El regreso del caballo: lo macro y lo micro en la evolución
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Héctor T. Arita
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La vida solo puede entenderse
viendo hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante. Soren Kierkegaard
La Rabona vaciló al sentir el suave piso de los arenales de
Centla. El confinamiento y la falta de ejercicio habían hecho mella en aquella yegua rucia y el resto de los caballos que venían en la nave. Después de todo, el viaje por mar desde Cuba había sido largo, especialmente para esos nerviosos animales de guerra. Finalmente, luego de acostumbrarse de nuevo al terreno firme, la Rabona y sus compañeros corrían ágilmente por las extensas planicies de la desembocadura del río Grijalva. Era la tarde del 24 de marzo de 1519 y por primera vez en más de 10 000 años la tierra mexicana se cubría de huellas de caballo.
Al día siguiente, los dieciseis caballos que formaban parte del ejército de Hernán Cortés desempeñaron un papel central en la batalla de Centla, la primera escaramuza que el extremeño tuvo en su extraordinaria aventura militar que culminó un par de años después con la caída del imperio mexica. Las huestes de Cortés, en número de unos 500, enfrentaron a un contingente de más de 10 000 mayas chontales. Cuando la batalla parecía perdida apareció la caballería “y aquí —relata Bernal Díaz del Castillo— creyeron los indios que el caballo y el caballero eran todo uno, como jamás habían visto caballos”. El efecto fue espectacular y dramático. Los dieciseis jinetes causaron tal daño al ejército local que algunos soldados juraron haber visto al propio Apóstol Santiago comandando la caballería. “Lo que yo entonces vi y conocí”, escribe en cambio el realista Díaz del Castillo, “fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, y venía juntamente con Cortés.” En poco tiempo, los guerreros indios huyeron despavoridos y Cortés había ganado la primera de muchas batallas en las que los caballos fueron protagonistas. Los primeros corceles españoles llegaron al Nuevo Mundo en el segundo viaje de Cristóbal Colón y todavía en el momento de la expedición de Cortés estaban confinados a La Española y Cuba y se contaban entre los bienes más caros en las incipientes colonias españolas. “En aquella sazón […] no se podía hallar caballos ni negros si no era a peso de oro”, explica Díaz del Castillo. En la Probanza de Villa Segura se asienta que Cortés había comprado una yegua por 70 pesos de oro y 150 puercos a un peso y dos reales cada uno. Otras partes del documento afirman que Cortés había desembolsado entre 450 y 500 pesos por cada uno del resto de los caballos, pero sólo había gastado 600 pesos para el sueldo de todos los marineros y 200 para el del piloto mayor, Antón de Alaminos. ¿Por qué eran los caballos tan apreciados? Para contestar la pregunta basta leer las narraciones de la conquista de América. En cualquier batalla en terreno abierto la presencia de unos pocos soldados a caballo era suficiente para derrotar contingentes de miles de guerreros nativos. En México, Cortés y sus 500 españoles lograron vencer a un ejército de 20 000 tlaxcaltecas, quienes posteriormente resultaron invaluables aliados del conquistador. En Perú, Pizarro logró la captura de Atahualpa en Cajamarca con un puñado de españoles y en contra de 30 000 elementos de la crema y nata del ejército inca. Sin duda los españoles tuvieron una ventaja tecnológica con sus espadas y armaduras de hierro y con sus primitivas armas de fuego, pero es innegable el papel protagónico del caballo en la conquista de América. Gracias a la meticulosidad de Bernal Díaz del Castillo sabemos que además de la Rabona venían con Cortés otros quince caballos, desde el corcel de Cristóbal de Olid, castaño oscuro y “harto bueno”, hasta el de Baena, un ejemplar overo que “no salió bueno para cosa alguna”, y el de Cortés, un castaño zaino que posteriormente murió en San Juan de Ulúa. Esta variedad en las complexiones, la llamada “capa” —el color del pelaje— y el temperamento de los caballos es un reflejo de la diversidad de formas comprendidas dentro de la categoría genérica de “caballo ibérico”, que incluye una gran variedad de formas, entre las que se encuentran las famosas razas lusitana y andaluza. Tanto entre las especies silvestres como entre las domesticadas, la única manera de comprender la diversidad presente es estudiando el pasado. La combinación de especies de mamíferos nativos de México, por ejemplo, sólo puede explicarse entendiendo tanto el contexto temporal y geográfico de la evolución de la clase Mammalia en el Nuevo Mundo como el escenario ambiental contemporáneo. La presencia conjunta de tlacuaches, que son marsupiales de origen sudamericano, con coyotes, que son carnívoros de origen norteamericano, únicamente puede explicarse por medio del estudio de la historia evolutiva de los dos grupos. Sabemos que Norteamérica y Sudamérica fueron continentes separados por millones de años y que la evolución de sus faunas de mamíferos siguió derroteros diferentes. Hace casi tres millones de años, sin embargo, se cerró el istmo de Panamá, creando un puente terrestre que permitió lo que se conoce como el “gran intercambio biótico americano”. Así es como actualmente en los Andes podemos encontrar llamas, pecaríes, jaguares y zorros, todos ellos formas norteamericanas, y monos, tlacuaches, ratas espinosas y armadillos, de origen sudamericano, en algunas partes de México.
