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Ida Rodríguez Prampolini | |||||||||||
La cultura del siglo XIX, a diferencia de la nuestra del XX,
se contempló a sí misma con la certeza y la validez de un proyecto de vida civilizador, donde era posible alcanzar la plenitud material fincada en el progreso positivista que aseguraba la paz, la seguridad y el bienestar moral y material. La técnica y la ciencia que se desarrollaban acelradamente ofrecían las garantías de la certeza depositada en las potencialidades del hombre, controlador de la naturaleza y la humanidad.
Los científicos, los industriales, los banqueros, los técnicos y los artistas trabajaban para el mantenimiento de la utopía del progreso.
El proyecto burgués parecía alcanzar la cumbre del éxito y estaba a punto de consolidar la creencia de que la felicidad del hombre estaba a la vuelta de la esquina.
Aunque se habían levantado las voces de filósofos, poetas y escritores que dudaban de los valores seguros de la sociedad, aquéllas quedaban aparentemente apagadas por la escandalosa máquina progresista, segura de su triunfo.
Hoy, desde la perspectiva del tiempo, podemos constatar claramente que el siglo XIX era un gran volcán en gestación, que la humanidad estaba viviendo el derrumbe definitivo de la utopía progresista y que fueron los hombres del siglo XIX, también, quienes pusieron las bombas de acción retardada que han ido haciendo explosión en el siglo XX. Hoy la palabra crisis parece ser el común denominador de nuestra cultura, ya sea que ésta se racionalice e investigue o que, sin pasar por el tamiz de la conciencia, se la padezca con desesperación, cotidianamente, sin saber y menos entender sus causas políticas, socioeconómicas y morales.
Los modelos estructurales están en crisis, la amenaza de extinción de la humanidad es un temor real. La explosión demográfica, la desocupación, la falta de empleo, la depauperación y el hambre de millones de habitantes del planeta son fenómenos en aumento. Crisis de la ciudad, pero también crisis del campo. El grito de Juan Jacobo Rousseau: “¡volvamos a la naturaleza!”, hoy se repite con mayor intensidad, pero ya no para gozarla, sino para salvarla. Los ecologistas tienen la palabra y la razón.
El reflejo de la crisis en los fenómenos culturales amenaza la identidad de todos los conglomerados humanos. El arte es uno de estos fenómenos que, desde hace décadas, a millones de personas no interesa, un gran número de críticos e historiadores de arte sostiene que está en crisis.
Como contraparte de lo anterior, la técnica se ha convertido en la verdadera representante de nuestra cultura, pues todos nos beneficiamos de muchos de sus avances. Sin embargo, como se ha probado hasta el cansancio, sigue siendo un arma de dos filos y sus bases morales continúan siendo cuestionadas. Aunque la relación del arte con la técnica siempre ha existido —ya que artistas, artesanos y arquitectos utilizaron los avances científicos y su práctica tecnológica sin cuestionarlos— la Revolución industrial trajo un cambio decisivo en las relaciones arte y técnica. El arte proclamó su autonomía absoluta y la ciencia y la técnica emprendieron la carrera de las invenciones ignorando los valores simbólicos y morales que el arte reclamaba para su esfera de acción.
Al establecerse y triunfar el sistema capitalista, cambió la concepción del arte y la inserción misma del artista en la sociedad. La idea del artista que ejerce una profesión, un trabajo específico imbricado en la sociedad; que practica una tarea por medio de un buen oficio técnico va transformándose desde los cambios efectuados en el Renacimiento. Aunque la noción moderna de artista nace a fines del siglo XV en Florencia, el significado de la palabra artista opuesto al de obrero y artesano aparece hasta el siglo XVIII. El término, aunque en uso desde el siglo XIV, designa a un letrado, a un estudiante o maestro de una facultad. En el siglo XVI lo encontramos nombrando a los que se dedican también a la destilería y a las investigaciones químicas. En el Diccionario de la Academia Francesa de 1694, las palabras artista y artesano están definidas así:
Artesano: obrero en un arte mecánico, hombre de oficio.
Artista: aquel que trabaja en un arte. Se dice en particular de los que hacen operaciones químicas.
Es casi un siglo después, en 1762, en otra edición del mismo diccionario, donde aparece la noción moderna:
Artista: aquel que trabaja en un arte donde el genio y la mano deben concurrir. Un pintor, un arquitecto, son artistas.
Si he traído a cuento estas definiciones es para marcar la conversión de las nociones históricas que se van consolidando a través de los siglos y que hoy día, sin duda, vuelven a necesitar una nueva revisión.
Con el comienzo de la era capitalista, el artista empieza a transformar su quehacer, vinculado a la comunidad, en una vocación que aspira siempre a la genialidad; ejerce una tarea donde la actividad intelectual comienza a suplantar al oficio y se propone, basado en un exacerbado individualismo, ascender al estrellato que lo conduzca no sólo a la fama sino también a la riqueza. El hombre que se dedica al arte, y me refiero esencialmente a los pintores y escultores, los conspicuos representantes del arte en el siglo XIX, van perdiendo contacto con la realidad e interés por servir a la comunidad. El proceso deshumanizador y parcializador de la cultura y el arte se inicia desde entonces.
El artista, durante el primer tercio del siglo pasado, recorre un periodo de religiosidad, de revelación, de rebeldía en el cual se concibe a sí mismo como el sacerdote de un nuevo culto.1
El proceso se agrava cuando la práctica artística se convierte en un escape de la vida, en un reclusorio en la famosa “torre de marfil” para, como diría la escritora George Sand, “escapar de la cárcel material, donde la propiedad larga o pequeña nos aprisiona en un círculo de odiosas y mezquinas preocupaciones.”
Pero esa huida del mundo y de los problemas de la sociedad muy pronto cede a los embates del materialismo y el comercio, y el artista va haciendo concesiones. Baste un ejemplo: Gustave Flaubert, quien dudaba de la calidad de su libro Las tentaciones de San Antonio, pide una opinión al escritor Téophile Gautier sobre dicho escrito. La contestación del amigo a su carta es reveladora respecto a la situación que se gestaba en torno al artista y al literato: “Oh, Flaubert, tú eres un inocente. El escritor vende sus libros como un comerciante vende pañuelos, solamente que el algodón se paga más caro que las sílabas. Guardar los manuscritos en reserva es un acto de locura, cuando un libro está terminado hay que publicarlo y venderlo lo más caro posible”.
Esta situación, que heredamos del siglo XIX, es la del artista que rehúsa servir a la sociedad y sólo se subordina a la belleza de las formas y a los intereses que giran en torno a la estética. Por otra parte, a la diosa que la razón levantó sobre un pedestal, la belleza, se la ha retorcido, desbancado del pedestal y aniquilado en pedazos, mas la “sociedad carnívora” la acepta en el mercado como el artista se la presente.
De los tres valores esgrimidos por la Revolución francesa, mismos que aún no se han cumplido en el plano social, el goce creativo del artista optó por la libertad. El resultado fue la separación absoluta entre arte y compromiso, forma y contenido, arte y moral, arte y utilidad, arte y servicio.2
El ideal de la belleza acabó por levantarse contra el de utilidad hasta que se convirtieron en contrarios, opuestos y enemigos. El mismo Téophile Gautier pontifica en su pequeño cenáculo: “No hay nada verdaderamente bello sino lo que no puede servir para nada, todo lo útil es feo pues es la expresión de alguna necesidad que es lo innoble y repugnante del hombre… El lugar más útil de la casa son los excusados. El arte no es para nosotros un medio sino un fin, todo artista que se propone otra cosa que la belleza no es artista.3
En el Primer Mundo, la gloria de un país y su grandeza se miden todavía por sus museos, por sus artistas glorificados muchas veces por su capacidad exhibicionista y por sus dotes comerciales.
La instauración de las vanguardias, de los ismos que cada vez más aceleradamente se han sucedido en los últimos 150 años, responde a la infraestructura que se creó en torno al Arte por el Arte. En el orden capitalista el artista se separa de la producción de uso y la obra se convierte en mercancía, en valor de cambio. La actitud disidente fue domesticada rápidamente por el sistema y el grito de alarma del militante inglés, creador del diseño moderno, William Morris: “¿por qué habríamos de ocuparnos del arte a menos que todos puedan participar de él?”, tuvo poca respuesta.
El corbatón, el sombrero del bohemio del XIX, se multiplican en vestimentas y actitudes individualistas y excéntricas o en frustraciones dolorosas de los que no llegan al santuario de los consagrados. Pero no puede haber, por simple estadística demográfica, presupuesto que alcance para satisfacer la demanda de personas valiosas que luchan por ascender al estrellato de la consagración.
Es injusto en este recuento no señalar a aquellos pensadores que expresaron ideas contrarias a la del Arte por el Arte y al arte como producto mercantil: el conde de Saint-Simon, Charles Fourier, Etienne Cabet y en Inglaterra y desde distintas perspectivas las acciones morales y sociales de John Ruskin, William Morris y hasta el más individualista de sus contemporáneos, Oscar Wilde. Todos ellos señalaron la necesidad de producir un arte utilitario y de servicio a la sociedad.
El arte proclamó su autonomía absoluta y la ciencia y la técnica emprendieron la carrera de las invenciones y descubrimientos ignorando los valores simbólicos, espirituales y morales que el arte reclamaba para su esfera de acción.
Lewis Mumford, el escritor que quizás se ha ocupado más de las relaciones arte y técnica, en sus esclarecedoras reflexiones opina: “Quizás el hombre haya sido un hacedor de imágenes y un hacedor de idiomas, un soñador y un artista aún antes de ser un hacedor de herramientas. En todo caso, durante el transcurso de la historia fue el símbolo y no la herramienta lo que señaló su función superior”.4
Sin embargo, el arte ha seguido una degradación vertiginosa desde que rompió sus ligas con la sociedad, cuando los símbolos colectivos no tienen ya una función espiritual superior como tuvieron en épocas menos pedestres que la nuestra, —cuando ha vendido su alma al mercado, a la tecnología—; pero cuando ha sido útil al hombre, se ha adueñado, a mi juicio, de las formas más bellas y estéticas.
En Inglaterra, país que encabeza la Revolución industrial, dos pensadores se enfrentan a la máquina y la acusan de ser culpable de la decadencia artística: John Ruskin y William Morris, su discípulo. Ambos arremeten contra el arte individualista y su carencia de compromiso social.
El gran esteta Ruskin, quien vuelve la mirada al pasado, pretende regresar a las sociedades artesanales. Sustituye el ferrocarril por carretas tiradas por animales, las flamantes y efectivas máquinas de hilados y tejidos las suplanta con las antiguas ruecas, al obrero lo convierte en artesano, desecha la imprenta y regresa a los bellos ejemplares pintados a mano o con rústicos tipos de madera, y la ciudad la sustituye por aldeas autosuficientes. El experimento del pueblo ideal de Ruskin sólo sirvió para menguar su enorme fortuna, pero no se desalienta en la empresa contra la máquina que deshumaniza y enajena, por lo que dicta innumerables conferencias contra el maquinismo y escribe una serie de textos moralistas en los que señala los perjuicios de la máquina: “El gran clamor que se eleva en todas nuestras ciudades industriales, más fuerte que el soplo de los altos hornos en verdad tiene una sola causa, a saber, que nosotros fabricamos allá de todo excepto seres humanos; blanqueamos el algodón, fortalecemos el acero, refinamos el azúcar, damos forma a la alfarería, pero en lo que se refiere a aclarar, fortalecer, refinar, formar una sola alma viviente, esto no entra jamás en nuestro cálculo de beneficio. No es apropiado hablar de que el trabajo está dividido, son los hombres divididos en simples fracciones de hombres, rotos en pequeños fragmentos y en migajas de vida”.
El más brillante alumno de Ruskin, William Morris, critica el eclecticismo en el que han caído las formas artísticas, y aunque en un principio está contagiado del antimaquinismo de su maestro, se da cuenta de que el proceso tecnológico e industrial es irreversible y acepta la máquina, siempre y cuando el hombre sea el amo de ella. Morris abandona su exitosa carrera de pintor y dedica sus dotes artísticas a la creación de diseños que pueden rodear de belleza el ambiente del hombre. A Morris se debe en realidad la creación de la rama complementaria de la tecnología: el diseño industrial que en el fondo fue la respuesta moderna a la separación del arte y la utilidad.
Sin embargo, desencantado al final de su prolífica vida, Morris escribe una de las últimas utopías inglesas optimistas, Novedades de ninguna parte. En ella advierte el peligro que amenaza a la humanidad, la producción industrial indiscriminada y amoral, de la cual el vio sólo el principio: “La industria está produciendo tal cantidad de objetos innecesarios que está creando una especie de compulsión de la sociedad hacia la compra, se compran objetos, y sobre todo se producen objetos, absolutamente inútiles que nada más la rutina de la compra hacen que sean adquiridos; hay que producir exclusivamente lo necesario para el uso del hombre”.
La práctica y la teoría de Morris pasó de Inglaterra al continente, y ahí proliferó al sentar las bases del estilo Art-nouveau que se extendió por el mundo occidental. Henri Van de Velde, uno de los más geniales arquitectos y artistas belgas, fue fundador de escuelas de arte donde el diseño industrial es la base. Todo lo que se ha dicho contra la máquina, opinaba Van de Velde a finales de siglo pasado en su revolucionario libro Hacia un nuevo estilo, son sólo prejuicios y cargos infundados. La máquina es una herramienta que lo mismo puede hacer el bien que el mal. Las fallas son del uso que los hombres puedan darle, desgraciadamente, opina, “la insaciable codicia de los industriales les impone una labor sin pausa, cuyos frutos llevan el sello de la ignominia”.
La repercusión de las formas de la máquina fue, por otro lado, fuente de inspiración para artistas que sintieron por ella una verdadera fascinación, como es el caso de los futuristas o del pintor Léger, por ejemplo; pero estas relaciones formales no es lo que quiero destacar aquí. Las búsquedas artísticas que se han desarrollado desde que en 1874 un grupo de pintores expuso su obra, lo que dio origen a la primera vanguardia, han ido desarrollándose en una serie de ismos que conforman el panorama histórico del arte contemporáneo. La máquina, para algunos de ellos, ha sido no sólo fuente de inspiración, sino que también han aprovechado sus desperdicios (César, Tinguely, Felguérez) o ha sido utilizada como medio expresivo, como sucede con el arte de la computadora.
Sin embargo, si el arte en todos los tiempos ha sido la expresión de los más profundos intereses y valores de una sociedad, no tengo la menor duda de que, desde hace más de 20 años, el panorama visual que proporciona la tecnología es mucho más impactante, espectacular y conmovedor para un público más amplio, que el fenómeno considerado hoy día como arte.
Los artistas plásticos pueden competir cada día menos con las formas plásticas que la tecnología nos ofrece. Podría argüirse la falta de intencionalidad artística en la tecnología; pero cabe también preguntarse: ¿fueron determinantes los propósitos estéticos en la realización de las pinturas del hombre de Altamira, en las tumbas de los faraones o las catedrales góticas?, ¿no surgieron éstas de intereses extra artísticos, que cuajaron en singular belleza porque en ellos estaban puestas las fuerzas creadoras de su tiempo?, ¿tendremos que desechar la belleza de las refinerías, de los puentes, de las presas, de los cohetes, y restringir la creación estética humana al marco del arte culto oficial? Comprendo los reparos que se le pueden hacer a los productos de la tecnología, pero no comprendo que se les pueda descartar con los viejos argumentos del arte culto de nuestros pequeños círculos de artistas individualistas, críticos refinados, historiadores y coleccionistas.
Es innegable que en la cultura de masas: los objetos que son producto de la tecnología —televisión, cine, fotografía, historietas, radio y hasta los deportes— son usados como medios de manipulación masiva; pero es en estas expresiones, nos guste o no, donde se encuentran las verdaderas muestras de la cultura de las sociedades industrializadas del siglo XX.
En la era denominada posmoderna, el arte de las últimas décadas rompió el ritmo de las sucesivas vanguardias históricas y se lanzó de lleno —especialmente por medio de las instalaciones y el arte efímero— a manifestaciones que podríamos calificar de desperdicio total de energía, en la noción de gasto a la que se refirió Georges Bataille ya en 1933.
La intencionalidad gratuita y absolutamente indiferente al mundo real en la que han sucumbido los expositores en museos y galerías resulta infame. La muestra In site 1994, en Tijuana y San Diego, fue un lastimoso espectáculo para las personas conscientes que tuvimos que descubrir, en medio de la pobreza caótica de la ciudad fronteriza mexicana y en la limpia, rica y ordenada de San Diego, los frutos inequívocos de la falta de sensibilidad social de nuestra época.
Indudablemente el problema del hombre moderno no debería ser analizado desde el punto de vista estético ni desde la perspectiva utilitaria, es decir ni desde el arte ni desde la tecnología. Creo, y no digo sino una obviedad infinitamente repetida, que lo urgente es volver a unir, consciente y esforzadamente, la tecnología y el arte con la ética.
Es un hecho que los países técnicamente desarrollados y poseedores de un alto nivel de vida y de consumo que se encuentran actualmente en una disyuntiva socioeconómica tienen, por una parte, la amenaza de la excesiva tecnificación y, por otra, la imposibilidad de detenerla, puesto que sus sistemas enteros se verían en peligro. Pero ellos son también los que lanzan las novedades creadoras, las modas de consumo en la esfera del arte, que más tarde se popularizan entre los artistas como las últimas formas expresivas de nuestro tiempo.
En los países del Tercer Mundo (ofrezco disculpas por emplear un término inconveniente y pasado de moda), nuestras necesidades reales deberían ser otras a pesar de que las ambiciones —también reales— sean las de llegar a las mismas metas que hoy están siendo señaladas como peligrosas en los países que encabezan el llamado progreso civilizador. Es necesario replantear el problema de la crisis de la tecnología, del arte y la cultura, tomando en cuenta nuestros propios parámetros y necesidades, para lo cual debemos buscar el origen de nuestros males en la raíz que los sustenta y alimenta: la ambición desmedida, el exceso de individualismo y la falta de solidaridad social.
Un ejemplo pertinente de este problema es el caso del submarino de Narciso Monturiol, construido en Barcelona en 1865 y que hoy es contemplado como esqueleto en las playas de esa ciudad. Leer las cartas que el inventor del submarino Ictíneo escribe a las autoridades españolas y catalanas, que se encuentran en la Biblioteca Nacional de Catalunya, es constatar paso a paso un ejemplo de la tentación en que puede caer un inventor o científico. Monturiol llega a probar que la navegación submarina es posible. En el primer Ictíneo, que tenía capacidad para 5 tripulantes, hizo 50 ensayos públicos en Barcelona y 4 en Alicante. El gran visionario explica, y más bien suplica, que se le den medios económicos para desarrollar su idea, y escribe: “…las ciencias y las artes de la paz reclaman con urgencia el advenimiento de la navegación submarina. La sonda no nos ha revelado todos los secretos del fondo del mar”. Con verdadero entusiasmo insiste en la utilidad de su invento en el campo de las comunicaciones, de la piscicultura, de la ciencia en general y sobre todo en la educación de los niños y en el goce y contemplación de otro mundo natural. Los gobiernos son sordos, y Monturiol recibe aportaciones particulares que le permiten hacer un segundo Ictíneo en el cual tuvo particular empeño en montar un cañón y convertir su invento en un arma de guerra. Muchos años después, el submarino es lanzado al mar por los alemanes que lo utilizan, exclusivamente, para la guerra. Monturiol recibió únicamente pruebas de afecto entusiasta de la comunidad. Todavía en vida, la ciudad le rinde un homenaje en que no se cuestiona la intención del arma mortífera que es el submarino, sino se premia al patriota que no vendió el invento a una potencia extranjera. En una hoja de periódico que se encuentra en el Dossier Montunol leemos que una mala poetiza catalana, en un acto de reconocimiento público a este inventor, leyó un poema que termina diciendo:
Prefieres perecer con tus inventos
sepultado en las olas
Que a nación extranjera
El secreto vender que ser pudiera
Lo mejor de las glorias españolas.
Otro ejemplo, pero éste actual, sería el enorme provecho que el ejército zapatista ha sacado de la técnica.
