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Ciencia sin seso,
locura doble
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Marcelino Cereijido,
Siglo XXI, 1994, 287 p.
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Cuando oigo que en nuestro vapuleado tercer mundo
un científico maduro trata de convencer a un joven de que se dedique a la investigación, evoco, por supuesto, los amables consejos de los maestros que me iniciaron en la profesión de investigador: una de las más fascinantes que el ser humano puede desempeñar. Pero cuando le oigo hacer las consabidas referencias a Galileo, Darwin, Pasteur y Einstein y, sobre todo cuando asevera que su país necesita investigadores, no puedo evitar entonces una sensación de abochornada culpa ante la involuntaria estafa que se perpetra, pues sé muy bien que no le explicará al joven en qué consiste la profesión científica en el tercer mundo, cuál será su integración al resto del quehacer local una vez que haya completado su formación ni en qué condiciones económicas deberá vivir y trabajar.
Es el momento en que llamaría aparte a ese joven, lo invitaría a tomar un café… y yo también trataría de convencerlo para que se dedique a la ciencia —actividad que, de nacer de nuevo, yo volvería a elegir—, pero sin ocultarle otros aspectos de nuestra profesión. Lo haría con muchísimo cuidado, evitando que mi conversación lo disuadiera, pues los científicos latinoamericanos somos demasiado proclives a desgarrarnos las vestiduras; pero también con todo respeto, tomándolo como una persona sensata que está por consagrar nada menos que su vida a una tarea que desconoce, y no como a un futuro sabio que comienza su carrera cometiendo la estupidez de dedicarse a ella sin saber de qué se trata. En realidad, he tomado tantos de esos cafés, que hoy se me ha ocurrido redactar un texto, este texto, con mis puntos de vista sobre los temas que surgen con más frecuencia en esas charlas.
Pero, ¿no hay acaso miles de libros que narran la historia de la ciencia y de cada una de sus lumbreras? ¿No hay ya tratados enteros sobre su filosofía, su estructura, su política y su economía? ¿No hay suficientes manuales detallando carreras, becas e instituciones? ¿No hay oficinas repletas de solicitudes, pliegos de condiciones, fechas de presentación y directorios? ¿No hubo ya ejércitos enteros de sabios eminentes que escribieron sus memorias? ¿Para qué un texto más? En el presente libro, Marcelino Cereijido no describe los fundamentos, mecanismos y personajes del aparato científico desde el punto de vista de un filósofo o de un sociólogo de la ciencia, pues confiesa que no lo es, sino del investigador maduro que toma un café con el joven que se dispone a transitar sus mismos pasos. Quiere evitar, declara, que ese muchacho inicie su camino hacia la profesión científica sin saber en qué se mete. Quiere, en suma, que trate de hacer ciencia con seso.
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Marcelino Cereijido
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cómo citar este artículo →
Cereijido, Marcelino. 1994. Ciencia sin seso, locura doble. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 86. [En línea].
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Gonzalo Halffter | ||||||||||
Ante las crecientes amenazas que enfrenta la diversidad
biológica, la respuesta más general ha sido proponer nuevas áreas protegidas. Si esta medida representara un cierto nivel de protección —lo que muchas veces no ocurre—, podría ser útil. Justamente por ello hay que reflexionar si las áreas protegidas, por sí solas, pueden asegurar la conservación de una parte importante de la actual biodiversidad en las condiciones de los países tropicales.
Las políticas y normas de los países industrializados no pueden trasladarse en forma automática al mundo tropical. Si se quiere conservar la diversidad biológica tropical hay que buscar medidas factibles en escenarios reales, que garanticen la protección ahora y en el mediano plazo. No son factibles aquellas medidas que obvian la creciente pobreza de la población rural en los países llamados “en desarrollo”, la desintegración de las estructuras socio-poblacionales y productivas tradicionales, con los consiguientes movimientos migratorios, y el aumento demográfico, elementos que influyen definitivamente en lo que ocurre con la diversidad biológica, mucho más allá de las buenas intenciones.
Para que las buenas intenciones, es decir, una política de uso y conservación de la biodiversidad, puedan ir más allá de la declaración retórica se necesita una apreciación basada en información real —obtenida in situ— de cuál es el escenario ecológico, económico, social, cultural (percepción de la biodiversidad) y político de cada región.
Mi interés es comentar lo que las actividades rústicas representan para la biodiversidad. Uso el término rústico para distinguir una serie de estilos de uso de los recursos naturales contrapuestos a uso intensivo. Dentro del uso rústico incluyo las actividades extractivas tradicionales, pero también muchas formas de agricultura, ganadería, silvicultura y pesca que se han mantenido hasta ahora y que están en peligro ante la imposición de la utilización intensiva (eficiente o ineficiente), la urbanización caótica, la contaminación extensiva y todo un conjunto de actividades sin ninguna consideración ambiental, impulsadas desde afuera, ello sin dejar de lado los problemas derivados del incremento poblacional.
Como ha señalado Janis B. Alcorn, la sociedad moderna no ha inventado la conservación de la biodiversidad. Estamos pasando de una conservación “arcaica” asociada a actividades productivas, a una moderna basada en áreas protegidas. Es necesario analizar si este cambio tiene, en el trópico, las posibilidades y modalidades que se han manifestado en los países templados. En Estados Unidos, con uno de los sistemas más extensos y eficientes de áreas protegidas, el análisis moderno: la biología de la conservación, abre dudas sobre la posibilidad de conservar la riqueza actual de plantas y animales y sus procesos evolutivos únicamente con las áreas protegidas (véase el libro, realmente sugerente, Landscape Linkages and Biodiversity, W. E. Hudson (Ed.)).
Se puede realizar en dos tipos de escenarios un análisis de las posibilidades de las áreas protegidas para conservar la biodiversidad tropical. En el primero, se mantienen distintos grados de uso rústico en las tierras situadas entre las áreas protegidas y las de uso intensivo, coordinándose áreas protegidas y de uso rústico en un conjunto de políticas de ecología del paisaje. En el segundo, se plantea el uso intensivo como norma general, teóricamente compensado en sus efectos sobre la diversidad biológica por un sistema de áreas protegidas sin ninguna actividad económica (excepto el turismo). Mi preferencia por el primer escenario es congruente con la conclusión de que no puede separarse la pérdida (o la conservación) de la diversidad biológica, de las estrategias y formas de uso de los recursos naturales.
Las necesidades de las poblaciones locales
Conservar el uso rústico y mejorarlo es parte fundamental de una política inteligente, y actual, de protección de la biodiversidad. Mi interés por el uso rústico de los recursos naturales no debe interpretarse como una oposición al uso intensivo o a la conservación total en áreas protegidas. Donde la tierra y el agua disponibles, así como las condiciones ambientales y económicas lo permiten, un uso intenso —si es sustentable— no sólo es justificado, sino necesario. Es decir, donde sea posible conservar la diversidad biológica en áreas con protección total y con una seguridad a plazo medio, sin plantear conflictos sociales, son absolutamente deseables. Pero es en los trópicos, fuera del uso intensivo y de la protección total real y sustentable, donde se encuentra la mayor parte del paisaje. En estas tierras un uso rústico bien manejado puede sustituir a los actuales esquemas de degradación ambiental provocados por estilos de desarrollo inadecuados. Como Francesco di Castri señaló en una importante conferencia, la causa principal de la degradación del medio ambiente ha sido no tomar en consideración, dentro de una misma política, desarrollo y medio ambiente. Medio ambiente, economía y sociedad integran un sistema complejo, es decir, un sistema en el cual hay distintas alternativas legítimas a un problema. Debemos entender que puede haber distintas soluciones bajo diferentes enfoques, y aceptar una pluralidad en métodos y en resultados. Actualmente, la problemática ambiental se encuentra en la intersección de los tres sistemas: el ecológico, el económico y el social. Sólo considerando las características de los tres sistemas pueden ofrecerse planteamientos útiles.
Hoy, la proposición más general para conservar la diversidad biológica descansa en el establecimiento del mayor número posible de áreas protegidas. Aunque en los últimos tiempos y como un resultado de las ideas surgidas en el Programa MAB de la UNESCO, ya no se plantea como condición indispensable para las áreas protegidas la exclusión de las actividades de poblaciones locales —con la excepción de las reservas de la biósfera (en aquellos casos en que realmente se sigue este modelo) y de algunos planteamientos muy recientes que siguen la misma filosofía (reservas extractivas y reservas campesinas)—, no se contempla la asociación entre explotación rústica de los recursos naturales y conservación de la biodiversidad.
Es interesante examinar hasta qué punto la insistencia en no aceptar los usos tradicionales en las áreas protegidas del trópico se debe a un verdadero análisis ecológico de lo que ocurre. También resulta importante ver si se han ponderado los problemas sociales, económicos y políticos que plantea la exclusión de las poblaciones locales. O si bien, simplemente, esta posición se debe a un intento de transferencia poco analizado, mediante el cual se quiere traspasar a condiciones tropicales la experiencia de los parques nacionales de los países templados, altamente industrializados.
Mucho se ha discutido si las áreas protegidas, por sí solas, son suficientes para asegurar la conservación de la biodiversidad tropical. Creo que no. Sin las áreas rústicas es imposible conservar una porción significativa de la actual diversidad biológica.1
Considero como uso rústico diversas formas de utilización de los recursos bióticos que se distinguen del uso intensivo. Por supuesto, la separación no siempre es neta. Entre los dos extremos existen muchas formas intermedias. La ineficiencia no debe usarse como parámetro, toda vez que es posible (aunque por razones distintas) ser ineficiente en una explotación rústica o en una intensiva. El uso rústico corresponde a una visión heterogénea del paisaje. Se cultivan distintas plantas. También se conjuga la agricultura con la cría de animales y el uso de los recursos silvestres (madera, caza, pesca, recolección). El uso de agroquímicos es reducido o nulo, igual que el de maquinaria pesada y combustibles fósiles; el empleo humano es el mayor posible, incluso a costa de cierta ineficiencia económica. Dominan las empresas familiares, comunales o cooperativas. No se recurre de manera regular al financiamiento externo, y las cosechas se venden en los mercados locales y regionales (muchos productos van al consumo familiar), aunque puede haber exportación de productos de especial valor. Así se busca más un uso estable a largo plazo que maximizar la cosecha próxima.
El uso intensivo busca un alto rendimiento en el corto plazo (incluso por cosecha), con un empleo masivo de combustibles, fertilizantes y parasiticidas, así como de maquinaria y crédito. Este tipo de explotación tiende al monocultivo (no sólo de una planta, sino de una variedad) y a las grandes extensiones homogéneas. Las cosechas se destinan a mercados globales o nacionales.
Víctor M. Toledo examina a fondo las características del productor rústico al que designa como peasant, en contraposición con el productor intensivo: farmer. En una conferencia muy reciente, el mismo autor utilizó la expresión “producción campesina premoderna” para lo mismo que aquí estamos denominando uso rústico.
En términos generales, uso tradicional puede tomarse como equivalente de rústico.2 Sin embargo, hay excepciones. Aunque dentro del término rústico podemos incluir buena parte de los usos tradicionales, no olvidemos que algunos usos tradicionales han tendido a ser intensivos (por ejemplo, la explotación ballenera), provocando cambios profundos en la biodiversidad, y no han sido mayores por las limitaciones tecnológicas del momento. Adicionalmente, el término rústico puede aplicarse a actividades que utilizan medios modernos pero que no buscan la máxima cosecha en el corto tiempo, sino la estabilidad, la diversidad, y el empleo.
El uso rústico no ha impedido que llegue hasta nuestros días un mundo rico en diversidad biológica. Es lo que Janis Alcorn llama “conservación arcaica”. Las selvas y otros ecosistemas tropicales no están vacíos de población humana; existen millones de personas que viven en (y de) los ecosistemas tropicales.
En los últimos años se ha generado mucha información sobre cómo los usos tradicionales permiten la sobrevivencia de la diversidad biológica. Véase como ejemplos, para México: Gómez-Pompa et al., 1993; Toledo et al., 1985; Boege y Barrera, 1993; Leff y Carabias, 1993; Toledo, 1990; Rojas, 1990; para el Amazonas: Posey, 1983; para los trópicos americanos: Oldfield y Alcorn, 1991; en general: Altieri y Hecht, 1990.
Un tipo de actividad que comúnmente se identifica con el uso tradicional en los trópicos es la extracción. Pero si esta asociación se hace automática se crea una cierta incongruencia, pues el objetivo de varios procesos extractivos es proporcionar productos para los mercados externos. Las actividades extractivas han mostrado la compleja trama entre estructura socioeconómica y sustentabilidad en el uso de los recursos. Como May señala, las poblaciones locales no tienen control sobre la comercialización de sus productos y son las primeras en resentir las alzas y bajas de las demandas externas. Cuando la demanda es intensa, los aumentos de precios no llegan a las poblaciones locales, pero sí se reflejan en una mayor presión sobre el recurso.
Un campo sobre el que existe muy poca información y menos experimentación, es la capacidad de los modos de producción tradicional de absorber tecnología nueva sin cambiar sus estrategias. La incorporación de tecnología nueva puede aumentar los rendimientos y, por lo tanto, hacer más eficiente el uso rústico sin cambiar sus principales bases conceptuales.
Conservación y poblaciones locales
El cambio de una situación próxima al equilibrio a otra caracterizada por una rápida degradación de la biodiversidad puede deberse al incremento poblacional local. Sin embargo, no ayuda a entender la compleja realidad a la que se enfrentan tantos paisajes tropicales el considerar al incremento poblacional como única causa de los peligros a los que se enfrenta la biodiversidad, ignorando o dando poca importancia a otros elementos: económicos, políticos y sociales, entre ellos los que empujan las migraciones hacia los ecosistemas que querernos proteger.
La visión de la responsabilidad y papel de las comunidades locales empieza a cambiar. Como Jason Clay señala: “The most severe threats to the world’s fragile environments come from population pressure (usually from the dominant society and only rarely from indigenous people), legal restrictions on land rights in general and communal rights in particular, international debt, and the imposition of imported technologies or models of resource use that are inappropriate in fragile areas and create financial dependencies. Excluding populations from their traditional areas has disastrous consequences for the future of that environment, because those peoples are an integral part of the environmental dynamics”. Según McNeely: “Biological resources are often under threat because the responsibility for their management has been removed from the people who live closest to them, and instead has been transferred to government agencies located in distant capitals”. Las dos referencias transcritas representan un cambio total de las posiciones tradicionales (y aún imperantes) sobre la relación poblaciones locales-conservación.
En términos generales puede señalarse que en América Latina la presión demográfica que amenaza los bosques tropicales no viene de las poblaciones que viven en ellos (y de ellos), sino de personas extrañas, a quienes la miseria y la falta de alternativas —incluso los programas oficiales de colonización— empujan a desmontar el bosque como última y única posibilidad. El avance contra las selvas se convierte en válvula de escape demográfico de situaciones sociales conflictivas y desesperadas de otras regiones. La colonización de la Selva Lacandona en el estado de Chiapas es un ejemplo de tal situación.
El mundo tropical está lleno de ejemplos en los que el uso no sustentable de los recursos bióticos se ha basado en razones económicas inmediatas, como lo explica McNeely: “The fundamental constraint is that some people earn immediate benefits from exploiting biological resources without paying the full social and economic cost of resources depletion; instead, these costs (to be paid either now or in the future) are transferred to society as a whole”.
La sobrevivencia de la conservación “arcaica” asociada al uso rústico o tradicional está afectada por extraños que buscan la explotación inmediata e intensiva de los recursos naturales.
El cambio provocado por el contacto con la sociedad de consumo, que lleva al abandono de las formas tradicionales de explotación. La mayor demanda de bienes externos (obtenidos muchas veces a precios desorbitados) provoca una mayor presión sobre los recursos bióticos y el aumento de la superficie bajo explotación activa.
La propiedad de la tierra determina su uso y el de los recursos bióticos que contiene. Los grupos tradicionales y sus formas de propiedad —muchas veces colectiva o cooperativa— resisten mal a los colonos invasores, así como a la presión de grandes propiedades en expansión. Los grupos indígenas son empujados a nuevas áreas de bosque, cuando éstas aún existen.
En México, la transformación del campo se refleja en la disminución de la aportación agraria nacional al Producto Nacional Bruto que pasa de 16% en 1970, a 7% en 1990, cambiando el país, durante este lapso, de exportador a importador neto de los principales productos básicos, incluyendo maíz y leche.
Es posible que el factor más importante para el éxito de las áreas protegidas en América Tropical sea la participación activa de las poblaciones locales, como socios y actores. Para que esta participación ocurra, la conservación no puede ser vista como una imposición externa; mucho puede ayudar que las reservas planteen una cierta continuidad de usos y cultura tradicionales. Lograrlo es un reto difícil, pues estos usos pueden ser distorsionados en el contacto con la sociedad de consumo.
Ganadería extensiva
De todos los cambios sufridos por los trópicos latinoamericanos en las últimas décadas, el más brutal es derivado de la ganadería extensiva.3 Aunque económicamente no es una actividad que genere altos rendimientos por unidad de superficie, ecológicamente es una actividad intensiva que provoca una modificación profunda del paisaje. Pocas formas de producción son más contrastadas al uso tradicional-heterogéneo que la ganadería extensiva. El proceso de ganaderización ha sido analizado en varios lugares. Por ejemplo, en el estado mexicano de Veracruz (ganadero de data antigua) los pastizales inducidos pasaron de ocupar el 21.6% de la superficie en 1940 al 50% en 1993. La expansión ha sido a expensas de los bosques tropicales y de tierra agrícola de uso tradicional (véase Barrera y Rodríguez, 1993; Rodríguez y Boege, 1992; ambos libros contienen copiosa bibliografía. Para Amazonia véase Hecht, 1992).
La ganaderización no sólo causa una drástica reducción de los bosques (dejando los remanentes convertidos en verdaderas islas), sino que afecta a una mayoría campesina que paulatinamente se ve despojada de sus tierras, recursos y formas tradicionales de vida. Como varios autores han señalado, la ganadería extensiva se ha desarrollado para satisfacer la demanda creciente de carne barata de las sociedades industrializadas (principalmente de Estados Unidos, pero también de las grandes ciudades de los países en desarrollo). Sus beneficiarios locales integran una pequeña minoría, pues una de las características negativas de la ganadería extensiva es crear muy pocos empleos. Según Susan Hecht, en Amazonia, un puesto de trabajo permanente por cada 1000 hectáreas. Estas características de empleo determinan la expulsión de población rural rumbo a las ciudades, así como un ambiente de violencia local.
Con buenos suelos y en condiciones adecuadas de declive, los pastizales inducidos para uso ganadero pueden estabilizarse. Pero lo más frecuente es que al quitar la selva no sólo aumenta la erosión, sino que se afecta profundamente la porosidad y estructura del suelo. El suelo se “cierra”, con gran pérdida de su capacidad biológica y posibilidades de intercambios hídricos y gaseosos. Tales modificaciones provocan la pérdida de fertilidad. En las acciones políticas y financieras que tan fuertemente han favorecido la expansión de la ganadería extensiva, no parece haberse tomado en cuenta que ésta se expandía sobre tierras frágiles, es decir con un gran potencial de degradación una vez quitada la cubierta vegetal natural.
Con frecuencia los desmontes no tienen que ver con los requerimientos de la cría de ganado vacuno. La destrucción de selvas para convertirlas en pastizales guarda una estrecha relación con varias actividades no productivas, pero sí altamente rentables: créditos baratos e incentivos fiscales, ganancias por la simple adquisición de tierras (véase McNeely, 1988). El desmonte es una forma de asegurar la tierra. Propiedad muy rentable en sociedades inflacionarias, en las que la tierra permanece como inversión segura mientras aumentan los riesgos en otros sectores de la actividad económica, especialmente en las explotaciones agrícolas. Evidencia indirecta de la importancia del crédito en los desmontes es el descenso de la tasa de destrucción de la selva en Amazonia a partir de 1990, no como consecuencia de una política deliberada, sino por la disminución de los créditos disponibles.
Áreas protegidas y conservación de la biodiversidad
Para la conservación de la biodiversidad es incuestionable la importancia de contar con sistemas nacionales de áreas protegidas. No es este el punto a discusión. Sí están abiertas al análisis la eficacia y viabilidad a mediano plazo de estos sistemas, tal y como se han puesto en práctica en la mayor parte de la América tropical.4 Centraré mis reflexiones sobre dos puntos: 1) ¿Puede ser suficiente un sistema de áreas protegidas con las características actualmente predominantes para conservar una porción importante de la diversidad biológica tropical? 2) ¿Cuáles son las estrategias con las que estas áreas se están creando?
El punto 2 lleva a señalar las limitaciones de la estrategia convencional. A mi juicio, que estas limitaciones están determinadas por: a) la no relación entre las áreas protegidas y los programas de desarrollo que determinan el uso de los recursos naturales; b) factores económicos y sociales propios de los países tropicales de América; c) factores ecológicos.