En el caso de las especies domesticadas, es necesario además incorporar la historia humana. Las diferentes razas de perros, que varían enormemente en tamaño, forma y comportamiento, son el resultado de la selección artificial ejercida por seres humanos deseosos de poseer perros cada vez más aptos para la cacería, para cuidar los hogares, para acompañar y divertir, o en algunos casos hasta para servir como alimento. De todas maneras, el origen último de la diversidad genética que ha permitido esa diversificación de formas perrunas se encuentra en la historia evolutiva de los cánidos, particularmente en la de los lobos, especie a partir de la cual, con toda seguridad, evolucionó el perro moderno. La historia evolutiva de los caballos, incluyendo la de los dieciseis corceles de Cortés comienza, irónicamente, en Norteamérica hace 55 millones de años. El origen de los caballos
La Tierra era un planeta muy diferente a principios del Eoceno, hace unos 55 millones de años. El clima en las zonas ecuatoriales era tal vez semejante al actual, pero el planeta en su totalidad era mucho menos frío de lo que es ahora. Como lo ha señalado Christopher Scotese, en aquella época había cocodrilos en los pantanos cercanos al Polo Norte y palmeras en el sur de Alaska. En los bosques cálidos de Norteamérica y Eurasia surgieron los ancestros de los caballos. Se trataba de unos mamíferos pequeños que tradicionalmente han sido comparados en tamaño con un fox terrier, por razones históricas que Stephen Jay Gould examinó con lujo de detalle en uno de sus famosos ensayos. También por razones históricas, y siguiendo las estrictas reglas de la nomenclatura taxonómica, estos caballos ancestrales han perdido su bello nombre de Eohippus (algo así como caballo del amanecer) y son oficialmente conocidos como Hyracotherium (bestia parecida a un hyrax, que es el nombre científico de los damanes, unos pequeños mamíferos del norte de África). Si pudiéramos toparnos con un ejemplar vivo de Hyracotherium, difícilmente lo asociaríamos con un caballo. Medían unos 60 centímetros de largo y 20 de altura, tenían cuatro dedos en las patas delanteras y tres en las traseras y poseían dientes pequeños y planos que sugieren que la dieta consistía en hojas suaves. Hay que recordar que los caballos actuales son mucho más grandes, tienen un solo dedo en cada pata, que terminan en la pezuña, y poseen grandes y complejos dientes especializados que les permiten procesar pastos duros. La transición de los primitivos Hyracotherium a los caballos modernos ha sido empleada desde principios del siglo XX como un ejemplo de macroevolución direccional. Macroevolución es el proceso evolutivo que tiene lugar en las especies y en categorías superiores (géneros, familias, etcétera), y que generalmente ocurre en intervalos de tiempo de cientos de miles o millones de años. Una famosa ilustración de Thomas Huxley, basada en datos del paleontólogo O. C. Marsh, que presenta “la evolución del caballo” desde Hyracotherium hasta el caballo moderno ha sido reproducida en incontables libros de texto. La figura muestra los cambios en tamaño (desde el pequeño Hyracotherium hasta los caballos actuales), en el número y largo de las patas (desde tres y cuatro dedos hasta un solo dedo en cada pata) y en la dentadura (desde dientes pequeños y planos hasta grandes dientes con complejos patrones). La figura implica un tipo de evolución lineal, con una dirección determinada, como si el proceso tuviera un destino final definido desde el principio. En este esquema, el caballo actual representa algo así como la cúspide de la evolución de la estirpe.