Desde la selva lacandona, los zapatistas han sido capaces de enviar al mundo entero sus mensajes comprometidos con un cambio en la justicia y la igualdad. Gracias a la avanzada tecnología que poseen han podido conmover al mundo entero. Por otra parte, la construcción del primer Aguascalientes fue prueba hermosísima de una instalación efímera en donde el arte, la técnica y la ética volvieron a unirse.
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Notas
1. Cuando Paul Joseph Chenavard pinta algunos murales del Pantheon, en París, llama a sus asistentes los cuatro evangelistas y declara: “me veo a mí mismo como el gran sacerdote de un nuevo culto”.
2. El filósofo Victor Cousin, divulgador de la doctrina del arte por el arte, escribía en la revista de Deux Mondes en 1845: “Hay que entender y amar la moral por la moral, la religión por la religión y el arte por el arte. Comprendamos bien este pensamiento, pues el arte es también una especie de religión. Dios se manifiesta a nosotros por la idea de la verdad, la idea del bien, por la idea de lo bello. El solo objeto del arte es la belleza. El arte se abandona a sí mismo, todo lo demás se descarta”. 3. Prólogo a la novela Mademoiselle de Maupin. 4. Mumford, Lewis, 1962, Técnica y Civilización, México, Alianza Editorial. |
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Ida Rodríguez Prampolini
Instituto de Investigaciones Estéticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Rodríguez Prampolini, Ida. 1997. Belleza y utilidad. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 16-21. [En línea].
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bibliofilia | ![]() |
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Celebración a la vida.
Testimonios de un compromiso
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Patricio Robles Gil
CEMEX/Agrupación Sierra Madre,
1996.
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El arte al servicio de la naturaleza
La naturaleza está de moda. El famoso regreso a lo
natural ha permeado buena parte de la aldea global. Las imágenes de animales, plantas y paisajes inundan nuestra vida cotidiana. Los famosos documentales del Discovery Chanel o, a falta de “cable”, del 11 o el 22, las imágenes que llenan las páginas de revistas como National Geographic, Audubon y Natural History, o de calendarios y pósters, han acercado el llamado “mundo natural” a las ciudades y han tendido puentes entre las zonas rurales de distintas latitudes, colocando a elefantes y jirafas en el imaginario campesino e indígena de América junto al tepescuintle y el mono aullador.
Sin embargo, ante esta creciente invasión de imágenes de otro mundo, muy desiguales en su factura y propósito, y reconociendo que no hay quien no se haya conmovido ante la imagen de un oso polar jugando, un tigre de Bengala al acecho o una manada de elefantes moviendo sus pesados cuerpos en medio del calor de la sabana, valdría la pena preguntarse, ¡qué tanto efecto ha tenido este bombardeo de imágenes en la conservación de la naturaleza?, ¿ha contribuido a provocar cambios de actitud en la población que repercutan en un mejor uso de la naturaleza? Y más precisamente, ¿qué servicios ha prestado este tipo de fotografía a la preservación de la diversidad biológica del planeta?
Es posible que estas preguntas hayan sido formuladas por muy pocos de quienes coleccionan este tipo de imágenes o se dedican incluso a la conservación o a la fotografía de naturaleza. No obstante, por estar directamente involucrados, algunos fotógrafos dedicados a estos temas han tratado de responder a varias de estas interrogantes, como es el caso de Rodney Jackson, famoso por sus imágenes del leopardo de las nieves que vive en Nepal, publicadas en National Geographic, quien en un ensayo intitulado Cómo la fotografía ayuda a la conservación, cuenta respecto a ellas: “esta foto en particular y el artículo que la acompañaba en la revista National Geographic [con 11 millones de suscriptores en todo el mundo cuando se publicaron] han sido decisivos para despertar el interés en la conservación de este leopardo…”.
Este testimonio es muestra del interés que poseen muchos de los fotógrafos de la naturaleza por la destrucción de que ésta es presa en la actualidad, al punto de ser verdaderos activistas a favor de su conservación. “Aunque no podemos jactarnos de haber salvado un bosque o una charca, o creado un refugio para la vida silvestre sin la ayuda de otras personas —comentan Tom y Pat Leeson, una pareja de fotógrafos que ha recorrido buena parte del planeta—, durante 20 años hemos sido parte de los incansables soldados del movimiento conservacionista. Nuestras fotos han ayudado a muchas organizaciones que luchan en la línea de fuego…”. Por su parte, W. Perry Conway afirma de manera más enfática, “mediante la fotografía podemos viajar a lo largo y ancho de la Tierra e informar al mundo entero del frágil equilibrio de la vida silvestre. Mis 30 años de ser un conservacionista armado con una cámara me da derecho a hablar claro y fuerte en pro de la vida silvestre y de lo que de ella queda, ya que ese mundo tiene poca o ninguna voz”.
Es cierto que no todos los fotógrafos dedicados a esta temática comparten dicha preocupación y que quienes se inclinan por ella no siempre pensaron así, como lo muestra el testimonio de John Shaw. “He sido fotógrafo de tiempo completo de temas de la naturaleza desde hace más de 25 años. A lo largo de esos años de trabajo, una de las cosas que me fueron preocupando cada vez más no fue solamente registrar lo que veía, sino mostrar a otros lo que debe conservarse para el futuro. […] Mediante mis fotografías espero que la gente tome conciencia de lo que nos rodea de modo que despierte en ellos una ética conservacionista para proteger y salvar ese mundo natural”.
Quizá es la cercanía con los animales, plantas y demás organismos, la convivencia con pueblos que viven unidos a la naturaleza y la respetan, y la observación acuciosa de sus mecanismos y fenómenos, entre otras cosas, lo que hace del fotógrafo de la naturaleza no sólo un activista y un admirador de ésta, sino también un estudioso de ella. “Nuestro oficio nos hace detenernos a estudiar el comportamiento de los animales, advertir los diseños de la naturaleza y contemplar la magnificencia del siempre cambiante paisaje”, dice el fotógrafo George D. Lepp.
La publicación de Celebración a la vida une la voz de un fotógrafo mexicano a este concierto mundial. Junto con Fulvio Eccardi, Pablo Cervantes y Claudio Contreras, Patricio Robles Gil es de los pocos fotógrafos profesionales de la naturaleza en México. Este libro, que contiene su testimonio personal, es una compilación muy personal de varias de las mejores fotos de naturaleza del mundo tomadas en las últimas décadas, de la labor de muchos de los fotógrafos más connotados de esta rama; es una selección de imágenes capaces de conmover al más indiferente de los humanos. Chitas que se desdibujan por la velocidad a la que corren, ballenas que brincan fuera del agua llenas de gozo, aves que luchan por una pequeña porción de territorio, tigres, jaguares, búfalos, elefantes, cebras y jirafas que sobreviven con entereza, osos polares reunidos en actitudes muy parecidas a las humanas, leonas en plena caza, en fin, una verdadera galería de retratos de fauna que da cuenta de la inmensa diversidad biológica que aún puebla el planeta y que, acompañados de testimonios y reflexiones de fotógrafos de distintas naciones —de donde han sido tomados los textos aquí citados— conforman una idea de gran interés acerca de la percepción de quienes, detrás de la lente, buscan registrar un mundo fuertemente amenazado en la actualidad.
Lamentablemente para muchos fotógrafos de éstos, toda imagen es susceptible de diversas lecturas e interpretaciones, por lo que no se puede esperar que exista una relación lineal entre la observación de la fotografía y una toma de conciencia. Como bien lo dice el biólogo George B. Schaller, dedicado a la lucha por la protección de las especies, “temo que con demasiada frecuencia el público considera las imágenes como si fueran la realidad, y que éstas se convierten en sustitutos aceptables de los animales y de la naturaleza”. Y no sólo eso, ya que durante mucho tiempo, y aun hoy día, las imágenes de animales grandes y llamativos sesgan los programas de conservación, poniendo el énfasis en la protección de unas cuantas especies consideradas importantes, dejando de lado la preservación del hábitat o de animales y plantas poco vistosas pero de considerable importancia ecológica y la búsqueda de formas de uso adecuado o sustentable para la sobrevivencia de los pueblos que habitan las áreas protegidas o sus alrededores.
Afortunadamente estas preocupaciones cada vez se extienden más en el ámbito de la conservación y entre los mismos fotógrafos de naturaleza, como se puede apreciar en las lúcidas reflexiones de Gary Braasch —quien publica sus imágenes en Life, Audubon y Natural History, entre otras revistas—, acerca de su trabajo. “Cuando desempeño esa labor [documentar la biodiversidad de los hábitats silvestres y las amenazas que sobre ellos se ciernen], que considero la más importante dentro del campo de la fotografía de la naturaleza —que yo llamo fotografía de la biodiversidad— lo que hago es documentar exhaustivamente un ecosistema. Este trabajo contrasta con el estilo habitual de tomar fotos atravesando rápidamente un parque nacional para tomar cualquier cosa que parezca atractiva, o bien, agachado en un escondite para fotografiar un pájaro u otro animal en particular. En el mundo actual de las publicaciones dedicadas a la naturaleza, la tendencia dominante es fotografiar amplios paisajes y animales grandes, olvidando generalmente a los insectos, los menudos detalles de las plantas y las pequeñas interacciones que en muchas ocasiones resultan ser de suma importancia para la vida de un lugar…”.
Una idea de conservación estrecha al igual que una idea editorial estrecha no pueden ayudar mucho a la preservación de la diversidad biológica del planeta. El propósito de protección ambiental en sí es tan insuficiente como la imagen conmovedora de un animal. En ambos casos los fotógrafos tienen tareas importante que cumplir, como lo señala el mismo Gary Braasch: “Las fotos de desmontes y de la destrucción de los bosques también se han utilizado y vuelto a utilizar en los artículos y la publicidad conservacionistas. A pesar de la publicación de éstas y otras fotos de la naturaleza, lo que suele faltar es una información específica de lo que los lectores pueden hacer para ayudar a frenar esta destrucción. El fotógrafo de la naturaleza debe insistir en la publicación de los pies de foto correspondientes que proporcionen una información real, verdadera y completa que constituya la semilla que germine en acción entre aquellos que quieren trabajar en pro de éste, nuestro mundo en peligro”.
Ojalá que este libro —cuya impresión y factura son excepcionales— cumpla con el cometido que el mismo autor plantea, a saber, la conservación de la diversidad biológica de México y del mundo, que la lectura de las imágenes no se quede en una simple admiración de estampitas, y que el lector sea capaz de imaginar la complejidad de los ecosistemas en que estos animales viven así como la difícil y cada vez más insostenible relación con los seres humanos que sufren casi todos ellos. Esperemos que la emoción que estas fotos arranquen al lector lo lleven a intentar entender un poco acerca de la problemática ambiental tan grave que padece el planeta. Sólo así estas imágenes podrán cumplir el propósito con que muchas de ellas fueron captadas. Sólo así el arte podrá servir a la naturaleza, a la que tanto debe.
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César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Carrillo Trueba, César. 1997. Celebración a la vida. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 76-78. [En línea].
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César Guevara Bravo | |||||||||||
Al estudiar la historia de la ciencia y la tecnología
en el periodo de la llamada revolución científica generalmente nos centramos en la astronomía, la geometría, la óptica, la anatomía, la botánica, la mecánica, etcétera. Se suele creer que, después de la Edad Media, disciplinas como la música o la pintura, una vez originadas, ya no tuvieron la necesidad —en sus elementos que la conforman— de recurrir a las ciencias exactas para tener una evolución palpable.1
Durante la Edad Media la mayoría de las disciplinas científicas atravesaron por un lapso estacionario, por ejemplo, la astronomía —la que dominaba era la ptolemaica— no gozó de una renovación por más de mil años. En las matemáticas de Occidente, ni los Elementos de Euclides se tenían en una versión completa. En cuanto a la física, el legado predominante fue el aristotélico y no fue sino hasta Buridan, con la teoría del impetus, y con Alberto de Sajonia, quien introduce a París la aritmética mertioniana, que la física retomó lo que serían los rumbos de la hoy llamada física moderna. Pero en disciplinas como la música no se tiene —al menos de manera evidente— un lapso de letargo semejante al de la astronomía o al de la matemática.
Es erróneo pensar que por el hecho de que durante la Edad Media no dejó de haber producción musical, modificaciones a los instrumentos o mejorías en la interpretación, es decir, al no existir una discontinuidad en las manifestaciones musicales, carece de sentido tratar de enmarcarla dentro de la “revolución científica”. La música, al igual que las otras materias, también gozó de ese reencuentro con el pensamiento de los filósofos antiguos, y principalmente del vínculo con las ciencias exactas.
El conocimiento del siglo XVII está formado por teorías estructuradas de manera más transparente. Los avances más espectaculares al inicio del siglo XVII se dieron en el campo de la astronomía. En 1610 Galileo observaba las fases de Venus a través del telescopio. A principios de ese año publicó el Siderius Nuncius que registra el descubrimiento de los cuatro satélites que giran alrededor de Júpiter. En 1627 Kepler publicó las Tablas Rudolfinas, en las que presenta los primeros procedimientos precisos para calcular una aproximación de las velocidades y las órbitas de los planetas. En 1620 Francis Bacon publicó su Novum Organum, obra que tuvo una gran influencia y en la que presentó un conjunto de preceptos para la investigación de los fenómenos naturales y de sus causas.
René Descartes y la música
En el año de 1614 René Descartes había salido de La Flèche. Alejándose del aristotelismo escolástico y del naturalismo mágico renacentista. Descartes concibió un nuevo tipo de pensamiento que consideró como una articulación de la razón y de la experiencia. En 1618, su apego por la física matemática y su inquietud por una ciencia universal lo motivan a escribir sus primeras tres obras. Una de ellas data de diciembre de 1618 y en ella se ocupa de las relaciones numéricas de la escala musical, y la tituló el Compendium musicae. ¿Pero por qué tratar de entrar en el campo de la mecanización y de la filosofía sin compromisos con una obra de música?, ¿qué la música no era sólo para aquellos artistas despreocupados en una ruptura epistemológica?
La música fue importante en los estudios de hombres como Descartes, Galileo, Mersenne, Beeckman y Kepler. Para ellos la música conjuga aspectos de carácter experimental, como los elementos físicos de la acústica, la teoría corpuscular del sonido o en el caso de las matemáticas, el tratamiento aritmético de las armonías. Además, y de manera absolutamente inseparable, les interesaba saber cómo es posible que la combinación de sonidos pueda llegar a conmover y provocar en las personas las más variadas pasiones.
Para Descartes el estudio de la música no consistió solamente en encontrar los elementos de la composición que provocan en el oyente dichas emociones o, como en el caso de Kepler, que en su Harmonía del Mundo muestra que los componentes de la música están comprometidos con una clave teológica. Él se interesa por una física del sonido asociada con una explicación fisiológica del oído, y también por cómo el agrado que provocaron los acordes no consiste sino en ese funcionamiento inconsciente de la memoria como un puro mecanismo fisiológico. La verdadera dimensión de su inclinación por la teoría de la música se puede encontrar no sólo en el Compendium musicae, sino también en Tratado de las pasiones (1644), el Tratado de Hombre (1633), la Dióptrica (1637), etcétera. De la lectura de estas obras se concluye que para Descartes la física del sonido y su relación con el placer de escuchar están intrínsecamente relacionados.
En este contexto la música, lejos de no entrar en la llamada revolución científica, es necesaria en tanto que su participación en este movimiento cultural vincula lo empírico con lo placentero.
El verdadero interés de Descartes por el estudio de estos temas le nace de su relación con Isaac Beeckman. Siendo 10 años mayor que Descartes, Beeckman se dedicaba en esos tiempos fundamentalmente a problemas de mecánica hidráulica, de acústica, la partición de las cuerdas, la definición física de las consonancias, la explicación del placer que se produce por la vía del oído, etcétera. Cuando felizmente se conocieron y debido a que ambos estaban enterados de los problemas que enfrentaban los músicos de su época, de inmediato iniciaron un fluido intercambio de sus respectivas inquietudes musicales.
Algunos de los problemas que afrontaron los músicos en los siglos XVI y XVII se relacionaban con la reincorporación de la claridad y la sencillez, en un intento por retornar a la teoría musical griega. Pretendieron encontrar un orden musical, alejándose del complicado sistema plurimodal en el que se asentaba la música contrapuntista de su tiempo. Se busca así una total matematización y racionalización del mundo musical con base en una idéntica matematización y racionalización del mundo de la naturaleza. El fundamento de esta racionalización natural radica en el fenómeno de los sonidos armónicos.
La nueva realidad musical que se sustenta en el descubrimiento de la armonía trata de proponer un nuevo sistema que permite adaptar las palabras a la música, es decir, la tarea de un músico tenía que ser la de restaurar la simplicidad y estrechar la unión de la música y del texto cantado.
Este tipo de problema sí interesaba a Descartes y a Beeckman, pero su atención estaba principalmente centrada en el problema de las consonancias, cuya raíz se remonta a la antigüedad. Sabían que las consonancias musicales —según la tradición pitagórica— se producían al dividir la cuerda en proporciones que guardasen razones matemáticas sencillas. Si una cuerda se divide en dos partes iguales de éstas se puede obtener la octava; si se toman los dos tercios, la quinta; si se toman los tres cuartos, la cuarta. En estas consonancias se basa la división de la escala. Gracias a las lecturas de Zarlino,2 o por las clases de los jesuitas basadas en sus trabajos, Descartes sabía que hay dos problemas fundamentales en la escala pitagórica. El primero es que genera disonancias. El segundo se refiere a la incompatibilidad de las consonancias puras que resulta de la incompatibilidad de las derivaciones de la escala pitagórica. Pero estos problemas no adquirieron tanta importancia sino hasta el siglo XVIII, con la invención de la polifonía, con lo que el problema verdaderamente provocó una crisis.
La influencia de Isaac Beeckman en el Compendium
Después de conocer a Beeckman, Descartes se mostró especialmente interesado por el modo en que se unen la física y la matemática. De hecho, Beeckman es considerado como uno de los creadores de las primeras sistematizaciones físico-matemáticas. Beeckman notó el interés de Descartes por vincular las diferentes ciencias matemáticas y las físicas, así como su creciente interés por las nuevas posibilidades de los simbolismos numérico-algebraicos. En su Diario Beeckman manifiesta lo siguiente: “Los físico-matemáticos son pocos. Él [Descartes] se ha educado con jesuitas y otros hombres estudiosos, y dice, sin embargo, que nunca antes de mí ha encontrado a nadie que uniera en el estudio, como yo, la matemática con la física. E igualmente yo no había hablado a nadie de este modo de trabajar antes que a él”.
Las discusiones que mantenían sobre la música y la acústica deben ser consideradas en la comprensión de la filosofía físico-matemática de Beeckman, ya que en su opinión la ciencia musical era el dominio por excelencia en dónde desarrollar sus ideas.
Antes de seguir con este texto no hay que olvidar que Beeckman y Descartes son teóricos de la música,3 es decir, ellos no son intérpretes. Razón por la que, cuando Descartes escribe el Compendium, no se siente obligado a explicar las reglas de la composición, ya que el único destinatario de su obra es Beeckman.
En el Compendium musicae que le regala Descartes a fines de 1618 no contesta plenamente las interrogantes planteadas en sus intercambios con Beeckman ni tampoco los problemas de las consonancias, ya antes expuestos, pero sí los enfrenta desde un punto estético. El Compendium contiene el estudio aritmético de las armonías y de las disonancias en función de las proporciones entre las longitudes de las cuerdas. Su contexto es el de la tradición de la época y el de las tesis clásicas de Aristóteles acerca del placer de los sentidos. Es así que Descartes caracteriza el placer como una proporción entre el objeto y el sentido, con tal que el primero no sea difícil de percibir y que exista suficiente proporción entre las partes. A partir de aquí se determina la mayor adecuación de la media aritmética respecto a la media geométrica, lo que da pie a una forma de matematización del trabajo.