En relación con el inciso a) hay que considerar que el uso de los recursos bióticos se determina en escenarios caracterizados por presiones contradictorias. En estas condiciones muchos gobiernos de países tropicales han decretado áreas protegidas que, en la mayoría de los casos, sólo han incrementado la ya larga lista de “parques o reservas de papel”. Las presiones que confluyen en tales escenarios son distintas y completamente contrapuestas. Por una parte están las comunidades científicas nacionales, así como la opinión pública, e incluso las exigencias para una buena imagen internacional, que piden la protección de la biodiversidad característica de los distintos ecosistemas. Las presiones contrarias provienen tanto de intereses económicos —nacionales y extranjeros— que se benefician de la explotación “minera” de los recursos naturales, como de grupos de población campesina sin tierras, de todo un complejo conjunto de intereses económicos y políticos locales o regionales que reclaman la apertura de nuevas tierras al cultivo —que en muy pocos años se transformará en ganaderización.
La situación se complica porque las dependencias oficiales que toman decisiones en relación con la protección de áreas no son las mismas encargadas del desarrollo agropecuario y forestal. Incluso puede no haber relación programática entre ellas. En circunstancias en que es difícil tomar decisiones que contenten a todos, una salida es la declaración de áreas protegidas, abandonando el resto del paisaje a un uso intensivo, sin restricciones. Como lo explica Cooperrider: “The unwritten philosophy of nature preserves is that ‘nature’ can be preserved on one side of the fence so that exploitation can continue unabated on the other”.
Cuando estas áreas protegidas se proponen y crean sin el deseo ni la consulta a las poblaciones locales involucradas, sus posibilidades de brindar una protección real a la conservación de la biodiversidad son muy limitadas. Al aumentar las presiones humanas no tienen bases para ofrecer resistencia. Lo anterior es una visión negativa que afortunadamente no siempre ocurre. Pero no por las excepciones deja de ser cierta en lo general.
Los factores económicos y sociales propios de los países tropicales de América (inciso b) son el rápido incremento demográfico, la falta de alternativas para los jóvenes, las exigencias de los mercados internacionales, la inercia de los intereses locales, la inequidad en la distribución de los bienes, condiciones que, en conjunto, llevan a mantener una política de frontera hostil sobre las extensiones naturales aún no totalmente transformadas (especialmente recomendable es la lectura de Toledo, 1989 y de Tudela, 1990). Esto, aun a sabiendas de que el nuevo uso a que se dedica el territorio no es el más adecuado ni productivo a largo plazo.5 Contra este esquema de colonización a ultranza, de apertura de nuevas tierras para la ganadería o el monocultivo, o para la colonización precaria que abre el camino a la primera, poco pueden hacer las áreas protegidas por sí solas. No olvidemos que las áreas protegidas están sometidas a las mismas presiones que el resto del territorio.
Con frecuencia se pasa por alto que la mayor parte de las grandes áreas protegidas de los trópicos americanos tiene poblaciones locales. También están habitadas las grandes extensiones de selva “virgen” que se desea conservar mediante la creación de áreas protegidas. Las densidades de población pueden ser muy bajas, pero no siempre ocurre así; estos habitantes no sólo son aborígenes, sino también personas llegadas de otros lugares en busca de un pedazo de tierra. Revoluciones y rebeliones han estallado cuando los recursos en que se basa la vida de estas poblaciones son apartados de su control. Estas confrontaciones no suelen tener un final fácil ni rápido. Sus consecuencias nunca son buenas para la conservación de la biodiversidad. La inestabilidad social no hace más que acentuar las peores presiones depredadoras. Si queremos plantear una estrategia de conservación de la biodiversidad tropical con posibilidades a mediano plazo, hay que evitar que la creación de áreas protegidas sea un motivo más de confrontación social. Lo anterior no quiere decir que no se establezcan estas áreas, al contrario; un ordenamiento inteligente del uso de los recursos bióticos puede tener no sólo valor ecológico, sino también social. Es necesario que se tomen en cuenta los intereses, costumbres y cultura de las poblaciones locales, no excluyéndolas de la toma de decisiones ni de los beneficios que pueden obtenerse, sin deterioro de la biodiversidad (entre otras referencias muy recientes, véase Alcorn, 1991; McNeely, 1988; Parks, 1994).
Además de las razones económicas y sociales, también hay justificaciones ecológicas para pensar que la conservación de la biodiversidad tropical no puede restringirse a un sistema de áreas protegidas (quizá la conservación de ninguna biodiversidad, como lo plantea Hudson). Los ecosistemas tropicales presentan gran heterogeneidad espacial y marcada variación geográfica, incluso a pequeña escala, mayor cuando existen diferencias de altitud. En el mejor de los casos, un sistema restringido de áreas sólo conservaría parte de esta diversidad. Por otra parte está la ruptura de los movimientos no sólo migratorios, sino desplazamientos interpoblacionales y poblacionales de los animales, el empobrecimiento del material genético derivado de poblaciones reducidas, las consecuencias sobre las plantas de cambios en la fauna de grandes vertebrados, que serían los primeros en disminuir, etcétera. Los argumentos son muchos y cada vez se acumulan más; estos nos llevan a pensar que en las áreas protegidas que pierden el intercambio con su entorno, ocurrirá como en las islas: se presentará un notable empobrecimiento y fragilidad de flora y fauna.
Hace muy pocos años los anteriores argumentos hubieran surgido sólo de manera ocasional, pues en realidad la “insularidad” ecológica dentro de las masas continentales —o lo que es lo mismo, el “encierro” por perturbaciones externas de poblaciones de plantas y animales— eran la excepción en los trópicos. En Costa Rica estamos cerca de un sistema “insular” de áreas protegidas. En otros países latinoamericanos, o simplemente tropicales, puede ser una realidad en pocos años, sin los elementos positivos que representan el buen manejo y protección que existen en Costa Rica. Refiriéndose a Estados Unidos, Chadwick señala: “The plain fact is that most of our existing preserves have the same problems as fragments of habitat elsewhere across the nation: They are too small and isolated to guarantee the long-term survival of many of their wild residents”. El mismo autor indica la desaparición local de 42 tipos de mamíferos nativos en 14 parques de Estados Unidos.
Todas las reflexiones anteriores me llevan a considerar que buena parte del éxito que pueda tener una estrategia de conservación de la biodiversidad depende de lo que pase en la enorme extensión de tierras sí utilizadas por el hombre, pero no totalmente transformadas para una explotación intensiva, en la que una proporción grande de plantas y animales puede sobrevivir manteniendo sus flujos genéticos y su área de dispersión geográfica. Este es el escenario fuera de las reservas y áreas protegidas, sin el cual el sistema de áreas protegidas es insuficiente.
Recapitulación
Para glosar los distintos argumentos expuestos, resaltaría la importancia de un sistema de áreas protegidas, en las que cierta actividad humana del tipo y grado que se plantea en las reservas de la biósfera propuestas por el programa MAB-UNESCO puede ser, incluso, un elemento que favorezca la biodiversidad y, sobre todo, una garantía a largo plazo contra invasiones y usos inadecuados. En las mismas condiciones están las reservas extractivas en las que se permite un uso de los recursos bióticos, pero se impide el cambio del ecosistema.
Entre las áreas protegidas y las intensamente manipuladas seguirá existiendo un espacio —el más extenso— en donde un uso rústico racional y bien analizado puede coexistir con una conservación de la biodiversidad. La clave está en el ordenamiento del territorio y de sus capacidades de uso.
En este ordenamiento es indispensable tomar en cuenta que las áreas protegidas, por sí solas, no son suficientes para garantizar la conservación de la biodiversidad. Como Alcorn ha señalado, puntos clave para la política de conservación en el siglo XXI serán la búsqueda de mecanismos que refuercen la conservación en los espacios rústicos, así como asegurar que en la transición de economías tradicionales de subsistencia a una economía global capitalista, se incluya la ética y los mecanismos para la conservación de la biodiversidad en las áreas protegidas y más allá de ellas, en el paisaje rústico. Actualmente hay pocos esfuerzos y fondos mínimos para apoyar la conservación en tal medio.
Para lograr éxito en los puntos enunciados, es necesario un planteamiento claro y explícito para cada región y para cada país, aceptado por la administración pública y por todos aquellos que tienen poder de decisión en el manejo de los recursos naturales, que haya sido elaborado de conformidad con las poblaciones que viven y están en contacto directo con estos recursos. Un planteamiento que precise para qué se requiere conservar la biodiversidad en el proyecto de nación que cada país trata de construir. Dicho de otra forma: de qué manera la biodiversidad y las áreas naturales protegidas pueden contribuir al desarrollo económico sustentable y al bienestar de cada uno de los habitantes del país. Es indudable que se requiere un gran esfuerzo de investigación científica y tecnológica para presentar planteamientos viables. Esta investigación no puede ser simplemente adaptada del exterior. Las fuertes diferencias ecológicas y las distintas situaciones económicas, sociales y políticas precisan planteamientos nacionales, basados en un esfuerzo científico y tecnológico propio. Es el gran reto de este fin de siglo.
Agradecimientos
En distintas formas he tenido la cooperación del geógrafo Narciso Barrera-Bassols, investigador del Instituto de Ecología. Quiero hacer patente mi agradecimiento.
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Notas
1. Por ejemplo, menos del 10% de los alelos de los principales cultivos (y un porcentaje aún menor de plantas silvestres afines) está actualmente contenido en áreas protegidas (World Conservation Monitoring Centre, 1992, capítulo 34).
2. Los antropólogos (y algunos ecólogos) han prestado mucha atención al uso rústico de los recursos bióticos entre los pueblos indígenas (aborígenes, o triviales, o tradicionales, según la terminología usada). Véanse excelentes síntesis en Oldfield y Alcorn, 1991; Toledo, 1991; Redford y Padoch, 1992. En general se olvida que en muchos países industrializados regiones enteras siguen cultivando, criando ganado o explotando sus bosques de maneras que conservan mucho de rústico. Esto ocurre porque las condiciones geográficas o edáficas no se prestan a las grandes explotaciones intensivas y mecanizadas, o porque se producen bienes de calidad que resisten la masificación, pero también por una resistencia consciente a abandonar totalmente los patrones de vida tradicional en el campo: familiar, autosuficiente, estable y a largo plazo. 3. La ganadería extensiva es más que la cría de ganado en grandes extensiones; es una manifestación económico-cultural con características propias, cada vez más extendida en los trópicos de América. Narciso Barrera-Bassols (comuicación personal) señala: “El aumento explosivo del ganado bovino bajo formas primitivas de producción (explotación extensiva bajo pastoreo en gramíneas introducidas, basado fundamentalmente en la cría, con bajos insumos tecnológicos, con grandes productores ausentistas y con un bajo rendimiento por hectárea) ha dado como consecuencia que la vaca compita cada vez más con el campesino, por los recursos (naturales y económicos), por el espacio productivo y por los alimentos”.4. Kux (1991:297) señala: “Since 1972, the number of protected areas throughout the world has grown by 47% —with most of this increase in the Third World (Miller, 1984). Nine of the ten countries that have set aside over 10% of their land as protected lands are developing countries… While these efforts are impressive from an international conservation perspective, creating protected areas is only a first step in solving the problem. Whether these areas do, in practice, conserve biological diversity (even though in most cases this was not a criterion used to establish protected areas), and whether they are properly managed with adequate staff and budget are questions that may well be answered negatively in most developing countries (Machlis and Technell, 1985)”. 5 En Amazonas “The forest destruction now at hand might have been tolerable if the replacement land uses —agriculture and pasture— were sustainable. As it stands now, —agriculture and pasture— are but short moments of production in a larger process of degradation”, Hecht, 1992: 381. |
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Referencias Bibliográficas
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Gonzalo Halffter
Coordinador Internacional Subprograma XII,
Diversidad Biológica Programa CYTED,
Instituto de Ecología, A.C.
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cómo citar este artículo →
Halffter, Gonzalo. 1994. Conservación de la biodiversidad y áreas protegidas en los países tropicales. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 4-13. [En línea].
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de lo soluble y lo insoluble | ![]() |
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El descubrimiento del ADN como molécula de la herencia
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Antonio R. Cabral |
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El 1 de febrero de 1994 marcó el cincuentenario de la
publicación del ya famoso artículo en el que Oswald T. Avery, Colin M. MacLeod y Maclyn McCarty describieron los experimentos que los condujeron al descubrimiento de la actividad biológica del ácido desoxirribonucleico (ADN).1 De este hallazgo, resultado de por lo menos treinta años de trabajo de Avery en el Hospital of The Rockefeller Institute for Medical Research, deriva mucho de lo que hoy explora la biología experimental, y de alguna manera señala el nacimiento de la biología molecular.
Este artículo fue publicado nuevamente en el Journal of Experimental Medicine a los 35 años del descubrimlento2 y parcialmente en febrero de 1994 a propósito de sus bodas de oro.3 El texto relata uno de los grandes momentos de la ciencia universal y muestra el gran vigor que tiene la medicina experimental cuando la ejecutan mentes simples, precisas y sabias. La que sigue es, a manera de homenaje, una breve crónica del descubrimiento y de algunos antecedentes científicos: los neumococos.
Los neumococos son bacterias que cuando no tienen cápsula, crecen en el laboratorio formando colonias con superficie rugosa; si tienen esa envoltura su apariencia se torna lisa. La diferencia pudiera parecer menudencia estética, pero no. Según datos emanados del laboratorio de Avery, precisamente la cápsula es causante de la virulencia. En 1928, el patólogo inglés Frederick Griffith descubrió que al inyectar a ratones con pequeñas dosis de neumococos no virulentos junto con grandes cantidades de neumococos patógenos pero “muertos” por calentamiento, los animales no sólo mueren de neumonía sino que muestran en su sangre bacterias encapsuladas ¡vivas! Es decir, en estas condiciones experimentales el neumococo no virulento adquiere la información para sintetizar la cápsula (se transforma, diría Griffith) en el cuerpo del ratón y, con ella, la capacidad de producir enfermedad.
Avery y MacLeod, que conocían bien esos resultados y los de Dawson, Sia y Alloway, que ya habían demostrado la transformación —transfección, diríamos ahora— en tubos de ensaye, el 22 de octubre de 1940 emprendieron la tarea de identificar el principio transformador del neumococo “para, cuando menos, poder colocarlo en un grupo de sustancias químicas conocidas”.1 Tres meses después los investigadores tenían ya suficientes datos experimentales para anotar en su cuaderno de trabajo: “Parecería que los extractos transformadores tienen un poco de ácido desoxirribosonucleico, además de una gran cantidad de ácido ribosonucleico”.4 Según McCarty, la condicionalidad de la frase se debió a, por lo menos, dos razones: 1) los extractos bacterianos para esas fechas eran aún muy crudos, y 2) en 1941 ni siquiera había certeza de que el neumococo, o cualquier bacteria, tuviera ADN.
Otro contaminante del extracto bacteriano era precisamente la cápsula del microbio. Por ello, la primera tarea de McCarty, después de haberse unido al grupo en septiembre de 1941, fue evaluar si ese componente celular era el inductor de la transformación; tal cosa la descartó en dos meses. En adelante se dedicó a diseñar tácticas que eliminaran el polisacárido capsular. Para el verano del 42 los experimentos estaban tan adelantados que sus esfuerzos se centraron en demostrar que el ADN de sus muestras era el principio transformador. La metodología de la época para probar tal hipótesis era, por razones obvias, imprecisa. No obstante, sus argumentos (químicos, enzimáticos, espectrofotométricos, etcétera) convencen al lector de 1994 de que sus preparaciones biológicamente activas contenían “casi” exclusivamente ácido desoxirribonucleico. Avery y McCarty (McLeod dirigía desde julio de 1941 el Departamento de Microbiología de la Universidad de Nueva York) incluso contaban en esos días con algunas muestras de ADN obtenido de varios mamíferos por Alfred Mirsky —investigador del mismo Instituto Rockefeller—, que utilizaron para familiarizarse con el manejo de esta “viscosa sustancia” y para comparar, hasta donde fue posible, sus características físico-químicas.
En mayo de 1943 el trabajo estaba listo para publicación. Avery utilizó su cabaña de Deer Isle, Maine, para escribir la primera versión de la introducción y la discusión, mientras que McCarty se quedó en Nueva York encargado de la metodología. Durante el otoño siguiente ambos investigadores se reunieron en un pequeño cubículo de la biblioteca del hospital neoyorquino; “permanecieron muchas y largas horas revisando y puliendo el manuscrito” hasta que, para “alivio” de McCarty, entregaron la versión final a Peyton Rous el 1 de noviembre de 1943”.4
De la lectura del histórico artículo de 1944, lo primero que salta a la vista es su extensión: 21 páginas; de ellas la sección “experimental” ocupa catorce, con todo y que están impresas con letra menuda y apretada. En esa sección, contrariamente a lo que ahora se estila, los autores muestran los resultados conforme narran los experimentos; el capítulo de discusión llena sólo cuatro páginas en letra discretamente más grande. Dicho de otro modo, más de las dos terceras partes del texto están dedicadas a la metodología y a los resultados.5
La escritura del artículo de Avery, por simple y puntual se asemeja más a una narración literaria. A pesar de su extensión da la impresión de que nada sobra; la claridad de los conceptos sin necesidad de adjetivos y la precaución en la interpretación de los resultados son, quizá, sus rasgos más característicos.6
A quienes encuentran tranquilidad en aplicar valores numéricos a fenómenos biológicos para llamarlos “significativos”, ergo importantes, les gustará saber que el artículo de Avery no incluye ninguna sección de análisis estadístico; dicho de otra manera, no deberán buscar valores de p, t, medias, medianas, desviaciones o errores estándar en el texto ni en sus cuatro tablas. Tengo la certeza de que si Avery y colaboradores enviaran hoy su artículo a publicación sería rechazado o por lo menos fuertemente cuestionado, pues su trascendental conclusión está sustentada en la experimentación de una sola muestra (la preparación 44) que, para cerrar el cuadro, no está controlada.7 A pesar de esta “falla metodológica”, la fecha de recepción del manuscrito que aparece en la hoja frontal del artículo princeps, es la misma en que lo entregaron personalmente al editor,4 lo que hace pensar que inmediatamente fue aceptado para publicación, sin cambios.
Actualmente está tan arraigada la noción de que el ADN es la molécula de la herencia, que resulta interesante saber que tan revolucionario artículo no tuvo el impacto que uno supone debió haber tenido entre los círculos científicos. Sin embargo, no es difícil entender tal reacción si se toma en cuenta que en los años cuarenta prevalecía la idea de que los genes eran proteínas y que varios científicos influyentes de la época —Alfred Mirsky entre ellos— pensaban que el ADN utilizado por Avery y sus colaboradores contenía cantidades no detectables de proteínas.
No obstante hubo algunos científicos que reconocieron inmediatamente la jerarquía de los hallazgos de Avery,8 por ejemplo, Erwin Chargaff, quien después de leer el artículo en cuestión cambió su fructífera línea de investigación sobre los lípidos de la membrana celular del Mycobacterium tuberculosis y sobre algunas proteínas de la coagulación por la del estudio de la composición química del ADN;9 tal giro lo llevó a concluir lo que ahora conocemos como las “Leyes” de Chargaff. Estos conocimientos, junto con los de Wilkins y su grupo 10 y los de Franklin y Gosling,11 fueron fundamentales para la genial tormenta cerebral de Watson y Crick en la que concibieron la famosísima doble hélice del ADN12 y que les redituó, aliado de Wilkins, el Nobel de Medicina en 1962.
Incidentalmente, Avery murió el 20 de febrero de 1955 sin haber recibido este Premio y sabiendo que su artículo no fue citado ni mencionado por Watson y Crick.12 El artículo de Avery sólo tuvo 17 citas promedio al año entre 1966 y 1969, la mayoría en artículos como éste13 y no aparece en una lista publicada recientemente sobre los artículos científicos más citados,14 cuando tendría la potencialidad de ser referido por lo menos 14400 veces al año.15 Aunque este asunto pudiera tener explicaciones varias,14 muestra, sin embargo, la gran falibilidad que tiene el número de citas a los trabajos científicos como índice de su impacto, más cuando todos sabemos que la trascendencia de un descubrimiento científico es precisamente lo más difícil de pronosticar.
No cabe duda que la investigación biológica actual es diferente a la que se practicaba en tiempos de Avery; los conocimientos generados después de su fértil artículo la hacen necesariamente distinta. También es otra porque la manera en que hoy hacemos ese tipo de investigación, que es el que mejor conozco, ha tenido que crecer junto con su tiempo; podría decirse que su progreso ha sido una especie de evolución de lo imposible. Friederich Miescher descubrió el ADN en 1869 y, como Colón, murió sin conocer la trascendencia de su descubrimiento; la ciencia necesitó sólo tres cuartos de siglo para conocer la actividad biológica del ácido desoxirribonucleico y menos de una década en esclarecer su estructura y, con ella, los mecanismos que utiliza para almacenar y transmitir la información genética. Lo más notable es que todos esos conocimientos están relacionados directamente con el proceso mismo de la vida y con el orden biológico que gobierna, diversifica, mantiene y perfecciona a todos los seres vivos.