La interpretación actual de “la evolución del caballo” es muy distinta. El registro fósil, uno de los más completos entre todos los mamíferos, muestra un proceso mucho más complicado y errático que el de la figura de Huxley. A lo largo de 55 millones de años de macroevolución de los équidos han aparecido muchísimas ramas diferentes, la gran mayoría de las cuales se ha extinguido. En total, Bruce MacFadden calcula que se conoce algo así como 36 géneros y unos pocos centenares de especies en el registro fósil de los équidos. Esta diversidad pasada contrasta con la presente. En la actualidad existe solamente un género (Equus), representado por ocho especies (el caballo y varias especies de cebras y asnos). El caballo no es la cúspide de la evolución de su grupo sino simplemente uno de los últimos sobrevivientes de una estirpe que otrora fue mucho más diversa.
Gran parte de la evolución de los équidos se dio en Norteamérica, y alcanzó su pico de diversidad en el Mioceno tardío, hace unos 10 millones de años. En esos tiempos, Norteamérica estaba cubierta de extensas sabanas muy parecidas a las que ahora existen en África Oriental. La variedad de mamíferos de talla grande en esas sabanas rivalizaba también con la fauna del África actual, aunque el reparto de personajes era muy diferente: en lugar de elefantes había mastodontes y existían diversas especies de rinocerontes de diferentes tamaños, incluyendo formas semiacuáticas muy parecidas a los hipopótamos actuales; el papel de las jirafas era representado por camellos gigantes de largo cuello y con alturas de hasta seis metros; los pecaríes realizaban la función de los jabalíes africanos y el papel de los grandes depredadores era desempeñado por osos, comadrejas de gran tamaño y unos carnívoros llamados borofaginos, semejantes a las hienas actuales. Una de las diferencias más significativas, empero, era la ausencia de antílopes, muy característicos de las sabanas africanas contemporáneas y, en su lugar, la Norteamérica del Mioceno era el hogar de una gran diversidad de camélidos (llamas y camellos), berrendos y caballos, de los que se sabe que coexistían hasta doce especies en el mismo sitio al mismo tiempo.
¿Qué fue de esa impresionante diversidad de caballos norteamericanos? Los grandes cambios climáticos que acompañaron el final del Mioceno y el comienzo del Plioceno, hace unos cinco millones de años, marcaron el final de las grandes sabanas americanas y fueron el preámbulo a la desaparición del linaje de los caballos en el continente Americano. En un postrer destello, algunas especies de équidos lograron invadir Sudamérica, pero se extinguieron al poco tiempo. Otra rama emigró a Eurasia y de ahí a África y dio origen a los caballos, cebras y asnos actuales. Mientras tanto, en Norteamérica, unas pocas especies se aferraron a la existencia, hasta que finalmente se extinguieron al final del Pleistoceno, hace unos 11 000 años. Existe evidencia clara de que los primeros habitantes humanos de Norteamérica conocieron los caballos. De hecho, una de las teorías que existen para explicar la extinción de los grandes mamíferos pleistocénicos es la cacería desmedida por grupos humanos, aunque seguramente los cambios climáticos jugaron también un papel preponderante. En la gruta de Loltún, las investigaciones pioneras de Ticul Álvarez y los trabajos más recientes de Joaquín Arroyo han mostrado que apenas hace unos cuantos miles de años la península de Yucatán contaba entre su fauna no sólo con caballos pleistocénicos, sino con perezosos gigantes y mastodontes. De cualquier manera, para cuando los conquistadores españoles desembarcaron en Cozumel, los cascos de los caballos nativos habían dejado de hollar la tierra americana desde hacía miles de años. Por ello, los indios de lo que ahora es México desconocían por completo a “aquellos ‘ciervos’ que traen en su lomo a los hombres”, como los describieron los indígenas informantes de Sahagún. De hecho, en Mesoamérica los únicos animales domesticados fueron el perro y el pavo, ambos criados primordialmente como fuente de alimento. No existían ni bestias de tiro ni mucho menos animales entrenados para la guerra, como los 16 corceles que llegaron con los conquistadores y que sembraron el terror entre los indios. Orígenes del caballo moderno Mientras en Norteamérica el linaje de los caballos estaba en franco declive, el grupo que invadió Eurasia experimento