En el Compendium Descartes aún recoge las tradiciones animistas del Renacimiento. Ejemplo de ello es la simpatía y la antipatía, de lo que escribe lo siguiente: “Del mismo modo [que] la voz humana nos resulta muy agradable porque, de todas, es la más adecuada a nuestro espíritu; así, también nos es más grata la del amigo que la del enemigo, a causa de la simpatía y antipatía, razón por la que una piel de oveja tensada en un tambor enmudece si suena al mismo tiempo una de lobo en otro tambor”.
¿Esta clase de simpatía no será semejante a la utilizada en la atracción de los graves en la ley de la caída de los cuerpos, donde los objetos tienen que ocupar el lugar que les corresponde, en el que se sienten más a gusto, es decir, los cuerpos se atraen unos a otros por una simpatía o amor entre ellos? Es evidente que en Descartes aún sobrevive la tradición renacentista de que la simpatía-antipatía son las claves del movimiento de los cuerpos en la naturaleza.
Sería difícil tratar de entender las verdaderas intenciones de Descartes en este periodo de su vida (1618) refiriéndose exclusivamente a la lectura del Compendium. Además, se correría el riesgo de encontrarnos con un Descartes alejado de una nueva ciencia e inmerso solamente en un animismo naturalista, con un tratado de música que sigue siendo pura matemática y fuerza anímica. Para encontrar el verdadero significado de los primeros escritos cartesianos es preciso consultar su intercambio de ideas con Beeckman y Mersenne4 —así como los trabajos de ellos— y sus obras posteriores ya mencionadas anteriormente.
Las motivaciones musicales de Beeckman ya eran conocidas desde antes de que Descartes le regalara el Compendium. Ya para 1614 había escrito textos donde muestra que el sonido es divisible en varias vibraciones, propone una clasificación de las consonancias y demuestra la validez mediante un estudio geométrico de la vibración de las cuerdas. La vibración viene a ser la noción principal de la acústica, ya que la relación del número de vibraciones es la que determina el grado de la consonancia y su clasificación, que tiene, por tanto, un rasgo tanto físico como matemático. En los días en que conoce a Descartes llegó a la conclusión de que el tono se corresponde con la frecuencia y la intensidad del sonido con la cantidad de aire desplazado (lo que entendemos por amplitud).
La forma en que Beeckman aborda el problema de las vibraciones y el placer de escucharlas no se limita sólo a la justificación geométrica. Para 1616 Beeckman había desarrollado una teoría de la producción del sonido basada en los fundamentos del atomismo, en ella describía la composición corpuscular del sonido asociado a una psico-fisiología y a una explicación de la resonancia. Las hipótesis de Beeckman se centran principalmente en la idea de que el aire es cortado en glóbulos esféricos por las cuerdas vibrantes de los instrumentos musicales, o por las mismas cuerdas vocales. Cuanto más rápido vibrasen las cuerdas, mayores serían los glóbulos de aire que cortasen. Por lo tanto, el tamaño de los glóbulos es inversamente proporcional al tono. Como el número de glóbulos era mayor para las notas agudas, Beeckman concluía también que el volumen del sonido dependía de la cantidad de glóbulos.
Los glóbulos se trasladan al oído donde se les identifica como sonido. Cabe señalar que los glóbulos de aire que salen de las cuerdas de un instrumento y de las cuerdas vocales son del mismo tipo.
Cuando, en 1618, conoce a Descartes, Beeckman se encontraba inmerso en una actividad musical intensa, y debido al encuentro con él se ve en la necesidad de modificar ciertos puntos importantes de la teoría de la consonancia. Por otro lado, Descartes, con sus 22 años, se siente atraído por la madurez científica de Beeckman. Lo que es evidente en este periodo de 1618 es que ambos se necesitan.
Descartes reconoce que había llevado un camino sin una dirección definida, y como él mismo admite, fue el encuentro con Beeckman en 1618 lo que hace que sus ideas tomen un perfil más definido: “Pues fuiste tú quien me sacudiste la desidia, me apartaste de la memoria la erudición inútil y condujiste mi espíritu de ocupaciones ociosas a otras mejores”.
La influencia de Beeckman no se hizo esperar, y si no es de forma explícita, ésta se puede encontrar implícitamente en el Compendium: por ejemplo, Beeckman le enseñó su Diario en el que la escala tradicional sólo tenia seis notas do, re, mi, fa, sol, la, en lugar de las siete conocidas actualmente. Descartes asume la misma posición y en el Compendium plantea que hubiera sido innecesario inventar otras notas, ya que habrían designado los mismos intervalos que aquellas notas designan en la voz natural; además de que habrían resultado incómodas, porque más notas confundirían a los músicos tanto para escribir como para cantar. Ambos sabían que la nota si se introdujo en el siglo XVI y facilitaba la práctica del solfeo. Pero como Descartes —siguiendo a Beeckman— encontró que la introducción de si se hizo sin una plena justificación matemática, entonces la rechaza sin apreciar sus ventajas prácticas.
El otro ejemplo es el de la proporcionalidad inversa de la longitud de la cuerda y su frecuencia. Beeckman, antes de conocer a Descartes, ya había encontrado una demostración geométrica de este hecho. Según una nota en las Cogitationes Privatae de Descartes esto resultaba nuevo para él: “La misma persona [Beeckman] sospecha que las cuerdas de un laúd se mueven más de prisa cuanto más sea el tono, de modo que la octava más aguda hace dos movimientos, mientras la más grave hace uno”.
Beeckman notificó su demostración a Mersenne en 1629, y es la misma que publicó en su Harmonie Universelle en 1636. La demostración es la siguiente: cuando las longitudes de las cuerdas guardan la relación 1:2 —la octava— la vibración es también con frecuencia 1:2. La cuerda AC y la mitad CD dan la octava (véase figura). Si D se tensa hasta B, F se tensa hasta E; al soltar la cuerda los puntos B y E regresan a D y a F a la misma velocidad, pero BD = 2EF. Por lo tanto E se mueve a la misma velocidad, pero pasa por F dos veces en el mismo tiempo que B pasa por D una, es decir, la mitad de la cuerda vibra dos veces más rápido que la cuerda entera. Beeckman y Descartes estaban convencidos de que esta prueba geométrica era la justificación matemática que permitía entender la belleza de la música.
Aunque Descartes no escribe esta demostración en el Compendium —posiblemente la conoció después de 1618—, en una carta a Mersenne fechada en 1629, Descartes presenta una demostración con fundamentos semejantes a los anteriores: […] Si A y B se ponen en movimiento al mismo tiempo, A oscilará una vez mientras B lo hace tres. De ahí que, cuando A empieza su segunda oscilación, B empieza la cuarta, y cuando A empieza la tercera, B la séptima. De esta manera comenzarán su ciclo juntas con intervalos de un momento. Si A y C se ponen en movimiento a la vez, A completará una oscilación cuando C esté ya a la mitad de su segunda oscilación […]”.
Diez años más tarde Descartes le hizo saber a Beeckman los resultados experimentales de Mersenne relacionados con el tono, la tensión y el espesor de una cuerda, mismos que posteriormente usaría en su Regla para la dirección del espíritu (Regla 13).
En lo que se refiere al atomismo ambos comulgaban con ideas semejantes, aunque Descartes rechazó públicamente toda influencia de Beeckman y hasta catalogaría de ridículas sus ideas, en particular las atomistas.5 Lo que es un hecho es que años más tarde retomó las ideas del atomismo y además de reconsiderar el tema lo desarrolló en el Tratado del hombre, en El mundo o tratado de la luz y los Meteoros.
En el Tratado del hombre plantea la posibilidad de que las partículas del aire sacudan los pequeños filamentos del oído, los cuales chocan contra una delicada piel que permanece tensa y contiene aire por debajo de ella. Este aire transmite las pequeñas sacudidas del aire exterior al cerebro por medio de los nervios, los que darán ocasión al alma para concebir la idea del sonido. Las sacudidas producen así sonidos que el alma juzgará más apacibles o más rudos, según sean estas vibraciones más o menos iguales entre sí. Varios sonidos producidos a la vez serán acordes o desacordes según la relación mayor o menor que exista entre las pequeñas sacudidas que los provoquen o según como sean los intervalos.
En esta obra Descartes pretende dar a conocer todo el funcionamiento del cuerpo humano, explicar la sensación de percibir lo agradable y lo desagradable, así como la partición matemática de las cuerdas y la combinación de ellas para generar los sonidos gratos o desagradables.
A Descartes ya no le basta que el arreglo de las cuerdas guarde una configuración agradable a la vista, le importa que la combinación entre sonidos guarde una relación más estrecha. Nos dice: “no es lo más dulce lo que resulta más agradable para los sentidos, sino lo que los acaricia de una forma más atemperada”.
Su apego al atomismo se manifiesta plenamente en sus estudios sobre óptica, donde sostiene que los rayos luminosos están constituidos de manera semejante a las proyecciones de balas, las cuales modifican su velocidad al impactarse con la superficie de los objetos. En los Meteoros considera que la luz está constituida por pequeñas esferas sin elasticidad, con una velocidad finita, idéntica para todos los colores correspondientes a su propagación rectilínea, y con otra velocidad correspondiente a un movimiento de rotación del que dependen los colores. Es así que el rechazo (aparente) de Descartes por el atomismo de Beeckman era sólo un desplante de soberbia.
Es aquí donde Beeckman y Descartes —más tarde Galileo en el Dos nuevas ciencias— se enfrentan al problema de tener que conciliar la teoría de la vibración de los cuerpos sonoros, sobre todo las cuerdas, y la cuestión de la bondad de las consonancias, y por otro lado la naturaleza corpuscular del sonido. Es así como esta teoría ondulatoria del sonido es la promotora de una acústica de emisiones, semejante a la de la óptica. En esta controversia —pero no contradicción— entre los conceptos de las cualidades de la bondad y las cualidades físicas es donde Beeckman nos proporciona un ejemplo de una cuantificación de los flujos aéreos (glóbulos o corpúsculos), y una medida geométrica de lo invisible (las oscilaciones).
Otro de los problemas de interés común fue el de analizar por qué las consonancias más simples eran las mejores —como se dijo anteriormente, una de las metas de los músicos era la de llegar nuevamente a las formas más sencillas—, lo cual lleva a la octava a ser la más bella y clara de las consonancias, es decir, ¿por qué la octava es la que proporciona el mayor placer?, ¿por qué se consideraba que la octava era como la unión de la quinta, la cuarta?, etcétera.
Descartes opina que como las series aritméticas son más simples que las geométricas —ya que las aritméticas aumentan en cantidades constantes—, entonces para los sentidos son más recomendables ya que éstos no tienen que esforzarse para percibir más nítidamente cada uno de sus elementos. En el Compendium da un ejemplo visual de líneas en progresión aritmética y otras en progresión geométrica, y de ahí concluye que es más fácil para la vista distinguir las que están en proporción aritmética. Es así que como las proporciones más simples son las claves del placer estético, Descartes presupone que la simplicidad auditiva se corresponde con la simplicidad visual y, por tanto, que las razones matemáticas más simples son las más apropiadas para la formación de la música más placentera. De aquí que la octava sea la consonancia más perfecta, ya que simplemente es la proporción 2 a 1.
En el Compendium, Descartes dice a sus lectores que su propósito es estudiar el sonido con la finalidad de ganar una mejor comprensión de la manera en que la música nos conmueve. Supone que el efecto emocional de la música se puede deducir mediante dos propiedades del sonido: la duración y el tono, es decir, que de un análisis matemático de las consonancias nos puede decir lo que queremos saber sobre la producción del sonido y en consecuencia sobre la naturaleza de la música.
“El sonido es al sonido lo que la cuerda es a la cuerda” éste es un principio en el que Descartes se apoya para decir que así como una cuerda más corta ésta contenida en una más larga, entonces las notas más cortas están contenidas en notas más largas, —así como un segmento de cuerda más corta se encuentra contenido en una más larga. De ahí que las notas más agudas se encuentren dentro de las graves. Por lo tanto, cada nota musical contiene a su octava.
Compendium vs. Dos nuevas ciencias
Galileo define de una manera más precisa la mecánica de la transmisión del sonido y el placer que éste produce en los hombres. Atento a los problemas de la sencillez de las consonancias y de la relación entre la longitud de las cuerdas y la frecuencia. Cuando Galileo publicó sus resultados en 1638, Descartes atravesaba por uno de los periodos más productivos de su vida, pero, asimismo, su personalidad le impedía ser autocrítico, motivo por el que no reconoce algunas de las posibles influencias del pasado.
En 1638 Descartes afirmó desconocer la obra de Galileo y negó haber mantenido correspondencia con él. Lo que ahora se sabe es que en 1631 Beeckman le presentó el Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo, aunque no se tiene la certeza de que haya conocido el Dos nuevas ciencias. En la primera obra es donde Galileo expone su punto de vista sobre la formación mecánica de las consonancias. Descartes, sin conocer la obra —o aún conociéndola—, se atrevió a decir que no encuentra nada en los escritos de Galileo que se le pueda envidiar. Opina, además, que quizás lo mejor que escribió fue lo de música y más aún, afirma que quienes lo conocen opinarían que lo más seguro es que Galileo haya tomado algo de él. Descartes cree que después de haber escrito el Compendium todo aquél que haya publicado algo relacionado con música seguramente lo tomó de sus escritos.
Galileo, al final de la primera jornada de Dos nuevas ciencias, propone que la razón de los intervalos musicales no tienen como causa inmediata la longitud, tensión o grosor de las cuerdas, sino, más bien, la relación numérica de las vibraciones de las ondas del aire que golpean el tímpano del oído, el cual, bajo el efecto de tal choque, vibra él también con la misma frecuencia. Opina que si se forman pares de sonidos, éstos son recibidos por nuestros oídos, unos con agrado y otros con desagrado, y esto se debe a la formación de consonancias perfectas y a las disonancias. La molestia de las disonancias se debe a que éstas tienen su origen en la pulsación discordante de dos tonos diferentes, los cuales golpean a destiempo los tímpanos, y serían aún más desagradables si los tiempos de las vibraciones fueran inconmensurables. Las consonancias agradables al oído son las que lo golpean con un cierto orden. Tal orden exige que las vibraciones producidas sean conmensurables en número dentro del mismo intervalo de tiempo, de modo que las membranas del tímpano no tengan que plegarse de dos formas diferentes.
La primera y más agradable de las consonancias es la octava, ya que por cada vibración que da una nota grave sobre el tímpano le corresponden dos vibraciones de la aguda, o dicho de otra manera, a la vibración de la cuerda aguda se unirá una cada dos veces, la vibración de la cuerda grave y, de todas las percusiones, la mitad se pone de acuerdo para golpear simultáneamente, mientras que las vibraciones de las dos cuerdas al unísono llegan todas siempre juntas, y al ser como una cuerda sola no hacen consonancia alguna. En forma similar analiza la construcción de la quinta.
La propuesta de Descartes a Mersenne en 1629 —ya mencionada en este artículo— es semejante a la que haría Galileo en 1638, la llamada teoría de las coincidencias. Aunque el trabajo de Galileo es posterior al Compendium, esto no quiere decir que Galileo lo haya tomado de allí —cometiendo un plagio como pretende hacerlo ver Descartes—, es más, no lo pudo tomar del Compendium porque recordemos que Descartes no lo publicó en este libro, habiéndolo dado a conocer a Mersenne hasta 1629. En todo caso cabe recordar que Beeckman trabajó este problema antes que ellos.
Por otro lado, no es muy lógico pensar que Galileo haya plagiado a Descartes. Se tiene que recordar que Galileo provenía de una familia con tradición musical, y que su padre Vincenzo Galilei, en su conocido Dialogo della musica antica e della moderna (1581), establece los principios en el que cada modo y situación posee su ethos musical, de acuerdo con las teorías de las pasiones. Precisamente el objetivo de la música será el de obrar sobre éstas. Vincenzo desea imponer una renovación radical, y que en ciertos aspectos Galileo procuró llevar a cabo. En los intereses especulativos matemáticos referentes a la armonía, la presencia de Zarlino y las preocupaciones de Mersenne no impidieron que Descartes intentara buscar su propio camino.
La reflexión
Descartes no aceptaba de muy buena manera las opiniones adversas a su trabajo, pero Mersenne tenía un impacto especial en él. Alrededor de 1630 Mersenne le hace ver que la teoría de las coincidencias no salva totalmente el problema de las disonancias. Descartes no había prestado toda su atención a este problema en el Compendium musicae ya que centró su interés sólo en determinadas bisecciones de la cuerda. Cuando Mersenne lo presiona, Descartes es consecuente con él y acepta que la teoría de las coincidencias sólo puede explicar la perfección o la dulzura, y que el problema original de lo placentero y agradable no parece estar sustentado en este modelo.
En 1630, Descartes es consciente de que el problema es mayor de lo que ha logrado hacer, y contesta a Mersenne que el cálculo —matemático o geométrico— no hace otra cosa que sacar a la luz qué consonancias son las más simples o perfectas pero no las más agradables, es decir, que el hecho de que matemáticamente se encuentren las consonancias más simples no implica que éstas tengan que ser las mejores, pues de ser así, el unísono sería la más placentera de todas.
Es así que Descartes tiene que reflexionar en los logros alcanzados y ser consciente de que las teorías mecanicistas del sonido que defendió por tantos años aún necesitaban ser complementadas, él acepta ante Mersenne que para determinar las consonancias más placenteras se debía de considerar la capacidad del oyente, la cual cambia de persona a persona, ya que mientras algunos prefieren la música sencilla, otros prefieren la cantada a varias voces. Descartes dice a Mersenne en una carta de 1630: “Cuando me preguntáis en qué medida es más placentera una consonancia que otra, me ponéis en un aprieto, lo mismo que si me preguntáis en qué medida prefiero la fruta al pescado”.
Así, Descartes reconoce que la teoría matemática de las consonancias no puede proporcionar una regla evaluadora de la calidad estética de las mismas. Estudiar los intervalos musicales basado en pulsos simultáneos a intervalos matemáticamente establecidos, difícilmente reflejaría lo que verdaderamente es la realidad musical. Una de las razones que da Descartes para explicar este inesperado tropiezo gira en torno al contexto musical. Considera que el placer que proporciona la música no se puede alcanzar disponiendo consonancias una tras otra, sino haciendo combinaciones de ellas hasta lograr arreglos más complejos. Para esa época era evidente que ya no intentaba hacer una defensa del placer estético sustentándolo en razones que surgieran solamente de la física matemática.
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Referencias Bibliográficas
Adam, C., P. Tannery, 1996, Ouvres de Descartes, Paris, Librairie Philosophique J. Vrin.
Buzon, F., 1981, Descartes, Beeckman et l’acoustique, Archives de philosophie 4 (Bulletin Cartésienne X). Buzon, F., 1985, Science de la nature et théorie musicale chez Isaac Beeckman (1588-1637), Revue d‘histoire des sciences 2. Descartes, René, 1994, Tratado de las pasiones, Barcelona, RBA Editores. Descartes, René, 1992, Compendio de música, Madrid, Tecnos. Descartes, René, 1990, El tratado del hombre, Madrid, Alianza Editorial. Descartes, René, 1989, El mundo. Tratado de la luz, Barcelona, Anthropos. Descartes, René, 1987, Dióptrica, meteoros y geometría, Madrid, Alfaguara. Galilei, Galileo, 1981, Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, Editora nacional. Leoni, Stefano, 1988, Le armonie del mondo, Genova, Edizioni culturali internazionali Genova. Turró, Salvio, 1985, Descartes. Del hermetismo a la nueva ciencia, Barcelona, Anthropos. Walker, D. P., 1978, Studies in Musical Science in the Late Renaissance, Países Bajos, Studies of the Warburg Institute. |
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Notas
1. Esto no quiere decir que los músicos no hayan hecho acopio de elementos matemáticos para darle a la música una estructura formal. Basta recordar que desde los griegos la música junto con la astronomía, la aritmética y la geometría se integraron en un corpus educativo denominado Quadrivium. Ptolomeo (siglo II d. C.) ya describe un instrumento construido geométricamente, el helicon, que consta de algunos segmentos cuyas relaciones son las mismas de la escala musical.