Este fin de milenio la agenda de los biólogos moleculares incluye el conocimiento detallado de todos los genes humanos. Es difícil imaginar las consecuencias que este formidable logro traerá a la biología en general y a la biomedicina en particular. Si hoy conociéramos ipso facto el 100% del genoma humano, dudo, sin embargo, que el entendimiento de la biología progresara con la misma rapidez incluyendo, por supuesto, el de las enfermedades humanas de causa y mecanismos desconocidos. Quizá la algarabía nos haría olvidar que la mayoría de esos genes estarían aún en busca de función. En estas circunstancias, el Dr. Joshua Lederberg hace poco llamó la atención sobre la importancia de los maravillosos experimentos de Avery y su grupo en el contexto de la observación clínica; sin ella —dice el descubridor del primer gene bacteriano— el culminante hallazgo del ADN como molécula de la herencia tal vez nunca hubiese sido llevado a cabo.16 El artículo de Avery, McLeod y McCarty es también modelo de la muy saludable relación entre ciencia clínica y ciencia básica, y de la gran potencialidad de ambas actividades para beneficiarse y retroalimentarse cuando una toma en cuenta a la otra.
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Notas
1. Avery, O. T., C. M. McLeod, M. McCarty, 1944, “Studies on the chemical nature of the substance inducing transformation of pneumoccocal types. Induction of transformation by a desoxyribonucleic acid fraction isolated from pneumococcus type III”. J. Exp. Med. 79:137-158.
2. Lederberg, J., 1979, Introduction to the paper by Avery, MacLeod y McCarty, J. Exp. Med., 149:299-301. 3. Steinman, R. M., C. L. Moberg, 1994, “A triple tribute to the experiment that transformed biology”, J. Exp. Med. 179:379-384. 4. McCarty, M., 1994, A retrospective look: How we identified the pneumococcal transforming substance as DNA, J. Exp. Med. 179:385-394. 5. Esto también es contrario a lo que acostumbran la mayoría de los autores actuales quienes ocupan más espacio en justificar y discutir sus hallazgos que en los resultados mismos. 6. Avery conocía bien la gran relevancia biológica de su descubrimiento. En la ya famosa carta dirigida a su hermano Roy en mayo de 1943 incluso menciona que está “lidiando con genes”. 7. ¿Quiere decir esto que cuando un resultado biológico es contundente por sí mismo no necesita de las estadísticas? 8. En 1945, Oswald T. Avery recibió la Medalla Copley que otorga la Royal Society de Londres y que alguna vez albergó entre sus lilas nada menos que a Newton y Darwin. 9. Chargaff, E., 1978, Heraclitean fire. Sketches from a life before nature, New York, The Rockefeller University Press, pp. 82-86. 10. Wilkins, M. H. F, A. R. Stokes, H. R. Wilson, 1953, Molecular structure of deoxypentose nucleic acids, Nature 171:738-740. 11. Franklin, R. E., R. G. Gosling, 1953, “Molecular configuration in sodium thymonucleate”, Nature 171:740-741. 12. Watson, J. D., F. H. C Crick, 1953, “A structure for deoxyribose nucleic acid”, Nature 171:737-738. 13. Wyatt, H. V., 1972, “When does information become knowledge?” Nature, 235:86-89. 14. Garfield, E., A. Welljams-Dorof, 1992, “Of Nobel Class, A citation frequency on high impact research authors”, Theor. Med., 13:117-135. 15. El número de artículos publicados mensualmente acerca de la actividad biológica del ADN es alrededor de 1200. 16. Lederberg, J., 1992, “The interface of science and medicine”, Mt. Sinai J. Med., 59:380-383. |
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Antonio R. Cabral
Departamento de Inmunología y Reumatología,
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, Salvador Zubirán.
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cómo citar este artículo →
Cabral R., Antonio. 1994. El descubrimiento del ADN como molécula de la herencia. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 26-29. [En línea].
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historia de la ciencia | ![]() |
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Galileo
y el milagro de Josué
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José E. Marquina Fábrega | ||||||||||||||
“De lo que no se puede hablar, es mejor callarse”
Ludwing Wittgenstein
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Generalmente se suele pensar que la aparición, en 1543,
del libro “De Revolutionibus Orbium Coelestium”, de Nicolás Copérnico, generó inmediatamente una extraordinaria polémica en los ámbitos intelectuales y religiosos de la Europa del siglo XVI. Sin embargo, llama la atención el hecho de que dicho libro no apareciera en el “Índex” de libros prohibidos por la Iglesia católica sino hasta 1616. En realidad, el impacto del planteamiento de Copérnico fue restringido, como lo demuestra el que los mil ejemplares de la primera edición, realizada en Nuremberg, nunca llegaron a venderse y que hasta 1617 solamente se reimprimiese en dos ocasiones, en Basilea (1566) y en Ámsterdam (1617), mientras que por ejemplo el “Tratado de las esferas” del jesuita Christophe Clavio, publicado en 1570, tuvo diecinueve reimpresiones en los cincuenta años siguientes.
En lo que a las Iglesias se refiere, es interesante constatar que los primeros que reaccionaron violentamente ante las tesis de Copérnico, fueron las altas autoridades protestantes, mientras que el bando católico mantuvo una actitud que podría calificarse de indiferente; Así, la primera condena (que enfatizaba claramente las dificultades de armonizar los planteamientos copernicanos, en particular el movimiento de la Tierra, con las Sagradas Escrituras) vino de parte de Martín Lutero, que, refiriéndose a Copérnico, señaló: “Se habla de un nuevo astrólogo que pretende demostrar que la Tierra se mueve, y que gira en círculo, en lugar de hacerlo el cielo, el Sol y la Luna… Ese necio desea trastocar todo el arte de la astronomía de arriba a abajo. Sin embargo, como nos lo dicen las Sagradas Escrituras, Josué mandó al Sol que se detuviera y no a la Tierra”.*
El resultado de la actitud asumida por Lutero y después por Philipp Melanchton fue paradójico, pues fueron precisamente los astrónomos protestantes de Wittenberg los que desarrollaron la astronomía copernicana, bajo la óptica de no considerar los planteamientos de Copérnico más que como un modelo que permitía simplificar los cálculos.
En cambio, en el bando católico, el impacto de las tesis de Copérnico fue poco apreciable, a no ser por la famosa condena a Giordano Bruno, en la que en realidad el copernicanismo de éste, fue lo menos importante para el fatal desenlace al que se vio condenado el extravagante filósofo-científico-mago-teólogo-memorista.
En lo que a Galileo se refiere, él era copernicano desde varios años antes de 1597, si hemos de creerle a la carta que le mandó en ese año a Kepler, para agradecerle que le hubiera enviado un ejemplar del “Mysterium Cosmographicum”. En dicha carta señala que ha escrito numerosos argumentos en favor de Copérnico, los cuales no han visto “… la luz pública, temeroso de la suerte que corrió el propio Copérnico, nuestro maestro, quien, aunque adquirió fama inmortal, es para una multitud de otros (que tan grande es el número de necios) objeto de burla y escarnio”.
Tendrán que pasar trece años para que Galileo haga su primera defensa pública del heliocentrismo, en un pasaje al final del “Sidereus Nuncius”, en el cual señala:
“Tenemos aquí un argumento notable y óptimo para eliminar los escrúpulos de quienes, aceptando con ecuanimidad el giro de los planetas en torno al Sol según el sistema copernicano, se sienten con todo turbados por el movimiento de la sola Luna en torno a la Tierra, al tiempo que ambas trazan una órbita anual en torno al Sol, hasta el punto de considerar que se debe rechazar por imposible esta ordenación del universo”.
A partir de esta pálida defensa, Galileo irá adquiriendo mayor seguridad, probablemente a raíz de los éxitos (monetarios y académicos) obtenidos con sus observaciones telescópicas.
En 1613, en las “Cartas sobre las manchas solares” señala, refiriéndose a Saturno: “Y acaso también este planeta, en no menor medida que la cornígera Venus, armoniza admirablemente con el gran sistema copernicano, a favor de cuya revelación universal soplan ahora propicias brisas que nos disipan todo temor de nubarrones o vientos cruzados”.
En diciembre de este mismo año ocurrió un evento a todas luces intrascendente, que tendría particular importancia en la historia del copernicanismo. En una cena con la Duquesa Cristine de Lorena, el padre Castelli, amigo de Galileo, se enfrascó en una discusión con el Doctor Boscaglia, profesor de filosofía, sobre los problemas teológicos que conllevaba el aceptar el movimiento de la Tierra. Castelli defendió los planteamientos heliocéntricos y aparentemente ganó la batalla verbal a Boscaglia. Cuando Castelli le escribió a Galileo contándole esta anécdota, la reacción de Galileo fue absolutamente desproporcionada y redactó un escrito, conocido como la “Carta a Castelli”, que para 1615 se convirtió en la “Carta a la gran Duquesa Cristina”. Galileo suponía que dichas cartas debían de circular profusamente, lo cual, para su desgracia, ocurrió.
Con su prosa característica, Galileo empezaba atacando a todos aquellos profesores que han publicado “… algunos escritos, llenos de discusiones inútiles y salpicadas de citas a las Sagradas Escrituras, tomadas de pasajes que no entendieron adecuadamente y las cuales aducían inapropiadamente”. En su ataque los acusaba de “… ocultar las falacias de sus argumentos con la capa de una religiosidad simulada” para “… difundir entre la gente común, la idea de que tales proposiciones (la teoría heliocéntrica) eran en contra de las Sagradas Escrituras y por lo tanto condenables y heréticas”. Hasta aquí, aunque el ataque a sus opositores era extraordinariamente virulento, no pasaba de ser un exabrupto que le ganaría muchos enemigos, pero Galileo era especialista en ello, e incluso parecía producirle una peculiar fascinación. No contento con lo anterior, Galileo se lanzaba a explicar su forma particular de entender la teología, según la cual “… para acomodarse al entendimiento de la gente común, es costumbre de las Escrituras, decir muchas cosas que son diferentes de la verdad absoluta…”, y ya metido en honduras continuaba asegurando que “… por lo tanto, después de tener la certeza de algunas conclusiones físicas, deberíamos usar éstas como argumentos muy apropiados para la correcta interpretación de las verdades que deben contener” … “ya que las “… conclusiones físicas, las cuales han demostrado ser verdaderas, no se les debe dar un lugar más bajo que a los pasajes escriturales, sino que uno debe aclarar cómo dichos pasajes no son contradictorios con tales conclusiones…”.
En apoyo de sus tesis, Galileo citaba a San Agustín, San Jerónimo, Santo Tomás, Diego de Zúñiga y algunos más, sin percatarse del peligro que corría al enfrascarse, sin necesidad alguna, en una controversia teológica. Pareciera que Galileo desconocía que en el Concilio de Trento (1545-1563) se había prohibido explícitamente la interpretación de las Escrituras de manera contraria al acuerdo común de los Santos Padres, que era precisamente lo que él estaba haciendo, pero curiosamente Galileo mostraba en la “Carta a la gran Duquesa Cristina” que conocía tal prohibición, pero explicaba que el mandato conciliar se refería únicamente a “aquellas proposiciones que son artículos de fe o involucran la moral…” y “… el movimiento o reposo de la Tierra o del Sol no son artículos de fe y no están en contra de la moral…”, con lo cual Galileo no sólo atacaba a los profesores e interpretaba libremente las Escrituras, sino que además interpretaba los acuerdos del Concilio de Trento.
Como si no bastase con lo anterior, Galileo continuaba afirmando:
“Con respecto a éstas y otras proposiciones similares que no involucran directamente la fe, nadie puede dudar que el Sumo Pontífice siempre tiene el poder absoluto de permitirlas o condenarlas…”, lo cual era absolutamente obvio en el siglo XVII, pero terminaba aseverando que “… sin embargo, ninguna criatura tiene el poder de hacerlas verdaderas o falsas…”.
Esta auténtica declaración de guerra a las autoridades académicas y eclesiásticas, era rematada con el análisis del milagro de Josué, ya que, según Galileo, “… dado el sistema Ptolemaico, es necesario interpretar las palabras de una manera diferente de su significado literal”. La interpretación correcta se basaba, a decir de Galileo, en el hecho de que “… aunque el cuerpo del Sol no se mueve desde el mismo lugar, él gira sobre sí mismo, completando una rotación entera en aproximadamente un mes, como siento que he demostrado en mis “Cartas sobre las Manchas Solares”… y como “… el Sol es ambos, la fuente de luz y el origen del movimiento, y dado que Dios quería que todo el sistema del mundo permaneciera sin moverse por varias horas como un resultado de la orden de Josué, fue suficiente con parar al Sol, y entonces su inmovilidad pasó a todos los otros girantes, así que la Tierra, como la Luna y el Sol (y todos los otros planetas) permanecieron en el mismo arreglo; y durante todo ese tiempo la noche no se acercó, y el día milagrosamente fue más largo. De esta manera, parando al Sol, y sin cambiar o perturbar de ninguna manera la apariencia de las otras estrellas, o su arreglo mutuo, el día en la Tierra pudo ser prolongado en acuerdo perfecto con el significado literal del texto sagrado”.
En este párrafo llama la atención que, aunque Galileo aseguraba que las Escrituras no debían necesariamente ser interpretadas literalmente, su explicación concordaba a la perfección con el sentido literal del texto bíblico.
Adicionalmente, es sorprendente que Galileo (que aunque no formuló la ley de la inercia, estuvo muy cerca de hacerlo) no se percatase, o pretendiese no hacerlo, de lo que ocurriría si la Tierra se detuviera repentinamente en su movimiento en torno al Sol. Efectivamente, fue el propio Galileo el que años más tarde, en la segunda jornada del “Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo” (1632), señalaba: “Si el globo terrestre encontrara un obstáculo tal, como para resistir completamente su giro y frenarlo, creo que en ese momento no sólo los animales, edificios y ciudades serían derribados, sino montañas, lagos y mares y puede que hasta el mismo mundo cayera en pedazos”.
La “Carta a la Gran Duquesa Cristine”, terminaba señalando que el resto de pasajes escriturales que parecían contradecir el punto de vista de Copérnico podrían explicarse sin dificultad, si los teólogos agregaran a su conocimiento de las Sagradas Escrituras algo de conocimiento astronómico.
El resultado de las cartas (en realidad una con ampliaciones) no pudo haber sido peor; las denuncias ante el Tribunal del Santo Oficio no se hicieron esperar, y Galileo tuvo que comparecer ante él, en Roma en diciembre de 1615.
Como consecuencia de la comparecencia, el 5 de marzo de 1616, la Congregación General del Índex publicó un decreto en el que señalaba que la doctrina que intenta demostrar la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra, es falsa y opuesta a las Sagradas Escrituras, y que “… para que esta opinión no continúe difundiéndose para perjuicio de la verdad católica, la Santa Congregación ha decretado que “De Revolutionibus Orbium Coelestium” del citado Nicolás Copérnico y “Sobre Job” de Diego de Zúñiga queden suspendidos hasta que se les corrija…”.
Aunque el nombre de Galileo no aparece por ninguna parte, él fue el responsable de esta condena.
Años más tarde, cuando Galileo creyó que los nubarrones que él mismo provocó, se habían disipado, regresó a la batalla, siendo, ahora sí, totalmente derrotado. Esta historia sin final feliz se cierra en 1633 con estas famosas palabras:
“Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galilei, florentino, de setenta años de edad, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vosotros, eminentísimos y reverendísimos cardenales de la Iglesia Universal Cristiana, inquisidores generales contra la malicia herética, teniendo ante mis ojos los Santos y Sagrados Evangelios que toco con mis manos, juro que he creído siempre, y que creo ahora, y que, Dios mediante creeré en el futuro, todo lo que sostiene, practica y enseña la Santa Iglesia Católica, Apostólica Romana… Por eso, hoy, queriendo borrar de las investigaciones de vuestras eminencias y de las de todo cristiano católico esta sospecha vehemente, justamente concebida contra mí, con sinceridad de corazón y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los antedichos errores y herejías… Ayúdame pues, Dios y estos Santos Evangelios que toco con mis manos.”
* Aunque este comentario se produjo en 1539, Lutero debía saber de Copérnico, por su obra previa, el “Commentariolus”.
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José E. Marquina Fábrega
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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Marquina Fabrega, José Ernesto. 1994. Galileo y el milagro de Josué. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 14-17. [En línea].
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Carlos López Beltrán |
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¿Qué prodigio es ese, que la gota de semen de la cual venimos lleve en sí las impresiones no sólo de la forma corporal, sino también de los pensamientos e inclinaciones de nuestros progenitores? ¿Dónde alberga esa gota de agua tal infinito número de formas? ¿Y cómo acarrea semejanzas tales que, con una fuma tan audaz e irregular, hace al bisnieto similar al bisabuelo, y al sobrino parecido al tío?
Michel de Montaigne
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Con su habitual agudeza, Montaigne sitúa con estas preguntas
un azoro que comparte con muchos de sus antecesores. Ya entrado en sus años maduros se le manifestó una dolencia que muchas décadas antes, cuando aún era niño, había postrado a su padre: un cálculo renal. El carácter hereditario de esa y otras dolencias crónicas estaba lejos de entenderse entonces, y su desconcierto era compartido por todo el que trataba de imaginar cómo se transmiten las peculiaridades más caprichosas de padres y madres a hijos e hijas. Por diversas razones, durante siglos, estas preguntas más o menos frecuentes no ameritaron la creación de campos de estudio especiales dedicados a su solución. El problema de la herencia biológica, como lo concebiMos hoy, es relativamente reciente. Apenas se inauguró durante el siglo XIX.
Acostumbrados a pensar en la transmisión hereditaria de caracteres físicos, enmarcada por el espacio conceptual que instauró entre nosotros la revolución de la genética mendeliana, nos resulta difícil concebir otras formas de abordar el tema. A menudo los historiadores retroyectan nuestro marco de referencias —basado en la existencia de mecanismos específicos para la transmisión hereditaria— y encuentran ideas proto-genéticas en pensadores diversos, como Aristóteles, Harvey o Buffon. Esta actitud hace invisible un proceso que es necesario entender antes de poder evaluar las verdaderas relaciones entre las épocas previas y posteriores a la aparición de la genética: se trata de la construcción progresiva de un dominio de referencia, de un espacio conceptual nuevo en donde las preguntas que Mendel o Francis Galton trataron de responder a mediados del siglo pasado apenas comienzan a tener sentido.
Un hecho desconocido es que fueron los médicos quienes hicieron gran parte de la labor de construcción de ese espacio conceptual. En su afán por desentrañar el misterio de las enfermedades hereditarias, como la piedra en el riñón de Montaigne, establecieron los primeros criterios que, con el tiempo, abrieron la puerta para que un día tuviésemos auténticas teorías de la herencia biológica.
Lo hereditario, límite externo para las teorías de la generación
Los hechos empíricos —biológicos— a los que desde la antigüedad se atribuía un carácter de hereditario pueden agruparse en tres categorías: la semejanza o parecido entre padres e hijos, responsable del llamado “aire de familia”; las extrañas combinaciones de características que se producen por cruzas híbridas, y el patrón familiar de ocurrencias que presentan ciertas enfermedades y deformidades.
Casi en cualquier tradición cultural es posible encontrar algún tipo de sabiduría tradicional vinculada a la observación de patrones de similitudes entre los miembros de distintas generaciones dentro de los grupos familiares. Como contraste, la disimilitud o desemejanza entre parientes también ha sido un sorprendente hecho que se ha detectado, confundiendo tales patrones. La manera detallada, y a menudo testaruda, en que varios tipos de rasgos son preservados a través de generaciones, contrasta agudamente con el hecho de que sólo algunos descendientes los heredan, y de un modo bastante azaroso en apariencia. La observación cuidadosa de los patrones de semejanzas y disimilitudes en las familias, y aún en grupos genealógicos más amplios, siempre han producido situaciones paradójicas y puntos de vista encontrados.
Para cualquier esquema filosófico, lo hereditario nunca fue un blanco fácil de asimilar. La irregularidad y los caprichos de los parecidos familiares no podían acomodarse fácilmente a, por ejemplo, las tipologías aristotélicas de caracteres y causas. Que en ocasiones rasgos secundarios —accidentales— sean tan persistentes y predecibles en sus reapariciones genealógicas como los caracteres considerados como esenciales es ya de suyo un lío, pero tanto al filósofo (Aristóteles) como al médico (Hipócrates) la cosa se les complica más cuando encuentran que rasgos indeseables —deformidades, defectos, enfermedades, etcétera— parecen seguir sendas y patrones similares a los de la virtudes o rasgos esenciales.
Para los filósofos y médicos antiguos que se dieron a la tarea de entender la reproducción humana y animal, como para sus sucesores del siglo XVIII, los hechos de lo hereditario eran parte de los fenómenos que debían “salvar” con sus esquemas teóricos.