la última gran radiación evolutiva hace unos tres millones de años, de acuerdo con datos del reloj molecular. La radiación dio origen a dos clados principales: el del caballo moderno y varias especies silvestres pleistocénicas, y otro que incluye todas las cebras y asnos silvestres. No está muy claro el contexto geográfico de esta radiación, ya que la mayor parte de las especies silvestres están actualmente restringidas a África, pero seguramente las formas ancestrales habitaron principalmente las llanuras de Asia Central. En Eurasia, el caballo fue ampliamente conocido por los seres humanos, al menos desde hace unos 30 000 años. Como evidencia de esa interacción existen preciosas representaciones de caballos al galope en muchos de los sitios con pinturas rupestres. También hay, por supuesto, huesos fosilizados de estos animales, mezclados con herramientas humanas, algunos mostrando marcas de tales instrumentos. A pesar de la cercana interacción de los humanos y los équidos es muy poco probable que haya habido intentos por domesticar el caballo en el Paleolítico, es decir, hace más de 11 000 años. La evidencia arqueológica ha apuntado siempre a que la domesticación del caballo debió suceder hace unos 4 000 o 5 000 años en la región central de Asia. Sin embargo, es muy difícil establecer los detalles usando las herramientas tradicionales de la arqueología, por lo que, recientemente, varios estudios han empleado métodos moleculares para rastrear atributos particulares de los animales y establecer el tiempo de origen de variedades claramente domesticadas. En un estudio publicado en 2002 en los Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, Thomas Jansen y sus colaboradores examinaron el adn mitocondrial de 652 caballos provenientes de poblaciones de todo el mundo para rastrear las relaciones de parentesco entre ellas. Los investigadores llegaron a la conclusión de que los caballos actuales descienden de varias líneas diferentes, lo que sugiere que la domesticación de los équidos sucedió en diferentes ocasiones y lugares. Otros trabajos han utilizado la morfología para detectar diferencias entre poblaciones naturales y domesticadas. Los perros domésticos, por ejemplo, tienen cráneos menos robustos que los lobos, con mandíbulas más cortas y dientes menos fuertes. Estas características, que permiten a los arqueólogos y arqueozoólogos detectar la presencia de perros domésticos en los sitios ocupados por humanos, son resultado de la selección artificial, es decir, del proceso por medio del cual los humanos escogen para la crianza ciertos individuos con caracteres morfológicos y conductuales adecuados para sus propósitos. En el caso de los perros, es lógico suponer que los humanos hayan preferido siempre la compañía de cánidos con mandíbulas fuertes, pero no tan robustas y poderosas como las de los lobos. También resulta sensato pensar que la selección artificial haya producido que los perros modernos agiten la cola para mostrar un estado de ánimo, comportamiento que en los lobos sólo se da en los juveniles. Más razonable aún es imaginar que la selección artificial haya eliminado de las poblaciones de perros modernos el instinto de regurgitar alimento semidigerido, comportamiento totalmente normal en los lobos, pero que resultaría sumamente inconveniente en un perro doméstico. En marzo de 2009 apareció en Science un estudio encabezado por Alan Outram, de la Universidad de Exeter en el Reino Unido, donde se emplean ingeniosos métodos indirectos para establecer la existencia de caballos domesticados en Kazajistán, hace unos 5 500 años, con los cuales analizaron huesos de caballos asociados con restos arqueológicos de la cultura Botai, que prosperó en esa región hacia el año 3 500 a.C. Encontraron que la morfología ósea de estos caballos es más semejante a la del caballo doméstico que a la del caballo pleistocénico. Más aún, un análisis patológico mostró en los huesos metacarpianos las modificaciones típicas de animales que han sido montados o al menos sometidos con riendas. Además, el grupo de investigación documentó, usando isótopos de carbono, la presencia de restos de leche de yegua en sedimentos en el interior de piezas de cerámica provenientes del sitio. Una vez que se logró la domesticación del caballo, seguramente se dio un rápido proceso de selección artificial que moldeó la fisonomía de los caballos modernos. Aquellos