2. Zarlino escribe sus Instituzioni Harmoniche (1558), Dimostrazioni Harmoniche (1571) y Sopplimenti musicali (1588) en los que plantea las bases racionales de una nueva gramática de la música, en un intento nuevo de formulación matemática. 3. Descartes, en cartas a J. A. Bannius y a Constantin Huygens en 1640 y 1646, respectivamente, se consideraba poco diestro al momento de tener que distinguir en la práctica la diferencia entre una consonancia y otra, y de igual forma era incapaz de entonar la escala musical. Asimismo, Beeckman reconoce en su Diario no tener talento instrumental o vocal. Descartes, a lo largo de su vida, fue consultado como crítico de música. En los diferentes círculos europeos lo reconocían como una persona con un juicio musical mesurado. 4. En la correspondencia con Mersenne alrededor de 1630 se encuentra que Descartes mantenía el interés por los problemas de la música. Dichos problemas no habían sido tratados en el Compendium. Por esta razón no conviene quedarse sólo con sus ideas de 1618, ya que el Descartes de 1630 tiene otra visión. 5. Las malas interpretaciones por parte de Descartes, aunadas a su difícil personalidad, hacen que se dé una ruptura con Beeckman en 1629. Los problemas entre ambos llegan a tal grado que Descartes le pide que le regrese el Compendium. A partir de este momento Descartes no perdió oportunidad para desacreditar a Beeckman y decir que nunca recibió alguna enseñanza de él. Esto ultimo es producto del enojo de Descartes, pero se muestra a lo largo de este artículo, que las evidencias muestran lo contrario. |
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César Guevara Bravo
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Guevara Bravo, César. 1997. Compendium musicae, ¿un primer paso hacia la mecanización del mundo?. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 36-43. [En línea].
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Héctor T. Arita | ||||||||||||||
El gamo gigante
Los trazos son tan simples y la perspectiva tan escasa
que uno se sorprende de poder observar tantos detalles. Casi puede uno imaginarse al animal en su ambiente natural y deducir sorprendentes pormenores sobre su forma de vida. Se trata de una ilustración del Megaloceros, el llamado gamo gigante o alce irlandés dibujada al estilo de las pinturas rupestres.1
En primer lugar llaman la atención las enormes astas de este animal. Siguiendo el estilo de los artistas del periodo magdaleniano de la cultura paleolítica de Europa (aproximadamente hace 11000 a 17000 años), el ilustrador ha captado las astas del animal en una posición anatómica imposible: alineadas con el resto del cuerpo. Se trata de la perspectiva “torcida” usada por los pintores cro-magnones para resaltar ciertas características de los animales a pesar del inexorable carácter plano del medio de expresión (pinturas sobre las paredes y techos de las cuevas). Valiéndose de la misma técnica, los artistas de Altamira y Lascaux lograron retratar el poderío de los bisontes europeos (Bison banasus) o de los aurochs (Bos primigenius, el ancestro del ganado vacuno) al dibujar los cuerpos de los animales de perfil y los cuernos en perspectiva frontal.
Las astas parecen exageradamente grandes. Sin embargo, la escala no es incorrecta y el dibujante ha logrado plasmar la enormidad de los apéndices del gamo gigante. Se ha calculado que Megaloceros rivalizaba en tamaño con el alce (Alces alces) pero que sus astas eran considerablemente más grandes, de hasta 4 metros de punta a punta y con un peso de hasta 45 kilogramos (¡ansiada pieza para los modernos cazadores de trofeos cinegéticos!). En algún tiempo se sostuvo la teoría de que las enormes astas del alce irlandés eran un ejemplo de superespecialización, producto de una evolución sin sentido causada por la selección sexual. La teoría argumentaba que los machos de la especie desarrollaron (en un tiempo evolutivo) astas cada vez más grandes para ser más atractivos a las hembras. Al seguir su curso esta evolución sin rumbo, las astas se convirtieron en tal desventaja que la especie se extinguió.
El moderno análisis alométrico ha permitido refutar esta teoría y demostrar que el alce irlandés tenía las astas del tamaño que se podría esperar para un gamo de su tamaño. La alometría permite calcular el tamaño relativo de diferentes partes del cuerpo de un animal a diferentes escalas. De esta manera, es posible afirmar que un gamo gigante (del tamaño de un alce) tendría las astas tan grandes como un Megaloceros. Las astas del alce irlandés, por lo tanto, no son desproporcionadamente grandes y no es necesario invocar la selección sexual para explicar su enormidad.
Otro detalle que resalta en la ilustración es la joroba que presenta el animal. Si cubrimos la cabeza, el cuerpo podría parecer el de un cebú. Conocemos de la existencia de la joroba en el gamo gigante sólo por las pinturas rupestres: el tejido de este tipo de estructuras no se fosiliza. Sin embargo, un estudio anatómico-funcional del animal podría haber predicho la existencia de la joroba en el gamo gigante. En efecto, muchas especies animales con cabezas de gran peso desarrollan poderosos músculos y ligamentos que corren desde el cuello hasta las proyecciones óseas que aparecen en las vértebras. Estas “espinas” producen una protuberancia cerca del cuello que en varias especies es realzada con tejido adiposo: una joroba.
El animal está dibujado sobre un plano inclinado inexistente. Los trazos simples de la cabeza y la disposición de las patas dan la impresión de que el gamo camina tranquilamente subiendo una cuesta. Al inclinar ligeramente la ilustración nos damos cuenta de que en realidad se trata de un efecto para darle equilibrio al dibujo ante las enormes dimensiones de las astas. Si la ilustración estuviera perfectamente horizontal, la cabeza del gamo parecería caer hacia adelante, vencido el animal por los 45 kilos de astas que lleva a cuestas.
Una interpretación más idealista sería que el autor intentó representar la lenta marcha del gamo gigante hacia la extinción. Megaloceros es parte de la abundante fauna mayor que parece haber existido en la Europa de hace poco más de 11000 años. Al parecer el clima frío que prevalecía en esa época (la cuarta era glaciar) terminó y con él se fueron las grandes manadas de animales. Algunos historiadores han querido ver en las pinturas rupestres del final del periodo magdaleniano un grito desesperado, una especie de llamado a las grandes manadas para regresar a la abundancia de años pasados. Especulaciones aparte, el hecho es que el gamo gigante se extinguió y que podemos apreciar la belleza de su forma y la magnificencia de sus astas sólo por medio de los ojos mágicos de los anónimos artistas cro-magnones.
El pez mulier
“El pez mulier tenía la figura de una mujer de medio cuerpo arriba; y de pescado común, de medio cuerpo abajo”. Estas palabras, atribuidas por el jesuita Miguel del Barco en su Historia natural y crónica de la antigua California a un misionero, describen lo que el propio Del Barco describe como “el pez más raro, que en esta misma costa se ha visto”. La ilustración que acompaña al texto de Del Barco llama a la risa tanto por el curioso nombre que se le aplica como por los evidentes errores anatómicos.
El dibujo está basado en la descripción que un misionero del siglo XVIII hace de un cuerpo que fue hallado, “seco y aplastado, como un bacalao”, en la bahía de Santa María, en lo que ahora es el estado de Baja California. En el dibujo se exagera el carácter dual de la bestia: los enormes pechos con erectos pezones contrastan vivamente con la aleta dorsal, las escamas y la cola de pez. La cara redondeada, los ojos enormes y la velada sonrisa del animal le dan un carácter aún más jocoso (¿se trata acaso de una Mona Lisa del mar?).
La ilustración en realidad muestra una fuerte dosis de imaginación por parte del dibujante, dado que la descripción original del misionero es poco precisa y recalca, por ejemplo, que el propio misionero no recordaba si había visto los pezones de la misteriosa nereida. Todos los avistamientos de sirenas han sido atribuidos a la imaginación desbordada de los marineros al observar manatíes (Trichechus) o dugongos (Ougong), mamíferos clasificados apropiadamente en el orden Sirenia.
Existen en la ilustración de Del Barco numerosas inconsistencias con la anatomía real de los sirenios. Por ejemplo, estos animales carecen de escamas y de aleta dorsal, además de que su cola se mueve de arriba a abajo y no de lado a lado, como se podría inferir del dibujo. Por supuesto, los sirenios no poseen pechos tan desarrollados ni un rostro tan curioso como el presentado por Del Barco.
Existe una inconsistencia aún mayor. La idea de que el pez mulier de Del Barco haya sido un sirenio tiene poco sustento en lo que se sabe de la distribución de estos animales. Las dos especies de manatí en el Nuevo Mundo se distribuyen exclusivamente en las aguas del Atlántico, y una tercera es propia del África occidental. Los dugongos se distribuyen únicamente en el Viejo Mundo. ¿Fue un sirenio el animal que inspiró la descripción del pez mulier?
Existe una posibilidad remota. El único sirenio que en tiempos históricos ha habitado las costas del Pacífico en América del Norte es la vaca marina de Steller (Hydrodamalis gigas). Hasta donde se tiene conocimiento, esta especie habitó únicamente los helados mares del estrecho de Bering y fue llevada a la extinción a finales del siglo XVIII por la cacería desmedida. ¿Será posible que la vaca marina de Steller haya habitado las costas de Baja California? Otra posibilidad sería que el misterioso pez mulier haya sido una vaquita marina (Phocoena sinus) varada accidentalmente en la playa. Sin embargo, la bahía de Santa María se encuentra en la costa del Pacífico de Baja California, mientras que la vaquita se conoce únicamente del mar de Cortés.
Es posible que nunca conozcamos la identidad real del pez mulier. El animal seguirá siendo observado en la ilustración del libro de Del Barco, sonriéndose burlonamente de nuestra ignorancia acerca de los misterios de la naturaleza.
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Notas
1. El nombre en inglés de Megaloceros es Irish elk, que se ha traducido al español como el “ciervo irlandés” ya que la palabra elk en Estados Unidos se aplica, incorrectamente, al ciervo rojo o wapiti (Cervus elaphus). Sin embargo, en Europa el nombre elk se aplica al animal que en Estados Unidos se conoce como moose y que en español es el alce (Alces alces). La traducción más adecuada de Irish elk es, por tanto, “alce irlandés” y no “ciervo irlandés”. El otro nombre en inglés que se ha aplicado a este animal es giant deer, que se ha traducido como venado gigante. Dado que Megaloceros en realidad es un pariente del gamo (Dama dama, que en inglés se conoce como fallow deer), una traducción más apropiada sería “gamo gigante”.
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Referencias Bibliográficas
Carrillo Trueba, C., 1993, Algunas consideraciones sobre la evolución de la sirenas, Ciencias 32:35-47. Información sobre la historia natural y filogenética de las sirenas, incluyendo el pez mulier.
Gould, S. J., 1996, Creating the creators, Discover, Octubre de 1996:43-54. En este artículo aparece la ilustración del gamo gigante por N. Jakesevic. Trabulse, E., 1985, Historia de la ciencia en México. Siglo XVIII, Conacyt/Fondo de Cultura Económica, México. Se presentan extractos de textos científicos del siglo XVIII, incluyendo el del pez mulier. |
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Héctor T. Arita
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Arita, Héctor T.. 1997. Díptico zoológico. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 54-56. [En línea].
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Armando González Morales | |||||||||||
Por estar en este mundo estamos condenados al sentido.
M. Merleau-Ponty
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La dificultad de poder definir la diversidad humana ha llevado
a científicos de la talla de Stephen Jay Gould a plantear que es posible prescindir del concepto de raza, ya que la “clasificación racial representa un enfoque obsoleto al problema general de la diferenciación dentro de una especie”.1 Esta posición, sostenida desde los años sesenta por antropólogos como Ashley Montagu y Frank Livingston, quienes propusieron eliminar el concepto de raza del vocabulario científico, ya que —argumentaban— a decir de ellos, no hay razones científicas para continuar usando el concepto de raza en la antropología biológica. Dicha propuesta ha sido retomada en la antropología por investigadores como Alan H. Goodman, quien afirma que no hay marcadores biológicos (taxonómicos, genéticos, etcétera) que logren reducir a un solo concepto todo lo que implica una raza.
Al eliminar el concepto de “raza” del vocabulario científico se renuncia a la ambigua relación que existe al denominar las llamada razas entre “hecho” y “valor”. ¿Hasta dónde podemos entender la realidad de las razas y hasta dónde solamente es nuestra valoración moral, intelectual o estética?
Para ello se debe tener en cuenta que en el concepto de “raza” se entrecruzan fundamentalmente tres distintos temas; ciencia, ética y estética, en el que cada uno de ellos pareciera tener su propio lenguaje sin relación entre sí. Esta forma de acceder al conocimiento en general no es precisamente el más adecuado para determinar las razas.
Tal parece que esta distinción guarda una mayor relación con el arte, ya que como E. H. Gombrich nos dice, “el ver es ya en sí mismo un proceso de interacción y de integración tan complejo y milagroso que ni siquiera el arte podría enseñárnoslo”, en el que, “no siempre es el lego el que ha armado el lío mental acerca del juego que se está jugando en determinado momento”.2 Así, parece que la experiencia perceptiva desde la ciencia no logra más que aportar un simulacro subjetivo por medio de conceptos de lo que la experiencia nos muestra como conjuntos significativos, imposibles de reducirse por medio de mediciones o cifras.
Podríamos afirmar con M. Merleau-Ponty, que la mayor enseñanza del reduccionismo es la imposibilidad de lograr una reducción completa. No son los datos los que nos hacen percibir y distinguir las razas, sino más bien nuestra percepción dentro de condiciones sociales que han determinado nuestros valores éticos, estéticos y de conocimiento.
La manera de percibirnos los unos a los otros se forma como un todo. Richard Lewontin da testimonio de este hecho al referirse a la capacidad de percibir los rasgos estéticos entre grupos humanos: “Se aprecian entre grupos raciales y étnicos, y entre clases sociales, variaciones de la postura y del modo de andar, de la expresión facial y del tono y la intensidad de la voz. Los mimos (y otros artistas) logran, con unos cuantos trucos de paso y postura, patentizar los rasgos arquetípicos de individuos, clases y razas”.3
No pretendemos construir una teoría de cómo la empatía con lo natural que es el camino del arte, tiene lugar en la percepción de las razas. Nuestro propósito es demostrar que nuestra percepción, y en particular las apreciaciones estéticas, tienen la capacidad de inclinarnos a posiciones éticas completamente opuestas.
Trataremos de exponerlo tomando como ejemplo la discusión que durante gran parte del siglo XIX tuvo lugar entre poligenistas, que definían la raza como especie, y los monogenistas, que veían a las razas como variedades de las especies, y las distinguían por el parecido, la descendencia y la permanencia observable de caracteres, donde todas las variedades tienen un origen común.
En el etnocentrismo de esta época podemos ver manifestarse ciertas fuerzas estéticas que han sido poco tomadas en cuenta. Dicho sentimiento estético parece haberse mostrado, como lo señala S. J. Gould en el pintor holandés y profesor de anatomía, Petrus Camper (1722-1789).
A Camper se le conoce como el padre del ángulo facial, el cual sirvió durante mucho tiempo para comparar los cráneos de razas y nacionalidades distintas. El ángulo facial mide el prognatismo de los seres, y constituye una de las primeras técnicas antropométricas (figura 1).
El interés de Camper parece mostrar una cierta empatía en determinar geométricamente las diferencias raciales, porque los pintores de su época se basaban generalmente en modelos de hombres blancos para pintar incluso a los negros. En su interés por alcanzar la belleza lograda por los grandes escultores griegos, no dudaba que éstos lo consiguieron siguiendo fórmulas matemáticas, pues su armonía expresada geométricamente era distintiva del pensamiento griego.
Por medio de diferentes mediciones arbitrarias encontró que el ángulo facial de los humanos podía variar desde los 70 grados hasta los 90. Los griegos habían alcanzado sus proporciones agradables exagerando el ángulo facial más allá de los valores normales medios en las personas, porque para los antiguos escultores griegos los 100 grados del ángulo facial era lo ideal. Por encima de este valor comenzaba a ser desagradable, tendiendo hacia la hidrocefalia. El genio de los griegos, dedujo Camper, era el conocimiento de este ángulo facial.
Esta idea de Camper, que es menos conocida que su clasificación de las razas en la que situaba a los africanos muy cerca de los simios y a los europeos junto a los dioses griegos, denota una concepción monogenista, pues él sostenía que no existía hueso intermaxilar en el hombre, clara prueba de que todas las razas humanas se separan del resto de la naturaleza. Para mala fortuna de Camper, en 1774, Goethe descubre el hueso intermaxilar y olvidándose o ignorándose su posición monogenista, Camper es elevado al rango de padre del racismo científico.
Camper parece dar muestra de que el conocimiento de las razas atraviesa por lo estético, ello tiene la capacidad de provocar posiciones éticas opuestas, por lo que al eliminar el concepto de raza no se acaba el racismo latente que se genera en unas relaciones sociales bien determinadas que han hecho posible un cientificismo racista.
La estética en el poligenismo
Para el siglo XIX, los diferentes “tipos” humanos no tenían cómo diferenciarse claramente de las especies. Por ello el éxito de Paul Broca —fundador de la Sociedad Antropológica de París (SAP) en 1859—, quien desarrolló una idea de William Frederick Edwards de que mientras más se diferencian dos razas, es decir, que no se asemejan, más difícil será su entrecruzamiento.
A decir de Paul Broca (1824-1880), el primero en formular la idea de raza fue Edwards, fundador de la Sociedad de Etnología de París (1839-1848). Edwards tuvo la originalidad de sintetizar en la nacionalidad una relación entre lo físico y lo cultural. En sus comienzos, éste era el interés principal de la etnología, como lo señala Claude Blanckaert. Así, Pierre-Jean Georges Cabanis, quien fuera una fuente de consultas tanto para Saint-Simon como para William Edwards, en su libro Rapports du physique et du moral de l’Homme (1802), propone una nueva forma de integrar la ciencia y la naturaleza humana, basándose en una mutua determinación del fenómeno mental y los cambios de la organización del cuerpo. Cabanis estaba convencido de que su nueva antropología médica —una especie de higiene generalizada para las razas enteras— tenía los sentidos del cambio y perfeccionamiento de la naturaleza humana.
Paul Broca es conocido ya entre el gran público por su visión racista fundada en una supuesta apreciación “objetiva” de que el volumen craneal determinaba la “inferioridad” o “superioridad” de las razas.
Gratiolet, quien era alumno de Henri Blanville y estaba encargado de los trabajos anatómicos en el Museo de Historia Natural de París, desde 1853, refuta el determinismo cerebral de Cabanis y Franz Josef Gall (1759-1828). Para Gratiolet era una ilusión esperar que una materia “ponderable” pudiera responder a la armonía y arquitectura dinámica del cerebro. Se inclina por “una fuerza invisible de localizar”, invocando la relación entre alma y cuerpo. En 1861, Gratiolet causa una conmoción filosófica en la S.A.P. al contradecir el principio establecido por Broca. Para ello presentó un cráneo de totonaca que tenía el mismo volumen que un caucásico.
Gratiolet muestra que el peso entre hombres distinguidos puede variar entre 1200 y 1900 gramos, como era el caso de Descartes, de quien el museo pudo obtener su cráneo, que escasamente alcanzaba los 1200 gramos. Declaraba, por lo tanto, que sería la forma y no el volumen lo que hace la dignidad del cerebro. Así, el cráneo de Descartes era descrito como pequeño pero “admirablemente bien conformado”, mientras que el cráneo del totonaca mostraba “fallas estéticas claras.” De tal modo, Gratiolet pensaba que existía una fuerza que vive en el cerebro y que no puede ser medida más que por sus manifestaciones.
Estos misterios del alma a los que hacia referencia Gratiolet le costaron los ataques de distintos frenologistas que lamentaban la intromisión de la metafísica en la ciencia. Su respuesta fue por medio de un ejemplo de la percepción de la luz, argumentando que no puede ser igual la percepción de un pintor que debe tener más aptitudes que la de cualquier persona, sin conceder un lugar específico de esta cualidad del cerebro. Concluye que todos los esfuerzos por localizar un sitio preciso carecen de base, porque ello era una cualidad en sí.