Relacionado con ello, un fenómeno que siempre llamó la atención fue la existencia de subgrupos relativamente estables dentro de las fronteras de las especies. En el caso de los humanos resultaba un misterio cómo se originaban y preservaban las características hereditarias que constituían las diferencias más notables entre los grupos humanos —clanes, naciones, razas; misterio que se incrementa con la observación de que estas características podían mezclarse en los individuos de padres diferentes.
Bajo la perspectiva esencialista de las especies biológicas, la homogeneidad de los grupos genealógicos en el tiempo resulta natural, y todas las irregularidades internas, las variaciones y la diversificación en subgrupos se vuelven anomalías en busca de explicación. Así, todas las características de los descendientes deberían ser lo más análogo posible a las de sus progenitores, y cualquier disimilitud debería ser descontinuada de la línea genealógica, de un modo u otro. Siguiendo al doctor Henry Holland, Charles Darwin describió la situación así: “Lo verdaderamente sorprendente no es que un carácter sea heredado (de padres a hijos) sino que alguno deje de serlo”.
Creo que es una afirmación válida decir que los forjadores de sistemas siempre han encontrado un obstáculo en las irregularidades e impredecibilidades de lo hereditario. Al menos desde Empédocles, cualquiera en el negocio de construir una teoría de la reproducción humana (y animal) se ha visto obligado a enfrentar las paradojas de la semejanza y de la variación. Así, la conocida concepción de Aristóteles sobre la reproducción, en donde la simiente masculina asumía la responsabilidad total por la forma del cuerpo de los hijos, debía inventarse sutiles hipótesis ad hoc para dar cuenta de la evidencia de todo tipo que señalaba la existencia de transmisión femenina de caracteres, como el parecido físico con las madres, la hibridización, y demás.
La versión más convincente de las irregulares mezclas de caracteres, y de semejanzas referidas a ambos padres fue ofrecida por las llamadas teorías de doble simiente, en las que tanto la madre como el padre influían en la constitución corpórea de los hijos. Variaciones de esta hipótesis fueron sostenidas, entre otros, por Empédocles, Demócrito, Pitágoras y Epicuro. Sin duda, la más influyente de las teorías de doble simiente fue defendida en los textos hipocráticos, y reformulada siglos después por Galeno, para convertirse en la versión estándar de la reproducción humana entre los médicos europeos.
Con toda seguridad, el hecho de que las teorías de doble simiente de la generación explicaban con más naturalidad las irregularidades de lo hereditario fue razón central en la fidelidad que los médicos mostraron hacia ellas. No podían dejar de lado la evidencia de transmisión hereditaria, y calificarla con Aristóteles de accidental o irrelevante, dado que para ellos esta transmisión se mostraba constantemente como un factor importante en los casos de enfermedades con las que lidiaban día a día. Los patrones familiares de re-ocurrencia de muchas de ellas les resultaban no sólo innegables sino imprescindibles para el diagnóstico. La gota o la epilepsia, por ejemplo, eran más fáciles de localizar si había antecedentes familiares.
Dada la fuerza de la tradición hipocrático-galénica en la medicina occidental, la versión de doble simiente de la generación, con su apoyo empírico en lo hereditario, llegó a tener una influencia profunda en la ciencia de Occidente. Hasta finales del siglo XVIII —y en paralelo a las discusiones sobre la preformación o la epigénesis—, los médicos europeos defendieron una versión relativamente independiente de la reproducción humana, y de la transmisión hereditaria de rasgos, que sólo tocaba las notables discusiones centrales en casos aislados de médicos-filósofos, como Harvey en Inglaterra o Haller en Alemania. La fisiología sólido-humoral de los médicos, con su concepción de las propiedades y disposiciones del cuerpo basada en la teoría de los temperamentos (o de las constituciones) brindó el marco para tan longeva tradición. A los temperamentos mismos se les atribuía un carácter hereditario fuerte, pues eran vistos como producto de la mezcla inicial de las simientes (humorales) materna y paterna. La inestabilidad de lo hereditario, sus irregularidades, con facilidad se podía relacionar al tipo de influencias consideradas en primer lugar: las humorales. Estas son inestables, fluidas, solubles, mezclables.
La transmisión hereditaria de características físicas implica un cierto tipo de nexo causal entre las propiedades corpóreas de organismos diferentes vinculados genealógicamente. Durante el siglo XVIII, la postulación de este nexo resultaba problemática tanto para la idea de la generación por preexistencia (i. e. que todos los seres preexisten encapsulados de una forma u otra en la simiente masculina o en la femenina), como también, un poco menos, para la idea de la preformación (que sostenía que al momento de la fecundación el embrión humano estaba ya completamente formado). El hecho de que todas las observaciones de transmisión hereditaria apuntaran hacia una doble contribución, padre y madre, planteaba una seria amenaza para tales posturas.
En 1738 el famoso diccionario inglés Chamber’s menciona en su entrada bajo “Generación” que Sir John Floyer había “hecho una objeción que pone en cuestión de igual modo ambos sistemas” preformacionistas (el ovista y el animalculista), independientemente uno del otro. La objeción de Floyer se basa en el hecho de que las mulas y otros híbridos (que él clasifica entre los monstruos) comparten características de la especie materna y la paterna, y que los defensores de cualquiera de los dos sistemas, arbitrariamente, siempre eligen atender como primarios los caracteres cuyo comportamiento favorece su versión del origen del feto, y dejan en segundo plano los caracteres transmitidos por los individuos del sexo contrario al que favorecen.
Cuando en 1750 Diderot preparaba sus Elementos de Fisiología, decidió asignarle un peso especial a lo hereditario en su evaluación de los distintos sistemas de la generación que por entonces competían, y que él se afanaba en describir y ponderar con justicia. Las dificultades que los preformacionistas tenían para dar cuenta de las “enfermedades hereditarias, la semejanza de los hijos a los padres, del fenómeno de las mulas y otros híbridos capaces de engendrar” fueron resaltadas por él. Probablemente Diderot estaba aquí siguiendo los pasos de sus compatriotas Maupertuis y Buffon, quienes por esos años, con bastante notoriedad, habían argumentado en contra del preformacionismo y a favor de la epigénesis, usando los fenómenos hereditarios como munición; entre estos la semejanza de los hijos a ambos padres; la transmisión por padres y madres de la polidactilia dentro de la misma familia, y la existencia de las mulas. Ambos autores defendieron teorías de doble simiente de un nuevo tipo: el de las llamadas teorías sucesionistas o epigenéticas, basadas en principios de organización naturales.
Diderot, en su rol de juez, sabía muy bien que aunque las teorías de doble simiente podían dar cuenta con mayor facilidad de lo hereditario, tenían serios problemas frente a las observaciones anatómicas y fisiológicas de detalle. Así, por ejemplo, escribe que “dentro de ese sistema la placenta y los envoltorios son imposibles de explicar”. Este es el mismo tipo de críticas que los preformacionistas Haller y Bonnet harían solo unos años después, en contra de autores sucesionistas como Buffon o Wolff.
Lo relevante es el carácter diferente de los hechos empíricos que apoyaban o representaban obstáculos para las versiones en competencia de la generación. Mientras las observaciones detalladas de los órganos reproductores y del embrión respaldaban fuertemente la descripción preformacionista (especialmente la ovista), las de doble simiente eran apoyadas por lo que podríamos llamar las observaciones genealógicas, esto es, patrones de similitud y diferencias en organismos emparentados. En tanto las observaciones del primer tipo enfocan en los individuos su formación y desarrollo particular, las genealógicas (hereditarias) apuntan a un nivel superior, grupal y comparativo.
Este último tipo de observaciones sirve de base a las pretensiones de que existen relaciones hereditarias entre diferentes organismos, y entre sus características. Requieren dirigir la atención sobre una característica más o menos bien definida, sobre la que una relación de semejanza o desemejanza pueda establecerse entre dos individuos. El tipo de características susceptibles de observación genealógica varía mucho. Desde semejanzas vagas y muy generales de aspecto, forma o “aire familiar”, hasta caracteres bien definidos como un dedo extra, un gran lunar en el cuello o la nariz chueca; o por el lado de las patologías, desde debilidad y tendencias a enfermarse hasta padecimientos específicos que se desarrollan de la misma manera y a la misma edad en individuos emparentados. El acercamiento genealógico a la evidencia hereditaria abre la posibilidad de fijar límites exteriores a la especulación fisiológica, que contrastan con los límites interiores fijados por la disección y la microscopía.
Uno de los temas tocados durante los debates del siglo XVIII en torno a la generación fue lo hereditario. Los antipreformacionistas lo usaron como cuña, o límite; usando como base evidencial el agrupamiento de casos más o menos convincentes de transmisión hereditaria —que tocaban un amplio espectro de características diferentes— y cerrando al mismo tiempo las avenidas alternativas de explicación de estos fenómenos —su adjudicación al azar, o su simple irrelevancia. El complejo y elegante sistema preformacionista de Bonnet, por ejemplo, incorporó muchos de los elementos aportados por los defensores rivales de la doble simiente, y en un sentido es el producto de las tensiones a las que su posición fue sometida por la evidencia externa de lo hereditario.
Por otro lado, los nexos causales hereditarios nunca fueron fáciles de acorralar y probar. Sin embargo, se volvieron más accesibles a prueba después de la pequeña obra de Maupertuis, de mediados del siglo XVIII, la Venus Physique en donde, con un simple argumento probabilístico sobre la transmisión de la polidactilia en la familia de los Ruhe en Berlín, podría decirse que reestructuró y endureció los límites externos que las observaciones genealógicas imponían sobre las hipótesis preformacionistas, y reforzó el caso a favor de las dos simientes. La improbabilidad de que, por azar, en varios miembros de la misma familia se repitiera el mismo accidente —aunada a la descendencia de la característica por vías tanto materna como paterna— dejó claro que factores causales que afectan determinantemente la constitución de los individuos son comunicados por ambos padres a los hijos en la concepción. A fin de cuentas, Maupertuis no estaba, no podía estar, interesado en postular una “ley de la herencia” ni en desarrollar una teoría de ella. Como tampoco podía estarlo ninguno de sus contemporáneos —como Buffon, Haller o Bonnet. Para ellos lo hereditario seguía siendo, en un sentido, lo mismo que había sido para Aristóteles: un conjunto marginal de hechos o, en otras palabras, “apariencias a salvar”.
La verdadera pregunta, hasta el final del siglo XVIII, se centraba en cómo se formaba y organizaba la totalidad del ser vivo; esta era la fuente de azoro y el objeto de especulaciones explicativas. Como escribió Jacques Roger en relación a las tareas teóricas de los naturalistas franceses del siglo XVIII: “La ciencia de la época no se preocupaba en realidad de las cuestiones de la herencia y la hibridización.
El gran problema, a sus ojos, era la formación del ser vivo, considerado como un individuo aislado, sin relación con los individuos de la misma especie que le precedieron y engendraron”.
La mecánica de la herencia biológica, debe enfatizarse, no era entonces una cuestión posible. Para siquiera empezar a plantear el problema de la herencia como objeto de teorización autónoma —un campo o dominio independiente, o al menos parcialmente aislado, con sus elementos y regularidades— éste debe ser reconocido. Para ser concebible, la idea de una ley o fuerza de la herencia requiere de la estabilización de un dominio, la estructuración de un grupo de hechos diferenciados y la presunción de que hay una conexión causal exclusiva entre ellos. Lo hereditario, hasta los últimos años del siglo XVIII, no era tal dominio. Conservaba mucho de su origen analógico, no explicativo, y a pesar de las clarificaciones de autores como Maupertuis y Buffon, no sugería a nadie la necesidad de postular un conjunto autónomo de leyes o fuerzas para dar cuenta de sus fenómenos.
La excepción, otra vez, se encontró entre los médicos; en sus filas se hicieron las distinciones más importantes que comenzaron a dar forma y estructura a lo hereditario, y se le empujó hacia la formación de un área de investigación científica independiente.
¿Qué lo hace hereditario? Causalidad y enfermeda
El mundo médico brindó el escenario para la transformación del indefinido cúmulo de lo hereditario en el concepto que ahora reconocemos como herencia biológica. La historia de esto que he llamado la reificación del concepto de herencia biológica, puede rastrearse en las vicisitudes de los términos “hereditario” y “herencia”, en el sentido biológico en los idiomas europeos, especialmente en enciclopedias, diccionarios generales y médicos. En ellas encontramos la percepción médica de la transmisión hereditaria de ciertas enfermedades que llevó el adjetivo "hereditario" a los diccionarios por primera vez.
Dentro de la tradición hipocrático-galénica siempre se mantuvo cierta atención al hecho de que la enfermedad, o una disposición o propensión a ella, puede transmitirse causalmente de padres a hijos. La fórmula “enfermedad hereditaria” (haereditarii morbi en latín, Nosoi kleromixai, en griego) fue utilizada consistentemente muchos siglos antes de la primera ocurrencia del sustantivo herencia en su acepción biológica. Para el inglés tenemos evidencia de esto en el Oxford English Dictionary. Mientras que cita ocurrencias del siglo XVI en adelante de “hereditario” en relación a enfermedades, las primeras referencias a “herencia biológica” son circa 1860.
Sin duda fue el sustantivo francés hérédité el primero en establecerse como un término científico con fuerza explicativa autónoma, impulsado por toda una generación de médicos de principios del siglo pasado, que decidió que “lo hereditario” debía jugar un papel menos marginal en la comprensión del pasado y del presente de la humanidad y, por tanto, en la creación de su futuro. Después de 1830, la herencia hérédité ocupó un lugar preponderante en sus escritos hasta convertirse en el emblema de su nueva actitud, ambiciosa, post-ilustrada y post-revolucionaria. Este fenómeno tardó varias décadas en desbordar las fronteras de Francia, hacia Inglaterra y Alemania sobre todo.
Las implicaciones ontológicas de la adopción del sustantivo herencia, donde antes se usaban frases adjetivales, las asumieron por primera vez, los médicos franceses. Del terreno de la medicina su uso se desbordó hacia otros espacios públicos, al recibir la herencia un peso creciente como recurso explicativo en los textos programáticos y propagan dísticos de la Francia posrevolucionaria. Alienistas (psiquiatras), criminólogos, higienistas, y miembros de otros ramos de la medicina social encontraron muy atractivo el cambio del uso adjetival al uso sustantivo de herencia.
La modificación, que he detectado en diversas fuentes, señala la mudanza final del uso analógico o metafórico a uno sustantivo, en el que se asume cabalmente un compromiso ontológico con la referencia del concepto. El proceso de reificación que quizá comenzó varios siglos antes, con la adopción del adjetivo “hereditario” por los médicos de la tradición hipocrática, llegó con ello a su conclusión.
Vale recordar que a principios del siglo XVII hubo un renacimiento del interés en las enfermedades hereditarias. Aparte de varios tratados sobre el tema, encontramos que en algunos diccionarios médicos la entrada Haereditarii Morbi comienza a ocurrir. Lo característico de las definiciones de esa época es que, además del patrón familiar de ocurrencia de la enfermedad hereditaria, se le asocia con afecciones de tipo crónico como la gota, los cálculos y la llamada consunción. No se apela a ningún mecanismo de transmisión, aunque se infiere que la posible causa depende de humores pervertidos comunicados por la generación.
De hecho, la primera restricción importante que los médicos hicieron a la idea de transmisión hereditaria es que el elemento causal que el progenitor aporta —y que distorsiona o define la constitución del hijo— debe estar presente, mediante de la simiente, en el momento de la fecundación. Les importaba distinguir ese tipo de influencias de las que ocurrían después de la fecundación, ya fuera del ambiente o del cuerpo o la leche de la madre. Este último tipo de influencias, que algunos comenzaron a especificar con el adjetivo “connato” y luego “congénito”, eran también vistas como humorales, y producían alteraciones prenatales (o postnatales en el caso de la lactancia) a la constitución debido a elementos o humores mórbidos que llegaban al hijo, por ejemplo, por la placenta, afectando las estructuras corporales aún sin “solidificar”.
Así, los médicos comenzaron a diferenciar las rutas causales de la transmisión de enfermedades de padres a hijos, sobre todo basándose para ello básicamente en evidencias “externas”, como el momento (la edad) de la manifestación de síntomas, el tipo de dolencia (v. gr., crónica o aguda) y los patrones de recurrencia dentro de las familias, etcétera. Pero las discusiones no tenían un fácil desenlace y muchos médicos estaban escépticos de que se lograran establecer realmente tales diferencias. Las teorías fisiológicas dominantes entre ellos, con su base humoral-solidista, no ayudaban a restringir las posibles rutas causales. El gran y problema crucial seguía siendo cómo y cuándo los primeros rudimentos o el “estambre” del embrión era formado: de nuevo la misma abrumadora pregunta que se hacían los teóricos de la generación. Esto daba amplio margen a la discusión y desavenencias entre las diferentes posturas. Como un autor de la época escribió, para identificar lo auténticamente hereditario era indispensable un conjunto de “reglas”, a fin de evitar que los “casos” se confundiesen, y que ciertas semejanzas en las apariencias, “debidas a un origen distinto”, fueran tomadas indebidamente como hereditarias. Se apuntaba a la definición de una categoría especial para el contagio antes de la concepción, debido a factores causales que pudieran haber estado en la sangre del linaje por muchas generaciones o quizá unas pocas, pero que al actuar de un modo más profundo en un tiempo crucial, definían más dramáticamente el destino de la persona.
La descripción que acabo de hacer refleja las entradas que es posible encontrar en varios diccionarios europeos de la primera mitad del siglo XVIII. Algunos de estos tesauros, como el de médico de James o el de Chamber's, han sido reconocidos como importantes influencias en la concepción de Diderot del proyecto de su Enciclopedia. Gracias a los intereses personales de Diderot, la Enciclopedia mostró un profundo y amplio interés por todos los asuntos médicos. El tema de las enfermedades hereditarias fue uno de ellos.
Dado que en Francia se había dado hacía sólo unos años lo que se puede considerar como el ataque escéptico más serio a la idea misma de “enfermedad hereditaria”, y dado también que el autor de tal ataque fue Antaine Louis —importante colaborador médico de la Enciclopedia, y luego uno de los cirujanos más destacados de la Francia prerevolucionaria—, resulta un tanto sorprendente que la pieza sobre el tema en la Enciclopedia tomara una postura fuertemente a favor de la posibilidad de identificar una categoría de enfermedades como hereditarias, sin considerar objeciones “vivas” a la idea misma. Casi con certeza tal pieza fue escrita por Diderot. En ella se rescataban tanto ejemplos como argumentos de otros diccionarios, y algunos análisis sobre el tema relativamente desconocidos, realizados por médicos europeos, como Stahl, Zeller y, especialmente, el irlandés Dermutius de Meara.
Al adjetivo “hereditario” sólo se le dio su acepción médica en la Enciclopedia. Lo primero que el enciclopedista hace notar es el carácter contingente de la adscripción, pues depende más de la ruta de contagio que de alguna cualidad esencial de la influencia causal. Según él, una enfermedad es hereditaria si su causa (vicio) es adquirida debido a la calidad del líquido seminal o de los humores maternos, que se mezclan para formar el embrión y brindarle el principio de la vida. La analogía escogida por el enciclopedista para el tipo de patrón causal en el que está pensando limita, sin embargo, la contingencia de lo hereditario, y toma como símil adecuado los cambios fisiológicos y anatómicos (i. e. constitucionales) que dispara la adolescencia en los cuerpos masculino y femenino. Así como todos heredamos de nuestros padres disposiciones a sufrir cambios definidos en épocas precisas de nuestra vida, también heredamos tendencias a sufrir, en edades preestablecidas, ciertas dolencias o enfermedades.
Al escoger este símil, Diderot está confirmando su creencia en la transmisibilidad de influencias causales constitucionales latentes, de un tipo u otro, esto es, de elementos materiales que pueden transformar la organización del cuerpo en un momento dado de la vida del individuo. Para él los misterios y sus soluciones, tanto de los cambios dramáticos durante la pubertad como de la ocurrencia de los mismos padecimientos en padres e hijos exactamente a la misma edad, estaban estrechamente unidos. Así, Diderot escribe que la posibilidad de destruir la disposición a desarrollar una enfermedad que se ha heredado es tan magra como la que tenemos de destruir la disposición “que hace crecer la barba de un joven varón con buena salud”.
El fuerte arraigo que los elementos hereditarios tienen sobre la constitución de un individuo deriva del hecho de que ya están presentes durante los primeros instantes de la formación de un nuevo ser (del “estambre” o de los rudimentos), y la contingencia de que sea por vía de la simiente que se llega ahí no disminuye la fuerza de la influencia. De ahí que el enciclopedista insista en la importancia de distinguir las disposiciones a la enfermedad que se adquieren en la concepción (las verdaderamente hereditarias) de aquellas que se adquieren después.
Luego de la Enciclopedia, el adjetivo “hereditario”, en su acepción técnica, se volvió una entrada habitual en los diccionarios franceses, tanto médicos como generales.