individuos más dóciles, con mayor resistencia y con mejor porte tuvieron probabilidades más altas de reproducirse, y en pocas generaciones estas características llegaron a ser las más frecuentes en las poblaciones asociadas a los seres humanos. Otro atributo importante para los criadores de caballos es la capa, es decir, la coloración del pelaje; es una característica que no deja rastro en los depósitos arqueológicos, pero las técnicas moleculares modernas han permitido recrear su microevolución, es decir, sus cambios en las poblaciones durante los primeros cientos de años después de la domesticación del caballo. El color del pelaje está determinado en los caballos por ocho mutaciones en seis genes. Algunos de los alelos determinan el color predominante, mientras que otros producen diferentes tonalidades (“diluciones”) o diferentes patrones (rayas, manchas). Un equipo multinacional encabezado por Arne Ludwig analizó la variación en estos genes para recrear la posible coloración de los caballos antes y después de la domesticación. El equipo de investigación reportó en Science en abril de 2009 que en muestras de adn de huesos pleistocénicos provenientes de Siberia, Europa Central y España no se encontró polimorfismo (variación) en los genes involucrados, lo que sugiere que todos los individuos eran castaños o bayos y probablemente con algunas rayas parecidas a las de las cebras. Sólo en algunas muestras de principios del Holoceno de España (aproximadamente de 10 000 años) se encontró un gen que sugiere la existencia de algunos individuos negros. En contraste con estos patrones tan sencillos, las muestras más recientes, a partir de aproximadamente 5 000 años, muestran un polimorfismo mucho más elevado, que refleja la gran variedad de capas que existe en los caballos actuales. Entre las variantes que probablemente surgieron en un breve lapso en ese entonces se encuentra la dilución plata y una capa semejante al color palomino moderno. Este repentino incremento en la diversidad de coloraciones refleja sin duda el efecto de la selección artificial. El color de un caballo, que en general no está relacionado con la capacidad física del animal o su probabilidad de supervivencia, es empero una característica muy importante para los criadores de caballos. Es fácil imaginar que los primeros seres humanos que domesticaron caballos se hayan interesado en producir coloraciones pocos comunes, y que a través de cruzas dirigidas se hayan desarrollado las modernas capas. El caballo español En diversos sitios de España hay evidencias de la interacción del ser humano con los caballos. En la cueva de Altamira, por ejemplo, se encuentra el famoso Caballo ocre, una representación realizada con la meticulosidad y realismo característicos del estilo rupestre franco-cantábrico. Se calcula que el caballo de Altamira tiene una antigüedad de unos 12 000 años. Hace tiempo surgieron hipótesis acerca de la posibilidad de que la moderna raza española pudiera ser descendiente directa de los caballos pleistocénicos como los representados en Altamira. No faltó quien se atrevió a señalar semejanzas entre los dibujos de las cuevas y los caballos ibéricos modernos. Estas teorías, sin embargo, nunca tuvieron mucho apoyo y las investigaciones modernas han demostrado sin sombra de dudas su falsedad. El consenso actual es que los caballos desaparecieron de la península Ibérica en algún momento del Mesolítico, entre 11 000 y 5 000 años atrás. Parece ser que el caballo fue reintroducido a España por grupos celtas hacia el siglo viii antes de Cristo. Todavía hay en el norte de España poblaciones, algunas de ellas parcialmente silvestres (o más bien, cimarrones), que se consideran descendientes de estos antiguos caballos celtas. Son animales relativamente pequeños, con capas simples, generalmente oscuras, que ponen en evidencia su origen primitivo. Ya que hay evidencia de intercambios comerciales entre los celtas de España con los de Inglaterra e Irlanda, es muy probable que durante varios siglos se haya introducido en diferentes ocasiones caballos provenientes de otros lugares de Europa y Asia. Estos animales no son, sin embargo, los típicos “caballos ibéricos”. En el estudio de Jansen y sus colaboradores sobre el adn mitocondrial de los équidos, se encontró que los caballos ibéricos forman un cluster muy claro junto con los caballos bereberes del norte de África, una raza adaptada