Obviamente que los trabajos de Broca sobre la afasia cerebral, que le permitieron descubrir la zona del “habla”, eran adversos a esta declaración. No obstante, aunque encontrarnos estas posiciones opuestas, ambos coinciden en un punto: su poligenismo. Al igual que Broca, Gratiolet piensa que los salvajes no están en un estado primitivo de la civilización como pretendían los monogenistas, sino más bien en un estado antinatural, instintivo. La etnología había sido fundada sobre la identidad del carácter nacional, impulsando la idea de una naturaleza nómada, egoísta, sedentaria, etcétera, lo que apoyaba a Gratiolet, quien divide a la humanidad en dos grupos: los capaces de desarrollar civilizaciones y los salvajes anárquicos. De igual manera, Broca se expresa sobre los intentos de “educar” a australianos y tasmanios, que no podían “superar” sus deseos sexuales.
Broca descubre, en 1879, que la graduación de las razas no obedece a una ley uniforme y reconoce que los problemas de la inteligencia son muy complejos. Sin embargo, a partir de 1873, con los avances paleontológicos que él mismo irá observando, va a manifestar una inclinación hacia los criterios de Gratiolet, como en el caso de los restos neolíticos descubiertos en Lozere, Francia. Se da cuenta de que los cerebros de esta cultura tienen el volumen craneal tan grande o más que los parisinos del siglo XIX. Es entonces que Broca reconoce que en estos cráneos es remarcable la elegancia de sus formas.
Así, Broca también reconoce el peligro de caer en un determinismo cerebral como los frenologistas, por lo que sugiere que son las condiciones sociales las que favorecen los poderes del cerebro y plantea que la educación es la causa de las diferencias que se dan entre los individuos.
Broca será elegido al senado de la República en febrero de 1880, donde se distingue por su lucha por implantar la educación preparatoria obligatoria para las mujeres. Como lo señala atinadamente Blanckaert, Broca trató de darle coherencia al dogma craneológico, al que se opuso Gratiolet. Sin embargo, también fue su primer apóstata, percibiendo las contradicciones de su posición, o por lo menos la esterilidad de sus resultados.
Poligenismo vs. monogenismo
En la Europa del siglo XIX, la distinción por medio de la inteligencia, la moral y la belleza forman parte del propio ambiente intelectual para definir la diferencia “esencial” entre las razas.
Para los monogenistas, toda la humanidad desciende de una sola pareja formada por individuos blancos, mientras que las demás razas, habían degenerado por las condiciones medioambientales. Los poligenistas sostenían que las razas existían desde un principio, y rechazaban cualquier explicación que justificara las diferencias debidas a las circunstancias medioambientales.
Tanto poligenistas como monogenistas manifiestan un etnocentrismo muy particular al querer distinguir una raza de otra a través de estos tres rasgos netamente subjetivos, elevados a criterios de objetividad. En el estudio de las razas, tanto de poligenistas como monogenistas, encontramos cinco características de su etnocentrismo —descritas por Todorov— que resumo de la siguiente manera: 1) la existencia de razas constatada biológicamente. Todorov afirma que la biología contemporánea no deja de estudiar las variaciones entre los seres humanos que pueblan la Tierra, pero no recurren más a la noción de raza; 2) una continuidad entre el aspecto físico y moral en donde las diferencias físicas determinan las diferentes culturas; 3) la acción del grupo sobre el individuo; 4) una jerarquía única de valores, donde las cualidades físicas se determinan a partir de una apreciación estética que trata de distinguir las cualidades intelectuales y morales; 5) una política fundada en el saber (los incisos 4 y 5 son de nuestro completo agrado, no es así en el caso del 1).
Armand de Quatrefages, único monogenista al interior de la S.A.P. equipara al “hombre primitivo” con el “hombre fósil”. También corrige a Alfred Russel Wallace, quien publicará sus ideas antropológicas sobre las dos razas más contrastantes del archipiélago malayo, The Malay Archipelago, A Narrative of The Travels With Studies of Man and Nature (1876). Según Wallace, —nos dice Quatrefages— los malayos no serán inteligentes, incapaces de elevarse de una simple combinación de ideas, sin gusto por la enseñanza y desde el punto de vista de los instintos artísticos, serían inferiores a los papúes. Quatrefages señala que Wallace olvida que los malayos han construido ciudades y templos en Java. Para Quatrefages, los papúes sí se distinguen de los malayos tanto por sus caracteres intelectuales y morales como por sus rasgos generales y “aspectos de su cara”. Sus emociones y pasiones se traducen en gritos, risas, saltos desordenados y aullidos. Las mujeres, los niños, participaban en todas las distinciones. La visita de un extranjero no parece causarles ninguna alarma, mientras los malayos son muy distintos.
Así vemos que las contradicciones entre monogenistas y poligenistas pueden representar posiciones éticas muy distintas, sin embargo, ambas buscan determinar las causas de las cualidades intelectuales, morales y estéticas. Tanto unos como otros sienten una libertad sui generis, una libertad estética al apreciar comportamientos distintos de los afectivos e irracionales. Tanto el monogenismo como el poligenismo son transmitidos y aprendidos, en gran parte, a través de nuestro triple eje para conocer a las razas: el conocimiento, la ética y la estética.
George W. Stocking Jr. muestra este tipo de contradicciones, mismas que se presentan en las apreciaciones estéticas entre la Sociedad Etnológica y Antropológica de Londres.
James Hunt (1833-1869), quien fuera una de las personas más influyentes de la antropología británica y miembro de la Sociedad de Etnología de Londres, es el artífice de la separación de esta sociedad y fundador de la Sociedad Antropológica de Londres en 1863. Él justificaba dicha separación debido a la naturaleza de la antropología y su forma distintiva de considerar las razas, en una clara oposición al monogenismo que sustentaba la Sociedad Etnológica de Londres. Cuando Hunt todavía era presidente de la S.E.L., dicha sociedad recibía provenientes del país africano de Sierra Leona una serie de grabados que desataron las fuerzas estéticas a las que nos referimos.
Por un lado, había publicaciones que resaltaban las líneas románticas de los grabados, y por otro, las publicaciones de las representaciones bestiales que se hacían sobre los negros. El mismo James Hunt una vez que Thomas Henry Huxley había puesto en evidencia nuestro parentesco con los primates con su célebre libro Evidence as to Man’s Place in Nature (1863), pretendía —el mismo año— hacer una diferenciación a nivel de especie entre negros y blancos con su libro Negro’s Place in Nature.
Así, podemos observar que dichos grabados provocaron dos posiciones éticas completamente opuestas, que se justifican en gran parte en una apreciación estética.
Monogenistas y poligenistas están ligados, en muchas ocasiones, por impulsos de la misma clase, por contrarios irreconciliables, que surgen del “peculiar origen del sentimiento estético” que tiene el distinguir las razas.
Simetrías y asimetrías en la percepción científica
La organización racional de la sociedad puede verse con una peculiar belleza, la simetría. El gusto por la simetría, como lo señala G. Simmel: “muestra el tránsito de lo meramente útil a lo estético”.4 La autocracia es una forma de ello, porque la ordenación simétrica hace más fácil el dominio sobre muchos desde un punto. Un ejemplo de ello es el Leviathan (1651) de Hobbes, donde hace la apología del despotismo a través de un mecanicismo político por medio del cual pretenden formar una moral por medio de la ciencia.
Así, tanto la organización de la fábrica, para un capitalista, como del Estado, para un socialista, pueden ser vistas como verdaderas obras de arte. Se trata del mismo estímulo producido por esta época industrial, donde, con ayuda de las máquinas, es posible organizar racionalmente la sociedad. Este gusto por la organización tiene la capacidad de producir posiciones antagónicas a partir de un mismo estímulo estético. Por una parte, la belleza será dada por la particularidad del individuo en un conglomerado de personas tan distintas, lo que sería la auténtica belleza romántica, (aunque sea reprobable éticamente) y por el otro lado, y con la misma fuerza, una idea socialista que surge contra el irracionalismo individual
Ambos comparten un gusto por la simetría, estéticamente hablando.
Una vez que esta libertad estética se basa en el discurso lógico, en el cálculo matemático y en el equilibrio fisiológico, la necesidad estética puede refugiarse dentro de lo opuesto, lo irracional y la forma exterior de esto, la asimetría.
Sin embargo, fueron pocos los antropólogos formados durante el siglo XIX que mantuvieron una posición asimétrica, contrapuesta a la lógica del poder, y a un gusto por la fuerza de la simetría a partir de un determinismo biológico o social. Como lo refleja el director de la escuela de antropología de París, Henri Thuilie, quien declarara en 1907: “Hay razas que han quedado en una quietud casi bestial y han sido incapaces de organizarse en sociedades”.5
Sin embargo, también tenemos que tomar en cuenta que la ciencia y el discurso que ha tratado de explicar a las razas se ha llevado a cabo dentro de una serie de relaciones sociales muy precisas, que defienden una filosofía que manifiesta la neutralidad de la ciencia, cultural, social y políticamente.
Todavía muchos escritores científicos contemporáneos, como Issac Asimov, explican que el desarrollo de la balística, en el que Galileo participó activamente, es un hecho que: “dio la casualidad que el verdadero o primer hallazgo de la ciencia moderna demostraba tener una aplicación militar directa e inmediata”.6
Para nosotros no puede ser una casualidad, porque en las intenciones implícitas de la vida de los científicos, como en el propio caso de Galileo, hay un claro deseo por dominar, manipular y explotar, opuestos completamente al supuesto proyecto científico ideal de la filosofía positivista de encarnar una búsqueda “desinteresada” del saber, como parece ser el caso de I. Asimov.
Durante el siglo XIX, la ciencia se manifiesta como una fuerza progresiva que interfiere en todos los sectores de la sociedad por medio de distintas formas.
El determinismo biológico, como muy claramente lo ha mostrado Stephen J. Gould, es una ideología, más que eficaz para entrar a la ciencia, con todas sus capacidades de persuasión.
Debemos reconocer en S. J. Gould y P. Thuillier entre las primeras lecturas que muestran qué tipo de relaciones sociales son capaces de convertir al etnocentrismo, común a todos los pueblos, en una versión nunca antes vista: el racismo cientificista.
Efectivamente, la craneometría fue una de las primeras técnicas en utilizarse bajo el determinismo biológico. Sin embargo, hoy día algunas posiciones de la sociobiología se presentan con el sano deseo de organizar “científicamente” la humanidad de acuerdo con los intereses de los genes.
El poder de manipular, acrecentado por la ingeniería genética, no sólo perfecciona y controla a los seres, sino que es capaz de construirlos. Eliminar el concepto de raza no va a cambiar las relaciones que hacen posible levantar un nuevo racismo más vigoroso y eficaz bajo la eugenesia. Franz Boas ya señaló este problema, al distinguir muy bien que los planteamientos más radicales de los eugenistas se fundaban en un punto de vista racionalista, asumiendo que el ideal del desarrollo humano descansaba en una completa racionalización de la vida humana. Sin embargo, para Boas esta cuestión no podía resolverse exclusivamente desde el punto de vista científico. Los aspectos éticos y sociales son indispensables también.
Parcializar este fenómeno de las razas sólo se logra cuando se piensa en una ciencia “pura” y “neutra” de las pasiones humanas, la cual es capaz de realizar por medio del “método experimental” todo lo imaginable. Notemos lo estético de la idea, por muy reprobable que pudiera ser éticamente.
Podemos afirmar siguiendo a Todorov, sobre el etnocentrismo manifiesto entre monogenistas y poligenistas, que el hecho de someter la política a la ciencia es una mala filosofía, no una mala ciencia.
Por todo ello, pensamos que nuestra posición teórica debería de ser capaz de llevar a cabo una “convergencia disciplinaria”, donde se dé una relación con el arte, para acercarnos a otras formas de conocimiento que no sean exclusivamente las científicas, tomando conciencia de las situaciones contradictorias que ello puede presentar.
Así, en nuestro interés por conocer una raza, en vez de tratar de hacer una síntesis violenta donde se intente reducir las razas a una cifra o a un término, debemos lograr una empatía con el objeto de conocimiento donde el arte sea indispensable para alcanzar la plena identificación.
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Referencias Bibliográficas
Asimov, I., 1991, Nueva guía de la ciencia, Madrid, Plaza y Janés.
Blanckaert, C., 1988, “On the origins of French ethnology”, en Bodies, Behavior. History of Anthropology, vol. 5, Wisconsin University. Blanckaert, C., 1993, “La mesure de l’intelligence”, en Ludus Vitalis, núm. 3, vol. II, Barcelona, Editorial Anthropos. Boas, F., 1928, Anthropology and Modern Life, Nueva York, Dover. Gombrich, E. H., 1979, Arte e ilusión, Barcelona, Gustavo Gili. Goodman, H. A., 1995, “The problem of race in contemporary biological anthropology”, en Biological Anthropology. The State of Science, International Institute for Human Evolutionary Research. Gould, J. S., 1986, La mala medida del Hombre, Barcelona, Editorial Orbis. Gould, J. S., 1983, Desde Darwin. Reflexiones sobre la Historia Natural, Barcelona, Hermann Blume. Gould, J. S., 1993, “El ángulo de Petrus Camper” en “Brontosaurus” y la nalga del ministro, Barcelona, Editorial RBA. Livingstone, B. F., 1962, “On the nonexistence of humans races”, en Current Anthropology, núm. 3. Merleau-Ponty, M., 1993, Fenomenología de la percepción, Barcelona, Planeta-Agostini. Montagu, A., 1960, “Ethnic group and race”, en A Handbook of Anthropometry, Illinois, Charles C. Thomas. Montagu, A., 1973, Frontiers of Anthrapology, Nueva York, G. P. Putnam’s Sons. Mucchielli, L., 1994, “La morale de l’homme primitif et les anthropologues du XIX siècle” en La Recherche n° 263, París. Quatrefages, A., 1988, Hommes fossiles et hommes sauvages, París, Jean Michel Place. Spencer, H., 1878, La science social, Paris, Librairie Germes Baillière. Simmel, G., 1986, “Estética y sociología” en El individuo y la libertad. Stocking, G. W. Jr., 1971, “What’s in a name? The Origin Of The Royal Anthropology Institute (1837-1871)” en Man, vol. 6. Thuillier, Pierre, 1981, Le petit savant illustré, París, Editorial Seuil. Todorov, T., 1989, Nous et les autres, París, Editorial Seuil. |
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Notas
1. Stephen Jay Gould, “Razones por las que no deberíamos poner nombres a las razas humanas. Una perspectiva biológica”, en Desde Darwin. Reflexiones sobre Historia Natural, Ed. Blume, 1983, p. 257.
2. E. H. Gombrich, Arte e ilusión, Ed. Gustavo Gil, 1979, p. 282. 3. Richard Lewontin, La diversidad humana, Ed. Labor, 1984, p. 9. 4. George Simmel, “Estética sociológica”, en El individuo y la libertad, Ed. Península, 1986. 5. L. Muchiellie, op cit., (1994), p. 329. 6. Issac Asimov, Nueva guía de la ciencia, Plaza y Janés, Barcelona, 1991, p. 810. |
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Armando González Morales
Escuela Nacional de Antropología e Historia,
Instituto Nacional de Antropología e Historia.
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cómo citar este artículo →
González Morales, Armando. 1997. El concepto de "raza" y la estética en la antropología. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 58-68. [En línea].
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Naief Yehya | |||||||||||
El verdadero tema de la mayoría de los relatos de ciencia
ficción no son las batallas entre imperios galácticos ni las invenciones tecnológicas prodigiosas ni la fascinación con el futuro, sino la amenaza a la condición humana del hombre. Lo que cuestiona el extraterrestre o el robot, dos viejos conocidos del género, es la naturaleza del espíritu del hombre, aquello que nos identifica como especie y genera nuestra cultura. Estos dos seres, cuya inteligencia es esencialmente distinta a la humana, amenazan nuestra supremacía como obra maestra de la Creación. La presencia de seres superiores, maquinales o biológicos, pone en entredicho la idea de que somos los dignos herederos de un ser divino, que por alguna razón nos ha abandonado a nuestra suerte, condenados a buscar restablecer el contacto y los lazos con Dios, por lo tanto a religar (por medio de religiones) esa sabiduría que perdimos-olvidamos al ser expulsados del paraíso o al desafiar a Dios con nuestra arrogancia
Y precisamente unas de las transgresiones más grandes que puede hacer el hombre es atreverse a usurpar el orden divino al tratar de crear vida por otro conducto que no sea la reproducción. Desde sus orígenes, el hombre ha tenido una adicción compulsiva a la novedad y ha sido apasionadamente afecto a facilitarse y hacerse más cómoda la vida. Por eso el hombre ha construido herramientas para simplificarse las tareas, para adaptar el medio a sus necesidades y para hacer artefactos religiosos y estéticos. Pero la conquista del medio y del confort es una tarea agotadora que el hombre ha tratado de hacer con el mínimo esfuerzo, por lo que siempre ha anhelado una máquina animada. La búsqueda de máquinas que trabajen por sí solas llevó a la creación en el siglo III a. C. de dispositivos automáticos como el reloj hidráulico de Ktesibios que podía regular su alimentación de agua. Este reloj funcionaba con una válvula reguladora, el primer aparato realmente autosuficiente, y su principio está presente en la vida cotidiana de hoy en la válvula flotante de la mayoría de los excusados del mundo. Ese modesto dispositivo abrió el camino a las máquinas autónomas, pero faltarían muchos siglos para ver aparecer portentos curiosos pero inútiles como el pato de cobre del francés Jacques Vaucanson, que en 1738 asombró a París ya que supuestamente podía beber, comer, hacer cuac, chapotear y digerir sus alimentos como un pato de verdad. Entre tanto, la necesidad de maquinaria que trabaja a cambio de muy poco estaba solucionada gracias a la mano de obra esclavizada.
Pero la fascinación fáustica por crear un hombre o a una entidad inteligente no desapareció. Como escribe W. Daniel Hillis, cofundador de Thinking Machines Corporation, “El Santo Grial de la ingeniería en los últimos millares de años ha sido construir un aparato que hable, aprenda, razone y sea capaz de crear”.1 Inspirados por ese sueño surgieron mitos como el de la estatua de Pigmalión; el de Talos, el guerrero de bronce de Hefeso, y el Gólem, que creaba el rabino Elijah Ben Judah de Chelm. Estos hombres artificiales —es decir manufacturados por la mano del hombre— abrieron el camino para muchos otros seres mecánicos, biológicos y electrónicos que han poblado una variedad de relatos en la literatura universal, el cine y la cultura en general. En las historias de ficción estos hombres y cosas animados son casi siempre creados por científicos locos, alquimistas u hombres que han realizado pactos con las fuerzas malignas. O bien son los productos secundarios de las agresiones del hombre contra su medio ambiente.
Así como las culturas paganas imaginaban a sus divinidades y demonios como hombres, animales o cualquier combinación de éstos, los primeros seres artificiales eran concebidos como hombres de barro, metal o carne muerta animada por espíritus. La aparición de las tres grandes religiones monoteístas trajo una concepción más abstracta de Dios (quien a pesar de haber moldeado al hombre a su imagen y semejanza se resiste a ser representado); de manera parecida, las innovaciones tecnológicas implicaron la aparición en la imaginación de seres inteligentes que no necesariamente tenían cuerpo humano o animal. Ya lo dice John Brockman: “Nuevas tecnologías implican nuevas percepciones. Al tiempo que creamos herramientas, nos recreamos a nosotros mismos a su imagen. La mecánica newtoniana dio a luz la metáfora del corazón como una bomba. Hace una generación, con la aparición de la cibernética,2 las ciencias de la información y la inteligencia artificial, comenzamos a pensar en el cerebro como una computadora”.3 Extendiendo las comparaciones podemos decir que hubo un tiempo en que los hombres veían el universo como un gran reloj, hoy lo entendemos como una especie de juego de video.
