cómo las expresiones emocionales se intercambian en los animales y cómo se presentan en el cerebro de los primates las emociones.
 
Mientras tanto, podemos aprender mucho acerca de las emociones mediante el estudio del comportamiento de los individuos al expresar emociones y ahondar así en las interrogantes que buscan responder nuestras investigaciones: ¿en qué contextos son producidas la expresiones, y con qué efecto?, ¿a qué necesidades podrían servir estas expresiones emocionales?, ¿cuál de todas las emociones humanas es la más importante para nuestra propia supervivencia?
 
     
Referencias Bibliográficas
 
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Luis Lemus
Instituto de Fisiología Celular,
Universidad Nacional Autónoma de México.


Es biólogo y doctor en neurociencias por la unam. Realizó un postdoctorado en la universidad de Princeton y ha publicado en revistas como Nature, Neuron, Nature Neuroscience y pnas. Actualmente es Investigador en el Instituto de Fisiología Celular de la unam, donde se dedica a estudiar las bases neuronales de la percepción multisensorial.

Stephen V. Shepherd
Universidad de Nueva York.

Realiza estudios de posdoctorado en la Universidad de Nueva York.
     

     
 
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