a las condiciones del desierto. Para entender por qué los caballos de España están más emparentados con las razas africanas que con las de Europa es necesario nuevamente apelar a la historia. Los caballos africanos probablemente comenzaron a llegar a España el 30 de abril del año 711. Ese día, Tarik, un general berebere, cruzó el estrecho de Gibraltar desde el norte de África y comenzó la conquista árabe de la Hispania de Rodrigo el Visigodo. Como lo hizo Cortés en Veracruz 808 años después, al desembarcar Tarik arengó a sus guerreros y ordenó quemar las naves. “Oh, mis guerreros, ¿a dónde podrían huir? Atrás no hay sino la mar, enfrente, el enemigo”, se dice que exclamó para motivar a su ejército. En pocos meses los “moros” dominaban ya gran parte de la península ibérica, que adquirió el nombre de Al-Andalus. No se retirarían sino hasta la caída de Granada en 1492. Hoy día, el lugar del desembarco de Tarik lleva el nombre del guerrero berebere: Gibraltar, Geb-El-Tarik. Durante los casi 800 años de dominación árabe llegaron a Iberia no sólo la algarabía, el álgebra y la alquimia, también los caballos andaluces alazanes y las albardas. La huella del influjo morisco, tan clara en la composición genética de los caballos españoles actuales, se refleja en innumerables facetas de la historia y cultura españolas. Incluso el encuentro final de Cristóbal Colón con la reina Isabel tuvo lugar a mediados de 1492 en el Alcázar de Córdoba, una joya arquitectónica del orgulloso imperio árabe recién derrotado. Para 1493, los caballos que Colón llevó en su segundo viaje al Nuevo Mundo traían consigo los genes que originalmente habían llegado desde el norte de África. Esos mismos genes serían los que se esparcirán por todas las colonias españolas en las Américas. El regreso Los caballos fueron acompañantes inseparables de los conquistadores en sus expediciones para expandir el imperio español en América. El propio Cortés llevó más de 100 caballos a su expedición a las Hibueras (Honduras) en busca del sublevado Cristóbal de Olid. De hecho, Puerto Cortés, en Honduras, se llamó originalmente Puerto de Caballos porque varios de estos animales se ahogaron allí a la llegada del contingente español. También durante esta expedición Cortés y su ejército pasaron por el lago Petén en Guatemala, en donde visitaron la población indígena de Tayasal. Uno de los caballos favoritos de Cortés, un morcillo según Bernal Díaz del Castillo, había salido lastimado de una pata. El conquistador decidió dejar su querido caballo al cuidado del Canek (cacique local) y continuó su ruta rumbo a Honduras. Cortés nunca supo más de aquel morcillo, pero los cronistas posteriores han recogido una historia increíble. En 1616 Bartolomé de Fuensalida y Juan de Orbita, misioneros franciscanos, partieron de Mérida rumbo a Tayasal para intentar convertir a los habitantes de la región al cristianismo, pues era ése uno de los últimos reductos de resistencia de los indios mayas a la conquista española, encabezada en el siglo anterior por Montejo. Los misioneros encontraron un extraño ídolo tallado en roca en forma de caballo al que llamaban Tzimin Chac (tzimin es el nombre maya para el tapir, aplicado por extensión al caballo, y tzimin chac significa algo así como caballo del trueno). Según la historia, narrada en diferentes versiones entre otros por Sylvanus Morley y Alfonso Herrera, el caballo que Cortés había dejado encargado había muerto al poco tiempo de la partida del conquistador. Los indios, aterrorizados por su responsabilidad en la muerte de un dios, habían decidido crear y adorar al nuevo ídolo para expiar su culpa. La historia termina con un enfurecido Orbita destruyendo con su propias manos el abominable ídolo pagano. Los caballos también fueron protagonistas en la expedición de Francisco Vázquez de Coronado a los confines norteños del dominio español. En su obsesiva búsqueda de la mítica ciudad de Quivira, Coronado cruzó el territorio de lo que actualmente es Nuevo México, fue el primer europeo en contemplar el cañón del Colorado y llegó hasta Kansas. Allí no se encontró con la añorada Quivira sino con los indios Wichita, con los cuales tuvo algunas escaramuzas militares. En esta y otras expediciones españolas a las planicies del centro de los Estados Unidos, varios animales lograron huir y tarde o temprano formaron poblaciones de caballos cimarrones (ferales). Estos caballos