Mentes sin cuerpos
Susan Sontag4 apunta que el verdadero tema de la ciencia ficción son los desastres que resultan de los esfuerzos del hombre por cambiar el orden natural o modificar su entorno. Quizás a eso se debe que muchas de las historias más fascinantes de hombres artificiales han escapado al género de la ciencia ficción que los engendró para incrustarse en el del horror, como la novela Frankenstein de Mary W. Shelley (1817) o la película El gabinete del Dr. Caligari (Robert Wiene, 1919). Esto se debe en buena medida a que estas historias utilizan la ciencia como un pretexto para reflexionar en torno a la naturaleza humana al confrontarnos con la inhumanidad del creador que osa animar objetos con el aliento de vida, ya sea el arrogante doctor Frankenstein o el hipnotista y psicópata doctor Caligari. Aquí, como en filmes posteriores, entre los que podíamos mencionar Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Robocop (Paul Verhoeven, 1987; Irven Kershner, 1990 y Fred Dekker, 1993) y Terminator (James Cameron, 1984 y 1991), lo que articulan los androides no es (o por lo menos no es únicamente) la amenaza de la tecnología fuera de control sino, como escribe J. P. Telotte, la pregunta: “¿Qué quiere decir ser humano en el mundo moderno?”.5 Y aunque ninguno de estos trabajos de ficción es concluyente en la respuesta, todos coinciden en que el ser artificial nos hace ver nuestra propia inhumanidad y nos lleva a revaluar nuestro lugar en el universo al hacer que nos cuestionemos ¿qué sentido tiene salvarnos?
El ser artificial no es cualquier monstruo sino uno que amenaza con algo peor que la muerte: la colonización del cuerpo, la conquista de la mente y la destrucción de nuestra especie. Este temor está reflejado en lo que dice el borracho Henry en la cinta Alphaville de Jean-Luc Godard (1965): “Tal vez hace 150 años luz había artistas, novelistas, pintores y músicos en la sociedad de las hormigas, hoy no hay nada”. El engendro del doctor Frankenstein y muchos otros robots orgánicos e inorgánicos contaban con una fuerza sobrenatural que los volvía un peligro para los hombres independientemente de sus intenciones. Pero, aparte de la apariencia grotesca de estos seres, como el peluchesco monstruo-robot del filme de Phil Tucker (1953) o el gigante bauhausiano Gort de El día que la tierra se paralizó (Robert Wise, 1951), su poder destructor era bastante limitado y a menudo se dedicaba tan solo a aterrorizar señoritas. En cambio, otros engendros más modernos son más peligrosos debido a que su apariencia es engañosa y puede hacerse pasar por “uno de nosotros”, como el niño que tirita de frío y abraza un oso de peluche de la cinta Asesinos cibernéticos/Screamers de Christian Duguay (1996) o la replicante Rachel del filme Blade Runner, ambas películas inspiradas en textos de Philip K. Dick, la primera en el relato Second Variety (1953) y la segunda en la novela Do Androids Dream of Electric Sheep? (1968).
Es difícil concebir una mente que sea peligrosa en sí misma si no puede articular acciones físicas (a menos de que la mente en cuestión tenga poderes de telequinesis), de hecho Kevin Kelly asegura que “No hay mente sin cuerpo en este ingrato mundo real”6 y a su vez cita a Heinz von Foerster quien dijo “Pensar es actuar y actuar es pensar” y “No hay vida sin movimiento”. No obstante hay seres inteligentes cuya amenaza resulta peor que la de estos simulacros humanos ya que al carecer de cuerpo pueden expandirse a lo largo y ancho de la mediosfera: Aquellas entidades que no están atadas al estado sólido pueden fluir como fantasmas en el éter, es decir por los cables, fibras ópticas y ondas hertzianas. Estas conciencias inmateriales de silicón viajan a la velocidad de la luz e infectan o se posesionan de las prótesis electromecánicas que hacen posible la vida moderna: las telecomunicaciones y las computadoras, y de esa manera pueden controlar nuestros movimientos, nuestras palabras y prácticamente todas las actividades humanas. La popularización de las redes de computadoras y de conceptos como el de virus cibernético y realidad virtual han desatado una serie de filmes como El jardinero asesino inocente/The Lawnmoweer Man (Brett Leonard, 1992 y Farhad Mann, 1995) o Virtuosity/Sid 6.7 (Brett Leonard, 1995) en donde una mente psicópata ha emigrado al ciberespacio y acecha a sus víctimas desde los aparatos telefónicos, televisores, faxes y monitores. Estos engendros tienen la cualidad de ser omnipresentes, de podernos acosar en la intimidad del hogar, en el trabajo, en el coche, en un avión e irónicamente en cualquiera de los entornos que el hombre ha creado para protegerse de la naturaleza. Los villanos incorpóreos y enloquecidos de estos filmes han convertido la información en energía, de esa manera se han vuelto todopoderosos y paradójicamente vulnerables a ser destruidos por una mente humana. Estos personajes demuestran de cierta manera lo que postula Kelly: “El cuerpo es el ancla de la mente y de la vida. Los cuerpos son máquinas que sirven para evitar que la mente salga volando en un viento creado por ella misma”.
Androides invisibles
En la imaginación colectiva parecería que por el momento los androides, ciborgs (organismos cibernéticos) y demás humanoides (fabricados y no natos) han sido desplazados por una nueva colección de autómatas invisibles e inmateriales como los virus cibernéticos y los bots.8 Los bots están muy lejos en la cadena evolutiva de Mollock de la obra seminal del género, Metrópolis de Fritz Lang (1926), de la dictatorial computadora parlante Alpha 60 de Alphaville, de la legendaria computadora traicionera HAL de 2001. Odisea del espacio de Stanley Kubrick (1968) y de la Red Skynet de Terminator. No obstante es posible imaginar que una comunidad de bot inmensa pueda crear un superorganismo9 inteligente comparable a estos monstruos cibernéticos del cine.
A pesar de la acelerada evolución tecnológica en el campo de la computación y las comunicaciones electrónicas, la creación de algo parecido a una conciencia artificial sigue siendo una utopía y eso se debe a que no hay nada más complejo, sofisticado y difícil de copiar que el cerebro humano, aunque se trate, en palabras de Hillis,10 de “un sistema de procesamiento de información, que no hace nada que no pueda hacer otro sistema de procesamiento de información”. Hasta ahora, el medio más efectivo por el que se ha tratado de imitar el funcionamiento del cerebro es mediante circuitos electrónicos y computadoras secuenciales, las cuales no son suficientemente poderosas y tienen un serio defecto: a diferencia de los humanos, entre más saben más lentas son.
Es claro que con tecnología de circuitos integrados es posible construir una computadora estructurada de manera muy semejante al cerebro humano. No obstante, James Bailey comenta que de todas formas este cerebro manufacturado será profundamente distinto al humano ya que los circuitos electrónicos son realmente extraños a la naturaleza del hombre. “Las mentes humanas y los circuitos electrónicos ofrecen medios completamente distintos para desarrollar tareas de procesamiento de la información. La diferencia no es únicamente la obvia de la velocidad. La manera en que la información es codificada, organizada, recordada, intercambiada y olvidada también es totalmente diferente.11
El fenómeno de emergencia
No se hará un recuento de la historia de la computación (lección que seguramente pronto se impartirá como tema de primaria obligatorio en todos los rincones del mundo donde queden escuelas) desde aquel prototipo de la máquina analítica de Charles Babbage y los aparatos de Herman Hollerith, hasta las experimentales computadoras biológicas, pasando por ENIAC con sus 17468 bulbos, 70000 resistencias, 10000 capacitores y 6000 interruptores. En cambio, es importante tratar de entender por qué a pesar de los grandes y acelerados avances técnicos que se tradujeron en máquinas más veloces, con más memoria y con mayor influencia en la vida cotidiana, la lógica y la filosofía de las nuevas máquinas inteligentes siguieron siendo tan parecidas a las de las primeras máquinas de cómputo. No hay que olvidar que a partir de la década de los cuarenta, la computación científica fue la primera tarea mental que fue reasignada de las mentes humanas (que se encargaban de calcular tablas de balística) a los circuitos electrónicos. Las computadoras post-ENIAC repetían los mismos métodos y procesos que habían sido inventados siglos antes por matemáticos y calculistas. Bailey apunta: “buena parte de su poder de permanencia es narcisismo. El pensamiento secuencial es lo que nosotros hacemos y se siente bien ver circuitos electrónicos haciendo exactamente lo mismo que nosotros, de la misma forma en que nosotros lo hacemos”.12 Hoy en plena era de la información, buena parte de la economía mundial, el tráfico aéreo, las redes telefónicas y los sistemas de defensa entre otras cosas dependen de gigantescas, sofisticadas y complejas computadoras, las cuales padecen de dos fenómenos: el primero es que entre más complicado es un aparato manufacturado por los métodos de ingeniería tradicionales, sus fallas serán más imprevisibles, espantosas y difíciles de solucionar (un ejemplo es la caída del servicio American On Line, el cual tardó casi un día completo en ser restablecido); el segundo es que aquí se aplica la ley de los sistemas de Ludwig von Bertalanffy: el todo es más que la suma de las partes, de manera que un sistema complejo adquiere propiedades nuevas que no tienen sus partes constitutivas y para las que no fue creado. Un ejemplo de este último punto es que aun teniendo los planos de una gran red telefónica sería imposible construirla a partir de cero y obtener la misma eficiencia y versatilidad que la red ha desarrollado por sí misma a lo largo de los años. Se ha llamado a este fenómeno “de emergencia” y es aquel que estudia la autorganización, esto es, cómo elementos sencillos al unirse producen organismos complejos. Es decir, estudiar una gota de agua no podrá explicar por qué se forman remolinos en el agua. Gilles Deleuze13 denominó filum maquinal al conjunto de todos los procesos de autorganización en el universo, incluyendo aquellos en que un grupo de elementos previamente inconexos alcanza un punto crítico y comienza a cooperar para formar una entidad de más alto nivel. Este filum borra las distinciones entre la vida orgánica e inorgánica.
Las redes han evolucionado de manera semejante a como lo han hecho (y están haciendo) los organismos biológicos, sólo que en periodos de tiempo mucho más cortos. Para explicar que al hacer evolucionar programas de cómputo se pueden obtener resultados sorprendentes, Hillis utiliza el ejemplo de un programa de cómputo que debe ordenar caracteres alfabéticamente. Una serie de programas hechos de instrucciones aleatorias es puesta a competir, se selecciona el diez por ciento de aquellos que por lo menos ordenaron dos letras correctamente, éstos se reproducen por proceso de recombinación, que en cierta forma es análogo al sexo.14 Se vuelve a hacer una selección de los más aptos y se eliminan los demás. El proceso se repite con cada nueva generación, que en la naturaleza tomaría miles de años y que en la computadora dura sólo unos milisegundos. “Finalmente se obtiene un programa que alfabetiza perfectamente y que es mucho más eficiente que cualquier programa hecho a mano. Pero si se ve este programa, es imposible decir cómo funciona. Es un programa oscuro y extraño pero que cumple con su función, ya que desciende de una larga línea de cientos de miles de programas que cumplían con su función. De hecho, la vida de esos programas dependía de cumplir con su función.15 Esos procesos conducen a la creación de lo que se ha dado en llamar vida artificial16 y parecen abrir realmente las puertas al desarrollo de algo semejante a una conciencia artificial. Los métodos evolutivos no sólo ofrecen resultados sorprendentes e inesperados, sino que también los ofrecen con una velocidad impactante.
La historia de los robots
De vuelta a la ciencia ficción citaremos al poco probable robot historiador con que Manuel de Landa se permite hacer una visión alternativa del hombre y sus tecnologías. “El robot historiador trataría de entender sus orígenes y trazar el linaje tecnológico de su especie. Mientras que el historiador humano trataría de entender la manera en que la gente ensambla relojes, motores y otros mecanismos físicos, el historiador robot pondría el énfasis en la manera en que estas máquinas afectaron la evolución humana”.17 Este robot historiador compartiría con los replicantes de Blade Runner una necesidad por entender y justificar su lugar en la Tierra, y por lo tanto, como los androides Nexus 6 de esa historia, padecería de ser más humano que los humanos. Sea cual sea el linaje de las máquinas animadas y conscientes del futuro, es muy poco probable que su línea de desarrollo sea muy antropomórfica que digamos o bien que respeten devotamente aquel bienintencionado código de conducta diseñado por Asimov para todo robot.
El robot historiador, cuya conciencia podría ser resultado de un proceso de autorganización como los descritos antes, no consideraría los grandes actos creativos, la imaginación y los esfuerzos del hombre sino que tan solo vería en el hombre a un insecto industrioso polinizando una especie independiente de flores-máquinas que carecen de órganos reproductores en un segmento de su desarrollo. Los humanos serían algo semejantes a órganos sexuales provisionales que tienen sentido hasta que los robots desarrollan sus propias capacidades de autorreplicación. “La principal consecuencia social de la civilización neobiológica será la aceptación por parte de los humanos de que los hombres son simplemente los antecesores aleatorios de las máquinas y como máquinas podemos ser reconfigurados. Me gustaría condensar esto aún más: la evolución natural consiste en que somos simios, la evolución artificial asume que somos máquinas con una actitud”.18 Estas afirmaciones de Kelly recuerdan una de las historias más aterradoras de ciencia ficción: The Invasion of the Body Snatchers/La invasión de los usurpadores de cuerpos/Invasores de cuerpos (Don Siegel, 1956, Larry Kaufman, 1978 y Abel Ferrara, 1993) inspirada por la novela de Jack Finney. Esta historia ha sido llevada a la pantalla tres veces, en cada ocasión matizando las angustias y obsesiones culturales del momento. Unas esporas de otro mundo caen a la Tierra y al desarrollarse en forma de hombres y mujeres sustituyen a los humanos por sus gemelos vegetales, seres sin individualidad que, como los insectos sociales, sólo existen para servir a su colmena. La visión de una gigantesca mente de colmena19 conectada mediante Internet y otros canales de telecomunicaciones, en donde las mentes humanas son como neuronas, puede parecer fascinante pero tiene ecos familiares de esa pesadilla alienígena en la que todos los sujetos viven para una abstracta entidad superior que siembra esporas en todo el universo. Por armonioso que sea el mundo feliz de Kevin Kelly, no es fácil encontrar paz espiritual al asumir que nuestro córtex cerebral es una obra inacabada, que somos tan sólo el eslabón peludo de la evolución de la mente y que: “Tal vez cantaremos himnos rapsodiando nuestro papel como un nodo ornamentado en una vasta red de nueva vida que se multiplica por encima de la vieja”.20
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Notas
1. Hillis, W. D., 1995, “Close to Singularity”, en Brockman, John, The Third Culture: Beyond the Scientific Revolution, Touchstone.
2. La ciencia inaugurada por Norbert Wiener, que estudia el control y la comunicación entre seres vivos y máquinas. El término se deriva del término griego para el conductor de un barco y para el gobernador de una nación. 3. Brockman, John, idem. 4. Sontag, S., 1996, The Imagination of Disaster; Against Interpretations, Dell. 5. Telotte, J. P., 1955, Replications, A. Robotic History of the Science Fiction Film, University of Illinois Press. 6. Kelly, K., 1994, Out of Control, The New Biology of Machines, Social Systems and the Economic World, Addison Wesley. 7. Kelly, K., idem. 8. El equivalente en software —es decir programas o código— de un robot electromecánico que opera según reglas algorítmicas. Los bots son relativamente autónomos y son capaces de reaccionar a su entorno y a los estímulos externos sin tener que consultar a sus creadores. Los bots pueden servir para contestar sistemáticamente correo electrónico (mailbots o correobots), para llevar a cabo conversaciones (chatterbots), para eliminar anuncios indeseables (cancelbots), para buscar información (knowbots), para vigilar el comportamiento de los usuarios de foros (spybots), para importunar gente (annoybots), para sabotear foros (floodbots) y para jugar juegos en línea (gamebots), entre otras cosas. 9. El experto en el comportamiento de las hormigas William Marran Wheller bautizó como superorganismo a la cooperación que se da en las colonias de ciertos insectos. Un superorganismo emerge de la masa de insectos ordinarios, pero puede aparecer en grupos de otros animales, como aves o lémures, y también se presenta en cuerpos inanimados (como los remolinos en el agua). Los teóricos del caos llaman singularidades a los puntos de transición de donde el orden emerge espontáneamente del caos, para catalizar un comportamiento aparentemente vivo en materia sin vida. 10. Close to the Singularity. 11. Bailey, J., 1996, After Thought, the Computer Challenge to Human Intelligence, BasicBooks. 12. After Thought, the Computer Challenge to Human Intelligence. 13. Deleuze y Guattari, A Thousand Plateaus, citado por Manuel de Landa. 14. Se toman dos programas, se intercambian algunas de sus subrutinas. Estos programas “hijos” heredan algunos rasgos originales de ambos programas “padres”. 15. Close to the Singularity. 16. Campo de la ciencia fundado en septiembre de 1987 en Los Álamos, Nuevo México, que se dedica a la creación y estudio de organismos y sistemas manufacturados que se comportan como si estuvieran vivos. 17. De Landa, Manuel, 1991, War in the Age of Intelligent Machines, Swreve Editions. 18. Out of Control. 19. “Lo que emerge del colectivo no es una serie de acciones individuales críticas sino una multitud de acciones simultáneas cuyo patrón colectivo es mucho más importante que las partes. Este es el modelo de la colmena”, dice Kelly. 20. Idem. |
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Naief Yehya
Colaborador de La Jornada Semanal; con la columna La Jornada Virtual.
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cómo citar este artículo →
Yehya, Naief. 1997. El eslabón peludo en la evolución de la mente. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 70-75. [En línea].
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El gato de las siete lunas
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Ernesto Vicente Vega Peña | |||||||||||||
A Elleli
Estuvo presente durante la gestación y el nacimiento
de la conciencia humana, al igual que en sus primeros intentos por aprehender la realidad. Su sola presencia ahí, observando, seguramente influyó en el desarrollo de las primeras obsesiones y fantasías universales. En esa época surgió este vínculo fascinante, en el que ha mantenido la distancia justa con los hombres, lejos de sus temores y cerca de sus sueños.
Una de sus diversiones favoritas consiste en dejarse inventar y describir por filósofos, naturalistas y otros artesanos de la palabra y el conocimiento. Espera, inmóvil, hasta que sus cazadores crean que lo han definido de modo preciso e inequívoco. Repentinamente, con un sutil movimiento de cola, se transforma en algo diferente, librándose de su cárcel de palabras. Los derrotados captores —que suman legiones— han concretado sus amargas experiencias en el siguiente axioma: “Si puedes describirlo, es porque no lo has hecho”.
Tal vez no haya mayor tentación que delimitar y nombrar aquello que siempre cambia. Por eso, en algún momento de su existencia, todos los miembros de nuestra especie han ido tras él. La mayoría logra olvidarlo una vez que se reconoce impotente para atraparlo. Para otros esta ambición se convierte en un destino infausto. Hay quienes, negando lo inútil de su empresa, se refugian en la locura; aquellos de ánimo trágico, prefieren el suicidio; algunos —yo entre ellos— buscan las prisiones vacías que se le han fabricado, dispersas en todo el mundo. Los carceleros —así nos llaman— van de una biblioteca a otra, acumulando definiciones. De este modo se han reconstruido fabulosas metamorfosis, algunas infinitesimalmente sutiles, otras abruptas y caprichosas. Durante un instante, cada una de ellas reflejó por lo menos una de sus propiedades. En su conjunto, sin embargo, son falsas. Hay veces, cuando uno de nosotros halla una serie de descripciones especialmente bellas y armoniosas, en que nos invade una añeja tristeza. Es difícil aceptar que lo verdadero y lo hermoso no coexistan de manera obligada e indisoluble.
Un día nuestros descendientes reunirán todas esas efímeras representaciones. Queremos creer que el pasado condiciona de alguna manera al presente. Así surgirá, quizás, una definición mejor, que alivie siquiera un poco la incapacidad de conocerlo. Lo único cierto es que escapará, pero renunciar es un poco negarse a sí mismo.
Son pocos los que admiten que en esta búsqueda existe un malicioso juego de poder. A nadie le gusta reconocerse en la presa cuando se creía cazador. Con justa razón le debemos parecer infantilmente divertidos, pues la definición que posiblemente surja no será para él, será para nosotros.
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Ernesto Vicente Vega Peña
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cómo citar este artículo →
Vega Peña, Ernesto Vicente. 1997. El gato de las siete lunas. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 79. [En línea].