Simultáneamente, en las discusiones sobre las teorías de la generación, la creciente presencia del reto que implicaba la doble influencia de lo hereditario garantizaba que, de un modo u otro, se discutieran los fenómenos de la semejanza entre familiares, la hibridización y las enfermedades hereditarias. Pero como ya dije, los teóricos de la generación no se interesaban en buscar mecanismos independientes para la transmisión de los caracteres hereditarios, per se. Tendían a considerar el problema como secundario, un apoyo o un obstáculo para sus esquemas, y no mucho más.
En contraste, los médicos enfocaban su atención en particular sobre las causas mórbidas y sus posibles rutas de transmisión. La existencia o no de una ruta de influencia exclusivamente hereditaria estaba en el centro de sus disputas. El hecho de que podían ver comportamientos análogos entre las conductas de caracteres normales, en apariencia heredados (como el color de los ojos o lo tupido de la barba) y el de las enfermedades que, creían, debían ser hereditarias (como la gota, la escrófula o la epilepsia) , reforzaba su creencia en tal ruta. Generalmente, la parte de sus trabajos que trataba de establecer el tipo de influencia responsable por lo hereditario era, hacia fines del siglo XVIII, la más débil y discutida. Las hipótesis humoralistas e iatroquímicas ya habían entrado en constante conflicto con el conocimiento y las ideas de otros campos, entre ellos la química y la fisiología. Esto además de las cuestiones, también serias, que surgían de las disputas sobre la generación.
Los médicos franceses de finales del siglo XVIII llegaron a sentir la aguda necesidad de producir un concepto más claro y mejor apoyado de la transmisión hereditaria. Para ellos esto ocurrió antes de que necesidades similares surgieran entre los miembros de otros grupos.
Contra el escepticismo en la herencia. Médicos franceses del siglo XVIII
Durante la Ilustración, la discusión en torno a las enfermedades hereditarias fue más viva en Francia que en ningún lado. Había diferencias importantes en el modo de concebirlas. Algunos, por ejemplo, favorecían el establecimiento de una distinción entre transmisión hereditaria normal y transmisión patológica; otros pensaban que el mismo tipo de influencias era responsable de ambas. Había quien prefería postular causas puramente solidistas para la transmisión hereditaria, mientras otros insistían en conservar las causas humorales de sus precursores.
El principal estímulo para que los médicos franceses concentraran su atención y esfuerzo en dilucidar la transmisión hereditaria fue el pequeño y muy inteligente ensayo publicado por Antoine Louis en 1748. Escrito en respuesta a un concurso convocado por la Academia de Dijon, el ensayo de Louis no fue premiado pues cuestionaba de raíz la idea misma de una transmisión hereditaria no sólo de enfermedades, sino de cualquier accidente de la constitución. En pocas palabras, Louis alegaba que la transmisión hereditaria de enfermedades era una ilusión, producto de la imaginación de los médicos, y que con un cuidadoso análisis, desarrollado bajo las sanas premisas fisiológicas del solidismo, resultaba inconcebible cualquier influencia de las características paternas sobre los hijos. No había, arguyó Louis, ningún mecanismo concebible que hiciera que la estructura (sólida) de un órgano dado en un padre o madre afectara la estructura del mismo órgano en el hijo (hay aquí una premisa preformacionista que Louis disimula). Las enfermedades con causa humoral que pasan accidentalmente por la simiente, al no ser exclusivamente hereditarias deberían catalogarse del mismo modo que las demás afecciones.
El reto escéptico de Louis al recibir cada vez mayor publicidad, conforme el autor cobró eminencia, hizo que el resto de la comunidad médica francesa sintiera la debilidad de sus propias ideas sobre la transmisión hereditaria de enfermedades. De ahí surgió una empresa que tuvo como fin recoger y organizar la evidencia disponible, tanto de la literatura como de la práctica cotidiana de los médicos, para respaldar la idea, cara a los médicos, que Louis ponía en duda. Sin embargo, ningún mecanismo de transmisión convincente parecía estar a mano. Esto hizo que la Sociedad Real de Medicina de París, ya tarde, en 1788, llamara a un concurso de ensayos sobre cómo se transmiten las enfermedades hereditarias. La competencia revitalizó las discusiones, y puede decirse que fue responsable de que el tema de la herencia estuviese en el aire cuando, en los candentes tiempos posrevolucionarios, fue tomado e impulsado por fuerzas sociales de mayor magnitud. Ya en otro trabajo he descrito con detalle los eventos que llevaron al concurso y los resultados de éste; aquí sólo interesa destacar que varias de las piezas que luego influyeron de modo importante a la siguiente generación de médicos fueron redactadas para este concurso (me tocó la suerte de descubrir los manuscritos sobrevivientes en la Biblioteca de la Academia de Medicina de París).
Fuera del ámbito médico, el escepticismo respecto a afirmaciones hereditarias era más común en el siglo XVIII, entre otros motivos porque había algunos autores naturalistas con compromisos grandes respecto a las explicaciones de las características físicas de los hombres, animales y plantas, sus variaciones geográficas, etcétera, basadas en influencias exteriores, como el clima y la alimentación. Eso restaba importancia a lo hereditario, dejándolo en el cajón de las segundas o terceras opciones. Pero la situación cambió en la Francia de la posrevolución. Varios autores han tratado de explicar este cambio de énfasis, paradójico sólo en apariencia.
El hecho histórico es que, al iniciarse el siglo XIX, la transmisión hereditaria como posible explicación de un número de fenómenos comenzó a recibir mayor atención, especialmente como un modo de dar cuenta de muchos males sociales: locura, sífilis, escrófula, tuberculosis. Los esfuerzos de los médicos del siglo XVIII por elucidar la estructura causal de la transmisión hereditaria fueron rescatados y ampliados por la nueva y emprendedora generación de médicos franceses.
Entre los diversos escritos. producto de las competencias de la Sociedad Real, destaca el ensayo de Jean Francois Pagés, quien fue elegido por Vicq D'Azyr para llenar la entrada de “héréditaire” en el diccionario de medicina de ese enorme proyecto que fue la Enciclopedia Metódica. Resulta en parte asombroso que un autor tan joven (una primera versión del ensayo fue presentada por Pagés como tesis de licenciatura) haya realizado un análisis más cuidadoso y sutil del que se podía encontrar en cualquier obra publicada. Sólo cuando se le compara con otros ensayos presentados a la misma competencia, uno puede percibir que varios autores andaban en busca del mismo tipo de distinciones “modernas” que caracterizan el ensayo de Pagés. Entre ellas destaca la muy bien argumentada distinción entre heredar una enfermedad en sí, y heredar una disposición o propensión a ella. Otra distinción notable es la que aumenta los criterios ya conocidos para separar lo hereditario de lo connato o congénito. En efecto, Pagés afirma que es importante discriminar claramente entre las causas humorales (que no son hereditarias) y las influencias de la conformación de los sólidos. Cualquiera que sea la fuente última de la causa hereditaria, sólo actúa durante el proceso de conformación de las partes del cuerpo, desde adentro (y no desde afuera, como los humores). El hecho es que, al dar siempre una disposición o propensión hacia sus efectos, más que una influencia determinista, la alteración de la estructura sólo se manifiesta —dice Pagés— hasta que otras causas concomitantes coadyuvan a su desencadenamiento. Esta latencia causal de lo hereditario explicará también otros fenómenos hereditarios bastante discutidos, como el atavismo o regresión (la aparición en los hijos de caracteres de los antepasados que los padres no compartían). En el caso de las enfermedades, una persona sana muy bien puede traer en sí la causa hereditaria de la enfermedad y aun transmitirla a sus hijos, sin padecer jamás los efectos nocivos pues nunca se dio en ella la causa complementaria.
Este tipo de distinciones dieron pauta, durante la primera mitad del siglo XIX, a que los médicos franceses exploraran con mayor atención las características propias de lo hereditario. Diversos tipos de teorías explicativas fueron explotados por ellos, y sus esfuerzos culminaron en 1850 con el inmenso, en varios sentidos, y hoy olvidado Tratado de la Herencia Natural del médico alienista Prosper Lucas. En esa obra se puede ver con claridad que un nuevo dominio de teorización independiente había sido creado por una tradición relativamente marginal: el dominio de lo que hoy llamamos herencia biológica.
Más allá de que el tipo de explicaciones de la herencia intentadas por Lucas hoy nos sea ajeno, la gran acumulación de datos que él hizo —aunada al esfuerzo por especificar cuáles eran los aspectos paradójicos a resolver en cualquier teoría biológica de la herencia— constituyó un gran servicio a los autores más conocidos que vinieron después. Entre los directamente influidos por su obra están Darwin, su primo Francis Galton, y Herbert Spencer, por no mencionar a varios novelistas y científicos sociales de la época.
La tradición médica de la que emanó la obra de Lucas fue enterrada poco tiempo después por los historiadores de la Genética. Pero, como he intentado mostrar, no sólo es una curiosidad histórica la razón por la que hoy debemos revisitarla: el proceso de construcción de los elementos básicos de nuestra idea de herencia biológica tuvo lugar en ella.
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Referencias Bibliográficas
Dowbiggin, I., 1991, Inheriting Madness, University of California Press.
Jacob, F., 1970, La Logique du Vivant. Une Histoire de l’Hérédité, Gallimard (Traducción al español en Biblioteca Científica Salvat). López-Beltrán, C., 1994, “Forging Heredity”, en Studies in History and Philosophy of Science, 25: (2), p.p. 211-235. Roger, J., 1963, Les Sciences de la Vie dans la Pensée Française, Armand Colin (reimpresión, Albin Michel, Paris, 1993). |
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Carlos López Beltrán
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López Beltrán, Carlos. 1994. La construcción de la herencia biológica. Historia de un concepto. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 30-40. [En línea].
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Héctor T. Arita | |||||||||||||||
A regañadientes acepté la invitación de mi amigo. De acuerdo, juntos habíamos experimentado toda clase de aventuras. Nuestras correrías iban desde travesuras infantiles —aquella vez que iniciamos un incendio en el terreno baldío que había en la esquina de la casa— hasta diversiones más de adultos (y por tanto mucho más caras) como la ocasión en que nos atrevimos a lanzarnos en paracaídas. Habíamos vivido grandes emociones y jurado nunca rajarnos, pero explorar una cueva, ¿a quién se le podría ocurrir? A Javier, me imagino.
Debo aclarar que Javier no es una persona normal, sino un biólogo. Este biólogo en particular, además de las extrañas aficiones compartidas con sus colegas (coleccionar toda suerte de bichos singulares, pasar semanas enteras en el campo subsistiendo con una dieta de atún y sardinas, etcétera) posee otra que lo distingue de la mayoría: su amor por el peligro. Es por esta combinación de excéntricas inclinaciones que Javier se ha dedicado a la biospeleología, el estudio de los organismos cavernícolas.
Todavía no sé cómo me convenció. No recuerdo si fue su incansable parlotear sobre lo que él describía como fascinantes animales cavernícolas o su emocionada reseña de las estalactitas, estalagmitas y demás “itas”. Lo que sí recuerdo es su incesante uso de terminajos extraños que yo nunca había oído: “vamos a observar numerosos troglobios que aprovechan el microhábitat entre los espeleotemas, donde se percolan los nutrimentos que exudan de las raíces de los Ficus”, creo que dijo. Me parece que entendí más en aquella película alemana sin subtítulos que vi el otro día. En cualquier caso, el hecho es que finalmente acepté acompañar a mi amigo a aquella cueva. Una sonrisa de maquiavélica satisfacción asomó a su rostro.
A las nueve de la mañana llegamos a la entrada: un hueco de poco más de un metro en el piso calcáreo. Me asomé y, por supuesto, no vi absolutamente nada. “Tenemos que entrar y acostumbrarnos a la oscuridad”, sentenció Javier con su estúpido tono paternalista que tanto me irrita. Angélica y Marco, compañeros de aventuras subterráneas de mi amigo, montaron con impresionante celeridad el sistema de cuerdas y aparatos que nos permitirían descender a aquel mundo de silencio y oscuridad. “El árbol del que están amarrando la cuerda es un amate, un Ficus”, me explicó Javier; “fíjate cómo las raíces se extienden varios metros bajo el suelo. Un investigador de Hawái mostró que el intercambio de materia orgánica en las raíces de estos árboles es una de las fuentes más importantes de nutrimentos para los ecosistemas de las cuevas”. “Genial”, musité burlonamente.
Bajó primero Marco y nos informó que el tiro era de unos ocho metros. Mientras Angélica recogía y se acomodaba los mosquetones y la “marimba”, para iniciar su descenso, Javier me explicó que en las cuevas no existe fotosíntesis y que, si bien hay bacterias capaces de sintetizar materia orgánica usando energía química, los ecosistemas cavernícolas prácticamente dependen en forma total de fuentes externas de nutrimentos: ramas y partículas arrastradas por el agua, sustancias disueltas que se filtran por las fisuras o a través de las raíces de los árboles, o excrementos de animales que entran y salen de las cuevas, como los murciélagos. Hice una mueca al tratar de imaginarme el aspecto que podría tener el excremento del conde Drácula.
Haciendo caso omiso de mis payasadas, mi amigo continuó su disertación. Tomó una ramita y removió la hojarasca del piso. “¿Ves la cantidad de hojas y ramas que hay aquí? Esta abundancia de materia orgánica favorece el desarrollo de comunidades muy ricas de artrópodos”. Removió con mayor vigor los sedimentos y una espantosa alimaña se retorció con rapidez. “¡Es una escolopendra!”, exclamó Javier con tanto gusto como si tuviera enfrente el último calendario de la Bibi. “Si te fijas con cuidado notarás que existe una gran abundancia de artrópodos”. Efectivamente, detecté muchísimos bichos de variadas formas y tamaños: hormigas, cochinillas, arañas de todo tipo, chapulines y hasta una rana distraída pasaron frente a mis ojos.
“¡Te va!”. Sentí un escalofrío al darme cuenta de que era mi turno para entrar a la cueva. Tenía ya experiencia en el manejo de los aparatos, pero eso de no poder ver por dónde va bajando uno es de veras horripilante. Me ajusté el arnés y me cercioré de que el mosquetón de seguridad estuviera bien colocado. Acto seguido, me colgué de la cuerda y di el primer paso hacia atrás, y luego el segundo y el tercero. Noté inmediatamente la diferencia entre el mundo exterior y el de la cueva: la temperatura era mucho menor y la humedad más alta sólo unos centímetros dentro de la cueva. A medida que bajaba me parecía que el orificio de la entrada se hacía más y más pequeño, hasta convertirse en un pequeño círculo de luz a ocho metros de altura.
En lo que bajaba Javier, exploré los alrededores. El cono de luz de mi lámpara apenas me servía para iluminar parcialmente el piso y las paredes de aquel lugar. Noté inmediatamente la diferencia con el exterior: en el piso de la cueva apenas y vi unos cuantos insectos dando vueltas, comunidad paupérrima en comparación con la de afuera. Cuando Javier terminó su descenso y se retiró el arnés, señaló lo que a mí me pareció un bosquecito de plantitas subdesarrolladas, una selva bonsái. “Son plántulas de ramón”, señaló Javier. “Y a mí qué me importa que el tal Ramón haya venido a dejar sus huellas aquí”, pensé con sorna. Sin fumarme, Javier prosiguió: “El ramón, Brosimum alicastrum, es un árbol de la familia de las moráceas cuyas semillas son dispersadas por murciélagos. Las plántulas que ves aquí son producto de la germinación de las semillas que fueron acarreadas por algún quiróptero, probablemente el murciélago zapotero, Artibeus jamaicensis. El destino de estas plántulas es triste, la inmensa mayoría de ellas morirá al no recibir la luz necesaria para subsistir; sólo una entre miles logrará crecer y desarrollarse como el Ficus del que nos colgarnos. Su existencia no es del todo inútil, ya que toda una serie de insectos y otros artrópodos se desarrollan gracias a la materia orgánica que se acumula junto a las plántulas. Este es un ejemplo más de la incansable labor de los murciélagos que funcionan como eslabones móviles entre el ecosistema de las cuevas y el mundo exterior”. A pesar del tono pedante de mi amigo, quedé sinceramente impresionado al comprender de pronto la interconexión de las cuevas y el ambiente exterior.
Comenzarnos a caminar por una estrecha galería tapizada de estalactitas rotas y cristales incompletos, prueba constante de la presencia humana. Casi al final de la galería, Javier pidió silencio. “Escucho chillidos de murciélagos”, dijo en voz baja. Acercándose sigilosamente y apuntando su luz con cautela, mi amigo localizó al grupo de murciélagos moviéndose nerviosamente en el interior de un pequeño hueco en el techo. “¡Son Artibeus!” Con un rápido movimiento Javier se acercó, colocó una red de mano en el hueco y capturó un par de animales. Con dificultades ocultaba su emoción mientras con la mano enguantada extraía uno de la red. Al ver al animalillo aquél en la mano de mi amigo, mi impresión sobre los murciélagos cambió radicalmente. No puedo decir que sea un animal bonito, pero había algo en esos ojos grandes y en el movimiento constante de las orejas que despertaba cierta ternura. No se trataba de una bestia monstruosa, como la mayoría de la gente piensa.
Comenzó otra de las clásicas disertaciones de Javier. “Observen cómo la colonia de los murciélagos se encuentra en este hoyo de disolución en el techo de la cueva. Probablemente se trata del harem de un macho y sus numerosas hembras. Fíjense también en el piso, justo debajo del hoyo”. Apunté mi lámpara y vi una pequeña pila de un material extraño. “Es una pila de guano, excremento de murciélagos acumulado ahí a lo largo de los años”. Me acerqué con cuidado y pude ver una multitud de puntitos rojos moviéndose por todos lados, “ácaros, unos artrópodos emparentados con las arañas y garrapatas”, según Javier. Había también lo que identifiqué como asquerosos gusanos y que Javier llamó larvas de mosca y de escarabajo. Noté que si me movía unos cuantos centímetros fuera de la pila de guano, no encontraba ninguno de esos bichitos. Adelantándome a la inevitable perorata de Javier, deduje que era la materia orgánica contenida en el guano la que mantenía a las poblaciones de esos bichos, y que en las zonas sin ese guano los animaluchos no podían subsistir.
Continuamos con nuestra exploración y pronto llegamos a una laguna. El agua era increíblemente transparente y el reflejo de nuestras lámparas iluminaba con destellos las estalactitas y los cristales. Era un espectáculo realmente fascinante que nos dejó atónitos por un buen rato. No aguantando más la tentación, entré a la laguna y comencé a caminar. A los dos pasos me di cuenta de mi error: al remover el fondo levanté una cortina de finísima arena que enturbió de inmediato el agua. “¡Ahora ya no podremos ver a los peces ciegos!”, chilló Javier. Sentí ganas de contestarle que ahora la situación estaría pareja porque ellos no podían vernos a nosotros, pero me contuve al ver que mi amigo estaba genuinamente consternado. Me explicó que existen en estas cuevas varias especies de langostinos y peces completamente blancos y ciegos y que tienen sumamente desarrollados otros sentidos. Me puso por ejemplo a los langostinos que tienen antenas tres veces más largas que el cuerpo; estos son ejemplos clásicos en los textos de evolución.
Los ánimos se calmaron cuando encontramos otra poza y alcanzamos a ver, nadando apaciblemente, a uno de los tan mentados peces ciegos. “¡Es un Pluto infernalis!”, sentenció mi amigo, y yo pensé “al rato aparece el Tribilín del averno”. Sin embargo, al observar cómo aquel sorprendente pez se alejaba nadando con toda la tranquilidad del mundo, como si los de su estirpe tuvieran todo el tiempo para evolucionar, comprendí por qué las cuevas son sitios tan especiales. Sentí una extraña tranquilidad interior cuando la criatura finalmente desapareció de nuestra vista.
Volví a la realidad cuando Javier comenzaba otra de sus lecciones. “Los animales que, como este Pluto infernalis, son exclusivos de las cuevas, se llaman troglobios. Generalmente presentan adaptaciones extremas a las condiciones de las cuevas, como las que vimos en este pez. Otras especies, que pueden completar su ciclo de vida dentro de las cuevas, pero que también se han encontrado fuera de ellas, son llamadas troglófilos, como la mayoría de los artrópodos que vimos en el guano de los murciélagos. Otros animales, como los murciélagos, necesitan forzosamente salir de las cuevas para alimentarse o completar su ciclo de vida y son conocidos como trogloxenos. Finalmente, existen otras especies que han sido reportadas en cuevas, pero que seguramente llegaron a ellas en forma accidental”.
Pasando la laguna penetramos en un túnel que ascendía rápidamente. A cada paso sentía que me ahogaba. Al llegar al final del túnel el calor era ya tan insoportable que no me percaté de los chillidos que llenaban el lugar. Cuando reaccioné me quedé estupefacto: cientos, miles de sombras surcaban velozmente el reducido espacio de aquella cámara, evitando ágilmente las colisiones con las estalagmitas y con nosotros. “¡Ah!, una colonia de Natalus”, dijo Javier suspirando como si hubiera encontrado una hielera llena de cervezas frías. Un movimiento ágil de la red y Javier tenía ya en sus manos un murciélago: era pequeño, con patas muy largas y un extraño rostro en el que los diminutos ojos apenas se distinguían, perdidos en el vórtice de las enormes orejas en forma de embudo: un Natalus stramineus típico. A los pocos minutos Javier ya había capturado e identificado otras cinco especies de murciélagos.