se conocen en inglés como mustangs, una palabra supuestamente derivada del español mesteño, que significa caballo sin dueño. El hecho de que los mustangs descienden de los animales llevados ahí por los españoles quedó demostrado en el estudio de Jansen y colaboradores sobre el adn mitocondrial de los caballos. Casi una tercera parte de los individuos mustangs analizados en el estudio quedaron clasificados en el cluster formado por los caballos ibéricos y bereberes. Los caballos finalmente reconquistaron Norteamérica, siguiendo la ruta de los conquistadores, primero la de Tarik y el resto de los moros y luego la de Cortés, Coronado y los demás españoles. Los mustangs también jugaron un papel importante durante la expansión de los europeos hacia el oeste norteamericano en el siglo XIX. Algunos pueblos indígenas aprendieron a capturar y domar caballos cimarrones y se convirtieron en hábiles jinetes. Por supuesto, muchos de los caballos que los pueblos indios poseían eran animales robados a los propios colonizadores europeos e incluso adquiridos a través de los traficantes de armas, de manera que los caballos indios constituían mezclas de variedades provenientes de diferentes partes de Europa. Esta riqueza genética permitió incluso al pueblo de los Nez Percé, del noroeste de los Estados Unidos, desarrollar una variedad de caballo nueva, la única auténticamente americana: los appaloosas. Se estima que a finales del siglo XIX llegó a haber más de un millón y medio de caballos cimarrones en los Estados Unidos. En la actualidad, y sólo gracias a la protección federal, existen unos 35 000 de estos animales. Su supervivencia depende de las políticas que se establecen respecto a su identidad. En 1971, el Congreso de los Estados Unidos declaró los mustangs “símbolos vivientes del espíritu histórico y pionero del Oeste” y promulgó leyes para su protección. No obstante, para algunos rancheros los caballos no son más que una peste que compite por el terreno y el alimento con el ganado. Más recientemente, un movimiento encabezado por un grupo de reconocidos científicos ha dado una perspectiva adicional al problema. Para ellos, los caballos cimarrones no deben considerarse como peste, ni siquiera como una especie introducida con valor histórico y folclórico. Los caballos son, con todo derecho, según esta perspectiva, una especie nativa del continente. La propuesta concreta de este grupo, que dio a conocer su idea en un artículo publicado en 2006 en la revista American Naturalist, es la de restaurar la diversidad de los ecosistemas pleistocénicos en América del Norte. Para ello sería preciso introducir especies que pudieran desempeñar el papel ecológico de los elementos de la megafauna que se extinguió hace 11 000 años. En un primer momento se estimularía el establecimiento de poblaciones de caballos para restaurar las poblaciones existentes hace miles de años. Posteriormente, se analizaría la posibilidad de introducir animales como los elefantes asiáticos, cheetas, leones y camellos para sustituir las especies correspondientes que desaparecieron de Norteamérica a finales del Pleistoceno. Al final, podríamos ver en algunas zonas de América del Norte paisajes semejantes a los de hace 12 000 años: ecosistemas cuyas funciones estarían determinadas por animales de gran talla y no, como sucede actualmente, por unas pocas especies invasoras y resistentes a la perturbación. Tal vez los movimientos vacilantes de La Rabona y sus compañeros en los arenales de Centla hace casi 500 años fueron los primeros pasos hacia la realización del sueño de recrear los ambientes silvestres del Pleistoceno. Seguramente Cortés nunca pensó en ello, pero el conquistador extremeño pudo haber sido, sin proponérselo, el primer restaurador ecológico del Nuevo Mundo.
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Referencias bibliográficas
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Héctor T. Arita
Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es biólogo por la Facultad de Ciencias de la unam y doctor en ecología por la Universidad de Florida, Gainesville. Actualmente es investigador en el Centro de Investigaciones en Ecosistemas (cieco) de la unam.
como citar este artículo →
Arita, Héctor T. (2010). El regreso del caballo: lo macro y lo micro en la evolución. Ciencias 97, enero-marzo, 46-55. [En línea]
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