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Huellas y sortilegios
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César Carrillo Trueba | ||||||||||||||
Por su origen mediterráneo, las sirenas siempre han
estado asociadas al agua. La profundidad de los océanos encierra su canto, mientras sus largas cabelleras se funden con los meandros de los ríos y su tez pasa desapercibida en la quietud de los lagos. No hay historia acerca de estos seres que no dé cuenta de este hecho. Hasta las más urbanas como Melusina o la famosa sirena de Edam regresaban de vez en vez a su elemento, en donde retomaban su forma.
Mas el mundo en su rápido y desordenado andar parece no prestar atención a la naturaleza ni a los elementos, desdeñando desde el vital líquido de dos hidrógenos y un oxígeno hasta el impredecible uranio, y marginando el universo maravilloso en que se desenvolvían seres antiguamente muy requeridos, como dragones, elfos, gnomos, huspalines y sirenas. Así, la destrucción de un bosque ha dejado sin razón de ser a más de un gnomo y sin hogar a lobos, mapaches y venados, mientras los derrames de los buques petroleros en el Mar del Norte han exterminado cientos de peces y gaviotas, al tiempo que acababan con el último de los dragones que ahí vivía. Los trópicos del planeta, abundantes en flora y fauna maravillosas, han sido severamente castigados en las últimas décadas, afectando el hábitat de muchos de estos organismos. Se sabe de amazonas sacrificadas en las selvas del Brasil cuando éstas fueron transformadas en potreros, y de tigres devorados por humanos deseosos de recuperar el vigor perdido, aunque… no siempre resulta fácil el exterminio de estos seres. Es por demás conocida la resistencia velada que han opuesto los jaguares de las selvas chinantecas de Oaxaca, al salir como hormigas de una cueva contra la que toparon los bulldozers que abrían camino para una carretera, haciendo huir a los conductores, presas de un terror incontrolable.
Algunos de estos seres, ante el avance inexorable de la llamada civilización, han desplazado su morada a sitios menos inhóspitos, como aquella sirena que por siglos vivió en un manantial de Xochimilco, hasta que en la primera década de este siglo, por una orden del entonces presidente Porfirio Díaz, se construyó un acueducto para llevar sus aguas hasta la capital, dejando sin hogar a la bella ondina. Inconsolable, una noche de tormenta aprovechó la cercanía de una enorme nube negra para subir a ella y mudarse cerca del Ajusco, sin saber que no mucho tiempo después la mancha urbana la alcanzaría obligándola a dejar nuevamente su refugio.
Sin embargo, hay otros que han optado por no perder su arraigo, decididos a vivir ocultos en el corazón de las urbes, sólo perceptibles por sus huellas, poblando las calles de una fauna que es asombrosa por las hibridaciones a que ha dado lugar. Topos que parecen niños, ratas que son como perros, murciélagos con brazos humanos y otras mezclas aún más inverosímiles han hecho de la ciudad su hábitat. Pocos seres maravillosos han mantenido su esencia, como los chaneques y las sirenas —ambos, curiosamente, acostumbrados a perder a quien se llega a encontrar con ellos, las primeras con su melodioso canto y los segundos por sus pies al revés, lo que hace que quienes intenten seguir sus pisadas por el bosque o la selva, se alejen de su destino, internándose quizá para siempre en las entrañas de las montañas.
Sus raros encuentros son dignos de mención. Por un extraño sortilegio, el chaneque ha logrado imitar el canto de Orfeo, quien se dice mejoró aquél que había hecho la fama de las sirenas, haciendo que éstas se precipitaran al mar convertidas en piedra.
Al oír su voz, la pez mujer experimenta la misma atracción por éste que sus antepasadas por el mar, viéndose obligada a seguir sus huellas, mas tan sólo perdiéndose por él. Este ritual parece renovar la antigua alianza que mantenían estos dos seres en las ya casi inexistentes selvas, en donde ambos protegían peces y animales de la codicia humana, preservando estos sitios de gran encanto que encerraban entonces infinitas maravillas, de las que hoy sólo quedan algunas huellas y uno que otro sortilegio.
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Fotografías, Roxana Acevedo Madrid de la serie Huellas y Sortilegios, 1996
Textos de César Carrillo Trueba |
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César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Carrillo Trueba, César. 1997. Huellas y sortilegios . Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 44-47. [En línea].
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María Elena Altamirano Piolle | |||||||||||
El extraordinario artista mexicano José María Velasco
es reconocido principalmente por sus innumerables cuadros de paisaje. Sin embargo, es interesante hacer notar que, además de paisajista, fue hombre de ciencia.
Hijo de una familia de comerciantes acomodados, Velasco nació en Temascalcingo, Estado de México, en 1840. Desde niño admiró mucho a su abuelo paterno don Ramón, el médico del pueblo, juez de paz y quien era muy respetado por su amplia cultura. Don Ramón murió cuando José María tenía siete años de edad, así que sus padres vendieron todos los negocios que tenían y se fueron a vivir a la Ciudad de México, donde terminó sus estudios de educación primaria.
En 1855, a los quince años, Velasco ingresó a la Academia de San Carlos como alumno supernumerario. En 1858, cursó la carrera de pintor ya como alumno numerario, y estudió materias como dibujo, pintura, perspectiva, anatomía, etcétera. Al poco tiempo de haber ingresado a la Academia se dio cuenta de la necesidad de conocer profundamente aquello que dibujaba o pintaba; así que para complementar sus estudios de pintura ingresó a la Academia de Medicina, donde cursó botánica, física y zoología con los doctores Lauro Jiménez, Ladislao de la Pascua y Francisco Cordero, respectivamente. Además estudió anatomía y matemáticas.
Velasco terminó sus estudios en San Carlos en 1868 y se convirtió en profesor de la misma institución. A finales de ese mismo año empezó a colaborar en La Flora del Valle de México, una obra de botánica por entregas en la que estaba encargado de hacer los dibujos litografiados, a menudo coloreados a la acuarela, para ilustrar los fascículos. En total, realizó 18 láminas que describían con detalle la morfología de las plantas, a veces presentando cortes de algunas de sus secciones para mostrar sus órganos internos. Esta colaboración duró escasamente un año, debido a que por falta de suscriptores La Flora dejó de publicarse, pese al interés que despertó entre los botánicos. Esta colaboración le valió a Velasco ser nombrado socio de número de la Sociedad Mexicana de Historia Natural. El propósito de dicha sociedad era estudiar las ciencias naturales, como la mineralogía, la geología, la paleontología, la botánica y la zoología para dar a conocer al mundo las riquezas naturales de México y su adelanto científico.
Quienes formaban esta sociedad —cuyos miembros sumaban un centenar, contando los diez fundadores, los quince de número y los demás honorarios— eran los hombres de ciencia más importantes del país. Algunos de los miembros fundadores más destacados fueron Gumersindo Mendoza, Antonio Peñafiel, Manuel Río de la Loza y Manuel Villada; entre los de número se contaban Gabino Barrera, Guillermo Hay, Lauro Jiménez, Leopoldo Río de la Loza y José María Velasco; entre los honorarios estaban Ramón Alcaraz, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Orozco y Berra, Manuel Payno, Guillermo Prieto, Ladislao de la Pascua e Ildefonso Velasco (hermano de José María). Así, el artista formó parte de un grupo de eminentes hombres de ciencia, quienes estaban convencidos de que el estudio de las ciencias naturales era una labor digna en la cual ocupar el espíritu.
En La naturaleza, órgano de esta sociedad, Velasco publicó varias investigaciones, una de especial importancia fue acerca de Cereus serpentinus, la fruta de la pitahaya, investigación que apareció en el primer tomo, correspondiente a 1869-1870.
Otro artículo importante del artista fue acerca de una especie nueva de planta purgante a la que llamó Ipomaea triflora, y lo escribió en colaboración con su hermano Ildefonso, quien era un notable médico internista, profesor de la Escuela Nacional de Medicina, presidente del Consejo Superior de Salubridad y, además, miembro de la Sociedad Mexicana de Historia Natural.
Cabe recordar que, durante la segunda mitad del siglo XIX, vastas regiones geográficas de México fueron estudiadas por institutos e investigadores extranjeros y por la Sociedad Mexicana de Historia Natural. Gran interés científico despertaron las planicies, pantanos, volcanes y extensos lagos de nuestro país, así como los procesos geológicos que dieron origen a diversas regiones, la distribución de los vegetales y las peculiaridades de su fauna nativa.
Se emprendieron clasificaciones por género, especie y familia de infusorios, roedores y mamíferos; se estudiaron también las cadenas alimentarias y el ambiente de las aves, como el de los colibríes, cuyo conocimiento exigía extraordinaria paciencia y sagacidad para definir parentescos y caracteres anatómicos distintivos.
El artista colaboró también en La naturaleza mediante la realización de muchas láminas científicas como apoyo gráfico para los artículos de los investigadores de botánica, zoología, geología y paleontología. Así, para el artículo “Troquilideos del Valle de México”, publicado por Manuel M. Villada en 1873, y para el “Ensayo ornitológico de la familia Troquilidae o sea de los colibríes o chupamirtos de México” escrito por Rafael Montes de Oca; en 1876, realizó varias láminas de gran calidad, con gran creatividad artística, al encontrar el mejor ángulo, postura y fiel colorido, así como luminosidad. En una de las láminas de colibríes está representada la Ipomaea triflora, es decir, la pitahaya.
Como miembro de la Sociedad Mexicana de Historia Natural, José María Velasco creó también imágenes para ilustrar otros artículos de los miembros de dicha sociedad, como la lámina para el trabajo de A. Caravantes sobre la erupción del volcán Ceboruco, volcán ubicado al sureste de la sierra de San Pedro y cerca de Ahuacatlán, en el estado de Nayarit, que fue dibujado por Velasco durante sus espectaculares momentos eruptivos, con las peligrosas emanaciones de gases y vapor de cuatro columnas de cientos de metros de altura, que el viento llevaba en todas direcciones. En la litografía, el artista dibujó la intermitencia de las expulsiones de arena, lava y rocas andesíticas y traquíticas, poniendo especial atención en las gigantescas burbujas y columnas de vapor semejantes, según Caravantes, a grandes nubes de algodón que se teñían de carmín al atardecer.
Otra litografía con el tema de volcanes activos, realizada por Velasco, fue para ilustrar el artículo “Descubrimiento de un antiguo volcán”, con base y textos descriptivos de M. H. Saussune, traducidos para publicarse en La naturaleza en 1882. La litografía representa la erupción que ocurrió en 1855 del volcán ubicado en la sierra de Ucareo, en Michoacán, cerca de Tajimaroa.
La seriedad de los trabajos científicos de Velasco y su profundo interés por la buena marcha de La naturaleza, tuvieron como resultado que en 1880 fuera elegido primer secretario de la Sociedad Mexicana de Historia Natural; a principios del año de 1881, vicepresidente de dicha sociedad, y poco después, durante ese mismo año, presidente interino, después de la renuncia del presidente Manuel Villada.
Los miembros de las sociedades científicas recién creadas, como la Sociedad Mexicana de Historia Natural, se dedicaron a estudiar, a partir de nuevas teorías, los organismos existentes en el país —a menudo desconocidos por la ciencia—, así como a analizar las aportaciones de célebres botánicos y zoólogos europeos; como en el caso del ajolote. Varios naturalistas mexicanos se dedicaron a esclarecer los estudios sobre estos anfibios, pero fue José María Velasco quien llegó a dar datos precisos acerca de la metamorfosis del ajolote. Sobre este tema, Velasco publicó un extenso estudio: “Descripción, metamorfosis y costumbres de una especie nueva del género Siredon” que leyó ante la Sociedad Mexicana de Historia Natural, en febrero de 1879, y dio a conocer una nueva especie que llamó Siredon tigrina, ya partir de 1888 Alfredo Dugés lo denominó Ambystoma velasci, en honor de las importantes investigaciones realizadas por Velasco. Esta investigación le valió un premio otorgado por la sociedad, que recibió en febrero de 1879.
Velasco sostuvo correspondencia con numerosos hombres de ciencia respecto al ajolote y otros temas de investigación. En la Sociedad Mexicana de Historia Natural hizo amistad con el doctor Fernando Altamirano Carbajal, médico cirujano de la Facultad de Medicina y nieto de otro médico afamado, el doctor Manuel Altamirano Mier, célebre por sus estudios de la flora del Valle de México, Querétaro y San Luis Potosí, así como por el extenso herbario que reunió.
A Fernando Altamirano —quien quiso continuar con las investigaciones de su abuelo y tradujo del latín la Historia de las plantas de la Nueva España, de Francisco Hernández, el protomédico de Felipe II— le interesaba el estudio de las plantas mexicanas, pues consideraba que cuando se contara con una farmacopea exclusivamente nacional, los medicamentos serían más baratos y se evitaría el esfuerzo que significaba la importación de uso de patentes, productos y fármacos. El doctor Altamirano era miembro de varias sociedades científicas, e impartía las cátedras de farmacia, farmacología e historia de las drogas simples. En 1878 presentó una tesis sobre leguminosas medicinales autóctonas, para concursar en la Escuela de Medicina por una plaza de profesor adjunto en la cátedra de terapéutica. Su amigo, José María Velasco, le ayudó con una serie de láminas litografiadas y coloreadas. Altamirano ganó la plaza, fue nombrado en ese momento maestro de terapéutica médica, y posteriormente llegó a ser fundador y director del Instituto Médico Nacional. La obra realizada por Altamirano y Velasco fue publicada en 1878.
Velasco también colaboró con su hermano Antonio en la investigación que éste último realizó sobre los procedimientos quirúrgicos en las amputaciones en la Escuela de Medicina en México, tesis para la cual Velasco realizó seis dibujos, que fueron publicados juntó con la investigación en 1878. En 1886 volvió a colaborar con diez dibujos para el libro Medicina doméstica o tratado elemental y práctica del arte de curar.
Velasco trabajó por más de 35 años en el Museo Nacional realizando investigaciones científicas en diversos ramos, y a partir de 1906, cuando Porfirio Díaz inauguró el edificio que albergaría el Instituto Geológico de México, Velasco contribuyó a este espléndido marco arquitectónico al pintar temas afines al objetivo del edificio: realizó diez lienzos en los que representó la fauna y la flora terrestres y marinas del Paleozoico, Mesozoico y Cenozoico; estas pinturas fueron tomadas de tarjetas postales de Joseph Hoffmann. Dichos lienzos muestran la integración del Velasco científico y pintor, característica que también se puede observar en muchas de sus obras de paisaje, desde su época de estudiante y hasta la últimas obras que realizó. Siempre tuvo especial cuidado en mostrar el tipo de rocas y vegetación que eran típicos de cada región.
En el año de 1892, por ejemplo, José María Velasco viajó a la hacienda pulquera de Chimilpa en el Valle de Apam, estado de Hidalgo. Acomodó su caballete en lo alto de un cerro, de tal manera que tenía una vista panorámica del lugar. Una vegetación pintada en forma detallada ocupa el primer plano de su cuadro, en el cual se aprecian el tallo ramificado del nopal cardón y la tersa superficie de sus cladodios, los magueyes y las palmas silvestres —la luz estalla en los filamentos que rematan la punta de sus hojas lanceoladas— otros vegetales xerófitos y plantas compuestas, además de encinos. La vegetación queda equilibrada y la composición general estabilizada con los volúmenes desnudos de las rocas de tipo andesítico extrusivo, en cuyas superficies Velasco pintó colonias de líquenes. En el segundo plano pasó a un corte repentino de escala para acentuar la cercanía del primer término así como la monumentalidad del valle, resaltada por la pequeñísima presencia de la obra del hombre, vista en el casco de la hacienda, el ferrocarril México-Veracruz y un poblado distante.
En el horizonte destaca un cono volcánico basáltico por la lava y la morfología de sus laderas. A su lado, una falla geológica tectónica, una cañada erosionada por agentes fluviales y, en el opuesto, una conformación montañosa en que se destacó el drenaje pluvial natural. Coronando el espacio del valle, nuevamente los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl y nubes de convección. Los volcanes y las nubes se equilibran mutuamente, y son el remate de la secuencia narrativa del cuadro. Así, pintó los cúmulos y nimbos en el momento de su dispersión.
Después de estudiar y analizar brevemente la extensa obra que dejó Velasco tanto en el ramo artístico como en el científico, se puede concluir que no sólo fue el mejor paisajista del siglo XIX, sino también un pionero de la ciencia moderna en México.
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María Elena Altamirano Piolle
Instituto de Investigaciones Estéticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Altamirano Piolle, María Elena. 1997. José María Velasco científico. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 32-35. [En línea].
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Adrián Villagómez | |||||||||||
Diego Rivera trató el tema de la vida y la muerte en toda
su obra muralística (más de treinta espacios ubicados tanto en México como en el extranjero) ya sea desarrollándolo individualmente —el hombre— o de manera colectiva —una sociedad. En los términos específicos de la biología son principalmente nueve murales en los que plasmó tan científico contenido.
Desde La Creación, su primer mural, (1921-1922), ubicado en el Anfiteatro Bolívar de la antigua Escuela Nacional Preparatoria, propone el tema: encerrada en un arco iris, la Energía Primera se desplaza por un espacio estelar para crear, del Árbol de la Vida, al Hombre, “entidad anterior al Masculino y al Femenino”, para decirlo con las propias palabras del artista. A sus lados, dos figuras, completamente desnudas, representan al Macho y a la Mujer que, sentadas directamente sobre la tierra de la cual han surgido, escuchan —se visten— con atención a diversos personajes femeninos que simbolizan varias disciplinas artísticas. La Mujer atiende a la Danza, La Música, el Canto, la Comedia y tuteladas por las tres virtudes teologales, la Fe, la Esperanza y la Caridad, además de la Sapiencia. El Macho escucha al Conocimiento, la Fábula, la Tradición, la Poesía Erótica y la Tragedia, enseñoreadas por la Prudencia, la Justicia, la Fortaleza, la Continencia y, en rango superior, a la propia Ciencia. A pesar de su lenguaje críptico y esotérico, Rivera nos presenta su interpretación del origen de la vida y, además, de la cultura.
Al año siguiente inicia en la Secretaría de Educación Pública una titánica labor, que le llevará cinco años concluir (1923-1928), al decorar las tres plantas y la escalera del edificio. En el segundo piso ubica una grisalla llamada La Operación, que representan una intervención quirúrgica realizada por el doctor Elie Faure, el notable historiador del arte y gran amigo de Rivera, y que no es más que la transcripción, en el muro, de un cuadro al óleo con el mismo tema y título que su autor había hecho en París.
En 1926 y 1927 lleva a cabo la obra mural que, para algunos críticos de arte, constituye el mejor de sus murales: el de la capilla de la antigua Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, en el Estado de México. En el paño del coro ubica una figura femenina desnuda yacente que representa a la tierra recién fecundada. Su preciosa cabellera, desmelenada, le cubre la mitad del rostro, sus fosas nasales y su boca entreabierta dan la impresión de la sensual fatiga causada por el espasmo, mientras su vientre se dilata rítmicamente por la simiente recibida; con su mano izquierda protege el cogollo recién sembrado y, detrás de sus piernas, emergiendo de una vulva formada con hojas, se levanta poderosamente un falo vegetal. Debajo de este espléndido desnudo, en un entrepaño, aparecen las figuras de dos niños que, en gestación, esperan ser dados a luz para empezar su propia vida.
En el gran muro frontero de la pequeña capilla, un opulento desnudo femenino domina espectacularmente la escena: es la tierra grávida que, generosa en su preñez, promete al hombre los frutos que atesora en su vientre. En el paño lateral derecho nos entrega varios desnudos femeninos que representan el proceso germinador de las semillas, algunas de éstas como figuras humanas en posición fetal, otro en el que la semilla-mujer se desplaza, con un movimiento de ballet, hacia la superficie de la tierra para lograr la fotosíntesis, el calor solar que le dará la vida y, finalmente, una semilla en estado germinal representada por una lozana raíz que se desplanta en su extremo superior en la forma de una bella mujer (Tina Modotti). En el paño vecino, aprovechando el círculo de la claraboya, representa por fuera una flor de alcatraz (su flor heráldica) que abre sus pétalos como una vulva y, por dentro de ella, los estambres como elementos fálicos fecundadores. Bajo ésta, una mujer que representa la tierra se tiende con las piernas abiertas en espera de ser fecundada por los tres elementos, el viento, el agua y el Sol. Todos los murales de la capilla no son más que un canto a la vida, a la generosidad de la tierra y, fundamentalmente, al sacrificio del hombre que la trabaja.