“Esta”, comenzó Javier su nuevo discurso, “es una sección de lo que los espeleólogos cubanos llaman una cueva de calor, por razones obvias: la cámara se encuentra por arriba de otras y no tiene sino una salida estrecha; el calor se concentra, creando un ambiente ideal para las grandes colonias de murciélagos.” Angélica, que había estado tomando medidas de temperatura y humedad, nos informó que en ese lugar la temperatura era de 34 grados Celsius y la humedad relativa era del 100%. “!Santa vaporera, Batman!”, exclamé. La temperatura en la zona de la laguna, apenas unos metros más abajo era de 24 grados.
Desde que entramos en esa cámara sentí algo raro en el suelo, y cuando miré comprendí la razón: mis botas estaban completamente hundidas en guano. Aquí éste tenía un aspecto diferente, parecía estar formado por pequeñas pelotitas que se movían. En efecto, era tal la concentración de larvas de mosca y de escarabajo que el sustrato literalmente se movía. Yo mismo me sorprendí de no sentir asco y de estar verdaderamente embrujado por la inmensidad de aquella colonia de murciélagos y por la riquísima fauna de artrópodos que se desarrollaba en el guano.
“Debe haber al menos unos 40000 individuos”, sentenció Javier. “En otros lugares de México hay una especie, el murciélago guanero, Tadarida brasiliensis, que forma colonias de hasta 40 millones de individuos”. “40 millones”, dije, “es como si estuviera todo el padrón electoral de México en una sola cueva, y sin rasurados.” Sin inmutarse, Javier continuó con su explicación: “en varias cuevas del norte de México y de Estados Unidos, el murciélago guanero forma lo que se llaman colonias de maternidad, que son grupos de hembras con sus crías. Un investigador norteamericano demostró hace algunos años que las hembras que regresan a la cueva después de su excursión nocturna en busca de alimento, son capaces de localizar a su propia cría en un mar de millones. ¿Cómo logran eso?, es uno de los grandes misterios de la naturaleza”.
“Estas grandísimas colonias de murciélagos —añadió— forman enormes acumulaciones de guano en el suelo de las cuevas, que proveen de alimento a comunidades de artrópodos completamente diferentes a las que encontramos en otros lugares. Aquí el alimento es superabundante y permite el desarrollo de grandes poblaciones de escarabajos y otros insectos”.
No pudimos soportar mucho tiempo en aquella cámara. El calor y la humedad sofocantes, y el intenso olor a guano de murciélago nos obligaron a salir del recinto y retornar a la galería por la que habíamos entrado. Notamos inmediatamente el cambio de temperatura al sentir el frío y la humedad condensada en nuestras ropas. Mientras recobrábamos la respiración, mi amigo explicó que entre los espeleólogos existe el temor de contraer la histoplasmosis, una enfermedad causada por el hongo Histoplasma capsulatum, y que puede producir la muerte. En realidad, el hongo es capaz de desarrollarse en cualquier lugar donde hay grandes acumulaciones de materia orgánica; incluso es un gran problema en gallineros mal ventilados. Javier nos indicó que los sitios más peligrosos son los túneles donde hay guano de murciélago y el ambiente es seco, pues esto propicia que el polvo depositado en el piso (y con él las esporas del hongo) se levante con cada pisada. En cuevas húmedas, como en la que estábamos, el riesgo es menor, aunque no despreciable. Javier hizo énfasis en el hecho de que no se puede considerar la histoplasmosis como una enfermedad transmitida por los murciélagos; simplemente el hongo encuentra en el guano el sitio idóneo para su desarrollo.
Continuamos por un túnel paralelo al que conducía a la cámara de los murciélagos y que, según Marco, nos llevaría a otra salida. Caminábamos por una de las estrechas galerías cuando vi en el piso lo que parecía un charco de sangre coagulada. “Ya encontré el refugio de Drácula”, exclamé burlonamente. Javier, tratando de ocultar su enojo, me regañó: “cállate y apunta cuidadosamente tu luz hacia arriba”. Y lo que vi me dejó helado. Colgado dentro de una grieta en el techo, a unos tres metros de altura, se encontraba un grupo de murciélagos, de aspecto agresivo, que chillaban secamente por la intensidad de la luz que yo enfocaba sobre ellos. “Son vampiros, Desmodus rotundus”, advirtió Javier. “No se preocupen, si no los tocamos, no atacarán.”
Nuevamente mi amigo hizo gala de su agilidad y capturó a uno de los individuos. Tenía un aspecto amenazador; atrapado en la mano enguantada de Javier, movía la cabeza de un lado a otro tratando de morder con sus afiladísimos dientes. Javier nos hizo notar que los incisivos, y no los colmillos, son los dientes más desarrollados en este animal. Los vampiros los usan para cortar la piel de los animales de los que se alimentan, como vacas y caballos. Contrariamente a la creencia popular, los vampiros no chupan sino que lamen la sangre que fluye de las heridas que provocan. Poseen una sustancia anticoagulante en la saliva que hace que la sangre fluya varios minutos.
“La gran mayoría de las especies de murciélagos son benéficas”, indicó Javier. “Por ejemplo, algunas de ellas polinizan las flores o dispersan las semillas de plantas de importancia económica; otras, como el murciélago guanero, consumen toneladas de insectos que pueden formar plagas en los cultivos. En México, de las más de 135 especies de murciélagos sólo tres son vampiros, y de ellas sólo una, el Desmodus rotundus, es lo suficientemente abundante para ser considerada plaga entre los ganaderos. Desafortunadamente, muchas de las campañas de control del vampiro han afectado las poblaciones de otras especies, pues los encargados no saben distinguir entre los diferentes tipos de murciélagos. Este es un problema muy serio en toda América Latina”.
Cuando Javier soltó al vampiro y éste comenzó a desplazarse velozmente por entre las grietas, saltando casi como un sapo, dejé de sentir horror. El animal, ya en su ambiente natural, no se veía tan amenazador. Entonces me di cuenta de que gran parte del miedo que la gente tiene a estos animales proviene de la total ignorancia sobre ellos. Me percaté también de las tremendas consecuencias que las campañas de control de vampiros, sustentadas en esta ignorancia, tienen sobre otras especies de murciélagos.
Caminamos en silencio el resto del camino. Yo reflexionaba sobre todo lo que había aprendido ese día y lo fascinante que había resultado, después de todo, el mundo subterráneo. Al final del túnel noté un circulito de luz que comenzó a hacerse cada vez más grande: la salida. Deseando prolongar lo más posible mi estancia en la cueva, pedí a Javier que nos sentáramos a descansar antes de salir.
Con visible satisfacción, mi amigo accedió. Nos sentamos, o más bien nos dejamos caer, sobre unas rocas junto a una pared. Javier aprovechó nuestro estado de ánimo para explicar los peligros que afrontan los organismos que viven en las cuevas: “los ecosistemas de las cuevas se encuentran entre los más amenazados del mundo. Cuando pensamos en sitios en peligro nos imaginamos selvas, arrecifes coralinos o grandes ríos y lagos. Las cuevas no figuran normalmente en los planes de conservación biológica porque son sitios muy poco conocidos e inconspicuos.
“Sin embargo —continuó—, debido a que los organismos cavernícolas están adaptados a condiciones ambientales muy específicas y poco variables, cualquier cambio en su entorno puede conducir a su extinción. Por ejemplo, si un constructor clausura la entrada a una cueva, inadvertidamente puede cambiar el microclima de las galerías profundas, afectando a las colonias y murciélagos y, por consiguiente, a las comunidades de artrópodos asociadas al guano. De igual forma, la contaminación de las aguas en la superficie puede alcanzar los mantos subterráneos y determinar la desaparición de especies como el pez ciego que vimos. El problema es que muchos de estos efectos tienen lugar sin que nadie se dé cuenta”.
Simplemente nosotros —detalló Javier—, por muy cuidadosos que hayamos sido, podríamos haber modificado temporalmente el microclima de algunas áreas con nuestra presencia. El calor generado por nuestras lámparas, el bióxido de carbono que exhalamos o el polvo que levantamos con nuestras pisadas pueden haber generado cambios dramáticos desde la perspectiva de un troglobio. Ahora imagínense el efecto de la gente irresponsable que se mete a las cuevas con antorchas, pinta las paredes, deja basura en el interior y se lleva una serie de recuerdos de su viaje. Su efecto puede ser simplemente desastroso.
“Es por todo esto que un espeleólogo americano, Gary MacCracken, ha propuesto su clasificación de cuevas verdes y rojas.” Aquí estuve a punto de decir “ni que fueran enchiladas”, pero el ambiente no era el propicio, supongo. Las cuevas rojas —continuó mi amigo— son los sitios a los que no se debería permitir el acceso a las personas. Por el contrario, las cuevas verdes podrían ser visitadas sin riesgo alguno. El problema para aplicar este sistema en México es que no contamos con un catálogo lo suficientemente completo como para intentar tal clasificación. En cuanto a los organismos cavernícolas el desconocimiento es aún mayor. Prácticamente cualquier estudio biospeleológico en alguna cueva encuentra varias especies nuevas, lo que indica que el trabajo descriptivo de las faunas es sumamente primitivo, y ya no digamos el ecológico.
“El mundo actual —sentenció finalmente Javier— se enfrenta al problema de la pérdida vertiginosa de la biodiversidad, y es peor en ecosistemas como los de las cuevas porque ni siquiera sabemos la magnitud de esa pérdida. Aún más triste: tal vez nunca nos enteremos de tal pérdida, a no ser por los efectos indirectos.”
Todos guardamos silencio por varios minutos, sentados sobre rocas de un mundo extraño que yo apenas había aprendido a apreciar y que podría estar en riesgo de desaparecer. Habíamos apagado las lámparas y eso aumentaba el efecto sobre nuestro estado de ánimo.
Salimos. Nos deslumbró la luz solar y me sentí sorprendido de ver tanto verde: plantas por todas partes. Evoqué las maravillas del lugar en donde había estado, donde la vida no depende directamente de la clorofila, esa sustancia que daba color al paisaje que tenía frente a mí. Entendí de golpe el concepto de biodiversidad y la enorme pérdida que significaría la desaparición de ecosistemas únicos como las cuevas. Y sentí una gran tristeza al imaginarme un mundo en el que no existiera la vida bajo la tierra.
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Héctor T. Arita
Centro de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Arita, Héctor T.. 1994. La vida bajo la tierra. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 50-58. [En línea].
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Linda Manzanilla | |||||||||||||||||||||||
Para los pueblos prehispánicos las cuevas tuvieron una
pluralidad de significados: refugio, sitio de habitación, boca o vientre de la tierra, inframundo, espacio fantástico, morada de los dioses del agua y los de la muerte, recinto funerario, lugar de ritos de linaje y de pasaje, observatorio astronómico, cantera.
El primer uso que el hombre hizo de cuevas y túneles naturales fue el de habitación. En el territorio mexicano se tienen testimonios arqueológicos del Horizonte Arcaico en los valles de Tehuacán, Valsequillo, Oaxaca, Tamaulipas y en la Depresión Central de Chiapas, entre otros.
Sin embargo, en horizontes posteriores, como el Posclásico (900-1500 d. C.), algunos nómadas continuaron con la tradición del uso habitacional de la cueva. Particularmente en el Valle de Teotihuacán y región de Texcoco, grupos chichimecas de nómadas —que otrora poblaron los desiertos del norte de México— habitaron cuevas en Oztotícpac, Tepetlaóztoc, Tzinacanóztoc, Huexotla, Techachalco, Oztotlítec Tlacoyan, Tlallanóztoc y Tenayuca. Y es que en lengua náhuatl la palabra óztotl significa cueva, vocablo que frecuentemente formó parte de los topónimos de Mesoamérica.
En el área maya, la cueva de Loltún ha proporcionado invaluable información sobre fauna de características pleistocénicas y sobre la ocupación de la región hacia 5000 a. C. Lo mismo ocurre con el Abrigo de Santa Marta en Chiapas.
Las cuevas también han sido un lugar de refugio. Por ejemplo, Mercer cita que la gruta de Calcehtok sirvió para tal fin durante la Guerra de Castas.
Extracción de materias primas
Las Grutas de Loltún fueron usadas principalmente para explotar los yacimientos de arcilla y material pétreo con el fin de elaborar cerámica y lítica pulida. De igual forma, numerosas cuevas someras del Valle de Teotihuacan fueron sitios de extracción de toba y tezontle, materiales que formaron el núcleo de las estructuras y muros.
Es frecuente que la cueva sea recipiente de manantiales o ríos subterráneos. De ahí que las poblaciones prehispánicas acudiesen a ellas para proveerse del líquido que, en el caso del área maya, llegó a considerarse “agua virgen” (zuhuy há) para rituales.
Para el caso de Teotihuacan, los túneles y cuevas fueron excavados para extraer tezontle, un material piroclástico de origen volcánico, poroso y ligero, que fue la base de la construcción de la ciudad.
Un lugar de culto
En el México prehispánico, las oquedades naturales (túneles, abrigos rocosos, cuevas) estuvieron íntimamente ligados a la religión y a la mitología. Varios mitos refieren la creación del Sol y de la Luna haciéndolos surgir de una cueva. En otros, la humanidad completa o ciertos grupos (por ejemplo, las siete tribus de Chicomóztoc) emergieron del interior de la tierra. Los alimentos mismos fueron obtenidos del mundo subterráneo cuando Quetzalcóatl robó el maíz a las hormigas.
Las cuevas fueron lugares de culto, desde el Formativo hasta el Posclásico (2200 a. C. - 1500 d. C). En las faldas del volcán Iztaccíhuatl que bordea la Cuenca de México por el Este, Carlos Navarrete exploró la Cueva de Calucan. De su estudio se concluye que el sitio tuvo un carácter religioso, relacionado con el culto al Dios Tláloc de la lluvia y agua. Se obtuvieron materiales formativos, clásicos y posclásicos, lo que implica una muy larga tradición religiosa. Actualmente en el interior de la cueva hay un pequeño manantial junto al cual se han hallado sahumerios.
En Totemihuacan, Puebla, existe un templo del Preclásico tardío (200 a. C.) con un túnel artificial y un receptáculo para agua, decorado con ranas. Esto evoca quizá un culto al agua con dioses batracios, que pudo haber precedido el culto a Tláloc en el Centro de México. Por su parte Francisco de Burgoa, cronista de Oaxaca, señala que los dioses prehispánicos que controlaban agua, semillas y frutos vivían en cuevas.
Las cuevas servían para hacer culto al Dios Jaguar, desde tiempos olmecas hasta el Clásico maya, particularmente en la región sur del área, y a Tláloc, deidades de la lluvia y del agua corriente. En numerosas cuevas, como Balankanché en Yucatán y Calucan, estado de México, se han hallado vasijas Tláloc, ollas, cántaros, vasijas y metates miniatura relacionados a este culto. Muchas cuevas eran sitios de petición de lluvia y buenas cosechas.
El culto a Quetzalcóatl es documentado por Du Solier en Ecatepec. Del culto al Dios Sol se han hallado testimonios en la cueva de los Andasolos, Chiapas, del Clásico tardío (650-900 d. C). La descripción que hacen Navarrete y Martínez de ella, presenta la figura del sol rodeada de tierra, agua y vegetación. Aparece también la figura de un individuo que emerge de las fauces abiertas de una serpiente. Probablemente se trate del sol del inframundo.
Un recinto funerario y ritual
Los ritos funerarios dentro de las cuevas fueron comunes particularmente en la Mixteca, pues en ellas se enterraba a los señores. Sin embargo, Brady y Stone mencionan la posibilidad de que cuevas como Naj Tunich, en Guatemala, pudiesen haber sido sitios de enterramiento para miembros de la realeza maya. Esto podría también ser válido para las cuevas usadas ritualmente en el Centro de México.
Mary Pohl, citando al Obispo Núñez de Vega, señala que los huesos de los fundadores de linajes que introdujeron el calendario maya eran guardados en cuevas. La gente los veneraba ofrendándoles flores y copal. Pohl afirma que hay varios centros mayas que tienen conexión ceremonial con cuevas; entre ellos cita a la Tumba del Gran Sacerdote en Chichén Itzá, que es un templo construido sobre una cueva. La investigadora menciona también que el rito cuch era efectuado por los gobernantes mayas al ascender al trono, para renovar la energía de su linaje; la parte más sagrada del rito se hacía en la cueva, a la que el gobernante descendía para recibir las profecías de los dioses. Por su parte, Zapata señala que las cuevas mayas también servían de recipientes de objetos sagrados desechados ceremonialmente, además de ser sitios de autosacrificio y sacrificios.
Entre otros pueblos de Mesoamérica, pero también del área Andina, existía la idea de que sus antepasados habían surgido de cuevas. Mixtecos, zapotecos, tzeltales y otomíes compartían esta idea, y algunos enterraban a sus nobles en cuevas. La idea de Chicomóztoc como lugar de origen, tiene paralelismo con la creencia. Aquí, quizá el elemento que domina es la idea de la cueva como vientre de la Tierra.
También entre los zuñi se cree que los gemelos creados por el Padre Cielo y la Madre Tierra descendieron a una cueva para guiar a los ancestros de los zuñi en su emergencia a la luz.
Un observatorio astronómico
Un ejemplo destacado de este uso es el observatorio de Xochicalco (“Cueva de los Amates”); allí, a mediados de mayo se puede ver penetrar el sol cenital en línea recta por el agujero principal. En Teotihuacan contamos con un ejemplo parecido: la “cueva astronómica” que yace detrás de la Pirámide del Sol (a 250 metros al sureste), sobre el circuito empedrado que rodea a la malla. Esta cueva fue excavada y estudiada por Enrique Soruco; su forma es semejante a un botellón y tiene 4.20 metros de altura. El acceso, de menos de un metro de diámetro, fue tallado en la roca. En su interior se halló un altar con una lápida de basalto por la cual se observa la entrada perpendicular del sol. A su alrededor encontraron numerosas ofrendas de ollas, cajetes, miniaturas, vasos, una figurilla de Xipe Tótec, tiestos de la Costa del Golfo y veinte navajillas prismáticas. Según el informe paleobotánico, a cargo de Lauro González Quintero, las ofrendas consistían de pigmentos rojos y verdes, húmeros de ranas, amaranto , chile, tomate, quelites, nopal y maíz, además de carbón bañado con resina de copal.
Entrada al inframundo
El área maya
Los mayas del siglo XVI hablan de un sitio subterráneo denominado Mitnal o Xibalbá. Tanto en Landa, como en Las Casas y el Popol Vuh, se menciona esta región a la cual Sotelo Santos dedicó un apartado de su libro. Los mayas pensaban que la entrada a este plano inferior se encontraba en Carchá, cercano a Cobá, en el Departamento de la Alta Verapaz de Guatemala. El descenso a Xibalbá está sembrado de dificultades: escaleras muy inclinadas, un río de fuerte corriente entre dos barrancos, un lugar de cruce de cuatro caminos, de los cuales el negro conduce a Xibalbá. Posteriormente se encuentra una Sala del Consejo de los Señores, un jardín de flores y aves, la casa del juez supremo, el juego de pelota, un árbol, un encinal, un barranco, una fuente de donde brota un río y seis casas de donde surgen tormentos y muerte. Según Sotelo, en el pensamiento maya “… el Xibalbá y el Mitnal se encuentran en la parte más baja del inframundo, no forman todo el mundo subterráneo”.
Es interesante observar que el inframundo mixteco descrito en el Códice Colombino-Bécker en torno al viaje de 8 Venado hacia la morada de 1 Muerte es semejante al maya: se inicia en una cancha de juego de pelota; para acceder a él se cruzan aguas turbulentas, un cerro encorvado, un edificio en llamas, y además pelea contra seres de cabezas grotescas.
Debemos recordar que para los mayas, las canchas del juego de pelota mismas se abrían hacia el otro mundo. Citando a Freidel, Schele y Parker, diríamos que la cancha no sólo era un lugar de sacrificio, sino un portal de entrada al tiempo y espacio de la última creación. “Ayala asoció un agujero bajo el pasillo central del juego de pelota de Toniná con una representación consistente de dicho agujero en juegos de pelota de los códices de los grupos Mixteco y Borgia. En estas fuentes, el juego de pelota está también representado como una entrada al Otro Mundo, que jugó un papel crucial en la mitología de orígenes y creación”.
Hellmuth señala que el inframundo maya es acuoso, pues ciertas divinidades antropomorfas deben sufrir metamorfosis reptilianas en su viaje al inframundo. Esta idea también aparece en el arte maya del Clásico temprano (200 d. C). La presencia de peces, plantas acuáticas, cormoranes, tortugas y ranas sugieren que la capa serpentina es agua clara y de flujo lento por la presencia de lirios acuáticos. La presencia de peces exóticos podría hacer pensar que los mayas estaban concibiendo el inframundo como agua de mar.
En fechas recientes, Brady y Bonor han hecho trabajo de campo en cuevas del área maya, incorporando estos datos al estudio de la geografía sagrada de la región. Siguiendo a Eliade, señalan que la fundación de las ciudades antiguas repite la creación del mundo, y éstas son, por ende, copias del cosmos. La pirámide principal representa la montaña sagrada y el axis mundi, el lugar donde es posible la conexión entre los tres niveles verticales del universo: el cielo, la tierra y el inframundo. Generalmente estos centros están relacionados con tierras, cuevas, rocas, montañas o manantiales.
Debemos recordar que algunas cuevas del área maya —como sería aquélla bajo Kinich Kakmó en Izamal o el Satunsat de Oxkintok— comienzan en minas de sascab, un material usado para formar morteros de construcción y estucos. Este hecho será relevante cuando abordemos el caso de Teotihuacan.
Los nahuas
Son tres los conceptos relacionados con el inframundo entre los nahuas: el Mictlan, el Tlillan y el Tlalocan. En relación al Mictlan, los nahuas pensaban que yacía al norte y estaba guardado por Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl. En la mitología nahua existía, según Broda, el concepto de que el sol entraba al Mictlan durante el primer mes de pasaje cenital del sol, es decir, Tóxcatl (a mediados de mayo), mes que anuncia las lluvias. De ahí que los observatorios como la chimenea del Edificio P de Monte Albán, el observatorio de Xochicalco y la cueva astronómica de Teotihuacan sirvan para ubicar estos pasos cenitales.
El Mictlan está descrito por Sahagún como un sitio “… en medio de dos sierras que están encontrándose una con otra”. Al difunto le decían que debía pasar por “… el camino donde está una culebra guardando el camino”, por donde está la lagartija verde, por ocho páramos, por ocho collados y donde estaba el viento de navajas. El muerto debía llevar consigo un perro de color bermejo para pasar el río de la muerte (denominado Chiconahuapan).
Los popolucas conciben al inframundo como una región con pasajes peligrosos y en la que existen dos caminos: el de la derecha es estrecho, malo, con escombro y ascendente hacia el cielo; el de la izquierda es amplio, liso, limpio y desciende suavemente al infierno. Junto a la entrada al Más Allá hay un árbol de cacao, y el alma del difunto puede pasar sólo cuando los vivos hayan brindado con chocolate. Para los totonacos, bajo la tierra está el reino de los muertos, donde viven el Dios del Fuego y el Dios de los Muertos.
El Tlillan es una cueva artificial donde la diosa Cihuacóatl presidía sobre pequeños ídolos llamados tecuacuiltin. Su sacerdocio estaba también dedicado al culto a Huitzilopochtli. Cihuacóatl es la patrona del sur de la Cuenca de México, y según Broda, es una vieja diosa de la tierra, esposa de Tláloc.
De acuerdo con Anderson, el Tlalocan era concebido de muchas maneras entre los pueblos nahuas. Según el Códice Florentino, era un lugar de riqueza, donde no había sufrimiento ni faltaba el maíz, la calabaza, el amaranto, el chile y las flores. En la “Plegaria a Tláloc” del Códice Florentino, traducida por Sullivan, se dice que los mantenimientos no han desaparecido, sino que los dioses los han escondido en el Tlalocan. Pero también era un lugar de belleza donde cantan aves de bellos plumajes, encima de pirámides de jade (existen varios ejemplos de poesía náhuatl con estos temas), una construcción de cuatro cuartos alrededor de un patio, con cuatro tinas de agua. Una de ellas era buena y las otras tres traían heladas, esterilidad y sequía. Durán menciona que este Tlalocan fue representado en el Monte Tláloc como un recinto amurallado con un patio y una figura de Tláloc alrededor de la cual se dispusieron otras más pequeñas, representando a los montes más pequeños. Sahagún señalaba que la montaña es un disfraz, ya que es como una vasija llena de agua.
Una cuarta idea es la que Durán y Tezozómoc señalan: el Tlalocan se puede equiparar con el Cincalco. Se entraba a él por una caverna. Del Códice Florentino, Sullivan traduce una “Plegaria a Tláloc” en la que al final se dice: “Y ustedes que habitan los cuatro cuadrantes del universo, ustedes Señores del Verdor, ustedes los Proveedores, ustedes los Señores de las Cimas Montañosas, ustedes, Señores de las Profundidades Cavernosas”.
A este respecto, existen dos estudios etnográficos de grupos de habla náhuatl en la Sierra de Puebla que versan sobre el Tlalocan; fueron escritos por María Elena Aramoni y Tim Knab. Aramoni habla de las cuevas como la entrada a este inframundo, y sus informantes señalan que Tamoanchan es la parte más profunda del Talokan. Dice ella: “Más allá de las puertas del inframundo, en las profundidades, hay un mundo esplendente. Allí reside el milagro de la fertilidad…”. “En el Talokan se encuentran, además, los seres humanos que vendrán al mundo, así como todas las especies de animales…”. “Las semillas, plantas y demás sustentos del hombre se piensa que brotan en el Talokan... De Talokan surge también todo poder, dinero y riqueza; la cual se encuentra concentrada en el Corazón del Cerro, el Tepeyólot o “tesoro del cerro”. Los nahuas de Cuetzalan hablan de tres caminos como destino ulterior del hombre: “uno con Dios (cielo); otro por debajo de la tierra (Talokan) y otro por las cuevas, que es el camino del diablo, es decir, el Miktan o infierno”.
En su reciente estudio sobre los grupos de habla náhuatl de la Sierra de Puebla, Tim Knab describe la geografía del inframundo, o Talocan, concebida por los moradores de San Miguel Tzinacapan. Las cuevas son entradas al inframundo; éste posee todas las características de la superficie del mundo: montañas, ríos, lagos, cascadas, pero no tiene plantas. Existe un gran árbol de tierra en el centro del inframundo, sobre el cual se apoya la tierra.
El Talocan es un mundo de oscuridad; no hay luz, día ni sol. Tiene cuatro entradas, de las cuales la del oriente y el occidente son entradas y salidas para el sol en su viaje por el inframundo. Debajo de la plaza de San Miguel hay una cueva, que es la residencia de Táloc melaw, Señor del Inframundo; la posición de la iglesia y la presidencia municipal no son azarosas; y también en la parte central de la plaza existe un pozo de donde sale una corriente de agua que se dirige a la cueva. Esta última, denominada “la iglesia del Talocan” ha sido equiparada con la cámara tetralobulada debajo de la Pirámide del Sol de Teotihuacan.
En el inframundo, la entrada del norte se llama mictalli o miquitalan, y está representada por una “cueva de los vientos” y el acceso al mundo de los muertos. Los dueños de esta porción son el Señor de los Vientos y el Señor de la Muerte, que viven en grandes cuevas. La entrada del sur se llama atotonican y es un lugar de calor. El punto focal es un manantial de agua hirviendo que produce vapor y nubes. Este manantial se encuentra al fondo de una cueva. El acceso del oriente es apan, un gran lago en el inframundo que se une con el mar. En medio del lago viven los Señores del Agua. La entrada del occidente está en un sitio denominado tonalan, en el que hay una montaña donde se detiene el sol en su viaje. El portal del inframundo del oeste está encima de la montaña que captura al sol y sólo se puede pasar después de medianoche.
Un hecho que llamó nuestra atención es que de las cuatro entradas, dos son topónimos cercanos al Valle de Teotihuacan, que tiene la cuenca lacustre de Apan al Este (paralela al lago del inframundo que se llama apan también en el mito) y el monte Tonalan al oeste (paralelo a la montaña tonalan del Oeste en el mito).
Por otra parte, es bien sabido que Teotihuacan tiene manantiales al suroeste, por lo cual también habría un paralelismo a este respecto. En relación con el acceso al norte, es decir la cueva del viento, nos vino a la mente un relato que publica Tobriner respecto de una barranca en la porción noreste del Cerro Gordo, con una cueva que tenía sonido de agua. En un mapa de 1580 se marca esta quebrada con el ruido, en la porción sureste del cerro. Tobriner incluso propone que la Avenida de los Muertos de Teotihuacan fue construida apuntando al Cerro Gordo, por la asociación de la montaña con el Dios del Agua. La distribución geográfica de estos cuatro elementos en Teotihuacan sigue el patrón noreste, noroeste, suroeste y este, quizá guardando simetría con el eje teotihuacano de 15.5 grados azimuth.
Es probable que el mito de los grupos de habla náhuatl de la Sierra de Puebla haya sido copiado de un esquema proveniente del Valle de Teotihuacan y de su geografía sagrada, pero también es probable que tanto uno como la otra estén sujetos a un arquetipo mesoamericano del inframundo.
Desde 1987, bajo mi dirección, un equipo interdisciplinario del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM ha hecho estudios geofísicos, geográficos, geológicos y arqueológicos en los túneles que pasan bajo la antigua ciudad de Teotihuacan. De las tres cuevas excavadas hasta ahora, y que fueron originalmente zonas de extracción de materiales constructivos a principios de la Era Cristiana, una contuvo contextos arqueológicos funerarios tanto de adultos sedentes como de niños recién nacidos, así como 13 fondos de probables silos. Así, hemos interpretado los contextos funerarios de adultos en relación a la idea del inframundo como mundo de los muertos; los siete entierros de niños recién nacidos como parte de un rito a Tláloc, según la tradición mesoamericana, precisamente bajo un agujero en el techo del cual seguramente en tiempos de lluvias caía un chorro imponente de agua; y los trece fondos de silos, algunos prácticamente a los pies de los entierros adultos, como parte de ritos de propiciación de fertilidad en el vientre de la tierra. Algunos ejemplos de fauna marina (tortugas, caudas de mantarraya, concha nácar) subrayan el aspecto acuoso de este Tlalocan.
El túnel bajo la Pirámide del Sol podría ser parte de un sistema de túneles excavados por los teotihuacanos para construir la ciudad sagrada con material del inframundo, parodiando la creación del hombre con los huesos molidos de los antepasados robados por Quetzalcóatl del inframundo de Mictlantecuhtli. Teotihuacan sería, pues, el modelo más perfecto del cosmos mesoamericano, con un plano celestial representado por las cimas de los templos y el cielo mismo; un plano terrestre dividido en los cuatro rumbos del universo, con la intersección de la Calzada de los Muertos y la Avenida Este-Oeste; y un inframundo constituido por los túneles bajo la ciudad.
Hacia fines de la era teotihuacana, otro sitio heredero de la tradición —Xochicalco— parece haber contemplado una creación similar, extrayendo la caliza de revestimiento de las numerosas cuevas en el cerro. Y, por último, varias fuentes coinciden en que el lugar de la fundación de México-Tenochtitlan se hallaba en un carrizal donde manaba agua dulce. Algunos hablan de que el o los manantiales fluían de peñas y cuevas. Era el lugar donde había sido tirado el corazón de Copil (sobrino de Huitzilopochtli).
Durán menciona que hallaron un ojo de agua hermosísimo al pie del cual crecía una sabina blanca. Tovar añade que el agua manaba clara entre dos peñas, pero que otro día se tornaría bermeja, casi como sangre, y que se dividía en dos arroyos, del segundo salía agua azul. Tezozómoc señala que en el lugar del ahuehuete blanco también crecían una caña y un junco blancos, además de que salían ranas, peces y culebras de agua blancos. Había una cueva por el oriente llamada Tleatl (“agua de fuego”), Atlatlayan (“lugar del agua abrasada”), y otro escondrijo o cueva por el norte llamado Matlálatl (“agua azul oscuro”), Tozpálatl (“agua color de papagayo”: agua amarilla). En nuestro trabajo hemos localizado varios de estos manantiales bajo la construcción de la actual Catedral, por lo que el escenario de la fundación de Tenochtitlan se torna presente.
Agradecimientos
El proyecto “Estudio de túneles y cuevas en Teotihuacan. Arqueología y geohidrología” ha sido posible gracias al financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (proyecto H9106-060) y del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, así como al permiso del Consejo de Arqueología del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Agradecernos a Fernando Botas y César Fernández por los dibujos.
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Referencias Bibliográficas
Bonor Villarejo, J. L., 1989, Las cuevas mayas: simbolismo y ritual, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana.
Brady, James E. y Juan Luis Bonor Villarejo, 1993, “Las cavernas en la geografía sagrada de los mayas”, Perspectivas antropológicas en el mundo maya, Ma. Josefa Iglesias Ponce de León y Francesc Ligorred Perramon (eds.), (Publicaciones de la S.E.E.M. n. 2), Sociedad Española de Estudios Mayas, Madrid: 75-95.
Broda, Johanna, 1982, “Astronomy, Cosmovisión, and Ideology in Pre-Hispanic Mesoamerica”, Ethnoastronomy and Archaeoastronomy in the American Tropics, A. F. Aveni y G. Urton (eds.), New York, The New York Academy of Sciences (Annals of the New York Academy of Science v. 385): pp. 81-110.
Freidel, David, Linda Schele, y Joy Parker, 1993, Maya Cosmos. Time Thousand Years on the Shaman’s Path, William Morrow and Co., Inc., New York.
Heyden, Doris, 1981, “Caves, Gods, and Myths: World Views and Planning in Teotihuacan”, Mesoamerican Sites and World Views, E. P. Benson (ed.), Dumbarton Oaks Research Library and Collection, Washington: pp. 1-39.
Knab, T. J., 1991, “Geografía del inframundo”, Estudios de Cultura Náhuatl v. 21,31-57. México, UNAM.
Limón Olvera, Silvia, 1990, Las cuevas y el mito de origen. Los casos inca y mexica, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Regiones).
Manzanilla, Linda; Luis Barba; René Chávez; Jorge Arzate y Leticia Flores, 1989, “El inframundo de Teotihuacan. Geofísica y Arqueología”, Ciencia y desarrollo v. XV, n. 85: 21-35, CONACYT, México.
Manzanilla, Linda; Luis Barba, René Chávez, Andrés Tejero, Gerardo Cifuentes y Nayeli Peralta, 1994, “Caves and Geophysics; an approximation to the underworld of Teotihuacan, Mexico”, Archaeometry v. 36: 141-157, n. 1, Oxford University Press.
Soruco S., Enrique, 1991, “Una cueva ceremonial en Teotihuacan y sus implicaciones astronómicas religiosas”, Arqueoastronomía y etnoastronomía en Mesoamérica, J. Broda, S. Iwaniszewski y L. Maupomé (eds.), UNAM, México: pp. 291-296.
Tobriner, Stephen, 1972, “The Fertile Mountain: an Investigation of Cerro Gordo’s Importance to the Town Plan and Iconography of Teotihuacan”, Teotihuacan. XI Mesa Redonda, México, Sociedad Mexicana de Antropología: pp. 103-115.
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Linda Manzanilla
Instituto de Investigaciones Antropológicas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Manzanilla, Linda. 1994. Las cuevas en el mundo Mesoamericano. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 59-66. [En línea].
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Joseph Rotblat | ||||||||||||||
Los científicos no pueden vivir aislados de otros grupos
sociales que, junto con ellos, forman la comunidad mundial, ni pueden ignorar los acontecimientos que afectan a la sociedad, particularmente aquellos que surgen del mundo de la ciencia. Las torres de marfil en que alguna vez pretendieron vivir, fueron finalmente demolidas por la ola de presión y calor de la bomba de Hiroshima. En esta era nuclear, cuando el mal uso de la ciencia literalmente puede destruir toda la civilización, los científicos no deben evadir por más tiempo su responsabilidad con la sociedad, escudándose en frases como: “la ciencia debe desarrollarse por su propio valor”; “la ciencia es neutral”; “la ciencia no tiene nada que ver con la política”; “a la ciencia no se le puede culpar por su mala aplicación”; y “los científicos son sólo trabajadores técnicos”.
John Ziman,1 quien ha estudiado extensamente la relación entre ciencia y sociedad, descalifica en forma convincente todos estos preceptos, y concluye que: “La gente tiene una gran preocupación por los muchos efectos de la ciencia sobre la sociedad y la humanidad como un todo. De esta preocupación surge la demanda de que los científicos deben ser más responsables de lo que hacen si no quieren llevarnos al desastre… Sean o no juzgados individualmente por lo que han hecho colectivamente para el mundo, ninguno puede librarse de su responsabilidad personal de pensar sobre estos asuntos y de actuar para que este desastre sea un poco menos probable”.
El movimiento Pugwash es, por sí mismo, una clara respuesta a este reto. Somos muchos individuos con trabajo científico en varias disciplinas, a quienes nos une una conciencia social. Y juntos buscamos formas de enfrentar las demandas de esa conciencia.
Debido a la modalidad que hemos elegido para nuestras actividades, podemos abarcar sólo a una muy pequeña fracción de la comunidad científica. En los 37 años de nuestra existencia hemos tenido alrededor de 3400 participantes, pocos comparados con los millones de científicos en el mundo, pero esperamos ser un ejemplo y esto nos impone una obligación extra. Al llamar a otros a poner atención a su conciencia social, deseamos hacerlo en forma responsable, no enfatizando las dificultades prácticas y no prometiendo cosas que no podamos cumplir. Pugwash siempre debe ser la vanguardia, sin miedo de ser no convencional; debemos tener visión, imaginación, originalidad, sin divorciarnos de la racionalidad. Debemos ser modernizadores y moderados; pioneros y pragmáticos; radicales y realistas. Por supuesto, esto no es fácil. Estoy seguro de que cada uno de nosotros ha experimentado demandas en conflicto, enfrentando decisiones difíciles y escogiendo diversas opciones igualmente válidas. No todos elegimos las mismas alternativas; dentro de nuestra pequeña comunidad hay un amplio rango de actitudes y juicios.
Consideremos el asunto primordial para un científico: la naturaleza de su trabajo. La cita de John Ziman nos dice que debemos ser responsables del trabajo que hacemos y ser cuidadosos en no dirigirnos a aplicaciones desastrosas. Un propósito positivo de nuestro trabajo de investigación ya fue enunciado por Francis Bacon, el padre de la ciencia moderna: “Debo hacerles una advertencia a todos: que consideren cuáles son los verdaderos fines del conocimiento, y que no los busquen por el placer de la mente o por satisfacción,… sino por el beneficio y uso de la vida… que pueda representar ayuda para el hombre, y que una línea y carrera de inventos puedan en cierto grado someter y superar las necesidades y miserias de la humanidad”.2
Así, nuestro trabajo debería ayudar a mejorar la condición del hombre. La mayoría de nosotros dirá que esto excluye el trabajo en empresas militares, y quizás aun en universidades cuyos con tratos implican el desarrollo de instrumentos militares. Muchos van más allá y hacen un llamado a que los científicos no acepten este tipo de trabajos, prestando una especie de juramento hipocrático que, de manera implícita y a veces explícita, es una apelación para proscribir a los científicos de este tipo de empresas.
A muchos nos inquietan tales propuestas, pues bajo el llamado a una conducta ética también están dictando una conducta política. Entre los trabajadores de Los Álamos o los laboratorios nacionales Livermore, hay científicos que genuinamente creen que su trabajo en la creación de armas fue benéfico para la humanidad, porque impidió que el mundo fuera tomado por un régimen comunista. Sin duda los científicos de los laboratorios de Chelyabinsk o Arzamas argumentaban que se protegía al mundo del capitalismo. No podemos estar de acuerdo con ninguna de estas posturas pero debemos tolerarlas si son genuinamente sostenidas. Podemos discutir con ellos e intentar convencerlos de nuestra manera de pensar, pero no tenemos derecho a condenarlos o a mantenerlos en el ostracismo.
Es saludable recordar que, de entre los científicos que iniciaron el Movimiento Pugwash, los pioneros fueron quienes desarrollaron la bomba atómica. Éramos discípulos de los principios baconianios, pero estábamos embarcados en un proyecto que negaba tales principios, Creíamos que nuestro trabajo evitaría que Hitler usara la bomba; argumentábamos que se necesitaba la bomba para que no fuera usada. Los acontecimientos demostraron que estábamos equivocados. Desde entonces, muchos hemos llegado a la conclusión de que todo el concepto de disuasión nuclear es deficiente. A través de nuestros esfuerzos en Pugwash queremos evitar que tal situación ocurra nuevamente, persuadiendo a otros científicos para que no cometan el mismo error. Pero ¿podemos estar seguros de que hemos aprendido la lección? No hay absolutos en los asuntos humanos; por ello no podemos estar cien por ciento seguros de que no nos comportaremos de la misma forma si se dan circunstancias similares en el futuro.