Las autoridades de la entonces llamada Secretaría de Salubridad y Asistencia lo llamaron para decorar la Sala de Acuerdos (1929-1930), y en ella desarrolló el tema único de la salud, de acuerdo con la función del inmueble, tal como lo establece desde sus orígenes el Muralismo mexicano. Tratados a la manera impresionista de Diego, se desplazan varios desnudos femeninos que, con su sensualidad, nos remiten al goce eminentemente sensorial, físico y táctil, de cuerpos plenos de salud, siendo así que uno de ellos alude a la continencia mediante una muchacha que reprime a una serpiente. Varias manos con espigas de trigo y girasoles, así como el sol, el agua y el viento, nos inducen a pensar en actividades al aire libre, en lo saludable de los alimentos naturales y, como un leitmotiv riveriano, en la inagotable riqueza de la tierra. En las escaleras del primer piso diseñó cuatro vitrales en los que exalta la importancia de los cuatro elementos para la salud.
Atravesando el patio, en otro módulo de edificios, se localiza el Auditorio Miguel Bustamante, en su estrecho corredor, Rivera pintó dos pequeños paños que son poco conocidos. En cada uno de ellos aparece un par de manos (descendientes directas de las de Chapingo) que están en actitud de detener las infecciones provocadas por diversas enfermedades, amparadas por sendos letreros que orientan hacia la salud por medio de la Higiene, la Profilaxis, la Educación y la Salubridad. Incluye además la palabra “Microbiología” refiriéndose a que es esta ciencia la que hace posible descubrir y estudiar los microorganismos que dañan la salud y, también, que en ella se basó él mismo, observando in vitro diversas platinas y frotis, para ilustrar la anécdota. Es probable que en esta investigación lo hayan apoyado algunos de los médicos de la propia Secretaría, pues él acostumbraba asesorarse siempre con los especialistas del tema que iba a desarrollar.
Una descripción aproximada, pues no debe descartarse la imaginación creativa del artista tanto para estilizar las formas o recrear el color, sería la siguiente: en el paño de la Higiene aparecerían estreptococos en cadenas azules, meningococos como puntos azules por parejas y tripanosomas en espirales rojizas y naranjas. En el de la Educación, estreptococos; en el de Salubridad, hongos azules como raíces, diplococos redondos de color azul en parejas y, frente a los hongos azules, tripanosomas filarias y hemátodos o lombrices. En el de Profilaxis, frente a la palma de la mano, tricomonas o un tejido celular destruido por bacilos; los elementos dispuestos en forma de red o ramaje verde podrían representar la cabeza de una tenia, también podrían señalarse dos tripanosomas en el interior de una célula. Varios bacilos difíciles de identificar podrían asociarse con el tétanos, el cólera, el botulismo y la peste (Pasteurellas pestis).
Antes de inaugurarse el Palacio de Bellas Artes en 1934, Rivera y Orozco fueron contratados para sendos murales en el tercer piso. Orozco pintó La Katharsis y Rivera, en el extremo opuesto, recreó el mural que Nelson Rockefeller mandó destruir en el Rockefeller Center de Nueva York ese mismo año, ahora con el título de El Hombre en la encrucijada de los caminos.
Rivera divide el mural en dos mitades aparentemente opuestas pero complementarias en su dialéctica. Del lado izquierdo la Enfermedad, la Guerra y la Muerte; del derecho, la Salud, la paz y la Vida. De acuerdo con la ideología de Rivera, aquélla ubica el imperialismo norteamericano y ésta el socialismo soviético. La composición está trazada a base de un gran círculo que se refiere a la rueda como símbolo de la civilización, atravesado por dos grandes elipses que se entrecruzan y que, además de representar los mundos microscópico y macroscópico, a los que accede el hombre a través del microscopio y del telescopio, representa al símbolo de Nahui-Ollin, (Cuatro temblor o Cuatro Movimiento), clave esencial en el pensamiento filosófico de los uei-tlamatini indígenas. Una de las elipses representa el cosmos, las nebulosas y constelaciones, la Luna y el Sol que proyectan su energía hacia la gestación humana. Pero la otra, la que nos interesa de manera principal en este texto, se refiere al mundo microbiológico. Esta elipse también está fraccionada en dos segmentos. El de la izquierda, dentro del tema Enfermedad-Guerra-Muerte-Imperialismo, se inicia precisamente a partir del microscopio. Detrás de él aparecen tripanosomas, arriba de él una anémona (cuya presencia aquí resulta problemática), varias espiroquetas tratan de penetrar en una célula que ya tiene en su interior una espiroqueta verde, un par de testículos rodeado de gonococos y, a su lado, meningococos dentro de un tejido celular; encima de las espiroquetas aparecen también unos bacilos alargados de color verde no identificados. Hacia el extremo superior de la elipse, unos testículos abiertos en disección, completamente inflamados y contaminados rodeados de treponemas, gonococos, estreptococos, meningococos, diplococos y microfiliarias y, finalmente, un pene, también en disección, mostrando claramente el glande, el surco balanoprepucial y el cuerpo esponjoso, posado sobre su propia piel diseccionada, eyaculando su esperma enfermo para también, junto con los soldados próximos a él, esparcir la muerte.
La elíptica de la Salud-Paz-Vida-Socialismo, presenta, por lo contrario, rayos solares que se proyectan sobre una gran mancha de sangre que podría referirse al menstruo o al parto, o a la hematopoyesis o generación de las células de la sangre a partir de la médula ósea o del brazo, de ahí la cercanía inmediata de los cortes celulares moteados en amarillo, y además sobre el seno de una madre que amamanta a su hija; un seno cortado transversalmente presenta los canales o duetos galactóforos, un gran ovario en colores violáceos que contiene óvulos muertos transformados en cuerpos amarillos o folículos de Graff expulsa un óvulo que será fecundado por un espermatozoide. Aparecen asimismo vellosidades del intestino junto a las criptas de Lieberkühn de la mucosa intestinal y, a su lado, probables cortes de tejido óseo. La división celular cariocinética está representada en todo su desarrollo progresivo cromosomático. El elemento en forma de curva con filamentos, así como el que tiene apariencia de planta frente a éste, no son identificables y podrían ser un recurso plástico únicamente. En el extremo de esta elíptica está representada la espermatogénesis mediante un corte celular de testículo.
En la parte inferior del paño se presentan estratos geológicos en los que pueden observarse fósiles diversos como trilobites, conchas marinas, peces, los esqueletos de un alce y de un dinosaurio, piedras preciosas, carbones, hidrocarburos, el fuego volcánico y el nacimiento de la agricultura.
En el lateral izquierdo, Charles Darwin, apoyado en la escala zoológica, señala su teoría de la evolución de las especies a partir de la vida submarina con hydras H. viridians, paramecios P. caudatum, estrellas de mar, protozoarios, el paso a los anfibios, tortugas, reptiles, focas, ovíparos y mamíferos, invertebrados y vertebrados, el mono que, lateralmente y no en línea directa, ayuda a ponerse en pie a un niño, y finalmente, el conocimiento científico, dinámico y tecnológico, que desplaza al dogma religioso, conservador y estático.
En 1943, el doctor Ignacio Chávez, fundador y primer director del Instituto Nacional de Cardiología, le encarga la decoración del mismo. Asesorado directamente por él, Rivera habrá de concluir un año después este magnífico homenaje a los anatomistas, fisiólogos, clínicos, patólogos, microscopistas, semiólogos, radiólogos, terapeutas, electrocardiografistas y demás investigadores. Dentro de una composición en espiral que marca el perpetuo ascenso de los descubrimientos científicos e innovaciones tecnológicas de la especialidad, Rivera presenta la evolución de la cardiología desde las culturas de China, Grecia, África y América hasta la contemporaneidad en la cintura del siglo XX.
Desfilan por el primer mural, entre otras varias eminencias, de Galeno, el iniciador, (131-201), con la primera descripción del corazón y del pulso, a Purkynje, (1787-1869), el primero en describir la red terminal del tejido específico, pasando por Vesallius, primer descriptor de la estructura del corazón, Morgagni, quien señaló, entre otras cosas, la estenosis mitral y el aneurisma de la aorta; Harvey, quien demostró la existencia de la circulación general y asentó el método científico experimental; Laënnec, inventor del estetoscopio y fundador de la era anatomoclínica, Skoda, creador en Viena de la especialidad de la cardiología (Rivera con él se hace un magnífico autorretrato) y Tawara, descubridor del nódulo auriculuventricular. Ilumina dramáticamente toda la escena la figura de Miguel Servet, sacrificado en la hoguera por el dogmatismo calvinista, al describir la circulación pulmonar como un fenómeno simplemente fisiológico y no como un milagro de la divinidad.
En el segundo mural, también sin poder citar a todos, aparecen los que se apoyaron en la alta tecnología para el mejor resultado de sus investigaciones: Whitering, quien hizo ciencia a la manera digital; Fraenckel, “el primero que tuvo la audacia de inyectar la estrofantina en el torrente sanguíneo, convirtiendo así el veneno de las flechas africanas en droga salvadora”; Mackenzie, descriptor de la fibrilación auricular; Wenckebach, quien explicó las extrasístoles, los bloques y describió el corazón beribérico; Galvani, con su célebre experimento eléctrico al contraerse el anca de una rana; Roentgen, descubridor de los rayos X; Castellanos, de Cuba, a quien se debe el método de opacificar en vida, por separado, las cavidades del corazón; Waller, “el primer en lograr un electrocardiograma en el hombre”; Einthoven, inventor del galvanómetro; Potain, creador de la escuela francesa de cardiología; Herrick, analista de la oclusión coronaria y Maude Albot, clínica canadiense, quien clasificó y diferenció la patología de los enfermos congénitos. Este paño mural está iluminado por las descargas eléctricas.
En 1945 regresa Rivera a continuar su magna obra del Palacio Nacional, iniciada dieciséis años atrás, para ilustrar el Tianguis de Tlatelolco, en el corredor norte. Este Tianguis, que fue el más grande y poderoso de Mesoamérica, al desaparecer el de Teotihuacan, se desplaza en un extenso primer plano que tiene como fondo la opulenta ciudad de Tenochtitlan. Aparecen todos los sectores de compra y venta a base del trueque, de frutas, cerámica, textiles, cereales, animales muertos y vivos, etcétera. En una de sus secciones dedicada a la herbolaria aparece un médico realizando una auscultación bucal a un muchacho y a una yerbera rodeada de todas las plantas y vegetales que constituyen su farmacopea natural. Ambos portan las narigueras de Tlazoltéotl, diosa mexica de la medicina y de los partos, asimismo llevan pintada en las mejillas el logotipo de la misma. Una hermosa mujer coronada con flores de alcatraz (licencia pictórica que se tomó el artista pues esta flor no es nativa de América) tiene las piernas pintadas, luce collares de jade con dijes sexuales masculinos y femeninos, y porta en su mano una yoloxóchitl, flor del corazón, que además de utilizarse como cardiotónico se le atribuyen propiedades afrodisíacas. Es la auhiani, la “Alegre”, la prostituta prehispánica. (Rivera rinde en esta bella imagen un testimonio amoroso al retratar a Frida).
En el llamado Cárcamo de Lerma, en la primera sección del Bosque de Chapultepec, se construyó un depósito para recibir las aguas del río Lerma, que se condujeron para abastecer el Distrito Federal. El químico Andrés Sánchez Flores le propuso a Rivera utilizar un nuevo material plástico llamado poliestireno que, supuestamente, por contener hule, resistía los elementos erosivos del agua, y gracias a él podría pintar el cubo de la caja para que, al terminar la decoración pictórica, éste fuera cubierto por el agua. El experimento le pareció atractivo al artista pero, aunque desconfiaba del material y al principio se opuso a realizarlo, finalmente lo aceptó. Este mural replantea la conocida tesis que postula los orígenes de la vida en el medio marino. Todo el piso lo cubre con microorganismos, células, infusorios, protozoarios, y después, asciende por los parietales para presentar la evolución y pleno desarrollo de los mismos.
En el lateral derecho ubica un gran desnudo femenino frontal que representa a la raza asiática. En su vientre se gesta un embrión, dos anguilas fálicas delimitan su abdomen, lo circundan peces, batracios, saurios, ajolotes, crustáceos, flora marina y grandes óvulos con la división cromosomática, todo ello cubierto por el esperma excretado por algunas de estas especies. En el lateral opuesto, desplanta un gran desnudo masculino que representa a la raza africana; detrás de su cabeza bosqueja la silueta de un australopitécido. Según las ideas que Rivera tenía en aquellos lejanos cuarenta, estas dos razas fueron la base para la derivación de todas las restantes producidas por el mestizaje. Plantas fálicas están sobre su vientre y, como la figura asiática, rodeado de diversa flora y fauna marina, junto con una anémona, una mantarraya y el esperma. En la desembocadura del túnel que arrastra las aguas pintó un hermoso par de manos que ofrendan el agua a la sedienta ciudad. Estas manos representan, por un lado, el esfuerzo intelectual y tecnológico de los ingenieros y arquitectos que proyectaron el túnel, y por el otro, el sacrificio y la entrega de los obreros que lo hicieron posible. En la parte alta de ambos parietales se representan escenas que ilustran la necesidad del agua para el pleno desarrollo de la salud y de la vida. En las paredes y en el plafón que circunscriben el depósito de agua, Rivera proyectaba pintar las diversas formas del precioso líquido, como lluvia, hielo, nieve, nubes y granizo. No pudo terminarlo por tener diversos compromisos para crear otros murales. Por desgracia, el poliestireno no funcionó como se esperaba y, durante cuarenta y tres años, se fue destruyendo la capa pictórica inferior. Afortunadamente, y esta es una primicia que entrego a ustedes, en 1995 el Centro Nacional de Conservación de Obras Artísticas y Registro del Patrimonio Mueble del Instituto Nacional de Bellas Artes ha logrado, con éxito, la restauración y rescate de tan admirable creación riveriana. En la explanada Rivera realizó una gigantesca escultura en mosaico que representa a Tláloc, dios de la lluvia, asentado sobre un gran espejo de agua. Tláloc entrega los granos de maíz al agua y éstos germinan para después florecer en milpas y fructificar en mazorcas. Debajo del agua escribe una palabra: Totopanitl: “que nunca falte el maíz en tu casa”.
En la década de los cincuenta, desahuciado debido al cáncer, Rivera emprendió una desesperada carrera contra el tiempo, trabajando de manera simultánea en el hospital La Raza, en el Palacio Nacional, en el Teatro de los Insurgentes, en el Estadio de la Ciudad Universitaria, en el Anahuacalli, en las residencias particulares de la señora Dolores Olmedo y, por si esto fuera poco, en diversas obras de caballetes.
En 1953 decoró el Hospital General del Centro Médico del Instituto Mexicano del Seguro Social, llamado La Raza, que fue, asimismo, su último mural pintado al fresco. Al ambicioso tema de El Pueblo en demanda de Salud, que concebía como la historia de la medicina mexicana, lo dividió en dos segmentos dentro del mismo paño frontal. La Medicina Prehispánica, a la derecha, y a la izquierda, La Medicina Moderna. Separando a ambos aparece la imagen de Tlazoltéotl, diosa de la medicina, en el momento preciso de parir a Cintéotl, el joven dios del maíz; va cubierta con la piel de una joven víctima del rito de la primavera, para propiciar que la tierra, después de su muerte en el invierno, renazca con una nueva piel de milpas y de frutos. Luce en su túnica lunas en creciente que la convierten en diosa de la cosecha, de la fertilidad y de la luna, asociándose así, con las parturientas. Debajo de ella aparece el manuscrito o códice De la Cruz-Badiano, el cual Rivera reproduce, como a Tlazoltéotl, del Códice Borbónico. Aquí introduce 193 ilustraciones de este magnífico tratado de herbolaria que vendría a constituir la farmacopea prehispánica.
A la izquierda de Tlazoltéotl figura el ejercicio de la medicina indígena. Todo se activa al aire libre, como rito religioso y como práctica naturalista. El gran sacerdote médico, vestido igual que la diosa, preside las curaciones. Los tlacopinaliztli u odontólogos liman y taladran dentaduras, un teixpati o médico de ojos derrama zumo de hierbas para desinflamar una conjuntivitis; a las parturientas se les aplica un enema previo al baño del temascal para evitar infecciones en el recién nacido; un masajista atiende a un enfermo; la figura de un personaje invadido por bubas o gomas luéticas reavivó, en su tiempo, la polémica sobre si la sífilis la introdujeron los españoles o ya era nativa de América. Esta figura la reprodujo Rivera de una cerámica de las culturas de Occidente que se exhiben en el Museo Nacional de Antropología; un médico, o tícitl, palpa el paladar de un joven, cabeza abajo, para auscultar un probable accidente en la mollera; un personaje de la nobleza le indica a un curandero su afección cardiaca; un muchacha raspa tortillas y hojas de maíz cultivadas con hongos para ser aplicadas a dos pacientas con cáncer mamario, práctica que constituye un antecedente de la penicilina; tres cirujanos o texoxotlatícitl practican un trépano, una sutura de mama y un entablillamiento de brazo. Finalmente, una comadrona consuma un parto feliz y recibe al recién nacido con un florido discurso de bienvenida. Preside esta escena Ixcuina, divinidad huasteca de la fecundidad, quien aparece también pariendo, en el preciso instante del pujo propiciatorio que expulsará al producto.
En el segmento opuesto, el de la medicina moderna, Rivera lo ilumina con descargas eléctricas ya que todo se lleva a cabo en el interior de los quirófanos, clínicas, laboratorios, hospitales, etcétera. A una medicina empírica y naturalista la equilibra con una medicina racional y científica. Aparece el distinto tratamiento de las mismas dolencias pero se utiliza una avanzada tecnología: radiografías, electrocardiogramas (que lee el propio doctor Ignacio Chávez), encefalografías y diatermas, radiaciones para el cáncer mamario, inmunología, transfusiones sanguíneas, inclusive un microscopio electrónico manejado por el microbiólogo Iturbide Alvírez; la doctora Ema Aguiluz presenta una tabla con el espectro cristalográfico en que se inscriben la tiamina, la riboplasina, la nicotinamida, la piridozina, la riboflavina, el ácido ascórbico, etcétera, así como una dieta básica consistente en frutas, leche y verduras.
En el contexto general de ambos segmentos, Rivera incluye alusiones pictóricas al Popol Vuh y, asimismo, a la presencia mágica de árboles antropomórficos y, a base de mosaicos en la banda inferior, la serpiente-río y la serpiente-tierra.
Pero Rivera no abandona nunca su espíritu crítico y así denuncia la renuencia de los empresarios burgueses, tanto nacionales como extranjeros, a contribuir económicamente para el cumplimiento de la recién promulgada Ley de Seguro Social que, con tantos sacrificios, han logrado los médicos, el Estado y, fundamentalmente, los trabajadores.
Hasta aquí nuestro rápido y breve recorrido por lo que Rivera nos dejó pintado acerca de la importancia de la biología y de la salud. Pero más allá de lo físico y de lo biológico, Rivera nos presenta también, mediante su extraordinaria obra muralística, lo que él soñaba y trataba de hacer factible a través de su personal ideología: la salud de una sociedad libre, la salud de un país verdaderamente soberano, la salud de un gobierno sin funcionarios ni sistemas corruptos, la salud de una nación en la que los jóvenes puedan realizarse plenamente, esto es, la salud del cuerpo y la salud del espíritu, la salud integral, en suma, la vida plena: la VIDA.
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Nota
Transcripción de la conferencia pronunciada en el Auditorio de la Biblioteca Nacional, en el marco del coloquio La biología en el arte y el arte en la biología, organizado el 23 de mayo de 1996 por el Instituto Nacional de Biología de la UNAM.
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Adrián Villagómez
Escuela Nacional de Artes Plásticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Villagómez, Adrián. 1997. La biología en el muralismo de Diego Rivera. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 24-30. [En línea].
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