Por otra parte, hay científicos en la industria militar, quizás la mayoría, que merecen ser condenados. Son quienes no piensan en las implicaciones sociales de su trabajo, aquellos que lo hacen sólo por el avance de sus carreras o, peor aún, que desarrollan una pasión por inventar medios aún más eficientes o sofisticados de destrucción. Herbert York, antiguo director del laboratorio Livermore dijo: “Los diversos promotores individuales de la carrera armamentista son estimulados algunas veces por un fervor patriótico, otras por el deseo de seguir a “la pandilla”, en ocasiones por craso oportunismo… algunos han sentido el canto de las sirenas de un rápido avance en sus carreras, de un reconocimiento personal, de una oportunidad ilimitada, y han imaginado y aun creado problemas para ajustar las soluciones que han descubierto y desarrollado a lo largo de sus vidas”.3
Ted Taylor, quien fuera diseñador en jefe de bombas atómicas en Los Álamos, caracterizó esta suerte de adicción: “… El factor más estimulante fue simplemente la inmensa alegría que cada científico o ingeniero experimentó cuando él o ella tuvieron la libertad de explorar completamente nuevos conceptos técnicos y llevarlos a la realidad”.4
Nos gustaría tener influencia sobre los científicos, especialmente entre los jóvenes para que no sigan este camino, pero dudo mucho que prestar un juramento pueda tener más valor que el meramente simbólico. Además, sería dificilísimo encontrar una redacción suficientemente significativa y a la vez aceptable para la mayor parte de la comunidad científica; he escuchado cuando menos una docena de diferentes formulaciones de juramentos para científicos e ingenieros.5 Para mí sería más importante incluir cursos en los currículos universitarios sobre el impacto social y las consecuencias éticas del trabajo de los científicos. Yo animaría a los jóvenes científicos a estudiar y reflexionar sobre estos problemas. A los trabajadores de la industria militar les pediría ponderar las aplicaciones de su trabajo y después dejaría a su conciencia el dictado de su conducta futura.
Me he referido al deseo del Movimiento Pugwash por avanzar hacia nuevas formas de análisis, encontrar ideas pioneras. Esto nos puede llevar a un conflicto con el establishment, a hacernos no conformistas, radicales, disidentes. Puede decirse que la disidencia es parte de nuestro código ético. No podemos ser observadores silenciosos mientras el stablishment se comporta de manera hipócrita. No podemos sino protestar en contra de la manipulación o supresión de hechos y datos, particularmente en áreas en las que tenemos un conocimiento experto. Frecuentemente nuestra protesta tiene apenas la forma de “soplo” cuando informamos al público sobre los intentos de los gobiernos o la industria de proporcionar información falsa o de encubrir sus conductas equivocadas. Alentamos tales actos de disidencia entre los científicos. Por lo tanto, acorde a nuestro concepto de verificación social,6 nos gustaría animar a los miembros de la comunidad para que ayuden a asegurar que los tratados internacionales no sean violados. Pero tampoco aquí las cosas son fáciles. ¿Cuáles son los criterios que determinan si el acto de “soplar” es responsable o poco serio? ¿Cuál es la diferencia entre ser un excéntrico y un loco? ¿Cuándo es loable inconformarse y cuándo malicioso o aun desleal?
No olvidemos que la desviación de las normas aceptadas ha jugado un papel vital en la evolución de la civilización. George Bernard Shaw expresó, en su inimitable estilo: “El hombre razonable se adapta al mundo; el irracional insiste en tratar de adaptar el mundo a sí mismo. Por lo tanto, todo el progreso depende de los irracionales”.
Bertrand Russell resumió la misma idea con diferentes palabras: “No teman ser excéntricos de opinión, porque cada opinión actualmente aceptada alguna vez fue excéntrica”.
Russell fue el gran disidente de su siglo, estuvo en prisión durante la Primera Guerra Mundial por rehusarse, conscientemente, a unirse a las fuerzas armadas, y 50 años más tarde encarcelado nuevamente por su campaña contra la bomba de hidrógeno. Entre estos dos acontecimientos se le persiguió y difamó por defender ideas que ahora son comúnmente aceptadas.
El progreso puede estar condicionado por la inconformidad, pero la autoridad establecida —el gobierno, la iglesia, el partido— no acepta fácilmente desviaciones de lo establecido. Nadar contra la corriente no sólo es fatigoso sino peligroso, y algunas veces fatal, como en el caso de Giordano Bruno, quien fue quemado en la hoguera por ser iconoclasta.
Hoy los científicos no son condenados a muerte por sus opiniones heréticas, pero sí son severamente castigados. Ya he mencionado a Bertrand Russell. Otro ejemplo notable de un disidente intrépido es Andrei Sakharov. Él estaba totalmente claro del peligro que enfrentaba al protestar en contra de un régimen poderoso y brutal, pero no se detuvo en exponer su hipocresía e injusticia. No hay muchos capaces de tal valor. Sakharov es venerado por su posición heroica, por su integridad y tenacidad en la lucha por los derechos humanos y la sobrevivencia de la civilización.
Todos sabemos otros ejemplos contemporáneos de “soplos” y sus peligrosas repercusiones. Mordechai Vanunu está aún en prisión, confinado por denunciar que Israel ha construido un arsenal nuclear. Con mejor suerte ha corrido Vil Mirzayanov, el químico ruso que dio a conocer la noticia de que Rusia estaba fabricando armas químicas y posiblemente biológicas. También fue apresado, pero después no sólo fue liberado y se le retiraron los cargos, sino que fue compensado con diez mil dólares. Aún falta por confirmar, pero representaría un ejemplo importante de los enormes cambios que ha habido en Rusia.
A pesar de que en ambos casos la protesta significó una transgresión, real o inventada, de las leyes nacionales, la mayoría de los científicos independientes perdonaron estas ofensas, como respuesta a las numerosas protestas hechas en contra de los encarcelamientos. La reacción es diferente en el caso de espías como Klaus Fuchs quien, siendo miembro del equipo británico en Los Álamos, transmitió a la Unión Soviética el diseño de la bomba de plutonio. Los documentos que recientemente fueron dados a conocer en Rusia muestran que su contribución a los primeros esfuerzos soviéticos fueron muchos más significativos de lo que se pensaba: la primera bomba soviética, probada en agosto de 1949, era una réplica exacta de la bomba de Nagasaki. Después de su juicio y sentencia en 1950 en Inglaterra, la gente que lo conocía bien pensó que se arrepentiría de sus actos y que habría cambiado sus puntos de vista políticos, pero cuando yo lo encontré accidentalmente mucho después, unos años antes de su muerte, me di cuenta de que aún era un ardiente comunista, inclusive de línea más dura. Estuvo convencido hasta el final de que había hecho una tarea noble.
En cierta forma uno puede encontrar una justificación a los actos de Fuchs: él imaginaba que el propósito principal del Proyecto Manhattan era dar a Estados Unidos una importante superioridad militar sobre la Unión Soviética —se me ocurre que, personalmente, puedo atestiguar por una experiencia personal que esto era en gran parte cierto—7 y así Fuchs decidió restablecer el balance. Visto desde este ángulo, podría ser considerado como un disidente. Aún así, en mi opinión hay una gran diferencia entre espiar y soplar. En este último caso el objetivo es dar a conocer acontecimientos que el público debería conocer. Pero lo que Fuchs hizo fue transmitir información en secreto a un régimen notorio por su represión a la libertad de información. Muchos científicos del proyecto Manhattan creían que la Unión Soviética debía ser invitada a participar en el control del desarrollo de la energía nuclear, tanto en sus aplicaciones militares como pacíficas. Entre ellos destacaba Niels Bohr, quien tempranamente en 1944 vislumbró las horrendas consecuencias de una carrera armamentista nuclear. Abogó porque se compartiera el conocimiento, pero no intentó el contacto directo con las autoridades soviéticas.
Cuando la guerra terminó y Bohr regresó a Copenhague, habló con los científicos rusos acerca de la bomba; esto iba de acuerdo con su filosofía de apertura. Hay ahora quienes dicen que era espía soviético, pero yo estoy convencido de que Bohr no transmitió los detalles del diseño de la bomba. Afirmaciones del mismo tipo se hacen en el libro, recientemente publicado, Misiones especiales, escrito por Sudoplatov8 acerca de Oppenheimer, Fermi y Szilard. La forma en que los medios en Occidente presentaron el libro indica una falta de diferenciación entre comunicar abiertamente en ciencia y hacer un manual para fabricar bombas. La apertura es un requisito sine qua non en ciencia; la ciencia no puede existir sin que sus descubrimientos sean compartidos por todos, pero el mecanismo para detonar una bomba no es ciencia. El reporte Smyth,9 que fue publicado inmediatamente después de la bomba de Hiroshima, explicó los principios en que estaba basada, pero no era un manual para fabricarla. Y esto es exactamente lo que Fuchs hizo; él les mando un “manual”, y esto no puede ser perdonado. Nuestro propósito es eliminar las armas nucleares, no hacer más fácil su fabricación. La apertura tiene sus límites.
Aún con la acción de “soplar”, que no implica espionaje, las cosas no son siempre lineales; puede haber reservas o limitaciones, por muy distintas razones. Ilustraré con un acontecimiento de mi propia vida. Hace cerca de 40 años se desarrolló la bomba de hidrógeno y comenzó a ser probada. En ese tiempo los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña impulsaron la idea de que ésta era una bomba “limpia”, por decirlo así, ya que mientras los efectos de la explosión y el calor eran mil veces más grandes que los de las bombas de fisión, no había un incremento significativo en radioactividad. No obstante, de un análisis de la caída radioactiva desde la prueba de Bikini en 1954, llegué a la conclusión de que la bomba tenía una estructura de tres estados: fisión-fusión-fisión, con un enorme incremento en la producción de materiales radioactivos. Consideré mi deber informar al púbico sobre los resultados de probar tales armas. A pesar de un intento del gobierno británico por detenerme, publiqué un trabajo10 que inmediatamente fue tomado por la prensa y recibió mucha publicidad.
Pensé que este acto de comunicación constituía un deber público. Lo que ignoraba en esa época fue que, por el solo hecho de desafiar al gobierno, habían disminuido las posibilidades de que yo influyera sobre la opinión pública nuevamente. Había manchado mi historial con el stablishment, y aun en una democracia como la británica ese stablishment tiene poderosos medios para restringir los puntos de vista de los disidentes. Apenas recientemente di con documentos que muestran que el gobierno británico había instruido secretamente a la directiva de la BBC para contrarrestar informativamente los efectos de las armas nucleares. Fui víctima de esa directriz: dos programas planeados nunca fueron transmitidos.
La lección es que debemos ponderar cuidadosamente los pros y contras de cualquier acción que contemplemos y buscar un balance. En este caso específico, y viéndolo desde la perspectiva de cuarenta años, creo que hice lo correcto, pero debería haber llegado a esta conclusión después de una consideración cuidadosa.
Por supuesto, el juicio de ubicar este balance es altamente subjetivo y está influenciado por una multitud de factores. Esto explica por qué aun en Pugwash —donde todos compartimos el mismo objetivo final— hay diferencias considerables de opinión sobre las formas de alcanzarlo. Algunos creen que siendo más circunspectos tendrán más credibilidad entre quienes deciden, y así podrán influir en ellos en la dirección correcta. Por la misma razón, algunas personas permanecen en puestos gubernamentales aun cuando disientan de la política oficial. En Pugwash tenemos generales retirados, exembajadores, antiguos directores de instituciones militares; ellos se sienten libres para expresar sus puntos de vista sólo después de su retiro. A su juicio, han hecho bien al permanecer en sus puestos, en lugar de renunciar en protesta y ser remplazados por halcones. La conciencia social puede ser multifacética.
La coexistencia de una variedad de acercamientos y la tolerancia a diferentes puntos de vista son la esencia de una sociedad democrática. Esto se aplica particularmente a los disidentes e inconformes; no deberían precipitarse en condenar a aquéllos que sostienen una filosofía distinta. Si usted espera que la comunidad escuche sus puntos de vista, debe permitir diferentes expresiones no ortodoxas por parte de otros
Al mismo tiempo debemos evitar el otro extremo. Decir que no debemos excluir nada no significa que debamos permitirlo todo. Libertad no significa anarquía; la apertura no debe ser una licencia a la obscenidad. Queremos una sociedad gobernada por principios éticos; una variación de estos principios debería permitirse, incluso estimularse, pero el abanico de diferentes opciones sostenidas por la mayoría debería ser moderadamente angosto; los extremos deben presentarse sólo de manera extraordinaria.
Lo que se aplica a la sociedad en cualquier punto del tiempo se aplica a los individuos sobre toda una vida. Algunos acontecimientos provocan que una persona se desvíe de su comportamiento normal. Por ejemplo, a pesar de que reconocí el error que originalmente cometí al trabajar en la bomba atómica, no podría garantizar que no cometeré el mismo error otra vez. George Santayana ha dicho: “Aquellos que no recuerden el pasado están condenados a repetirlo”. Pero aun recordando el pasado, podemos estar condenados a repetirlo. Mi lema —una paradoja en sí misma— expresado en tres palabras: “nunca digas jamás”. La naturaleza es tan inmensamente rica en su variedad, con un infinito número de posibilidades, que nada puede ser excluido. Sí, me adhiero apasionadamente a principios humanitarios, sostengo fuertemente la apertura de criterio en todos sus aspectos, soy un ardiente defensor de todas las libertades para el individuo, pero no puedo garantizar que bajo ciertas circunstancias no actuaré contrariamente a estos principios. Mi ferviente esperanza es que tales circunstancias no surgirán. Nuestro objetivo debe ser crear una sociedad en la que grandes desviaciones a las normas éticas tengan una muy baja probabilidad de ocurrencia.
La circunstancia más frecuente en que un individuo se comporta anormalmente es la guerra. Tan pronto se desata se rompen nuestros estándares. Se abandonan los principios morales y se olvida el comportamiento civilizado. Desarrollamos instintos asesinos —fuertemente promovidos por nuestro gobierno— contra aquéllos designados como enemigos, a pesar de que previamente han sido nuestros vecinos y amigos. Basta con dar un vistazo a lo que hoy ocurre en Yugoslavia o Ruanda para reconocer los cambios degradantes que la guerra produce en la gente.
Esta es otra razón para que Pugwash se adhiera a su objetivo de proscribir cualquier guerra. Se nos planteó en el Manifiesto Russell-Einstein: “¿Debemos poner fin a la raza humana o debe la humanidad renunciar a la guerra?” y fue el tema de la segunda conferencia anual 1994 de Pugwash: “Hacia un mundo libre de guerra”.
Muchos dirán que un mundo libre de guerra es utópico. Aun el objetivo más limitado de un mundo libre de armas nucleares es visto como poco alcanzable en un futuro corto, aunque deseable. Pero no somos utópicos. No estamos buscando la utopía, el mundo perfecto de Tomás Moro. Nuestro objetivo es más terrenal: un mundo perdurable, donde la civilización continuará no obstante el peligro que los científicos hemos creado.
A pesar de que nuestro principal propósito es básico —la sobrevivencia de la civilización—, en el proceso también deseamos crear un mundo mejor en donde la gente aprenda a resolver conflictos sin pelear, a colaborar para el enriquecimiento de nuestra cultura. Si en el proceso llegamos a la conclusión de que la política debe estar fundada en altos principios morales, que la confianza y el amor son elementos básicos en las relaciones humanas, esto será un incentivo adicional en nuestra campaña a favor de lo esencial y agradable; lo práctico y lo hermoso; lo conveniente y lo bueno. Esto hace la tarea aún más valiosa para los científicos con una conciencia social, como los que estamos en Pugwash.
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Referencias Bibliográficas
1. Ziman John, 1982, “Social Responsibility of Scientists: Basic Principles”, en Scientists, the Arms Race and Disarmament, J. Rotblat ed., Taylor & Francis, Londres/UNESCO Paris, pp. 161-178.
2. Francis Bacon, 1620, Instauratio Magna. 3. York Herbert, 1970, Race to Oblivion, Simon & Schuster, New York, p. 234. 4. Taylor, Theodore B., 1987, “Third Generation Nuclear Weapons”, Scientific American, April 1987, p.22. 5. The Book of Oaths: A Compendium of Ethical Codes for Scientists, Institute for Social Inventions, London,1991. 6. Rotblat, Joseph, “Towards a Nuclear-Weapon-Free World: Societal Verification”, Security Dialogue, 23, December 1992, pp. 51-61 7. Rotblat, Joseph, “Leaving the Bomb Project”, Bulletin of the Atomic Scientists, August 1985, pp. 16-19. 8. Sudoplatov, Pavel and Anatoli Sudoplatov, 1994, Special Tasks, Little, Brown. 9. Smyth, Henry D., A General Account of the Development of Methods of Using Atomic Energy for Military Purposes under the Auspices of the United States Government 1940-1945, US Government Printing Office, August 1945. 10. Rotblat, Joseph, “The Hydrogen-Uranium Bomb”, Atomic Scientists Journal, March 1955, pp. 224-228. |
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Traducción del texto
Patricia Magaña Rueda
Revisión del texto:
Ana María Cetto
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Joseph Rotblat
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cómo citar este artículo →
Rotblat, Joseph. 1994. Las múltiples caras de la conciencia social de los científicos. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 18-25. [En línea].
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Los orígenes de la ciencia moderna en México (1630-1680)
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Elías Trabulse
Breviarios del Fondo
de Cultura Económica,
Mexico, 1993.
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La apertura de la Nueva España a la ciencia moderna
en el segundo tercio del siglo XVII, uno de los temas centrales de este libro, fue un movimiento innovador que se abrió paso aliado de la ciencia verbalista y deductiva de la escolástica tardía. Al surgir, manifestó la voluntad de apertura ante un tipo de saber anquilosado. En este periodo se añadió un elemento muy importante: la aparición de “la conciencia criolla de patria”, que en el campo de las ciencias llevó a la lenta desvinculación con la metrópoli y a la búsqueda de una ciencia propia que pusiera de manifiesto la aptitud de los hombres de ciencia novohispanos.
La comunidad científica de esta época contó entre sus miembros más destacados astrónomos, matemáticos e ingenieros, mas la figura central en torno a la cual giró la apertura de la modernidad fue el fraile mercedario fray Diego Rodríguez, originario de Atitalaquia en el actual estado de Hidalgo.
El estudio de la vida y obra de este olvidado hombre de ciencia, matemático importante y el primero que expuso en su cátedra universitaria las teorías astronómicas de Copérnico y Kepler, la física de Galileo y la matemática de Neper, integra otro tema central del presente Breviario. Sobre estos dos ejes principales —que incluyen otros muchos de no menor interés—, tratados con la minuciosidad del erudito, el gusto por su trabajo que distingue al historiador y la amenidad del escritor que sabe manejar y trabar con justeza las múltiples piezas que le ha proveído su labor de investigación, el trabajo de Elías Trabulse nos lleva por las rutas que desembocan en Los orígenes de la ciencia moderna en México (1630-1680).
Elías Trabulse se recibió de químico en la UNAM y posteriormente se dedicó al estudio de la historia en El Colegio de México, donde se doctoró en esa especialidad. De su producción, vasta y de gran calidad, destaca su Historia de la ciencia en México, 5 vol., FCE, 1983-1989, obra en la que aparte de su calidad de historiador está siempre presente su vocación científica.
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Elías Trabulse
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cómo citar este artículo →
Trabulse, Elías. 1994. Los orígenes de la ciencia moderna en México (1630-1680). Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 85-86. [En línea].
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Manejo de recursos naturales y pobreza rural
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Julia Carabias, Enrique Provencio y Carlos Toledo
Fondo de Cultura Económica. México, 1994, 138 p.
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En esta obra los autores ponen de manifiesto los profundos
rezagos en que se encuentra inmersa la población rural mexicana, en especial en las regiones en donde habitan grupos indígenas; zonas que, por otro lado, tienen a su favor un gran potencial de recursos naturales. Por tanto, es urgente, dicen, que se lleve a cabo una reformulación del proyecto de desarrollo rural que permita elevar la calidad de vida de la población con oferta alimentaria y de materias primas, y al mismo tiempo que busque la restauración de la degradación ambiental. Manejo de recursos naturales y pobreza rural es resultado del trabajo interdisciplinario de un conjunto de profesionales, académicos e investigadores de la Facultad de Ciencias de la UNAM, que, con base en el Programa de Aprovechamiento Integral de Recursos (PAIR), desde 1984, en que se iniciaron sus actividades en la región de la Montaña de Guerrero, ha aportado nuevas directrices para una reformulación de la política de desarrollo rural adecuada a las actuales condiciones de nuestro país. El proyecto ha recibido el apoyo y financiamientos de diversos organismos públicos y privados y es administrado por la propia Facultad de Ciencias. Además de la montaña de Guerrero, el grupo de trabajo del PAIR realizó estudios en otras zonas ecológicas de los estados de Oaxaca, Michoacán y Durango.
La hipótesis principal que sostienen los autores de este libro se resume en que “es posible articular una política rural que responda coherentemente a objetivos sociales, productivos y ambientales”. Así, las investigaciones se orientaron hacia la búsqueda de las formas ideales de uso de los recursos naturales, que respete las condiciones ambientales y culturales particulares de los ecosistemas sometidos a explotación.
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Julia Carabias, Enrique Provencio y Carlos Toledo
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cómo citar este artículo →
Carabias L., Julia. Provencio Enrique, Toledo Carlos. 1994. Manejo de recursos naturales y pobreza rural. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 85. [En línea].
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